¿Volveréis algún día, orgullosos exilados?
SÉB. CH. LECONTE (La máscara de hierro)
Aquella tarde, un ardor indescriptible animaba a los longevernos. Nada, ninguna preocupación, ni la menor perspectiva inquietante atemperaba su entusiasmo. Los garrotazos, bah, poca cosa, les traían sin cuidado y, en cuanto a los cantos, casi siempre daba tiempo de apartarse de su trayectoria, salvo cuando procedían del tirador de Jetatorcida.
Los ojos reían, chispeantes y vivos, en los rostros distendidos por el buen humor, y las mejillas gordezuelas, enrojecidas, rollizas como manzanas, proclamaban a gritos la salud y la alegría. Los brazos, las piernas, los pies, los hombros, las manos, el cuello, la cabeza, todo vibraba, bullía y saltaba en ellos. Los zuecos de álamo o de nogal apenas les pesaban en los pies y su repiqueteo seco contra el camino endurecido era ya una amenaza altanera para los velranos.
Gritaban, se esperaban, se llamaban, se empujaban, se zancadilleaban, se azuzaban igual que los perros de caza cuando, después de mantenerlos durante demasiado tiempo sujetos a la traílla, se los lanza por fin a correr la liebre o el zorro y entonces se mordisquean mutuamente las orejas y las patas para felicitarse y demostrar su alegría.
Era el suyo un entusiasmo verdaderamente arrebatador y contagioso. Se diría que tras su impulso hacia el Salto, tras su júbilo andariego, iba enganchada y arrastrada, como tras una melodía guerrera, toda la vida joven y sana que había en el pueblo: las chicas tímidas y ruborosas los siguieron hasta el tilo grande, sin atreverse a ir más lejos; los perros correteaban a sus flancos, brincando y ladrando, y hasta los gatos, prudentes y ariscos, avanzaban por las tapias del cercado como si sintiesen la ambigua tentación de acompañarlos; la gente les interrogaba con la mirada desde los umbrales de las puertas. Y ellos respondían, riendo, que iban a divertirse. Pero ¡con qué jueguecito!
Ya en la cantera de Pipote, Pacho canalizó el entusiasmo animando a sus guerreros para que se llenasen los bolsillos de guijarros.
—Habrá que llevar encima sólo media docena —dijo— y dejar los demás en el suelo en cuanto lleguemos, porque cuando nos lancemos al ataque no podemos pesar como sacos de harina. Si escasean las municiones, dos de los más pequeños cogerán dos gorras cada uno y irán a llenarlas a la cantera del Rata (que es la que cae más cerca del campo).
Eligió a quienes, llegado el caso, habrían de encargarse del avituallamiento o, mejor dicho, del reaprovisionamiento de municiones. Después hizo que Tintín enseñara las distintas piezas que componían el tesoro de guerra, para tranquilizar y confortar los ánimos de los camaradas, y por último, dio la señal de marcha, situándose en cabeza y haciendo, como siempre, de explorador de avanzadilla para su tropa.
Su aparición fue saludada por el vuelo fugaz de un canto que pasó rozándole la frente y le obligó a agacharse; pero se limitó a volverse hacia los suyos para indicar, con una ligera inclinación de cabeza, que la acción había comenzado.
Los soldados se distribuyeron inmediatamente y él les dejó situarse como les pareciera más oportuno, cada uno en su puesto habitual, porque estaba convencido de que su olfato guerrero no se vería defraudado aquella tarde.
Cuando Pardillo se encaramó a su árbol, dio cuenta de la situación.
Los velranos estaban todos en su lindero, desde el mayor hasta el más pequeño, desde Jetatorcida, el trepador, hasta Guiñaluna, el supliciado.
—¡Mejor que mejor! —concluyó Pacho—. Va a ser una bonita batalla.
La habitual marejada de insultos fluyó y refluyó entre los dos campos durante un cuarto de hora, pero los velranos no se movían, creyendo, quizá, que, como dos días antes, sus enemigos estaban dispuestos a desencadenar desnudos una nueva carga. De manera que los esperaban a pie firme, bien pertrechados de municiones merced a un servicio, recién creado, de chavales que acarreaban constantemente en sus pañuelos llenos picotines[29] de cantos que iban a buscar a las rocas de en medio del bosque y venían a descargar en el lindero.
Los longevernos los veían sólo a intervalos, tras la cerca y los árboles.
Eso no le convenía a Pacho, que hubiese preferido atraerlos un poco hacia el llano, para reducir así la distancia que tendrían que recorrer a la hora del asalto. Pero en vista de que no acababan de decidirse, resolvió tomar la iniciativa, con la mitad de su tropa.
Consultó con Pardillo, que bajó del árbol y declaró que aquella misión le correspondía a él.
Tintín, desde detrás, se mordía los puños viéndolos moverse y trajinar.
Pardillo no perdió un instante. Con el tirador en la mano, ordenó que cada uno de sus soldados cogiese cuatro cantos, ni uno más, y dio la señal de carga.
La cosa había quedado clara: no debía haber cuerpo a cuerpo; sólo tenían que acercarse hasta una distancia apreciable del enemigo, que se vería seguramente sorprendido, lanzar contra sus filas una granizada de cantos y batirse en retirada para evitar una respuesta que sería peligrosa, sin duda alguna.
A cuatro o cinco pasos de distancia uno de otro y en disposición de guerrilla con Pardillo a la cabeza, todos se precipitaron de pronto al ataque y, efectivamente, el fuego enemigo se interrumpió durante un instante ante semejante golpe de audacia. Había que aprovechar la ocasión. Pardillo cogió el refuerzo de cuero de su tirador, ajustó el punto de mira y lo dirigió hacia el Azteca de los Vados, mientras sus hombres, moviendo los brazos como aspas, acribillaban a pedradas a la sección enemiga.
—¡Vámonos ya! —gritó Pardillo, al ver que la banda del Azteca se reagrupaba para replicar.
Una lluvia de piedras les llegó a los mismísimos talones, mientras el griterío horrísono de los velranos les indicaba que estaban siendo perseguidos a su vez.
El Azteca, al descubrir que no iban desnudos, había considerado inútil una defensiva más prolongada.
Pardillo, oyendo el estrépito y confiado en la agilidad de sus piernas, se volvió para ver «cómo iba aquello»; pero el general enemigo llevaba consigo a sus mejores corredores: el trepador longeverno iba ya un poco retrasado y tenía que apretar de firme si no quería que lo agarrasen. Sabía que sus botones eran casi tan codiciados como su tirador por la banda del Azteca, que no había conseguido hacerse con ellos la tarde de Pacho.
Teniendo en cuenta motivos de tanto peso, trató de quitarse de en medio por la vía más rápida.
¡Maldición! Un guijarro lanzado con fuerza terrible, un guijarro de Jetatorcida, seguro, ¡ah, el muy cerdo!, fue a estrellarse directamente contra su pecho, lo hizo titubear y lo paró en seco durante un instante. Los otros iban a caer sobre él.
—¡Rediós! ¡Me han jodido!
En menos tiempo del que se tarda en contarlo y en escribirlo, Pardillo se llevó la mano al pecho, con gesto desesperado, y cayó hacia atrás, sin aliento y con la cabeza lacia.
Los velranos estaban ya junto a él.
Habían seguido la trayectoria del proyectil de Jetatorcida y observado el gesto de Pardillo; le vieron caer cuan largo era, pálido, sin decir palabra, y se detuvieron.
«¿Y si estuviera muerto…?»
Inmediatamente se oyó un rugido terrible, el grito de rabia y de venganza de Longeverne, que subió de tono, creció y llenó la vaguada, mientras un fantástico enarbolamiento de palos y sables apuntaba desesperadamente hacia el grupo.
En menos de un segundo habían vuelto grupas y se encontraban ya de vuelta en su refugio, donde se mantuvieron a la defensiva en tanto que todo el ejército de Longeverne llegaba junto a Pardillo. Por entre los párpados semicerrados y las pestañas temblorosas, el guerrero caído había visto cómo los velranos se detenían prácticamente a su lado, daban media vuelta y salían pitando.
Por los rugidos furiosos y cada vez más cercanos de los suyos, comprendió que acudían a rescatarle y ponían en fuga a los otros. Entonces abrió los ojos de nuevo, se sentó y después se incorporó con toda tranquilidad, se llevó los puños a las caderas y dirigió a los velranos, cuyas atemorizadas cabezas asomaban a ras de la tapia del cercado, la más elegante de las reverencias.
—¡Cerdo! ¡Marrano! ¡Traidor! ¡Cobarde! —bramaba el Azteca de los Vados al ver que su prisionero, ¡porque de hecho lo había sido!, se le escapaba por la cara—. ¡Ya te trincaré otra vez! ¡Ya te trincaré! ¡Y entonces no te librarás, desgraciao!
Pardillo, muy sereno y siempre sonriente, con todo el estupefacto ejército de Longeverne a sus espaldas, se llevó el dedo índice a la garganta y lo pasó cuatro veces de atrás hacia adelante, de la nuca al mentón. Después, y para completar lo que el gesto tenía de expresivo ya de por sí, y acordándose de pronto de su hermano el artillero, se golpeó con fuerza el muslo derecho con la mano del mismo lado, la volvió, con la palma hacia fuera y el pulgar en la bragueta:
—Y a éste de aquí —respondió—, ¿cuándo lo vas a trincar, eh? ¡Pedazo de imbécil!
—¡Mu bien, Pardillo, mu bien! Uuh, uh, uh, hí-há, guau, miau, beee, cuá-cuá, kikirikí.
Era el ejército de Longeverne que, con los gritos más dispares, manifestaba su desprecio hacia la estúpida credulidad de los velranos y su felicitación al valiente Pardillo, que acábaba de escapar tan bonitamente, haciéndoles una buena jugarreta.
—Pues a ti, el cantazo no te lo quita nadie —rugía Jetatorcida, agitado por sentimientos contradictorios: contento en el fondo por el rumbo que habían tomado los acontecimientos y, sin embargo, furioso porque ese cerdo de Pardillo, que le había metido el canguelo en el cuerpo sin razón alguna, hubiese conseguido escapar al castigo que tan merecido se tenía.
—¡Tú, pequeño —replicó Camus, que ya tenía una idea—, quédate tranquilo! ¡Ya te pescaré yo un día de éstos!
Y empezaron a caer cantos entre las filas desguarnecidas de los longevernos que, armados solamente de sus garrotes, dieron rápidamente media vuelta y regresaron a su campo.
Una vez recobrado el aliento, la batalla se reanudó con más ímpetu aún, porque los velranos, burlados, enfurecidos por el chasco —¡haber sido engañados, insultados, humillados, se las pagarían, y muy pronto!— trataban de recuperar la iniciativa.
Si habían conseguido trincar al general, sería una maldita desgracia del demonio que no pudieran agarrar todavía a algunos de sus soldados.
«Esos van a volver en cualquier momento», pensó Pacho.
Y Tintín, detrás, sin poder ocupar su puesto… ¡Qué oficio más asqueroso el de tesorero!
Entretanto, el Azteca de los Vados, después de reunir de nuevo a sus hombres, excitados y furiosos, para pedirles consejo, decidió llevar a cabo un asalto masivo.
Lanzó un agudo y resonante «¡Que la Garatusa sus acachorre!» y se disparó a la carrera con todo su ejército, blandiendo palos y esgrimiendo garrotes.
Tampoco Pacho vaciló un instante. Respondió con un «¡Que den pol culo a los velranos!» tan sonoro como el grito de guerra de su rival, y los bastones y sables de Longeverne se dispusieron de nuevo, con las puntas endurecidas por delante.
—¡Prusianos! ¡Cerdos! ¡Tres veces marranos! ¡Cernícalos de mierda! ¡Bastardos de curas! ¡Hijos de puta! ¡Buitres! ¡Carroña! ¡Cursis! ¡Muertos de hambre! ¡Meapilas! ¡Sectarios! ¡Gatos destripaos! ¡Sarnosos! ¡Cabrones! ¡Maricones! ¡Piejosos! —fueron algunas de las expresiones que se cruzaron antes del choque.
Desde luego, no puede decirse que las lenguas estuviesen en paro.
Algunas ráfagas de guijarros pasaron zumbando todavía por encima de las cabezas y a continuación se produjo una refriega espantosa: se oyeron garrotes que caían sobre las molleras, crujidos de lanzas y sables, puñetazos que se estrellaban en pleno pecho, chasquidos de bofetadas, patadas destructoras y aullidos: pim, pam, pum, zas, plaf, crac, toc.
—¡Ah, traidor! ¡Ah, cobarde! —y se vieron cabelleras erizadas, armas rotas, cuerpos entrelazados, brazos que describían amplios círculos antes de caer con todas sus fuerzas y con los puños proyectados hacia delante como bielas, y patas que se crispaban, se retorcían y se removían en tierra para disparar golpes en todas las direcciones.
Grillín, derribado desde el comienzo de la acción por un empellón anónimo, se volvía y plantaba, no cara, sino pie a todos los asaltantes, magullando tibias, triturando rótulas, retorciendo tobillos, aplastando dedos de los pies, machacando pantorrillas.
Pacho, erguido como un jabato, con el cuello desabrochado, la cabeza descubierta, el garrote partido por la mitad, entraba como punta de lanza en el grupo del Azteca de los Vados, cogía por el pescuezo a su enemigo, lo sacudía como a un ciruelo pese a la oposición de una bandada de velranos que se colgaban de sus calzones, y le tiraba de los pelos, lo abofeteaba, le arreaba, lo aporreaba y después giraba como un caballo loco en medio de la banda y se deshacía violentamente del círculo de enemigos.
—¡Ah, ya te tengo, rediós! —rugía—. ¡Cerdo! ¡Tú no te escapas, te lo juro! ¡Te la vas a cargar! ¡Cuando tenga que sangrarte te arrastraré hasta el Matorral Grande y te la vas a cargar, te lo digo yo que te la vas a cargar!
Al decir esto, lo cubría de patadas y puñetazos y, ayudado por Pardillo y Granclac, que habían ido tras él, arrastró literalmente al jefe enemigo, que se resistía con todas sus fuerzas. Pero Pardillo y Granclac lo tenían cogido cada uno por un pie y Pacho lo levantaba por debajo de los brazos y le juraba, cagándose en to los trastos, que le iba a apretar las clavijas como se pasase de listo.
Durante todo ese tiempo, el grueso de los dos ejércitos luchaba con terrible encarnizamiento. Pero la victoria sonreía decididamente a los longevernos: fornidos y robustos, eran muy buenos en el cuerpo a cuerpo. Algunos velranos, zarandeados con demasiada violencia, reculaban; otros se las piraban pura y simplemente, de modo que cuando vieron que se llevaban preso al mismísimo general, se produjo la desbandada, el desconcierto y la fuga en el más completo desorden.
—¡Cogílos, vamos, cogílos, rediós! ¡Pero cogílos, joder! —rugía Pacho, desde lejos.
Y los guerreros de Longeverne se lanzaron tras los pasos de los vencidos. Pero, como era previsible, los vencidos no los esperaron y los vencedores cedieron pronto en su persecución, mucho más interesados en ver qué tratamiento se le iba a aplicar al jefe enemigo.