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Año 661

Luoyang

La muerte de los seis respetados consejeros había significado una profunda conmoción para la ciudad, naturalmente. Después de que la luctuosa noticia fuera anunciada con gran sentimiento en las gacetas, durante semanas, casi todas las conversaciones en las tabernas y casas de té de la capital se referían a la misteriosa enfermedad que había atacado a los seis ancianos como una peste y los había privado de la razón, empujándolos al suicidio. Corrían los rumores, las teorías y las especulaciones y el tema había suscitado animados debates. Había quienes asentían con aire de conocedores y decían que tales sucesos no eran del todo inauditos y que las mentes de los hombres eran tan propensas a contagiarse de enfermedades como sus cuerpos. Otros decían haber oído de pueblos enteros cuyos habitantes se habían dado muerte, uno tras otro, hasta que no había quedado ninguno. Y, normalmente, aquello solía empezar por los ancianos. ¿Alguien había llevado la cuenta de los suicidios que se produjeron en la ciudad tras la muerte de los consejeros?

Quien lo hiciera, decían las voces, comprobaría un incremento en su número. Y, efectivamente, hubo informes sobre diversos ancianos que pusieron fin a su vida en las semanas siguientes a las muertes, pero, para gran decepción de los agoreros, no sobrevino la plaga que habían predicho.

Y, naturalmente, hubo quienes aprovecharon la ocasión para sacar ventaja y dar rienda suelta a sus obsesiones personales. Un hombre decía que los suicidios eran un hecho natural inevitable, conclusión que se desprendía de las estadísticas elaboradas por él mismo a lo largo de los años sobre la lluvia caída, los daños de los roedores en los graneros de la ciudad, los nacimientos de varones, la migración de los gansos salvajes y la cantidad de cosméticos usados por las damas elegantes en un año determinado. El individuo declaró a la divertida concurrencia de una taberna que estaba dispuesto a ofrecer sus servicios al emperador si con ello podía ayudar a prevenir otra tragedia.

La mayor parte de la gente, sin embargo, se tomó el asunto con filosofía. La vida de los hombres sufre vaivenes, como la de los imperios. Había terminado una época y empezaba una nueva. Todo el mundo estaba al corriente del gran pesar con que la emperatriz Wu había recibido la noticia. Sin embargo, rápidamente se había ofrecido a aliviar el peso de la aflicción que se abatía sobre su esposo acompañándole en las audiencias oficiales, aconsejándole y prestándole su apoyo y sus perspicaces opiniones sobre asuntos trascendentes. Todo ello con la inestimable ayuda, por supuesto, del flamante Gran Secretario de la Cancillería, el historiador Shu Ching-tsung, y del presidente del Departamento de Nombramientos Civiles, Lai Chun-chen. Wu había establecido bajo su patrocinio unos programas cívicos para dar de comer a los hambrientos y encontrar empleo a los pobres. El pueblo estaba expectante. ¿No era aquel el vigor renovado de los T’ang prometido en su sueño al difunto emperador Tai-tsung? ¿Y no obraba la emperatriz según el mandato de compasión del bendito Maitreya? Y, aunque paradigma de feminidad que daba a luz nuevos príncipes, uno tras otro, ¿no era acaso directa y franca como un hombre? Sin duda, era tiempo de dejar atrás la pena y el escándalo y de entrar con alegría en la nueva era de humanismo y prosperidad.

Pero incluso en el amanecer de una edad de oro, existen siempre cínicos incorregibles y comentarios irreverentes. Las historias jocosas y siniestras respecto al destino de la cabeza perdida del consejero Wu-chi se difundieron con la misma rapidez que la noticia de los innovadores programas sociales de la emperatriz. Según un rumor, apareció en un caldero de sopa en un restaurante de la ribera oriental. A continuación, fue arrojada a la basura, y luego la vieron flotando en el río, donde comentaba a quienes se cruzaban con ella que ya había tenido suficiente de Luoyang y que iba hacia el mar, para no volver jamás. Llegado este punto, más de un viejo contertulio bromista ponía en duda la veracidad del relato y añadía con aire misterioso que él había oído decir que la emperatriz utilizaba la cabeza de Wu-chi como almohada, para tener dulces sueños.

Una madrugada de invierno, antes del amanecer, un hombre despertó de unos sueños morbosos e inquietos y se descubrió incapaz de recordar quién era o dónde estaba. Permaneció tendido en la oscuridad helada, con los ojos abiertos y fijos en lo que parecía el infinito cielo nocturno, y captó el sonido de sus latidos y el siseo de la sangre en la cabeza. Su cuerpo estaba inerte y tan ajeno a él que su conciencia parecía suspendida en un gran vacío; tuvo miedo y quiso llamar a alguien, pero no recordaba ningún nombre, ninguna palabra, de modo que permaneció mudo largo rato antes de aletargarse nuevamente. Soñó con fuego, con llamas rojas y cálidas, y sus latidos atronadores llenaron el universo como el sonido de un inmenso timbal.

Cuando despertó, un rostro de mujer lo contemplaba con una expresión que reflejaba a la vez miedo, solicitud e impaciencia. La mujer lo sacudía por los hombros y le decía que le hablase inmediatamente. El hombre la conocía, de eso estaba seguro. Su rostro le resultaba muy familiar, pero estaba extrañamente desconectado de cualquier recuerdo acerca de su identidad. Intentó sonreír y notó un reguero cálido que escapaba de la comisura de sus labios y le corría por la mejilla hasta el cuello. Aquello pareció incrementar el disgusto de la mujer, que lo acusó de practicar juegos desagradables y le dio una nueva sacudida. Sin embargo, debió de ver algo más en el rostro del hombre, porque la cólera se desvaneció de su rostro con la misma rapidez que había aparecido y fue reemplazada por una expresión de alarma. Dijo que iba a buscar al médico imperial inmediatamente y abandonó la alcoba a la carrera. Él intentó decirle que no era necesario, pero no encontró las palabras para expresar el pensamiento. Pronto, el reguero de saliva de la mejilla y el cuello se enfrió. Quiso secarse e intentó levantar la mano derecha, pero descubrió que ya no le pertenecía. Probó con la otra y ésta obedeció a la orden, temblorosa. Se secó la mejilla, tiritando, se echó por encima las mantas y permaneció acurrucado bajo ellas en la penumbra tranquilizadora de la estancia.

Por la tarde, el emperador Kao-tsung había recuperado el uso de la mano derecha, aunque estaba débil como un bebé. El médico lo estudió con ojos preocupados e imploró al emperador que le permitiera administrarle un tratamiento de agujas, pero Kao-tsung se negó, comunicando sus deseos por gestos, ya que las palabras aún le eludían. Para entonces, ya sabía quién era y reconocía a la mujer que se había inclinado sobre él aquella mañana y que en aquel instante conferenciaba con el médico en voz baja y con aire inquieto. Era su esposa, la emperatriz. También conocía su nombre, aunque le resultaba imposible trasladarlo del cerebro a la lengua. Palabras y frases se acumulaban dentro de su cabeza pero encontraban la misma barrera. No tenía la menor confianza en que, de abrir la boca, no surgiera de ella otra cosa que un galimatías incomprensible, de modo que se abstuvo de hacerlo. Era una experiencia extraña, y muy interesante, y se concentró de nuevo en sí mismo para explorar el fenómeno.

Cuando el médico se hubo marchado, la emperatriz se acercó y tomó asiento en la cama. Cogió sus manos entre las de ella y lo miró.

—Háblame —imploró. Él abrió la boca para responder, pero sólo salió de sus labios un jadeo inarticulado, como una brisa entre los árboles, que lo tomó por sorpresa. Cerró la boca rápidamente, al tiempo que la emperatriz daba un respingo.

—¿Qué te sucede? —exclamó vivamente, con un deje de miedo y fastidio en la voz, al tiempo que dejaba caer sus manos como si, de pronto, el contacto le resultara repulsivo. Kao-tsung movió la cabeza y la miró con impotencia, avergonzado ante lo extraño de la situación y no quiso probar a hablar otra vez. La mirada de la mujer se endureció—. Sólo haces esto para humillarme —añadió. Él movió la cabeza otra vez.

Entonces, la emperatriz suavizó la expresión hasta romper a llorar. Tomó de nuevo las manos de Kao-tsung y las acarició mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Pobre amor mío —murmuró—, pobrecillo. No te preocupes, yo me ocuparé de ti hasta que expulsemos esa cosa horrible que se ha apoderado de ti. Me ocuparé de ti como si fueras uno de mis pequeños.

Con esto, apretó su pecho perfumado contra el del emperador y apoyó la cabeza en su hombro de modo que su cabello ungido de esencias quedara directamente debajo de su nariz. Allí se quedó, sollozando suavemente, mientras Kao-tsung cerraba los ojos con resignación.

Durante las semanas siguientes, Kao-tsung se encontró más y más sumido en el silencio que se había apoderado de él. Incapaz de cabalgar debido a la debilidad de una mitad de su cuerpo, daba largos y lentos paseos por el parque imperial, tratando de recuperar su fuerza de forma gradual y con cuidado. Durante estos paseos, evocaba durante horas enteras recuerdos de su infancia con tal detalle y claridad que revivía, prácticamente, partes enteras de su vida. Resultaba verdaderamente asombrosa su capacidad de recordar: días enteros de su adolescencia, largo tiempo enterrados y olvidados, volvían a él vividos y completos. Con estos recuerdos de juventud aparecían nítidas imágenes de su padre. Rememoró el día en que su padre le mandó sentarse y le informó de que iba a ser el príncipe heredero y de que algún día lo sucedería en el trono como emperador.

Su padre le había explicado con detalle todas sus cualidades y todas sus debilidades, y había insistido en que el Consejo de los Seis le prestaría ayuda durante los primeros años. La mayoría de sus miembros ya serían ancianos para entonces, le había dicho su padre, pero eran hombres vigorosos y de seguro vivirían lo suficiente. «Mi buen amigo Wu-chi, el más joven de los consejeros, sin duda vivirá hasta que tú mismo tengas un poco de nieve en la cima de esta montaña», había añadido Tai-tsung al tiempo que alargaba la mano para revolver el cabello del muchacho.

Pues bien, allí estaba a sus treinta y tantos años, con el cabello aún negro y brillante como cuando era aquel muchacho sentado ante su padre, pero débil como un anciano, y Wu-chi ya no estaba. La vergüenza, la pena y la nostalgia lo traspasaron; sus ojos se llenaron de lágrimas y los árboles que lo rodeaban se convirtieron en una mancha verde borrosa.

A veces, cuando estaba a solas entre aquellos árboles, en la seguridad de que no había nadie en las inmediaciones que pudiera oírle, probaba a articular alguna palabra. Al principio, las susurraba; después, las pronunciaba en voz más alta. Caminaba kilómetros hablando en voz baja consigo mismo o, en ocasiones, cantando una tonada o recitando un poema. Las palabras fluían con armonía durante un rato, pero luego se atascaban como en un desagüe obstruido por un amasijo de hojas muertas. Empezaba de nuevo y atacaba la palabra que se le resistía de la misma manera que afrontaba un obstáculo montado en su caballo. Si se veía impedido de hacerlo varias veces seguidas, se obligaba a sortear la palabra maldita y buscaba otra de significado parecido que, por alguna razón misteriosa, era capaz de pronunciar tranquilamente mientras la otra se negaba a salir de su boca.

Mantenía sus ensayos en absoluto secreto. Cuando regresaba a palacio y volvía a tener gente a su alrededor, no decía nada. En esos días, el recuerdo de Wu-chi parecía cabalgar sobre sus hombros en todo instante y Kao-tsung empezaba a creer que su propio mutismo y el aislamiento que engendraba eran el justo castigo a su traición.

Si él seguía callado e inactivo, la emperatriz estaba en plena forma y más activa, si tal cosa era posible, que en toda su vida. Durante la convalecencia del emperador, ella se levantaba al amanecer, asistía a las Audiencias Matinales, consultaba con los funcionarios, recibía a los diversos ministros que se presentaban ante el trono y promulgaba leyes y regulaciones. Después acudía a su lado, se sentaba en el lecho y le contaba todo lo que había hecho. Kao-tsung se vio obligado a concederle, a regañadientes, su admiración. Los juicios de la emperatriz eran sensatos; sus ideas, innovadoras y sus programas sociales, progresistas, viables y humanitarios. El propio Tai-tsung habría quedado admirado.

Y nunca dejaba de acudir al lado del convaleciente y presentarle un informe completo, en un esfuerzo por hacer que se sintiera partícipe de los asuntos. Mientras le hablaba, le acariciaba el rostro y lo miraba a los ojos, con un aire de preocupada ternura en los suyos.

Pero, con el transcurso de las semanas, la tierna solicitud perdió intensidad. La emperatriz lo miraba de un modo que a Kao-tsung le sugería la imagen de alguien que se asomaba a una caverna oscura con una linterna, dispuesto a descubrir qué se ocultaba en ella. A veces, tenía la certeza de que la mujer había captado por un instante la imagen de Wu-chi que acechaba detrás de sus ojos, pues los de ella se entrecerraban de disgusto y redoblaba sus demandas de que le dijera algo. Y, cuando se daba por vencida, se ponía en pie y abandonaba la estancia.

Una tarde, después de uno de estos episodios, la emperatriz regresó a la alcoba. Kao-tsung dormía, pero despertó al notar que la mujer se sentaba en la cama. Despabiló un poco la lámpara y advirtió que la ira y la impaciencia de un rato antes habían desaparecido de ella. En aquel momento estaba dulce y cariñosa. La mano de la emperatriz le acarició el rostro y después llevó la débil mano de Kao-tsung hasta su suave vientre.

—Yo te devolveré las fuerzas —declaró—. Y el habla.

El emperador quiso resistirse. Permaneció muy quieto e intentó pensar en Wu-chi y en los otros viejos consejeros. Intentó pensar en el espíritu irritado y decepcionado de su padre. Trató de reflexionar sobre su propia persona, degradada y vergonzosa. Pero todo fue inútil; notaba que se excitaba, que se calentaba. Ella también lo notó. Con una sonrisa aviesa y victoriosa, murmuró: «¿Lo ves?», y montó sobre él. Kao-tsung aspiró apuradamente mientras ella empezaba a deslizarse con lentitud arriba y abajo. Cuando cerró los ojos con fuerza ante la primera oleada, casi dolorosa, de placer, el emperador vio que Wu-chi, su padre y los demás estaban allí realmente, contemplando la penosa exhibición.

La noche siguiente, la emperatriz ordenó que se sirviera la cena en los aposentos privados de la pareja imperial. Estaba vibrante y animada, un efecto residual que conocía muy bien. Y, como había experimentado Kao-tsung en tantas ocasiones anteriores, los designios ocultos de Wu llenaron la estancia como si fueran un ser vivo.

—Esta noche tienes buen aspecto, marido mío —le dijo—. Creo que hemos descubierto un tratamiento que no se le había ocurrido al médico —añadió, insinuante. El no respondió. Bajó los ojos y probó un bocado. Ella debió de ver algo en su expresión, pues cambió rápidamente de tema y de tono—. Hoy he pasado el día trabajando sin parar. Esta mañana hemos estudiado muchos decretos y leyes interesantes y deseo consultarte.

La emperatriz se sirvió un buen plato de comida y empezó a dar cuenta de ella. A Kao-tsung siempre le había impresionado su apetito. No comía como la mayoría de las mujeres, a pequeños bocados y apenas lo suficiente para mantener a un ratón de campo. Wu comía tanto como él, masticaba los alimentos con desinhibido deleite y, a menudo, hablaba con la boca llena.

—Existe la opinión generalizada —dijo sin dejar de mascar unos bollitos— de que nuestra legislación debe basarse en el incentivo, más que en el castigo. —Engulló otro bocado—. En cualquier caso, primero deberíamos organizar con leyes y resoluciones un sistema de estímulos que resulten beneficiosos para el pueblo y que, por tanto, les haga más fácil respetarlas. Las leyes de reclutamiento obligatorio, por ejemplo —continuó, masticando concienzudamente y sin apartar los ojos de él un solo instante—. Tal como están establecidas ahora, el pueblo considera estas leyes un castigo. Probablemente, deberíamos tratar de cambiar la idea que tiene la gente del reclutamiento. En lugar de utilizarlo para castigar, por ejemplo, a quienes no pagan impuestos o a quienes no se registran en los censos, quizá deberíamos desarrollar un sistema de beneficios a largo plazo para las familias de los reclutados. Tierras de labor, una reducción de impuestos, una garantía de cierta cantidad de semillas para plantar… cosas así. Los beneficios serían múltiples… —Al advertir la expresión aturdida de Kao-tsung, dejó la frase a medias. Los dos masticaron en silencio unos instantes—. Después están las barreras a la entrada de productos de importación. ¿Deberían reforzarse, para estimular la producción doméstica o deberían eliminarse para estimular el libre flujo comercial? ¿Tú qué opinas?

El emperador movió la cabeza. Le resultaba imposible concentrarse en las palabras de Wu, que no tenían nada que ver con la intención que se ocultaba tras ellas.

—A primera vista, parece mejor el fomento de la producción doméstica, pero opino que un imperio que se aparta del libre comercio corre peligro de aislarse —continuó ella—. Sin embargo me doy cuenta de que las circunstancias concomitantes no son sencillas. Por eso quería discutir el tema contigo. Tú tienes experiencia en estos asuntos.

Wu tomó un trago de vino y otro bocado. Kao-tsung notó un leve calor en el rostro. Trató de dar sentido a lo que la mujer le estaba diciendo pero el esfuerzo de entender y, desde luego, el de dar una respuesta, eran excesivos para él. ¿Por qué había de contestar?, pensó. Poco importaba lo que Wu estuviera diciendo. Lo que hacía en realidad era procurar sacarlo de su estado, de sí mismo, y meterlo dentro de ella. Apretó las mandíbulas. Además, no confiaba en absoluto en su lengua. Era mejor quedarse a cubierto cuando el tiempo era amenazador, en el refugio, seco y a salvo. Volvió los ojos hacia Wu.

Ella le sostuvo la mirada y dejó la copa de vino en la mesa. No dijo nada más durante el resto de la cena. Por último, se limpió los labios, se levantó del asiento y se acercó hasta donde estaba sentado Kao-tsung. No lo tocó todavía, sino que se quedó a unos centímetros de distancia, callada. Él notó el rostro cada vez más caliente pero mantuvo la vista baja, fija en los restos de comida del plato. Se concentró en los pedazos de carne y de cartílago, en los fideos lustrosos y en el charco ambarino en que reposaban. Entonces, Wu se arrodilló y, como si buscara algo debajo del mantel, acercó su rostro y volvió el cuello enérgicamente, de modo que quedaron cara a cara. Al emperador, el corazón le latía desbocado, aporreaba su esternón como un puño. Estaba seguro de que ella podía oírlo. Ya tenía el rostro tan encendido como si estuviera junto a un fuego rugiente; cuando Wu alargó la mano y le acarició la mejilla con los dedos, sintió como si estallara en llamas.

—Estás ardiendo, amor mío —susurró ella y empezó a deshacer los lazos de su ropa, abriendo la parte delantera de la túnica para que la piel empapada del pecho del emperador quedara expuesta al aire frío. Sopló sobre él y luego pasó sus labios por toda su piel de tal modo que Kao-tsung echó la cabeza hacia atrás y exhaló todo el aire de sus pulmones. Su cabeza era un torbellino de imágenes fragmentarias, absurdamente mezcladas, de los rostros de su padre y de Wu-chi junto a los cuerpos desnudos de la emperatriz y de él mismo. A continuación, la mano de Wu llegó a su entrepierna. Ya lo tenía.

La noche siguiente, Wu no pronunció palabra ni le dio oportunidad de probar bocado siquiera antes de montar a horcajadas sobre Kao-tsung y echar la cabeza de éste hacia atrás cuanto pudo, para aplicar la boca a su cuello como si se dispusiera a devorarlo. Wu se mostró implacable: pellizcó la carne del emperador entre sus dientes y recorrió con sus manos los puntos sensibles del cuerpo del hombre hasta que lo tuvo en el suelo y montó sobre él otra vez, moviéndose arriba y abajo mientras lo miraba fijamente a los ojos con el aspecto, más que nunca, de quien intentara identificar unas formas confusas más allá del umbral de una habitación a oscuras.

Cuando hubieron terminado, Wu acercó una fuente hasta donde él yacía, exhausto y avergonzado, y empezó a ponerle en la boca pequeñas porciones de comida que escogía con los dedos.

—Estoy tan sola —murmuró por fin, y su voz sobresaltó a Kao-tsung. Wu hizo una pausa—. ¡Oh!, ya sé, piensas que es absurdo, que tengo a mi madre, al historiador Shu, a todos los ministros y criados y consejeros… —Se echó a reír—. Que tengo a mis hijos… Pero, mientras no pueda hablar contigo, me siento sola. Necesito oír tu voz, oírte decir que me quieres, que aprecias el trabajo que estoy haciendo en tu lugar. Necesito oír de tus labios si estás disgustado por algo que haya dicho o hecho. Sencillamente, necesito oír tu voz. Aguzó el oído en todo momento, ajena a cualquier otro sonido, con un solo anhelo, con una sola esperanza: que volveré a escuchar tu voz. ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de ella? —imploró, levantando sus ojos llorosos al techo. Después, volvió a bajarlos hacia Kao-tsung y le susurró—: A veces, cuando estoy a solas, mantengo conversaciones imaginarias contigo. Hago una pregunta, un comentario, y respondo con tu voz. Es un mal remedo, en realidad, pero resulta mejor que nada. —Él alzó la mirada hacia ella con un destello de inquietud. No le gustaba la idea de que la mujer pusiera en su boca palabras inventadas por ella. Tal pensamiento tenía algo de especialmente siniestro. Kao-tsung se imaginó privado de voz e inválido de todas sus extremidades, una marioneta de tamaño natural cuyos brazos y piernas entumecidos se agitaban sin control mientras su boca se movía mecánicamente y de ella salía la voz de la emperatriz. La grotesca imagen era tan vivida que le hizo incorporar bruscamente hasta quedar sentado en el suelo, desplazando la mano que Wu tenía apoyada en su pecho.

—¿Qué sucede? —dijo ella con todo tranquilizador. Lo obligó a tenderse otra vez y le enjugó el sudor de la frente—. Descansa. No hay nada que temer. Nada en absoluto. Estamos juntos.

Posó las yemas de los dedos en los párpados del hombre y los cerró. Su rostro estaba tan próximo que Kao-tsung notó su aliento en la barbilla.

—«Sí, estamos juntos» —continuó ella en un tono de voz mucho más grave y con una modulación diferente a la natural en ella—. «Y estaría perdido sin ti, querida mía». —El hombre mantuvo los ojos cerrados con fuerza; la imitación que Wu hacía de su voz le causaba repulsión y, al mismo tiempo, le fascinaba—. «Prométeme que te quedarás a mi lado, que no te repugna mi enfermedad» —continuó ella con el mismo tono de voz—. ¿Repugnarme? —replicó con su otra voz, la normal, insuflándole un tonillo de incredulidad horrorizada—. ¡Imposible! ¡Jamás!

—«Me alegro mucho de oírlo» —dijo la otra voz—. «El amor es muy sutil y extraño. La pasión y la aversión están tan próximas que apenas se puede diferenciarlas. La una puede convertirse en la otra de la noche a la mañana como… como la leche cuajada, que se convierte de algo dulce y delicioso en una masa pestilente y de sabor espantoso».

—No —respondió la voz auténtica de Wu—. Quizá las cosas sean así en el amor corriente y vulgar, pero no en lo que yo siento por ti. Mi amor sólo puede volverse más dulce.

—«Entonces, ¿no me encuentras repulsivo?».

—Muy al contrario.

—«¿No te resulto grotesco?».

—Jamás. Es imposible. Soy yo quien teme haberse vuelto odiosa a tus ojos, esposo mío —dijo ella, pero esta vez no se contestó a sí misma, sino que esperó visiblemente a que fuera él quien respondiera. Kao-tsung notó a través de sus párpados cerrados la mirada de la mujer fija en él. El deseo de abrir los ojos y dejarla asomarse a ellos y verlo todo le resultaba casi incontenible, pero consiguió seguir absolutamente inmóvil.

Permanecieron tendidos así, en un callejón sin salida, durante largos minutos. Por fin, el emperador notó que la respiración de Wu daba paso a un leve sollozo espasmódico.

—Entonces, es cierto —susurró ella—. Te causo repulsión. Me odias.

Una lágrima rodó por su mejilla. Kao-tsung abrió los ojos y se incorporó mientras una protesta acudía a sus labios. Si había algo terrible para él, si había algo que no podía soportar en absoluto, era verla llorar. Tenía que evitarlo. Tenía que hablar, que decir algo, lo que fuera, para detener sus lágrimas.

Pero cuando abrió la boca, sólo salió de ella un espantoso siseo incoherente como el jadeo de un idiota, igual que había sucedido la primera vez que había intentado articular palabra. Ella se echó hacia atrás con una visible mueca de repugnancia y se puso en pie a toda prisa.

—¡No vuelvas a hacer ese sonido nauseabundo en mi presencia nunca más! —exclamó—. ¡Es insoportable! ¡No puedo soportarlo! —Wu dirigió una mirada colérica a su marido, clavándolo al suelo con sus ojos enfurecidos—. ¡No tienes nada de hombre! —masculló entre dientes, con el labio levantado en una mueca de desprecio. Se envolvió con las ropas que se había quitado desordenadamente y añadió—: ¡Me das asco!

La emperatriz giro sobre sus talones y salió de la estancia con paso enérgico, cerrando de un portazo. Kao-tsung continuó un rato tumbado en el suelo, y escuchó sus pisadas. Enseguida captó en ellas —con la misma claridad que si le hablaran— el orgullo herido de su esposa y tuvo la certeza de que aquella noche no volvería. Permaneció tendido en silencio mientras la habitación se sosegaba a su alrededor.

—No —dijo entonces con una voz que no era mucho más que un susurro—. No te odio.

La noche siguiente, Wu lo dejó completamente en paz. Kao-tsung esperaba que regresara, pero no fue así. Tampoco lo hizo las noches siguientes. Corría el rumor de que se había marchado a la casa de su madre en la ciudad. El emperador se dedicó a comer sin compañía, para gran contento suyo, y a dar largos paseos al atardecer, durante los cuales hablaba consigo mismo utilizando el mismo juego de ella: hablaba con su propia voz y, a continuación, respondía con la de ella. En estas conversaciones imaginarias, Wu era paciente, amorosa y comprensiva, y conversaba con él de forma tranquilizadora sobre una gran variedad de temas que no tenían relación con ellos, con la enfermedad que lo afligía, con el gobierno o con la naturaleza del amor.

Cuando volvió a verla, no estaba sola. Al principio, su ánimo se hundió porque creyó que la mujer que paseaba por el jardín junto a su esposa era la madre de ésta. Cuando las tuvo más cerca vio que no se trataba en absoluto de la señora Yang, sino de alguien a quien no había visto nunca. La mujer tenía un marcado parecido con la emperatriz, pero había algo distinto: su rostro era el que habría tenido la emperatriz si hubiera estado dotada de gracia, paciencia, dulzura, amabilidad y generosidad. Aquellas facciones fueron una revelación para Kao-tsung, quien las contempló casi groseramente antes de recobrarse y oír a la emperatriz, que le presentaba a su media hermana, Wu Ssu-lin, hija de un matrimonio anterior de su padre.

La mujer le sonrió y el emperador notó que su rostro le respondía con una sonrisa amplia, bobalicona e incontrolable. Levantó la mano y se limpió las comisuras de los labios con gesto cohibido, presa de un repentino pánico a estar babeando. Sin embargo, su temor era injustificado; todo estaba en orden y Kao-tsung escuchó sonriente y con expresión satisfecha mientras su esposa le hablaba de la distancia que Ssu-lin había recorrido desde Ch’ang-an para visitar a su hermana, la emperatriz, y a la madre de ésta.

—Muchas veces he mirado a los ojos a mis perritos falderos, aunque sean criaturillas ridículas y estúpidas, y me he preguntado qué verán. ¿Cómo les sonarán nuestras voces? ¿Qué les parecerán nuestros rostros? ¿Cómo percibirán el mundo en el que viven con nosotros?

—Sí, sí —replicó Kao-tsung, complacido—. ¡Cuantas veces, mientras cabalgo en mi caballo, me pregunto qué pensará y sentirá! ¿Qué sensación le produce mi peso sobre el lomo, mis talones hincados en sus ijares? Y mi voz, al darle órdenes.

El emperador habló despacio, escogiendo las palabras con cuidado, pero éstas fluyeron con milagrosa facilidad desde su cerebro hasta su boca, sin el menor obstáculo. Como pedazos de hielo fundiéndose, pensó.

—A veces creo que puedo imaginarlo —dijo la duquesa Wu Ssun-lin—. A veces noto como si pudiera ponerme en el lugar del animal y mirar a través de sus ojos y escuchar por sus oídos, pero sé positivamente que nunca llegaré a saberlo a ciencia cierta. Es un misterio que siempre me estará vedado.

—Pero hay gente que conoce exactamente lo que se siente —apuntó él—. Hay practicantes del Tao que adoptan formas animales, que se desplazan de noche bajo la forma de un gato o vuelan sobre las copas de los árboles en pleno día, observando el mundo a través de los ojos de una gran corneja negra.

Wu Ssun-lin sonrió al oírlo.

—¿Lo creéis de veras? —se limitó a preguntar, sin el menor tono de censura o de burla en la voz. Kao-tsung reflexionó sobre ello mientras seguían caminando en silencio. Era primera hora de la tarde. Había llovido durante la mañana, y el cielo encapotado y gris aún tenía un aspecto cargado y amenazador. La húmeda hierba alta había empapado los bordes de su pesada capa mientras cruzaban un prado del parque imperial.

—No es tanto que lo crea —respondió—, sino que quiero creerlo.

—Sí —murmuró ella—. Los practicantes del Tao conocen la mente y el corazón humanos. Conocen nuestra profunda curiosidad por el resto de la naturaleza. Comprenden los deseos de dejar atrás nuestra esencia humana en ocasiones, y por ello, en cierto sentido, lo hacen por nosotros. Son como emisarios que viajan por una tierra extranjera.

—¿Pero lo hacen de verdad? —preguntó Kao-tsung—. ¿O sólo imaginan o fingen que lo hacen?

—Es difícil saberlo —respondió la duquesa, pensativa—. Parece que el taoísta tiene una comprensión de la esencia humana que se nos escapa a los demás. Nos dicen que ser humano es ser cualquier clase de animal y que, por tanto, podemos experimentar la conciencia de todos ellos. Que sólo tenemos que meternos en esas naturalezas animales que ya existen en nosotros para ser ellos: el lobo, el cuervo, el gato, la serpiente…

—O el cerdo, el avestruz y el perro faldero —añadió Kao-tsung con una carcajada.

—Y la comadreja y el sapo y la pulga —asintió, compartiendo su risa—. Sí. Cuando recuerdo a cierta gente que he conocido, me quedan pocas dudas al respecto.

—Pero si esos animales viven dentro de nosotros, ¿qué parte de nuestro ser contiene la esencia puramente humana?

Ella le dirigió una sonrisa antes de responder.

—Le he dado muchas vueltas a eso y creo que lo sé.

Continuaron el paseo. Sus pies surcaban la hierba húmeda y el aire era fresco, vigorizante y aromático después de la lluvia.

—Imagináoslo así —dijo la duquesa—. Imaginad que estáis acicalando vuestro caballo, lleno de admiración por su pelo lustroso, sus músculos potentes, la grácil curva de su pescuezo… Contempláis sus grandes ojos de un intenso castaño-púrpura que os hacen pensar en un fino cristal. Imaginaos admirando una serranía, extasiado por los cambios de luz conforme el sol la ilumina desde diferentes ángulos con el paso del día. Imaginaos desplegando las alas de un insecto bajo la luz de la lámpara y forzando la vista para seguir las delicadas venas verdes; después, contempláis las venas de vuestro propio brazo y comprobáis que siguen el mismo dibujo, la misma estructura. Resulta tan extraño y hermoso que hacéis un dibujo de las alas del insecto. Vuestros ojos son, en esas ocasiones, los órganos que ha creado la naturaleza para contemplarse a sí misma. ¡Esa es vuestra parte puramente humana!

—La naturaleza contemplándose a sí misma… —murmuró él con asombro. Era muy simple, muy obvio, pero jamás se le había ocurrido pensar en ello—. ¿Y por qué? ¿Por qué quiere la naturaleza contemplarse a sí misma? —preguntó excitado.

—No lo sé. Quizá no tiene elección.

—No tiene elección… —Kao-tsung reflexionó—: Quizá tiene algo que ver con la pura fuerza de la belleza, que exige ser contemplada.

—Y que no quiere quedar desaprovechada —apuntó ella.

—¡Sí! ¡Sí! —El emperador soltó una carcajada—. ¡Eso es! Nuestra vida, todas nuestras luchas y dolores y los momentos esporádicos de felicidad… ¡todo ello es a causa de que la belleza de la naturaleza no quiere quedar desaprovechada!

—Es posible, desde luego.

Habían pasado del prado silvestre al largo y serpenteante sendero de losas que conducía a los jardines de palacio. El emperador y la duquesa habían pasado casi toda la tarde charlando. Habían hablado del movimiento de las estrellas, de la infancia, de los orígenes de los cuentos míticos, de lenguas extranjeras, de la definición del dinero, de si era o no posible desplazarse en el tiempo a una velocidad distinta que el resto de la gente, de insectos, de sueños, de enfermedades, de la fealdad, de la muerte y de caballos. Al llegar al tema de los equinos, Kao-tsung había comentado que entre el hombre y el caballo que montaba se producía algo único que no sucedía en ningún otro aspecto de la naturaleza; la mente del hombre y la del caballo se hacían una sola y así era como el hombre controlaba a la montura cuando ésta notaba su dominio, como el caballo controlaba a su jinete al percibir su nerviosismo. Ella había apuntado que hombre y caballo estaban concebidos específicamente para complementarse y había añadido que el emperador podía comprobar, con este ejemplo, que su teoría era correcta.

Llevaban más de una hora hablando y paseando cuando Kao-tsung cayó en la cuenta de que no se había atascado ni una sola vez, que no había tenido dificultades con ninguna palabra. Pero incluso este fenómeno extraordinario quedó pronto olvidado mientras proseguían la charla y entraban en una prolija discusión sobre si en nuestro interior —ya que los humanos eran realmente toda clase de animales— se oculta la capacidad de volar.

Atravesaron los jardines de palacio sin advertir que había empezado a llover otra vez, ligera y persistentemente. Tampoco se percataron de los criados que se materializaban junto a ellos con paso silencioso y abrían sobre sus cabezas unos amplios parasoles de seda, situados con destreza justo detrás y ligeramente a un lado, de modo que resultaran prácticamente invisibles, como si no estuvieran.

¿Acaso no había hechiceros y hombres santos que afirmaban conocer el secreto del vuelo? ¿Acaso los peregrinos que volvían del lejano Occidente no contaban historias de maestros de yoga que se levantaban del suelo y permanecían flotando durante horas seguidas? Sí, dijo ella; también había oído esas historias, pero en su opinión la importancia de aquellas narraciones era la fascinación que despertaban en el pueblo. Hasta que lo viera con sus propios ojos, añadió, estaba decidida a considerar todas las historias de hombres que volaban o levitaban como una mera expresión de los anhelos humanos.

Sí, concedió él, pero quizás estos anhelos eran un indicio de un potencial interior por expresar.

Tal vez, respondió ella.

Sí, tal vez, dijo él con satisfacción.

La lluvia caía ahora con fuerza, repiqueteando en la seda extendida sobre sus cabezas. El agua formaba riachuelos saltarines en torno a sus pies y empapaba a los mudos criados que caminaban tras ellos sosteniendo los parasoles.

—De modo que quieren volar, ¿eh? —gritó Wu—. ¡Yo les enseñaré a volar! ¡Oh, sí, yo les enseñaré…! —Arrojó una estatuilla de jade de Kuan-yin contra la pared del fondo, pero no se rompió. Rebotó en ella y fue a estrellarse contra una colección de miniaturas de marfil, que cayeron al suelo con estrépito—. ¡Van a volar! ¡Sí, van a encontrarse volando antes de que sepan qué ha sucedido! —masculló, enfurecida, mientras buscaba a su alrededor otro desventurado objeto que destruir.

Su madre se sentó y la observó con ojos impasibles, tomando nota detallada de los objetos que su hija escogía para arrojar. La estatua de Kuan-yin era prescindible, igual que las miniaturas de marfil. Pero cuando la vio alargar la mano hacia un valioso caballo de cerámica, se levantó rápidamente, tomó por el brazo a su hija con mano firme y la obligó a volverse y a mirar en otra dirección. Wu tenía ahora ante sí una jarra de cerámica vidriada y un perro de terracota. Tomó una pieza en cada mano y, en un abrir y cerrar de ojos, ambos yacían en el otro extremo de la estancia, hechos añicos.

—¡«Un potencial interior por expresar»! —masculló Wu con voz burlona y cargada de gélida furia—. ¡No tienen ni la menor idea de potenciales interiores por expresar! ¡Ni la más remota idea! —Volvió sus ojos llameantes hacia su madre; pero un instante después, su rostro se transformó en una máscara de pena, enrojecida y sollozante. Las lágrimas habían aparecido en sus ojos tan de improviso como una tormenta de verano—. ¡Oh, madre! —continuó con una voz aguda y alterada por la pena, al tiempo que se dejaba caer de rodillas sobre la alfombra—. ¡Estaban hablando, madre! ¡Hablando! ¡Los he oído! Pasaban justo por debajo de mi balcón. ¡Conmigo sigue tan callado y atontado como un animal, como una roca! Conmigo es una especie de cosa muerta, muda, que produce asco. Con ella habla como un chiquillo despierto, como un pequeño mono listo, como una criatura, viva, astuta e inocente. ¡Ah!, no puedo soportarlo… —se lamentó, y se postró en el suelo.

Allí permaneció, inclinada hacia delante con la cabeza apoyada en la alfombra, sollozando desconsoladamente. Al cabo de un rato, levantó la cara y miró a su madre. Tenía las facciones flojas, húmedas y distorsionadas; la pintura de los ojos corría por sus mejillas y un largo reguero, húmedo y brillante, escapaba de su nariz sin que reparara en ello.

—¿Cómo se atreve? —imploró en un susurro—. Después de lo que he hecho por él. ¿Cómo se atreve?

La señora Yang se inclinó hacia delante y empleó la manga de su vestido para limpiar el ofensivo hilillo que manaba de la nariz de su hija.

Se había limpiado el rostro de todos los cosméticos y llevaba un vestido sencillo y elegante. Había soltado sus largos cabellos negros, los había cepillado y peinado en un moño sujeto a la nuca con un alfiler. En aquel momento, estaba sentada frente a Kao-tsung con la mesilla entre los dos. Cuando él alargaba la mano para coger comida de una de las bandejas, o si mostraba el menor indicio de que algo pudiera apetecerle, ella se apresuraba a cogerlo y servírselo. Cada vez que Kao-tsung tomaba un sorbo de vino de su copa, la mujer la llenaba luego con la jarra que tenía a su lado.

—Me encanta la lluvia que hemos tenido últimamente —comentó—. Me encanta su sonido por la noche, despertarme de madrugada para escuchar su tamborileo y luego, al despertar otra vez, oírla caer de nuevo con furia. —Tomó un sorbo de vino y miró más allá de Kao-tsung, como si se deleitara con el recuerdo. El no respondió—. Y la fragancia del aire, cuando escampa —continuó ella—. Tan limpio, tan nuevo. Como si a todo el mundo se le hubiera concedido una segunda oportunidad. —Se sentía complacida con aquel súbito y extemporáneo acceso poético—. Parece que hace feliz hasta a los pájaros. Se los oye trinar y gorjear y se los ve retozar en los charcos. Los pájaros tienen que trabajar mucho en sus pequeñas existencias, pero éste es su día de fiesta —continuó, con el rostro iluminado, y levantó la jarra de vino para llenar la copa que Kao-tsung acababa de dejar en la mesilla.

Lo observó masticar. Mantenía la mirada baja, y el movimiento de sus mandíbulas era visible en las sienes. Vio subir y bajar su nuez al tragar y lo vio llevar más comida hasta su boca, introducirla en ella, masticar y tragar otra vez. Los ojos cautos levantaban la vista del plato en ocasiones, la miraban un instante y volvían a bajar. La mujer carraspeó.

—Debería ser un pájaro. Durante un par de días —añadió—. Sólo para saber qué se siente sentada en la copa de los árboles y persiguiendo insectos por el aire. Supongo que tendría que comer insectos y gusanos y orugas —Hizo una ligera mueca de disgusto, pero pronto sonrió otra vez—. Pero, si fuera pájaro, me gustaría esa comida, ¿no? Insectos y gusanos me resultarían tan sabrosos como estos maravillosos manjares que tengo delante.

Apenas ella hubo dicho aquello, Kao-tsung apartó su plato. La mujer se reprendió a sí misma: había hecho un comentario inoportuno y sus palabras habían provocado el asco del emperador.

—Naturalmente, los pájaros también pueden ser devorados —se apresuró a continuar—. Podría capturarme un gato o una comadreja, o un gran búho, y tragarme en un santiamén. —Soltó una risilla, irritada por lo forzada que sonaba, y se apresuró a tomar otro trago de vino—. Los pájaros son criaturas musicales. ¿Crees que disfrutarán con el sonido de la lluvia? —preguntó. Él movió la cabeza y emitió un pequeño gruñido—. ¿Sí? ¿Crees que sí? ¿Los hace felices?

Kao-tsung movía la garganta como si estuviera engullendo o tratara de hablar. Ella sabía que no tenía comida en la boca, de modo que no podía tratarse de lo primero. Esperó, con una alegre sonrisa en los labios y dominando con mano férrea su creciente irritación ante aquella garganta que se convulsionaba fútilmente.

—Por supuesto —musitó, sin dejar de sonreír, al tiempo que se levantaba de la silla y rodeaba la mesa para sentarse en las rodillas de Kao-tsung—. Claro que los hace felices —insistió. Tomó el rostro del hombre entre sus manos y contempló sus ojos opacos—. ¿Cómo podría ser de otro modo?

Notó la excitación de Kao-tsung contra sus muslos como si un animalillo hurgara con insistencia bajo la tela de su vestido.

—Claro que sí —repitió.

Acababan de servirles la sopa clara de aleta de tiburón, la especialidad culinaria de la señora Yang, cuando Wu Ssu-lin palideció y dejó el cuenco con la expresión de quien acaba de caer en la cuenta de que ha olvidado hacer algo importante.

La señora Yang la miró con severidad y reanudó su conversación con el erudito anciano budista que las acompañaba a cenar aquella noche.

—La era de la Ley de la Degeneración Final no se avecina, en absoluto —decía el anciano con voz ronca y canturreante, entre sonoros sorbos de sopa—. Los que insisten en ello son agoreros y descontentos que acusarían de traición al propio Buda si se presentara en su casa a tomar el té. ¡La sopa, señora, está realmente deliciosa! —aseguró, y se hizo llenar de nuevo el cuenco.

Con expresión abstraída, la duquesa había tomado otra vez el suyo. El viejo erudito sorbía la sopa con audible delectación.

—Debo deciros, señora, que en privado no he sido nunca partidario de la doctrina de la Ley de la Degeneración. Me parece casi un insulto al Sabio, pues implica que su influencia y sus enseñanzas pueden, digámoslo así, perder vigencia, perder eficacia debido, simplemente, al paso del tiempo.

—Para mí —replicó la señora Yang, pendiente todavía de la duquesa—, representa un sabio equilibrio, un reconocimiento de la inevitable debilidad de la humanidad, que empieza con la mejor de las intenciones y armada de enseñanzas perfectas e inspiradas, pero termina por corromper y distorsionar esas enseñanzas hasta hacerlas irreconocibles.

La duquesa había levantado el cuenco casi hasta la boca y lo mantuvo allí, inmóvil, para dejarlo de nuevo en la mesa sin haberlo probado. La mano que sostenía el cuenco se apoyó en la mesa; una arruga de preocupación apareció en su frente mientras permanecía con la mirada perdida en el espacio vacío entre ella y sus acompañantes.

—Pero decir eso —replicó el erudito después de tragar y de secarse los labios húmedos— es declarar tácitamente que las enseñanzas del Buda son… imperfectas. Al fin y al cabo, si no puede prever la debilidad humana… si no pude llevarnos a vencer nuestra imperfección innata…

—Quizá le interesaba ver adonde podían ir a parar sus enseñanzas entre una raza imperfecta —dijo la señora Yang—. Como un modo de medir nuestra imperfección. Quizás omitió a sabiendas lo que nos habría hecho perfectos.

Ahora, la duquesa estaba inclinada hacia delante con los ojos desorbitados y los puños cerrados con fuerza.

—Es posible, señora, desde luego —dijo el anciano—, pero tal afirmación significa, por supuesto, que el Buda no es perfectamente omnisciente. Él conocería íntimamente la altura, la amplitud y la profundidad de nuestra imperfección. ¿Qué necesidad tendría un ser que todo lo sabe de hacer experimentos de ninguna clase?

El discurrir de la conversación fue interrumpido por la señora Yang al levantarse inesperada y bruscamente de su asiento. El invitado parpadeó, miró a su alrededor y advirtió que a la duquesa le sucedía algo. Su frente casi tocaba el cuenco que tenía ante ella y las manos estaban contraídas con fuerza sobre su vientre.

—Tal vez no sea un experimento —continuó la señora Yang, llegando rápidamente al lado de la duquesa—. Quizás eso nos beneficie de una manera que sólo Él conoce y que nos será revelada cuando al fin alcancemos la iluminación.

—Quizá… Quizá —murmuró el anciano, inquieto e incómodo, mientras la señora Yang posaba las manos en los hombros de la duquesa con gesto solícito. La mujer exhaló entonces un gemido y levantó el rostro de la mesa con una mueca de dolor. Su mirada se clavó en la del erudito; horrorizado, el anciano se levantó de su silla, derribándola—. ¡Señora! ¿Qué sucede?

—No es nada —respondió la señora Yang, sin apartarse de la otra mujer—. La duquesa es propensa a unos ataques terribles de indigestión. Ha tenido este problema toda la vida. Es culpa mía, no he tenido suficiente cuidado con el menú. No puedo dejar estas cosas a los cocineros; tengo que revisarlo todo personalmente. La próxima vez, no sucederá. ¡Mayordomo! —gritó mientras la mano de la duquesa se agitaba a ciegas delante de ella, agarrándose a los objetos que encontraba en la mesa. Con una fuerza asombrosa, la señora Yang obligó a la mujer a ponerse en pie y alejarse de la mesa. Apareció el criado y se acercó presuroso a prestar ayuda—. Que la acuesten —dijo la señora Yang al hombre—. Por la mañana se encontrará perfectamente. Siempre es así.

La duquesa estaba ahora doblada por la cintura, incapaz hasta de sostenerse en pie. El atemorizado sirviente la cogió por los codos. El invitado permaneció en pie, desencajado e impotente, con unos restos de comida en el mentón, mientras la duquesa era conducida en volandas fuera de la estancia. La señora Yang los acompañó hasta la puerta; después, cerró ésta con firmeza y volvió hasta el anciano. Tras enderezar con destreza la silla de éste y alcanzar de nuevo la suya, tomó asiento y reanudó la charla:

—Quizá no tengamos la menor idea, en realidad, de qué entendía el Sabio por «conocimiento». Tal vez existe algo que debe enseñarnos y que sólo podemos aprender a través de una experiencia penosa y amarga.

Lentamente, el anciano se sosegó y tomó asiento con aire aturdido. Con el dorso de la mano, se limpió las migajas de la barbilla y miró la puerta recién cerrada, del espacio vacío en la mesa delante de él y por último a su anfitriona.

—¿Qué? —Había perdido el hilo de la conversación por completo.

—Quizá la iluminación es algo completamente distinto de lo que creemos —repitió ella con tono paciente.

—¿Sí? —dijo el hombre—. Sí, sí. Claro que sí, por supuesto. Indudablemente, sí —proclamó, sin la menor idea de a qué estaba asintiendo.

La señora Yang había recogido su cuenco y sorbía la sopa con satisfacción. El invitado recordó las normas de educación y levantó el suyo, pero descubrió que había perdido el apetito por completo.

—Envenenadores —confió la emperatriz Wu al historiador Shu—. Hay envenenadores entre nosotros y es evidente que era a mí a quien querían matar.

—No digáis eso, señora —respondió Shu con grandes alharacas—. El mero pensamiento es demasiado terrible… —Mientras lo decía, el pincel no dejó de moverse hábilmente sobre la página.

—Mi hermana, aunque sólo era mi media hermana, se parecía mucho a mí. Algún desconocido debió de verla aquel día cuando abandonó el palacio y recorrió las calles en carruaje hasta la casa de mi madre. Ese o esos desconocidos se colaron a traición en la cocina de la casa y, de algún modo, echaron el veneno en su comida. ¿Pero cómo? ¿Cómo pudieron averiguar qué plato iría a mi madre, cuál al invitado y cuál a mi hermana?

Wu hablaba deprisa, deambulando arriba y abajo mientras Shu escribía.

—En la cocina de una casa principal, la gente entra y sale casi inadvertida —apuntó el historiador.

Wu estudió sus palabras unos momentos, pensativa.

—¿Pero cómo introdujeron el veneno precisamente en la comida de ella? No has contestado satisfactoriamente a esa cuestión.

—Bien, dejadme pensar… —Shu lamió la punta del pincel con ademán de concentración—. ¿Sentido de la oportunidad quizá, señora? Ciertamente, tales cosas son posibles, ¿sabéis? Un exquisito sentido de la oportunidad unido a una aguda capacidad de observación.

—Es posible —dijo ella—. Aunque me resulta un poco traído por los pelos, historiador.

—No os lo parecería tanto si tomarais en cuenta la posibilidad de que el o los envenenadores fueran personas ya conocidas del personal de la casa. O quizá… —continuó siniestramente mientras su activo pincel se detenía un instante—, es posible que los envenenadores fueran miembros del propio personal de la señora Yang.

—¡Sí! —dijo Wu—. Claro que es posible. Sugiero que arrestemos de inmediato al mayordomo.

—Y al cocinero —apuntó Shu.

—No. —Wu acompañó su negativa de un movimiento de la cabeza—. El cocinero, no. Sus habilidades son irreemplazables. Mi madre no me lo perdonaría nunca.

—El mayordomo, pues.

—Existe otra posibilidad, por supuesto —añadió Wu, mientras observaba el pincel del historiador—. Quizás a mi hermana no la envenenase nadie. Puede que muriese, simplemente, de complicaciones digestivas. Nunca fue muy fuerte, ¿sabes?

—Causas naturales… —murmuró Shu, iniciando una nueva página—. Es muy posible. Cayó enferma y, pese a que el servicio de la casa de la señora Yang hizo todo cuanto estuvo en su mano por ella, falleció. Cuando el médico llegó, ya era demasiado tarde. Muy triste —comentó, al tiempo que levantaba la vista—. Pero parece que era casi inevitable, ¿no? Dada su frágil naturaleza…

—Por supuesto —asintió Wu, volviendo el rostro para mirar al historiador—. Quizá se atragantó con algún bocado, simplemente.

Kao-tsung reconoció los pasos de Wu, que se aproximaban. Aquel día, las pisadas resultaban especialmente elocuentes; las podía interpretar como si fueran palabras gritadas en su oído: enérgicas, vibrantes, llenas de engreída exuberancia, con un trasfondo de intenciones ocultas, inexorables y testarudas. También detectó un asomo de júbilo incongruente. ¿Eran sus designios lo que provocaba su impaciencia, o era ésta lo que estimulaba aquéllos? Se trataba de un acertijo al que Kao-tsung le había dado muchas vueltas en la cabeza. La respuesta seguía tan confusa como siempre, pero esta vez podía captar ambas cosas, la impaciencia y las intenciones, dirigirse contra él tan infalibles como flechas salidas del arco del cazador más certero.

Rodó hasta el costado del enorme lecho y se dejó caer al suelo en el estrecho espacio entre la cama y la pared. Quedó tendido con el hombro firme y cómodamente encajado, olió el polvo de la alfombra y disfrutó de la extraña perspectiva de la cama y de las tallas del techo desde aquel enfoque insólito, mientras pensaba que aquél sería un buen sitio para yacer eternamente.

Cuando oyó abrirse la puerta, se quedó muy quieto. La presencia de Wu llenó de inmediato la estancia. No era que hiciese mucho ruido, o que su perfume fuera muy intenso, o que jadeara audiblemente; no se trataba de nada tan obvio. Era su determinación y sus intenciones ocultas, tangibles y palpables como algo vivo, lo que desplazaba físicamente el aire de tal modo que Kao-tsung notaba su presión. Llegó a la conclusión de que, en aquel momento, lo que imperaba en Wu eran las intenciones, por encima de la impaciencia. Cerró los ojos y esperó.

Escuchó el crujido del armazón de la cama y el roce de las colchas. Percibió el instante en que dejaba de estar a solas y empezaba a ser observado. Abrió los ojos y encontró el rostro de ella directamente encima del suyo; su cabeza asomaba del costado de la cama y sus ojos oscuros lo miraban con calma, fijos e impenetrables.

Se contemplaron largo rato. Por último, ella desapareció; instantes después, Kao-tsung se percató de que la emperatriz estaba retirando la cama de la pared para ensanchar un poco el hueco. A continuación, notó que Wu avanzaba de nuevo por la cama y se descolgaba hasta su escondite. No se movió. Ella se acurrucó contra él sin una palabra, con el rostro en su cuello para que notara su aliento.

—Por supuesto, te darás cuenta de que en realidad era a mí a quien intentaban matar —murmuró por fin con los labios pegados al oído del emperador—. Mi pobre hermana es una heroína. Se interpuso y recibió el golpe dirigido a mí. Estoy desolada. ¿Quién querría matarme? ¿Quién? ¡Tengo tanto miedo! —Wu lo rodeó con sus brazos—. Quedémonos aquí juntos, para siempre. Nos esconderemos y nadie nos encontrará.

Al tiempo que hablaba, colocó una pierna encima de él y la levantó lentamente, deslizándola sobre el muslo de Kao-tsung en dirección a su vientre. Al llegar a la entrepierna, la dejó descansar allí un momento y empezó a moverla suavemente.

El emperador se percató de la concentración de Wu, cuya atención se había volcado en su ingle, pendiente de su respuesta. Al ver que no había ninguna, que su carne no mostraba la menor reacción, la mujer levantó hábilmente la camisa de dormir de Kao-tsung y abrió sus pantalones de seda hasta que la pierna desnuda, la sedosa cara interna de su muslo, acarició directamente la piel de su esposo.

Así permaneció varios minutos, variando la presión, mientras su lengua recorría la oreja y el cuello del hombre. El se mantuvo absolutamente inmóvil. Soy un rey muerto, se dijo Kao-tsung a sí mismo. Llevo tres mil años reposando en mi tumba. Hace tanto tiempo que no veo el sol, que no oigo otra voz y que no huelo el aire de una mañana de verano que ya no recuerdo ni siquiera esas cosas. Lo único que conozco es la oscuridad, el vago recuerdo de algunos rostros y los muros húmedos de mi sepulcro.

Kao-tsung notó las manos de la mujer, que acariciaban y daban masajes a su carne fláccida. Después, empleó la boca y la lengua en una resuelta exigencia de respuesta. Un rey muerto en su tumba, sin recuerdos ni deseos, continuó pensando él.

Ahora, Wu se empleaba con tenaz determinación. Se había quitado la ropa y estaba encima de él a horcajadas; después, se deslizó hacia abajo para emplear de nuevo la boca, acariciándolo con la lengua, royéndolo delicadamente con los dientes y aplicando de nuevo la lengua. Frotó, apretó, lamió, acarició y chupó, incluso trató de introducirlo en su cuerpo por la fuerza, pero todo fue en vano. Él abrió los ojos y bajó la mirada y la vio sostener lo que parecía una serpiente ahogada, tan fláccida e inútil como su brazo la mañana del ataque. La expresión con que Wu contemplaba el mísero colgajo que tenía en la mano era de absoluta repulsión.