Por lo que se refiere a la guerra… es divertido observar por qué motivos tan futiles se desencadena y por qué motivos tan banales se extingue: toda Asia se perdió y se consumió en guerra por la rufianería de Paris. |
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MONTAIGNE (libro segundo, cap. XII) |
—¡Espérame, Granclac! —gritó Botijo, con los libros cuadernos bajo el brazo.
—Pues espabílate, que no tengo tiempo pa cotilleos.
—¿Hay alguna novedad?
—A lo mejor.
—¿Qué es?
—¡Ven!
Y cuando Botijo alcanzó a los dos Clac, compañeros suyos de clase, los tres siguieron andando, uno junto a otro, hacia el ayuntamiento.
Era una mañana de octubre. Un cielo tormentoso cuajado de gruesas nubes grises reducía el horizonte a las colinas cercanas y tendía sobre los campos un manto de melancolía. Los ciruelos estaban desnudos; los manzanos, amarillos, y las hojas de nogal caían en una especie de vuelo planeado, amplio y lento al principio, que se acentuaba de pronto en un picado de gavilán cuando el ángulo de caída se hacía menos obtuso. El aire estaba húmedo y tibio. A ratos soplaban ráfagas de viento. El ronroneo monótono de las trilladoras añadía una nota grave que se prolongaba a veces, cuando devoraban una gavilla, en un lamento lúgubre como un sollozo desesperado de agonía o un vagido doloroso.
El verano acababa de terminar y nacía el otoño.
Podían ser las ocho de la mañana. El sol merodeaba triste tras las nubes y sobre el pueblo y los campos pendía la angustia, una angustia imprecisa y vaga.
Las labores del campo habían terminado y, desde hacía dos o tres semanas volvían a la escuela, uno a uno o por grupos, los pequeños pastores de piel curtida, bronceada por el sol, con los cabellos crespos cortados al rape con la esquiladora (la misma que se utilizaba para los bueyes), con sus pantalones de droguete o de dril remendados, llenos de parches en las rodillas o en los fondillos, pero limpios, con las blusas de griseta nuevas, tiesas y que, al desteñir durante los primeros días, les ponían las manos negras como patas de sapo, que decían ellos.
Aquel día renqueaban por los caminos y sus pasos parecían lastrados por toda la melancolía del tiempo, de la estación y del paisaje.
Sin embargo, algunos, los mayores, estaban ya en el patio de la escuela y discutían animadamente. El tió Simón, el maestro, con la gorra echada hacia atrás y las gafas sobre la frente, a modo de visera, se había colocado ante la puerta que daba a la calle. Vigilaba la entrada, reprendía a los rezagados, y los niños, a medida que iban llegando, levantaban ligeramente la gorra, pasaban ante él, atravesaban el pasillo y se desparramaban por el patio.
Los dos Clac de Vernois y Botijo, que se les había unido por el camino, no parecían impregnados de aquella suave melancolía que hacía arrastrar los pies a sus compañeros.
Llegaban por lo menos cinco minutos antes de lo habitual y el tió Simón, al verlos, sacó apresuradamente su reloj y se lo llevó a la oreja para comprobar que funcionaba bien y que no se le había pasado la hora reglamentaria.
Los tres compañeros entraron deprisa, con aire de preocupación, e inmediatamente se dirigieron, por detrás de los urinarios, al patio trasero, protegido por la casa del tió Gugú (Augusto), el vecino, donde encontraron a gran parte de los mayores, que habían llegado antes.
Allí estaba Pacho, el jefe, también llamado el gran Pachón; su primer lugarteniente, Pardillo, experto trepador, al que llamaban así porque no tenía rival a la hora de coger nidos de pardales y por aquella zona a los pardales los llaman pardillos; estaba también Gambeta, natural de la Costa y cuyo padre, republicano de pura cepa e hijo a su vez de la cuarentayochada[2], había defendido a Gambetta[3] en los momentos más difíciles; igualmente estaba Grillín, que lo sabía todo, y Tintín, y Guiñeta, el bizco, que se ponía de perfil para mirar de frente, y Rena o Renacuajo con su enorme cabezota. En resumen, los más duros del pueblo, discutiendo algún asunto de importancia.
La aparición de los dos Clac y Botijo no interrumpió la discusión; por lo visto, los recién llegados estaban al corriente del asunto, viejo asunto, y se mezclaron inmediatamente en la conversación, aportando datos y argumentos decisivos.
Hubo un silencio.
El mayor de los Clac, a quien por contracción llamaban Granclac, para distinguirlo de su hermano, el Clac pequeño o Chiquiclac, habló:
—Esto es lo que hay: cuando mi hermano y yo llegamos a los alrededores de Menelots, los velranos se levantaron de pronto cerca del margal de Juan Bautista. Se pusieron a chillar como becerros, a tirarnos piedras y a enseñarnos los garrotes.
—Nos llamaron idiotas, gilipollas, rateros, cerdos, asquerosos, muertos de hambre, marranos, huevos blandos…
—Huevos blandos —repitió Pacho, con el ceño fruncido— ¿Y tú que l’as dicho después?
—Después, mi hermano y yo nos las hemos pirao, porque éramos pocos, mientras que ellos eran por lo menos quince y nos habrían partido la jeta.
—¡Sus han llamao huevos blandos! —gritó el gordo Pardillo, visiblemente impresionado, dolido y furioso por ese apelativo que les afectaba a todos, porque era evidente que los dos Clac habían sido atacados e insultados pura y simplemente porque pertenecían al pueblo y a la escuela de Longeverne.
—Bueno —volvió a intervenir Granclac—, pues lo que yo digo es que, si no somos unos gilipollas, unos cobardes y unos pelanas, tenemos que demostrarles si somos huevos blandos o no.
—Pero bueno, ¿qué es eso de huevos blandos? —dijo Tintín.
Grillín reflexionaba.
—¡Huevo blando!… Los huevos cualquiera sabe lo que son, porque tol mundo los tiene, hasta el Miraut, el perro del Lisón, y parecen castañas peladas; pero ¡huevo blando… huevo blando!…
—Seguramente quiere decir que somos unos mierdas cortó Chiquiclac, —porque anoche, bromeando con Narciso, nuestro molinero, le llamé yo también huevos blandos, por probar, y mi padre, que andaba por allí y yo no lo había visto, me arreó en seguida un par de tortas sin decirme nada. Así que…
El argumento era concluyente y todo el mundo lo aceptó.
—¡Pues entonces, rediós! No podemos quedarnos así, pasmaos. ¡Lo que tenemos que hacer es vengarnos, y ahora mismo! —concluyó Pacho.
—¿Estáis todos de acuerdo?
—¡Largo de aquí, meones! —dijo Botijo a los pequeños, que se acercaban a pegar la oreja.
Aprobaron la decisión del gran Pacho por unanimiedad, como decían ellos. En ese momento, el tió Simón apareció en el marco de la puerta y dio una palmada para ordenar la entrada a clase. En cuanto lo vieron, todos se precipitaron impetuosamente hacia los urinarios, porque siempre dejaban para el último minuto la satisfacción de las necesidades higiénicas reglamentarias y naturales.
Los conspiradores se colocaron en fila silenciosamente, con aire de indiferencia, como si nada hubiese pasado y como si no acabasen de tomar, un momento antes, una decisión trascendental y terrible.
Las cosas no fueron demasiado bien en clase aquella mañana y el maestro tuvo que gritar lo suyo para obligar a sus alumnos a atender. No era que armasen jaleo, sino que parecían perdidos en una nube y absolutamente refractarios a captar el interés que para unos jóvenes republicanos franceses puede tener la historia del sistema métrico decimal.
En particular, la definición del metro les parecía horriblemente complicada: «Diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano… de… ¡la mierda!», pensaba el gran Pacho.
E inclinándose hacia su vecino y amigo Tintín, le susurró confidencialmente:
—¡Oricuar[4]!
El gran Pacho quiso decir, sin duda: ¡Eureka! Había oído hablar algo de un tal Arquímedes, que hace mucho tiempo organizó una batalla con lentejas[5].
Grillín le había explicado pacientemente que no se trataba de legumbres, porque Pacho comprendía seguramente muy bien que uno puede pelear con guisantes, tirándolos con un palillero hueco, pero no con lentejas.
—Y además —decía—, pa eso son mejores las pipas de manzana o las bolitas de pan.
Grillín le había dicho que se trataba de un sabio célebre que hacía problemas sobre las capotas de los coches de caballos[6], y este último detalle le había llenado de admiración hacia semejante tipo, a él, tan reacio a captar las bellezas de las matemáticas como las reglas de ortografía.
Eran sin duda otras las cualidades que, en un año, le habían convertido en jefe indiscutible de los longevernos.
Terco como una mula, astuto como un mono, vivo como una liebre, sobre todo no tenía rival a la hora de romper un cristal a veinte pasos de distancia y fuera cual fuese el sistema utilizado para lanzar la piedra: a mano, con honda de cuerda, con horquilla o con tirador; en la lucha cuerpo a cuerpo era un enemigo temible; ya había hecho barrabasadas memorables al cura, al maestro y al guarda jurado; sabía fabricar unas cerbatanas maravillosas con ramas de saúco tan gruesas como su muslo, que te lanzaban agua a quince pasos de distancia, sí señor, dende luego, y tiratiros que petardeaban como pistolas de verdad y cuyas balas de estopa no había quien las encontrara. Con las canicas, él era el que tenía la tirada más larga; sabía apuntar y lanzar como nadie; jugando al guá, te fulminaba las bolas hasta hacerte llorar y después, sin el menor gesto de afectación, devolvía a veces a sus desdichados competidores algunas de las canicas que acababa de ganarles, con lo cual se granjeaba fama de gran generosidad.
Al oír la exclamación de su jefe y compañero, Tintín enderezó las orejas, o, mejor dicho, las movió como un gato que prepara un golpe maestro, y enrojeció de la emoción.
«¡Ah! —pensó—, ya está. Estaba seguro de que Pacho encontraría la manera de darles su merecido».
Y siguió sumido en su ensimismamiento, perdido en universos de suposiciones, insensible a los trabajos de Delambre, Méchain[7], Perico de los Palotes y compañía; a las medidas tomadas en diversas latitudes, longitudes o altitudes… ¡Ah, pues muy bien, todo aquello le daba igual y le importaba un pito!
¡Pero la que les iba a caer a los velranos!
Lo que ocurrió con los deberes correspondientes a la primera lección se verá más adelante; baste saber que todos los chavales tenían un método propio para abrir subrepticiamente el libro cerrado por orden superior y ponerse así a cubierto de los fallos de la memoria. Lo cual no impidió que el tio Simón tuviera un humor de perros el lunes siguiente. Pero no nos adelantemos.
Cuando dieron las once en la torre del viejo campanario parroquial, esperaron con impaciencia la señal de salida, porque todos intuían, por ósmosis, por irradiación o por cualquier otro sistema, que Pacho había descubierto algo.
Hubo, como siempre, violentos empujones en el pasillo, boinas cambiadas, zuecos perdidos, puñetazos en sordina, pero la intervención del maestro consiguió restablecer el orden y la salida se efectuó por lo menos con normalidad.
En cuanto el maestro volvió a su garita, los compañeros se arremolinaron en torno a Pacho como una bandada de gorriones sobre una boñiga fresca.
Allí estaban, junto con los soldados de a pie y los desechos de tropa, los diez mejores guerreros de Longeverne, ávidos de alimentarse con las palabras de su jefe.
Pacho expuso su plan, que era simple y aguerrido; después preguntó quiénes le acompañarían al caer la tarde.
Todos solicitaron acaloradamente tal honor; pero bastaba con cuatro y se decidió que la expedición estaría compuesta por Pardillo, Grillín, Tintín y Granclac: Gambeta, que vivía en la Costa, no podía entretenerse mucho, Guiñeta no veía muy bien de noche y Botijo no era tan ágil como los otros cuatro.
Después se separaron.
Al atardecer, tras el toque del Angelus, los cinco guerreros se reunieron.
—¿Ties la tiza? —preguntó Pacho a Grillín, que, dada su situación en clase, cerca de la pizarra, había sido el encargado de «evaporar» dos o tres trozos de la caja del tió Simón.
Grillín lo había hecho muy bien; había birlado cinco trozos, buenos trozos, por cierto. Guardó uno para sí y distribuyó otro a cada uno de sus compañeros de armas. Así, si alguno perdía el suyo por el camino, los demás podrían remediarlo con facilidad.
—¡Bueno, pues andando! —dijo Pardillo.
Primero por la calle real del pueblo y después por el atajo de las chimeneas, que se unía bajo el tilo grande a la carretera de Velrans, se oyó fugazmente un galope sonoro. Los cinco chavales se dirigían a toda marcha hacia el enemigo.
—Andando se tarda casi media hora —había dicho Pacho—, conque podemos estar allí drento de un cuarto de hora y volver mucho antes del final de la velada.
La galopada se perdió en la oscuridad y en el silencio; durante la primera mitad del trayecto, el pequeño destacamento no abandonó el camino empedrado, por el que se podía correr; pero cuando entraron en territorio enemigo, los cinco conspiradores se echaron fuera y caminaron por las cunetas que su viejo amigo el tió Breda, el peón caminero, arreglaba, según decían las malas lenguas, cada vez que San Juan bajaba el dedo. Cuando estuvieron muy cerca de Velrans y las luces se hicieron más nítidas tras los cristales y los ladridos de los perros más amenazadores, hicieron un alto.
Vamos a quitarnos los zuecos —aconsejó Pacho— y los escondemos detrás de esa pared.
Los cuatro guerreros y el jefe se descalzaron y metieron los calcetines en los zapatos; después comprobaron que no habían perdido el trozo de tiza y, en fila india, con el jefe en cabeza, las pupilas dilatadas, las orejas tiesas y las aletas de la nariz palpitantes, se adentraron por el sendero de la guerra para llegar del modo más directo a la iglesia del pueblo enemigo, objetivo de su operación nocturna.
Atentos al menor ruido, aplastándose contra el fondo de las zanjas, pegándose a las paredes o difuminándose en la oscuridad de los árboles, se deslizaron, avanzaron como sombras, pendientes sólo de la posible aparición de un candil manejado por algún indígena que se dirigiera a pasar la velada o de la presencia de un viajero rezagado que llevase a su penco a beber. Pero la única alteración imprevista fue el ladrido del perro de Juan de los Vados, un chucho asqueroso que se desgañitaba sin parar.
Por fin llegaron a la plaza de la iglesia y avanzaron hasta el campanario. Todo estaba desierto y silencioso. El jefe se quedó solo mientras los otros cuatro retrocedían para ponerse al acecho. Entonces sacó el trozo de tiza de las profundidades de su bolsillo y, poniéndose de puntillas para llegar lo más arriba posible, estampó sobre el grueso tablón de encina curada y ennegrecida que cerraba el recinto sagrado esta inscripción lapidaria que causaría escándalo a la mañana siguiente, a la hora de la misa, mucho más por su crudeza heroica y provocativa que por su fantasiosa ortografía:
Tolos belrranos sonunos lame qulos
Y después de dejarse los ojos, por decirlo así, contra la madera para comprobar si había quedado bien marcado, volvió adonde esperaban al acecho sus cuatro cómplices y, en voz baja pero triunfal, les dijo:
—¡Andando!
Esta vez fueron directamente, sin rodeos y por el centro del camino, emprendiendo el regreso, sin hacer ruidos innecesarios, hasta el lugar en que habían dejado los zuecos y los calcetines.
Pero en cuanto se los pusieron, despreciando precauciones superfluas y golpeando abiertamente el suelo con sus sonoros zapatones, volvieron a Longeverne y a sus domicilios respectivos, a la espera confiada del efecto que habría de producir su declaración de guerra.