No entréis aquí jamás, hipócritas, beatos, viejos camanduleros, gazmoños, mojigatos…
FRANÇOIS RABELAIS
Quien disfrute leyendo a Rabelais, ese auténtico gran genio francés, recibirá seguramente con agrado este libro que, a pesar de su título, no va dirigida ni a niños pequeños ni a jovencitas ruborosas.
¡Malditos sean los pudores (todos verbales) de una época castrada que, bajo su manto de hipocresía, con harta frecuencia no huelen más que a neurosis y veneno! Y malditos sean también los latinos puros: yo soy celta.
Por eso he querido hacer un libro sano, que fuese a la vez galo, épico y rabelesiano; un libro por el que fluyera la savia, la vida, el entusiasmo; y la risa, aquella gran risa alborotada que sacudía las barrigas de nuestros antepasados: bebedores ilustres y espléndidos gotosos.
Por tanto, no he titubeado ante la expresión cruda, siempre que fuera sabrosa, ni ante el gesto ligero, a condición de que fuese épico.
He querido reconstruir un instante de mi vida de niño, de nuestra vida entusiasta y brutal de salvajes vigorosos, en lo que tuvo de franca y heroica, es decir, liberada de las hipocresías de la familia y de la escuela.
Se comprenderá que, para semejante tema, me haya sido imposible limitarme al vocabulario de Racine.
Podría pretextar afán de sinceridad si quisiera hacerme perdonar las palabras atrevidas y las expresiones fuertes de mis protagonistas. Pero nadie está obligado a leerme. Y después de este prefacio y de la cita de Rabelais que adorna la portadilla, no reconozco el derecho a las lamentaciones a ningún cocodrilo, laico o religioso, ávido de unas normas morales más o menos repulsivas.
Por lo demás, y ésta es mi mejor excusa, he concebido este libro en un estado de exultación, lo he escrito con placer, ha divertido a algunos amigos y ha hecho reír a mi editor[1]: tengo derecho a esperar que agrade a los «hombres de buena voluntad» según el evangelio de Jesús y, por lo que se refiere a los demás, como dice Pacho, uno de mis protagonistas, me importan un pito.