Dado el carácter insólito del tema que trata este libro, sin duda habrá surgido en la mente del lector la pregunta de cuánto de lo que aquí aparece es cierto.
Aunque Engaño es una obra de ficción, se trata de una extrapolación de la verdad, gran parte de la cual resulta mucho más extraña que lo que pueda urdir la imaginación más desbordante. La emperatriz Wu fue realmente la primera y única mujer emperador de China y llegó al trono usurpándolo a la legítima casa imperial de la dinastía T’ang, para crear la efímera dinastía Chou, en el siglo vil. La soberana gobernó valiéndose de hombres tan crueles y carentes de principios como Chou Hsing y Lai Chun-chen, principales organizadores de su brutal reino del terror y creadores de inmensos organismos de información, así como de departamentos dedicados a la tortura y al castigo.
Los excesos de Wu tuvieron como resultado la muerte de miles de funcionarios y de miembros de las familias aristocráticas legítimas, por no hablar de los asesinatos de miembros de su familia más cercana, entre los que no eran una excepción los niños, incluso recién nacidos. Entre sus víctimas se contaron los miembros de la familia imperial que menciona nuestro relato.
Es cierto que la emperatriz Wu consiguió una cierta pacificación del país, mejoró la beneficencia e introdujo reformas progresistas en el sistema nacional de clanes y en el sistema de exámenes de acceso a la Administración. Sin embargo, el precio en miles de vidas sometidas a purgas, exiliadas, torturadas, llevadas a la ruina y eliminadas fue claramente excesivo. Sí, se aplastaron las rebeliones y muchas cabezas aparecieron empaladas, y el Gabinete de Seguridad Interior, una especie de Gestapo, sometió al país a un largo asedio de terror mediante el uso de las infames cajas, o urnas, para usar un término más preciso. Muchos siglos antes de que los brutales regímenes dictatoriales del siglo XX emplearan las maravillas tecnológicas de que disponían, las paredes verdaderamente oían… e incluso veían.
Hay constancia de que, en su ascenso, la emperatriz utilizó sus propias «interpretaciones», no autorizadas, de los textos budistas tradicionales más respetados. Más en concreto, estas originales interpretaciones fueron elaboradas y, a continuación, difundidas por Hsueh Huai-i, el principal santón de Wu. El lama Hsueh ha sido comparado con otro famoso clérigo y consejero real, el monje ruso Rasputín. Hsueh creó una gran ficción para la emperatriz y para su dinastía Chou con su Comentario de la Lluvia Preciosa al sutra de la Gran Nube. El tal Hsueh Huai-i existió realmente y los historiadores, incluso en el contexto de aquellos extraños tiempos, apuntan que era un hombre raro y asombroso, responsable de innumerables «milagros», de falsos «descubrimientos» de escrituras y del establecimiento de los templos del Caballo Blanco. Fue él quien anunció el advenimiento del gran bodhisattva salvador, o Maitreya, el Buda futuro, bajo forma femenina. No obstante, la locura final de Hsueh Huai-i tras el Reino del Terror y su destino a manos del magistrado Di es una creación de los autores.
La única mujer gobernante de China en la ancestral sociedad masculina del confucianismo tuvo que luchar con ferocidad para dejar establecida su legitimidad.
Al construir nuestra versión novelada de su áspero carácter —veleidoso, visionario, peligrosamente caprichoso y de una feminidad aterradora—, hemos acudido a muchas fuentes, en el campo de la ficción y fuera de él, actuales y antiguas, ya conocidas por nosotros o totalmente nuevas. La Historia nos dice que fue una persona de una energía amenazadora y de un apasionamiento obsesivo. Rara vez alcanza alguien tan altas posiciones, superando tantos obstáculos, sin poseer tales características. Ésta fue la base sobre la que construimos nuestro personaje.
En nuestra novela el héroe es el magistrado Di Jen-chieh, o juez Di, como ha pasado a ser conocido gracias a la inmortalización que hizo de él en su obra de ficción el sinólogo holandés Robert Van Gulik, a finales de los cincuenta. ¿Pero cuál es la verdad del juez Di? El profesor Van Gulik lo presenta como un detective astuto y erudito de enorme integridad personal, y lo sitúa en una época que parece posterior al siglo VII, bajo la dinastía T’ang de los emperadores Tai-tsung y Kao-tsung y bajo la emperatriz Wu Tse-tien, que es el periodo histórico en que vivió en realidad.
Pero Van Gulik acertó plenamente en una cosa: el auténtico magistrado Di era un fiscalizador bastante severo de la propagación de religiones y supersticiones «extranjeras». Desde su cargo en el Gabinete de Ritos y Sacrificios, el auténtico Di Jen-chieh fue responsable de la clausura de varias decenas de miles de templos, santuarios y monasterios. También protestó contra la naturaleza parásita de la jerarquía budista, su riqueza, su existencia al margen de la ley y el enorme número de monjes, improductivos y no siempre escrupulosos. El lector encontrará, tras esta nota, una traducción de las palabras reales del magistrado según quedaron registradas en los anales de la dinastía T’ang.
Di Jen-chieh alcanzó a convertirse en el ministro más importante del siglo VII, disfrutó de la absoluta confianza de la emperatriz y consiguió, finalmente, restaurar la línea de sucesión legítima al tiempo que apartaba a la nación de sus costosas aventuras militares contra tibetanos, turcos y coreanos. Nuestra caracterización del personaje se ha basado en los pocos datos concretos de su vida que nos han llegado: las diversas ciudades y regiones en las que vivió y trabajó, los rigurosos grados literarios que alcanzó, las proclamas antirreligiosas que difundió, los cargos oficiales que desempeñó y, por último, su servicio en los ministerios más importantes del país, entre ellos el Gabinete de Sacrificios (como pasó a ser llamado en las postrimerías del siglo) y el Consejo de los Seis. Acatando la magnífica tradición instaurada por Van Gulik, conocida ya por millones de lectores, mantuvimos su condición de investigador detectivesco y desarrollamos la mayor parte de nuestra trama en torno a su figura como si se tratara de un Sherlock Holmes del siglo VII.
De todos los datos que conseguimos descubrir para utilizarlos en la obra, ninguno nos intrigó tanto como el hecho de que el buen magistrado tenía varios hijos. Y dos de estos hijos, según los historiadores, resultaron una fuente de disgustos para Di, convertidos en funcionarios corruptos e incorregibles. Aunque ya han transcurrido varios años, aún recordamos con asombrosa claridad el día e incluso el momento exacto del descubrimiento. Fue en ese momento cuando, por fin, cerramos los inmensos tomos cargados de datos, levantamos las cejas y sonreímos. Sabíamos que aquellos hijos nada ejemplares iban a tener un papel secundario pero constante en nuestro relato de la vida y hechos del magistrado Di.
Pero no por ello dejamos de preguntarnos: si esos hijos incorregibles no hubieran existido, ¿los habríamos creado de todas formas?