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Año 658

Luoyang

Wu-chi estaba profundamente preocupado por el viejo Sui-liang. En su décima mañana de agotadoras audiencias, planificadas con el evidente propósito de agotar y vencer la resistencia de los viejos consejeros y quebrar su ánimo, Wu-chi veía a su amigo atenazado por el dolor. Un rato antes, Sui-liang se había puesto sumamente pálido y había precisado la ayuda de Wu-chi para mantener su paso vacilante escaleras arriba y a lo largo del interminable pasillo hasta su asiento en el salón del Tribunal de Revisiones.

Wu-chi asió la mano ajada y envejecida que descansaba sobre el muslo del anciano sentado a su derecha, la estrechó ligeramente entre sus dedos en un gesto tranquilizador y notó que los huesos, frágiles como los de un pajarillo, se apretaban como las varillas de un abanico de papel bajo su leve presión. Había lágrimas en las mejillas arrugadas de Sui-liang, pero Wu-chi fingió no haberlas visto. Mientras apartaba prudentemente la mirada, Wu-chi dio unas palmaditas en la mano de su amigo.

A sus ochenta y cuatro años, Sui-liang era el más anciano de los consejeros y Wu-chi sabía que no vería su siguiente aniversario. Su amigo ya no paseaba por los senderos cubiertos de hojarasca del Coto Imperial, una costumbre que le había producido gran placer y solaz. Y hacía muchísimo tiempo que no tocaba el chin de dieciséis cuerdas. Su hijo le había regalado aquel espléndido laúd unos treinta años atrás, y Sui-liang había experimentado una gran satisfacción tocándolo. «La música produce un placer sin el cual la naturaleza humana no puede sobrevivir», había indicado en cierta ocasión a su meto. Wu-chi evocó al anciano afinando las cuerdas y recitando citas del Libro de los Ritos ante la atenta mirada del muchacho. «La virtud es el tronco firme del árbol de la naturaleza del hombre», había añadido a continuación, dirigiendo una sonrisa al muchacho que contemplaba extasiado y lleno de admiración el maravilloso instrumento, «y la música es la flor de la virtud». Y ahora, reflexionó Wu-chi, la desaparición de la música de Sui-liang era una profecía conmovedora. Como la desaparición de un animal que conoce que le ha llegado la hora de morir.

Virtud y honradez: el anciano Sui-liang era un compendio de ambas cualidades. Naturalmente, lo mismo cabía decir de Han-yuan y de Lai-chi, sus colegas en el Consejo de los Seis, que también ocupaban esa mañana, con aire estoico, la hilera de bancos a la izquierda de Wu-chi en el Tribunal de Revisiones. Aquélla era la última jornada de las sesiones del proceso oficial, que se habían sucedido sin interrupción, y el día en que sería leída la declaración final, es decir, el veredicto del tribunal.

¿Quién habría podido prever que un día sucedería algo semejante? Ni siquiera constituían ya el Consejo de los Seis. Tan profunda era la desesperación y la humillación a que habían sometido a sus miembros que dos de ellos ya habían puesto a salvo su honor con el único medio de que disponían: el suicidio.

Wu-chi no reconoció al recién nombrado vicepresidente de la Censura que cruzaba la sala delante de ellos. En el torrente de sucesos incomprensibles de aquellas últimas semanas, aquel nombramiento sólo era un hecho extraordinario más. Wu-chi no había visto en su vida al nuevo vicepresidente, pese a que el anciano consejero ocupaba teóricamente la presidencia de la Censura Suprema, un cargo que había ejercido con dedicación completa junto a su servicio a tiempo parcial en el Consejo de los Seis. Por lo menos, así había sido hasta hacía apenas un par de semanas, cuando habían aparecido las primeras «acusaciones» contra los cuatro miembros supervivientes del Tsai-siang.

La Censura era el cuerpo judicial e investigador supremo entre el Departamento imperial de Castigos y el Tribunal de Revisiones. Si alguien tenía que juzgar a otro por calumnias o por traición al gobierno, debería haber sido el propio Wu-chi. Sin embargo, la mano de la emperatriz Wu y de su mimado historiador, Shu Ching-tsung, era omnipresente. La semana anterior, Wu-chi había descubierto a otro personaje fundamental en todo aquello: Lai Chun-chen, recientemente «designado» responsable del Ministerio de Nombramientos Civiles y de la policía secreta de Wu. Una combinación interesante, reflexionó Wu-chi. Sin duda, el tal Lai tenía a su cargo la selección de los funcionarios y se ocupaba de llenar las salas de los tres cuerpos judiciales con aquellos que poseían el enfoque adecuado y el «punto de vista» correcto.

Un hombre rechoncho avanzó finalmente por el pasillo con paso lento pero decidido, portando en la mano un rollo de documentos de aspecto oficial. Su respiración trabajosa escapaba de sus narices con un silbido mientras procedía a sentarse en el estrado junto a los demás miembros del estamento judicial reunidos en la sala. Wu-chi tampoco reconoció al recién llegado. Han-yuan y Lai-chi le devolvieron su mirada inquisitiva.

Sin levantar la mano apenas, Wu-chi hizo una seña disimulada a Lai-chi, tratando de animar a su amigo a no darse por vencido. Y necesitaba decirle algo más, aunque temía que ya fuese demasiado tarde. Al iniciarse las comparecencias, diez días antes, los cuatro consejeros habían sido sometidos a arresto domiciliario. Las acusaciones eran desquiciadas, pues vinculaban a los cuatro miembros del Tsai-siang, el Consejo de los Seis, con una vaga e inverosímil «conspiración matriarcal» para llevar a cabo un golpe de estado contra el emperador Kao-tsung en favor del hijo de la depuesta emperatriz Wang, el ex príncipe heredero Jung, un muchacho de trece años.

Pero aquella situación de arresto domiciliario había resultado muy peculiar y muy distinta de lo que Wu-chi esperaba. Los acusados eran tratados como príncipes. Tenían a su disposición un lujoso recinto palaciego y cada uno disfrutaba de un apartamento privado y de un grupo de criados y médicos personales. Las puertas traseras de los refinados apartamentos daban a un jardín central común, de gran tamaño y bellamente decorado, donde los consejeros podían reunirse y charlar con libertad.

Los guardias que los escoltaran a todas partes durante casi un año habían desaparecido. Al principio, Wu-chi quiso pensar que sus perseguidores empezaban a recobrar el juicio, poco a poco. Al fin y al cabo, aquellas insinuaciones de conspiración contra el trono eran tan inconcebibles… Además, ¿qué podían hacer cuatro viejos artríticos? Wu-chi había alimentado durante mucho tiempo aquella débil llama de optimismo. Pero hasta la más leve y escurridiza esperanza había quedado barrida tan pronto como se había anunciado la presentación de las «acusaciones». Aquel día, todo había quedado muy claro.

El rechoncho magistrado carraspeó y desenrolló el documento. La sala, en la que ya reinaba la calma, se sumió en un silencio extremo, atentísimo. El hombre empezó a leer:

En este decimocuarto día del séptimo mes del segundo año de la era de Lin Te, la Excelencia Moral de la Unicornia, en el reinado del emperador Kao-tsung, de la casa de Li.

Por fin, el orondo lector terminó los prolegómenos y proclamó:

La decisión de los órganos judiciales mayores y menores de los tres Tribunales supremos es unánime en relación a las actuaciones de los cuatro consejeros del Tsai-siang. Este tribunal resuelve que los cuatro consejeros, servidores del augusto Hijo Supremo del Cielo, el emperador Kao-tsung, y leales y valiosos consejeros de estado ya con su padre, el difunto divino emperador T’ang, Tai-tsung, son inocentes de todos los cargos de complot contra el gobierno; son inocentes de todas y cada una de las acusaciones de colaboración con el príncipe Jung, noble hijo de la retirada y virtuosa emperatriz Wang, e inocentes de todas y cada una de las acusaciones de participar en una «conspiración matriarcal» con la emperatriz Wang, que actualmente vive en un apacible retiro a cargo del estado…

¿Qué clase de trampa letal era aquélla? Wu-chi se volvió con expresión perpleja a sus colegas, que permanecían inmóviles, como tallados en piedra.

—Buen chiste —susurró Sui-liang a Wu-chi. En un vano gesto protector, Wu-chi alargó la mano y sujetó las de su amigo, cerradas con fuerza sobre sus muslos, con los nudillos muy blancos. El lector de la sentencia dirigió una breve mirada a la sala y continuó:

… y no son, por separado o en unión, responsables de intento alguno de socavar el bienestar del estado o de derrocar el trono del Pavo Real y, por tanto, de ninguna tentativa de suplantar y usurpar el Mandato Divino de los cielos. Son inocentes de todas las acusaciones de fechorías y, además…

Una pequeña burbuja blanca de saliva escapó entre los labios apretados de Sui-liang. La primera reacción de Wu-chi fue evitarle la humillación, y alzó la mano hacia el mentón de su amigo, pero en aquel preciso instante Sui-liang empezó a inclinar pesadamente la cabeza hacia delante. Después de observar el rostro de Sui-liang mientras éste caía poco a poco en aquella especie de trance, la mirada de Wu-chi se posó por fin sobre la tela que cubría los muslos de su amigo y advirtió la mancha húmeda, oscura y reluciente. Un olor intenso, acre, alcanzó su nariz y la inquietud de Wu-chi por su anciano colega se redobló.

Qué vergüenza, pensó, molesto y perplejo. ¿Cómo era posible que el viejo Sui-liang se orinara encima? ¡Estaba hecho un cascajo! Después, con los ojos muy abiertos, Sui-liang inclinó el cuerpo como si quisiera apoyar la frente en las rodillas. Al ver aquello, la vergüenza y el apuro desaparecieron de la mente de Wu-chi, desplazados por una certidumbre que inundó todos sus sentidos con el ímpetu de un torrente. Sui-liang acababa de expirar.

Wu-chi tomó a su amigo por los hombros e incorporó su cuerpo, evitando que se deslizara del asiento. El único pensamiento que ocupaba su cabeza en aquel instante era el ruido sordo que produciría el cuerpo del viejo Sui-liang si golpeaba el suelo de madera y la urgencia de evitar que aquello sucediera. Cuando empujó hacia atrás el tórax huesudo de su amigo, los pliegues de piel fláccida que colgaban de la sotabarba de Sui-liang se derramaron sobre sus dedos. La piel manchada de pecas estaba cálida y floja y Wu-chi fue consciente de que estaba percibiendo el último hálito de vida en el instante de abandonar el cuerpo del anciano.

Sin dejar de sostener el cuerpo con una mano, se volvió hacia Han-yuan y Lai-chi. El primero seguía casi inexpresivo, como de costumbre, pero Lai-chi sonrió y asintió. Frente a ellos, impertérrito, el magistrado continuó la lectura mientras las cabezas se volvían y se extendía un murmullo entre las pobladas filas de auxiliares, escribientes y otros funcionarios. La atención de los presentes se dividió. Sus ojos, desconcertados ante el inesperado espectáculo de la muerte, observaron la escena unos instantes con aire confuso; después, se volvieron respetuosamente hacia el escaño del magistrado que presidía la sesión. La voz infatigable continuó desgranando párrafos de la declaración como si no hubiera sucedido nada en absoluto.

… Es decisión de los Tres Tribunales Superiores que los cuatro consejeros del Tsai-siang han sido incapaces de cometer traición contra este trono e incapaces de cualquier intento de conspiración o de encubrimiento de conspiradores debido al grave y preocupante ataque de confusión y locura que padecieron durante el último año, desde la muerte por su propia mano de dos miembros del Consejo…

Unos sirvientes aparecieron en la sala y avanzaron entre los bancos hacia Wu-chi y Sui-liang. A regañadientes, Wu-chi soltó a su amigo mientras los criados levantaban el cadáver. Uno de ellos limpió cuidadosamente el charco del asiento. Los cuellos se estiraron y los crujidos de los bancos, los murmullos y el roce de las ropas de seda crecieron en la sala mientras el cuerpo era retirado a toda prisa.

… En consideración a ello y a los servicios ejemplares rendidos a este trono, los cuatro consejeros supervivientes… Rectificación: los tres consejeros supervivientes. Tómese nota de que el documento ha sido enmendado aquí para hacer referencia a tres consejeros supervivientes…

Con estas palabras, Wu-chi captó por fin en toda su crudeza lo que acababa de suceder. Un pincel despiadado e insensible, una gota de tinta, sin aguardar siquiera un instante para respetar su recuerdo, había eliminado a Sui-liang del documento mientras su cuerpo sin vida aún era transportado fuera de la sala. El magistrado, aquel cerdo obeso, retorcido y pomposo, se limitó a continuar leyendo, implacable. Mientras el cuerpo laxo de Sui-liang, con los brazos colgando desgarbadamente, era conducido por el amplio pasillo central de la estancia, el eco repetía las palabras del hombre como si hablara en una gran caverna.

… serán relevados de todas sus obligaciones y liberados de cualquier nuevo servicio al trono. Se les garantizará y proveerá una vida cómoda y lujosa acorde con su elevada posición y los grandes servicios prestados y se les mantendrá esta prerrogativa el resto de sus vidas…

Esta vez, la mano de la emperatriz y sus adeptos quedaba claramente de manifiesto. La destitución sería enviada por las Asambleas Judiciales, la Mayor y la Menor, al emperador para su aprobación. Y, por supuesto, Kao-tsung la refrendaría. ¿Qué otra cosa podía…?; no, se corrigió a sí mismo: ¿qué otra cosa le estaba permitido hacer a un hombre sometido al hechizo de dos brujas?

Kao-tsung. Ya no era el nombre de un emperador, sino el de un hombre asustado. El de un hombre sometido por una mujer.

Wu-chi comprendió también que no le quedaba mucho tiempo de vida; que su esperanza, a los sesenta y un años de edad, de disfrutar otras dos décadas de vida como las que había tenido su padre era absolutamente vana. Ahora, quizá le quedaran unos meses, como mucho. El tiempo suficiente como para que la noticia del juicio perdiera actualidad y…

Han-yuan y Lai-chi no habían demostrado la menor emoción; para ellos, no había diferencia entre la muerte de Sui-liang y la lectura de la declaración final. Wu-chi intentó de nuevo captar su atención con la mirada, pero los dos mantuvieron las suyas fijas al frente. En aquel instante, más que nunca, Wu-chi sentía la urgente necesidad de hablar con ellos antes de que se hiciera de noche.

El rechoncho magistrado continuó la lectura; de vez en cuando, se llevaba la manga de la túnica a la frente, ancha y pálida, mientras proclamaba:

… Para que el funcionamiento de una burocracia bien ordenada continúe sin interrupción, se considera necesario que, hasta el momento en que puedan encontrarse sustitutos más adecuados y permanentes para ellos, los Tres Tribunales Superiores cubran los puestos vacantes de forma interina, de la manera siguiente: el presidente Shu Ching-tsung, cuyos grandes logros en el Gabinete de Historia Imperial con la compilación de la Verdadera crónica del emperador Kao-tsung ya han sido debidamente elogiados, asumirá las tareas adicionales de Alto Secretario de la Cancillería, el cargo desempeñado por el anterior canciller, Han-yuan, relevado ahora de sus obligaciones civiles después de haber sido declarado inválido e incapacitado para continuar en el cargo; por otra parte, Lai Chun-chen, cabeza del Ministerio de Nombramientos Civiles y de la Policía Secreta de la emperatriz, ocupará el cargo en el órgano judicial de la Censura que hasta hoy desempeñaba el antiguo honorable consejero Wu-chi, declarado incapaz de seguir desarrollando…

Wu-chi se dijo que, sin duda, era imposible odiar a todos sus acusadores. La mayoría de ellos se había visto atrapada, simplemente, en la urdimbre de las maquinaciones de la emperatriz. ¿Alguno de ellos se consideraría un asesino? ¿Entenderían tal vez que, en pequeña medida, cada uno de ellos era responsable de la muerte de un anciano llevado hasta los límites de su resistencia después de diez jornadas seguidas de «audiencias»?

Había funcionarios, escribientes, guardias y gran número de ministros de bajo rango del Tribunal de Revisiones y de la Censura que sólo creían estar cumpliendo con su trabajo… Jamás se les habría pasado por la cabeza la idea de que también ellos eran delincuentes. Y, sin embargo, al estudiar sus rostros, imaginó que aquí y allá detectaba síntomas de que algunos funcionarios percibían que sucedía algo incorrecto: podía ser tan sólo la fijeza de una mirada, una vibración involuntaria de los músculos de la mandíbula, un humedecimiento de los labios, un dedo llevado a la boca. Pero incluso esos pocos apartarían de su mente tan desagradable idea antes de que llegara la hora de cenar, antes de que sus ojos volvieran a ver a sus esposas y a sus hijos. Porque Wu-chi estaba seguro de que la mayoría de ellos se limitarían a mentirse a sí mismos. Así era la naturaleza del hombre. Y allí residía su vulnerabilidad.

Y lo propio del mal era la facilidad con que uno podía dejarse llevar por él. El mal era el rebaño. El mal era lo vulgar, lo corriente. Era lo que uno toma para desayunar. Aquélla era la amenazadora verdad que le señalaba como hombre muerto.

La sentencia se completó con las declaraciones finales relativas a las vacantes creadas por los consejeros destituidos. Los miembros de los Tres Tribunales Superiores fueron escoltados al exterior de la sala y los sirvientes avanzaron lentamente hacia los tres ancianos supervivientes.

Fuera, el aire era fresco y vigorizante; los pinos del parque imperial tenían un verde intenso contra el cielo azul, limpio de nubes. ¿Sería aquello lo último que Wu-chi vería del mundo? Bajo sus pies, unas matas de hierbas y zarzas de milagrosa belleza se abrían paso entre las grietas del pavimento y crecían en espirales de hojas cada vez mayores. La brisa estremecía las copas de las coníferas con suaves siseos, acariciaba el borde de su túnica y agitaba las borlas de los faldones decorativos del palanquín que le aguardaba. Puñados de hojas de pino de un pardo intenso quedaban atrapadas en remolinos sobre el pavimento cuarteado y el aire estaba impregnado de su fragancia resinosa.

Han-yuan y Lai-chi eran conducidos hacia el recinto y sus palanquines ya desaparecían de la vista tras la tupida arboleda. En el patio, los ocho porteadores de Wu-chi sostenían el vehículo y esperaban pacientemente. El anciano se quejaba de una rodilla artrítica que se le había inflamado y descendía la escalinata despacio, cojeando y con muecas de dolor cada vez que apoyaba el pie en un peldaño. Su joven sirviente se mostró amable y, con gestos comprensivos, le sostenía por el codo a pesar de sus protestas.

Una vez que montara en el palanquín, todo estaría perdido. Aunque mantuvo una apariencia de calma, la sangre se le aceleró y los pensamientos se le agolparon en la cabeza mientras avanzaba poco a poco hacia los sirvientes que le esperaban. En aquel instante, sin razón aparente, evocó una imagen del Cuento de los Seis Viejos Tontos, aquellos consejeros lascivos con las ropas levantadas hasta sus cabezas seniles. ¿Por qué le venía a la memoria un asunto tan ridículo en aquellos momentos? La respuesta le llegó de inmediato.

—Lamento muchísimo el repentino tránsito de vuestro amigo —murmuró el criado, interrumpiendo los pensamientos de Wu-chi.

—El mundo ha sufrido una gran pérdida, pero de poco sirve lamentarse ahora. El maestro Sui-liang tuvo la sabiduría de nacer antes que el resto de nosotros. Y ha sido aún más sabio al abandonar a los tontos que permanecemos aquí. Nos lleva cierta ventaja. Tendremos que afrontar este día sin él. —Carraspeó, reprimiendo un espasmo de pena—. Pero no puede decirse que no esperásemos su muerte.

Wu-chi calló y apoyó las manos en la barandilla. La pesadumbre creció en su pecho con persistencia, hasta que notó las lágrimas a punto de rebosar de sus ojos. Echó atrás la cabeza y se llevó las yemas de los dedos a la mejilla para enjugarlas. Notó el calor del sol y una suave brisa verde en la cara, que resultaba fría al contacto con las lágrimas. Era la música otoñal de Sui-liang, que sonaba para él una última vez.

—¿La acupuntura no os alivia el dolor y la rigidez, maestro Wu-chi? —preguntó el sirviente, apurado, en un intento de cambiar de tema.

—Me ha aliviado algo —respondió Wu-chi con brusquedad, al tiempo que reanudaba su descenso, exageradamente trabajoso, sin dejar de hacer aspavientos cada vez que el pie tocaba un escalón. Ahora estaba seguro de lo que debía hacer. ¿Acaso había sido el espíritu del viejo Sui quien había llevado a su cabeza la imagen de los Viejos Tontos y sus ropas levantadas? Se volvió hacia el criado y le cuchicheó en voz baja, con discreción—: Pero es el diurético que el médico más «servicial» ha decidido administrarme lo que me ha causado el mayor problema… seguro que entiendes a qué me refiero. Ha sido una mañana muy larga…

Al principio, el criado no dio muestras de entender, pero luego dirigió una mirada de dolorida comprensión a su señor.

—¡Desde luego, consejero! ¡Claro que os entiendo! —murmuró, bajando la vista—. Afortunadamente, bordeamos los bosques del parque…

—Es una gran suerte —asintió Wu-chi—. Por supuesto, tendrás que conceder un poco de tiempo a este anciano. Mis conductos ya no poseen el vigor de la juventud.

—Desde luego, consejero. Esperaré junto al palanquín.

El sirviente volvió junto a los porteadores y les indicó que se tomaran un descanso. Los hombres depositaron la adornada silla en el suelo entre un coro de gruñidos y murmullos y se dispersaron por la cuneta cubierta de hierba.

Al principio, Wu-chi avanzó despacio, consciente de que los criados aún podían tener sus ojos en él. Volvió la cabeza con cautela y observó al sirviente sentado despreocupadamente en el pavimento, con la espalda apoyada en el recargado palanquín y absorto en un rompecabezas de papel que Sui-liang había realizado para el muchacho la semana anterior. Agradeció su generosidad al espíritu del maestro Sui-liang y prometió realizar una ofrenda por el alma del difunto anciano. Quizá yo sea un hombre que ha vuelto la espalda al funeral de su propio padre, se dijo Wu-chi recordando aquellos panfletos espúreos, pero no te olvidaré fácilmente, mi viejo amigo. Se adentró en la arboleda y, al poco, echó a correr. Las ramitas se enganchaban en los bordes de la túnica y del chaleco y tiraban de él; esquivó una, pero la siguiente le arrancó de la cabeza el bonete almidonado. ¡Mejor! ¡Que el bosque se quede ese objeto inútil!, pensó, apresurando la marcha. El dolor de rodilla había desaparecido. Las canas grises pendían de cualquier manera en torno a su rostro. Continuó internándose en la espesura, saltando viejos troncos caídos cubiertos de musgo y ascendiendo pendientes rocosas a la carrera con una agilidad renovada.

Intentó recordar la disposición del parque imperial. Recordó sus paseos por el coto, muchos años atrás, y que aquella extensión de bosque denso y sin cuidar se abría a unas tierras de labranza llanas a cierta distancia hacia el norte de la capital. Era poco más de mediodía; por tanto, debía mantener el sol sobre su hombro izquierdo. Y, por encima de todo, tenía que evitar los senderos para caballos. Mientras corría, el olor de las hojas en putrefacción y el intenso aroma de la tierra del bosque calentada por el sol le embriagó, despertando recuerdos de tiempos lejanos, más felices.

El sonido de unas voces y el retumbar de unas pezuñas despertaron a Wu-chi de sus fantasías. Se había acercado demasiado al camino. Se alejó rápidamente, pero descubrió que el terreno iniciaba una pronunciada subida y arriba se distinguía un pedazo de cielo abierto, como si hubiera un gran claro en los árboles. De muy abajo, le llegó el sonido de una corriente de agua y, de pronto, recordó: ¡la cañada! Una depresión del terreno profunda y peñascosa, sembrada de pinos tortuosos y altos helechos cortaba el parque como una inmensa cicatriz desde sus límites orientales hasta el lado contrario, y por su fondo corría un riachuelo que en aquella época del año llevaría más fango que agua. Si no se hubiera apartado del camino, habría encontrado un puente adecuado para salvar el barranco. Pero, en sus circunstancias, sólo tenía un modo de cruzar: descender la pendiente.

Wu-chi bajó la cuesta rocosa a trompicones, agarrado a las ramas y a los arbustos para controlar el impulso mientras sus pies desprendían montones de guijarros y los mandaban dando saltos hasta la espesa vegetación del fondo de la cañada. Resbaló, sus pies perdieron el apoyo y cayó de culo pesadamente, deslizándose unos metros pendiente abajo. Se asió a una rama y se incorporó de nuevo. La rama se quebró y las piedras desprendidas chocaron entre sí con un sonoro matraqueo. El estrépito adquirió una intensidad terrible y Wu-chi temió que tanto estruendo tal vez frustrase su huida, pero enseguida se dijo que quizás estaba a suficiente distancia del camino. Además, era poco probable que ya hubieran decidido buscarle. El ruido que estaba haciendo era inevitable; además, como es lógico, los bosques estaban llenos de ciervos y otros animales que huían de los seres humanos; quien captase aquellos ruidos creería estar oyendo a un animal asustado. Precisamente lo que él era, reflexionó.

Se deslizó entre la cenagosa extensión de helechos, a unos palmos apenas del riachuelo que serpenteaba entre las rocas delante de él. Cuando hubo vadeado la corriente y ascendido la pared opuesta de la cañada, observó que el bosque se había cobrado su tributo no sólo desgastando sus fuerzas, sino también sus ropas. Se detuvo unos instantes bajo el cálido sol en lo alto del barranco y pasó revista a su aspecto. Tenía varios sietes en la túnica y también espinas y cardas adheridas a la tela; además, el fango espeso que empezaba a secarse como argamasa entre los dedos de sus pies había engullido las zapatillas que calzaba. Se tocó el cabello, convertido en una maraña de resina, ramitas y agujas de pino que sobresalía de su cabeza dándole el aspecto de un loco.

Wu-chi se quedó allí unos momentos, tembloroso. ¿Adónde iría ahora? ¿Quién acogería a un pobre loco? ¿En qué lugar de la ciudad podría encontrar un refugio seguro? En ninguno, si tenía en cuenta que los agentes de la emperatriz emprenderían su búsqueda antes de la caída de la noche. Buscar la protección de una familia quedaba descartado, pues su presencia pondría en peligro a cualquiera que tuviese la bondad de ofrecerle abrigo.

El dolor de la caída se extendía ahora desde la rabadilla hasta las caderas; con una mueca, Wu-chi trató de asearse, hizo un vano intento de ordenar su indumentaria y se pasó los dedos por el cabello, pero, de pronto, tuvo una inspiración y se detuvo. Un loco. ¿Qué mejor disfraz? Sabía quién daría acogida a un pobre loco… sobre todo, a uno que ni siquiera podía recordar su propio nombre.

Año 658

Monasterio del Loto Puro, al norte de Luoyang

Wu-chi había perdido la cuenta exacta, pero debía de haber transcurrido bastante más de un mes desde que había sido recogido por los compasivos monjes y monjas y, desde entonces, residía en el enorme recinto monástico budista del Loto Puro, al norte del parque imperial y a unos diez li de las puertas septentrionales de Luoyang. Dentro de aquellos muros, el tiempo fluía serenamente.

A su llegada, no había sido así. Entonces, el tiempo se le había hecho tan eterno como el incesante canturreo de los monjes en oración. Incluso la solicitud de las monjas, con su compasión infinita por aquel pobre espíritu perdido que se declaraba incapaz de recordar su pasado o tan siquiera su nombre, le había resultado presuntuosa e irritante. A Wu-chi le molestaba el continuo sonar de campanas, flautas y platillos que llamaban a la oración y la meditación en la Gran Sala, dividiendo el día una y otra vez en porciones de tiempo inmanejables. El sol persistente se dedicaba en todo momento a extender las sombras a lo largo de las paredes deslustradas de su celda.

Pero, después, las cosas habían cambiado. Poco a poco, Wu-chi fue despojándose del ardiente fervor confuciano que lo había acompañado toda la vida y relajándose en lo que los buenos budistas llamaban un estado superior del ser. A sus sesenta y un años, habiendo dejado atrás su condición de consejero de estado abrumado por la inmensidad y la importancia de sus deberes imperiales, Wu-chi había encontrado tiempo para recuperar la prodigiosa infinitud de la infancia en un cálido día estival. El zumbido de los insectos, su belleza y complejidad, el aroma a verdor tostado por el sol de los árboles, la hierba y las flores y, a continuación, el aliento gélido del otoño; nada escapó a su percepción y a su placer. La pérdida de memoria, una mentira que había contado a los monjes como una medida para proteger su disfraz, había dejado de ser una absoluta ficción. Había días en los que apenas recordaba el pasado, aunque tenía buen cuidado de no olvidarlo por completo.

Trabó muy buena amistad con el abad, el maestro Liao, un hombre erudito y más o menos de su edad, que demostraba un profundo interés por las noticias del mundo exterior y estudiaba las novedades cotidianas que llegaban de la capital con el mismo interés, imaginaba Wu-chi, con el que un día debía de haberse dedicado a los sufras. Wu-chi declaró compartir tal interés. Hasta donde sabía el abad, su huésped sólo recordaba fragmentos dispersos de su vida. Así, parecía recordar que un día había sido un magistrado provincial de bajo rango o algo parecido. Quizá sólo un funcionario en algún remoto puesto de la administración. Pero en un empleo muy literario. Al principio, el maestro Liao dijo que aquel interés podía perjudicar su felicidad, que las noticias del mundo exterior podían llevar a la mente confusa de su nuevo amigo alguna sombra desagradable del pasado, pero Wu-chi convenció al abad de que las ojeadas que pudiera echar a su propio pasado no lo apartarían de su estado de dicha, que ya tenía profundamente arraigado y centrado en sus divinos chakras. Además, Wu-chi sabía que el viejo abad estaba encantado de tener un colega inteligente con quien discutir los sucesos, cada vez más extraños, que se producían en la política imperial.

La primera información que Wu-chi obtuvo del abad fue el anuncio de su propia muerte. Según parecía, los tres consejeros supervivientes del extinto Tsai-siang se habían suicidado, pese a todos los esfuerzos que se habían hecho para asegurar su comodidad y su bienestar.

… La súbita locura que afectó a los dos primeros consejeros hace un año ha resultado, al parecer, contagiosa. Los tres honorables prohombres supervivientes, los maestros Han-yuan, Lai-chi y Wu-chi, fueron encontrados muertos en sus respectivos aposentos, con evidentes señales de haberse quitado la vida… Los criados no percibieron el menor síntoma de incomodidad o malestar en ninguno de ellos con anterioridad a la trágica sucesión de hechos, lo que ha llevado a los médicos de la corte a la conclusión de que, finalmente, la locura se apoderó de los malogrados maestros.

Wu-chi sopesó todas las posibilidades. ¿Había llegado a difundirse la noticia de su fuga o se había producido un complejo encubrimiento para evitar que ésta llegara a conocimiento de la emperatriz? El anciano consejero pensó con una punzada de dolor en el joven sirviente que tuvo la amabilidad de dejarle internarse en el bosque para hacer sus necesidades. Su destino no debía de haber sido muy agradable, sin duda, pero Wu-chi no había tenido otra opción.

¿Y qué le habría contado la emperatriz Wu Tse-tien a Kao-tsung respecto a los desdichados consejeros? Que se habían vuelto locos, probablemente. Que estaban tan trastornados, con su Mar de Tuétano tan marchito, que habían padecido una profunda histeria plagada de alucinaciones. Y el emperador, el pobre e inútil Kao-tsung, le habría dicho a la mujer que aquellos ancianos no habían cometido ninguna falta…

Después, Wu-chi se preguntó de quién sería el cuerpo que había ocupado su lugar en el escenario de su supuesta muerte. ¿Qué pobre anciano había tenido la desgracia de parecerse a él? Y sus viejos amigos, Lai-chi y Han-yuan. Las lágrimas le nublaron la vista mientras elevaba oraciones para pedir que su muerte no hubiera sido demasiado penosa.

Wu-chi permaneció despierto hasta entrada la noche, dándole vueltas a sus pensamientos.

Cuando por fin concilio el sueño, éste estaba lleno de imágenes espantosas que le atenazaban a través de capas finas y permeables de conciencia. De madrugada, estaba agotado; sólo entonces se sumió en un sopor profundo, desprovisto de sueños.

Se desperezó con esfuerzo a primera hora de la tarde. Observó la ropa de cama, los detalles minúsculos de las paredes y el techo, hasta su propia mano llena de pecas, inmóvil sobre el lecho junto a su rostro, bajo la luz mortecina y gris de un día cubierto, pero Wu-chi no fue capaz de incorporarse. La fatiga y la opresión pesaban de tal forma sobre su pecho que creyó que no podría levantarse nunca más.

Era un delincuente. Jamás podría regresar a su vida porque no le quedaba ninguna.

Pero tenía al abad. Los dos hombres descubrieron que entre ellos crecía una firme amistad.

Año 659

—Esta mañana llegas tarde con el desayuno —comentó Wu-chi al maestro Liao cuando el abad entró en sus aposentos con la fuente de la colación. Wu-chi no levantó la vista de la carta que estaba redactando.

—Bueno, lamento mucho el retraso, consejero, pero hay demasiada gente hambrienta que nos espera cada mañana en las calles —respondió el abad con un profundo suspiro de exasperación—. Cada día alimentamos a un centenar de pobres mendigos mugrientos. Pero por cada uno al que damos de comer, hay mil más que claman por nuestra comida y por nuestra piedad. En este orden.

—Bastaría con la primera, sin necesidad de la segunda. Seamos sinceros: lo único que les interesa es la comida. El buen budista no puede esperar otra cosa de la gente desdichada a la que ayuda. Los que sufren no desean oír prédicas; limítate a darles la comida y tendrán todo lo que desean de ti —añadió Wu-chi, con los ojos aún fijos en el papel.

—Excelente, excelente —dijo el abad—. Te estás volviendo tan cínico como yo.

—Me parece que no es para tanto. —Wu-chi dejó el pincel y alzó la cabeza por fin—. La comida es el trabajo terrenal de este monasterio.

—Di, mejor, nuestra penitencia. Sin duda, en la vida anterior todos fuimos cerdos cebones ahítos de engullir. Y ésta es nuestra recompensa.

—Hablando de saciar el hambre, ¿dónde está mi desayuno, abad?

—Aquí lo tienes —dijo el viejo monje con paciencia, mientras dejaba la fuente sobre el escritorio—. Y esta mañana te he traído un obsequio especial.

—No quiero nada especial —replicó Wu-chi con cierta irritación—. Tus sorpresas culinarias me traen sin cuidado. Quiero mi desayuno normal y corriente. ¡Pastelillos de arroz secos! ¡Es lo único que como! Ya sabes que tengo el estómago muy delicado. —El consejero se concentró en la fuente de la comida. Cuando levantó la cabeza de nuevo, su expresión no era de satisfacción. Apartó del plato varios pastelillos de soja cargados de grasa—. Estas bolitas grasientas no son ninguna sorpresa. Me producen gases.

—No, no me refiero a eso. No busques en la comida, consejero —dijo el abad, tratando de aplacarlo—. La sorpresa a la que me refiero es completamente indigerible.

Liao desenvolvió un pequeño paquete y empezó a desplegar unos papeles.

—Dudo que sean menos digeribles que estos pasteles —refunfuñó Wu-chi mientras quitaba los grasientos envoltorios.

—Yo no pondría la mano en el fuego por ello. Se trata de unos sueños, no de algo en lo que hincar el diente. Es más, mi querido amigo, creo que si te los llevaras a la boca, tendrías que escupirlos al otro extremo de la sala.

—Lo mismo que el desayuno.

—Son sueños de nuestra gran emperatriz Wu —continuó el abad Liao, impávido—. Un texto que recoge sus sueños ha circulado por la capital para demostrar a todos sus súbditos la asombrosa verdad de su grandeza divina. —El abad hablaba al tiempo que masticaba un trozo de pastelillo—. Para mostrarnos a los pobres incrédulos su lugar en el gran plan del universo.

—Continúa, haz el favor —dijo Wu-chi, más atento en esta ocasión.

—Bien, parece que nuestro pequeño historiador, Shu Ching-tsung, presidente del Gabinete de Historia imperial y secretario de la Cancillería, ha añadido unas cuantas cosas al Registro Fidedigno de los Hechos de nuestro pobre y acosado emperador, Kao-tsung. Augurios y portentos. Cuando uno cree haberlo oído todo, nuestro siempre prolífico maestro Shu descubre algo que, por alguna razón, había escapado al Registro Fidedigno de los Hechos de Tai-tsung, el padre de Kao-tsung. Vaya descuido. ¿Cómo pueden suceder tales cosas? —Miró a Wu-chi y añadió—: ¿Por qué comes los pastelillos de soja si dices que te sientan mal?

—¡Oh, no importa! Continúa.

—El primer sueño —dijo el abad, al tiempo que revolvía los papeles— se atribuye a Wu Shih-huo, el padre de la emperatriz Wu.

—¡Ah, sí! Wu Shih-huo, uno de los grandes padres fundadores de los T’ang.

—Según esto, Wu Shih-huo tuvo un sueño que le predijo el destino de su hija. El párrafo dice: «… y durante su prolongado y desprendido servicio al padre del divino Kao-tsu, el augusto emperador Tai-tsung, el honorable general gobernador de Ching-chou, el duque Wu Shih-huo…».

—¡Aaah! De modo que Wu padre también es duque…

—«… el duque Wu Shih-huo tuvo un sueño en el que se encontró flotando en una nube perfumada».

—¡Claro! ¡Nada menos!

—En pocas palabras —indicó Liao tras recorrer rápidamente con la vista las filas de caracteres—, dice que Wu Shih-huo fue llevado a los cielos y voló en torno a las constelaciones. Una vez allí arriba, tocó la luna y el sol con una vara de oro. Y, según el escrito, tocar primero la luna significaba que el fundador de la nueva dinastía sería yin, mujer. Y tocar el sol a continuación significaba que esa mujer estaría imbuida de yang, de potencia viril.

—De modo que Wu fundará una nueva dinastía… No me había enterado de que la anterior, los T’ang, hubiese caído. Esto tiene más importancia que el renacimiento del Buda. —Wu-chi casi se echó a reír, y se limpió los dedos grasientos en la delantera de la blusa del abad con indiferencia—. Pero la noticia no debería sorprenderme.

—Resulta extraño que tú hables del renacimiento del Buda —murmuró el abad Liao, pasando las hojas—. Parece que el padre del pobre Kao-tsung, el emperador Tai-tsung, también tenía propensión a los sueños proféticos o, como dice aquí, a que «voces desencarnadas» cantaran o cuchichearan palabras sin sentido en su oído, anunciando que llegaría un Príncipe Marcial para derribar la dinastía T’ang. Este príncipe fundaría una dinastía que duraría mil años con las bendiciones de Maitreya, el Buda futuro que todo lo ve, y de sus representantes terrenales, los vigilantes bodhisattvas Avalokitesvara/Kuan-yin: dos formas, masculina y femenina, del mismo bodhisattva salvador. Esta dualidad masculina/femenina significa, se dice, sangre de varón corriendo por venas de mujer. Así pues, el príncipe que gobernará encarnado, amado del pueblo, será una mujer que asumirá el papel de un hombre.

El abad levantó la vista de la página y añadió:

—¿Y quién supones que pueda ser esa figura?

—Sí —murmuró Wu-chi por fin—. De modo que los T’ang, o como sea que se hagan llamar, se hallarán bajo el imperio de un nuevo gobernante. Uno que será un fenómeno de la naturaleza. De esto último ya tenemos la certeza… —concluyó con acritud.

Aquella mañana, la madre de la emperatriz vestía una túnica muy hermosa, casi austera, con el cabello peinado en un moño, liso y brillante, que favorecía mucho sus facciones. Sólo llevaba un par de adornos sencillos, de buen gusto, y su piel perfecta estaba libre de cosméticos. El historiador Shu pensó que era la mujer más hermosa que había visto en su vida.

La mujer estaba sentada con su hija y con Shu en la sala de meditación recién instalada en la casa de la ciudad. Había hecho retirar todo el refinado mobiliario, las obras de arte y las chucherías. Sólo quedaba una elegante alfombra en el suelo y varios mullidos cojines bordados, colocados frente a un altar que presidía una estatuilla dorada, de pequeño tamaño pero muy refinada, de un Buda sentado en perfecto reposo y con los ojos cerrados en contemplación del infinito, flanqueado por dos lámparas de aceite de llama vacilante. Las paredes estaban desnudas y el olor de la madera recién impregnada de aceites se mezclaba con el perfume de las lámparas.

La señora Yang se arrodilló delante del altar con el rostro extasiado y los ojos concentrados en el papel del hechizo, que acercó a la llama de una lámpara. Sostuvo el amuleto en la mano durante un instante mientras se consumía, contempló la llama y luego dejó caer los restos en un platillo de oro a los pies del Buda. El papel se ennegreció y se retorció; el borde irregular, rojo resplandeciente, avanzó hacia dentro devorando el blanco puro hasta apagarse. La mujer contempló la columna de humo un momento; luego se volvió hacia su hija y el historiador. Antes de hablar, aguardó unos instantes.

—He tenido un sueño —anunció, aunque los tres sabían perfectamente que aquella era la razón de su encuentro allí. El historiador tenía un recado de escribir pequeño y discreto sobre los muslos y un pincel en la mano. La señora Yang cerró los ojos un momento y empezó a narrar—: En el sueño, estaba asomada a un charco de agua cristalina entre dos peñas gigantescas. Me parecía extraño no ver en el agua mi reflejo, sino sólo el azul puro del cielo y el blanco de las nubes que pasaban sobre mi cabeza. Asomaba el cuerpo cuanto podía, pero seguía sin ver rastro de mí. Encontré un palo en el suelo, lo cogí y lo sostuve sobre el agua. Tampoco se reflejaba. En el agua sólo se veía el cielo y las nubes que pasaban.

La señora Yang hizo una pausa y cerró los ojos otra vez, como si se deleitara en el recuerdo del mundo del sueño. El historiador se inclinó hacia delante con concentración mientras los ideogramas fluían de su ágil pincel.

—Entonces empezó a soplar el viento —continuó su narración, con los ojos cerrados todavía y meciéndose suavemente como si estuviera entrando en trance—. Yo tenía miedo porque veía un montón de escombros pasar volando a mi alrededor: palos y piedras y pequeños animales y cosas así, levantadas y empujadas por el viento, que se hacía más y más fuerte. Me cubrí la cabeza para protegerme mientras rezaba una plegaria para suplicar la salvación. Me arrodillé en el suelo, enroscada como una pelota con los brazos sobre la cabeza y esperé, pues sabía que no podía hacer nada más. Muy pronto, el viento aullaba llenando el mundo con su sonido. No podía oír otra cosa que ese aullido.

Al llegar a este punto, la mujer cerró los labios y emitió un sonido como el de una poderosa ráfaga de viento, potente y resonante, que se apagó gradualmente hasta convertirse en un suave susurro apenas audible. La señora Yang abrió los ojos y observó a su hija y al historiador antes de continuar.

—El viento amainó por fin y levanté la cabeza para mirar a mi alrededor. Vi que el mundo estaba vacío, limpio y puro como el cielo, el viento se había llevado toda la materia muerta e innecesaria y había dejado solamente la roca limpia, fuerte y hermosa. Miré de nuevo hacia el agua y esta vez observé el reflejo de los farallones rocosos que se alzaban en torno a mí. Miré con más detenimiento y distinguí a lo lejos una figura masculina sentada en lo alto del despeñadero, enmarcada por el intenso azul del cielo. —La voz de la mujer descendió hasta convertirse en un susurro—. Aunque el hombre estaba muy lejos, supe al instante que estaba contemplando al bendito Maitreya, el Buda futuro encarnado. Estaba muy lejos porque aún no se encontraba completamente dispuesto a venir a este mundo. Pero una ranita dorada asomó en la superficie del agua y clavó en mí uno de sus ojos verdes. La rana tenía una boquita perfectamente humana y me habló con una vocecilla aguda y trémula.

La emperatriz y el historiador estaban inclinados hacia delante, pendientes de cada detalle de la fascinante narración. Shu había llenado una página entera con caracteres minúsculos. Dejó a un lado la hoja con rapidez, sin preocuparse de cubrirla con el papel secante, y continuó en la siguiente.

—La ranita dorada me reveló que Maitreya no tardará en llegar y que sabremos que su venida es inminente porque un monarca universal aparecerá poco antes y limpiará un mundo confuso y corrupto, purificándolo para recibir al futuro Buda. Como el viento que había limpiado el mundo, dijo la rana. ¿Y cómo sabremos que ese monarca ha llegado?, pregunté al animalillo dorado. Por el nombre del monarca, respondió la ranita. Lo conoceréis por el nombre, porque tendrá el mismo sonido que el término que utilizamos para designar la ausencia de egoísmo, la negación del ser, el altruismo. El nombre, dijo la rana, que había pronunciado el viento.

La señora Yang cerró los labios otra vez y repitió el sonido del viento. Después, dejó que su mirada descansara en su hija un instante interminable, cargado de sugerencias.

—Existen varias palabras para esos conceptos —murmuró—. Pero sólo una de ellas suena también como el soplido del viento. Esa palabra es wu.