Me han rodeado como a animal y creen que me tienen en sus redes. Pero yo trato de liberarme de ellos o aventajarlos. ENRIQUE IV (Carta a M. De Batz., gobernador de la villa de Euse, en Armagnac, 11 de marzo de 1586) |
Los días que siguieron a aquella memorable victoria fueron más tranquilos. El gran Pacho y su ejército, seguros de su éxito, mantenían la ventaja adquirida y, pertrechados con sus varas de avellano afiladas a cuchillo y pulidas a cristal, armados de espadas de madera con guarnición de alambre recubierto de bramante, lanzaban cargas terribles que hacían temblar a los velranos y los obligaban a retroceder hasta sus fronteras entre granizadas de pedruscos.
Guiñaluna se mantenía prudentemente en retaguardia y no hubo prisioneros ni heridos.
Aquella situación pudo haber durado mucho tiempo; pero, desgraciadamente para Longeverne, la clase del sábado por la mañana fue desastrosa. El gran Pacho, que se había atiborrado la cabeza de múltiplos y submúltiplos, confiando en la palabra del tió Simón, que decía que cuando se aprenden los de un tipo de medidas se saben ya los de todas, no quiso escuchar a quienes le susurraban que no existen kilolitros ni mirialitros.
Mezcló hasta tal punto el hectolitro y el cuartillo, el celemín y la caña, los conocimientos académicos y su experiencia personal, que al final vio cómo le caía encima, sin remisión posible, un castigo que en principio sería de 4 a 5 y después más aún si hacía falta y si no era capaz de responder a todas las exigencias memorísticas del maestro.
«¡Miá que es cerdo este tió Simón cuando se empeña!»
El destino quiso que Tintín se encontrase exactamente en la misma situación, igual que Granclac y Botijo. Sólo Pardillo, que se escaqueó a tiempo, y Grillín, que lo sabía todo, quedaron libres para guiar aquella tarde a las tropas de Longeverne, ya de por sí diezmadas con la ausencia de Gambeta, que no había ido a clase porque tenía que llevar a su cabra al macho, y de algunos otros, obligados a volver a casa inmediatamente para asearse como todos los sábados.
—Quizá no convendría ir esta tarde —apuntó Pacho, pensativo.
Pardillo dio un respingo. «¡No ir! ¡Qué cosas tenía el general! ¿Por quién lo tomaba a él, a Pardillo? ¿Qué pretendía, que quedasen todos como unos acojonaos»?
Pacho, vacilante, se rindió ante tales argumentos y convino en que, en cuanto fuese liberado, junto con Tintín, Botijo y Granclac (y pensaban emplearse a fondo para conseguirlo), se presentarían en su puesto de combate.
Pero estaba intranquilo. Le jorobaba que él, el jefe, no pudiese estar allí para dirigir las operaciones en un día particularmente difícil.
Pardillo lo tranquilizó y, a las cuatro, tras una breve despedida, partió hacia el campo de batalla, rodeado por sus guerreros.
Sin embargo, la responsabilidad recién contraída le mantenía taciturno y, preocupado por no se sabe qué, quizá con el corazón encogido por sombríos presentimientos, ni siquiera tomó la precaución de ocultar a sus hombres antes de llegar a las trincheras del Matorral Grande.
Los velranos, por su parte, se habían anticipado. Sorprendidos al no ver a nadie, habían encargado a uno, a Jetatorcida, que subiese a un árbol para hacerse cargo de la situación.
Desde su haya, Jetatorcida pudo ver a la pequeña tropa que avanzaba imprudentemente por en medio del camino y, con una alegría desbordante y silenciosa que inundaba todo su ser, se retorció como un barbo en la punta de un sedal.
Inmediatamente comunicó a sus camaradas la inferioridad numérica del enemigo y la ausencia de Pacho.
El Azteca de los Vados, que sólo pensaba en vengar a Guiñaluna, ideó en seguida un plan de ataque y lo expuso a los demás.
Al principio disimularían, combatiendo como de costumbre, avanzando, retrocediendo, avanzando otra vez hasta la mitad del camino y, después de una retirada en falso, saldrían de nuevo todos juntos, cargando en masa, cayendo en tromba sobre el campo enemigo, para zurrar a todo el que se resistiese y hacer prisioneros a cuantos pudiesen, llevándolos hasta el lindero donde sufrirían el destino de los vencidos.
O sea, que entendido: cuando él diese el grito de guerra: «¡Que la Garatusa sus acachorre!», todos se lanzarían tras él, garrote en ristre.
Jetatorcida acababa de bajar del haya cuando la voz penetrante de Pardillo lanzó, desde el centro del Matorral Grande, el desafío habitual: «¡Que den pol culo a los velranos!», y se entabló el combate de costumbre.
Como general, Pardillo hubiera debido permanecer en tierra, dirigiendo a sus tropas; pero el hábito, el dichoso hábito de subir al árbol, pudo más que sus escrúpulos de comandante en jefe y trepó al roble para disparar desde allá arriba sus proyectiles contra las filas de los adversarios.
Instalado en una cruceta cuidadosamente elegida y acondicionada, sentado con toda comodidad, ajustaba el punto de mira tensando las gomas, con el refuerzo de cuero exactamente en el centro de la horquilla y las tiras de goma bien equilibradas, y soltaba el proyectil que salía zumbando hacia los velranos, arrancando hojas a su paso o golpeando contra los troncos con un sonido seco: ¡toc!
Pardillo pensaba que aquel día iba a ser como los anteriores y no imaginaba siquiera que los otros pudieran ensayar un ataque, puesto que, desde el comienzo de las hostilidades, todos los enfrentamientos se habían saldado en su contra, con una derrota o una retirada.
Todo fue bien durante media hora, más o menos, y la sensación de cumplir con el deber y el afán de emplear juiciosamente su provisión de guijarros le mantenían tranquilo, cuando de pronto vio que, al grito de guerra del Azteca, la horda de los velranos cargaba con tal velocidad, tal ardor, tal ímpetu y tal seguridad, que se quedó petrificado en su rama, sin poder articular siquiera una palabra.
Sus guerreros, al oír aquel formidable estruendo, al ver aquel erizamiento de palos y garrotes, estupefactos, desmoralizados y en franca inferioridad numérica, se batieron precipitadamente en retirada y, echándose las piernas al hombro, como quien dice, cogieron las de Villadiego, dándose patadas en el culo, a toda mecha, hacia la cantera de Aguado, sin atreverse a mirar atrás y creyendo que todo el ejército enemigo les pisaba los talones.
A pesar de su superioridad, la columna de velranos frenó un poco su ímpetu al llegar al Matorral Grande, temiendo los efectos de cualquier proyectil lanzado a la desesperada; pero al no recibir ninguno, se adentró valientemente en la espesura y se dispuso a batir el campo.
¡Vaya! No se veía nada, no aparecía nadie y el Azteca empezaba a maldecir cuando dio con Pardillo, acurrucado en su árbol como una ardilla sorprendida.
Al descubrirlo, lanzó una exclamación triunfal y, felicitándose para sus adentros de que el asalto no hubiera resultado estéril, conminó a su prisionero a que descendiera inmediatamente.
Pardillo, que sabía muy bien lo que le esperaba si salía de su refugio, y que además tenía todavía algunas piedras en los bolsillos, respondió con la palabra de Cambronne[17] a aquella orden tajante e injuriosa. Andaba rebuscando en los bolsillos cuando el Azteca, sin retirar su desconsiderada invitación, ordenó a sus hombres que le «bajaran a ese pájaro» a cantazo limpio.
Antes de que pudiera montar el tirador, Pardillo fue lapidado por una auténtica granizada que le obligó a cruzar los brazos delante de la cara y cubrirse los ojos con las dos manos.
Afortunadamente, muchos velranos fallaban el tiro, por su propia precipitación al disparar, pero algunos, o mejor dicho, demasiados, acertaban: ¡zas!, a la espalda; ¡zas!, en plena cara; ¡zas!, en la rabadilla; ¡zas!, en las patas, ¡para ésta si puedes, precioso!
—Ja, ja. ¡Ya bajarás, so cerdo! —decía el Azteca.
De hecho, al pobre Pardillo le faltaban manos para protegerse y frotarse. Estaba ya a punto de rendirse sin condiciones, cuando el grito de guerra y el rugido horrísono de su jefe, que conducía a sus tropas de nuevo al combate, le sacó como por ensalmo de tan insostenible situación.
Bajó lentamente un brazo, después el otro, se palpó, miró y vio…
¡Horror de horrores! El ejército de Longeverne llegaba, exhausto y dando alaridos, al Matorral Grande, con Tintín y Granclac, mientras en el lindero, los velranos en tropel se llevaban prisionero, arrastraban materialmente, al mismísimo Pacho.
—¡Pacho, Pacho, rediós, Pacho! —chillaba—. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¡Me cagüen la putísima puta madre que lo parió mil veces!
La maldición desesperada de Pardillo encontró eco en la banda de Longeverne que acudía en su auxilio.
—¡Pacho! —repitió Tintín—. Pero ¿no está ahí? —y explicó—: Cuando estábamos llegando abajo del Salto vimos a los nuestros que se las piraban corriendo como liebres y entonces él sechó palante y les dijo:
»—¡Alto ahí! ¿Adónde vais? ¿Y Pardillo?
»—Pardillo —le contestó no sé quién— se ha quedao en el roble.
»—¿Y Grillín?
»—¿Grillín?… No sabemos.
»—¿Y los dejáis así, prisioneros de los velranos, me caguen…? ¡No tenis lo que hay que tener! ¡Venga, vamos allá! ¡Andando!
»Entonces tiró palante y nosotros fuimos detrás, esgañitándonos; pero nos sacaba por lo menos veinte pasos y seguramente por eso lo habrán trincao.
—Pues sí que va listo, me caguen… —suspiró Pardillo, sofocado, echándose abajo del roble.
—No lo pensemos más… ¡Hay que liberarlo!
—Son el doble que nosotros —apuntó uno de los fugados, con extrema prudencia—. Seguramente cogerán a alguno más y eso será to lo que saquemos. Siendo tan pocos, n’hay más remedio que esperar… Después de todo, no van a comérselo vivo.
—No —admitió Pardillo—. Pero ¿y sus botones? ¡Y to por librarme a mí! ¡Puta suerte! Tenía razón cuando nos dijo que no viniésemos esta tarde. ¡Siempre hay que hacer caso al jefe!
—Pero ¿dónde está Grillín? ¿Nadie ha visto a Grillín? ¿No sabes si lo han cogido?
—No —contestó Pardillo—. No creo. No he visto que se lo haigan llevao, ha debido de escabullirse por los matorrales de arriba…
Mientras los longevernos se lamentaban y Pardillo reconocía, en el desconsuelo del desastre, las ventajas y la necesidad de una disciplina rigurosa, se oyó un canto de perdiz que les estremeció.
—Es Grillín —dijo Granclac.
Era él, en efecto. En el momento del asalto se había deslizado como un zorro por entre los matorrales, escapando de los velranos. Ahora venía de lo alto de los terrenos comunales y seguramente había visto algo, porque dijo:
—¡Jo, lo que le están haciendo a Pacho! No he podido verlo bien, pero le están dando fuerte.
Y empezó a requisar todas las cuerdas y alfileres del grupo, para sujetar las ropas del general que, sin duda, no se libraría de aquello.
Efectivamente, en el lindero tenía lugar una escena terrible.
Envuelto, arrollado y arrastrado al principio por el torbellino de los enemigos, hasta el punto de no poder darse cuenta de nada, el gran Pacho se recuperó después un poco, volvió en sí y, cuando quisieron dirigirse a él como a un vencido y se acercaron faca en mano, les demostró a aquellos lameculos lo que es un longeverno.
Con la cabeza, los pies, las manos, los codos, las rodillas, las caderas, los dientes, a golpes, a patadas, a saltos, a bofetada limpia, arreando, boxeando, mordiendo, se resistió como una fiera, tiró a uno, arañó a otros, cegó a éste, aporreó a aquél, zurró a un tercero, plaf por aquí, troc por allá, crac a otro, hasta el punto de que, aun dejando media manga del blusón en el empeño, consiguió abrirse paso entre la jauría enemiga y se lanzaba ya hacia Longeverne con un ímpetu incontenible, cuando una zancadilla traicionera de Guiñaluna dio con él en el suelo, de morros contra una topera, con los brazos por delante y la boca abierta.
No pudo decir ni pío; antes de que lograra ponerse siquiera de rodillas, doce chavales se precipitaron sobre él y pim, pam, pum, zas, lo agarraron por las cuatro extremidades mientras otro lo registraba, le confiscaba la navaja y lo amordazaba con su propio pañuelo.
El Azteca, director de la operación, le dio una vara de avellano a Guiñaluna, que había salvado la situación, y le ordenó —orden a todas luces innecesaria— que se encargase de darle seis golpes cada vez que el otro intentase el menor movimiento.
Pero Pacho no era hombre que se resignara por las buenas: muy pronto tuvo las nalgas amoratadas a varazos. Al final, hubo de optar por quedarse quieto.
—¡Ahueca, cerdo! —decía Guiñaluna—. Conque querías cortarme el pito y los huevos, ¿eh? ¿Y si te los cortamos a ti ahora?
Desde luego que no se los cortaron, pero no hubo botón, ojal, corchete ni cordón que escapase a su registro vengador. Y Pacho, vencido, despojado y azotado, fue puesto en libertad en el mismo estado lastimoso que Guiñaluna cinco días antes.
Sin embargo, el longeverno no lloriqueaba como el velrano; tenía alma de jefe y aunque ardía de rabia por dentro, no parecía sentir siquiera el dolor físico. En cuanto le quitaron la mordaza, sin el menor titubeo, escupió a sus verdugos, en términos virulentos, su más absoluto desprecio y toda la fogosidad de su odio.
Pero resultó que era un poco pronto y la horda victoriosa, segura de tenerlo a su merced, se lo hizo saber, dándole palos a mansalva y forrándolo a patadas.
Pacho, vencido, henchido de rabia y desesperación, ebrio de odio y deseos de venganza, se fue por fin. Dio algunos pasos, con la cara desencajada, y se dejó caer tras un matojo, para desahogarse llorando a sus anchas o para buscar algo con que mantener el pantalón sujeto a la cintura.
Se sentía invadido por un furor ciego: pataleó, crispó los puños, rechinó los dientes, mordió la tierra y después, como si ese beso amargo le hubiese inspirado de pronto, se detuvo en seco.
Los tonos cobrizos del atardecer descendían sobre el ramaje semidesnudo del bosque, ensanchando el horizonte, magnificando las líneas, ennobleciendo el paisaje vivificado por un poderoso soplo de viento. A lo lejos, los perros guardianes ladraban al extremo de sus cadenas; un cuervo llamaba a sus compañeros al sueño; los velranos habían callado y no se oía ya a los longevernos.
Pacho, oculto tras el matojo, se descalzó (tarea fácil, por cierto), metió los calcetines hechos jirones en los zapatos desguarnecidos, se quitó el jersey y los calzones, los enrolló juntos para envolver los zapatos, lo metió todo en el blusón e hizo con éste un hatillo anudado por las cuatro puntas. Sólo se dejó puesta la camisa, corta, cuyos faldones trepidaban al viento.
Entonces cogió el bulto con una mano y, sujetando la camisa con dos dedos de la otra, se levantó de pronto ante el ejército enemigo y, mientras llamaba a sus vencedores vacas, cerdos, marranos y cobardes, les enseñó el culo con un dedo enérgico y se lanzó a todo correr en medio del crepúsculo, perseguido por los insultos de los velranos y por una lluvia de piedras que zumbaban en sus oídos.