3. Un gran día

Vae victis[13]!

(Un antiguo jefe galo, a los romanos)

Aquel lunes por la mañana, en clase, todo salió mal, peor todavía que el sábado.

Pardillo, conminado por el tió Simón a repetir la lección de educación cívica que les había machacado la antevíspera, a propósito del concepto de «ciudadano», se ganó una serie de invectivas totalmente desprovistas de amenidad.

No había manera de que saliese algo de su boca, su rostro denotaba un esfuerzo de parto intelectual horriblemente doloroso: parecía que se le había obstruido el cerebro.

«¡Ciudadano! ¡Ciudadano! —pensaban los demás, menos nerviosos—. ¿Qué mierda será eso?»

—¡Yo, señor maestro! —dijo Grillín, haciendo sonar los dedos índice y medio contra el pulgar.

—¡No, tú no! —y dirigiéndose a Pardillo, que seguía de pie, moviendo la cabeza y con la mirada extraviada—: ¿Así que no sabes lo que es un ciudadano?

—¡…!

—¡Os voy a dejar a todos una hora sin salir esta tarde!

Un escalofrío les recorrió la espina dorsal.

—Pero vamos a ver, tú, ¿tú eres un ciudadano? —preguntó el maestro, buscando a toda costa una respuesta.

—¡Sí, señor! —contestó Pardillo, acordándose de una vez que había asistido con su padre a un mitin electoral en el que el señor marqués, el diputado, ofrecía un vaso de vino a sus electores y les estrechaba la mano, e incluso le había dicho al padre de Pardillo: «¿Este ciudadano es hijo suyo? Parece inteligente».

—¿Tú? ¿Ciudadano tú? —rugió el otro, rojo de ira—. ¡Pues sí, buen ciudadano estás tú hecho! ¡Menuda pinta de ciudadano que tienes!

—No, señor —rectificó Pardillo, a quien, después de todo, le tenía sin cuidado semejante título.

—Y bien, ¿por qué no eres un ciudadano?

—¡…!

—Dile —masculló entre dientes Grillín, impaciente—, que porque entodavía no ties pelos en el culo…

—¿Qué dices, Grillín?

—Yo… yo… digo que… que…

—¿Que qué?

—Que porque es demasiao joven.

—Ah, bueno. Y entonces ¿lo eres tú?

Ya estaba. La respuesta de Grillín surtió el mismo efecto que el rocío bienhechor sobre el campo reseco de su memoria; jirones de frases, fragmentos escogidos, restos de ciudadano se reajustaron, componiéndose poco a poco, y el propio Pardillo, ya menos aturdido y agradecido con toda su alma a Grillín, el salvador, contribuyó a poner en pie al «ciudadano».

Pero, en fin, todo eso era ya agua pasada.

Sin embargo, cuando llegaron a la corrección de los deberes sobre el sistema métrico, allí fue Troya. Con las intensas preocupaciones de la antevíspera, al copiarlos habían olvidado cambiar algunas palabras e introducir el número de faltas de ortografía que correspondía aproximadamente a su pericia respectiva en la materia, pericia matemáticamente dosificada por dos dictados a la semana. En cambio, se habían comido palabras, habían colocado mayúsculas donde no hacían ninguna falta y puntuado independientemente de cualquier sentido. El ejemplar de Pacho era especialmente lamentable y acusaba a ojos vistas las consecuencias de sus ocupaciones como jefe.

También él fue llamado a la pizarra por el tió Simón, rojo de ira, y leyendo tras las gafas con unos ojos como pupilas de gato en la noche. Como todos sus compañeros, Pacho era reo convicto de haber copiado: eso no ofrecía la menor duda a nadie, era inútil replicar, pero se trataba de averiguar si, por lo menos, había sacado algún provecho de esa práctica, excluida por principio de los métodos de la pedagogía moderna.

—¿Qué es el metro, Pacho?

—¡…!

—¿Qué es el sistema métrico decimal?

—¡…!

—¿Cómo se determinó la longitud del metro?

—Eeeh…

Demasiado alejado de Grillín, Pacho, con las orejas al acecho y el ceño horrorosamente fruncido, sudaba sangre y agua para recordar alguna difusa noción que tuviera algo que ver con el tema. Por fin rememoró vagamente, muy vagamente, dos nombres: Delambre y La Condamine[14], célebres medidores de trozos de meridiano. Por desgracia, Delambre se asociaba en su memoria a los rollos de cable que se amontonaban en la tienda de León… De manera que, con toda la prudencia requerida por la gravedad del caso, aventuró:

—Fueron Cabre y Cabrón.

—¡Pero bueno! ¡Será posible! —exclamó el tió Simón en el paroxismo de la ira—. ¡De modo que, encima, te atreves a insultar a los sabios! ¡Tienes una cara impresionante… y un bonito vocabulario, por cierto! ¡Te felicito, amigo mío! Y ya sabes —añadió para abrumar al desgraciado—, ya sabes que tu padre me ha pedido que me ocupe de ti. Por lo visto, no hay forma de que eches una mano en casa; todo el día en la calle, haciendo el golfo, el granuja, el vago, en vez de dedicarte a desenredarte los sesos. Pues bien, amigo mío: si a las once no me sabes decir punto por punto todo lo que vamos a repetir ahora mismo, en tu honor y en el de tus camaradas, que tampoco tienen nada que envidiarte, te prevengo que, para empezar, te tendré aquí todas las tardes de cuatro a seis, hasta que la cosa marche como es debido. ¡Así es que ya lo sabes!

El trueno jupiterino cayendo sobre el grupo no hubiera podido producir un estupor más profundo. Todos permanecieron materialmente aplastados por tan espantosa amenaza.

Tanto Pacho como los demás, desde el mayor al más pequeño, escucharon aquel día con especial concentración las palabras del maestro, que exponía con vehemencia los errores de los antiguos sistemas de pesos y medidas y la necesidad de implantar un sistema único. Y aunque en su fuero interno no aprobaban en absoluto la medición del meridiano entre Dunkerque y Barcelona; aunque se alegraban de las dificultades sufridas por Delambre y de las complicaciones de Méchain, procuraron retener cuidadosamente los incidentes y peripecias, por la cuenta que les traía y para escurrir el bulto lo antes posible. Pero tanto Pardillo como Pacho y Tintín, y hasta Grillín, partidario acérrimo del «Progreso», y los demás, juraron por lo más sagrado que en lo sucesivo, y en recuerdo del terrible canguelo padecido, preferirían medir siempre en pies y pulgadas, como habían hecho sus padres y sus abuelos, a quienes no les había ido nada mal (¡vaya un chiste!), en vez de utilizar ese maldito sistema de zoquetes, que por poco los obliga a quedar como unos acojonaos ante sus enemigos.

La tarde resultó más tranquila. Se habló de los galos, grandes guerreros a quienes admiraban con pasión. Y, por lo demás, ni Pacho, ni Pardillo ni nadie tuvo que quedarse después de las cuatro, tras haber realizado todos, y en particular el jefe, notables esfuerzos por contentar a aquel viejo cernícalo del tió Simón.

Esta vez se iban a enterar.

Tintín, con sus cinco guerreros, que habían adoptado la sabia precaución de echarse la merienda al bolsillo a mediodía, tomaron la delantera mientras los demás iban en busca del chusco. De manera que, cuando, ante la aparición de los enemigos, sonó el grito de guerra de Longeverne: «¡Que den pol culo a los velranos!», ellos estaban ya hábil y confortablemente instalados, dispuestos a afrontar las vicisitudes del combate cuerpo a cuerpo.

Todos llevaban los bolsillos repletos de piedras; algunos habían llenado hasta la gorra y el pañuelo. Los honderos comprobaban con esmero los nudos de sus armas; casi todos los mayores iban equipados con garrotes de pinchos o varas de avellano con los nudos pulidos y las puntas endurecidas a fuego; algunas se adornaban, además, con sencillos dibujos obtenidos a base de hacer saltar la corteza: los anillos verdes y blancos alternaban en formas abigarradas que recordaban pieles de cebra o tatuajes de negro: era algo a la vez bonito y resistente, decía Botijo, cuyo gusto no era probablemente tan fino como la punta de su lanza.

Una vez que las vanguardias hubieron entrado en contacto mediante andanadas recíprocas de insultos y un adecuado intercambio de pedruscos, se enfrentaron los gruesos de los dos ejércitos.

A casi cincuenta metros unos de otros, dispersos en plan guerrilla, escondiéndose a veces tras los matorrales, saltando a derecha e izquierda para esquivar los proyectiles, los adversarios se desafiaban, se insultaban, se invitaban a acercarse, se llamaban cobardes y gallinas y después se acribillaban a cantazos y volvían a empezar.

Pero los contingentes no llegaban a entrar en contacto prácticamente; en cuanto los velranos obtenían una ligera ventaja, los longevernos la recuperaban con audacia, blandiendo los garrotes; y en seguida tenían que detenerse ante una lluvia de piedras.

Con todo, un velrano recibió una pedrada en la espinilla y retrocedió cojeando hasta el bosquecillo; del lado de Longeverne, Pardillo, encaramado a un roble desde el que manejaba el tirador con la destreza de un mono, no pudo evitar el pepinazo de un velrano, del Jetatorcida creía él, que le pegó en pleno cráneo y lo puso perdido de sangre.

Tuvo que bajar del árbol y todo para pedir un pañuelo con el que vendarse la herida, pero la batalla no estaba aún decidida. Granclac se empeñaba en utilizar la emboscada de Tintín y pescar a alguno, como decía él mismo. Por ello, y después de poner su plan en conocimiento de Pacho, simuló que se dirigía en solitario hacia el sector del matorral ocupado por Tintín, para acometer a los enemigos por el flanco. Pero se las ingenió para que le viesen algunos guerreros velranos, como si no se diese cuenta de la maniobra. Conque se puso a reptar y a gatear por la parte de arriba, riendo sardónicamente al observar que Guiñaluna y otros dos velranos se ponían de acuerdo para atacarle, convencidos de su superioridad sobre un enemigo aislado.

Avanzó temerariamente mientras los otros tres se escoraban hacia su lado.

Entretanto, Pacho mantenía un ataque intenso para distraer al grueso de la tropa enemiga y Tintín, que lo veía todo desde su matojo, preparó a sus hombres para la acción.

—¡Esto marcha, muchachos, atención!

Granclac estaba seis pasos más atrás, por el lado de los velranos, cuando los tres enemigos surgieron de pronto entre los matorrales y se lanzaron furiosamente en su persecución.

Como si el ataque le hubiera sorprendido, el longeverno dio media vuelta y se batió en retirada, pero con la lentitud suficiente para dejar que los otros ganasen terreno y hacerles creer que podían cogerle.

En seguida pasó ante el matorral de Tintín, seguido muy de cerca por Guiñaluna y sus dos secuaces.

Entonces Tintín, dando la señal de ataque, saltó a su vez con sus cinco guerreros y cortó la retirada a los velranos, sin dejar de proferir los más espantosos aullidos.

—¡Todos a por Guiñaluna! —dijo.

¡Bueno, la cosa no ofrecía la menor dificultad! Los tres enemigos, paralizados de terror ante aquel inesperado golpe de efecto, se detuvieron en seco y después se revolvieron rápidamente, tratando de retroceder hacia su territorio. Y dos de ellos consiguieron escapar, exactamente como había previsto Tintín. Pero Guiñaluna fue atrapado por seis pares de garras, levantado en vilo y trasladado como un fardo al campo de los longevernos entre las aclamaciones y gritos de guerra de los vencedores.

Aquello desconcertó por completo al ejército velrano, que se batió en retirada por el bosque, mientras los longevernos, rodeando a su prisionero, proclamaban a voz en cuello su triunfo. Guiñaluna, emparedado por una cuádruple fila de guardianes, apenas se removía, como aplastado por la adversidad.

—¡Ja, ja, amiguito! «Nos hemos dejao trincar» ¿eh? —dijo el gran Pacho en tono siniestro—. Pues bien, ahora vas a ver.

—Eh, eh, no me hagáis daño —tartamudeó Guiñaluna.

—Sí, guapo, pa que nos llames otra vez mierdas y huevos blandos.

—No he sido yo. ¡Oh, Dios! ¿Qué vais a hacerme?

—Trae el cuchillo —ordenó Pacho.

¡Mama, mama! ¿Qué queréis cortarme?

—Las orejas —bramó Tintín.

—Y la nariz —añadió Pardillo.

—Y el pito —continuó Grillín.

—Sin olvidar los huevos —remató Pacho—. ¡Vamos a ver si tú los tienes blandos!

—Antes de cortar habrá que atarle la bolsa, como a los terneros —observó Gambeta, que por lo visto había presenciado esa clase de operaciones.

—Claro. ¿Quién tie la cuerda?

Ay va —respondió Chiquiclac.

—Como me hagáis daño se lo diré a mi mama —gimió el prisionero.

—Me importan un pito tu madre y el papa —replicó Pacho, cínico.

—¡Y al señor cura! —añadió Guiñaluna, aterrorizado.

—Te digo y te repito que me importa un jodío pito.

—Y al maestro —dijo aún, guiñando más que nunca.

—¡Me la trae floja! O sea, que encima nos amenazas, ¿eh? ¡Lo que faltaba! Espera un poco, so marrano. Pásame la cabritera.

Y, con la faca en la mano, Pacho se acercó a su víctima.

Al principio se limitó a pasar el revés de la hoja por las orejas de Guiñaluna, que, al sentir el frío del metal y creyendo que iba en serio, se puso a lloriquear y berrear. Después se detuvo, satisfecho, y se dedicó a «afilarle» la ropa, como decía él.

Empezó por el blusón; arrancó los corchetes metálicos del cuello, cortó los botones de las mangas, así como los que lo cerraban por delante, y después rasgó por completo los ojales, hecho lo cual, Pardillo le arrancó aquella prenda inútil; los botones y ojales del jersey corrieron la misma suerte; tampoco se salvaron los tirantes y a continuación le arrancaron el jersey. Entonces le llegó el turno a la camisa: del cuello a la pechera y las mangas, no escapó un botón ni un ojal; a continuación le desvalijaron el pantalón: cayeron trabillas, bolsillos, presillas, botones y ojales; las ligas de goma que sostenían los calcetines fueron confiscadas, y los cordones de los zapatos, cortados en treinta y seis pedazos.

—No llevas canzoncillo, ¿eh? —comentó Pacho, inspeccionando el interior de los pantalones, que caían ya a la altura de las corvas—. Bueno, pues ahora, ¡lárgate! —dijo.

Y, como un juez irreprochable que en un régimen republicano se limita a seguir, sin odio ni temor, los dictados de su conciencia, para terminar se contentó con una buena y certera patá en el sitio onde la espalda pierde su honesto nombre.

No quedaba nada que pudiese sostener las ropas de Guiñaluna y éste lloraba, miserable y empequeñecido, en medio de los enemigos que se burlaban de él y lo abucheaban.

—¡Ven a cogerme ahora, anda! —le invitó Granclac en tono burlón mientras el otro, que había vuelto a ponerse sobre el jersey que no cerraba el blusón suelto a lo tratante, intentaba en vano meterse en el pantalón los faldones de la camisa desguarnecida.

—A ver qué te dice ahora tu madre —remató Pardillo revolviendo el puñal en la llaga.

Y lentamente, en medio de la tarde que caía, arrastrando los pies que apenas podían controlar las sandalias, Guiñaluna, llorando, gimiendo y sollozando, se reunió en el bosque con sus camaradas que, al acecho, le esperaban con ansiedad, le rodearon con solicitud y le facilitaron toda la ayuda y el apoyo que podían ofrecerle.

Y allá, hacia el este, donde apenas podía distinguirse ya al grupo en medio del crepúsculo, resonaban los gritos triunfales y los insultos sarcásticos de los longevernos victoriosos.

Finalmente, Pacho resumió la situación:

—¡Hala, ya les hemos dao lo suyo! ¡Así aprenderán esos boches[15]!

Después, como no había ninguna novedad en la frontera, en aquella jornada definitivamente suya, descendieron por el terreno comunal del Salto hasta la cantera de Pipote.

Y desde allí, en filas de seis, brazos arriba, brazos abajo, con Pacho a un lado, esgrimiendo el bastón, y Pardillo en cabeza, usando como enseña su pañuelo ensangrentado atado al extremo de su garrote de guerra, partieron a las órdenes de su jefe, con grandes taconazos, marcando el paso, hacia Longeverne, mientras cantaban a pleno pulmón:

La victoria, cantando, nos abre la barrera,

la libertad nos marca los pasos a seguir;

del Norte al Mediodía la trompeta guerrera

ha dado la señal de combatir[16]