Cien años después
Cerca de un gompa en el alto Himalaya tibetano
El monje emitió un murmullo grave, pero casi inaudible, que vibraba en el interior de la cabeza de los dos muchachos. Aquel sonido informe se convirtió en las palabras de una tonada:
… en mi modestia, encima de mi cabeza…
Alfombra de luna sobre un lecho blanco de loto.
De Hum nace el lama Dorje Sem
Blanco deslumbrante en Forma Gozosa…
Una campana vajra con Nyemma…
A continuación su voz volvió al profundo murmullo informe. Así continuó un buen rato hasta que surgieron de nuevo las palabras:
… se tú mi refugio; expía mis culpas
Que con profundo remordimiento expongo desnudas
Y de las que abjuro desde hoy, al precio de mi vida…
El monje hizo sonar el látigo de cuerda sobre los robustos cuellos de los bueyes mientras escrutaba con cuidado el sendero salpicado de piedras por el cual avanzaban.
—¿Por qué les cantas las palabras de la sagrada recitación del Vajrasattva a los animales? No son más que unos bueyes estúpidos —dijo el más alto de los dos jóvenes novicios con una sonrisa impertinente en los labios—. Son todos iguales.
El monje se limitó a continuar caminando y canturreando; hizo restallar el látigo de nuevo, pero no apartó la vista del camino. El muchacho tomó el silencio del monje por una invitación a seguir hablando.
—Salvo, por supuesto, esas pequeñas y tontas diferencias que existen entre sus estúpidos temperamentos.
El muchacho captó una mirada de advertencia de su compañero, un novicio de su misma edad, que le decía que se estaba metiendo en un cenagal que se hacía más profundo con cada observación. Sin embargo, el atrevido muchacho no prestó atención al aviso.
El monje no dijo nada e hizo como si no hubiera entendido los comentarios del novicio. No obstante, había dejado de cantarle a los esforzados animales que tiraban del pesado carro. Sus ojos acababan de divisar la primera sarta de brillantes banderas de oración del gompa, apenas visibles sobre la cresta de la sierra. Ya estaban cerca. De vez en cuando, agitaba el pequeño látigo y hacía chascar la lengua para azuzar a la yunta. Pero continuó sin responder al muchacho.
El grupo era una pequeña mota de color y movimiento contra una inmensidad de piedra que alcanzaba el cielo. Ascendieron despacio la empinada ladera rocosa hacia el gompa pintado de brillantes colores. Los adornos y campanillas que colgaban del yugo de madera tintineaban mientras la brisa jugaba con retales de colores, banderas de oración y plumas de pavo real atadas a los cuernos y a los arneses. Los animales tiraban con esfuerzo del carro cargado de piedra y vigas de madera para la nueva sala de oraciones del gompa.
Con un destello malicioso en la mirada, el monje se volvió por fin hacia el novicio descarado.
—Eres un muchacho muy inteligente, ¿verdad?
El aludido buscó una respuesta mientras el segundo dirigía una mirada furtiva al monje y, después, a su atrevido amigo. He intentado advertirte de que no abrieras la boca tan alocadamente, parecía decirle.
—En realidad, eres un muchacho bastante tonto —continuó el monje. El chico, azorado, miró fijamente los músculos tensos de las grupas de los animales—. Pero así es como deben ser los niños —añadió con buen humor—. De otro modo, no se puede ser un buen receptáculo para el conocimiento.
Al muchacho se le iluminaron los ojos al oír el comentario. El monje hizo restallar el látigo, agarró las cinchas del arnés junto a la boca del buey de la derecha y tiró de ellas con suavidad. El animal volvió el ojo grande, húmedo y pardo y lo miró. Molesto, soltó un resoplido. El monje emitió más chasquidos con la lengua. Estaban en la parte más difícil del camino. Los últimos peldaños de cualquier ascenso eran siempre los más difíciles, había repetido el monje en infinidad de ocasiones.
—Dices que todos estos estúpidos animales son iguales, pero eso significa que no prestas atención a las escrituras —continuó el monje con un ligero tono de reprimenda—. Para unos, encarnarse en un buey sería un paso atrás; para otros, es un paso ascendente en el ciclo de la muerte y la reencarnación.
—¿Pero qué tiene que ver todo esto con tu canto?
—Cantar es una manera de aliviar su carga.
—Pero ellos no lo entienden, seguro. Lo único que les sucede es que el ritmo los tranquiliza —replicó el muchacho.
—¿De veras? ¿Estás seguro de que no los calman los versos, también? Son palabras de estímulo, alabanza e instrucción —apuntó el monje, siguiendo con la mirada el movimiento del látigo que blandía sobre la cabeza de los animales. Esta vez, el novicio que había permanecido callado arqueó las cejas incrédulo y miró al monje. Este continuó—: Sí, estoy seguro de que entienden lo que digo. Este, el de la mancha parda en el morro, es Viejo Erudito, que se irrita muchísimo cada vez que me equivoco. Uno sabe que está irritado porque se pone a resoplar sonoramente… y podría contaros más cosas de él.
El monje absorbía ahora toda la atención de los muchachos, que lo miraban con aire dubitativo. El que momentos antes se mostraba tan atrevido se limitó a devolver la sonrisa que el adulto les dirigía.
—El otro —continuó el monje y suspendió el extremo del látigo sobre la cabeza del buey de la izquierda—, Viejo Sabio, conoce de memoria más de mil oraciones distintas. Pero ese gruñón de Viejo Erudito, el de la mancha parda, éste… —El monje dio unos golpecitos con el índice en el espacio plano y peludo entre los grandes cuernos curvos del animal—. En fin, éste se conoce de memoria todos los sutras que existen. Absolutamente todos. Si fuera capaz de sostener un pincel, creo que incluso sería capaz de componer algunos él mismo.
Los dos novicios se echaron a reír y aseguraron que no podían creer tal cosa. El monje, en esta ocasión, había ido demasiado lejos, afirmó el más cauto de los muchachos.
—Es la verdad. La pura verdad. Lo juro —insistió el adulto y dio una vuelta en torno a ellos para colocarse al lado de Viejo Sabio. Se inclinó hacia el animal y empezó a recitarle al oído una oración. El animal respondió a los susurros cosquilleantes del monje agitando la oreja, grande y peluda, pero no alteró su marcha.
—Bueno, ahora Viejo Sabio finge que no me escucha. Prefiere simular que es un simple buey; se niega incluso a mirarme cuando le hablo. Siempre intenta mantener ese aire de animal estúpido, como si yo no supiera que no lo es. En cambio, Viejo Erudito, el muy testarudo, es capaz de lanzarme la mirada más malévola o incluso de intentar pisotearme si cometo la imprudencia de recitarle un sutra al oído mientras está trabajando. —Los novicios abrieron unos ojos como platos, de asombro y de incredulidad—. Decididamente, Viejo Erudito no quiere oír los sutras. No le gusta nada la broma.
—¿Qué broma? —preguntó el más prudente de los novicios.
—Sí, ¿qué broma? —le apoyó el otro—. ¿Y cómo es que saben tanto esos bueyes?
—¡Aaah…! —El monje se acarició la barbilla y señaló con el dedo al muchacho—. Por fin has hecho la pregunta pertinente y oportuna, muchacho. Estos bueyes saben tanto porque en ellos habitan, en realidad, las almas de dos hombres.
—¿Qué dos hombres? —preguntaron los muchachos al unísono.
—Hace muchísimos años, dos hombres cruzaron una apuesta. En realidad, eran un viejo y un muchacho. Éste tendría vuestra edad, más o menos, y el viejo estaba a pocas semanas de su muerte. Uno de los dos creyó haber ganado. Y se mofó de los cielos por su victoria. Pero… —El monje sacudió la cabeza mientras daba unas palmaditas a Viejo Erudito en la testuz—. Pero no había vencido. En realidad, ninguno de los dos lo había hecho. Los dos perdieron. Veréis: los dos eran hombres muy vanidosos que se entremetieron en la vida de la gente… Pero ya os contaré la historia completa más tarde. Esta noche, en lugar de estudio de las escrituras, tal vez reflexionemos sobre una historia real que debería servir de excelente ejemplo a jóvenes como vosotros. De momento —añadió con una sonrisa—, aún nos queda bastante trabajo por hacer.
Los novicios se miraron y sonrieron ante la perspectiva de escuchar otra de las historias del monje. Para eso lo habían estado incitando, por supuesto. Sabían que los relatos del monje no podían ser ciertos, pero eran tan extraordinarios…
El monje hizo restallar el látigo sobre los lomos de los animales y empezó a cantarles otra vez, con los ojos en las banderas de colores que ondeaban contra el inmenso azul vacío del cielo.
… Con lo cual, ruego, pueda ser borrado
Todo karma, toda contaminación, toda semilla de aflicción…
Las perturbaciones y todas las plagas diabólicas,
De la sombra oscura del pecado, semilla del diablo,
Tanto en el mío como en todos los reinos inferiores…