Año 657
Yangchou y alrededores
Todos los vecinos del pueblo reconocieron al hombrecillo que descendió a regañadientes del carruaje que había entrado en la plaza con estruendo y se había detenido junto a la fuente. Su rostro mostraba una expresión insólita de amargo disgusto que provocó un silencio general de perplejidad y temor. Cargado al hombro, llevaba un saco abultado del que salía un ruido tintineante. Dos alguaciles armados le siguieron desde el carruaje. El hombre se detuvo un momento a alisar sus ropas de abad con la mano libre; después, trabajosamente, emprendió la marcha calle adelante bajo el peso de la carga. Con gesto altivo, sus ojos evitaron cualquier contacto. A continuación, saltó del carruaje un funcionario vestido con ropas y bonete de magistrado, que fue tras los pasos del hombrecillo y su escolta de alguaciles. Los espectadores empezaron a seguir a la comitiva a respetuosa distancia.
El hombre del saco dobló una esquina y se internó en un callejón sin salida de pequeñas casas desvencijadas. Cuando se detuvo ante una de ellas, los espectadores cuchichearon y se dieron codazos de complicidad. El hombrecillo dirigió una mirada implorante a los alguaciles de expresión pétrea, levantó una mano y llamó a la puerta con unos golpes tan débiles que parecían inaudibles desde el interior. No obstante, la puerta se abrió y apareció en el umbral una anciana. Desconcertada ante la presencia de su visitante, inició una serie de respetuosas reverencias mientras el hombre depositaba su carga en el suelo con una mueca. Murmurando y maldiciendo por lo bajo, el recién llegado introdujo una mano en el saco, palpó el interior y extrajo una refulgente caja de plata con incrustaciones de nácar. Durante unos momentos, contempló el bello objeto con aire pesaroso; después, enderezó la espalda y ofreció la caja a la anciana. Al tiempo que lo hacía le dirigió la palabra, hablando al espacio situado justo por encima de la cabeza de la mujer y evitando sus ojos, pese a que la anciana mantenía la mirada fija en el suelo en actitud humilde.
—Mi verdadero nombre es Chang Feng-tsui —dijo con voz aguda y altisonante—. No soy un auténtico abad de la iglesia budista y no soy digno de ser tomado por tal. Yo…
El hombrecillo carraspeó, reacio a continuar, mientras los testigos se dirigían miradas de incredulidad. Uno de los alguaciles le aguijoneó en el brazo con la vara, instándole a seguir. El falso abad lanzó una mirada envenenada al alguacil y continuó, hablando entre dientes esta vez:
—Soy un ladrón y un promulgador de falsos sutras. Os he robado a ti y a todos los demás vecinos. He… me he aprovechado de vuestra fe sencilla para mi propio beneficio. Deseo ofrecerte… —Sus ojos se volvieron con pesar hacia la caja brillante que sostenía en las manos—. Aunque sé que es insuficiente, deseo ofrecerte esto como compensación.
Los espectadores contemplaron el lujoso objeto. Con facilidad, su valor podía superar el de una decena de cosechas; con él, había suficiente para pagar los impuestos de toda una vida. Avergonzada, la mujer agachó la cabeza todavía más, negándose a aceptarlo.
—Toma la caja, mujer, haz el favor —intervino entonces el magistrado. Su voz silenció todas las demás—. Es tuya. Este hombre te lo debía. Por una vez, está diciendo la verdad.
La anciana miró a su alrededor con expresión dolorida. La caja permaneció donde estaba, a unos dedos de su rostro y en las manos extendidas de su visitante, cuyas facciones reflejaban la severa determinación de quien tiene una promesa que cumplir.
—Yo… te la guardaré. En custodia —murmuró, aceptando la caja para retirarse de inmediato al interior de la casa y cerrar la puerta. La mano del visitante descendió lentamente hasta su costado al tiempo que escapaba de sus labios un largo resoplido de exasperación.
—Muy bien —masculló, sin dirigirse a nadie en concreto, mientras volvía a cargarse el saco a la espalda. Su voz estaba cargada de mal humor—. Continuemos con esta pequeña farsa, ¿de acuerdo?
La comitiva avanzó por el callejón hasta llegar ante otra puerta. El hombrecillo levantó la mano y llamó.
Entrada ya la noche, Di pidió al cochero que lo dejara a varias manzanas de su casa con la intención de respirar un poco de aire fresco después de ir de un lado a otro en el carruaje desde primera hora de la mañana. Chang Feng-tsui y los dos alguaciles habían quedado en el cuartelillo de policía. El día siguiente —y el otro, con toda probabilidad—, el prisionero llenaría de nuevo el saco y procedería a repetir su discurso ante diversas puertas de la ciudad y de la comarca, con el saco cada vez más ligero y su corazón codicioso y ávido cada vez más abatido.
Di se tocó el bonete para cerciorarse de que no se había movido de sitio. Sus esposas no estaban en absoluto felices con su calva. Una semana antes, reclinado en el jardín, cerraba los ojos ante el círculo de rostros que se cernía sobre él —las facciones espantadas de sus esposas y las impertinentes sonrisas de sus hijos— mientras el criado afeitaba a regañadientes la cabeza de su amo y rasuraba sus cabellos con el cuchillo más afilado de la casa.
A lo largo de los años, Di había comprobado la utilidad de adoptar diversas identidades para moverse con facilidad por las calles o cuando deseaba satisfacer su curiosidad. Era hábil con los disfraces y se sentía cómodo en ellos. De joven, había tenido un tío, un medio hermano de su madre mucho más joven que ésta, que en ocasiones le llevaba de aventura a explorar las calles de su ciudad natal, Ch’ang-an. Los dos se escabullían de la gran casa familiar y se vestían de mendigos, de campesinos o de forasteros y salían a observar lo que como jóvenes bien nacidos de clase alta jamás habrían podido presenciar.
Ya de adulto, siendo magistrado, Di había limitado los disfraces a la indumentaria: túnicas de mercader, ropas de campesino y demás. Sus esposas lo toleraban, pero nunca terminaban de aprobarlo. Aquel juego las inquietaba. Decían que comprometía su dignidad de alto funcionario, y más aún desde su nombramiento como juez superior tras la jubilación del anciano magistrado Lu, dos años antes. Sin embargo, en las objeciones de sus esposas había algo más; su primera esposa le había dicho en una ocasión que aquella costumbre lo alejaba de ellas, que lo convertía en un extraño. El juez reconocía que algo había de cierto en eso. Lo hacía sentirse un extraño, pero a él no siempre le desagradaba la sensación. Perderse, convertirse en otra persona durante un tiempo, resultaba agradable e instructivo.
Pero, desde luego, nunca hasta entonces había hecho algo tan drástico como afeitarse la cabeza. Aquel día en el jardín, al contemplar su cráneo desnudo, sus esposas debían de haberle tomado por un perfecto desconocido. Di lo había lamentado, pero no podía hacer nada por evitarlo. Desde el momento en que había tenido noticia de que su viejo «amigo». Chang Feng-tsui (conocido en ciertos círculos por el sobrenombre, más apropiado, de Ojos de Diamante) estaba en acción, Di no había tenido más remedio que desenmascararlo, y para ello tuvo que convertirse en monje. Había sido una semana agotadora pero infinitamente satisfactoria, en la que el magistrado Di Jen-chieh caminó incontables li con unas toscas sandalias de cuero que le dejaban en carne viva los pobres pies; le salieron ampollas en las manos a causa de los trabajos físicos extenuantes, se despellejó las rodillas en interminables sesiones de plegarias monótonas y por último condujo a un delincuente a presencia de la justicia, inventando para él un castigo tan adecuado que el magistrado se rió de placer al pensar en ello; un castigo adaptado directamente del sabio y completo código legal de los T’ang.
Todo había empezado un par de semanas antes con un asunto de impuestos. O, mejor dicho, con muchos asuntos de impuestos, todos ellos procedentes de una misma población agrícola, cercana a la ciudad. Era una época de gran abundancia en la que carretas y barcazas arribaban rebosantes de productos, pero siete agricultores no habían podido pagar su tasa anual. Los sacos que habían entregado estaban llenos de arena y heno con una fina capa de grano por encima.
Di había notado algo muy familiar durante los interrogatorios de los granjeros que fueron conducidos ante él. La actitud profundamente evasiva de los campesinos le recordó los muchos diálogos que había mantenido con sus hijos. La diferencia residía en que aquellos hombres eran ingenuos y simples y en que, al contrario que sus retoños, no le producían la sensación de tener auténticas intenciones delictivas. Su absoluta falta de malicia y el tosco método empleado para intentar eludir el pago lo evidenciaban. Por otra parte, a lo largo del interrogatorio, los campesinos invocaron el nombre del bendito Maitreya y del bendito Amitabha, además de mencionar otros términos religiosos. Di sabía que no era infrecuente que los campesinos profesaran el budismo mahayana, con su idea central de salvación. Pero aquellos hombres parecían mucho más… devotos de lo habitual.
Intrigado, Di hizo retener a los campesinos unas horas mientras enviaba a su ayudante a que investigara un poco los archivos del censo y el registro de templos. ¿Cuántos habitantes tenía el pueblo? ¿Había algún monasterio en sus proximidades? En caso afirmativo, ¿cómo se llamaba y cuántos monjes tenía? Mientras el ayudante se ocupaba de averiguarlo, Di bajó del estante superior de su despacho un volumen enorme que había tenido intención de estudiar en profundidad desde el irresuelto asesinato del ministro de Transportes, cuatro años antes, con sus misteriosas alusiones, sagradas y profanas, a la India. Contempló la intimidadora página del título y recordó una vez más por qué había aplazado el estudio detenido del libro que un día se había propuesto hacer: Traducción del sánscrito de los textos sagrados del budismo mahayana: el Sukhavati-vyuha-sutra, el Vagrakkhedikka-sutra, el Prajñaparamita-hridaya-sutra, el Amitabha-dhyana-sutra. A falta de una idea mejor de por dónde empezar la lectura del inmenso texto, decidió hacerlo por el sutra Sukhavati, pues éste era un término que no le resultaba del todo desconocido, gracias a sus antiguos estudios, y que había sido mencionado al menos en dos ocasiones durante el interrogatorio de los campesinos.
Llevaba casi una hora leyendo, completamente absorto, cuando regresó el ayudante. Di levantó la vista de la página mientras sus labios articulaban todavía la última palabra leída, pues había estado susurrando sus extraordinarias palabras en voz alta. El ayudante le contó lo que había averiguado: el pueblo tenía unos trescientos vecinos, nunca habían tenido problemas especiales con los impuestos y en las cercanías había un nuevo templo, erigido hacía apenas un par de años, llamado Tierra de Felicidad, cuyo abad era un hombre que antes respondía al nombre de Chang Feng-tsui.
Di repitió el nombre en voz alta, bajó la vista de nuevo a la página que tenía delante y se puso en pie de un salto, con aire perplejo. En un abrir de ojos, alcanzó la puerta y echó a correr por las calles. Una hora más tarde estaba de vuelta, cargado con un puñado de objetos de valor que había recogido apresuradamente de las estanterías, mesas y cómodas de toda la casa, mientras sus esposas lo seguían de estancia en estancia balbuceando breves exclamaciones de horror ante cada pieza que desaparecía en la bolsa.
A continuación, llamó a los campesinos a su despacho uno por uno, los desarmó invocando el nombre del piadoso Kuan-yin y suplicando a cada uno que permitiera al bodhisattva actuar a través de él. A los granjeros ya les produjo bastante asombro oír el nombre de la deidad más poderosa del Mahayana en boca de un alto magistrado confuciano, pero lo que Di hizo a continuación los dejó sin habla. Entregó a cada uno un tesoro de su casa: un lagarto de plata, unos alfileres de cabello de oro y rubíes, un elefante de marfil tallado con incrustaciones de piedras preciosas, un broche que había pertenecido a la abuela de Di, unas bandejas de plata, adornos para el cabello y un joyero de perlas y cloisonné de más de seis siglos de antigüedad.
«Toma, empéñalo y paga tus impuestos —dijo Di solemnemente a cada uno de los perplejos campesinos—. Guarda el resto para los impuestos del próximo año. Pero tiene que ser nuestro secreto —añadió en voz baja—. Esconde eso en la bolsa o entre las ropas y no cuentes lo sucedido entre nosotros a nadie, ni siquiera a tus compañeros. Diles que te he impuesto una fuerte multa».
El juez clavó su penetrante mirada en los ojos de cada hombre, en un intento de forjar un vínculo suficiente para hacerles respetar esto último, pero no más. Di confiaba en que más adelante los campesinos se fueran de la lengua. Observó con una punzada de dolor cómo desaparecían sus tesoros irreemplazables, uno tras otro, bajo las sucias camisas o en el interior de unas bolsas raídas e intentó tranquilizarse con el convencimiento de que, si el plan salía como esperaba, todos aquellos objetos valiosos regresarían a su debido lugar. Con un suspiro, trató de recordar qué habían dicho los sabios budistas respecto a la sujeción al plano material.
Di esperó. La caminata hasta el monasterio de la Tierra de Felicidad, una semana después —con la cabeza afeitada y el roce molesto de la tela áspera de la túnica contra la piel—, fue larga, y cubrió a pie los doce li[3] del trayecto para llegar a su destino convenientemente sucio de polvo y dolorido de pies. Aunque no era lo mismo que veinte años de peregrinación, Di pensó que la caminata quizá le pondría en el estado de ánimo adecuado. Mientras andaba, murmuró fragmentos y citas de las escrituras sagradas que había leído: la forma es vacío, el vacío es forma… el vacío no es distinto de la forma y la forma no es distinta del vacío… la percepción es vacío, el entendimiento es vacío y el conocimiento es vacío… aquí, en este vacío, no existe forma, ni percepción, ni nombre, ni concepto, ni conocimiento… no hay ojo, ni oído, ni nariz, lengua, cuerpo o mente…
Empezaron a dolerle los pies y a salirle ampollas; resultaba extraño recorrer aquel camino —con arena en los ojos y entre los dientes, oliendo el aroma del abono y de las flores en el viento mientras pasaban a su lado los granjeros conduciendo sus bueyes, y las mujeres cargadas con verduras y odres de agua— y negar la realidad de todo aquello.
El monasterio de la Tierra de Felicidad era tan nuevo que todavía no estaba terminado; por todas partes, monjes y campesinos se afanaban en cavar, acarrear y transportar en carretilla rocas y tierra. Deambuló entre las obras, observando el lugar mientras entonaba para sí el sutra de la forma y la ausencia de forma, y reconoció entre los obreros por lo menos a dos de los hombres que había interrogado por no pagar los impuestos. Numerosos campesinos, que deberían estar trabajando sus campos, se dedicaban a la jardinería y a la ornamentación de la zona, y el ojo refinado e imaginativo de Di se percató de que el terreno virgen, todavía por acondicionar, se transformaría pronto en un ameno oasis con estanques de carpas, árboles umbríos, elegantes muros de piedra y abundantes fuentes: un edén particular. La ausencia de forma en su expresión más elegante y ordenada.
Precisamente lo que debería haber esperado.
Para pasar inadvertido, se ofreció a ayudar a unos obreros que movían unas grandes rocas. Pasado un rato, los monjes que trabajaban en las proximidades dejaron las palas y las carretillas y se encaminaron a la puerta del templo. Uno de ellos dirigió un cortés saludo a Di con un ademán que parecía una invitación a unírseles si lo deseaba. Así lo hizo y, una vez dentro, se arrodilló con los demás en una sala de oraciones casi carente de ventilación y bajo la luz mortecina de unas velas de sebo que ardían con llama vacilante en los candelabros de las paredes. La escasa iluminación y las voces monótonas de los monjes producían el efecto de un hechizo poderoso e incitante.
Di pronunció la plegaria siguiendo las voces, apenas una fracción de sílaba retrasado:
«… llamado Amitaprabha, poseedor de esplendor infinito; Amitaprabhasa, poseedor de brillo infinito; Asamaptaprabha, cuya luz nunca se agota; Asangataprabha, cuya luz no está condicionada; Prabhasikhotsrishtaprabha, cuya luz procede de las llamas de la luz; Sadivyamaniprabha, cuya luz es la de las joyas celestes…».
Cuando sus ojos se habituaron a la escasa luz, Di alzó la vista un momento y captó una imagen fugaz de una serie de pequeños objetos brillantes expuestos en el altar.
Y la plegaria continuó, monótona. En la cabeza de Di resonaron los nombres de los sabios del Paraíso Occidental:
«… Abhibhuyanarendrabhutrayendraprabha, poseedor de una luz mayor que la de los señores de los hombres y la de los señores de los tres mundos; Srantasankayendusuryagihmikaranaprabha, poseedor de una luz que supera la de la luna llena y la del sol… Abhibhuyalokapalasakrabrahmassuddhavasamahesvarasarvadevagihmi karanaprabha, poseedor de una luz que somete a todos los dioses conquistados, Mahesvara, los Suddhavasas, Brahman, Sakra y los Lokopalas…».
Los monjes continuaron el sutra Sukhavati, el que Di estaba leyendo en su despacho el día que habían conducido a su presencia a los campesinos. Sukhavati, la Tierra de Felicidad, el paraíso engalanado y fuente de inspiración (Di estaba seguro de ello) del nombre del monasterio.
«… ¡Oh, Ananda!, este mundo Sukhavati está perfumado de diversos aromas fragantes e intensos, es rico en flores y frutos de muchas variedades, está adornado con árboles de piedras preciosas frecuentados por bandadas de pájaros de dulces trinos… Y, ¡oh, Ananda!, esos árboles son de oro, de plata, de berilo, de cristal, de coral, de perla, de diamante… y, ¡oh!, los seres que nazcan en ese mundo Sukhavati serán dotados de gran profusión de vestidos, ornamentos, jardines, palacios y pabellones… y si desean ornamentos de cualquier clase, adornos de cabeza, de oreja, de cuello, de manos y de pies, diademas, pendientes, brazaletes, pulseras, collares, redecillas de perlas, de joyas o de campanillas hechas de oro y piedras preciosas, verán esa tierra de Buda reluciente de tales ornamentos, que penden de árboles ornamentales…».
La larga plegaria terminaba con un pasaje que a Di le resultó familiar y, al propio tiempo, desconocido. Era una exhortación a quienes deseaban ver los árboles ornamentales de cristal, berilo, coral y diamantes, a quienes deseaban llevar joyas en los brazos y en las piernas y caminar por los senderos entre los árboles ornamentales escuchando los cantos melodiosos de los pájaros mientras aspiraban la brisa perfumada que mecía las joyas que colgaban de los árboles como frutos pesados y chocaban unas con otras produciendo una música celestial, a quienes deseaban bañarse en sus ríos de aguas cálidas y de suaves colores esmeralda y zafiro. Si deseaban ver aquellas cosas, tenían que construir una escala desde el reino terrenal. Una escala de joyas y tesoros terrenales que, naturalmente, parecían simples rocas y fango en comparación con las joyas celestiales de la Tierra de Felicidad.
A continuación, Di se puso en pie con las piernas entumecidas y avanzó con el resto de los monjes hacia el altar y su misteriosa exposición destellante, una exhibición de tesoros y piezas de joyería que parecían rivalizar con los objetos del Sukhavati. Con un sobresalto, reconoció entre las piezas el lagarto de plata que había entregado al campesino una semana antes. Sin embargo, al acercarse más, observó algo en el objeto que no terminaba de encajar. Los ojos de esmeraldas estaban apagados y las escamas, toscamente trabajadas. Y entonces, fue como si desapareciera de delante de sus ojos una fina capa de mugre, distinguió con claridad lo que tenía ante sí: todos los objetos del altar eran falsificaciones, copias baratas propias de un tenderete de mercado. Las joyas, cristal de colores chillones; el marfil, madera pintada; las perlas, fragmentos de conchas marinas pulimentados. Para un ojo poco experto, y a la luz de las velas, el conjunto de objetos del altar podía parecer el tesoro de una emperatriz.
¿Dónde estaban, entonces, las piezas auténticas? Cuando salió al exterior, parpadeó hasta acostumbrarse al brillo del sol y se encaminó hacia un grupo de hombres que pugnaba con un enorme peñasco ornamental, tratando de ponerlo vertical con largas pértigas y cuñas de madera. Con una sonrisa amistosa, se colocó junto a uno de los operarios y aplicó el hombro a la roca. Entre todos, la movieron hasta dejarla en equilibrio. Di notó la solidez fría del áspero granito contra su mejilla y pensó que era el paradigma perfecto de la vida terrena. En este mundo, reflexionó mientras daba un enérgico empujón y notaba que la roca se movía unos centímetros, se trata de la carne contra la piedra. No existen los jardines placenteros sin el esfuerzo penoso de los músculos, los huesos y los tendones. Tampoco los campos de grano y de arroz.
Con la cabeza gacha, sin dejar de empujar con todas sus fuerzas, Di oyó dos voces que se aproximaban. Una de ellas le resultó absolutamente conocida, aunque habían transcurrido más de diez años desde la última vez que la oyera. Prestó atención mientras la voz peroraba grotescamente sobre las escasas cualidades de la carpa moteada frente a la de colores lisos. La segunda voz asentía de vez en cuando con un murmullo respetuoso y se dirigía a su interlocutor como «Su Santidad». Los dos hombres se detuvieron cerca del grupo de operarios sudorosos y esforzados.
Las voces estaban apenas a tres o cuatro pasos de Di, que mantuvo la cabeza baja y el hombro apoyado en la gran roca y se encontró mirando un par de pies perfectamente cuidados, calzados con sandalias, que sobresalían bajo una túnica azafrán. La voz que Di conocía tan bien dijo a los operarios, en tono bondadoso, que debían tener cuidado de no lastimarse y tomar el trabajo como una meditación: cada empujón, una plegaria; el peso de la roca, la carga de las existencias.
Di no fue capaz de contenerse. Razonablemente seguro de que la cabeza rapada, los muchos años transcurridos y la absoluta incongruencia de su presencia allí protegerían su identidad, levantó los ojos y observó el rostro redondo y agradable del abad del monasterio de la Tierra de Felicidad. Era exactamente la cara que Di esperaba encontrar, pero lo que le hizo mantener la mirada un instante más de lo que dictaba la prudencia fue el broche con dos rubíes centelleantes en una montura de oro pulido, inconfundiblemente auténtico, que llevaba prendido en el cuello de la túnica.
El broche de la abuela de Di.
Mientras Su Santidad seguía parloteando sobre cómo se colocarían las piedras —a semejanza de grandes cabezas atentas, según sus palabras—, Di le dirigió una sonrisa bobalicona y bajó la cabeza.
Al día siguiente, Chang Feng-tsui fue detenido.
Di casi lamentó entrometerse en el acuerdo entre Chang y los vecinos del pueblo, satisfactorio para ambas partes pues ofrecía un propósito y un consuelo a los campesinos al tiempo que proporcionaba a Chang la vida a la que estaba acostumbrado y a la que creía sinceramente tener derecho. Porque para Chang Feng-tsui (u Ojos de Diamante, como se hacía llamar cuando Di lo había conocido), la vida sin lujos, sin buenas casas y ropas y sin objetos de arte, no merecía la pena. Todo aquello eran mínimos vitales, más importantes que la comida o que el propio aire.
Su primer encuentro con aquel hombre había tenido lugar más de una década atrás, cuando Di era un joven magistrado ayudante en Ch’ang-an, la capital occidental. Chang Feng-tsui era un individuo de buena cuna y refinada educación, procedente de una familia antigua pero venida a menos. Cuando ya estaba cerca de culminar su educación, que le habría procurado con el tiempo una buena posición, lo había echado todo a rodar en un acceso de impaciencia, y empezó a cultivar la amistad de los más ricos. Durante años, se movió entre los círculos cerrados de su sociedad como coleccionista y tratante de objetos de arte de gran éxito. Y su mayor pasión, el mundo en el que convergía y se concentraba toda su veneración por lo raro y hermoso, era la joyería más selecta.
Una noche, fue sorprendido cuando salía de una fiesta en casa de un opulento ministro con las mangas cargadas de joyas de la esposa del anfitrión. Entonces se descubrió todo: las joyas y otros tesoros robados a lo largo de los años a sus amigos ricos le habían proporcionado una animada y satisfactoria actividad de compraventa. Las piezas que le gustaban especialmente, se las quedaba. Tras su detención, fue condenado a varios años de trabajos forzados pese a las peticiones de clemencia que elevaron muchos de los amigos a los que había robado. Un día, cuando llevaba unos pocos meses cumpliendo condena, desapareció de su grupo de trabajo. La opinión general fue que uno de sus amigos ricos y poderosos había dispuesto la fuga. La desaparición lo convirtió en algo parecido a una leyenda, y fue el origen de su pintoresco sobrenombre.
Di cayó en la cuenta de quién era cuando regresó a su despacho el día del interrogatorio de los siete campesinos. Di se hallaba precisamente leyendo el sutra Sukhavati-vyuha, la descripción de la Tierra de la Felicidad, engalanada de joyas; casi estupefacto ante la deslumbrante exposición, Di había levantado los ojos del escrito al oír a su ayudante pronunciar el nombre de la persona para quien dicha tierra parecía ideada casi ex profeso. ¿Y qué otro nombre habría puesto tal persona a un monasterio sino el de Tierra de Felicidad?
Di recuperó los tesoros de la familia, incluido el broche de la abuela, tras el registro de los aposentos de Chang Feng-tsui, el día de la detención. Pero la noche anterior, cuando Di estuvo de regreso en su casa, agotado y con los pies doloridos, releyó el sutra Sukhavati y descubrió que el fragmento que los monjes habían entonado en la sala de plegarias aquella tarde no estaba en el texto. Ojos de Diamante, al parecer, había dedicado su mano versátil a la escritura de sutras y había introducido un pasaje que sonaba auténtico, pero era totalmente espurio, en aquellos antiguos documentos sagrados. El que hablaba de que debían construir una escala desde el reino terrenal, y que debía hacerse de oro y joyas…
El hombre había labrado su pequeño imperio a partir de esa frase poco sospechosa pero fructífera. Se había construido una buena casa con el sudor y el trabajo de sus monjes y campesinos. Con los bienes y el dinero que le entregaban los campesinos, tras haber convencido a los lugareños de que así los ayudaría a alcanzar el esplendoroso paraíso, se encontró de nuevo en feliz disposición de recomenzar su comercio de tesoros raros. Su sistema era muy ingenioso: cuando un campesino le llevaba una ofrenda, utilizaba ésta para adquirir algún objeto de valor que le gustara. Después, mostraba el objeto al campesino y manifestaba que pertenecía a éste y a su familia y que ocuparía un lugar permanente y destacado en el altar. Cuanto más espléndido fuera el altar, más benéfica sería la intervención de la piadosa Kuan-yin, que les aseguraría abundantes lluvias y cosechas feraces y todo lo demás… y el acceso final al Paraíso, por supuesto. Se realizaba un duplicado sin valor del objeto y se depositaba en el altar, bajo la permanente luz mortecina de la sala, mientras la pieza auténtica quedaba en poder de Ojos de Diamante, para su colección personal o para ser cambiada o vendida.
Cuando había entregado sus tesoros personales a los campesinos en su despacho, Di desconocía los detalles del asunto, pero suponía que, por algún camino, terminarían en posesión del «líder espiritual». Había confiado en que la influencia de Ojos de Diamante sobre aquellos hombres fuera más poderosa que cualquier tentación de guardarse los objetos o de empeñarlos para pagar los impuestos. Aquél había sido el aspecto más arriesgado del plan, pero no se había equivocado.
Aunque Chang Feng-tsui se la merecía sobradamente, una condena a años de trabajos forzados no habría hecho gran cosa para corregir a aquel individuo. Así pues, Di decretó para él otro castigo mucho más doloroso: devolver los tesoros y presentar una disculpa pública. Pocas cosas le parecían más dignas de reprensión que aprovecharse, por lucro y comodidad personal, de las esperanzas de los esforzados campesinos por alcanzar el paraíso.
Di había disfrutado de su largo paseo desde que el carruaje lo dejara aquella tarde. Cuando dobló la esquina de su calle, tranquila y desierta, lo hizo con gratitud. Mientras pasaba junto a las grandes propiedades, seguras tras sus altas verjas, pensó que la gente normal estaba siempre muy desprotegida y expuesta: a las inclemencias del tiempo, a los azares del futuro, al destino y a la política y a cualquier dogma supersticioso que pudiera existir sobre la tierra.
El portero le esperaba, y le franqueó el paso sosteniendo en alto una linterna para iluminar el camino. ¿Qué esperanza había, pensó Di mientras se adentraba en los seguros territorios de su jardín, de alcanzar una sociedad justa, racional y moral cuando los hombres andaban siempre buscando más allá de este mundo, atraídos por visiones quiméricas del próximo?
¿Y qué fuerzas daban forma a un tipo sin escrúpulos como Ojos de Diamante, tan dispuesto a aprovecharse de la debilidad de los demás?
En el vestíbulo exterior que conducía a la sala de recepciones. Di sorprendió a sus hijos en plena conversación furtiva. Ambos alzaron la cabeza bruscamente y sus cuchicheos cesaron cuando entró. Tiradas en el suelo, detrás de ellos, estaban sus bolsas escolares. Los chiquillos se colocaron uno al lado del otro, plantados ante su padre como dos pequeños soldados.
Di intentó trabar conversación con ellos; les preguntó qué habían aprendido en la academia aquel día y recibió las respuestas de costumbre, acompañadas de sonrisas mal disimuladas. Al parecer, no eran capaces de dominar la risa que les producía su aspecto. Di conservó la paciencia, les dio unas palmaditas en los hombros y se despidió. Pese a darles la espalda, no se le escapó que los pequeños reanudaban su conversación entre cuchicheos.
—¿Qué es esto? —Di se detuvo en el centro de la sala de recepciones y pasó la vista de una estatua a la siguiente—. He estado un día fuera, ¿y esto es lo que encuentro al llegar?
Sus ojos se detuvieron en una gran figura de un Buda en pie junto al macetero que dividía el salón, grande y espacioso.
—Si mi esposo no quiere esas estatuas aquí, podemos ponerlas en nuestras habitaciones, con las otras —dijo la primera esposa de Di con voz firme.
—¿Las otras? —El magistrado miró a las dos mujeres—. ¿Estás diciendo que hay más?
Di cruzó la estancia en dirección al pasillo que unía la biblioteca y las alcobas, pero se detuvo en seco antes de poner el pie en las escaleras, al observar los extraños folletos y libritos esparcidos sobre las bajas mesillas que orlaban las paredes, cuyas cubiertas mostraban brillantes impresiones xilográficas de flores de loto y Budas sentados junto a hileras de caracteres sánscritos y chinos.
—¿Y estos libros? ¿Qué son estos escritos? —Su voz adoptó un tono de perplejidad. La primera esposa corrió a poner sus manos sobre uno de los montones con gesto protector.
—Son sufras populares y libros de oraciones —se apresuró a explicar—. Han llegado con las estatuas. —Hizo una pausa y luego, como si aquello contribuyera a mejorar las cosas, añadió animadamente—: Y sin costes añadidos. Los ha traído un monje del monasterio de la Gloriosa Flor que se ha presentado en casa. Lo hacen todo allí. ¡Qué destreza, qué oficio!
—¡Oh, sí, excelente! —replicó Di con marcado sarcasmo—. Excelente. ¿De modo que los libros de rezos no me cuestan nada? ¡Estoy encantado! —Sacudió la cabeza y continuó—: ¡Pensar que permito al mayordomo y a los criados y cocineros que regateen con los mercaderes el precio de la comida para la despensa! Sin duda, debería permitirte a ti negociar con ellos. No sabía que tuvieras tanto talento, no tenía ni idea. Dices que los libros de marras no me cuestan nada. Entonces, no debería importarte que haga esto —y arrojó al suelo los libros.
—Sólo son para consuelo de mendicantes de paso —protestó la segunda esposa.
—¿Qué es esto? ¿Un monasterio? —imploró Di—. ¿Una estación de paso para contemplativos? ¿Qué encontraré la próxima vez que regrese a casa? ¿Unos ascetas peregrinos con cuencos de mendigar durmiendo cómodamente en mi cama? ¡No lo consentiré!
Se encaminó a los aposentos de dormir. Entró en la alcoba de la primera esposa y miró a su alrededor. Advirtió unas risillas a su espalda y, cuando se dio la vuelta, descubrió a sus dos hijos fisgando en la puerta.
Dirigió una severa mirada a los sonrientes chiquillos.
—Ya tenía suficientes problemas con mis hijos. Ahora, también empiezan las mujeres —murmuró, abarcando con un ademán los iconos distribuidos con cuidado por la estancia.
—Déjalos donde están —le avisó la primera esposa cuando Di se aproximó al tocador—. ¿Qué haces?
Di se detuvo ante el mueble, apartó cuidadosamente en una esquina todos los objetos que había sobre él y liberó el gran trozo de seda sobre el cual habían descansado. Cogió dos estatuillas budistas, las depositó en la pieza de seda y luego transportó el pequeño fardo a otra mesilla y repitió la operación.
—¡Eso son Lohanes y Lokapalas! —chilló la segunda esposa—. ¡Nuestros santos y guardianes!
—Sé perfectamente qué son —replicó Di, depositando dos estatuas más en el hatillo—. No creo que haya una sola pieza de iconografía que no haya visto en algún rincón de esta maldita ciudad.
Retiró las manos, apartándolas de los intentos de la segunda esposa por asir el retal de seda.
—Devuélvelas a su sitio —exclamó ella, airada, y alargó de nuevo la mano. Di apartó la suya. Las estatuillas tintinearon con estrépito dentro de la tela—. ¡Vas a romperlas como no te vayas con cuidado!
—Voy a hacer algo más que romperlas. Voy a juntarlas en una pila con los rosarios y los libros de oraciones y voy a quemar toda esta basura.
—¡No harás tal cosa! Rotundamente, no. —Ahora, la primera esposa estaba al otro lado de Di, tratando de alcanzar la seda—. Esas imágenes son útiles y confortadoras.
—No son más que promesas huecas —replicó él, golpeándole la mano con el fardo.
—¡Ay, me has hecho daño!
—Bien. El sacrifico duele.
Di se encaminó hacia una figurilla de la diosa de la piedad, Kuan-yin, colocada en una repisa con plantas junto a una ventana. La segunda esposa captó la mirada de su marido y corrió hacia la estatua.
—No. No la toques. Kuan-yin es nuestra bendición matutina.
—¡Dame esa figura y déjate de tonterías!
La mujer acunó la estatua en sus brazos como si fuera un niño. Di agarró la imagen de la diosa por la cabeza; su esposa tiró con violencia en sentido contrario y el cuello de palisandro se partió limpiamente.
—¡Mira lo que has hecho! —dijo ella con un sollozo—. ¡Ahora sí que estoy furiosa contigo, marido!
—¡No quiero nada de esto en mi casa! —replicó Di, arrojando la cabeza al fardo, junto a lo demás. Unas risillas burlonas hicieron que Di y sus dos esposas se volvieran hacia la puerta; el mayordomo de la casa apareció de pronto detrás de los dos chiquillos, los agarró por el brazo y se los llevó.
—No están en tu casa —replicó la primera esposa, enfurruñada—. Están en nuestros dormitorios. Tú ni siquiera deberías saber que las tenemos.
—¡Pero lo sé, de modo que ya es demasiado tarde!
—Entonces, finge que lo ignoras.
—Ahí fuera hay una ciudad entera que desea lo mismo de mí. Desea que mire hacia otro lado. ¡Pero no puedo hacerlo! ¡Y no lo haré! Ni puedo permitir que vosotras os entreguéis a esto. Bajo mi techo, no. Mi padre tampoco permitió que la superstición anidara bajo el suyo. En eso residía el conflicto con mi madre. «Una familia respetable es una familia confuciana —decía mi padre—. El budismo es para los criados». ¿Qué imagen daríamos? Esta… esta religión extranjera —farfulló—, ¡es una religión para eunucos y para ancianas!
—Y nosotras seremos ancianas bastante pronto —declaró la segunda esposa—. ¡No hace ningún daño, esposo! ¡Sólo es un pequeño consuelo! ¿Vas a negárnoslo?
Más tarde, en su despacho, después de una despedida poco concluyente con sus esposas, durante la cual se disculpó por el golpe en la mano de la primera y consintió a regañadientes que conservaran unas cuantas figurillas en los confines de sus alcobas. Di estaba sentado tras su escritorio tratando de efectuar una anotación en su diario. Oyó unos arañazos en la puerta que conducía al jardín y se levantó a abrir. Bribón irrumpió en el despacho con el aire de haber trabajado mucho durante el día y se dejó caer, jadeante, en su rincón bajo la mesa del magistrado. Di se agachó a acariciar las orejas y la cabeza del animal. Bribón era el único miembro de la familia que no contribuía a la discordia general de la casa, pensó, y se desperezó cansadamente.
Di había tomado una segunda esposa hacía diez años. No tenía nada de insólito que un próspero funcionario confuciano tuviera dos e incluso tres esposas. Aquello formaba parte de las apariencias que uno debía guardar. Sin embargo, Di había seguido aquella norma social por razones muy distintas; no lo había hecho porque creyera especialmente que era lo correcto en un hombre de su posición, sino porque su madre había insistido en ello. ¡Había tomado una segunda esposa sólo para apaciguar a su madre!
En efecto, aplacarla era una parte principal de sus deberes filiales como confuciano. Su madre lo había convencido de que tomara por segunda esposa a la hija de un aristócrata muy acaudalado al que conocía desde la infancia. Cuando contrajo segundas nupcias. Di ya tenía un hijo pequeño de su primera esposa; al cabo de un año, la segunda le dio otro y muy pronto se hizo evidente que los dos chiquillos habían sido hechos el uno para el otro por el propio Destino. Cuando el menor apenas empezaba a gatear, él y su hermano formaban una unidad prácticamente inexpugnable: hablaban el mismo idioma y veían el mundo con los mismos ojos. Di recordaba muy bien el primer incidente en el que el pequeño, con apenas tres añitos, había demostrado la ardiente y ciega lealtad a su hermano; el mayor le había dicho que se comiera un grillo —que lo masticara y se lo tragara— y el pequeño lo había hecho sin vacilar. No mucho después, el mayor le había ordenado quitar las colchas de las camas y meterlas en el orinal, y también había obedecido tan contento.
Después de estos sucesos, hubo algunas riñas entre las esposas de Di, pues ambas afirmaban que el instigador de las bromas había sido el hijo de la otra. Sin embargo, cuando no se peleaban, las mujeres solían actuar en alianza. A veces, entre sus hijos y sus esposas, Di se sentía como una presencia tolerada en la casa y poco más. Lo sucedido aquella noche había sido un buen ejemplo de la situación.
La madre de Di era una mujer sumamente convincente, incluso a muchos cientos de li, la distancia que separaba la ciudad costera de Yangchou, en el canal, de la capital del oeste, Ch’ang-an, donde residía la mujer. Sus cartas llegaban con gran regularidad, llenas de advertencias, admoniciones y consejos. Nunca había accedido a vivir con su hijo, como se esperaba de un progenitor de edad avanzada, y el hecho producía cierto apuro en Di. Sin embargo, en secreto, éste se alegraba mucho de la situación, y lo mismo sentían sus esposas. Aunque la madre había aprobado calurosamente el primer matrimonio de Di y se había ocupado en persona de la elección de la segunda esposa, se declaraba incapaz de llevarse bien con ninguna, de modo que vivía con otros parientes en Ch’ang-an. Gracias a los dioses, había susurrado Di para sí más de una vez.
El magistrado suspiró y tomó el pincel. Alguien llamó a la puerta del despacho. Con gesto cansado, dejó el pincel otra vez.
—Adelante —dijo. El criado entreabrió la puerta tímidamente y asomó la cabeza.
—Visitantes, amo —anunció.
—Lamento perturbar tu velada, magistrado —dijo otra voz. Di levantó la cabeza y reconoció a uno de sus alguaciles—, pero tenemos un ligero problema.
Detrás del alguacil había un anciano que mantenía los ojos firmemente clavados en el suelo.
—Éste es el viejo Ling, un tallista. Posee una pequeña tienda en el barrio vecino.
El anciano inició un intento de postrarse ante él, agarrándose a su grueso bastón de madera mientras flexionaba su rodilla sana. Di le dispensó del esfuerzo. El anciano se detuvo y a continuación inclinó la cabeza ligeramente, pero siguió sin levantar la vista.
—¡Seguro que este anciano no ha cometido ningún delito que no podamos perdonarle! —dijo Di, pero el comentario no provocó la menor sonrisa en los labios del alguacil.
—Magistrado, maese Ling no ha cometido ningún delito. Ha sido víctima de uno.
—¿Maese Ling ha sufrido un quebranto?
—Sí, magistrado. Robaron en su tienda de tallas de madera. Me ha dicho que algunos objetos de pequeño tamaño han desaparecido. El procedimiento habitual: uno de los ladrones distrajo a maese Ling mientras el otro trabajaba.
—¿Sabemos quiénes son los culpables?
—Sí, magistrado. Creo que sí. —Se produjo una larga pausa mientras el alguacil escogía sus palabras—. Había dos chiquillos. Uno parecía tener nueve o diez años; el otro, trece o catorce. A los dos se les veía limpios y bien alimentados. —Hubo otra pausa—. Los han seguido hasta… hasta este barrio.
Di contempló al alguacil y al anciano durante unos momentos, y recordó a sus hijos plantados delante de sus bolsas de libros en el vestíbulo, como si las ocultaran.
Arrojó el pincel a la alfombra, anduvo hasta la puerta y gritó sus nombres en el pasillo desierto.