PRÓLOGO

Las lámparas de aceite colocadas en las esquinas de la estancia y sobre el altar despedían una intensa luz amarilla del color de los huesos viejos. Un rayo de sol polvoriento bajaba en diagonal desde un ventanuco elevado y bañaba de luz y calor el costado de la cabeza de Chico Perro. Arrodillado en el suelo, Chico Perro tenía la mirada fija en el solitario pelo negro que le crecía en una peca del antebrazo. Las voces de un centenar de monjes entonaban un cántico fúnebre en la atmósfera humeante; en sus gargantas abiertas resonaban los sonidos de la Creación, profundos, guturales, atonales e inhumanos. Los grandes cuernos emitieron su ruido bronco, las campanas sonaron con estruendo y las matracas funerarias hechas de cráneos acompañaron el canto con el rítmico entrechocar del hueso contra el hueso.

Fijó la vista en el pelo y evitó parpadear hasta que todo cuanto abarcaba su visión periférica, la estancia con su olor a humedad y los monjes arrodillados en torno a él, se difuminó y disolvió. Notaba los ojos secos y necesitados de alivio, pero hizo caso omiso de la irritación y continuó mirando. El pelo y el rollizo lunar marrón que lo nutría se convirtieron en el centro exacto del universo y las voces de los monjes lo envolvieron, comprimiéndolo en aquel punto infinitesimal. Cuando los monjes cantaban, el tiempo cambiaba como un pedazo de manteca fría arrimada a la lumbre. Las voces de los monjes eran el fuego que calentaba el tiempo para que se fundiera, para que corriese y abandonara su forma recalcitrante.

El alma del monje muerto, según le habían contado, buscaría espontáneamente evitar el renacimiento. La idea le resultaba interesante y deseó comentarla en profundidad. Pero ¿con quién? Lo ideal sería hacerlo con alguien que se aprestara a morir pronto. El viejo Pie Izquierdo era viejo, muy viejo. Para un chico de doce años era difícil establecer cuántos años llevaba sobre sus hombros el viejo monje, pero sabía que debía de estar muy, muy cerca. Chico Perro consideraba la muerte un hecho tan alejado de él que, sencillamente, no llegaría nunca. Eso fue lo que se dijo mientras examinaba los pulidos cráneos pardo amarillentos de los monjes desaparecidos —las negras cuencas de los ojos, el vacío infinito del universo— alineados en el estante de la sala: la muerte estaba tan lejos que no llegaría nunca.

El anciano Pie Izquierdo no puso el menor reparo en hablar con Chico Perro de su inminente muerte.

—Sí, será muy pronto, ya. Sé perfectamente cuántos latidos me quedan —proclamó con orgullo—. En todo momento voy desgranando la cuenta. Si prestas mucha atención en algún momento en que no esté hablando o comiendo, lo oirás.

Anciano y muchacho avanzaban despacio por el camino pedregoso que descendía desde el monasterio, situado en lo alto de un peñasco escarpado que se alzaba hacia el azul del cielo montañés.

—Y cuando mueras —preguntó Chico Perro—, ¿tendrás que resistirse a renacer?

—¿Renacer? No tendré que hacerlo a menos que yo quiera. —Se tapó con el dedo uno de los orificios de la nariz y expulsó las mucosidades del otro con un enérgico soplido.

—¿Y querrás hacerlo? —insistió Chico Perro.

—¿Volver a unos huesos decrépitos, a un cuerpo que orina y defeca y exige ser alimentado continuamente? Es mucha molestia. Chico Perro. Es un gran engorro, aunque tiene su utilidad. No; no creo que quiera volver a nacer. Es un verdadero fastidio tener que empezar desde el principio. La infancia, la juventud… ¡Bah!, no tengo paciencia para eso. No; creo que esta vez lo haré de otra manera.

—No me lo creo —dijo el muchacho—. Seguro que no sabes adonde irás después.

—¿Ah, no? —replicó el anciano—. ¿Es ésa la erudita opinión del joven maestro? —añadió con una carcajada—. La elección es toda mía, mi precoz sabio, te lo aseguro. Toda mía.

—¿Y qué decidirás, Pie Izquierdo? —preguntó el muchacho, volviéndose hacia él.

—Creo que buscaré a alguien ya adulto que esté lleno de malos hábitos profundamente arraigados. Alguien ambicioso, egoísta y colmado de codicia. Me colaré dentro de él como un ladrón en una gran mansión e injertaré mi alma en la de esa persona y la transformaré en un ser benigno e iluminado. Y no es que me importe especialmente la bondad —se apresuró a añadir—. No me costaría nada hacerlo a la inversa. Simplemente, creo que así resultará más estimulante. Más interesante.

Chico Perro prestó mucha atención. Se le estaba ocurriendo una idea.

—Pie Izquierdo —apuntó, inspirado ahora—, yo también puedo hacer lo que quiera. Voy a encontrarte. Te encontraré allí donde te escondas y contrarrestaré tu influencia. ¡Mientras estés empeñado en convertir en bueno al malvado, yo me esforzaré en hacerlo aún peor!

Pie Izquierdo se detuvo, alzó la cara al cielo y soltó una carcajada.

—¿Quieres que hagamos una apuesta, entonces, excelso mío? ¿Y cuánto quieres jugarte? Tiene que ser mucho, o ya puedes olvidar la idea. ¿Cómo me pagarás cuando pierdas?

—No perderé. Pie Izquierdo. Serás tú el derrotado. Y también serás tú quien deberá decidir cómo pagar.

—No, muchacho, serás tú quien pague. Y la prenda deberá ser algo valioso, algo lo bastante valioso como para que nos motive intensamente a ambos a conseguirlo.

Chico Perro se abstuvo de mencionar el dinero o las joyas. Se daba cuenta de que el viejo lo alentaba a portarse como un estúpido para así poder avergonzarlo y mofarse de él. Sabía que no debía picar en el anzuelo, pero no se le ocurría qué otra cosa podía servir de prenda.

—Propón tú el premio, Pie Izquierdo —respondió con cautela. Los dos avanzaron unos pasos sin hablar. Chico Perro, a la espera de la respuesta de Pie Izquierdo y éste, desgranando una cuenta en tono casi inaudible mientras sus sandalias crujían a lo largo del camino rocoso: Cinco millones ciento ochenta y cuatro mil seiscientos setenta y dos… seiscientos setenta y uno… seiscientos setenta

—Existencias, mi canino amigo —dijo por fin el anciano—. Sólo aceptaré si nos jugamos existencias. Me gustaría verte pagar por tu insufrible descaro llevando vanas vidas largas y desdichadas, una detrás de otra. ¿Qué te parecería ser un hombre sin piernas dedicado a mendigar por las calles de una gran ciudad en un cajón con ruedas y, a continuación, uno de esos hombres que sienten el irremediable impulso de satisfacer su lujuria con los animales de granja? Y después, sólo para asegurarme de que has quedado suficientemente humillado por tu audacia, una larga existencia como idiota, de esos que pasan sus días revolcándose en sus propios excrementos, encadenados en una bodega a oscuras para evitar la vergüenza a la familia. O cien vidas de cerdo cebado para el matadero. ¿Eh, muchacho, qué me dices de eso? ¿Te parecen bien los términos de la apuesta?

—¡Desde luego! —asintió Chico Perro con vehemencia—. ¡Porque serás tu quien pague!

—¡A mí también me parecen aceptables, porque voy a ganarla! Ahora te llaman Chico Perro, pero llegará el día en que sabrás de verdad qué significa ser una criatura muda y doliente de cuatro patas, a merced de la cruel humanidad —apuntó Pie Izquierdo con delectación.

—No, Pie Izquierdo. —Chico Perro empleó un tono similar de complacencia—. Convertiré a la persona que hayas infestado en un ser absolutamente despreciable y te haré perder la apuesta de una forma tan completa que, antes incluso de convertirte en inválido o en idiota encadenado en un sótano, disfrutarás de mil existencias como gallina con la cabeza en el tajo del carnicero, envuelto en el olor a sangre de tus congéneres. Y cada vez será una experiencia nueva. El terror será auténtico y renovado. ¿Qué me dices de esto?

—Te digo que estaré encantado —replicó Pie Izquierdo—. Porque yo seré el carnicero y tú las mil gallinas. ¿Y bien? ¿Estás dispuesto a aceptar el reto? Y no olvides que en el plano astral no hay modo de dejar de pagar las apuestas. No podrás evitar que te encuentre. No podrás escabullirte.

Chico Perro escuchó a su espalda el ruido de los pies viejos y lentos de Pie Izquierdo mientras avanzaba por el camino. Delante del muchacho, en una espléndida perspectiva empequeñecedora, unas nubes blancas de vientre plano extendían sus sombras sobre los picos nevados, colgadas del cielo en perfecto orden geométrico. Percibió el tiempo extendiéndose hasta el infinito ante él y notó la potencia, la flexibilidad y la resistencia de sus jóvenes músculos y huesos mientras descendía el empinado camino de montaña con ágil facilidad.

—¡Estoy dispuesto! —exclamó, al tiempo que saltaba de una alta roca y aterrizaba de pie con seguridad y firmeza. Detrás de él, la voz de Pie Izquierdo se había reducido a un suave murmullo, casi amoroso.

Cinco millones ciento ochenta y cuatro mil cuatrocientos noventa y siete… cuatrocientos noventa y seis… cuatrocientos noventa y cinco