MEMORIAL

Memorial del magistrado

Di Jen-chieh, de mediados del siglo VII, contra los excesos

del budismo charlatán y popular[7]

Al referirme a las enfermedades que atacan la raíz del gobierno y de la ley, debo empezar por hacer mención del estado de los asuntos humanos. Imploro a nuestro Augusto Padre Imperial que se apiade de la multitud de sus súbditos que ahora mismo, mientras hablo, son engañados y expoliados por decenas de miles. Sus vidas se hunden en el olvido sin que los alcance la muerte y sólo están unidas en su estúpido deseo de seguir los dictados de esta religión budista y de sus ídolos en sus infinitas formas.

¿Acaso no es cierto que estas recargadas pagodas y estos salones que rivalizan con los edificios imperiales más grandiosos, requieren, por su propia naturaleza, una gran veneración y unos gastos extraordinariamente onerosos para su mantenimiento? ¿Y no es verdad, también, que esos monjes y monjas deben tener benefactores, que sus monasterios y conventos budistas acumulan grandes donaciones?

Para obtener las Preciosas Enseñanzas de Buda —la Balsa Preciosa que transportará a sus creyentes a la anhelada Tierra de la Felicidad—, se llama a la gente a honrar el establecimiento religioso con donaciones de limosnas, lo cual acrecienta sus ganancias y fortalece su propia existencia. Por lo que respecta a estos monasterios y conventos, están fuera de la ley, pues escapan a las leyes que establece Palacio y su gobierno legítimo, establecido por el Cielo. Todos estos lugares se consideran inmunes a reclamaciones o querellas.

En su deseo de lujos —un deseo que, a veces, es ilimitado— estos miembros de la jerarquía budista han agotado sin miramientos las fuerzas ya cansadas de los artesanos y operarios de la nación en la realización de sus ídolos y recargadas ornamentaciones, que exhiben en abundancia toda suerte de piedras preciosas y que, a su vez, emplean enormes cantidades de las preciadas materias primas de la nación en la construcción de grandes edificios que los alojen.

No hay en ello magia alguna, aunque hay miembros de su clero que, a veces, quisieran hacernos creer que así es. Y si no es cosa de magia, ¿de dónde sale el trabajo necesario para mantener una estructura tan compleja e improductiva? ¿De dónde sale el trabajo para esos grandes edificios? Desde luego, no es el trabajo de espíritus, si tal cosa existe, el que se utiliza. Más bien es el empleo exhaustivo de mano de obra del pueblo llano. Y si la riqueza y los materiales no proceden del Cielo, ¿de dónde salen? ¿De dónde proceden las tierras necesarias para esos templos y para esas grandes propiedades monásticas? La respuesta es sencilla: de la porción de tierra de labor adjudicada al sencillo campesino. Para que unos pocos se enriquezcan, deben empobrecer a la mayoría. ¿No son así las cosas?

Si estos budistas no desean perjudicar a las gentes humildes —y estoy seguro de que no es ésta su voluntad consciente—, ¿cuáles son sus propósitos? Los años que puede durar una vida humana en esta tierra están contados, pero no parece existir límite para el dispendio de fuerzas que se le exige. Las familias —a menudo las más pobres, aunque los ricos no están en absoluto a salvo de la alucinación colectiva que le roba energía a la nación— sirven a esa institución y le ofrecen su esfuerzo constante. Y, sin embargo, son incapaces de satisfacer la codicia ilimitada de la iglesia budista. La gente humilde, las pobres masas engañadas, lleva sus cuerpos cansados hasta el límite doloroso de la extenuación y no rehuyen ningún sufrimiento por esta causa intangible, ni rechazan nunca soportar una carga más en su nombre.

Y por lo que hace a quienes han escogido voluntariamente esta vida monástica, los llamados mendicantes de corazón puro que afirman haberse desapegado de los conceptos de triunfo o fracaso terrenal y que van de acá para allá con la cabeza rapada para liberarse de la vanidad de los cabellos, que dicen haber renunciado a la tontería secular de vestir una indumentaria distintiva en favor de la sencillez de la túnica monacal… Pues bien, yo, en mis muchos encuentros con ellos, no he presenciado el menor cambio en su manera de ser. Todos siguen preocupados por las mismas pequeñas cosas que nos obsesionan a todos y todavía están avergonzados de sus debilidades. Por dentro, siguen siendo los mismos.

Además, entre los sacerdotes, mendicantes, monjes y anacoretas, los hay que siembran voluntariamente la discordia en amistades como uña y carne, que tratan por igual a los desconocidos y a los parientes, que se toman libertades con las esposas y las hijas de otros hombres… sin que les importe el precio y confiándose todos ellos por completo a los códigos de su propia ley budista del Dharma, al tiempo que engañan y descarrían a otros.

Mirad a vuestro alrededor. Recorred las calles de esta gran ciudad. Allá donde vayáis, todos los barrios y distritos, todas las calles, avenidas y callejones están repletos de capillas y santuarios budistas de todos los estilos. A lo largo de todos los muros y bajo las puertas de los mercados vemos una innumerable variedad de templetes extraños, de pequeñas moradas de los espíritus. Todos los que son atraídos bajo el velo del budismo, seducidos y engañados con harta frecuencia, se apresuran a retirarse de la vida secular, a distanciarse y a desvincularse de cualquier respeto y acatamiento de la ley imperial. Y, al propio tiempo, estos conversos corren a entregarse con la misma rapidez en los brazos acogedores de la Sangha, la normativa budista, a cuyas regulaciones se ciñen estrictamente.

¿Y qué decir de los templos y de las tierras de cultivo necesarias para mantenerlos? Estos establecimientos religiosos alienan del bien común tantas propiedades y tierras fértiles y tantos molinos de grano y tantos huertos que es imposible hacerse una idea, siquiera, de su extensión. Y existe otro problema, con el que he tenido que enfrentarme con demasiada frecuencia: al proporcionar refugio a los puros, los establecimientos monásticos también lo ofrecen a los criminales. Los fugitivos de la ley, criminales, matones y malhechores de todas clases que desean escapar al castigo, acuden a las puertas acogedoras de estos monasterios budistas con la seguridad de que allí estarán a salvo. ¿Cuántas decenas de miles de delincuentes anónimos han escapado a la justicia en los brazos hospitalarios de estas instituciones? Unas investigaciones minuciosas de los despachos de la Magistratura en la capital y en las provincias del sur han descubierto ya a muchos miles de individuos que intentaban eludir la acción de la ley por este medio. ¿Cuántos más quedarán todavía por detener? Y disfrazados de sacerdotes, abades y monjes, estos criminales —estos charlatanes— apelan a los deseos más viles del cuerpo y no a la eminente metafísica del corazón, de la mente y del alma.

Y todavía hay más problemas. ¿Qué hay del hombre que no trabaja, sino que recibe su sustento a costa de otros? ¿No resulta eso fraudulento? ¿Y de aquel cuyos medios superan con mucho a los de la multitud, pero que a pesar de ello escoge dedicarse a robar abiertamente a los demás sus propiedades y objetos de valor? Y si sumo a ello los vendedores de sutras y reliquias falsos, de falsas esperanzas y promesas, sólo puedo llegar a la conclusión de que este reino es, realmente, un lugar de dolor y de sufrimiento como nos dicen los budistas. Allá donde uno va, puede constatar el florecimiento del budismo en todas sus infinitas formas. El florecimiento, el crecimiento, la multiplicación. ¿Acaso el reparto de limosnas y los actos de caridad de los budistas pueden de algún modo compensar la cantidad de riquezas arrebatadas a la gente? ¿Se devuelve al pueblo una cantidad comparable a la que se le arrebata en nombre de la fe? Por todo el imperio, templos y monasterios llenan los caminos, más numerosos que las olas enturbiadas del San Huei, más ubicuos que las nieblas que se adhieren a los picos sagrados de Wu Tai. Ahora vemos una nación en crisis que se sumerge progresivamente en una oscura sombra de superstición. A nuestro alrededor, las grandes rutas y los senderos están oscurecidos por la seda negra de las vestiduras budistas. Y parece que no queda nadie para ayudar al emperador y al estado en este momento de dificultad, pues en torno a nosotros, por todas partes, hombres cabales están cayendo víctimas de esta enfermedad de la mente. Hombres cabales y buenos en cuyos razonables consejos confiamos una vez.

Durante los últimos años, en algunas partes de las provincias centrooccidentales, los vientos secos y erosionadores lo han cubierto todo de arena y, por el resto del país, la constante sucesión de inundaciones y sequías no tiene precedentes. Y no hay muchas probabilidades de que estas desgracias cesen. Por todas partes, los campesinos se ven sumidos en un estado de penuria. Así es la naturaleza de nuestro mundo. Sus pesares y dolores, sus incomodidades, son ilimitados y sus sufrimientos, insoportables. Me inclino ante la grandeza de nuestra corte y tengo en consideración sus méritos inconmensurables…, ¿pero qué hará para afrontar un problema de tal magnitud? ¿Y cómo puede permitir tal despilfarro de trabajo, de esfuerzo y de riqueza? Los monjes acaparan el dinero; la riqueza que podría mantener a cien apenas es suficiente para uno de ellos.

Si, como se dice, al preservar la riqueza de una nación se preserva a su pueblo, ¿qué es, entonces, lo que persiguen los budistas? Si esas buenas palabras se toman por sinceras, ¿cómo es que roban conscientemente la riqueza de la nación y dejan sin recursos a los súbditos leales del Emperador? Nos dicen que la riqueza terrenal es un espejismo y que ellos buscan otra riqueza superior. ¿Por qué, pues, en el nombre trascendente de la compasión, permiten… no, por qué infligen tal sufrimiento a los humildes?

Si el budismo es una religión de compasión, sus adeptos deberían tomar esa compasión como su principio rector universal. Y deberían poner en práctica este concepto de la compasión como ejemplo, como paradigma de rectitud para la gente corriente. Esta compasión debe encontrarse en la raíz de sus corazones y de su comportamiento. Si siguieran su dictado, no se apartarían de él. Pero no lo hacen. La ley que siguen es la ley de la codicia. De otro modo, ¿cómo pueden desear que el trabajo de nuestro pueblo sea usado para mantener esos adornos vanos e insustanciales? Como religión compasiva, el budismo no debería ser la causa de que nuestro pueblo sufriera penalidades. Pero lo es.

Si no plantamos las semillas adecuadas ahora, provocaremos la hambruna de los nuestros y la ruina de nuestro futuro. Y sin la colaboración leal y diligente de nuestros funcionarios, la rectitud no se impondrá. Si malgastamos la riqueza pública y permitimos que las fuerzas del pueblo se agoten, no habrá rincón del imperio que escape a las terribles consecuencias. Y será demasiado tarde para salvarnos. Los historiadores sólo hablarán de la gloria perdida del pasado. Un pasado que seremos nosotros.

(Extraído de New T’ang History, de Hsin T’ang Shu).