…Con el solo atavío de una bella que acaba de despertar del sueño. RACINE (Britannicus, acto II, esc. II) |
A la mañana siguiente, al despertar de un sueño más pesado que una borrachera, Pacho se desperezó lentamente, con una sensación de dolor en los riñones y de vacío en el estómago.
El recuerdo de lo ocurrido volvió a su mente, como una oleada de calor que se sube a la cabeza, y enrojeció.
Sus ropas, tiradas al pie de la cama y por todas partes, esparcidas por cualquier sitio y de cualquier manera, eran en su desorden testimonio vivo de la profunda confusión que embargaba a su propietario cuando se desnudó por la noche.
Pacho pensó que la ira paterna debía de haberse ablandado un poco con la noche de sueño; calculó la hora guiándose por los ruidos de la casa y de la calle; el ganado volvía del abrevadero; su madre llevaba el pienso a` las vacas. Era hora de levantarse y cumplir con la tarea que se le había asignado para las mañanas de todos los domingos: quitar el barro y sacar brillo a los cinco pares de zapatos de la familia, llenar de leña el cajón y de agua las regaderas, si no quería exponerse otra vez a los rigores del correctivo familiar.
Saltó de la cama y se puso la gorra; después se llevó las manos al trasero, ardoroso y dolorido, y, como no tenía espejo para ver lo que quería, volvió la cabeza cuanto pudo por encima de los hombros y miró:
¡Estaba rojo, con rayas violáceas!
¿Eran los varazos de Guiñaluna o las señales del vergajo de su padre? Las dos cosas, seguramente.
Una nueva oleada de vergüenza o de furia le tiñó la frente de púrpura.
¡Cochinos velranos, se la iban a pagar!
Se puso inmediatamente los calcetines y empezó a buscar los pantalones viejos, los que tenía que ponerse cuando iba a hacer algo que podía manchar o estropear su «ropa buena». ¡Y, desde luego, ese era el caso, leche! Pero no llegó a captar lo irónico de su situación y bajó a la cocina.
De entrada, aprovechó la ausencia de su madre para guindar un buen chusco que escondió en el bolsillo y del que de vez en cuando arrancaba, a bocado limpio, unos trozos enormes que le desencajaban las mandíbulas. Después se puso a manejar los cepillos con entusiasmo, como si nada hubiese ocurrido el día anterior.
Su padre entró a colgar el vergajo en el gancho metálico del pilar que se elevaba en medio de la cocina y le lanzó al pasar una ojeada rápida y severa, pero no despegó los labios.
Su madre, acabada la tarea y después de que él hubiera desayunado un tazón de caldo, se dispuso a escamondarlo como todos los domingos.
Hay que decir que Pacho, como la mayoría de sus camaradas, salvo Grillín, mantenía con el agua unas relaciones más bien distantes, extrafamiliares, por decirlo así, y que le hacía tan poca gracia como a Mitis, el gato de la casa. En realidad, sólo le gustaba en los regueros de la calle, para chapotear, y como fuerza motriz para hacer girar los molinillos de palas que construía con un eje de saúco y aspas de avellano.
Entre semana, y a pesar de las broncas del tió Simón, no se lavaba jamás; sólo las manos, que tenía que someter a la inspección reglamentaria. Y, aun así utilizaba arena en vez de jabón. El domingo lo aceptaba a regañadientes. Su madre, armada de un áspero trapo de lona previamente mojado y enjabonado, le refregaba enérgicamente la cara, el cuello y hasta los recovecos de las orejas, cuyas profundidades eran deshollinadas a su vez con el mismo ímpetu, utilizando una punta del trapo, húmeda y retorcida como una barrena. Aquel día, Pacho se abstuvo de berrear y, una vez enfundado en sus ropajes dominicales, se le permitió acudir a la plaza al sonar el segundo toque, no sin advertirle antes, con una ironía desprovista de toda elegancia, que, si quería saber lo que era bueno, no tenía más que volver a las andadas del día anterior.
En la plaza estaba ya todo el ejército de Longeverne, charlando y chismorreando, rumiando la derrota y esperando con ansiedad al general.
Pacho se limitó a introducirse en el grueso del pelotón, aunque ligeramente emocionado por todas aquellas miradas brillantes que le interrogaban en silencio.
—¡Bueno, pues sí! —dijo—. Me dieron una buena soba. ¿Y qué? ¡Nadie se muere por eso, pues ya estoy aquí! Pero eso no quie decir que no tengamos una cuenta pendiente. Y nos la van a pagar como está mandao.
Esta manera de hablar, que a primera vista y para cualquier no iniciado resultaría carente de lógica, fue admitida por todos sin vacilar, puesto que la opinión de Pacho recibió inmediatamente la aprobación general.
—Esto no pue seguir así —añadió—. No. Tenemos que encontrar algo como sea. No quiero que me vuelvan a calentar en mi casa, porque no me dejarían salir y, además, tenemos que hacerles pagar la paliza de ayer. Lo pensaremos en misa y esta tarde hablaremos.
En aquel momento pasaron las chicas, que acudían también en panda a la iglesia. Al atravesar la plaza, miraban con curiosidad a Pacho «para ver qué cara ponía», porque estaban al corriente del asunto, y todas sabían ya, por un hermano o un primo, que el día anterior el general había sufrido, a pesar de su heroica resistencia, la suerte reservada a los vencidos, volviendo a casa despojado y en una situación lastimosa.
Bajo el fuego graneado de todas aquellas miradas, Pacho, que no tenía nada de tímido, se sintió enrojecer hasta las orejas; su orgullo de macho y de jefe sufría terriblemente con la derrota y con aquella especie de degradación transitoria. Y todavía fue peor cuando su amiga, la hermana de Tintín, le dirigió al pasar una mirada de infinita ternura, una mirada inquieta, desesperada, húmeda y tierna, que expresaba con elocuencia hasta qué punto compartía su infortunio y cuánto amor sentía, a pesar de todos los pesares, por el elegido de su corazón.
Pese a todas esas muestras inequívocas de simpatía, a Pacho no le apetecía eso; quería justificarse por completo y a cualquier precio ante los ojos de su amiga; de manera que se separó del grupo, arrastró consigo a Tintín y le preguntó ya a solas:
—Por lo menos se lo habrás contao todo y bien a tu hermana, ¿no?
—Dende luego —dijo el otro—: lloraba de rabia, decía que si hubiera cogido a Guiñaluna le había sacao los ojos.
—¿Y le has dicho también que todo fue por liberar a Pardillo, y que si vosotros sus hubieseis espabilan no me habrían trincao así?
—¡Pues claro que se lo he dicho! Y le he dicho que durante tol tiempo que te estuvieron zurrando no soltaste ni una lágrima y que, al final, les enseñaste el culo. ¡Y cómo me escuchaba, tío! No es porque yo lo diga, ya sabes, pero ¡cómo te tie la Mari! Hasta me ha pedido que te bese y todo, pero entre nosotros, ya me comprendes, eso entre hombres no se hace, está feo; pero con la intención basta ¿no, tío? Las mujeres… cuando se ponen a quererle a uno… También me ha dicho que otra vez, si tie tiempo, intentará venir detrás de nosotros y así, cuando te cojan, comprendes, podrá coserte los botones.
—¡No me cogerán otra vez, rediós! Otra vez, no —dijo Pacho, conmovido de todas maneras—. Pero cuando vuelva a la feria de Vercel, dila que la voy a traer un alfajor. Pero no una mierdecilla de nada, sino uno grande, sabes, uno de a seis perras y con dos letreros.
—Qué contenta se va a poner la Mari cuando se lo diga, tío —comentó Tintín, emocionado al pensar que su hermana tenía por costumbre compartir con él los postres.
Y llegó a añadir, en un impulso de generosidad que le delató:
—A ver si podemos comerlo los tres juntos.
—¡Pero si no lo voy a comprar pa ti ni pa mí, sino pa ella!
—Claro, claro, ya lo sé. Pero, quién sabe, a lo mejor a ella se le ocurría una cosa así.
—Bueno, es lo mismo —concedió Pacho, pensativo. Y entraron en la iglesia con los demás, mientras las campanas repicaban a toda cuerda.
Cuando todos estuvieron ya en sus puestos respectivos, es decir, en los lugares que la costumbre, la fuerza personal y la contundencia de los puños les habían permitido atribuirse progresivamente tras discusiones más o menos prolongadas (y siempre con el convencimiento generalizado de que los puestos mejores eran los que estaban más cerca de los bancos de las chicas), fueron sacando de los bolsillos, uno un rosario, otro un libro de misa o una estampita pía para «guardar las apariencias».
Pacho sacó también del bolsillo de la chaqueta un viejo devocionario con tapas de cuero gastado y letras enormes, heredado de una tía abuela corta de vista, y lo abrió al azar, por aquello de ofrecer un aspecto que le evitase en lo posible cualquier reproche.
Sin preocuparse demasiado por las oraciones, colocó el libro al revés y, mientras señalaba, sin verlos, los caracteres descomunales de una misa de esponsales en latín, que por cierto le importaba un pimiento, se dedicó a pensar lo que habría de proponer por la tarde a sus soldados, porque estaba seguro de que, como siempre, aquellos malditos acémilas serían incapaces de inventar nada, absolutamente nada, y descargarían una vez más sobre él la responsabilidad de decidir lo que había que hacer para afrontar el terrible peligro que más o menos los amenazaba a todos.
Tintín tuvo que tirar de él para que se pusiera de rodillas, de pie o sentado en los momentos señalados por el ritual y llegó a pensar que el recogimiento de su jefe era verdaderamente excesivo al comprobar que no había vuelto ni una sola vez la vista hacia las chicas que, en cambio, lo miraban de vez en cuando con el rabillo del ojo para ver «qué cara se pone» cuando se ha recibido una buena tunda.
De entre las diversas posibilidades que acudieron a su imaginación, Pacho, partidario de las soluciones drásticas, seleccionó sólo una y, por la tarde, después del rosario, cuando se reunió el consejo general de guerreros de Longeverne en la cantera de Pipote, la planteó por lo claro, con frialdad y sin paños calientes.
—Pa que no nos joroben otra vez la ropa, no hay más que un método seguro, que es no llevarla. Así que propongo que luchemos en pelotas.
—¡Desnudos! —exclamó al mismo tiempo un buen número de camaradas, sorprendidos, estupefactos y hasta un poco asustados ante ese procedimiento expeditivo que quizá hería también su sentido del pudor.
—Completamente —prosiguió Pacho—. Y si sus hubieran dao pal pelo, pensaríais como yo sin vacilar.
Y empezó a describir con todo lujo de detalles, sin el menor afán de impresionar a la concurrencia, sino simplemente para convencerla, los sufrimientos físicos y morales padecidos durante su cautiverio en el lindero del bosque y lo humillante del regreso al hogar.
—¡Pero —arguyó Botijo— y si pasa alguien, si anda por allí algún mendigo y nos manga la ropa, si se nos echa encima el Beduino…!
—Hombre —contraatacó Pacho—, la dejaremos escondida y, si hace falta, pondremos a uno pa que la cuide. Si pasa alguien y se molesta, lo único que tie que hacer es no mirar, y si es el Beduino, que se vaya a la mierda. Ya visteis lo que le hice ayer por la tarde.
—Sí, pero… —dijo Botijo, que parecía no tener ninguna gana de exhibirse en cueros vivos…
—Tie gracia —interrumpió Pardillo, desarmando a su adversario con una argumentación irrebatible— que seas precisamente tú el que hable. Tol mundo sabe por qué no quies quedarte en pelotas: porque te da vergüenza que te se vea la mancha de vino que ties en el culo y se rían de la botella… Pues estás mu equivocao, Botijo. Una mancha en el culo no es nada malo ni tie —que darte vergüenza; eso es que tu madre tuvo un antojo cuando estaba preñada: quiso beber vino y en ese momento se rascó el trasero. Así es como salen esas cosas. Y, después de todo, no es un mal antojo. A algunas preñadas se les ocurren las cosas más raras y más asquerosas: la partera[18] de Peñafuente le contó a mi madre, y yo lo escuché, que había algunas que querían comer mierda.
—¡Mierda!
—¡Sí!
—¡Jo!
—Sí, tíos, eso mismo: hasta mierda de soldao y otras marranás que ni los perros mismos querrían oler ni de lejos.
—¿Qué pasa, que se vuelven locas cuando están así, o qué? —exclamó Renacuajo.
—Por lo visto, están locas cuando están así, y antes y después.
—Eso es lo que dice mi padre siempre. Dice, y yo me lo creo, que en cuanto haces cualquier cosa se ponen a berrear como gallinas que las estuvieran desplumando vivas, y por cualquier tontería te sueltan un guantazo.
—Sí, eso es verdad. Las mujeres son de mala calaña.
—Bueno, ¿qué? ¿Luchamos en pelotas, sí o no? —repitió Pacho.
—Hay que votar —exigió Botijo que, decididamente, no estaba dispuesto a enseñar la mancha de vino con la que el antojo de su madre le había adornado el trasero.
—¡Qué bruto eres, macho! —dijo Tintín—. Mira que te hemos dicho que nos importa un pito.
—Si yo no lo digo por vosotros, sino… por los velranos; si me la ven, pues, pues… me jodería.
—Vamos a ver —intervino Grillín, tratando de arreglar la cosa—. Y si Botijo, un suponer, se queda guardando los bártulos mientras los demás peleamos, ¿eh?
—No, no —opinaron otros guerreros, intrigados por las revelaciones de Pardillo y que, muertos de curiosidad por observar la anatomía de su camarada, querían comprobar «sobre el terreno» lo que es un antojo y se obstinaban en que Botijo se desnudase como todo el mundo.
—Anda, Botijo, enséñaselo a estos idiotas —sugirió Grillín—. Son más brutos que un arao. Cualquiera diría que no han visto nada en su vida, ni una vaca pariendo, ni una cabra con el macho.
Botijo lo entendió y aceptó heroica y resignadamente el sacrificio. Se soltó los tirantes, dejó caer el pantalón, se levantó la camisa y mostró a todos los guerreros de Longeverne, más o menos interesados, el antojo que adornaba la cara posterior de su humanidad. Y en cuanto lo hizo, la moción de Pacho, apoyada por Pardillo, Tintín, Grillín y Granclac, fue adoptada por unanimiedad, como de costumbre.
—Pues eso no es todo —prosiguió Pacho—. Ahora hay que saber ande nos desnudamos y onde escondemos la ropa. Aunque Botijo viera venir a alguien como el tió Simón o el cura, será mejor que no nos cojan en pelotas, porque nos pue pasar cualquier cosa al volver a casa.
—Yo, yo sé un sitio —informó Pardillo.
El explorador voluntario condujo al pequeño ejército hacia una especie de cantera abandonada, rodeada de monte bajo, protegida por todas partes y desde la que se podía llegar fácilmente, por una especie de pasadizo vegetal, hasta detrás del baluarte del Matorral Grande, es decir, hasta el mismísimo campo de batalla.
A medida que iban llegando, gritaban:
—¡Virguero!
—¡Cojonudo!
—¡Joder, qué sitio!
Efectivamente, estaba muy bien. Y allí mismo se decidió que, al día siguiente, después de enviar como exploradores a Pardillo y a otros dos valientes que protegiesen al grueso del ejército, se instalarían allí para ponerse el «uniforme de campaña», por llamarlo de alguna manera.
Volviéndose hacia Pardillo, Pacho se acercó y le preguntó confidencialmente:
—¿Cómo te las has arreglao pa encontrar un sitio tan cojonudo?
—¡Ah, ah! —respondió Pardillo, mirando con picardía a su camarada y general.
Se humedeció los labios con la lengua y, guiñando un ojo ante la muda insistencia del jefe, añadió:
—¡Asunto de faldas, tío! Ya te lo contaré cuando estemos los dos solos.