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Año 662

Yangchou

El magistrado Di bostezó bajo el gélido aire del amanecer, mientras observaba las aguas aceitosas y oscuras de uno de los incontables y anónimos canales secundarios de Yangchou. Unas pequeñas ondas batían suavemente el estribo de roca en el que se encontraba el juez y en la superficie del agua se mecían restos de basura y desperdicios. Di pensó que el agua, por sucia y descompuesta que estuviera, no importaba qué clase de detritos repulsivos flotaran en ella, siempre resultaba llena de gracia en su movimiento. Inocente; ésa era la palabra, se dijo. El agua contaminada y pestilente que tenía a sus pies acariciaba la piedra con la misma inocencia despreocupada que la corriente más pura y cristalina que brotara de un manantial.

Las pequeñas olas se hicieron más frecuentes cuando la pequeña barca de fondo plano llegó al centro del canal impulsada por las pértigas. El puñado de espectadores que se había congregado en torno a Di mantuvo una actitud respetuosa y un extraño silencio mientras observaba a los hombres de la barca extender un largo garfio hacia el cadáver que flotaba boca abajo en el agua; Di pensó que, de haber sido mediodía, con las calles llenas y el tráfico y el comercio de la ciudad en plena actividad, habría habido allí una muchedumbre ruidosa, apretujada y chillona, que no pararía de hacer sugerencias, especulaciones y chistes. Sin embargo, la atmósfera gris, tranquila y solitaria de aquellas primeras horas del día, la luz frágil y nueva y el frío de la noche aún presente parecían extender un ánimo pensativo e introvertido entre el puñado de personas que, casualmente, estaban por la zona y se habían acercado a observar.

El garfio enganchó el cadáver por el cuello de su hinchada túnica. Los hombres de la barca tiraron para acercarlo. Cuando lo tuvieron a su alcance, lo subieron con torpeza. Se oyó un desagradable crujido cuando la cabeza golpeó el fondo de madera de la barca. Después, ésta se dirigió adonde estaban el magistrado y el alguacil que lo acompañaba.

Di bajó a la pequeña barcaza, hincó la rodilla y examinó el cuerpo: era un hombre de poco más de cincuenta años, calculó, sano, bien alimentado y de aspecto próspero. La túnica era cara, de seda de buena calidad, y el buen corte y el estilo indicaban que pertenecía a un miembro adinerado de la clase de los mercaderes.

El magistrado suspiró. El canal corría a través de un barrio de burdeles y tabernas. No era infrecuente que apareciesen cadáveres de ahogados en aguas como aquéllas, ni que las víctimas fueran visitantes, no residentes, de aquellos barrios bajos poco salubres. Di inspeccionó la indumentaria del muerto. Conservaba su bolsa, intacta y llena de monedas de cobre. No había rastro de ningún golpe en la cabeza. Si no había sido víctima de un robo, era más que probable que hubiese caído al canal mientras recorría las callejas desconocidas con la vista nublada por el alcohol, al confundir en la oscuridad la negra superficie lisa de las aguas con el camino. Imaginó la sorpresa del hombre al no encontrar bajo su pie el suelo firme que esperaba, el vértigo, el breve instante de absoluta claridad en medio del estupor y la conmoción al sumergirse en el agua helada.

Sí, era fácil de imaginar, pero la escena no terminó de convencer a Di. El magistrado no habría tenido ningún reparo en incluir al muerto en la desdichada categoría de las muertes accidentales por caída al agua, de no haber sido porque idéntico suceso se había producido apenas un par de semanas antes a muy poca distancia de donde había aparecido el cadáver solitario y empapado de aquella madrugada. El otro ahogado también era un próspero comerciante cuya bolsa iba tan cargada que el cuerpo había quedado prácticamente lastrado en el fondo del canal; en esa ocasión, se había levantado un considerable revuelo cuando, de buena mañana, un campesino que impulsaba su barca camino del mercado había descubierto la cara palidísima del ahogado que lo miraba desde un palmo por debajo de la superficie del agua.

No había habido demasiados problemas para identificar a la víctima. Se trataba de un comerciante de gran fortuna, establecido en Yangchou desde hacía tiempo. La conclusión había sido muy simple: el muerto había tenido un desgraciado accidente a causa de la bebida y de los excesos. Pero al cabo de unos días, la viuda del hombre apareció en el despacho de Di quejándose de que su marido no le había dejado prácticamente nada en su testamento. La mujer quedaba poco menos que desamparada y sería expulsada de su casa al año de la muerte de su marido. El beneficiario que éste designaba en su testamento era un hombre del que nunca había oído hablar pero a quien el documento identificaba como un «hijo adoptivo». Que la mujer supiera, su esposo no tenía hijos, adoptados o no. Ella no le había dado ninguno y el difunto no había tenido más esposas.

Di le dijo a la afligida viuda que no estaba seguro de la legalidad de tal disposición y que se ocuparía del asunto. Las leyes de sucesión favorecían a los hijos por delante de la esposa como principales beneficiarios de la hacienda del difunto pero, normalmente, no sucedía así con los hijos adoptivos… a menos que la esposa —dijo a la mujer con toda la delicadeza de que fue capaz— hubiera quebrantado algún código de propiedad.

La viuda le dirigió una mirada ofendida tan sincera que Di prefirió no continuar aquella línea argumental en su presencia, aunque en su fuero interno decidió investigar aquella posibilidad.

De momento, el magistrado tenía casos más urgentes de que ocuparse, de modo que el asunto de la esposa desheredada aún estaba pendiente. Dado que no iba a ser desahuciada hasta pasado un año, Di instruyó a su ayudante para que investigara las particularidades más sutiles de las leyes sucesorias. También prometió a la mujer que intentaría ponerse en contacto con el «hijo adoptivo» y apelar a su sentido de la justicia. Pero, de momento, no había podido localizarlo. En realidad, no había dado una gran importancia al caso… hasta aquel momento.

El cadáver chorreante que tenía ahora ante sí sería identificado, probablemente, en el plazo de un día. Estudió los labios azulados y los ojos muertos que brillaban débilmente bajo los párpados entreabiertos y tuvo la sensación de que allí se ocultaba un secreto, algo que no era exactamente lo que parecía. Se levantó y se volvió al alguacil que aguardaba en las inmediaciones. Habían mandado por una carretilla de mano para llevarse el cuerpo y los dos porteadores estudiaron el cuerpo que yacía a sus pies; un muerto opulento era mucho más interesante que uno harapiento y sin un penique.

—Llevadlo al depósito central de cadáveres —ordenó Di al alguacil mientras se encaramaba de nuevo al estribo de piedra—. Que hagan circular un anuncio con su descripción: edad, rasgos distintivos, si le encuentran alguno, ropas que viste y lugar en el que ha sido encontrado. Y asegúrate de que, si se presenta alguien a decirnos quién era, sea conducido ante mí. Quiero interrogarlo.

El alguacil asintió y dio la orden a los porteadores, que descendieron hasta la barca, levantaron el cuerpo, lo descargaron en tierra y lo montaron en la carretilla. Después, cubrieron el cadáver con un pedazo de tela basta y Di los siguió con la vista mientras se alejaban calle abajo, con los pies del muerto sobresaliendo de la tela. Bostezó y se ciñó la capa en torno a los hombros. Estuvo tentado de volver a casa y meterse otra vez en la cama, de la cual lo habían sacado con la noticia del suceso apenas una hora antes. Por fin, echó a andar resueltamente en dirección a su despacho. Aquella mañana empezaría a trabajar temprano.

Dejó el pincel y se frotó los ojos, fatigado. Ya era primera hora de la tarde y empezaba a notar con toda su fuerza el efecto del par de horas de sueño perdidas. Volvió la mirada al cómodo sofá bajo colocado junto a una pared del despacho. ¿Por qué no?, se dijo, y se dirigió a él. Había sido uno de esos días largos y apagados, con el cielo cubierto, que debilitan por igual el cuerpo y el ánimo. Una siesta corta —o un mero instante con los ojos cerrados y la mente vagando a su gusto— era exactamente lo que pedía un día como aquél.

Se recostó en el sofá y se cubrió con la capa. Sus huesos agradecidos descansaron con un agradable dolorcillo. Ello lo condujo a reflexionar sobre el tema de los huesos en general; los imaginó reposando decorosamente en mausoleos, diseminados sobre llanuras desoladas, tallados con arte como adornos de la choza de algún caudillo de las junglas. Pensó en los horribles títeres de esqueletos que aparecían con tanta frecuencia en las narraciones morales. Los huesos, nuestros sólidos restos terrenos, que nos producen tanta impresión y suscitan en nosotros tanta fascinación, tanto miedo, tantos ritos; el símbolo y el foco de toda nuestra inquietud ante el misterio de la muerte. La religión y el misticismo eran la respuesta natural a la infelicidad humana ante el hecho irremediable de la muerte; un sofisticado refinamiento del abierto miedo a la muerte de los animales y una compensación de ese miedo. ¿Miedo a la muerte, los animales? Sí y no; Di recordó las ratas acorraladas a las que había visto tornarse feroces en pos de la supervivencia y los bramidos asustados de los animales condenados en el matadero. ¿Acaso la resistencia instintiva a la muerte de los animales, su lucha y sus ojos en blanco, no susurraban al hombre un siniestro mensaje sobre sus propias perspectivas de una vida futura? Pero entonces recordó a Bribón el día que, calmado e impertérrito, había desaparecido en el jardín para afrontar el momento de la muerte a solas y con dignidad. Di buscó al perro y enterró luego el pequeño cadáver allí donde había caído. En el lugar escogido por Bribón.

Y pensó en los huesos amarillentos del animal, envueltos en la rica tierra negra del jardín. Ya estaba sumido en una plácida modorra, en la que sus pensamientos desbordaban y bullían suavemente como unas gachas puestas a cocer a fuego lento en un cazo, cuando el llanto y los suspiros de una mujer le devolvió bruscamente a la realidad. Sonó una llamada a la puerta del despacho y se apresuró a incorporarse. Se compuso la ropa y se frotó el rostro.

—¡Adelante! —dijo a continuación.

La mujer que se presentó sollozando ante él tenía el mismo aspecto próspero que el cadáver del canal. Ella también estaba bien alimentada y tenía cara de buena salud, y su edad se aproximaba a la del ahogado. El parecido no era casual, llevaban casados treinta años, le dijo la mujer deshecha en lágrimas. El magistrado mandó traerle un té caliente y le ofreció asiento.

—Cuénteme cosas de su marido, señora —le dijo mientras le ofrecía la taza humeante—. En qué se ocupaba, sus intereses, sus costumbres…

—Era un buen hombre —respondió ella—. Generoso y amable.

Se interrumpió y sollozó de nuevo unos instantes. Di esperó. Los muertos eran siempre muy generosos y amables. Era asombrosa la transformación que experimentaban los hombres en el momento de la muerte.

—Era… era una persona acomodada, ¿verdad? —sondeó Di con diplomacia.

—Proveía espléndidamente nuestra casa —asintió ella con cierta tristeza.

—Cuénteme más —insistió el magistrado—. ¿Cuál era la fuente de sus ingresos?

—¡Oh, qué terrible ironía! —gimió—. ¡Que tuviera que perder la vida en el canal!

—¿Ah, de modo que el negocio de su esposo tenía alguna relación con la red de canales? —preguntó Di, intrigado. El otro comerciante ahogado había sido un comerciante de grano, un hombre que dependía en gran medida de los canales de la ciudad. Pero, como era de esperar, prácticamente todo el comercio de Yangchou tenía relación con esas vías de agua, era casi inevitable. Con todo, una parte de su mente no podía dejar de considerar el asunto como un punto en común entre ambas muertes.

—Era propietario de una flota de barcazas —explicó la mujer—. Las alquilaba a agricultores y comerciantes. Había trabajado muchísimo durante muchos años y levantó el negocio. Era honrado y respetado. Era un hombre justo.

—Entonces, ¿no tenía enemigos?

—¡Ninguno, en ninguna parte! —aseguró ella como si le sorprendiera que Di insinuase siquiera tal cosa.

—¿Tenía por costumbre… frecuentar esa parte de la ciudad? —Di hizo la pregunta con delicadeza. Normalmente, sólo había una razón para que un hombre descendiera a aquellos callejones apartados, tortuosos y pestilentes y, aunque hacerlo constituyera ciertamente una prerrogativa masculina, muchos hombres eran reacios a notificarlo a sus esposas. La mujer levantó la cabeza y dirigió una mirada altiva y ofendida al magistrado.

—Sólo si lo exigía el negocio, señor —replicó con frialdad.

—Por supuesto, por supuesto —asintió Di, reflexionando sobre la futilidad de cualquier intento de obtener de una mujer una descripción honrada de la vida y costumbres de su marido. Sus virtudes, tendería a exagerarlas; sus pecados, haría cuanto pudiera por ocultarlos para disimular su turbación. Por lo que él sabía, aquel individuo era un felón mentiroso y salaz que salía de copas y de mujeres todas las noches de su vida, al acabar un duro día de trabajo dedicado a estafar a sus clientes.

—Bien, señora —dijo pues, sumariamente—, si su esposo no tenía enemigos, sin duda acudía a algún negocio y cayó accidentalmente al canal. Fue el azar, nada más.

La mujer hizo ademán de levantarse de la silla pero volvió a sentarse con actitud resignada. Sin una palabra, tendió una nota al juez.

Di la cogió y leyó en voz alta:

Yo, Fang Yu-chih, al abandonar este mundo trasmito mis riquezas terrenales a manos del llamado Chang-lo, de la provincia de Yangchou, que se hará cargo de ellas transcurrido un año.

Bajó el papel y miró a la mujer con perplejidad.

—No tenía intención de revelar esto —susurró la viuda—. Estaba decidida a no hacerlo. La vergüenza, el oprobio… Ser omitida en el testamento de mi propio esposo sólo podía ser entendido como el castigo a una… a una adúltera, o algo peor —su voz se hizo casi un susurro—. Antes pasaría hambre que permitir que alguien supiera que estaba en la miseria. No iba a enseñar la carta a nadie. Pero si no lo hacía…

Hizo un gesto vago y dejó la frase en el aire.

—Si no lo hacía —la ayudó Di con tono comprensivo—, se cerraba cualquier posibilidad de recuperar una parte de las posesiones de su esposo para mantenerse en la viudez. Lo entiendo perfectamente, señora. —Di se inclinó hacia delante—. ¿Pero quién es Chang-lo?

La mujer movió la cabeza, pesarosa.

—No lo sé. Jamás he oído hablar de él.

—Dígame, señora —preguntó él juez con una súbita inspiración—:

¿tiene hijos?

—No —respondió ella con tristeza—. Tuvimos dos hijos, pero ambos murieron en la infancia. Era uno de los mayores pesares de mi marido.

La casa de Di era un tumulto cuando regresó a ella por la noche. Su primera esposa se había encerrado en su alcoba y no quería hablar con nadie, mientras que la segunda, bañada en lágrimas, deambulaba de un extremo a otro del recibidor de la casa.

El juez no tardó en descubrir el motivo del trastorno. La responsabilidad de cualquier discordia importante en la familia siempre conducía a sus hijos, y aquella vez no era una excepción. Ambas mujeres se acusaban mutuamente de la nefasta influencia que el hijo de la otra tenía sobre su propio vástago. ¿Y a cuál de los dos tenía que culpar? Di no había encontrado nunca una respuesta satisfactoria. Sería natural considerar que el mayor arrastraba al más joven, pero Di no creía que las cosas fueran tan sencillas, en realidad.

¿Y cuál era el problema, esta vez?

—Va a traer la vergüenza sobre todos nosotros y no le importa en absoluto —declaró su segunda esposa entre lágrimas—. ¡La vergüenza y la ruina! —Se refería, por supuesto, al mayor; su hijo era el otro—. ¡Y ella no quiere reconocer su responsabilidad!

Él dirigió unas pocas palabras ineficaces de consuelo a la mujer, unas palabras que sonaron débiles e inadecuadas en sus propios oídos; luego, fue a llamar con suavidad a la puerta de la otra esposa y esperó, pendiente del terco silencio que emanaba del otro lado de la recia puerta. Llamó de nuevo, despacio y con insistencia. Ella abrió con una rapidez que sorprendió a Di y se quedó mirándolo con cólera.

—Tus hijos —dijo con voz fría— van a convertirse en delincuentes. Y no asumo la responsabilidad. Ella siempre le echa la culpa a mi hijo, simplemente porque es el mayor. ¡Siempre hemos sabido que es el pequeño quien maneja a su gusto al mío, quien lo azuza para cometer actos cada vez más atrevidos y temerarios! No —añadió, antes de cerrar de un portazo—, me eximo de responsabilidad.

—Lo único que ha cambiado —dijo a los dos jóvenes hoscos que tenía ante él— es que yo me he vuelto canoso y cansado mientras vosotros os habéis convertido en dos jóvenes robustos. Salvo esto, nadie diría que esta escena no sucede diez años atrás, que no estoy corrigiendo a dos chiquillos revoltosos.

Los observó detenidamente en busca de alguna señal de que estuvieran conteniendo una risilla o una mueca impertinente, pero comprobó con satisfacción que sus expresiones eran solemnes… aunque, por otra parte, aquella misma solemnidad le producía una sensación de inquietud. Sobre el escritorio, alineados entre Di y sus hijos como otras tantas preguntas sin respuesta, había una daga con la empuñadura tallada, una máscara de mono pintada y emplumada, una estatuilla de Kuan-yin y dos lingams de jade. Los muchachos mantenían la vista apartada de los objetos, como si negaran su existencia.

—Sencillamente, queremos saber de dónde habéis sacado estas cosas —dijo con voz paciente—. Yo, en concreto, quiero saberlo. No os acusamos de nada. Sencillamente, tenemos curiosidad por saberlo.

—Los hemos encontrado, padre —contestó el mayor.

—¿Y por qué no me los habéis enseñado?

—Bueno… —empezó a responder el menor, y lanzó una mirada a su hermano.

—Pensamos que podíamos venderlos… —dijo éste.

—Entiendo —contestó el padre—. ¿Y no se os ocurrió pensar que podían ser objetos robados? ¿Os habéis detenido a pensar alguna vez qué sucedería si los hijos del magistrado superior de Yangchou fueran detenidos mientras traficaban con bienes robados? —preguntó con parsimonia. Sus hijos se encogieron de hombros.

Di los miró. Aquel día, le parecían distintos y se dio cuenta de que, por primera vez, estaba viendo a dos hombres adultos a los que no conocía, en realidad. Sus rostros recordaban los de aquellos chiquillos que había criado pero, misteriosamente, las facciones se habían agrandado y endurecido hasta hacerse las de dos extraños. No, pensó, no los conozco en absoluto.

—¿Acaso os gustaría presentaros ante mí no aquí, en mi estudio, donde podéis hacer caso omiso de mi autoridad impunemente, sino en la sala del tribunal? —dijo con voz fría.

—No, padre —respondió el mayor con un temblor casi imperceptible en la voz.

—Está bien —dijo Di con voz cansada—. Os disculparéis ante vuestras madres, devolveréis estas cosas al lugar donde las encontrasteis y pondréis fin a esta costumbre de rondar de noche después del toque de queda y volver a casa cuando os viene en gana. Ya ha sucedido muchas veces últimamente y, por alguna razón, no puedo dejar de pensar que existe alguna relación entre eso y esto —señaló con un gesto los objetos colocados sobre el escritorio. Luego, volvió la vista hacia los muchachos exigiendo un comentario. Ellos desviaron la mirada y apretaron la mandíbula; estaban, decididamente, rebosantes de secretos.

Di reflexionó sobre la posibilidad, muy real, de que un día tuviera que sentenciar a sus propios hijos en un tribunal oficial y recordó cuando jugaba con ellos como si fueran cachorros de paso vacilante. La vida era extraña, ciertamente. Muy pronto, pensó mientras los observaba recoger los objetos del escritorio sin una palabra, los dos estarían fuera de su responsabilidad. Entonces, su transformación en extraños sería completa. Y él se sentiría aliviado.

Pese a lo cansado que estaba, aquella noche durmió mal. Escuchó voces que discutían en otras partes de la casa: sus esposas y los hijos de cada una. Las palabras eran ininteligibles, pero el sentido estaba muy claro. La agitación y la discordia se habían instalado bajo su techo.

Se tapó los oídos con una colcha gruesa en un intento de sofocar los murmullos dolidos que se alzaban y descendían, que avanzaban y retrocedían, muchas estancias y muchos tabiques más allá. De no ser por aquel par de hijos, todo estaría en calma y él se encontraría sumido en un bendito olvido o disfrutando en sueños de una excursión por otro mundo. En lugar de ello, estaba varado en este mundo contra su voluntad, incómodo, intranquilo y exhausto. Recordó a la viuda sollozante de hacía unas horas, cuando le hablaba del pesar de su marido por la pérdida de sus hijos. Se atrevió a pensarlo: si hubiera ahogado a los suyos como si fueran cachorros, se dijo con irritación mientras daba otra vuelta en la cama y se tapaba nuevamente los oídos, en aquel momento estaría durmiendo plácidamente. Tan plácidamente como, sin duda, lo hacía el difunto ministro de Transportes en su recluido recinto de feminidad.

El ministro de Transportes había estado en los pensamientos de Di muchas veces últimamente. Gracias al excelente trabajo de su ayudante, el magistrado había determinado que el asesinado y Lu Hsun-pei, el anfitrión de aquella reunión un año antes, habían sido mucho más que conocidos casuales. Se habían tratado desde jóvenes y, años atrás, habían participado juntos en varias empresas comerciales; incluso existía un parentesco por matrimonio entre sus familias. Y, por supuesto, el señor Lu tenía muchos contactos indios; había al menos tres con grandes posibilidades de ser el misterioso caballero que acostumbraba a aparecer por la casa del ministro de Transportes con su surtido de chiquillas.

Di pensó en los dos hombres ahogados, también sin descendencia masculina, flotando muertos en las mismas aguas que les habían traído la prosperidad. Los dos habían dejado a sus esposas sin nada al legar su dinero a un extraño, el uno, y a un dudoso hijo adoptivo, el otro, excluyendo deliberadamente de la herencia a las mujeres. Apartando de sí todo lo femenino. Todo lo contrario que el ministro de Transportes, que se había rodeado de ello.

Su cabeza zumbaba como un avispero mientras se estiraba y daba vueltas y luchaba con las sábanas. Los lingams que sus hijos habían traído a casa a escondidas le evocaron el vivido recuerdo de la colección de objetos exóticos del ministro; pensó en mujeres de ojos negros vestidas sólo con joyas, en indios vestidos con hábitos de monje y sedas resplandecientes y en las aguas aceitosas y tortuosas del gran sistema de canales de Yangchou, que serpenteaba a través de la ciudad y de la vida de cuantos vivían en él.

Por fin, Di empezó a adormecerse como una barca que se apartara delicadamente de la orilla, sensible al impulso de la corriente y dejándose llevar. Justo antes de perder la conciencia, escuchó, clara y fugaz, la voz de su hijo mayor que se alzaba en una queja lastimera:

—¿Por qué padre siempre piensa lo peor?

En algún momento de la noche empezó a llover. Di creyó haber dormido apenas cinco minutos cuando, por segunda mañana consecutiva, le despertó la mano de su mayordomo, que lo sacudía por el hombro con gentileza pero con insistencia en un amanecer plomizo.

—Señor —decía el hombre con sentimiento—. ¡Señor!

Di prestó oído unos instantes al tamborileo de la lluvia, pensó en fingir que dormía profundamente para que el hombre lo dejara en paz y, por último, se incorporó sobre un codo.

—¿Qué sucede? —preguntó con infinito cansancio.

—Otro cuerpo, señor.

—¿Un cuerpo? —Al principio, no entendió a qué se refería.

—Sí, señor. Ahogado. En el canal.

Cuando llegó al lugar, apenas a dos bocacalles de donde encontraran el cadáver del día anterior, ya habían sacado el cuerpo del agua y lo cargaban en un carro. El alguacil presente era el mismo y también los porteadores que esperaban bajo la lluvia, que seguía cayendo inmisericorde. Di descendió del carruaje y abrió el parasol. Desde donde estaba distinguió que la víctima era tremendamente gorda; su gran vientre prominente formaba una gran curva bajo la tela que lo cubría. Unos pies menudos, casi delicados, calzados con chinelas, sobresalían en un extremo del carro. ¿Por qué dejarían siempre los pies al descubierto?, se preguntó mientras se acercaba y hacía un gesto de saludo con la cabeza al alguacil y a los camilleros.

Levantó el improvisado sudario. El muerto no le resultó desconocido. Después de unos instantes de reflexión, el magistrado tuvo la certeza de haber visto al hombre en su tribunal, un par de años antes. Sí. De hecho, Di había estado en casa del difunto para tratar algunos detalles del caso, una reclamación relacionada con un socio comercial que tenía una deuda con él por cierto negocio relacionado con los canales. Contempló las facciones pálidas y sebosas del difunto: otro empresario de buena posición. Retiró más la tela y vio lo que esperaba encontrar: una abultada bolsa, con su contenido intacto. Suspiró y se cubrió el rostro, recordando la animada agitación del hombre cuando hablaba del dinero que le debía el otro, con un temblor de sinceridad y convicción en la papada. Di había visto muchos muertos, pero siempre le afectaba de forma especial encontrarse con uno que había conocido, aunque fuera de forma superficial.

—No será necesario conducirlo al depósito —indicó al alguacil—. Lo llevaremos directamente a su casa.

La viuda reaccionó como si no tuviese nada de insólito que le devolvieran a su esposo empapado, muerto y tendido en la caja de un carro. Salió a la puerta y se quedó bajo el porche cubierto, cuando Di descubrió el rostro del ahogado, lo contempló impertérrita.

—¿Dónde está su bolsa? —preguntó directamente. Di retiró la tela hasta dejarla a la vista—. Quítasela —ordenó la mujer con voz seca a su mayordomo; éste, desencajado, tenía la mirada fija en su difunto amo—. Y dámela —añadió ella, al tiempo que cogía la bolsa llena de monedas—. Por lo menos, esto no me lo quitará, el muy estafador…

Después de decir esto, dio media vuelta y entró en la casa, indicando al magistrado que la siguiera.

—Si me disculpa que lo diga, señora —apuntó Di con cortesía, mientras aceptaba agradecido un cuenco de té caliente—, no parece muy sorprendida de lo que le ha sucedido a su marido.

—No lo estoy —replicó ella.

—Entonces… ¿esperaba una cosa así? —preguntó él, con cautela.

—Digamos sólo que no me sorprende. Y tampoco lo siento especialmente, salvo por ciertas circunstancias.

Impasible y sin una lágrima, la mujer permaneció sentada muy erguida y tomó un sorbo de té. Di estaba impresionado. Dos viudas llorosas y, esta vez, una que se comportaba como si fuese normal que su esposo volviera a casa muerto; como si lo hiciera cada día.

—Discúlpeme, señora, pero le he oído mencionar algo respecto a que su marido la estafaba… ¿A qué se refiere?

Esta vez, los ojos de la mujer lanzaron una llamarada. Era la primera muestra de emoción que Di veía en ellos. La viuda dejó el cuenco sobre la mesa.

—No se saldrá con la suya —masculló en tono categórico—. Perdóneme un momento, por favor. —Se incorporó y abandonó la estancia. Regresó con un indignado crujir de sedas y dejó caer un documento enrollado sobre los muslos del juez—. No, no estoy nada sorprendida, después de que mi marido se marchara de casa ayer por la tarde y yo encontrase esto en mi joyero.

Di observó el rostro inexpresivo de la mujer, desenrolló el documento y leyó:

Me llamo Chou Lu-ti. Voluntariamente, y por mi propia mano, pongo fin a mi existencia despreciable, contaminada por la riqueza. Dejo todas mis pertenencias terrenales (con la excepción de las joyas de mi esposa, que ella conservará) al llamado Chang Fang-chi, que tomará posesión de ellas en el plazo de un año.

Liberados de las ataduras de la prisión de la existencia, poseedores de naturalezas perfectamente puras, alcanzaréis el nirvana. ¡Quienes sois conquistados por las mujeres, aprestaos a conquistar esta tierra!

—¡Suicidio! —exclamó Di. Pensó en los otros dos ahogados y levantó la vista con júbilo. Su voz delataba, tal vez, un poco más de entusiasmo del que parecería oportuno en aquellas circunstancias. A pesar de su ademán impasible, la mujer pareció desconcertada ante el tono satisfecho del magistrado—. Señora —se apresuró a decir mientras en su cabeza empezaban a cobrar forma las teorías y las estratagemas—, ¿me equivoco si presumo que usted y su marido no tienen hijos?

—Sí, se equivoca.

—¡Oh! ¿Sí? —dijo el magistrado, decepcionado.

—Estrictamente hablando, se equivoca. Tenemos un hijo. Pero, en cierto modo, usted tiene razón. —Di aguardó, fascinado, mientras la mujer escogía sus palabras—. Nuestro hijo no vive aquí. Está en el campo, con una familia de campesinos. Pagamos su manutención, más un estipendio a la familia por cuidar de él. Verá, magistrado, nuestro hijo tiene la mente de un niño en el cuerpo de un hombre adulto. Es un idiota.

Cuando Di llegó a su despacho seguía lloviendo implacablemente, pero casi no se dio cuenta. Sacudió la capa mojada, la lanzó a un rincón y echó a correr escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos. Estaba impaciente por contar a su ayudante lo que había descubierto.

El joven ya estaba en su puesto, pero era evidente que había llegado apenas minutos antes que el juez. Aún tenía el cabello y el rostro mojados, y todavía estaba jadeante y acalorado.

—Otro ahogado —anunció Di antes de que el otro pudiera abrir la boca—. Pero éste nos ha dejado un rastro que seguir. El caso tiene todos los ingredientes de costumbre —prosiguió, después de servirse una taza de té y mientras se frotaba las manos—. Un comerciante de buena posición. Muerto en el canal con la bolsa llena. El testamento excluye de la herencia a la mujer. No hay heredero masculino directo a quien legar las posesiones. El testamento menciona a un desconocido. ¡Pero ahora, gracias al cadáver número tres, sabemos quién ha matado a esos hombres! —exclamó con satisfacción.

—¿Quién? —quiso saber el ayudante, fascinado.

Di sonrió y se corrigió:

—Por lo menos, sabemos quién ha matado al tercero y no tengo la menor duda de que los otros murieron de la misma manera, ya que todo lo demás encaja. ¡Suicidio, mi joven amigo! —anunció con orgullo—. Esos hombres se han arrojado voluntariamente al canal. No se trata de accidentes. —Arrojó la última voluntad del difunto sobre la mesa de su ayudante, quien recogió la nota y la leyó. Mientras lo hacía, en su rostro iba creciendo una mueca de perplejidad—. Y el resto es, claramente, una referencia a algún sutra. Sin duda, ahí está la clave de todo el misterio. Debería haber comprendido que la religión jugaba algún papel en este asunto —declaró, antes de dar otro sorbo al té y coger una galleta de la bandeja colocada sobre la mesa.

—Yo también he descubierto algunas cosas —apuntó el ayudante mientras depositaba el documento sobre el escritorio—. Por eso no he podido regresar hasta hace unos minutos.

—¿Sí? ¿Algo importante? —preguntó Di con impaciencia.

—Bueno, he determinado que el beneficiario nombrado en el segundo testamento también es un «hijo adoptivo».

—Sí, muy bien. Y lo mismo descubriremos, sin duda, del citado en éste —señaló el rollo de papel húmedo.

—He investigado algunos de los aspectos más sutiles de las leyes sucesorias —continuó el joven—. La legalidad de excluir a la esposa en beneficio de un hijo adoptivo es decididamente cuestionable y bastante incierta. La esposa y su familia podrían, sin ninguna duda, impugnar el testamento, siempre que demostraran que la esposa era una mujer intachable, que no había cometido delito ni adulterio y había guardado el respeto debido a los padres del marido y demás.

—¿Y existe alguna demostración de lo contrario?

—Nada que conste en los archivos. Y parece improbable que podamos encontrar algo en cualquier otra parte.

—Bien. Entonces, podemos tranquilizar a las viudas, decirles que no deben inquietarse por la posibilidad de encontrarse en la calle… Localizaremos a esos «hijos» y les informaremos de que no van a engrosar sus bolsas gracias a las muertes de sus «padres». Los interrogaremos y sacaremos a la luz la espuria trama sagrada que se oculta tras estos sucesos. Tal vez podamos impedir que otra alma engañada le dé un susto de muerte a otro pobre campesino que avanza de buena mañana por el canal impulsado por su pértiga.

El magistrado empezó a ordenar los papeles que tenía sobre el escritorio.

—Tal vez —murmuró el ayudante—. Pero hay otro problema. Quizás el dinero no vaya a parar a las mujeres, después de todo.

—¿Eh? —Di alzó la cabeza.

—He hecho otro descubrimiento en los archivos del distrito. En el momento de su muerte, ninguna de las víctimas era un hombre casado. Los dos hombres se habían divorciado de sus esposas pocos días antes de que los encontraran muertos.

La lluvia continuó el resto del día. El crepúsculo encontró a Di en el cómodo estudio de su casa, cálido y seco, donde las lámparas ardían alegremente. El magistrado tenía una taza de té caliente junto a su brazo y unos pesados volúmenes de traducciones de escrituras sagradas abiertos ante él. Aquella noche, la casa estaba silenciosa como un templo; sus hijos estaban concentrados en sus lecciones, aparentemente, y sus esposas se habían apaciguado, al menos por el momento. Al llegar a casa, Di se había mudado las ropas empapadas por el chaparrón y dado cuenta de una cena deliciosa. Luego se había sentado tranquilamente para concentrarse en la lectura. Su hogar, con el suave resplandor de las lámparas, sus muebles refinados y útiles, sus colores armoniosos, sus bronces pulidos y sus aromas agradables, parecía un auténtico refugio y aquella noche era agudamente consciente de ello. De vez en cuando, levantaba la vista del texto y paseaba la mirada por la estancia, satisfecho y admirado.

Sin duda, los ahogados también habían tenido casas agradables y confortables, ropas secas y de tacto suave y manjares deliciosos. Trató de imaginarse cambiar todo aquello por una zambullida en las aguas oscuras y frías del canal. ¿Qué fuerza podría obligarle a él a levantarse de la silla y salir en plena noche para no regresar más?

Tendría que ser algo realmente poderoso. «Liberados de la prisión de la existencia, conseguiréis el nirvana», había escrito el último hombre en su nota.

Sus ojos dieron por fin con la página que andaba buscando. «No temo tanto a las serpientes o a los rayos que caen del cielo, ni a las llamas que impulsa el viento, como a esos objetos mundanos —leyó—. Esos placeres transitorios que nos roban nuestra felicidad y nuestra riqueza, que flotan por el mundo vacíos como fantasías, hechizan la mente de los hombres incluso cuando son deseados, y mucho más cuando se instalan en el alma… ¿Qué hombre con dominio de sí podría encontrar satisfacción en esos placeres, que son como una serpiente iracunda y cruel, que son como coger en la mano una brasa ardiente, como los deleites de un sueño… y obtenidos después de múltiples peregrinaciones y trabajos, y que luego perecen en un instante?».

¿Quién podría? Por otra parte, pensó Di, ¿cómo llegaba uno al convencimiento absoluto de que los placeres mundanos son una sarta de mentiras? Por supuesto, si hubiera algún modo de demostrar a ciencia cierta que la doctrina de que tales placeres terrenales lo convertían a uno en esclavo del deseo y perpetuaban el ciclo de nacimiento, muerte, reencarnación y sufrimiento, uno se lo pensaría dos veces. Pero Di sabía que él nunca sería capaz de realizar aquel acto de fe. ¿Cómo podía uno estar seguro de nada, más allá de lo que tenía en sus manos en cada momento? ¿Y qué clase de universo cruel, marrullero, tramposo y conspirador, jugaría con las pobres almas mortales, tan impresionables, tentándolas con comodidades que, en realidad, eran un ramillete de serpientes siseantes, para luego decirles que el único camino al verdadero placer es la renuncia a ellos, la mortificación de la carne? Si era posible que los placeres terrenales fueran una trampa y un espejismo, ¿no cabía también la posibilidad de que lo falso, el engaño, la ilusión que apartaba a los hombres de los únicos placeres auténticos al alcance de unas criaturas de carne y hueso, fuese esa doctrina religiosa?

Se le ocurrió que el poder seductor de las escrituras sagradas procedía en gran medida de su lenguaje poético. ¿Acaso la poesía no llenaba un vacío en el espíritu humano? ¿Y no podía llevar con ella, en ocasiones, algo más a ese vacío? ¿No podía, por así decirlo, llevar algo más en su lomo? A él, desde luego, así se lo parecía. «Los ciervos son atraídos a su destrucción por las canciones; los insectos se consumen en las llamas, seducidos por su brillo; el pez ávido del cebo engulle el anzuelo de hierro. Del mismo modo, los objetos mundanos terminan por producir dolor».

Había allí cierta lógica filosófica que también resultaba convincente; los siguientes versículos que leyó trataban la definición de placer de manera incisiva: «En cuanto a la opinión común de que los placeres son goces, ninguno de ellos es merecedor de ser gozado, si es examinado con detalle; las ropas finas y todo lo demás sólo son aditamentos y deben ser considerados meros remedios para el dolor. El agua es deseada para saciar la sed; la comida, de igual manera, para aplacar el hambre. La casa, para resguardarse del viento, del calor del sol y de la lluvia». Di no pudo evitar una nueva mirada a las tangibles comodidades de la estancia; ¿era todo aquello un mero alivio para el dolor y no un auténtico placer en sí? Continuó leyendo: «Dado que en todos los placeres se registra una variabilidad, no podemos aplicarles el nombre de goces; las propias condiciones que producen el placer traen a su vez el dolor. Las ropas tupidas y la fragante madera de aloe son agradables con el frío, pero una incomodidad con el calor; los rayos de luna y el sándalo son gratos en tiempo caluroso, pero molestos con el frío».

Di no podía estar de acuerdo con aquello en absoluto. Desde luego, entendía la tesis filosófica, pero no alcanzaba a ver por qué un placer real no podía ser relativo: el reposo cuando el cuerpo estaba cansado, el frío cuando uno ardía de fiebre o el fuego cuando uno tiritaba de frío. Negar que todo esto fueran verdaderos deleites le pareció un intento vano de congelar, de solidificar un universo en constante cambio; es decir, una falta de comprensión del verdadero sentido del placer. Hojeó el texto hasta que su vista se posó en un versículo que le hizo detenerse: «Yo, tras haber experimentado el miedo a la vejez y a la muerte, vuelo a este sendero de religión en mi deseo de liberación y dejo atrás a mis queridos parientes con lágrimas en sus rostros». Claramente, estas últimas palabras describían a las viudas, con excepción de la dama con la que había hablado aquel día.

¿Y qué había de las mujeres? Di sabía que la actitud de la doctrina hacia las mujeres era compleja, por decir poco. Aunque, aparentemente, las mujeres eran tan capaces de emprender el sendero del conocimiento como los hombres, daba la impresión de que lo hacían desde un punto de partida aún menos ventajoso. Recordó al respecto un significativo pasaje del sutra de la Tierra de Felicidad. Comprobó sus anotaciones, avanzó varios cientos de páginas en el texto y empezó la búsqueda. Estaba en la descripción de Sukhavati. Recorrió las hojas con el dedo, línea a línea, saltándose los versos repetitivos, cadenciosos, casi hipnóticos. El dedo se detuvo; lo había encontrado: «¡Oh, Bhagavat!, si después de haber alcanzado el Sumo Conocimiento, al oír mi nombre, mujeres de todos los países de Buda permitieran crecer en ellas el abandono, no despreciaré su naturaleza femenina; y si, vueltas a nacer, asumieran una segunda naturaleza femenina, que yo no obtenga el supremo conocimiento perfecto…».

Estudió de nuevo las últimas palabras del documento que había dejado el ahogado de aquella mañana: «¡Quienes sois conquistados por las mujeres, aprestaos a conquistar esta tierra!». En todo el resto de los escritos, las mujeres y la feminidad figuraban como un verdadero lastre, un peso denso y penoso que anclaba a los hombres a la tierra, que los privaba del conocimiento perfecto y les obstaculizaba el camino al paraíso, como objetos terrenales que ofrecían un paraíso ilusorio, destinado a la destrucción.

Continuó sentado largo rato, pensativo, mientras la lluvia —la música más dulce del mundo y la que más inspiraba su razonamiento inductivo— sonaba sobre su cabeza. Aunque faltaban muchos detalles, algunas de las piezas mayores del rompecabezas empezaban a encajar bastante bien. Di empezaba a notar también la excitación que siempre precedía a sus pequeñas correrías. Tomó el último sorbo de té, se sirvió un poco de licor de melocotón de un frasco y, con delectación, dejó que el líquido dulzón se deslizara hasta su estómago, donde lo notó estallar como un capullo en flor. El placer era tal precisamente por su cualidad de efímero, pensó mientras tomaba otro sorbo, cerraba los ojos y escuchaba la lluvia. Y también por su inconsistencia.

En su mente empezaba a tomar forma un plan. Sonrió. Esta vez, sus esposas no tendrían razones para enfadarse con él. No sería necesario que se afeitara la cabeza.

El carruaje que lo transportaba era la pieza más importante del disfraz de Di. El magistrado no tenía por qué poner el pie en el suelo jamás, si ése era su deseo; en razón de su cargo, tenía la prerrogativa de acudir a todas partes, si gustaba, en carruaje o en palanquín. Sin embargo, el magistrado imperial de más alto rango de Yangchou era conocido en toda la ciudad como un andarín infatigable. La mayoría de la gente sólo le había visto de aquel modo, caminando por las calles. Si los detalles de un caso exigían desplazarse hasta algún barrio alejado, Di enviaba a los agentes policiales. Cómo se desplazaran era asunto de ellos, pero del magistrado podía esperarse a ciencia cierta que iría a pie, si era materialmente posible y si el tiempo lo permitía.

Aquella mañana, brillaba el sol y el aire era vigorizante. Hacía un día perfecto para un paseo. Sin embargo. Di viajaba en el interior, tapizado de rico satén, del mejor carruaje que había podido alquilar dada su premura.

Sabía que el elemento más importante de cualquier disfraz era la actitud de la persona que lo llevaba, de modo que el lujo suntuoso de su carruaje debía cumplir su cometido. Avanzando tras él por el camino polvoriento que partía de Yangchou, venía un segundo carruaje bien aprovisionado. En su interior había un elegante palanquín cubierto y cuatro recios porteadores que le conducirían desde la puerta del monasterio de la Nube Dorada hasta el templo principal. Sus pies no tocarían el suelo en ningún momento; este simple detalle serviría en gran medida para evitar que el abad relacionara al opulento comerciante que hoy lo visitaba con el viajero indigente y de pies doloridos de tantos años atrás. Una voz y un porte distintos, una expresión y una manera de levantar la cabeza diferentes, la rala perilla canosa fijada minuciosamente al mentón y también los pelos sobre el labio superior, los acolchados bajo las ropas para darle un aspecto de opulenta prosperidad y la dentadura falsa, ligeramente sobresaliente, hecha de marfil para encajar como una funda sobre sus dientes auténticos, lo convertían en otra persona. Di estaba seguro de ello porque había probado el disfraz con su primera esposa. Se había acercado a ella por detrás sin que lo oyera, le había hecho una pregunta y la había visto sobresaltarse ante la aparición de un desconocido en la residencia familiar.

Además, reflexionó mientras se acercaban al último recodo del camino, era muy probable que el abad lo mirase con otros ojos, con los reservados a los ricos, ciegos a todo lo que fuera sucio, viejo o gastado.

Cuando llegaron ante la entrada de la enorme propiedad monástica, los criados sacaron la silla y el mercader solitario, el extraordinariamente rico «señor Lao», emprendió el último tramo de la marcha. Esta vez, en lugar de tener que realizar la vertiginosa excursión de años antes, fue transportado por la pronunciada pendiente del camino, que llevaba desde la carretera hasta el valle que daba abrigo al monasterio, por los cuatro hombres robustos que avanzaban con paso firme y cuidadoso. Dejar que otros lo llevaran era siempre una sensación extraña. Requería cierta complacencia que él estaba seguro de no poseer, pensó mientras se sujetaba a los brazos de la silla, pues temía caerse en cualquier momento. No tardaron en llegar a terreno llano. Descorrió la cortina y vio la puerta ante él.

Debajo del dintel, como si hubiera sabido con antelación que llegaba un personaje importante, y con un aire aún más empalagosamente cordial que la última vez que lo había visto, se encontraba el abad de la Nube Dorada. Volvemos a encontrarnos, viejo amigo, pensó Di mientras los porteadores bajaban con cuidado el palanquín hasta dejarlo en el suelo. Descorrió el resto de la cortina y se apeó de la silla.

—Buenas tardes, Santidad —saludó con su nueva voz al hombre que avanzaba hacia él con una sonrisa amplia y acogedora—. Quizá podáis ayudarme. Busco la salvación.