5. Las consecuencias de un desastre

Golpe tras golpe. Pena tras pena. ¡Ah! La prueba arrecia.

VICTOR HUGO (El año terrible)

Tienen razón los que dicen que las desgracias nunca vienen solas. Y fue Grillín quien, algún tiempo después, formuló ese aforismo que, desde luego, no era suyo.

Cuando Pacho llegó a la curva del camino del Salto, maldiciendo y aullando contra aquellos lameculos de los velranos, con los cabellos, la camisa y todo lo demás al viento, no encontró a sus compañeros que le recibieran, sino al tío Ceferino, antiguo soldado de Africa a quien todos llamaban el Beduino y que desempeñaba en el pueblo las humildes funciones de guarda jurado, como podía leerse, por otra parte, en la chapa amarilla y bruñida que lucía entre los pliegues de su blusón azul y siempre limpio.

Afortunadamente para el gran Pacho, el Beduino, representante de la fuerza pública en Longeverne, estaba un poco sordo y no veía demasiado.

Al volver de su ronda diaria o casi diaria, se había detenido al oír los alaridos y gritos de guerra de Pacho, que se debatía en manos de los velranos. Como daba la casualidad de que más de una vez había sido objeto y víctima de burlas y bromas por parte de ciertos «tunantes» del pueblo, no dudó un instante que los recios insultos de aquel fugitivo despelotado iban dirigidos a él. Todavía dudó menos cuando alcanzó a distinguir, entre otras sílabas, las de cer-do y ma-rra-no que, en su mentalidad rectilínea y lógica, sólo podían aplicarse indefectiblemente a un represantante de la ley. Decidido (el deber ante todo) a castigar semejante insolencia, que atentaba tanto contra las buenas costumbres como contra su propia dignidad de magistrado, se lanzó en su persecución, para agarrarlo o, por lo menos, para saber quién era, de modo que pudiera hacerle administrar «por quien corresponda» la paliza que a su juicio merecía.

Pero Pacho vio también al Beduino y, descubriendo sus hostiles intenciones al oírle gritar «¡Granuja!», se desvió rápidamente a la izquierda, hacia lo alto del monte comunal, y desapareció entre los matorrales mientras el otro esgrimía el palo y seguía gritando a voz en cuello:

—¡Cacho sinvergüenza! ¡Deja que te pille y verás!

Ocultos en el Matorral Grande, sorprendidos por tan inesperada aparición, los longevernos seguían la persecución del Beduino con el corazón en un puño y los ojos como platos.

—¡Es él! ¡Claro que es él! —dijo Grillín, refiriéndose a su jefe.

—Les ha hecho una buena jugarreta —apuntó Tintín—. ¡Qué tío! —y el tono de su voz expresaba a las claras la admiración que sentía por su general.

—¿Y ese viejo gili… va a estar jodiéndonos mucho rato? —añadió Pardillo, frotándose con las manos resecas y encallecidas las dolorosas mataduras.

Y se dispuso a encargar a Tintín o a Grillín la misión de atraer al Beduino hacia algún punto alejado de los lugares en los que habría de esconderse Pacho, mediante el simple procedimiento de lanzar contra el guarda una serie de epítetos floridos y sonoros, tales como: viejo estúpido, culero, maricón, africano con purgaciones, y algún otro que habían pescado al vuelo en ciertas conversaciones entre los viejos del lugar.

Pero no tuvo necesidad de poner en práctica su plan, porque el veterano guerrero volvió pronto camino abajo, maldiciendo contra aquellos granujas a los que iba a tirar de las orejas y a quienes pensaba meter un día de éstos en el calabozo municipal, para que hicieran compañía durante un par de horas a las ratas de la tienda de quesos.

Rápidamente, Pardillo imitó el canto de la perdiz, que era la señal de reunión de los de Longeverne, y en cuanto recibió respuesta anunció a su compañero acorralado, mediante otros tres gritos consecutivos, que el peligro había pasado por el momento.

En seguida apareció, tras los matorrales, la silueta imprecisa y blanquecina de Pacho, que se acercaba con el hatillo en la mano; y muy poco después se distinguían ya los rasgos de su cara, contraída por la indignación.

¡Mu bien, macho! ¡Mu bien, tío grande!

Eso fue todo cuanto pudo decir Pardillo que, con lágrimas en los ojos y los dientes apretados, levantaba un puño amenazador dirigido hacia los velranos.

Y todos rodearon a Pacho.

Requisaron los cordones y alfileres de la banda para componerle un atuendo más o menos presentable con el que pudiera volver al pueblo. En un zapato le pusieron la cuerda de una peonza y, en el otro, un trozo de bramante procedente de la guarnición de una espada; con pedazos de cuerda sujetaron también los calcetines a las corvas; encontraron un imperdible para unir y cerrar las dos aberturas del pantalón; el propio Pardillo, en el colmo del sacrificio, pretendió deshacer su tirador para hacerle un cinturón a su jefe, pero éste se negó a ello con toda nobleza; varios alfileres cerraban los orificios más importantes. Por cierto, que el blusón respingaba un poco por detrás; la camisa bailaba irremediablemente alrededor del pescuezo y la manga desgarrada, a la que le faltaba un trozo, era un testimonio irrecusable de la espantosa pelea que había mantenido el guerrero.

Cuando estuvo más o menos apañado, echó un vistazo melancólico a su atavío y, calculando para sus adentros la cantidad de patadas en el culo que iba a ganarse con él, resumió sus temores en una frase lapidaria que estremeció las fibras más profundas de sus soldados:

—¡Dios, el vareo que me van a dar cuando vuelva a casa!

Un silencio sombrío acogió aquella profecía. Evidentemente, el grupo no tenía nada que objetar al respecto y, a la caída de la noche, se inició la penosa y silente marcha de regreso al pueblo.

¡Qué distinta fue aquella entrada de la del lunes! La noche oscura y densa hacía aún más honda su tristeza; ni una sola estrella osaba elevarse entre las nubes que habían invadido de pronto el cielo; las cercas grises que bordeaban los caminos parecían escoltar en silencio el desastre; las ramas de los arbustos pendían como las de un sauce llorón y ellos caminaban arrastrando los pies, como si sus suelas hubiesen recibido el lastre de todo el desamparo humano y de toda la melancolía del otoño.

Nadie decía una palabra, más que nada por no aumentar las dolorosas preocupaciones del jefe vencido. En cambio, para acrecentar si fuera posible su tristeza, el viento del sudoeste traía a sus oídos el canto triunfal de los velranos, que regresaban victoriosos a sus hogares:

Soy cristiano, esa es mi gloria,

mi esperanza y mi sostén

Porque los velranos eran beatos y los longevernos, rojos.

Al llegar al tilo grande, se detuvieron como de costumbre y Pacho rompió por fin el silencio:

—Mañana por la mañana nos reuniremos en el lavadero, cuando den las segundas —dijo con una voz que quería ser firme pero sonaba a pesar de todo como transida por un temblor de angustia ante un futuro sombrío, incierto, o más bien demasiado cierto.

—Sí —le respondieron simplemente.

Y Pardillo, el apedreado, se acercó a darle un apretón de manos en silencio, mientras la pequeña tropa se desparramaba rápidamente por los senderos y caminillos que conducían a los distintos domicilios.

Cuando Pacho llegó a casa de su padre, cerca de la fuente de arriba, vio que la lámpara de petróleo del cuarto de la chimenea estaba encendida y, atisbando por entre las cortinas, descubrió que su familia estaba ya sentada a la mesa.

Se estremeció. Esa comprobación truncaba de raíz sus últimas esperanzas de no ser visto con el aspecto más bien desastrado que ofrecía, por culpa del más cruel de los destinos.

Pero pensó que, antes o después, tendría que acabar entrando y, dispuesto a aceptarlo todo estoicamente, levantó el cerrojo de la cocina, atravesó la estancia y empujó la puerta del cuarto.

El padre de Pacho valoraba la estrucción en la misma medida en que estaba desprovista de ella; de manera que, en cuanto llegaba el curso escolar, exigía a su retoño una aplicación en los estudios que verdaderamente no guardaba la menor relación con la capacidad intelectual del alumno Pacho. De vez en cuando iba a entrevistarse con el tió Simón y le recomendaba con insistencia que no perdiera de vista a aquel golfante y que le zurrase la badana cada vez que lo considerase oportuno. Que desde luego no sería él quien lo defendiese, como hacen algunos padres atontados «que no saben lo que es bueno para sus hijos» y que cuando el chaval hubiese sido castigado en clase, él, su padre, le doblaría la dosis en casa.

Como puede verse, el padre de Pacho tenía unas ideas pedagógicas muy claras y unos principios precisos que aplicaba, si no con éxito, sí por lo menos con convicción.

Aquella tarde, precisamente, al ir a dar de beber al ganado, había pasado cerca del maestro, que fumaba su pipa bajo los soportales del Ayuntamiento, al lado de la fuente de en medio, y se había interesado por el comportamiento de su hijo.

Naturalmente, tuvo ocasión de saber que el joven Pacho se había quedado castigado hasta las cuatro y media y que a esa hora soltó sin titubear la lección que no se sabía por la mañana, lo cual demuestra que cuando se quiere… ¿no?

—¡El muy gandul! —había exclamado el padre—. ¿Sab' usté que jamás lleva un libro a casa? ¡Así es que atibórrelo de deberes, de muestras, de verbos, de lo que usté quiera! Pero no se preocupe, que ya me encargaré yo de él esta noche.

En el mismo estado de ánimo se encontraba todavía cuando su hijo atravesó el umbral del cuarto. Todo el mundo estaba en su sitio y había tomado ya la sopa. El padre, con la gorra en la cabeza y el cuchillo en la mano, se disponía a colocar sobre un montón de berzas varias lonchas de tocino ahumado, cortadas en trozos mayores o menores, según la talla y el estómago de su destinatario, cuando la puerta chirrió y entró su hijo.

—¡Vaya! ¡Por fin apareces! —dijo en un tono entre seco y socarrón que no auguraba nada bueno.

Pacho consideró más prudente no contestar y ocupó su lugar al otro extremo de la mesa, ignorando olímpicamente las intenciones paternas.

—¡Cómete la sopa, que estará requetefría! —gruñó su madre.

—Y abróchate el blusón —añadió su padre—, que pareces un porquero.

Pacho trató de recomponer, con un gesto tan enérgico como inútil, la prenda que colgaba de sus hombros a la buena de Dios, pero desde luego no encontró nada que abrochar.

—Te digo que te abroches el blusón —repitió el padre—. Y para empezar, ¿de dónde vienes así? ¡No irás a decirme que sales de clase a estas horas!

—He perdido el corchete del blusón —murmuró Pacho, eludiendo una respuesta directa.

—¡Ay, Señor, Señor, harta me tienes! —gimió la madre—. ¡Qué desgraciaos son estos cochinos! ¡To lo estropean, to lo rompen, to lo destrozan…! ¿Qué vamos a hacer con ellos?

—¿Y las mangas? —interrumpió el padre—. ¿Has perdido también los botones?

—Sí —confesó Pacho.

Tras este nuevo descubrimiento, que, junto con el retraso en llegar, denunciaba la existencia de una situación irregular, se imponía una investigación en profundidad.

Pacho sintió que se ponía colorado hasta la punta del pelo.

¡Mierda, la que se iba a armar!

—Ven acá que te vea bien.

Y cuando el padre levantó la pantalla de la lámpara, ante los cuatro pares de ojos inquisidores de la familia apareció Pacho en toda la magnitud de su infortunio, agravado ahora por los arreglos sumarios con los que unas manos entusiastas y bienintencionadas, sin duda, pero demasiado torpes, habían completado el desastre en vez de paliarlo.

—Pero… ¡Rediós! ¡So cerdo! ¡So marrano! ¡So inútil! ¡So gandul! —rugía el padre a cada nuevo hallazgo—. ¡Ni un botón en el jersey, ni en la camisa, alfileres en la bragueta, un imperdible pa sujetarse el pantalón, cuerdas en los zapatos…! Pero ¿de dónde sales, pedazo de canalla? —bramó Pacho padre, empezando a dudar de que él, ciudadano sensato y respetable, hubiese podido procrear semejante granuja, mientras la madre se quejaba de la cantidad de trabajo que este perdido, este bestia de bandido, de cerdo de hijo, le daba todos los días—. ¿Y te has creído que esto va a seguir así —continuó el padre—, que voy a gastarme los cuartos en educar y mantener a un mamarracho como tú, que no hace nada, ni en casa, ni en la escuela, ni en ningún sitio, pues esta misma tarde he hablado con el maestro?

—¡…!

—¡Te voy a matar, bandido! ¡Te voy a enseñar yo a ti que los correccionales no se han hecho pa los perros! ¡So haragán!

—¡…!

—Por lo pronto, hoy te quedas sin cenar. ¡Contesta, rediós! ¿Dónde te has puesto así?

—¡…!

—Conque no quieres decir nada, ¿eh, golfo? Pues muy bien. Espera un poco, rediós, y ya verás si te hago hablar o no. ¡Vas a ver ahora!

Y cogiendo una vara de avellano flexible y recia del haz de leña que había junto a la chimenea, y arrancándole la camisa y bajándole los calzones, el padre de Pacho propinó a su descendiente, que se revolvía, se retorcía, rabiaba, protestaba y aullaba, aullaba hasta hacer retemblar los cristales, una de esas palizas que marcan un hito en la historia de cualquier rapaz.

Después, pasado el acceso justiciero, añadió en tono cortante que no admitía réplica.

—Y ahora, lárgate a dormir. Pero rápido, ¿eh? ¡Rediós! ¡Y ay de ti como te oiga decir algo!

Pacho se dejó caer sobre el jergón de maíz y la almohada de paja de avena, profundamente molido, con los miembros destrozados, el trasero en carne viva y la cabeza ardiendo; dio vueltas y más vueltas, meditó mucho, mucho, y, al final, se quedó dormido sobre su propio desastre.