Donec ponam inimicos tuos, sacabellum pedum tuorum[20]. (Vísperas del domingo) Psalmo…nescio quo[21]. ANOTUS DE BRAGMARDO[22] |
El tió Beduino vio a Pardillo al mismo tiempo que éste lo descubriera a él, pero si el chaval reconoció al viejo al primer vistazo, lo contrario, afortunadamente, no fue verdad.
Sólo que el guarda forestal intuyó, con su olfato de viejo guerrero, que el mozalbete que tenía delante andaba mezclado en aquel asunto inesperado, o por lo menos podría proporcionarle alguna información o explicación, de manera que le hizo señas para que le esperase y se fue derecho hacia él.
Aquello le venía bien a Botijo, cuyo mayor temor era que el viejo aguafiestas se acercase a él y pudiera descubrir el gardarropa de los camaradas de Longeverne. Para impedir que se aproximara a aquel lugar, Botijo estaba dispuesto a emplear cualquier medio, y el mejor de todos era sin duda el insulto lanzado desde muy cerca, siempre, claro está, que, como en esta ocasión, hubiera árboles y matorrales en los que ocultarse para no ser reconocido. Así, utilizando las piernas con habilidad, era posible mantener al viejo muy alejado del campo de operaciones.
Cuando la perdiz
ve a sus crías en peligro
y sólo con el plumón…
Botijo conocía la fábula y había admirado siempre esa astucia de pájaro. Y como él no era más tonto que una perdiz y además sabía imitar perfectamente su «pituit, pituit», se las apañaría para tener a raya a Ceferino y despistarlo.
Sin embargo, aquella maniobra encerraba ciertos riesgos y complicaciones. Uno de los más graves podía ser la presencia o la aparición en aquel lugar de un habitante del pueblo que tuviera buenas piernas y buen ojo, y que le denunciaría sin duda al guarda o incluso (como había ocurrido ya en alguna ocasión), si era padre, conocido o amigo, se arrogaría cierto derecho de familiaridad para coger por la oreja al delincuente y conducirlo de tal guisa hasta el representante de la fuerza pública, situación a todas luces embarazosa.
Botijo era más bien prudente y prefería no correr riesgos. Además, no tenía una idea muy clara del resultado de la batalla ni del modo como Pacho había guiado a sus tropas. Los gritos oídos sólo le daban a entender que se había producido un ataque en toda regla. Sí, pero ¿dónde estaban ahora los camaradas?
¡Grave pregunta!
Como puede suponerse, Pardillo no perdió el tiempo esperando al guarda jurado. En cuanto notó que el otro pretendía reunirse con él y se le acercaba, dio media vuelta, bajó de un salto al barranco y fue al encuentro de sus compañeros, gritándoles, no demasiado alto, desde luego, que huyeran hacia arriba, porque el Buitre, como llamaba él al agua-guerras, venía por la parte de abajo.
Ceferino, al ver huir a Pardillo, no dudó un instante que esos sucios mocosos estaban «jugándole alguna» otra vez; de pronto se acordó de lo ocurrido dos días antes, cuando aquel otro le había enseñado el culo, y como ahora se sentía fuerte y emprendedor, inició la marcha, a paso gimnástico, con el propósito de aprehender al bribón.
Sudando y resoplando, llegó justo a tiempo para ver a la bandada de chavales que, desnudos como gusanos, huían y desaparecían entre los matorrales de arriba del Salto, gritando en dirección a él insultos de significado inequívoco:
—¡Viejo asqueroso! ¡Putero con purgaciones! ¡Vieja cuba! ¡Vete a la mierda!
—¡Ah, cochinos! ¡Asquerosos, granujas, maleducaos! —respondía el viejo, reanudando el trote—. ¡Ay como coja a uno, a uno solo! ¡Le corto las orejas, le corto la nariz, le corto la lengua, le corto…!
El Beduino quería cortarlo todo.
Pero para coger a uno de aquellos habrían hecho falta unas piernas más ágiles que sus decrépitos remos. Se dedicó a registrar concienzudamente los matorrales en todas las direcciones, pero no encontró nada y siguió de lejos la voz, una pista que él creyó segura pero que muy pronto iba a engañarle también.
Pardillo, Granclac y Grillín, ya vestidos, pusieron en práctica, para proteger el regreso de sus compañeros y permitir que recuperaran sus ropas, lo que Botijo había imaginado un momento antes: atraer a Ceferino hacia los pastos de Cazacán, cada vez más lejos, y precisamente por el lado de Velrans, con el objetivo suplementario de darle el cambiazo y hacerle creer, con la colaboración de su escasa vista cansada, que los únicos responsables de aquel atentado contra su dignidad de antiguo defensor de la «patria» y de representante de la ley eran los chavales del pueblo enemigo.
Como todas las señales de precaución y reagrupamiento estaban convenidas de antemano, y como el bosque enemigo había quedado desierto, Pardillo y sus dos secuaces dejaron de insultar al Beduino cuando creyeron llegado el momento oportuno; dieron un amplio rodeo campo a través, siguieron hacia arriba la cerca de los pastos de Guisote, regresaron al bosque y, por la zanja de arriba, fueron a desembocar a los matorrales del campo comunal, un centenar de metros por encima del recodo del camino, es decir, del campo de batalla.
En aquel momento estaba completamente vacío y no quedaba en él nada que pudiese recordar la lucha épica que se había desarrollado allí una hora antes. Sin embargo, oyeron en los matorrales de abajo el «pituit, pituit» de los longevernos que los llamaban con regularidad.
Gracias, efectivamente, a su hábil maniobra de diversión, la tropa sorprendida había podido volver a la zona defendida por Botijo y colocarse a toda velocidad camisas, pantalones y blusones, con las dos manos a la vez y sin tener bastante con los dedos de ambas para remeter faldones, ajustar cinturones, abrochar pantalones, encasquetar gorras, atar cordones de zapatos y vigilar para que nadie perdiera ni olvidase nada.
En menos de cinco minutos, sin dejar de jurar y maldecir contra aquel viejo canalla de guarda que aparecía siempre donde nadie le llamaba, los soldados del ejército, que habían conseguido recomponer satisfactoriamente sus vestimentas y no estaban del todo contentos con una victoria parcial en la que no habían podido hacer prisioneros, desfilaban ya monte abajo, en cuatro o cinco grupos, llamando a los tres exploradores que habían tenido que vérselas con el Beduino.
—Ese me las va a pagar —decía Pacho—, vaya si me las va a pagar. No es la primera vez que se empeña en buscarme un lío. Esto no pue quedar así, o es que ya no hay Dios, ni justicia, ni na de na. ¡Ah, no! Rediós, no. Esto no quedará así.
Y el cerebro de Pacho empezaba a maquinar ya una venganza complicada y terrible, mientras sus camaradas reflexionaban también profundamente.
—Oye, Pacho. El viejo tiene ya manzanas en el huerto. ¿Y si vamos a darle un repaso a los árboles mientras él nos busca por Cazacán, eh? ¿Qué tal?
—Y le estropeamos el cantero de berzas —añadió Chiquiclac.
—¡Se lo pisoteamos todo! —dijo Ojisapo.
—Buena idea —convino Pacho, que tenía también la suya—. Pero tenemos que esperar a los otros. Además, con tanta luz no se pue hacer na. Si nos viera, sería capaz de meternos en la cárcel, con testigos y to… Ya sabís que no podemos fiarnos de un viejo cerdo como ése, que ni tie corazón, ni entrañas, ni na. En fin, ya veremos.
—¡Pituit! —se oyó en los matorrales del lado de poniente.
—Ya están aquí —dijo Pacho. Y repitió tres veces la llamada de la perdiz…
Una galopada sonora le anunció la llegada de los tres exploradores y el reagrupamiento de los distintos grupos dispersos por la ladera. Cuando se reunieron todos, los recién llegados dieron las novedades.
Ceferino, aseguraron, se cagaba en todo lo habido y por haber contra los asquerosos renacuajos de Velrans que venían a jorobar a la gente decente en su propia casa, y el pobre tiparraco sudaba y se secaba y resoplaba como un rucio asmático tirando de un carro cargado por una cuesta arriba más empinada que el tejado de un granero.
—La cosa marcha —afirmó Pacho—. Tendrá que pasar otra vez por aquí, así que hace falta que alguno se quede a esperarlo.
Grillín, que tenía ya algo de psicólogo y de lógico, expuso su opinión:
—Está pasando calor, de modo que tendrá sed; por consiguiente, volverá derecho al pueblo para arrearse un latigazo en cal Guisote, el de la fonda. Convendría que alguien se diese una vuelta por allí también.
—Sí, es verdad —concedió el jefe—; tres aquí y tres allí; los demás, que vengan conmigo al bosque de Teuré. Ya sé lo que hay que hacer. En cal Guisote hace falta alguien que sea listo —prosiguió—; que vaya Grillín, con Sortillo y Pirulí; sus ponis a jugar al guá como si na. Botijo se quedará aquí en la cantera, bien situao, con otros dos; tenis que estar mu atentos y escuchar to lo que diga; cuando esté lejos y sepáis lo que va a hacer, vais a buscarnos al final de la trocha del tió Señorita, cerca de la Cruz del Jubileo. Allí nos veremos y sus diré de qué se trata.
Grillín hizo notar que ni él ni sus compañeros tenían canicas y Pacho, generoso, le dio una docena (por una perra, macho) para que pudieran representar bien la comedia delante del guarda.
Y tras una última recomendación del jefe, Grillín, muy seguro de sí mismo, bromeó:
—No te preocupes, tío, ya me encargaré yo de pegársela bien pegá a ese vejestorio de los cojones.
La dispersión se realizó sin más demora.
Pacho, con el grueso de la tropa, llegó al bosque de Teuré y en cuanto estuvo allí, ordenó a sus hombres que arrancaran de los árboles las lianas de clemátida[23] más largas que encontrasen.
—¿Pa qué? —preguntaron—. ¿Pa fumar? ¡Jo, qué bien, vamos a hacer cigarros!
—Tení cuidao y no las rompáis —siguió Pacho—, y cogí to las que podáis: ya sabréis pa qué son. Tú, Pardillo, súbete a los árboles y las arrancas, lo más arriba que puedas. Tien que ser mu largas.
—Descuida, yo me encargo —dijo el lugarteniente.
—Pero antes, ¿tiene alguien cuerda fina? —preguntó el jefe.
Todos tenían trozos de longitud variable, de uno a tres palmos, aproximadamente. Los enseñaron.
—¡Guardailos! Sí —concluyó, respondiendo a una pregunta que él mismo se hacía para sus adentros—, guardailos y vamos a buscar las lianas.
Resultaba fácil encontrarlas en aquella foresta, porque era lo único que no faltaba por ningún sitio: cordones fuertes y flexibles que trepaban a los robles enormes, a las hayas, carpes, abedules, perales silvestres, a casi todos los árboles, aferrándose a los troncos nudosos con sus hojas en forma de zarcillos, enroscándose como serpientes vegetales y vivaces para llegar a cielo abierto, alcanzar la luz y beber su ración de sol a cada amanecer. También en el suelo aparecían prácticamente por todas partes: viejos tocones grises, duros y rígidos, que se deshacían en filamentos como de carne de puchero demasiado cocida, para ascender después en forma de cintas flexibles y resistentes.
Pardillo trepaba; Renacuajo y Guiñeta también; eran como tres talleres que trabajaban simultáneamente bajo la atenta mirada de Pacho.
La escalada fue cosa de un momento.
Por grueso que fuera el árbol, Pardillo lo atacaba como un luchador de la época clásica, a cuerpo limpio; y eso que, en ocasiones, sus brazos eran demasiado cortos para abarcar el tronco por completo.
Pero no importaba. Sus manos se adherían como ventosas a los nudos de la corteza, cruzaba las piernas, entrelazándolas como sarmientos retorcidos, y un vigoroso impulso de las corvas nos lo lanzaba treinta o cincuenta centímetros más arriba; una vez allí, otro agarrón de manos, otro empujón de corvas y, en quince o veinte segundos estaba ya en la primera rama.
Entonces dejaba de gatear: se incorporaba primero sobre los antebrazos y el pecho, después colocaba las rodillas a la altura de aquella especie de barra fija natural y por último ponía los pies en el lugar de las rodillas: la ascensión hasta el punto más alto se efectuaba tan natural y fácilmente como por la más cómoda de las escaleras.
La liana de clemátida caía rápidamente en su poder porque, al pie del árbol, un compañero provisto de una navaja bien afilada cortaba el tallo a ras del suelo, mientras otros tres o cuatro la atraían gradualmente, tirando de ella con toda la precaución necesaria.
¡Cuántas veces habrían hecho los pequeños pastores esa misma operación, en verano, para engalanar con verde y flores silvestres la cornamenta de los animales para las fiestas de San Juan! La clemátida, la hiedra, las campanillas, amapolas, margaritas, mezclaban sus colores entre el verdor oscuro de las coronas trenzadas, hechas con primor y rivalizando en imaginación. Y por la tarde, daba gusto ver venir a las vacas de ojos límpidos, con su andar cansino al compás de los cencerros, florecidas y coronadas como novias de mayo.
Al volver de la fiesta, el ramo se colgaba encima de la puerta de la cocina, entre los enormes clavos de talabartero, donde la panoplia reluciente y rústica de las hoces lanza destellos oscuros, 1 para dejar que se secara, al abrigo del tejadillo, hasta el año siguiente o incluso más tiempo todavía.
Pero ahora no se trataba de eso.
—Hay que darse prisa —urgió Pacho, que veía caer la noche mientras la niebla de poniente se levantaba sobre el molino de Velrans.
Cuando los otros reunieron el botín, mientras él se entregaba mentalmente a ciertas complicadísimas operaciones matemáticas, abarcó cuidadosamente con los brazos extendidos las tiras conseguidas y decidió partir hacia el cruce de la Cruz del jubileo, pasando entre las hayas del camino del tió Señorita.
Llevaba cuatro tiras de cerca de diez metros cada una y otras ocho más pequeñas.
Por el camino, y después de insistir en su recomendación de que no se rompieran las grandes, dio la orden de anudar lo mejor posible las demás, de dos en dos, y mientras seis soldados transportaban aquellos ingenios bélicos bajo la mirada de los demás, el jefe se puso a reflexionar profundamente hasta que llegaron al punto de reunión previsto.
—¿Qué vamos a hacer, Pacho? —preguntaban los otros de vez en cuando.
La noche caía lentamente.
—Depende —respondía el jefe, evasivo.
—Ya va siendo hora de volver —apuntó uno de los más pequeños.
—No vienen los demás. Ni Botijo ni Grillín.
—¿Qué estarán haciendo? ¿Qué le habrá podido pasar al viejo?
En fin, que se impacientaban, y la actitud misteriosa del jefe no era, desde luego, la más adecuada para calmar el nerviosismo general.
—¡Ah, ya está aquí Botijo con los suyos! —exclamó Pardillo.
—¿Qué tal, Botijo?
—Bueno —contestó el otro—, pasó por la carretera principal, por la parte de abajo, y si no llego a tener vista, entodavía podíamos estar allí esperando. Debió de bajar otra vez por el bosque y volver a la carretera por el camino que sale del cruce. Lo vimos desde la cantera. Movía mucho los brazos, como Quinquín cuando se emborracha. Debe de tener un cabreo de tres pares de cojones.
—Chiquiclac —ordenó Pacho—, ve a ver lo que está haciendo Grillín y dile que venga en seguida a contarme lo que pasa.
Chiquiclac, obediente, salió disparado, pero un discreto «pituit» le detuvo cuando no había dado más de treinta pasos.
—¡Grillín! ¿Eres tú? Ven corriendo, macho, y cuenta lo que hay.
Llegaron en cuestión de segundos.
Grillín, rodeado por todos, explicó:
El Beduino se había presentado hacía un cuarto de hora, colorado como un tomate, cuando ellos tres jugaban tranquilamente al guá delante de la fonda del Guisote.
Todos le habían dado las buenas tardes, y el viejo les dijo:
—¡Vaya, muy bien! Vosotros, por lo menos, sois buenos chicos; y no como vuestros compañeros, que son una piara de cerdos y unos groseros. ¡Como los coja!
Grillín había mirado al guarda con unos ojos como platos, para subrayar su sorpresa, y después había respondido al señor Ceferino que seguramente estaba equivocado, porque a esa hora todos sus compañeros debían de estar ya en casa, ayudando a, sus mamás a coger agua y leña para el día siguiente o acompañando a sus papás al establo para echar el pienso al ganado.
—¡Ah! —había dicho Ceferino—. Entonces ¿quién estaba hace un momento en el Salto, eh?
—No sé, señor guarda, pero no me extrañaría que fueran los velranos. Fíjese, ayer mismo acantiaron a los dos Clac cuando volvían a Vernois. Son unos maleducaos esos chicos; se nota que son unos beatos ¿eh? —había añadido en plan hipócrita, apelando al anticlericalismo del antiguo soldado.
—¡Ya me parecía a mí, rediós! —rugió el Beduino, rechinando los dientes que le quedaban, porque, como se recordará, Longeverne era rojo y Velrans blanco—. Claro, rediós, ya me parecía a mí. ¡Los muy malcriaos! Esa es su religión: ¡enseñarle el culo a la gente decente! ¡Panda de curas, panda de granujas! ¡Serán marranos! ¡Cuando coja a uno…!
Dicho lo cual, y después de desear a los chavales que lo pasasen bien y fuesen siempre así de buenos, Ceferino entró en la fonda del Guisote a pegarse su latigazo.
—Reventaba de sed —continuó Grillín—. No había acabao con el primero y ya estaba dándole al segundo. He dejao allí a Sortillo y a Pirulí pa que lo vigilen y vengan a avisarnos si sale antes de que yo vuelva.
—¡Esto va bien! —concluyó Pacho, contento—. Ahora ¿quiénes pueden quedarse entodavía un poco más? No hace falta que estemos todos, ni mucho menos.
Ocho decidieron permanecer allí. Los jefes, naturalmente.
Entre ellos, Gambeta fue el que más tiempo tardó en tomar la determinación. ¡Vivía tan lejos! Pero Pacho le hizo ver que los Clac se quedaban también y que, como él era el más rápido, necesitarían seguramente su colaboración. Ante los razonamientos del jefe, se rindió estoicamente, jugándose la paliza paterna si le fallaban los pretextos.
—Bueno, pues entonces —explicó Pacho—, no merece la pena que a los demás sus echen la bronca en casa. Largaisus, nos las arreglaremos sin vosotros; mañana sus contaremos cómo han ido las cosas. Ahora podríais estorbarnos más que nada. Dormir tranquilos, que el viejo nos las va a pagar todas juntas. Y mucho cuidao, quitaisus de en medio rápido, nada de andar por ahí en grupo: podríais despertar sospechas y era lo que nos faltaba.
Cuando la banda quedó reducida a Pacho, Pardillo, Tintín, Grillín, Botijo, los dos Clac y Gambeta, el jefe expuso su plan.
Irían todos, en silencio, arrastrando las lianas, hasta bajar por la calle principal del pueblo. Los designados al efecto se situarían en los lugares que se les señalasen, entre dos estercoleros que estuviesen uno enfrente del otro.
Dos parejas bastarían para colocar, atravesadas en la carretera por la que habría de pasar el guarda, las trampas que le harían tropezar y caer, dando la impresión de estar todavía más borracho. Y prepararían la misma emboscada en cuatro sitios distintos.
Bajaron. Dejaron una liana en el estercolero de Juan Bautista y otra en el de Gordejuela: Botijo y Chiquiclac volverían a éste último y Grillín y Granclac al primero. Entretanto, siguieron avanzando todos y Botijo, jefe de la partida, se detuvo con su compañero en el estercolero de Botines, mientras Grillín y el suyo iban a situarse en el de Doni.
Los otros acudieron a relevar de su misión a Sortillo y Pirulí, enviándolos inmediatamente a sus casas. Después se fueron, por las eras, a guipar lo que hacía el viejo.
Iba por la tercera absenta y disertaba como un diputado sobre sus campañas militares, reales o imaginarias, sobre todo imaginarias, porque se le oía decir:
—Pues sí, un día que tenía que venirme con permiso de Argel a Marsella, rediós, llegué tarde al puerto, justo cuando el barco acababa de zarpar. ¿Qué fue lo que hice? Pues había allí precisamente una criada, lavando la ropa a la orilla del mar. Sin pensármelo dos veces, le meto la nariz en una tina, le doy la vuelta al barreño, me meto dentro y, remando con la culata del fusil, me lanzo en perseguimiento del barco y casi llego a Marsella antes que él.
¡Tenían tiempo todavía! Dejaron a Gambeta apostado tras una pila de leña, con el encargo de avisar de la salida de Ceferino cuando llegase el momento, tanto a los dos grupos como a Pacho y los suyos.
Todavía pudo oír el relato de la última conversación del Beduino con su antiguo compañero, el emperaor Napoleón III.
—Sí, al pasar por París, cerca de las Tullerías, andaba pensando si debía entrar a darle los buenos días, cuando de pronto siento que alguien me toca en el hombro. Me vuelvo… ¡Y era él!
»—¡Hombre, dichoso Ceferino! ¡Qué tal! ¿Como va eso? ¡Venga, vamos a echar un trago! Genia[24] —le gritó a la emperatriz—. ¡Este es Ceferino! Vamos a brindar. ¡Hala, lava un par de vasos!
Entretanto, los tres chavales atravesaron pueblo arriba hasta llegar a la casa del guarda. Pacho se coló por una ventana del cobertizo, abrió a sus compañeros una puertecilla escondida y los tres se metieron, pasillo adelante, en la vivienda del Beduino, donde, por espacio de un cuarto de hora, se consagraron a una tarea misteriosa entre regaderas, pucheros, quinqués, el bidón del petróleo, el aparador, la cama y la estufa.
Muy poco después, el «pituit» de Gambeta les anunció la llegada de su víctima y se retiraron tan discretamente como habían entrado.
Corrieron hasta el segundo puesto de Botijo, al que llegaron bastante antes que éste.
El tió Ceferino, después de contarle por tercera vez a Guisote sus historias de «moros y chacales», después de hablarle de los tiburones que infectaban la bahía de Argel e incluso de que uno de aquellos malditos bichos le había cortado la «pilila» a uno de sus camaradas, un día en que se estaban bañando, y que el mar se había teñido de sangre, salió titubeando y arrastrando los pies bajo las miradas divertidas del posadero y su mujer.
Cuando llegó donde Doni, ¡zas!, se pegó el primer tortazo, cagándose en lo más barrido y echando pestes contra el asqueroso camino que el tío Breda, el peón caminero (un gandul que no había hecho más que siete años de mili y la campaña de Italia ¡vaya una cosa!), tenía tan cochinamente mal cuidado. A continuación, recobró el aliento, se incorporó y reemprendió la marcha.
—Creo que lleva una curda de cuidao —comentó Guisote, cerrando la puerta.
Un poco más allá, la liana de Botijo, traicioneramente tendida a sus pies, le hizo rodar por el arroyo de agua sucia, mientras los dos tenebrosos maquinadores desaparecían en silencio, llevándose el lazo.
Tampoco consiguió evitar la caída en el estercolero de Gordejuela, y maldijo a pleno pulmón a este asqueroso país, donde se ve menos que en el culo de una negra.
La gente, atraída por el estrépito, empezaba a salir a la puerta de las casas y comentaba:
—Vaya pedo que lleva esta noche el veterano: eso es una trompa, sí señor.
Y quince o veinte pares de ojos pudieron comprobar que, una veintena de pasos más allá, el viejo, ignorando otra vez las leyes más elementales del equilibrio, se pegaba otro de esos batacazos que hacen época en la vida de un borracho.
—¡Pues yo no estoy borracho, rediós! —farfullaba él, llevándose la mano a la frente herida y a la nariz magullada—. Si no he bebido casi na. Es el cabreo, que se me habrá subido a la cabeza. ¡Qué asquerosos!
Había perdido las rodilleras del pantalón y tardó sus buenos cinco minutos en encontrar la llave, sepultada en el fondo del bolsillo, entre un gran pañuelo a cuadros, la navaja, el monedero, la tabaquera, la pipa, la petaca y la caja de cerillas.
Al fin pudo entrar.
Los curiosos que le habían seguido hasta allí, y entre ellos los ocho chavales, oyeron desde los primeros pasos un enorme estruendo de regaderas que rodaban por el suelo. Estaba previsto: las habían colocado para eso. A pesar de todo, el viejo consiguió abrirse camino y llegar al hueco de la pared donde ponía las cerillas.
Frotó una en el pantalón, en la caja, en el tubo de la chimenea, en la pared: no ardía. Hizo lo mismo con otra y después con otra y otra y otra… siempre sin resultado, a pesar de los cambios de rascador.
—¡Rasca, viejo, rasca! —comentaba burlón Pardillo, que las había metido todas en agua—. ¡Rasca y así te entretienes!
Harto de frotar en vano, Ceferino buscó una en el bolsillo, consiguió encenderla y trató de prender la lámpara de petróleo; pero la mecha se empecinó también y no hubo manera.
Ceferino, en cambio, se incendiaba a ojos vistas.
—¡Me cagüen la puta madre que parió a esta jodía lámpara de mierda! ¡Ah, rediós! Conque no quieres prender, ¿eh?, de verdad que no quieres prender, ah, pues muy bien, allá vas, so guarra —dijo, lanzándola con todas sus fuerzas contra la chimenea, donde se despanzurró con estrépito.
—¡Que le va a prender fuego a la casa! —dijo alguien.
«No hay peligro», pensaba Pacho, que había cambiado el petróleo por un resto de vino blanco sacado del culo de una botella.
Tras esa primera hazaña, el viejo, deambulando en la oscuridad, golpeó la chimenea, tiró sillas, la emprendió a patadas con las regaderas, trastabilló entre los pucheros, bramó, juró, insultó a todo el mundo, se cayó, se levantó, salió, volvió a entrar y por último, agotado y maltrecho, se tumbó vestido en la cama, donde a la mañana siguiente lo encontró un vecino, roncando como el fuelle de un órgano en medio de un desorden tan espectacular que parecía conseguido de propósito.
Poco después se oyó decir en el pueblo, para regocijo interior de Pacho y de los suyos, que el tío Beduino estaba talmente borracho aquella noche, que se había caído ocho veces al salir de la fonda de Guisote, que lo había tirado todo al entrar en su casa, que había roto la lámpara, se había meado en la cama y cagado en el puchero.