2. No hay peor dolor que la falta de dinero[27]

Sin embargo, tenía sesenta y tres maneras de encontrar remedio a su necesidad, la más honorable y la más común de las cuales consistía en el latrocinio furtivo…

RABELAIS (libro II, cap. XVI)

El frío pegaba fuerte aquella tarde. Hacía un tiempo claro, de luna nueva. El fino cuerno de plata pálida, translúcida todavía a los últimos rayos del sol, anunciaba una de esas noches duras, crueles, que echan abajo las últimas hojas, temblorosas en sus ramas desoladas como los cascabeles marchitos de las yeguas del viento.

Botijo, tan friolero como siempre, se había encasquetado la boina azul hasta las cejas. Tintín bajó las orejeras de su gorra. Los demás se las apañaban también como podían para protegerse de las cuchilladas del cierzo. Sólo Pacho, bronceado todavía por el sol del verano, despreciaba a cuerpo limpio y con la cabeza descubierta esos fríos de poco pelo, como él decía.

Los que llegaron primero a la cantera esperaron a los retrasados y Pacho encargó a Rena, Guiñeta y Chiquiclac que se acercaran un momento a vigilar el lindero enemigo.

Transmitió a Rena sus poderes de jefe y le dijo:

—Drento de un cuarto de hora, cuando silbemos, si no has visto nada, te subes al roble de Pardillo y, si tampoco hay nada, eso querrá decir que seguramente no vendrán; entonces vies a reunirte con nosotros en el campo, ¿entendido?

Los otros asintieron dócilmente y, mientras iban a cubrir su turno de vigilancia, el resto de la columna subió hasta el refugio de Pardillo, donde se habían desnudado el día anterior.

—Ya ves, macho —recalcó Botijo—; hoy no habríamos podido desnudarnos.

—¡Está bien! —dijo Pacho—. Cuando se ha decidido hacer otra cosa, no hay que recordar pa na lo pasao.

En la guarida de Pardillo se estaba realmente bien; por la parte de Velrans, hacia poniente y hacia el sur, y por la parte de abajo, la cantera al descubierto formaba una especie de muralla natural que protegía de vientos, lluvias y nieves; por los otros lados, grandes árboles, que dejaban pasos angostos entre ellos y los matorrales, detenían los vientos del norte y del este, que, para colmo, tampoco eran cálidos aquella tarde.

—Vamos a sentarnos —propuso Pacho.

Cada cual eligió su asiento. Las gruesas piedras planas servían perfectamente y no había más que cogerlas. Cada uno buscó la suya y miró al jefe.

—Ya ha quedao claro —dijo éste, recordando de pasada la votación de por la mañana— que vamos a cotizar pa tener un tesoro de guerra.

Los diez que estaban pelados protestaron unánimemente.

Ojisapo, así llamado porque, en comparación con la suya, la mirada de Guiñeta era la de un Adonis, y porque sus gruesos ojos redondos le sobresalían espantosamente en la cara, tomó la palabra en nombre de los desposeídos.

Era hijo de unos pobres campesinos que las pasaban canutas desde el 1 de enero hasta el día de San Silvestre[28] y que, naturalmente, no daban con demasiada frecuencia a su retoña la calderilla necesaria para los vicios menores.

—¡Pacho! —dijo—. ¡Eso no está bien! ¡Tú humillas a los pobres! Has dicho que todos somos iguales y sabes mu bien que no es verdad y que yo, y Cecé y Costuritas y los demás, no podremos tener nunca una perra. Yo sé que eres bueno con nosotros, que cuando compras caramelos nos das alguno de vez en cuando y que a veces nos dejas chupar tus palos de chocolate y tus cachos de regalí; pero tú sabes que, si por alguna cosa rara, alguien nos da una perra, el padre o la madre arramblan con ella pa comprar cacharros y no la vemos más ni por el forro. Ya te lo dije esta mañana. No hay forma de pagar. ¡O sea, que somos unos piojosos! ¡Esto no es una república ni es na, y yo no puedo aceptar esa decisión!

—Nosotros tampoco —corearon los otros nueve.

—¡He dicho que eso se arreglará —tronó el general—, y se arreglará! Si no, no volveré a ser Pacho, ni jefe, ni na de na, ¡rediós! Escuchaime, panda bobos, ya que no sois capaces de arreglar las cosas vosotros solos. ¿Os habéis creído que a mí me dan pasta, y que el viejo no me lo birla a mí también cuando mi padrino o mi madrina o quien sea vien a casa a ponerse moraos de beber y me dan a escondidas una perra gorda o chica? ¡Pues claro que sí! Si no me espabilo y digo en seguida que me he comprao canicas o chucherías con lo que me acaban de dar, me lo raspan sin remedio. Y cuando digo que he comprao canicas, tengo que enseñarlas, porque si no me harían escupir la pasta; y cuando las ven, ¡zas!, un par de tortas pa que aprenda a no gastar sin ton ni son el dinero que cuesta tanto ganarlo. Cuando digo que he comprao caramelos, ni siquiera tengo que enseñarlos: me arrean el sopapo antes y me dicen que soy un derrochón, un comilón, un glotón y no sé cuántas cosas más. ¡Eso es lo que hay! Y, sin embargo, uno tie que saber arreglárselas en la vida del mundo, y voy a deciros cómo hay que hacerlo. No voy a hablar de los recaos que cualquiera pue hacerle a la criada del cura o a la mujer del tió Simón, porque son tan roñosos que no sueltan na; tampoco voy a hablar de las perras que se puen recoger en los bautizos y en las bodas, porque hay pocos y no se pue contar con eso. Pero hay algo que lo pue hacer tol mundo. El trapero acude to los meses a la tapia del granero del Guisote y las mujeres le llevan sus pingos y sus pellejos de conejo; yo le doy huesos y chatarra, y los Clac también, ¿no es verdad, Granclac?

—¡Sí, sí!

—A cambio, él nos da estampas, plumillas en una cajita, calcomanías, o una o dos perras, según lo que haiga; pero a él no le gusta soltar pasta, es un maldito roñoso que nos larga siempre unas porquerías que ni pegan ni na, por nuestros buenos huesos de jamón y por chatarra de la mejor. Y después, sus calcomanías no sirven pa na. No hay más que decírselo claramente, según lo que le lleves: «Quiero una perra o dos», y hasta tres, si hay muchos cacharros. Si dice que no, se le contesta: «Pues, macho, esta vez no te doy na», y se lleva uno las cosas. ¡Ya verís cómo os llama otra vez ese asqueroso judío! Ya sé que no hay montones de huesos o de chatarra, pero lo mejor es mangar trapos blancos, que valen más que los otros, y vendérselos al peso.

—Eso en mi casa es mu difícil —objetó Ojisapo—. Mi madre tie una bolsa grande en el aparador, y lo guarda todo allí.

—Pues no ties más que coger la bolsa y aligerarla un poco. Pero hay otros sistemas. Tenís gallinas, tol mundo tie gallinas.

Bueno, pues un día se afana un huevo del ponedero, otro día otro, dos días después otro; hay qu’ir por la mañana, antes de que hayan puesto todas, y los huevos se esconden bien en un rincón del corral. Cuando se tie ya la docenita o la media docenita, se coge tranquilamente una cesta y se la lleva a la tiá Camisón, como si te hubieran mandao a un recao; ella los paga a veces hasta a veinticuatro perras la docena, en invierno. ¡Con media docena hay pal impuesto de un año entero!

—Eso en mi casa es imposible —afirmó Cecé—. Mi vieja está talmente encima las gallinas, que les atienta el culo to las noches y to las mañanas pa saber si tien huevo o no. Siempre sabe cuántos va a haber por la noche. Si le falta uno solo, se arma la de Dios.

—Pues entodavía hay otra forma, que es la mejor. Yo os la recomiendo a todos. Miray, es cuando el viejo coge la cogorza. Yo me alegro cada vez que veo que engrasa los botos pa ir a la feria de Vercel o de Baume. Allí come a base de bien con los de la sierra o los del valle. Y bebe cañas, aperitivos, tintos, embotellao… A la vuelta, se para con los demás en to las tabernas y antes de llegar se toma entodavía una absenta en cal Guisote. Entonces mi madre va a buscarlo, de mu mal genio. Gruñe y acaban peleándose siempre. Después vuelven a casa y ella le pregunta cuánto ha gastao. El la manda a paseo y la dice que el que manda es él y que no meta las narices. Después se acuesta y tira la ropa encima una silla. Entonces, mientras mi madre va a cerrar las puertas y a dar una vuelta al ganan, yo le registro los bolsillos y la bolsa. El nunca sabe seguro cuánto tiene; y yo le cojo dos perras, o tres o cuatro, según; una vez le mangué diez, pero es mucho y no lo haré más, porque el viejo se dio cuenta.

—¿Y qué? Te dio una paliza, ¿eh? —comentó Tintín

—Que te cres tú eso. Quien se la cargó fue mi madre, porque él creyó que había sido ella, a posta, y le echó una bronca de mil demonios.

—¡Sí, señor! Es un truco estupendo —convino Botijo—. ¿Qué te parece, Costuritas?

—Pues que mí no me sirve pa na, porque mi padre no se emborracha nunca.

—¡Nunca! —exclamó al unísono toda la banda, sorprendida.

—¡Nunca! —remachó Costuritas, desconsolado.

—Eso —dijo Pacho sí que es una desgracia, macho. ¡Una desgracia, sí señor! ¡Una verdadera desgracia! Y no hay na que hacer.

—¿Entonces?

—Pues entonces, no te queda más que sisar cuando te manden a un recao. Mesplico: si ties que cambiar una moneda grande, birlas una perra y dices que la has perdido. Eso te costará un bofetón o dos, pero en este cochino mundo nadie da na de balde; además, conviene chillar antes de que te sacudan. Si se chilla mucho, pue que no se atrevan a darte demasiao fuerte. Y si no se trata de una moneda, y te mandan a comprar achicoria, por ejemplo, bueno pues hay paquetes de achicoria de a cuatro y de a cinco perras, conque si te dan cinco, coges uno de a cuatro y dices que ha subido. Si te mandan a por dos perras de pimentón, pides una na más y después dices que es to lo que te han dao. No hay mucho peligro, macho, porque la vieja dirá que el tendero es un granuja y un ratero, y de ahí no pasa la cosa. Bueno, y además, cuando no se pue, no se pue y se acabó. Cuando tengáis cuartos, pagáis y si no los tenis, qué vamos a hacer. Ya nos las arreglaremos como sea. Necesitamos dinero pa comprar cosas, conque si encontráis un botón, un corchete, un cordón, una goma o lo que sea, que se pueda mangar, os lo metís en el bolsillo y lo apoquináis aquí, pa aumentar el tesoro de guerra. Todo eso se valorará como es debido, teniendo en cuenta que son cosas usadas y no nuevas. El encargao de guardar el tesoro tendrá un cuadernillo donde irá apuntando los ingresos y los gastos, pero lo mejor sería que tol mundo consiguiera pagar la perra. A lo mejor, más alante, podríamos ahorrar un poco y pagarnos una fiestecilla: pa celebrar alguna victoria.

—¡Eso sí que estaría bien! —apostilló Tintín—, con alfajores, chocolate…

—¡Y sardinas!

—Bueno, bueno. Vosotros buscay primero la pasta —ordenó el general—. Yo creo que, después de to lo que acabo de contaros, hay que ser mu torpe pa no reunir una perra al mes.

—¡Es verdad! —ratificó el coro de los poseedores.

Los desposeídos, entusiasmados por las revelaciones de Pacho, accedieron por fin a la implantación del impuesto y juraron que para el mes siguiente removerían cielo y tierra para pagar su cuota. Por este mes tendrían que pagar en especie y aportarían todo lo que pudieran apañar, poniéndolo en manos del tesorero.

Pero ¿quién iba a ser el tesorero?

Pacho y Pardillo, en su calidad de jefe y subjefe, no podían desempeñar ese cargo; Gambeta tampoco debía ocupar el puesto, porque faltaba mucho a clase; además, su agilidad de liebre le hacía indispensable para servir de mensajero en caso de necesidad. Pacho propuso a Grillín que se encargase del asunto: se le daban bien las cuentas, escribía rápido y bien, era el más indicado para ese cargo de confianza y esa difícil misión.

—Yo no puedo —declinó Grillín—. Hombre, ponisus en mi lugar. En la escuela, yo soy el que se sienta más cerca de la mesa del maestro, que ve siempre to lo que hago. ¿Cuándo iba a poder llevar las cuentas? ¡No pue ser! El tesorero tie que estar en los pupitres de atrás. Tie que ser Tintín.

—Pues Tintín —dijo Pacho—. Sí, tío, después de todo, tú eres el que tie que encargarse de eso, porque será la Mari la que venga a coser los botones de los que caigan prisioneros. Sí, ties que ser tú y nadie más que tú.

—Bueno, pero si los velranos me trincan a mí, se jodió el tesoro.

—Pues entonces, no podrás pelear. Te quedas detrás y miras; a veces hay que saber sacrificarse, compañero.

—¡Sí, sí, Tintín tesorero!

Tintín fue elegido por aclamación y como todo estaba ya más o menos arreglado, fueron al Matorral Grande a ver qué había sido de los tres centinelas, a quienes, en el fragor de la discusión, se habían olvidado de llamar.

Rena no había visto nada, conque se entretuvieron fumando cigarros de clemátida. Se les comunicó la decisión adoptada, la aprobaron y se acordó que desde el día siguiente todo el mundo entregaría la cuota a Tintín, en efectivo los que pudieran y los demás en especie.