3. La contabilidad de Tintín

Es verdad que, desde que llegué, he aportado enormes sumas: una mañana, ochocientos francos; el otro día mil francos; otro, trescientos escudos.

(Carta de Madame de Sévigné a Madame de Grignan,

15 de junio 1680)

Lo primero que hizo Tintín al llegar al patio de la escuela fue requisar una hoja a todos los que llevaban cuaderno «de sucio», para confeccionar inmediatamente el gran libro de cuentas en el que debería anotar los ingresos y gastos del ejército de Longeverne.

Inmediatamente recibió, de manos de los contribuyentes, las treinta y cinco perras previstas; de los pagadores en especie recogió siete botones de diversas formas y tamaños, más tres pedazos de cuerda, y a continuación se sumió en hondas cavilaciones.

Lápiz en mano, se pasó toda la mañana haciendo presupuestos, recortando aquí y añadiendo allá; durante el recreo, celebró consultas con Pacho, Pardillo y Grillín, es decir, con los tres principales; preguntó la cotización de los botones, el precio de los imperdibles, el valor de la goma, la solidez comparativa de las distintas clases de cordones de zapato y, por último, resolvió pedir consejo a su hermana Mari, más versada que todos ellos en asuntos de ese tipo y en esa faceta del negocio.

Al final de una densa jornada de consultas y después de mantener una tensión emocional que estuvo a punto de costarle, en más de una ocasión, alguna voz y el consabido castigo, había emborronado siete hojas y elaborado, sobre poco más o menos y salvo modificaciones de última hora, este proyecto de presupuesto que a la mañana siguiente, y desde el momento mismo de entrar en clase, sometió a estudio y aprobación por la asamblea general de camaradas:

PRESUPUESTO DEL EJÉRCITO DE LONGEVERNE

Botones de camisa.....................................

Botones de jersey y de chaqueta...............

Botones de pantalón.................................

Trabillas de atrás para pantalones............

Bramante para tirantes..............................

Goma para ligas.........................................

Cordones de zapatos.................................

Corchetes de blusones...............................

1 perras

4 perras

4 perras

4 perras

5 perras

8 perras

5 perras

2 perras

Total.............................................................

33 perras

Resto de reserva, para caso de necesidad....

2 perras

—Que te se han olvidao las agujas y el hilo —observó Grillín—. ¡Menudos melones estaríamos hechos si no hubiera pensado en eso! ¿Con qué íbamos a coser?

—Es verdad —confesó Tintín—. Entonces hay que cambiar algo.

—Pues yo creo que las dos perras de reserva hay que mantenerlas —dijo Pacho.

—Sí, eso es una buena idea —coincidió Pardillo—. Hay que ponerse en lo peor: se pue perder algo, o hacerse un agujero en un bolsillo, digo yo.

—Vamos a ver —prosiguió Grillín—. Podemos ahorrar dos perras de botones de jersey. ¡El jersey no se ve! Con un botón arriba, o dos to lo más, basta y sobra. No hace ninguna falta ir abrochao de arriba abajo, como un artillero.

Entonces Pardillo, cuyo hermano mayor estaba en artillería de guarnición y que se tragaba siempre sin pestañear todo lo que decía, entonó, con vivacidad y a media voz, esta cancioncilla, oída un día que el soldado llegó de permiso:

Que no hay nada más bello

que un artillero encima de un camello.

Y no hay nada más feo que un recluta

encima de una puta.

Toda la banda, apasionada por las cosas militares y entusiasmada con la novedad, quiso aprender la canción tan rápidamente que Pardillo tuvo que repetirla un montón de veces. Después volvieron a las cuestiones de negocios y, siguiendo con la poda del presupuesto, descubrieron también que cuatro perras para ganchos o trabillas de pantalón eran una exageración, que sólo podía hacer falta una por pantalón y, además, muchos de los pequeños no tenían todavía pantalones de los de trabilla detrás; así que, reduciendo esta partida a dos perras, habría de sobra y quedarían cuatro disponibles, para emplearlas del siguiente modo:

1 perra de hilo blanco

1 perra de hilo negro

2 perras de agujas surtidas

El presupuesto fue sometido así a votación y quedó aprobado. Tintín añadió que tomaba nota de los botones y cuerdas que le habían entregado los pagadores en especie y que a la mañana siguiente tendría listo el cuaderno. Todo el mundo podría conocer y comprobar la caja y la contabilidad en cualquier momento del día.

Completó la información comunicando, además, que su hermana Mari, la cantinera del ejército, había prometido hacerles, si querían, una bolsita cerrada con un cordón como esas onde metían las canicas, para poner y reunir en ella el tesoro de guerra. Sólo estaba esperando a ver cuánto sería, para no hacerla demasiado grande ni demasiado pequeña.

La generosa oferta fue recibida con aplausos y la Mari Tintín, amiga del general Pacho, como todo el mundo sabía, fue aclamada como cantinera mayor del ejército de Longeverne. Pardillo anunció igualmente que su prima, la Tavi Tablada se uniría cada vez que pudiera a la hermana de Tintín y tuvo también su parte en el coro de aclamaciones; sin embargo, Vaquero no aplaudió, y hasta se diría que miró a Pardillo con malos ojos. Su actitud no pasó desapercibida para Grillín, el vigilante, ni para Tintín, el contable, y ambos se dijeron que en todo aquello había algo raro.

—A mediodía —dijo Tintín— iré con Grillín en ca la tiá Camisón a comprar las cosas.

—Será mejor que vayáis en ca la Juliana —aconsejó Pardillo—. Tie más surtido de lo que la gente cree.

—Los comerciantes son tos unos granujas y unos ladrones —cortó Pacho, tratando de ponerlos de acuerdo, ya que, junto con algunas ideas muy generales, parecía tener también cierta experiencia de la vida—. Si quies, compra la mitad en un sitio y la otra mitad en otro, pa ver onde nos atracan menos.

—Sería mejor comprarlo todo junto —sentenció Botijo—, así nos lo darían más barato.

—En fin, haz lo que te dé la gana, Tintín, que pa eso eres el tesorero; apáñatelas como quieras. Lo único que ties que hacer es enseñar las cuentas cuando haigas acabao. Nosotros no tenemos por qué meter las narices antes.

La forma de emitir Pacho esta opinión zanjó de raíz una discusión que hubiera podido eternizarse; y, por otra parte, ya iba siendo hora, porque el tió Simón, intrigado por sus manejos y con las antenas puestas, pasaba por allí una y otra vez, tratando de cazar al vuelo algo de la conversación.

Había decidido vigilar de cerca a Pacho, que daba señales evidentes y extraescolares de exaltación intelectual.

Grillín, llamado así porque tenía menos carne que un jilguero en los tobillos, pero que era en cambio más espabilado y observador que todos los demás juntos, se olió en seguida las ideas del maestro. Además, como Tintín era compañero de pupitre del jefe y si pescaban a uno el otro podía verse comprometido y las iba a pasar moradas para explicar la presencia de una suma tan considerable de dinero en su bolsillo, le indicó que, durante la clase, tuviese cuidado con el «viejo», cuyas intenciones no le parecían muy claras.

A las once, Tintín y Grillín se dirigieron a casa de la Juliana y, después de saludar con toda cortesía y pedir una perra de botones de camisa, preguntaron el precio de la goma.

La tendera, en vez de ofrecerles la información solicitada, los miró con curiosidad inquisitiva y contestó a Tintín con esta pregunta almibarada e insidiosa:

—¿Es para vuestra mamá?

—No —intervino Grillín, desconfiado—. Es pa su hermana.

Y cuando la otra les dijo los precios, sin dejar de sonreír, le dio un ligero codazo a su compañero:

—¡Vámonos!

Una vez fuera, Grillín se explicó:

—¿Has visto esa vieja charlatana, que quería saber por qué, cómo, cuánto, cuándo y no sé qué más? Si queremos que tol pueblo se entere en seguida de que tenemos un tesoro de guerra, no hay más que comprarla a ella. Ya ves, no podemos comprar de una vez to lo que necesitamos, porque eso despertaría sospechas. Será mejor que vayamos un día a por una cosa, otro día a por otra y así. Y de volver a casa de esa vieja cotorra, ¡ni hablar!

—Pues fíjate —replicó Tintín—, todavía sería mejor que mandásemos a mi hermana Mari en ca la tiá Camisón. Creerán que va de parte de mi madre y, además, ya sabes, ella entiende más de estas cosas. Hasta sabe regatiar y todo, macho. Estáte seguro de que nos conseguirá más cuerda y dos o tres botones de propina.

Ties razón —convino Grillín.

Cuando se reunieron con Pardillo, que andaba, tirador en mano, al ojeo de los gorriones que picoteaban en el estercolero del tió Gugú, le enseñaron los botones de camisa, de pasta blanca y cosidos a un cartoncillo azul; había cincuenta y le confesaron que a eso se limitaban sus compras por el momento; le explicaron los motivos de su prudente abstención y le aseguraron que, de todas formas, al cabo de una hora estaría todo comprado.

A eso de las doce y media, cuando Pacho volvía a clase después de comer, con las manos en los bolsillos y silbando la cancioncilla de Pardillo, tan de moda últimamente, descubrió a su amiga dirigiéndose muy afanosa a casa de la tía Camisón por el camino de las chimeneas.

Como en ese momento no había nadie en la puerta y ella no le había visto, atrajo su atención con un discreto «pituit» que anunciaba su presencia.

Ella le sonrió e hizo un gesto de complicidad para explicarle adónde iba y Pacho, radiante, le respondió a su vez con una sonrisa franca y amplia que expresaba la alegría de un espíritu vigoroso y sano.

En el patio de la escuela, los ojos de todos los presentes en el rincón del fondo miraban hacia la puerta con obstinación e impaciencia, esperando de un momento a otro la llegada de Tintín. Todos sabían ya que la Mari se había encargado de hacer las compras y que Tintín la aguardaba detrás del lavadero para recibir de sus manos el tesoro que luego sometería al control colectivo.

Por fin apareció, precedido por Grillín, y un ¡ah! general saludó su entrada. Se apiñaron a su alrededor, acosándolo con sus preguntas:

¿Ties los chirimbolos?

—¿Cuántos botones de chaqueta dan por una perra?

—¿Hay mucha cuerda?

—¡A ver las trabillas!

—¿El hilo es fuerte?

¡Esperay, rediós! —rugió Pacho—. Si preguntáis todos a la vez no nos enteraremos de nada, y si tol mundo se le echa encima, nadie va a ver ni torta. ¡Venga! Ponisus en círculo. Tintín nos lo enseñará todo.

Retrocedieron a regañadientes, procurando quedar cada uno lo más cerca posible del tesorero, por si había alguna posibilidad de palpar el botín. Pero Pacho fue inflexible y prohibió a Tintín que sacase nada hasta que tol mundo se hubiera apartado lo suficiente.

Cuando al fin se consiguió, el tesorero, con aire de triunfo, fue sacando uno a uno del bolsillo varios paquetes envueltos en papel amarillo. Y al tiempo iba enumerando:

—Cincuenta botones de camisa, en un cartón.

—¡Joder!

—Veinticuatro botones de calzoncillo.

—¡Coño!

—Nueve botones de jersey, uno más de la cuenta, porque ya sabís que no dan más que cuatro por una perra.

—Ha sido la Mari —explicó Pacho—, que lo ha sacao regatiando.

—Cuatro trabillas de pantalón. ¡Más de un metro de goma!

Y lo extendió para demostrar que no los habían timado.

—¡Dos corchetes de blusón!

—Son buenos, ¿eh? —comentó Pacho, pensando que si la otra tarde hubiese tenido uno a mano, a lo mejor, en fin, bueno…

—¡Cinco pares de cordones de zapato! —pregonó Tintín—. ¡Diez metros de cuerda, más un buen cacho que le han dao de propina, por comprar tantas cosas de una vez! ¡Once agujas, una más de la cuenta! ¡Y una bobina de hilo negro y otra de blanco!

A medida que enumeraba y exhibía algo, los ¡oh!, los ¡ah!, los ¡joder! y los ¡coño! exclamativos y admirativos coreaban la apertura del nuevo envoltorio.

—¡Tula! —gritó de pronto Chiquiclac, como si estuviera jugando a pillar a algún compañero. Al oír esa señal de alarma, que anunciaba la aparición del maestro, todos se revolvieron, mientras Tintín recogía precipitadamente y se embutía en el bolsillo los diversos artículos que acababa de desempaquetar.

La operación se llevó a cabo de un modo tan natural y rápido, que el otro no se enteró de nada y, si pudo observar algo, fue la alegría general de todos aquellos rostros que él mismo había visto tan sombríos y herméticos dos días antes.

«¡Hay que ver —pensó— cómo influyen el tiempo, el sol, la tormenta y la lluvia en el ánimo de los niños! Cuando va a tronar o a llover, no hay quien los aguante y no queda más remedio que dejarlos que charlen, se peleen y armen jaleo; pero en cuanto apunta el buen tiempo, ellos solitos se vuelven trabajadores, dóciles y alegres como unas pascuas».

Aquel buen hombre no sospechaba siquiera las causas ocultas y profundas de la alegría de sus alumnos y la verdad era que, con el cerebro atiborrado de vanas pedagogías, andaba más despistado que una chiva en una cacharrería.

¡Como si los niños, que tan rápidamente detectan y asimilan las hipocresías sociales, se manifestasen libremente alguna vez en presencia de quienes tienen sobre ellos alguna parcela de autoridad! Con su mundo aparte, sólo se muestran como son, como son de verdad, entre ellos mismos, lejos de miradas inquisitoriales o indiscretas. Y en tales circunstancias, el sol y la luna sólo ejercen sobre ellos una influencia limitada, pero que muy limitada.

Los longevernos empezaron a corretear y perseguirse por el patio, y cada vez que coincidían, comentaban:

—Bueno, ya está. ¡Esta tarde será ella!

—Esta tarde, siiiií.

—¡Ja, ja! ¡Rediós, la que les va a caer encima en cuanto aparezcan!

El silbato, y después la voz habitualmente arrogante del maestro: «¡Vamos, en fila, y rapiditos!», interrumpieron sus premoniciones bélicas y sus proyectos de futuras proezas guerreras.