Año 660
Yangchou
—Verás —dijo el magistrado Di a su ayudante sin hacer caso del papel, cuidadosamente doblado, que éste sostenía en su mano extendida—, no rechazo estas solicitudes para que haga acto de presencia en los banquetes porque sea un individuo insociable. La buena mesa y la conversación me gustan como a cualquiera. No; si declino asistir es por una excelente razón.
—Pero no habéis visto esta invitación en concreto, señor —insistió el ayudante.
—No es necesario. Hay demasiada gente que considera…
—Y tampoco habéis echado un vistazo a la tarjeta de visita que la acompaña —añadió el ayudante con determinación.
—Hay demasiada gente que considera la presencia del magistrado superior de Yangchou en su hogar como una mera oportunidad de acosarlo con mezquinas demandas de atención como máxima autoridad judicial de la provincia; unas demandas que, a menudo, toman la forma de peticiones para obtener alguna prerrogativa…
—No creo, señor, que la presencia en Yangchou de una persona de la posición de ésta sea un hecho muy habitual —apuntó el ayudante cuando Di hizo una pausa para tomar aire.
—… alguna prerrogativa, o un trato especial o, peor aún, para lucrarse con algún asunto. Esta es la razón de que los ricos sean cada vez más ricos y que rara vez tengan que pagar el precio de sus delitos o de su codicia. —Di estaba en plena forma. Aquél era un discurso que llevaba algún tiempo cristalizando en su cabeza.
—Y, sin duda, la invitación se ha cursado debido a la creciente fama de vuestro trabajo en el tema de los abusos monásticos y burocráticos.
Di continuó con lo suyo:
—Mientras tanto, los pobres no pueden permitirse estirar sus misérrimas colaciones, pues una sola boca más a la mesa significa una carga penosa para su desdichada familia. Es una vergüenza que los pobres tengan que sufrir un sistema legal que, a menudo, da más importancia a la influencia, la riqueza y el soborno que a la verdad.
—Es evidente, señor, que habéis despertado una atención considerable entre las altas instancias de la capital oriental.
—Pero quedamos algunos hombres a quienes no se puede comprar, y quiero que todos lo sepan.
—Sobre todo, la atención de un personaje tan importante y honorable como el presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios…
El ayudante dejó la frase en este punto y permitió que el título resonara unos momentos en el despacho.
Di enmudeció y alzó los ojos. El ayudante le tendió el pergamino. El magistrado echó un rápido vistazo al sello oficial del envoltorio y volvió la mirada al ayudante con una mueca de absoluta sorpresa.
—La notificación acaba de llegar, señor.
—¿Está aquí? ¿En Yangchou? ¿El presidente del Gabinete Na… cional…? —tartamudeó Di—. ¿Por qué no has interrumpido mi endiablado monólogo para decírmelo? —Desplegó con torpeza el papel y leyó su contenido—. Es una invitación del presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios para que me reúna con él en la propiedad de una de las familias más influyentes de Yangchou. ¿A qué crees tú que puede deberse el interés de ese hombre en hablar conmigo?
—No sabría decirlo —respondió el ayudante tras un carraspeo—. Pero es un altísimo honor…
El Gabinete Nacional de Sacrificios era el órgano superior del gobierno imperial que supervisaba los asuntos relacionados con todas las prácticas religiosas que se llevaban a cabo en el imperio: tanto el culto oficial del estado como las prácticas, ritos y celebraciones de los mil y un sistemas de creencias bárbaros, de origen no chino. Todas las religiones extranjeras no disgregadoras —el nestorianismo cristiano, el maniqueísmo, el zoroastrismo, el islamismo— eran toleradas por el Hijo del cielo de la gran dinastía T’ang, pues en realidad el emperador también era el monarca y gobernante de los pueblos bárbaros, aunque éstos no siempre lo reconocieran como tal.
El gabinete era el arbitro supremo de los conflictos, el enmendador último de los abusos y el que concedía o retiraba las licencias a las diversas sectas cuyas prácticas estaban autorizadas en el imperio. Entre ellas, el budismo estaba adquiriendo un predominio progresivo, lento pero constante, y ya era mucho más que una religión doméstica instrumental de dioses familiares, amuletos de papel y barritas de incienso. El budismo era una fuerza que ocupaba la mente de una nación y había penetrado todas las capas de la sociedad. Con sus miles de monasterios, sus enormes posesiones en terrenos, sus exenciones de impuestos y tasas imperiales y sus propias leyes de disciplina y reglamentación, se estaba convirtiendo en una fuerza política y era la principal preocupación del Gabinete Nacional de Sacrificios. Y, dentro de dicho organismo, el presidente del Gabinete era la autoridad suprema en estos asuntos después del propio emperador.
¿Por qué solicitaría aquel hombre su presencia en la finca de su anfitrión? Había algo en aquel asunto que producía una profunda inquietud al magistrado.
—¡Ah, aquí la tengo! —dijo el ayudante desde el otro lado del desordenado escritorio, arrancando a Di de sus pensamientos—. La tarjeta del presidente del Gabinete. Con la fecha y la hora.
—Pero ¿a ti todo esto no te resulta bastante… extraño? —le preguntó Di, tras examinar la tarjeta y devolvérsela.
—¿Extraño? ¿Por qué? Sois la primera autoridad judicial de Yangchou.
—No; que el presidente del Gabinete me convoque a su presencia no es extraño. Lo que me parece raro es que no efectúe la visita de modo oficial, acudiendo a este despacho. Desde luego, es aquí donde tenemos los registros de abusos, las licencias y todo lo demás. ¿Por qué, pues, querrá encontrarse conmigo en una casa privada?
—Probablemente, el anfitrión es un viejo amigo de la familia —sugirió el ayudante—. Sin duda, debe tener una residencia espléndida y los fondos necesarios para ofrecer una fiesta por todo lo alto. ¿Qué tenemos aquí, en cambio? Un recinto de edificios viejos y descuidados y el estipendio de un magistrado de distrito…
—Pese a todo, sigue pareciéndome bastante heterodoxo que no haya acudido aquí, primero.
—Quizá tiene intención de hacerlo otro día.
—Quizá, pero… —Di se encogió de hombros, perplejo—. En fin, ¿para qué hacer preguntas que pronto tendrán respuesta?
Aquella noche tendría un encuentro con otro racionalista confuciano como él. Entre Di y el presidente del Gabinete de Sacrificios habría un terreno firme. Si era imposible dar la vuelta a las cosas, por lo menos habría algún modo de retardar el curso de los acontecimientos. Seguramente, podrían alcanzar un acuerdo sobre el número de nuevos monasterios autorizados o, al menos, encontrar algún medio inofensivo de limitar la mendicidad, el proselitismo y el reparto de limosnas fuera de los límites de los templos, pues, según estaban las cosas en aquellos momentos, las calles de la ciudad eran incontrolables. El presidente, sin duda, lo ayudaría a dar con algo que asegurase que la religión se mantenía «pura» e inmaterial, como propugnaba la fe budista.
Sí, sería una magnífica reunión de mentes y corazones confucianos. Di estaba impaciente por celebrar el encuentro.
Se aprestaba a marcharse cuando escuchó unos arañazos en la puerta del jardín que le resultaron familiares.
Bribón penetró en el despacho de Di arrastrando las patas y se dejó caer entre jadeos en su rincón favorito bajo una mesa. Di se acercó a acariciar la cabeza de su amigo. La lengua del animal pendía entre sus mandíbulas como una larga cinta rosa, mojada y fláccida. El pelo del hocico presentaba un tono grisáceo y tenía el lomo casi completamente calvo; además, Di había empezado a percatarse de una opacidad blancuzca en los ojos del animal cuando les daba la luz en determinado ángulo. Con todo, el can yació jadeante después de sus vagabundeos, recuperando el aliento mientras olfateaba el jardín y la noche tras las tapias, tan ajeno e insensible a su condición mortal como sólo puede estarlo un animal.
Di murmuró unas palabras a su amigo mientras se incorporaba y se disponía a marcharse:
—¿Hay algún mensaje en particular que desees que trasmita al presidente?
El mayordomo de la casa recibió al magistrado superior de Yang-chou a la entrada del sendero espléndidamente iluminado y lo acompañó en silencio mientras Di admiraba los jardines de su anfitrión. Puentes de formas delicadas salvaban un pequeño arroyo cuya corriente formaba un encaje de espuma, bordeado por una garganta rocosa en miniatura y un bosquecillo de pinos y bambú. Inclinados sobre el sendero con hileras de pequeñas linternas entre ellos, los troncos nudosos y las ramas bajas formaban sombras que parpadeaban y danzaban misteriosamente. La exquisitez del lugar resultaba seductora; durante unos breves momentos, Di disfrutó de la ilusión de haber olvidado la razón de su presencia allí.
Una música orquestal surgía de un pequeño pabellón y sus armoniosos sonidos se fundían agradablemente con el borboteo del agua del arroyo; el suave tañido rítmico de las cuerdas del chin enmarcaba una sencilla melodía seguida en virtuoso contrapunto por las flautas de bambú hsiao y los órganos de boca sheng. Una composición muy agradable, pensó Di. Y una música que, en el prodigio de imaginación de aquellos jardines y bajo aquel túnel de ramas de pino extraído de un mundo mágico, proporcionaba una calidad etérea y agradablemente fantasmagórica a cuanto le rodeaba.
Di escuchó unas voces, como si un grupo numeroso mantuviera una animada conversación a cierta distancia, entre las rocas y los árboles. El mayordomo lo escoltó hasta otro puente y lo guió luego a través de un laberinto de setos, a lo largo de un sendero de losas que avanzaba en zigzag. Por último. Di alcanzó a captar fragmentos de una conversación acalorada que se desarrollaba en el jardín del atrio.
—… no es difícil poner reparos al tamaño…
—… pero esos seiscientos capítulos completos del Mahaprajnapar…
—… en cuanto a los Estadios del Yogacara, salvo el tratado inicial, dudo que…
—El problema es que los árabes han cerrado el extremo occidental de las rutas terrestres…
—Hsuan-tsang haría mejor en prestar atención a…
Di aguzó el oído, pero el mayordomo lo conducía en una dirección que lo alejaba de la animada conversación y lo aproximaba a la orquesta. Se dio cuenta de que pronto no sería capaz de oír otra cosa que el retumbar del timbal weir y el rasgueo del bi-pas.
—… y, sin embargo, ha traído unos seiscientos cincuenta y siete sutras escritos, empaquetados en quinientos veinte estuches…
—Sería imposible. Cien mil monedas apenas cubrirían una pequeña parte de los costes…
—Habrá tremendos problemas de traducción.
—Naturalmente, el problema del Abhidhar es el oscuro dialecto en que está escrito…
El mayordomo invitaba a Di a cruzar una segunda verja en dirección a un pasadizo que le conducía en la dirección opuesta.
—… resulta todo muy caro —dijo una voz de marcado acento extranjero, que sonó entremetida—. Pero si no es éste el deber de la riqueza, ¿cuál será, entonces?
¿Y cuál sería ese deber de la riqueza al que se refería?, se preguntó Di mientras las dulces notas melodiosas sofocaban definitivamente las voces. Se sintió cada vez más irritado con las cuerdas altisonantes y con los órganos de boca que repetían sus sones. Le resultaban tan chillones como la voz de una abuela fastidiosa.
—Magistrado Superior Di Jen-chieh, me alegro mucho de que haya llegado por fin —prorrumpió una voz muy cerca de su hombro izquierdo. Di se volvió hacia un hombre alto, atractivo y con barba, no muy lejos de los sesenta años. Ensayó una sonrisa para corresponder a la mueca, exageradamente cálida, de su interlocutor. El mayordomo hizo una reverencia y se retiró después de entregar la tarjeta de presentación del juez al hombre de la barba, que no hizo el menor ademán de leerla; daba la impresión de conocer a Di personalmente. El magistrado no recordaba haber visto o hablado jamás con aquel hombre—. ¿Cree que el gran Confucio se sentiría contento con nuestra música y nuestro jardín, esta noche? —preguntó, sin borrar la sonrisa de sus labios.
—Todo es espléndido —comentó Di con cortés entusiasmo y con la mente puesta todavía en la conversación fragmentada que había escuchado en el jardín. ¿Cómo era qué unos invitados en casa de un confuciano discutían los costes de traducir unos sutras y de los viajes de unos peregrinos religiosos? Había oído mencionar el nombre de Hsuan-tsang. Di lo conocía de referencias: era uno de los monjes eruditos más influyentes que tenía el imperio, un hombre que había realizado muchos viajes al lejano oeste y había traído de allí textos sagrados. Despierta, muchacho, se dijo a sí mismo. Aquella noche podía resultar mucho más interesante de lo que había calculado—. Realmente espléndido. Y hace una tarde tan hermosa y apacible… —añadió.
—Nuestras plegarias no podrían haber sido mejor escuchadas —apuntó su interlocutor—. Esta noche es importante para todos nosotros, ¿no le parece?
—¡Desde luego! —respondió Di, evasivo, no muy seguro de a qué se refería el hombre.
—¡Ah!, perdone. Discúlpeme, juez Di Jen-chieh. He olvidado por completo las normas de cortesía. Una tarde tan maravillosa puede hacer que uno olvide las cuestiones más básicas. Nos volvemos como niños, y eso es muy censurable. Por supuesto, todos conocemos a nuestro buen y concienzudo magistrado por su trabajo en nuestra gran ciudad, pero ¿cómo podría él saber quién somos nosotros? Es una grave falta de tacto por mi parte. Me presentaré. Soy Lu Hsun-pei, su más humilde anfitrión durante esta velada y dueño de esta pequeña propiedad rústica. Y me acompaña…
—De modo que usted es el joven y brillante magistrado superior Di Jen-chieh —dijo una voz a la espalda de ambos. Di volvió la cabeza hacia la escalinata del vestíbulo principal. Un hombre bajo y sonriente, envuelto en las brillantes ropas de seda turquesa y tocado con el bonete almidonado de los funcionarios confucianos de rango más elevado, descendía los peldaños dando animados saltitos—. He oído hablar mucho de usted —añadió el recién llegado—. Qué sustituto más valioso para su predecesor. Un funcionario de tal energía y tal honradez… ¡de tal integridad! Sí, juez Di Jen-chieh, somos muy afortunados. La gran ciudad de Yangchou está orgullosa de tenerlo. Y lo necesita.
—No sé qué decir… —murmuró Di con una reverencia.
El hombrecillo rechazó las formalidades con aspavientos. Después, movió la cabeza de un lado a otro:
—No, no. Debería ser yo quien me inclinara ante usted, magistrado —proclamó mientras levantaba ambas manos en gesto de súplica—. El mundo es tan difícil hoy en día. Tan complejo. Sobre todo, una ciudad como la suya. Tanta actividad, el comercio marítimo, los canales. Y todas las influencias extranjeras… bárbaras con las que debe enfrentarse. Es usted un funcionario confuciano de extraordinaria valía. Los asuntos que ha tenido que resolver, su cantidad y la naturaleza de las infracciones… Resulta casi inconcebible para quienes ocupamos los círculos superiores de la administración imperial en el Gabinete Nacional de Sacrificios; nosotros estamos, por decirlo así, acorazados contra todo ello. Estamos protegidos de las pequeñas crisis. —De modo que tenía ante él al presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios, pensó Di mientras estudiaba al individuo—. Sin duda es el día a día, los pequeños asuntos concretos, lo que debe de resultar tan abrumador añadió el hombre mientras sacudía la cabeza con fingida comprensión.
—Como sin duda habrá deducido, magistrado Di, quien le habla es el Honorable Maestro Fu Yu-i, presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios —intervino el alto y barbudo anfitrión.
Tras la presentación, Di saludó con una inclinación de cabeza al presidente. Ninguno era amigo de las ceremonias y Di lo agradeció. De este modo, las artificiosas barreras sociales podían romperse con mucha más facilidad y abrir camino, esperaba, a un diálogo auténticamente constructivo.
—Y nuestro anfitrión también me ha contado ya cómo el juez Di, el ilustre magistrado de la ciudad, ha recuperado los tribunales del descuido en que habían caído con su predecesor —dijo el presidente.
—Me temo, caballeros, que no puedo aceptar estos comentarios —fue la rápida réplica de Di—. Mi predecesor se ganó una magnífica reputación y tuvo gran esmero en el cumplimiento de su cargo. Yo sólo soy el heredero de su sabiduría.
La humilde respuesta de Di era la salida más adecuada. No habría sido acertado atacar al viejo Lu cuando la reunión con aquellos hombres no había hecho sino empezar.
—Es usted muy bondadoso, juez Di. Es la encarnación del ideal confuciano —declaró el presidente; a continuación, se inclinó hacia delante y comentó en voz baja—: El magistrado superior Lu era un viejo tonto y corrupto; me complace que esté muerto y que usted ocupe el cargo. No necesitamos jugar con la verdad. En la cúpula imperial vemos a demasiados de la calaña de Lu que solicitan ascensos inmerecidos o piden traslados a otros distritos cuando han abusado de su puesto y…
—Caballeros, mientras continúan su conversación sobre política y ética, los dejaré un rato. Debo atender a nuestros venerables invitados del jardín. —Lu Hsun-pei hizo una ligera reverencia al presidente Fu y a Di—. Si me disculpan…
Di se quedó perplejo unos instantes. ¿Venerables invitados? Sin duda, se refería a los dueños de aquellas voces que le habían llamado la atención al entrar. Sin embargo, no tardó en volver a concentrarse en el presidente, que seguía dirigiéndose a él:
—… siempre, son los más sobornables —decía el hombre—. El viejo juez Lu era uno de esos seres insignificantes. No lo defienda, magistrado. No es preciso que un funcionario ejemplar como usted se moleste en disculpar a individuos vulgares e inferiores. Todos lo sabemos. —Bajó la vista al suelo lentamente, como si estuviera tentado de dar un tono de tristeza a sus palabras, pero volvió a alzarla rápidamente y la fijó en Di con un destello alegre—: En cualquier caso, juez Di, su labor está proporcionándole cierto renombre.
En aquel preciso instante, el graznido distante de unos gansos llamó la atención de ambos. En la lejanía del cielo crepuscular, visible por encima de los árboles del atrio, una flecha irregular surcó los aires hacia el sur, temblorosa como el hilo de araña bajo la brisa. No tardaron en distinguir las aves, como perlas de una sarta, volando sobre sus cabezas. Las copas de los árboles se mecían, las ramas oscuras de las coníferas se movían como los dedos de una bailarina y los dos hombres contemplaron juntos las aves del otoño durante un largo momento antes de retomar la conversación.
—Lo que nos interesa, a nuestro anfitrión, Lu Hsun-pei, y más aún a mí —dijo el presidente Fu Yu-i, frotándose la fina piel de la mejilla con la yema de los dedos—, es su envidiable trabajo contra esos charlatanes religiosos, magistrado.
Di prestó renovada atención. Aquél era el tema que había estado esperando que saliera a colación: el de los abusos clericales budistas y su relación con el Estado. Las formalidades y los prolegómenos habían terminado.
—¡Muy encomiable, sí, señor! ¡Muy encomiable! —dijo el presidente.
—Se lo agradezco, maestro Fu, pero me he limitado a cumplir con mi deber de la manera más normal. Un delincuente es un delincuente, cualquiera que sea su religión.
—¿Normal? No lo crea, juez Di. Es muy importante descubrir entre los dirigentes del budismo a esos charlatanes que se aprovechan de la mente vulnerable de los campesinos.
—Estoy completamente de acuerdo.
—Pero, magistrado, me pregunto si se da cuenta de que este trabajo es más importante de lo que pudiera parecer en un principio —apuntó el presidente.
—Nunca he considerado que no fuera importante —respondió Di.
—No hablo sólo de la necesidad de separar el bien del mal en pro del debido orden en el mundo —dijo su interlocutor, y dirigió una firme mirada a Di—. No. Hay mucho más en juego. Hay que tener en cuenta los estamentos superiores.
¿Estamentos superiores? Di aguardó, sin decir nada. Estaba más que desconcertado.
—La iglesia no podrá llevar a cabo su tarea adecuada entre nosotros si se permite que los charlatanes desvíen a la gente de los caminos virtuosos —continuó el hombre—. La verdadera labor de la iglesia budista no debe verse empañada por esos egoístas, magistrado. Por eso estamos aquí hoy, ¿no es cierto?
Di no respondió y concentró todos sus esfuerzos en impedir que su rostro reflejara la perplejidad que sentía. El presidente del Gabinete de Sacrificios continuó, sin prestar atención al silencio de su interlocutor:
—Estamos aquí para asegurarnos de que la auténtica labor de la iglesia continúa desarrollándose sin obstáculos. Y de que esta labor va a ser costosa.
¿Costosa? Aquello era muy interesante. Di estaba seguro de haber captado las palabras «costes» y «dinero» entre el revuelo de voces del jardín.
—Magistrado Di Jen-chieh —dijo el hombrecillo, adoptando en esta ocasión un tono formal—, ¿se da cuenta de los enormes costes que significa la traducción de los sutras del sánscrito? El Cielo parece haber levantado barreras increíbles (para poner a prueba nuestra determinación, sin duda) entre nuestras dos lenguas: uno es el idioma de los hombres y el otro, el de esos estamentos superiores ¡Ay! Y ni siquiera hemos empezado a hablar de otros costes. Por ejemplo, el de los viajes de los devotos a la sagrada India, muchos de los cuales parten de aquí, de sus propios canales. —Hizo una pausa y entrecerró los ojos como si calculara el peso de tal tarea—. La verdad es una cuestión de mecenazgo, juez Di. Y el mecenazgo es dinero. Cantidades ingentes.
Fu Yu-i abrió los brazos y clavó los ojos en Di, que respondió con una sonrisa que indicaba curiosidad y creciente interés.
—Muy cierto —asintió Di, meditabundo. Se detuvo un instante y, luego, se inclinó hacia delante para añadir en tono confidencial—:
Estaría muy interesado en conocer a nuestros venerables invitados.
—¡Por supuesto! ¡Desde luego, magistrado! Con tanta charla estoy impidiéndole el encuentro con gente tan esclarecida. Acompáñeme a los jardines de atrás.
La oscuridad era ya casi completa. El presidente llamó a unos criados para que encendieran las linternas de las pértigas y los escoltaran a través del sinuoso laberinto de puentes y pabellones.
En el jardín de rocas, en las extensiones de césped y en las terrazas había movimiento y conversaciones. A la luz de las linternas, Di observó un numeroso grupo de hombres y mujeres que deambulaban entre las rocas y los pabellones como fantasmas envueltos en sedas brillantes. Allí había más gente de la que Di había creído. Los ojos del juez captaron destellos de color mientras los invitados se movían como maravillosos insectos exóticos entrando y saliendo de los charcos de luz. Pronto, sus ojos se acostumbraron a la luz y distinguió a lo largo del perímetro del jardín una hilera de mesas de banquete, rebosantes de una infinita variedad de manjares servidos en fuentes de plata y jade. El presidente asió a Di por el codo con suavidad y le llevó hacia la gente como haría un padre orgulloso con su hijo tímido.
—Venga, magistrado. Aquí hay muchas personas que desean conocer a su nuevo juez. Los señores y las grandes damas de las mejores familias de Yangchou están reunidos aquí esta noche. Todos son mecenas, cada uno a su modo, incluso de los ámbitos más recónditos.
Pronunció esta última palabra amorosamente, paladeándola como si fuera un bocado sabroso que se fundiera en su lengua.
El presidente condujo a Di hasta el centro del bullicio, donde dos monjes de cabeza rapada estaban enfrascados en un animado debate con un hombre delgado vestido con hermosas y ricas ropas de brocado adornadas de armiño. Su rostro enjuto y con grandes patillas quedaba oculto en parte por el ala ancha de su sombrero de crin, que se mecía arriba y abajo como una enorme ceja expresiva mientras hablaba.
El presidente del Gabinete de Sacrificios se acercó a ellos, pero no interrumpió la conversación. Se detuvo y prestó atención como si estuviera escuchando una pieza musical de especial belleza y quisiera —por propia iniciativa y con orgullo— iniciar al magistrado en sus placeres.
—Pero el problema, señor Li —decía uno de los monjes al hombre de aspecto acomodado— es el enorme trabajo al que se enfrenta el traductor de los sutras menos comunes. Sobre todo los dañados por las inundaciones del río Godovari y el desbordamiento de los afluentes del Tapti en las tierras centrales del sur de la India.
Era la misma voz aguda y estridente, de fuerte acento y cargada de urgencia y de pomposidad, que Di había oído al acercarse al lugar. Desde donde estaba ahora, el magistrado distinguió claramente que el hombre era extranjero y de tez oscura: un indio.
—Mi hermano se refiere a los grandes pergaminos de los templos de Elura y de Ajanta. Es un gasto imposible de calcular —añadió el segundo monje, que era chino, con su voz de barítono grave y calmada, monótona.
—En efecto. Y, sobre todo, cuando uno considera que las letras ligadas sánscritas apenas pueden ser descifradas a causa de las penosas condiciones de ciertos pergaminos sagrados muy antiguos —continuó el primer monje con su vocecilla aguda—. En cada fragmento, en cada frase, hay palabras clave envueltas en el misterio; en cada estrofa, cuatro o cinco son completamente ilegibles. Piezas enteras de la sagrada Ley Dhármica, las cuestiones más elevadas de la nomotética budista, con explicaciones para la confusión que afrontan nuestros devotos en China, corren peligro de sustraerse para siempre a nuestro conocimiento.
El señor Li asintió, se quitó el gran sombrero de crin de ala ancha y se secó el sudor de su frente tórrida. Sus ojos preocupados expresaron una clara comprensión de aquellos problemas.
—La verdad es bastante difícil de captar incluso si se nos proporciona en la más clara de las traducciones —continuó el indio—. Incluso en el mejor de los mundos es difícil discernir los caminos que conducen a la iluminación —murmuró, mirando a su alrededor y encogiéndose de hombros con tristeza.
—Entonces, ¿qué hay de los documentos hallados recientemente en nuestras cuevas budistas de Tunhuang? —preguntó el señor Li.
—¡Aaah! ¡La mayor de nuestras bendiciones es fruto de nuestras propias tierras! —tronó el monje chino con su voz profunda y confiada—. Pero, una vez más, será precisa una gran inversión para restaurar y traducir los textos. —Sacudió la cabeza y dejó que las palabras calaran en su interlocutor—. Bien, ya empieza a hacerse una idea de lo que afrontamos.
Sí, pensó Di. Observó el cráneo afeitado y pulido del hombre y le vio llevarse una copa de vino a los labios después de haber pronunciado sus palabras. En efecto, Di empezaba a hacerse una idea de lo que afrontaba.
Aquella reunión era poco más que un asunto de relaciones públicas de alto copete: un encuentro de ricos patrocinadores budistas con sus potenciales protegidos. Ya resultaba suficientemente descorazonadora la certidumbre de que un magistrado confuciano de alto rango podía ser seducido y apartarse de su recto proceder ético y moral, pero ahora se hacía evidente que a él mismo, el magistrado superior de la ciudad de Yangchou, le cortejaban con el mismo fin. ¿Por qué?
A aquellas alturas, el presidente estaba decididamente radiante y escogió aquella pausa oportuna en la elevada conversación para intervenir:
—Caballeros, permítanme que les presente al ilustre magistrado de Yangchou, el juez Di Jen-chieh… el valiosísimo sustituto del viejo juez Lu. —Para entonces, la presencia de Di y del presidente había sido advertida por el barbudo anfitrión, que acudió a toda prisa a la terraza para unirse a ellos. El presidente del Gabinete de Sacrificios se volvió hacia el hombre delgado de la túnica adornada con piel de armiño y continuó las presentaciones—. Señor Li, éste es el magistrado Di, el ojo vigilante de nuestra ilustre ciudad. Magistrado, le presento al honorable Li, representante de una de las familias más prósperas de Yangchou —prosiguió con entusiasmo—. Y dos de nuestros abades más importantes del distrito —dijo, señalando a los monjes que habían participado en la conversación, los cuales protestaron por el halago levantando las manos al rostro con gesto recatado. Di les dedicó una cortés inclinación de cabeza.
—Sin duda, magistrado Di, ya habrá deducido de nuestras conversaciones que estamos preocupados por los gastos exorbitantes que representan las difíciles traducciones de los textos sagrados y los proyectos de excavación y recuperación en templos y stupas anegados por las inundaciones —dijo el primer monje, con voz más tranquila y no tan áspera—. El bondadoso presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios, con la gentil colaboración de nuestro anfitrión, nos ha convocado a esta hermosa velada. Yo preferiría que se me permitiera mantener volcada mi atención en los temas sagrados, pero este mundo —el monje pronunció la palabra con desdén— demanda que se ocupen de él. Mientras estamos aquí, este mundo es muy real… y muy caro.
—Muy real, en efecto —asintió Di—. Y la obligación de afrontar los costes es, sin duda, un aspecto esencial de esta cruel realidad.
—Dice bien, juez Di —respondió el primer monje con voz compungida—. Por eso estamos aquí esta noche.
—¿Y usted, presidente Fu Yu-i, también ha venido hoy por este motivo? —inquirió Di.
—La gentileza de nuestro anfitrión —asintió el presidente del Gabinete de Sacrificios, al tiempo que dedicaba un gesto de reconocimiento al hombre de la barba, que se había colocado justo detrás de él—, ha hecho posible convocar hoy aquí a los mayores mecenas y protectores para un asunto de la máxima urgencia. Hsuan-tsang, el gran peregrino, ha regresado de la India con seiscientos cincuenta y siete textos sin traducir, embalados en quinientos veinte estuches.
Tras esto, se volvió al segundo monje y le invitó a ampliar la información. El monje procedió a ello con voz grave, contando con los dedos mientras hablaba:
—Está el Mahavibhasha, el Gran Comentario. Y el Yogacarabhumisastra, el tratado de los Estadios del Yogacara; el Jnanaprashtana, el Abhidharmakosa, el Trimsika… la lista es interminable, magistrado. —El monje miró a su alrededor solicitando el apoyo y el asentimiento de los demás—. El trabajo es casi infinito, y eso significa unos costes enormes. Y el hecho de que las rutas terrestres a los lugares santos estén cortadas… sólo puede añadir unas sumas ingentes a tales costes. Estoy seguro de que se hace una idea de la envergadura del reto que afrontamos.
—Desde luego que sí —respondió Di con cortesía.
—Esta noche, magistrado —dijo la voz del anfitrión a su espalda—, hemos reunido aquí la riqueza y la justicia. Acaudalados protectores de la iglesia budista se unen a nosotros para patrocinar la empresa.
—Y aquí es donde se deben separar nuestros caminos, señor Lu —fue la respuesta de Di, en tono cortés, a su alto y atractivo anfitrión—. No es que este humilde magistrado niegue el brillo filosófico de los aspectos más nobles del budismo, ni la dedicación de aquellos destinados a contemplarlo, pero… En mi caso, este mundo en el que estamos requiere toda mi atención.
—Éste es un mundo de sufrimiento, magistrado —entonó el segundo monje en tono paternal, casi condescendiente—. Es una lucha fútil, como mucho.
Di entrecerró los ojos al volverse hacia el hombre.
—Quizá lo sea, pero es el único mundo que podemos conocer de verdad y el único que somos auténticamente capaces de asimilar. Y el estado continuará manteniendo y aprobando las actividades caritativas de la iglesia, los hospitales y las cocinas, como siempre.
—Juez Di, magistrado… —El anfitrión, Lu Hsun-pei, se abrió paso hasta el centro del corrillo y elevó las manos al cielo en gesto de exasperación—. Eso es muy triste, juez Di. Tristísimo —añadió, moviendo la cabeza con un gesto exagerado de pesar—. Pero no son el sufrimiento o las obligaciones de este mundo o con este mundo lo que importa. En absoluto.
—El amable Lu Hsun-pei tiene razón. Nuestras obligaciones son para con los reinos superiores del alma —proclamó el presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios, al tiempo que alzaba la mano y cerraba los dedos en torno al hombro del magistrado—. Y para otros mundos distintos de éste —añadió. Di percibió en su barbilla el aliento acre del odioso personajillo. Su desagrado por el hombre aumentaba por momentos—. Juez Di, como presidente del Gabinete de Sacrificios ofrezco sin reservas mi apoyo a nuestro anfitrión y a sus esfuerzos por una iluminación superior en esta velada.
Di miró al dueño de la casa.
—Naturalmente, señor Lu Hsun-pei, usted es libre de seguir los dictados de su conciencia. ¡Pero él, no! —Di fijó de nuevo la mirada en los ojos del pequeño presidente—. Mientras conserve su cargo y su título, el honorable Fu Yu-i no está en libertad de ser otra cosa que un funcionario confuciano; ésa y sólo ésa es la mayor responsabilidad entre el cielo y la tierra. Sus obligaciones son para con este mundo, presidente Fu-Yu-i. Para con el emperador y sus súbditos, todo bajo el cielo.
—Juez Di —respondió el presidente, buscando apoyo a su alrededor con la mirada—, Confucio era adecuado para su época, ¡pero éste es un nuevo mundo! El budismo viene a nosotros, nos abraza, reduce las distancias… Es, realmente, un mundo nuevo —repitió el hombrecillo paladeando cada palabra. Después, juntó las manos y se volvió a Lu Hsun-pei buscando su aprobación.
—A mí no me parece tan nuevo, presidente —insistió Di con cautela—. Yo veo a los mismos tontos cansados de cada día. Nada ha cambiado. Veo funcionarios que se burlan de su cargo.
Di cruzó los brazos y escondió las manos debajo de ellos. Su mirada descendió lentamente desde el rostro de presidente, con su mueca de indignación, hasta posarse en las manos del hombrecillo, cuyos dedos se enredaban nerviosamente. El magistrado saludó con cortés rotundidad a los cuatro hombres, dio media vuelta y se alejó.
Casi había llegado a la escalinata de la entrada del patio cuando su anfitrión lo interceptó, con unos ligeros golpecitos en el brazo.
—Juez Di, me disgustaría mucho que nos dejara de esta manera. Permítame el placer de ofrecerle, al menos, una muestra de nuestras extraordinarias delicias gastronómicas. —Condujo a Di con amabilidad pero con firmeza hacia una mesa próxima a la puerta, cuya superficie de incrustaciones de teca y palisandro, perfectamente pulida, reflejaba las fuentes de plata y jade bajo la agradable luz trémula de las velas—. ¿Un poco de vino, quizá, magistrado? ¿De Turfán, de crisantemo, de pimienta, de uva teta de yegua? De la mejor calidad. ¿Le apetece algo?
Di estaba exasperado, pero el hombre parecía tan sincero en su deseo de que ningún invitado dejara su casa insatisfecho que se apiadó de él y cedió a sus ofrecimientos.
—Gracias, Lu Hsun-pei —dijo, con una forzada sonrisa—. Una copa de vino… de pimienta, supongo, me sentaría muy bien.
El dueño de la casa hizo una señal al mayordomo, que les acercó sendas copas. El anfitrión levantó la suya y la bajó de nuevo con el saludo oficial de rigor antes de indicar a Di que probara el vino.
—Delicioso —dijo el magistrado, finalmente. Lu Hsun-pei le indicó entonces, con un gesto, que lo siguiera hasta un rincón tranquilo bajo los pinos.
Una vez allí, tomaron unos sorbos de vino en silencio durante unos instantes. Di hizo un esfuerzo por aparentar que, al menos, estaba disfrutando de aquel aspecto de la recepción. Su barbudo anfitrión habló por fin:
—Magistrado, comprendo que tiene que hacer su trabajo, pero ¿puedo pedirle un favor? En este asunto hay mucho en juego, ¿comprende? Mucho tiempo y esfuerzo… las mejores familias de Yang-chou…
—¡El mejor dinero, dirá! —sentenció Di. Apuró un buen trago de vino y se volvió a su interlocutor, que se quedó sentado y un tanto perplejo—. Estoy asombrado, aunque no debería —continuó Di—. No debería sorprenderme en absoluto. En cierto modo, le agradezco que me haya abierto los ojos. —El anfitrión esperó—. Ahora veo con más claridad que nunca que el oportunismo religioso no conoce límites. ¡Se enfrenta a los ricos, se los impulsa a competir ávidamente por el privilegio de vincular su nombre a este o aquel gran sutra o documento, para gozar del prestigio de lo sagrado! —Movió la cabeza en un gesto de asombro—. ¡El paraíso a cambio de un patrocinio cada vez más oneroso! Y todo ello con el pretexto de que es actual, de que está de moda.
—Juez Di, mi petición es muy sencilla —dijo Lu Hsun-pei al cabo de un momento, mientras cruzaba su rostro un temblor momentáneo de meditada prudencia. Tomó suavemente por el codo a su interlocutor y lo llevó al interior de un pequeño cenador cercano—. Puedo hacerle muy rico. Mis recursos, como los del señor Li, de la gran familia de armadores, son casi infinitos, ya que están vinculados al Gran Canal.
»Voy a preguntarle cuál es su precio —continuó el anfitrión—. Y le prometo que, cuando lo haya fijado, no regatearé. ¿Qué me dice de un millón en metálico para empezar? —Hizo una pausa—. ¿Dos? ¿Tres? —Al ver que no tenía respuesta, suspiró y lo intentó de nuevo—. Entonces, ¿diez, quizá? —Di continuó impasible. El anfitrión disimuló su incomodidad ante el pétreo silencio inescrutable del magistrado y continuó insistiendo—: Sólo le pido que limite su brillante trabajo contra los abusos de los clérigos a las capas inferiores de la sociedad. Manténgase ahí. Impida que los pobres campesinos infelices sean explotados por los charlatanes que se ceban en su espíritu supersticioso. Adelante, haga el papel de buen magistrado paternal. Pero será mejor para todos que no vaya más allá. Mientras no ponga obstáculos a nuestra labor…
—Eso debería depender de cuál es esa labor, ¿no le parece, señor Lu? —respondió Di y estudió la expresión de su anfitrión—. Los pobres deben ser protegidos de las estratagemas de los charlatanes y los ricos deben serlo de sí mismos. Resulta irónico: ricos y pobres por igual fomentan el mismo fenómeno y terminan por ser víctimas del mismo espejismo.
—Ahí es donde se equivoca, juez Di. —Lu Hsun-pei soltó una carcajada y negó con la cabeza—. No es lo mismo. En este mundo existe un hecho innegable: con sus endebles esfuerzos, los pobres no hacen sino fomentar más pobreza a su alrededor. En cambio, como bien sabe, las cosas son muy distintas para los ricos. Éstos disfrutan la posición que ocupan en la vida porque se la han ganado. Mire a su alrededor. —Lu Hsun-pei abrió los brazos en un amplio ademán. Di no siguió el juego de su interlocutor sino que mantuvo los ojos fijos en él. Su actitud decía que ya había visto más que suficiente—. No; no me creerá tan estúpido como para lanzarme simplemente a perseguir mundos invisibles y esquivos —dijo Lu Hsun-pei, en esta ocasión con abierta arrogancia, jactancioso, abandonando cualquier simulación de piedad—. También nos interesamos por las perspectivas de éste, tan real y tangible. Nuestro patrocinio de las grandes traducciones y documentos y de los viajes religiosos que zarpan de nuestros propios canales es algo más que mera vanidad. Es una cuestión de puro sentido práctico. Recuerde, magistrado Di: quien paga al flautista indica la canción —dijo en tono enigmático—. El pobre, en su devota ignorancia, no tiene más remedio que hacerse más pobre, mientras que el rico no tiene otra opción que enriquecerse más. ¡Pero si los pobres —exclamó entonces, con una risotada— incluso nos venden a sus hijas, si el precio es el adecuado!
—Esas palabras no me resultan divertidas, ni siquiera en broma —replicó Di—. Pero le agradezco esta pequeña muestra de franqueza, por desagradable que resulte. Probablemente, es la única palabra sincera que he oído en toda la velada. No existe otra diferencia entre los ricos y los pobres. Los ricos poseen los medios para un espejismo más grande.
Su interlocutor hizo una reverencia como si Di acabara de hacerle el elogio más preciado.
—¿Que le parece mi oferta? —preguntó a continuación—. Tal vez quiera pensárselo un poco…
—Sí —dijo el magistrado—. Me gustaría pensármelo. —Se volvió de espaldas a su anfitrión como si se dispusiera a abandonar el cenador—. ¡Oh…! Discúlpeme, Lu Huan-pei, me temo que olvidaba mis buenos modales.
Con estas palabras, cogió la copa de la barandilla donde la había dejado momentos antes. La sostuvo como si estudiara su peso y su composición; después, la levantó a la luz temblorosa de la linterna y examinó el delicado trabajo de talla de los dibujos de flores y la belleza de los detalles del cristal. Dirigió luego la mirada a un grupo de invitados que se arremolinaba en las cercanías y distinguió al presidente Fu Yu-i junto a una mesa cercana, visiblemente intrigado por lo que estaba sucediendo entre Lu Hsun-pei y el magistrado.
Di lo complació.
—Presidente Fu Yu-i —le dijo—. ¿Tendría la gentileza de acercarse, por favor?
Al hombrecillo le brillaban los ojos cuando dejó los palillos de plata y se acercó al cenador con paso ligero.
—Qué copa más hermosa, ¿verdad? —dijo el magistrado—. Es verdaderamente exquisita…
La sostuvo en alto para que el recién llegado la contemplara a la luz de la linterna.
—Bien… sí. Claro que lo es, pero… —dijo el presidente sin dejar de sonreír, pero esta vez en tono cauto, preguntándose qué clase de juego sería aquél—. Naturalmente. Todas las posesiones de Lu Hsun-pei son de la más refinada calidad. Muy hermosa, magistrado.
—¿Diría usted que es valiosa? —insistió, en tono inocente.
—Supongo que sí. ¡En cuanto copa, desde luego! —respondió el pequeño presidente del Gabinete de Sacrificios, con un leve destello de preocupación en la mirada, que pasó de Di al dueño de la casa y volvió al magistrado—. ¿Pero a qué viene esto?
—No viene a nada, maestro Fu Yu-i —respondió Di—. Es un mero comentario sobre el arte y su valor.
—¿Valor? —repitió Fu Yu-i.
—Sí, sólo me preguntaba cuál sería su valor. Verá: el señor Lu Hsun-pei, nuestro amable y opulento anfitrión, tan buen degustador del arte, me ha ofrecido un regalo.
El hombrecillo dirigió una mirada inquisitiva a Lu Hsun-pei, quien le previno con los ojos antes de inclinarse sobre el pasamanos del cenador para observar al resto de invitados.
—Pero el regalo era demasiado generoso —continuó Di—. Demasiado generoso. El precio del rescate de un príncipe, presidente Fu Yu-i. Por desgracia, he tenido que rechazarlo. —Di observó la parte posterior de la cabeza de su anfitrión, que le resultaba tan elocuente como si viera su rostro—. Caballeros, en lugar de aceptar la amable oferta de Lu Hsun-pei, me quedaré con esta copa. Una copa muy hermosa. Compensará sobradamente el coste de la tinta que deberé gastar en el informe que dirigiré al trono: un informe acerca de la corrupción de los funcionarios presuntamente responsables y de cómo se han dejado llevar, como los campesinos más pobres e incultos, por el influjo seductor de un dogma extranjero. Y no dudaré en utilizar el nombre del presidente Fu Yu-i como ejemplo de corrupción en los niveles más altos. Señor —añadió, con una reverencia—, dése por enterado de que investigaré los abusos de los clérigos allí donde se produzcan. Y si mis investigaciones conducen hasta su honorable despacho en el Gabinete Nacional de Sacrificios, sepa que buscaré allí también.
Di se volvió para marcharse después de aquella declaración altisonante, convencido de haber impresionado a los dos hombres. Pero antes de haber puesto el pie fuera del cenador, escuchó la risa del dueño de la casa y su voz, en un cuchicheo lo bastante audible como para que Di lo captara.
—¿Un informe al trono? Bien. Esperamos que mantenga su promesa y lo envíe pronto.
El presidente Fu Yu-i se unió a su risa, aunque con un tono más nervioso, sin la abierta confianza en sí mismo del otro hombre. Di no se detuvo, y las extrañas palabras lo siguieron hasta la verja y el carruaje que lo aguardaba allí.
Al día siguiente, lo despertó una idea. Se había acostado hirviendo de indignación, mientras escuchaba de nuevo la risa arrogante de Lu Hsun-pei y recordaba el descaro con que se había ufanado de su riqueza y de sus privilegios, como si se los hubieran otorgado los propios dioses, y le hubieran convertido en un ser distinto de los demás seres humanos, exento de normas, divino. A Di debía de haber seguido funcionándole la cabeza mientras dormía porque al despertar ya no estaba enfadado. En lugar de ello, estaba lleno de determinación, de curiosidad y de impaciencia por llegar a su despacho lo antes posible.
Como siempre, su ayudante ya estaba allí. Di entró apresuradamente y se percató de que el joven levantaba la cabeza del escritorio con el rostro lleno de preguntas, pero no le dio tiempo de hablar.
—¿Recuerdas el asesinato del ministro de Transportes, hace algunos años? —preguntó al joven mientras pasaba junto a la mesa de éste.
—Por supuesto —replicó el joven, sorprendido—. Y del jardinero que pagó por él con su vida.
—¡Yo mismo estuve a punto de pagarlo de la misma manera! —añadió Di mientras tomaba asiento—. Ese caso me ha causado verdadera zozobra, escapando a mi comprensión, esquivándome, exasperándome, conduciéndome a callejones sin salida para luego estallar en mi cabeza en mi propio despacho. Ese caso me ha estado carcomiendo por dentro durante años.
—¿Y ahora tenéis una pista? —inquirió el joven, interesado.
—No exactamente. Pero he vuelto a pensar en el asunto. Anoche estuve en una reunión muy interesante. Conocí a un hombre que reúne todos los requisitos para conocer algo que yo ignoro acerca de ese asesinato. Es rico y arrogante y carece por completo de escrúpulos.
—Esa descripción sirve para mucha gente, señor —comentó el ayudante.
—Tienes bastante razón —reconoció Di—, pero ese hombre, en medio de sus jactancias, mencionó que gran parte de su fortuna está relacionada con el sistema de transportes de la ciudad. Además —añadió con aire sugerente al observar la expresión de interés en el rostro de su ayudante—, el hombre mantiene contactos regulares con extranjeros. Indios, para ser preciso —concluyó con satisfacción. Acercó a él una hoja de pergamino en blanco y mojó un pincel de escribir. Trazó los caracteres del nombre del individuo y sostuvo el pergamino en alto para que lo viera el joven—. Lu Hsun-pei. Un hombre acaudalado, de muchos y vanados contactos. Creo que merecería la pena buscar las relaciones que pudiera haber tenido con el difunto ministro de Transportes. Este caso ha permanecido paralizado demasiado tiempo. Incluso el fantasma del jardinero muerto se ha rendido. Se ha desvanecido. De vez en cuando aún asoma al fondo de mis sueños, pero cada vez menos, conforme pasan los años. —Movió la cabeza y continuó—: Y eso es muchísimo peor que si me asaltara noche y día. Investiga los registros comerciales, de transportes, de tasas… Busca cualquier lugar donde el muerto y ese hombre pudieran haber coincidido, profesional o personalmente. No sé si encontraremos algo, ni qué podría ser, pero quiero que te encargues de ello.
—Parece que esa reunión fue muy interesante… —apuntó el ayudante.
—El mundo está lleno de sorpresas, desde luego —asintió Di, lacónico—. Pero mantuve abiertos los ojos y los oídos. Y lo que presencié supera cualquier obra moral o cualquier espectáculo de títeres metafórico que pueda encontrar en los bazares de la ciudad, esos dramas hiperbólicos que no se espera que nadie crea, pero que están pensados para instruirnos, a través del absurdo extremo, sobre el bien y el mal —dijo, complacido con la comparación—. Sí, era como una gran función de marionetas. Poblada de ladrones, damas hermosas, funcionarios corruptos, hombres santos y villanos que ofrecían sobornos.
—¿Hombres santos? —preguntó el ayudante, incrédulo.
—Por supuesto. ¿Qué, si no? —replicó Di con profundo sarcasmo—. Hombres santos tratados pródigamente, regalados con una buena cena y un buen vino. ¿Qué otra cosa podía esperarse de una reunión en la que el invitado de honor era un alto funcionario confuciano que ha jurado impedir que las supersticiones se difundan? De todos modos, el verdadero invitado de honor, aquel cuyo nombre estaba en todas las bocas, no estaba presente. Al parecer, ese hombre no tiene un momento libre debido a sus constantes y costosísimos peregrinajes a occidente, donde recoge con diligencia las Verdades y las vende como bloques de metal precioso.
—¿Y quién es ese personaje?
—Un monje viajero llamado Hsuan-tsang, que ha conseguido hacerse indispensable para los ricos ociosos de la ciudad, miembros de las familias más influyentes. Una lista de los asistentes a la reunión habría parecido una copia del Registro Nacional de Clanes. Es una suerte; no querríamos que esos hombres ricos y poderosos consideraran sus vidas completamente inútiles, ¿verdad?
—Hsuan-tsang… —murmuró el ayudante, pensativo—. ¡Ese nombre me suena!
—Seguro —asintió Di—. Como a todo el mundo.
—No. Me refiero a que he leído ese nombre. Y muy recientemente. Hoy mismo, para ser preciso. —Empezó a revolver los papeles que tenía ante él—. Está por aquí, magistrado. En alguna parte. El documento ha llegado esta mañana. Con tantos otros asuntos más urgentes que atender, no lo he considerado lo bastante importante como para presentároslo de inmediato. Pero ahora… ¡Ah! —Extrajo del montón de papeles un documento amarillo, doblado, y lo sostuvo en alto hacia la ventana. El sello imperial centelleó bajo la luz de la mañana—. Ha llegado doblado dentro de otra carta —continuó el ayudante, levantando una segunda hoja de papel, más sencillo—. Al parecer, alguien ha querido hacerlo llegar a vuestra atención.
—¡Dámelos ahora mismo! —dijo Di, y se levantó de un salto, arrancó los documentos de los dedos del sorprendido ayudante y se acercó a una ventana para leerlos.
—Uno de los papeles es un decreto de la familia de la emperatriz Wu —explicó, alzando la vista—. Más concretamente, de la madre de la emperatriz, la «reverenda» señora Yang. El otro es una carta de… no sé de quién.
El magistrado empezó a leer:
Al magistrado Di Jen-chieh:
Usted no me conoce, pero tengo la esperanza de que un día podamos saludarnos. Sé de usted gracias a su encomiable labor, cuya fama ha llegado ya a mucha distancia de las puertas de su ciudad. Yo estaba al corriente de las andanzas de ese criminal apodado Ojos de Diamante, cuya existencia conocía a través de un pariente que vive en otra ciudad y fue una de sus víctimas, y me ha alegrado el corazón la noticia de que usted ha puesto fuera de circulación a ese individuo y desbaratado su influencia corrupta sobre los campesinos. También soy consciente, como usted, de que no se trata de un fenómeno aislado. Conociendo su trabajo, tengo la certeza de que el documento que adjunto será de su interés. Hasta hace poco, yo también era un funcionario gubernamental de cierto rango, y estoy profundamente convencido de que nadie, por eminente que sea, debe quedar excluido de una investigación minuciosa.
Quizá le parezca a usted una ironía que haya buscado y recibido refugio en un monasterio budista, presidido por un abad bondadoso y honrado, un hombre que me ha enseñado con su ejemplo lo que no es un charlatán. Con el paso del tiempo, he terminado por confiar en él por completo y le he puesto al corriente de mi vida con todo detalle.
Dado que los muertos no necesitan nombres, he dejado de utilizar el mío. Puede usted llamarme, simplemente,
Un Viejo Tonto
Di volvió el papel y lo examinó detenidamente. Después, lo levantó para observarlo al trasluz.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Este hombre, quienquiera que sea, es muy valiente! —El ayudante se acercó para ver a qué se refería el juez. Di trazó con el dedo tres ideogramas siguiendo las difusas marcas de agua apenas visibles en la esquina superior izquierda de la hoja—. Es el nombre del monasterio, disimulado a los ojos de los hombres vulgares y poco observadores que pudieran interceptar el mensaje. ¡Pero el remitente sabía muy bien que yo no lo pasaría por alto!
—Ciudad… estrella… flor… —El ayudante leyó en voz alta los caracteres y se volvió hacia Di.
—Luoyang —explicó éste—. La ciudad estrella. La capital. Y la flor sólo puede referirse al loto, la más sagrada de las flores en la mitología budista. Buscaremos el nombre de un templo que lleve la palabra loto. Ese hombre me ha abierto la posibilidad de comunicarme con él. Espera. Un momento… —murmuró, al tiempo que echaba un nuevo vistazo a la carta—: «Un viejo Tonto»… ¡Cielos! —Se volvió a su ayudante—. ¿Te das cuenta de quién ha enviado esta carta?
La mueca inexpresiva del joven le indicó que no. Él, en cambio, había oído todos aquellos cuentos ridículos acerca de los Seis Viejos Tontos. Hacía de aquello un par de años. Los ancianos miembros del Consejo de los Seis, altos dignatarios de Tai-tsung que habían sobrevivido a su reinado, parecían haberse vuelto locos, y a consecuencia de tales cuentos acordaron suicidarse.
Dio vuelta a la carta entre sus dedos. Los muertos no necesitan nombre, decía. Así pues, al menos uno de los viejos consejeros había escapado a la muerte y había establecido comunicación con él.
Excitado, abrió el otro documento y leyó:
… Con profunda fe y ardiente fervor, la Santa Madre de nuestra magnífica y amada Emperatriz, la Reverenda señora Yang, da la bienvenida y celebra el regreso de los Peregrinos de la Verdad, Hsuan-tsang y sus discípulos, I-tsing y Tzu-en, de las regiones occidentales, de los reinos Budistas del archipiélago meridional y de la Tierra Natal del Buda. Enterada de la suma de conocimientos que el viajero ha traído consigo a China, la señora Yang ha volcado, gracias a la gran generosidad de la Emperatriz Wu Tse-tien, todos los recursos de la Corte del Divino y Augusto Emperador Kao-tsung para trabajar en la traducción de los grandes textos filosóficos de los Vijnaptimatratasiddhi y de los Madhyantavibhagatika. La Reverenda Madre Yang ha patrocinado el proyecto —un discurso sobre metafísica superior de la esotérica Escuela Hinayana, o del Pequeño Vehículo, en sesenta volúmenes, con mil trescientos treinta capítulos— en nombre de los Gloriosos T’ang, el Emperador Kao-tsung y la hija de la señora Yang, la Emperatriz Wu Tse-tien. Y lo ha hecho por el honor del trono y en nombre de Maitreya, el Buda Futuro…
Di miró a su ayudante.
—¿He hablado de los ricos, las clases superiores, los opulentos ociosos? Lo mismo habría dado que hablara de campesinos sucios y de granjeros descalzos con estiércol en los pies. —Exhaló un largo suspiro de desánimo—. Pero debería haberlo sabido, naturalmente. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa esperaba?
El juez volvió a escuchar en su cabeza la risa arrogante de Lu Hsun-pei y el sonido le resultó mucho más descarado, impúdico y desdeñoso ahora que tenía una idea más cabal de lo que había tras aquella actitud. Y recordó las palabras que habían llegado a sus oídos cuando se marchaba: «Ojalá mantenga su promesa y envíe ese informe al trono», había dijo Lu Hsun-pei en tono burlón. «Y ojalá lo haga pronto».
Debía de haber parecido un completo tonto cuando se retiró con aire de ofendida dignidad al término de su pequeño discurso. Era como si hubiera declarado su intención de quejarse al rey de los lobos de que le molestaba el ruido de los huesos al partirse entre sus fauces. Sí, debía de haber parecido un verdadero tonto.