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Año 655

Luoyang

La carta que llegó una mañana, varios meses después de la terminación del stupa, llevaba el sello del Ministerio de Registros Históricos; de otro modo, Wu ni siquiera se habría molestado en echarle una ojeada.

Rompió el sello con una de sus largas uñas y extendió el pergamino sobre el tocador, entre los frascos de cosméticos y perfumes. Wu procedió a la lectura despacio y con dificultades, casi penosamente. Sus progresos eran constantes, pero aún sentía la frustrante impresión de que se le escapaban los posibles sentidos ocultos, las indirectas y los matices sutiles. Así pues, examinó cada ideograma con mirada firme y decidida.

A la Muy Esclarecida, Muy Justa y Muy Respetable Emperatriz del Gran T’ang, Wu Tse-tien, Que Viva Mil años:

El advenimiento de la Verdadera Reina ha impulsado a este humilde Siervo a buscar la Verdad de las Verdades, incrustada en las capas de la Historia igual que el Oro yace en la Tierra a la espera de ser liberado por las manos del Minero. Este humilde Servidor y Minero cree que las comparaciones entre la Verdad y el Oro pueden ampliarse todavía más. ¿Qué es el Oro? Es, de todos los Metales, el más Difícil de Obtener de la tierra Terca y Protectora, reacia a Entregar sus Tesoros. Pero, una vez Obtenido, a cambio de Grandes Costes y Esfuerzos, resulta brillante, precioso, deslumbrante, inspirador y, a la vez, el más Maleable y Dúctil de los metales, el placer del Artesano. Puede ser Trabajado hasta un grosor No Mayor que el del Ala de una Mariposa, o esculpido en proporciones Enormes, Heroicas, hasta rivalizar con la Luz del Sol. Su Naturaleza es Servir. Y lo mismo sucede con la Verdad.

Wu dejó la carta a un lado y se frotó los ojos. Estaba intrigada. Si no andaba confundida, la carta no tenía nada que ver con el arte de la metalurgia. Sus ojos volvieron con vehemencia al escrito y leyeron de nuevo la última línea antes de continuar:

… Y lo mismo sucede con la Verdad.

¿Por qué mantenemos unos Meticulosos Registros Históricos? Para que la Posteridad nos recuerde y conozca a Quienes La Precedieron. Es evidente que no podemos dejar al Azar algo de tan Vital Importancia. ¿Acaso Su Majestad consentiría que sus Galas Reales fueran realizadas por Costureras ciegas? ¿Permitiría que la vistieran para una Ceremonia de Estado en la Oscuridad, sin haber revisado previamente los Colores y Dibujos de las Ropas? Por supuesto que no. Y así debería suceder con las palabras que las Generaciones Futuras lean acerca de nosotros.

Majestad Imperial, sin duda tenéis a Vuestro Servicio peluqueros, costureras y orfebres que llevan a cabo Vuestros Deseos y Valiosas Indicaciones. De igual modo, yo, Shu Ching-tsung, Gran Admirador de la Verdadera Emperatriz Wu Tse-tien, deseo ser su Más Atento, Perspicaz e Imaginativo Historiador Personal.

Wu alzó la vista del papel y contempló el reflejo de su imagen. Estuvo a punto de echarse a reír. Aquel individuo, quienquiera que fuese, le había leído el pensamiento. A decir verdad, últimamente se había estado entreteniendo con cierta fantasía. Los cortesanos todavía la hacían sentir incómoda; notaba su rechazo y sus quejas y las comparaciones con la primera emperatriz cada vez que respiraba. Wu había concebido muchos posibles modos de silenciarlos; entre sus planes favoritos se contaba el de fabricar «pruebas» que comprometieran la virtud de la emperatriz repudiada. Había llegado a pensar que quizá fuese posible contratar a un hombre para que se presentara a declarar que había sido el amante secreto de la emperatriz. Alguien de baja cuna… un criado incluso. Sin embargo, había descartado la idea, pues sabía que no podría pagar a nadie el dinero suficiente como para acusarse a sí mismo de una transgresión punible con el suicidio forzado.

Se levantó del tocador teniendo buen cuidado de su vientre abultado, pues volvía a estar embarazada de seis meses. Un biógrafo. Le dio vueltas en la cabeza a la idea. Había oído hablar mucho de la historia a su esposo. Los discursos de Kao-tsung sobre la piedad filial confuciana versaban invariablemente sobre el respeto debido a los antepasados, el honrar a los difuntos. A ella no se le ocurría ninguna razón para dar por sentado que los difuntos eran mejores que los vivos por el simple hecho de haber muerto, al parecer, los antepasados lo eran todo. Si era así, ahora se le presentaba una buena oportunidad. Sería magnífico demostrar que la emperatriz había sido una prostituta o algo parecido, pero Wu se dio cuenta de que, con un poco de planificación y de cuidado, podía conseguir algo aún mejor.

Tomó asiento otra vez, volvió del revés la carta del historiador Shu y empuñó el pincel de cerdas. Tras sumergirlo en un recipiente de tinta morada pálida, se dispuso a escribir. Muy despacio y con gestos concienzudos, pues su dominio del lenguaje escrito no era completo, construyó los caracteres de «primera emperatriz» y «padre». Con cuidado, añadió el resto de las palabras que, en su consideración, trasmitirían satisfactoriamente sus deseos y la información que aquel hombre necesitaría. Si el tal Shu era lo que aparentaba, no debería tener problemas para interpretar su mensaje. Notó moverse dentro de ella a su hijo, como un puño que le golpeaba las entrañas. A Wu le complacía que el pequeño mostrara una marcada tendencia a responder con golpes y sacudidas a los pensamientos de su madre en los momentos en que la mente de ésta estaba más activa. Para ella, eran las señales secretas de un conspirador íntimo. Aquel niño, había decidido Wu, se sentía su aliado.

Cuando hubo terminado, enrolló otra vez el papel y lo envolvió en un retal de seda. Lo enviaría a Shu Ching-tsung inmediatamente, Esperaba que su respuesta fuera rápida; si había una cosa en el mundo que no toleraba era que la tuvieran esperando.

El panfleto, excelentemente realizado, circuló por la corte con la rapidez de un rumor de guerra.

Todas las conversaciones susurradas que el viejo Wu-chi alcanzó a captar se referían al opúsculo. Si se detenía y prestaba atención, casi podría oír un leve murmullo que se alzaba de todas partes de la corte y de la ciudad, y todas las voces comentaban lo mismo: el contenido del escrito.

Wu-chi se encontraba en su despacho con un ejemplar del mismo y notó que le recorría los huesos un desagradable escalofrío. Había decidido retirarse a un lugar tranquilo donde poder leer el panfleto con detenimiento y en privado. Junto a su brazo había un cuenco de té, y al otro lado de la ventana, posado en una rama, trinaba un pájaro. El anciano tuvo que hacer un esfuerzo para mantener firmes las manos.

Estudió el sello, claramente auténtico, del Ministerio de Registros Históricos. La cinta de brocado de seda que rodeaba el documento era de la mejor calidad, igual que el papel impreso. No se había reparado en gastos para su difusión, y aquel solo detalle lo hacía más amenazador. Cerró los ojos un momento, tomó un sorbo de té caliente, abrió el panfleto y alisó el papel. Lo primero que vio fue un nombre y un título. ¿Quién era aquel Shu Ching-tsung, que se llamaba presidente de la Oficina de Registros Históricos? Empezó a leer:

Una biografía rectificadora de Wang Chu-i,

padre de la reciente Emperatriz Wang.

Por muy Tristes y Apenados que tengamos los Corazones a causa del reciente Repudio de la emperatriz Wang, podemos consolarnos con el hecho de que sólo estamos siendo Testigos de cómo la Historia se corrige a sí misma en un proceso natural que debemos Agradecerle. Se trata del mismo Proceso Milagroso por el cual el cuerpo, en su Infinita Sabiduría Misteriosa, se cura a sí mismo cuando está enfermo o herido. La Desaparición de la Emperatriz fue, sencillamente, un Acto de la Propia Naturaleza para corregir una Enfermedad. Esa Enfermedad se encontraba en la Dinastía Imperial. Debemos dar Gracias en nuestros Corazones de que la Naturaleza actúe con tal Prontitud y Oportunidad para Corregir una Afección en la Casa Real, pues nos demuestra que la Dinastía Imperial es Auténtica, y Necesaria, y tan Establecida por la Naturaleza como la sangre que corre por nuestras Venas y como la salida y la puesta del Sol y como el Río que fluye hacia el Mar.

La Dolencia que aquejaba a nuestra Esclarecida Línea Sucesoria provenía de un caso de Tergiversación. Como todos sabemos, una Emperatriz es como una Flor en un Árbol. Para que la Flor posea una Belleza Impoluta, una Forma Perfecta y un Aroma Fragante, es preciso que el Árbol del que salen las Ramas en cuyos Brotes aparecen los Capullos esté Sano y Fuerte. En el caso de Nuestra Anterior Emperatriz, no era Culpa Suya que la Rama que sostenía el Brote no fuese del todo Perfecta y Pura.

La «biografía» continuaba con la aseveración de que unos diarios recién descubiertos del padre de la emperatriz desposeída revelaban que, pese a ser recordado como un ministro valioso y de confianza del padre de Kao-tsung, el hombre escondía un pasado sórdido. Si bien era cierto que procedía de la casa de los Wang, no tenía vínculos de sangre con la noble familia sino que, según revelaba tristemente el opúsculo, era hijo de un criado. El escrito describía su naturaleza ambiciosa cuando había crecido y salido al mundo, y sus éxitos en muchas empresas comerciales, algunas de ellas poco escrupulosas y otras abiertamente traidoras. El texto aseguraba que los sólidos carros de guerra utilizados por las fuerzas que pretendían oponerse al venerado emperador Tai-tsung y que extendieron la muerte y los conflictos sangrientos contra la dinastía T’ang estaban hechos con madera obtenida en las provincias del Oeste por el propio Wang Chu-i.

El panfleto describía cómo se había enriquecido con la operación, sin que le importara la erosión de la tierra causada por la tala indiscriminada de árboles para su empresa maderera, y cómo, cuando el emperador había derrotado por fin a sus enemigos, el hombre se había abierto camino hasta una posición importante en el nuevo régimen haciendo uso del buen nombre de la casa en la que una vez había sido, simplemente, el hijo de un sirviente.

Las últimas líneas del escrito aseguraban que no era de extrañar que Kao-tsung hubiera experimentado una aversión física hacia la depuesta emperatriz Wang. El joven emperador no podía saberlo, pero se trataba de «una rectificación de la Naturaleza».

Wu-chi cerró el libelo. Las manos le temblaban intensamente y la sensación de espanto se trasladó a su plexo solar y se enroscó allí como una serpiente. No la había creído capaz de tales extremos, pero para la emperatriz Wu lo mismo daban los vivos que los muertos. No tenía reparos en remover un montón de huesos si lo consideraba necesario, o en enterrar a los vivos si le convenía. Era capaz de mirar a un hombre con vida y verlo muerto. ¿Y dónde se encontraba él, Wu-chi? ¿Entre los vivos o entre los muertos? No lo sabía. No tenía la menor idea.

Estudió de nuevo el encabezamiento del disparatado escrito. Shu Ching-tsung. En el nombre del Cielo, ¿quién era aquel hombre?

El historiador Shu era un hombre menudo. La señora Yang se alegró de ello, pues el hombrecillo producía la impresión de pertenecerle, como un perro faldero; y como tal, Shu mostró una actitud atenta, casi con las orejas erectas, vibrando de pies a cabeza con un ansia viva y exaltada por obedecerla que complació mucho a la mujer. En el rostro de ésta apareció una sonrisa, pues apenas pudo reprimir una imagen mental en la que arrojaba un palo y el historiador Shu corría tras él agitando las ropas y levantando polvo. La señora Yang se sintió cómoda con el hombrecillo enseguida.

Nadie tenía la menor información acerca del pasado de Shu. Nadie podía recordar las circunstancias de su nombramiento. Era el típico funcionario invisible en quien nadie había reparado… hasta aquel momento en que había surgido de su absoluto anonimato para convertirse en historiador jefe, presidente del Gabinete de Historia, un caigo que llevaba aparejado un buen sueldo. Desde luego, pensó la mujer con satisfacción, en aquel momento era un hombre conocido.

Shu decía estar en posesión de los títulos de Ming Ching y de Chin Shih, pero la señora Yang dudaba de que tal cosa pudiera ser cierta. Al fin y al cabo, la prueba final para quienes habían superado con éxito las tres jornadas agotadoras del examen escrito de ingreso en el cuerpo de funcionarios era una entrevista con el tribunal de Examinadores y Destinos. Allí era dónde se tomaban en consideración otras cualidades menos tangibles que el rendimiento académico brillante: el porte, la conducta, la seguridad en uno mismo, incluso la cualidad de la voz…, todos ellos requisitos valiosos en un hombre que vestiría las honrosas ropas de funcionario del gobierno más poderoso que existía entre cielo e infierno. Al escuchar la voz aguda y cómica de Shu, al observar su mueca obsequiosa y huidiza, la señora Yang dudó mucho de que el tribunal le hubiera concedido los máximos grados.

Pero la mujer sabía que, en realidad, la figura de Shu resultaba irrelevante. Desde luego, no había necesidad de profundizar más en el asunto. ¿Qué importaba? En cualquier caso, lo que iban a discutir allí era la naturaleza fluida y flexible de la verdad, ¿no era así? Si el historiador Shu era capaz de reformar el pasado de otros, bien podía haber hecho lo mismo con los datos que se referían a él mismo. A la señora Yang le bastaba con saber que el hombrecillo había acudido a su hija, la emperatriz Wu, gracias a su propio espíritu imaginativo y emprendedor. Aquello era recomendación suficiente para ella.

Y apenas les costó unos instantes centrarse en el tema que les interesaba: la naturaleza de la verdad.

—Tenéis un jardín espléndido y muy elegante, señora —dijo la voz aguda mientras su propietario se esforzaba por seguir el paso de su anfitriona. La señora Yang era una mujer alta, como su hija; en su entusiasmo por mostrar a Shu otro lugar destacado de la casa, había echado a andar de nuevo con sus zancadas amplias y ágiles sin reparar en que ello obligaba al hombrecillo a un esfuerzo para mantenerse a su altura—. Es cierto que uno puede deducir la categoría y la cuna del dueño… (disculpad, señora: en vuestro caso, de la dueña) de una propiedad por la elegancia de su distribución. Cada objeto en sensible y perfecto equilibrio con los demás, cada arbusto y cada piedra, cada árbol y cada estatua…

Cuando llegaron a un delicado puente que salvaba una cascada en miniatura, Shu resollaba. La señora Yang redujo la marcha apenas lo necesario para que el historiador la alcanzara de nuevo.

—La magnificencia que contemplas es la herencia de mi difunto esposo. —La mujer hizo una pausa, reflexionó y añadió—: Él deseaba reflejar en esta casa y en sus terrenos circundantes la nobleza y la grandeza que se manifiesta por todas partes a nuestro alrededor.

—¡Ah…! El difunto Wu Shih-huo, el muy augusto padre de la emperatriz Wu… —Shu asintió con aire pensativo—. ¡Por supuesto, por supuesto!

—No soy más que la celadora de la propiedad de mi esposo, si me permites expresarlo así —expuso la señora Yang con falsa humildad.

Llegaron a un largo pasillo de columnas y volvieron sobre sus pasos por los jardines de la parte de atrás de la casa en dirección al refinado pórtico de la mansión.

—Debo decirte, maestro Shu, que me siento muy cómoda contigo. Eres exactamente como me dijo mi esposo. Él me aseguró que serías un aliado muy comprensivo.

—Disculpadme, señora, pero… ¿Decís que vuestro esposo os habló de mí? Pero si lleva muerto…

—Diez años —le ayudó la señora Yang.

—Diez años… —repitió Shu—. Lamentablemente, es imposible que me conociera; no llevo aquí más de siete años… —El historiador tuvo que dejar de hablar unos momentos para apresurarse tras su anfitriona. Ella tenía el mentón levantado con aire soñador y una sonrisilla serena en los labios—. Aunque lamento profundamente que no llegáramos a tratarnos…

—Perdona, maestro Shu —interrumpió ella—. Quizá debería haberte puesto al corriente de todo desde el principio. —Se detuvo en mitad del pasillo y se volvió hacia él—. Un descuido terrible por mi parte. Verás, ha sido mi esposo quien te ha invitado aquí.

—Pero, señora, vuestro esposo está muerto —dijo Shu con cuidado, estudiando su expresión.

—Para algunos, maestro Shu. Pero para otros que creen que hay otros planos de existencia…

El rostro de Shu se relajó al oír aquellas palabras y sonrió.

—Entonces, ¿sois una budista devota, señora Yang?

Ella hizo caso omiso de la pregunta y continuó:

—Fue mi marido quien guió tus talentos literarios e históricos hacia mi hija, desde el primer momento. —Shu permaneció en silencio, expectante—. Quizá creíste que actuabas por tu propio impulso al ofrecer tus servicios a mi hija, pero sólo era un espejismo.

La mujer se acercó a la balaustrada y pasó los dedos por la lisa madera de la barandilla mientras contemplaba el jardín con aire ausente.

—Quizá no entiendo con la claridad que debiera lo que me decís, señora —murmuró Shu con cauta timidez.

Ella se volvió y le dirigió una sonrisa comprensiva.

—Es difícil entender estas cosas, incluso para los más devotos.

—Por supuesto.

—Todo lo que ves a tu alrededor, maestro Shu, toda la grandeza y la belleza de esta casa y sus terrenos circundantes, el mobiliario, el oratorio budista de la familia, el jardín de rocas, el gran vestíbulo… todo lo que has admirado con tanto gusto no es, en realidad, un reflejo de la familia de mi marido sino, más bien, de la en otro tiempo gran familia de los Yang. De mi familia. Una estirpe que se remonta a la dinastía Sui, antes de la fundación de nuestros T’ang, y previamente a los Chou del norte y a las grandes familias que impulsaron las enseñanzas budistas.

La señora Yang se retiró de la barandilla y reemprendió la marcha, esta vez muy despacio y con aire meditabundo.

—A diferencia del clan Yang, el recuerdo de la familia de mi esposo se ha perdido para la historia, maestro Shu. El clan Wu, aunque se remonta a la dinastía Wei, tres siglos, no aparece citado entre la aristocracia de la nación. Su única esperanza de ingresar en ella era una alianza por matrimonio con nuestra grande y prestigiosa familia Yang. Sin embargo, ha llegado el momento de que él también posea grandeza. Es el padre de una emperatriz. No sería conveniente que los enemigos de mi hija pudieran aducir una «ascendencia inadecuada». El nombre de Wu debe compartir grandeza con el de Yang. Mi esposo, Wu Shih-huo, el padre de Wu, tiene que ser un gran hombre. ¡Requiere una vida nueva, historiador! —exclamó con enérgica convicción—. ¿Eres capaz de entender eso?

Esta vez, Shu sonrió abiertamente antes de contestar:

—¡Perfectamente capaz, señora!

—Has sido señalado por fuerzas más allá de tu comprensión. Has sido traído a nosotras gracias a la buena fortuna de un universo que entiende que la historia debe rehacerse para dar cabida a múltiples realidades. Esta es la tarea… no, debería decir el destino de quien es escogido para preparar nuestra biografía para la posteridad, de quien inscribe nuestro nombre en la eternidad con sus tintas indelebles.

Shu sacó pecho con evidente orgullo, se acercó a la señora Yang, que aún estaba junto a la balaustrada, y contempló su silueta con admiración. La mujer era elegante y hermosa como su hija; la diferencia de edad era apenas apreciable. El historiador acababa de oírla compartir en buena medida su opinión respecto a la naturaleza de la verdad. ¿Quién era nadie para decir que lo que podría haber sucedido era menos cierto que lo acontecido de verdad? Y si lo que había sucedido realmente era un evidente error, si no resultaba bastante espectacular o fascinante, o si conducía en una dirección inconveniente, ¿no era responsabilidad suya corregirlo? ¿Acaso se edifica una casa sobre unos cimientos en malas condiciones? ¿O bien se empieza por afirmar éstos y ponerlos en condiciones para que sostengan las habitaciones que pensamos construir encima?

Uno junto al otro, contemplaron en silencio el estanque de las carpas. Los juncos que sobresalían del agua se juntaban con las imágenes que se reflejaban en ella para formar las extrañas líneas angulosas de algún escrito místico.

Shu respondió en un susurro, como si las palabras de la mujer le hubieran provocado un renovado y profundo respeto por todo lo que lo rodeaba.

—Sí —musitó—, comprendo perfectamente. Pero puedo preguntar —Shu hizo un esfuerzo por utilizar las palabras de la forma más diplomática posible— cómo es que vuestro esposo…

—Viene a mí a menudo, en sueños —respondió ella sin darle tiempo a terminar—. Ha trascendido las barreras entre los mundos, maestro Shu.

El historiador asintió.

—La muerte es, ciertamente, la trascendencia definitiva, señora —respondió, no muy seguro de qué significaba aquello, pero tratando de mantener viva la conversación.

—¿Definitiva? Difícilmente, maestro Shu. Es sólo el primer paso —le corrigió ella con suavidad—. Me encantará hablar contigo de estos temas, maestro Shu. Está todo en los divinos sutras de los Vijnanavadin. Más tarde tendremos tiempo de especular sobre filosofía y ontología… mucho tiempo. Pero la tarea que nos aguarda es urgente. Mi esposo se me apareció porque ya no desea ser recordado como fue.

Al oír aquello, el menudo historiador adoptó de inmediato un aire interesado y profesional.

—Señora, ¿cuál es la… perdonad el término… la verdad acerca del difunto Wu Shih-huo? —preguntó, en el mismo tono de franqueza que había empleado ella.

—Que no era nadie —respondió la señora Yang sin la menor vacilación—. Al menos, en lo que se refiere a los vínculos familiares que corresponden al padre de una emperatriz, lo que la tradición, la costumbre, la opinión general… exige.

—¿Entonces, no fue un héroe de la fundación de los T’ang, como a la emperatriz Wu le gustaría que creyéramos?

—De ninguna manera. Mi hija casi ha terminado por convencerse de ello, pero no.

Habían llegado de nuevo al pórtico y se detuvieron bajo su techo abovedado. La señora Yang empleó un tono de divertida paciencia, como si los hechos que relataba fuesen meros inconvenientes que pronto se corregirían (y no eran otra cosa):

—Wu Shih-huo no ayudó a Kao-tsu en el establecimiento de la dinastía T’ang frente a Yang-ti, el emperador loco de los Sui. A decir verdad, maestro Shu, lejos de haber colaborado en la lucha de Kao-tsu y de Tai-tsung por restaurar la paz y la unidad en el reino bajo los T’ang, mi difunto marido empezó ayudando al emperador loco, a quien vendió la madera para la construcción de doscientos mil carros de guerra con los que enfrentarse a los T’ang. No, mi esposo no estuvo entre los fundadores de la dinastía —insistió la señora Yang y apartó la mirada de Shu para dirigirla a los jardines, con una carcajada—. En realidad, él hizo la fortuna que mantuvo viva esta gran casa, que la mantiene viva aún hoy, gracias a los suministros que proporcionó a los enemigos del imperio.

En aquellos instantes, Shu estaba absolutamente radiante de admiración.

—Muy cierto, señora, muy cierto —dijo—. ¿Y no es verdad, también, que vuestro estimado esposo… adoptó el apellido Wu…?

—Muy cierto, historiador Shu —contestó ella y le devolvió la sonrisa—. Muy cierto. ¡Ah!, otra cosa, historiador —añadió, con la mirada perdida en la lejanía—. No todo tu trabajo para nosotras será de naturaleza tan delicada. Mi hija y yo tenemos otro proyecto, que pondremos en marcha después de llevar a cabo éste. Uno que se podría denominar una recompensa por tu esfuerzo.

—Excelente, señora —asintió Shu con una reverencia—. Si algo soy, es un decidido amante de la diversión.

El consejero Wu-chi observó a Kao-tsung desde el otro lado del escritorio. Sus viejos ojos, negros y brillantes, estudiaban al joven que se sentaba frente a él, agitado, cruzando y descruzando los brazos. Entre los dos hombres había tres escritos finamente encuadernados, cada uno con una cinta de seda alrededor. Wu-chi empujó uno sobre la mesa, apartándolo de sí como si fuera pescado podrido.

—¿Qué os digo ahora, hijo de mi buen amigo? —murmuró, al tiempo que movía la cabeza—. Supongo que sabéis leer. ¿Sí? Entonces, seguro que habréis echado un vistazo a estas obras maestras de la literatura y os habréis formado una opinión.

Kao-tsung evitó mirar directamente los papeles o el rostro de su interlocutor.

—No he tenido tiempo de leerlos, Wu-chi —respondió.

—¿No habéis tenido tiempo? —replicó Wu-chi con frialdad—. En ese caso, sin duda habréis ordenado a alguno de vuestros consejeros que los estudie y os haga un resumen, ¿no?

Kao-tsung cambió de posición, incómodo.

—Entonces, permitidme que lo haga yo. —Wu-chi alargó la mano hacia el escrito más próximo a él.

—Wu-chi, por favor… —dijo el emperador en tono irritado, y apartó la mirada.

—El primero es muy interesante —continuó Wu-chi, impertérrito—. Una «biografía» de Wang Chu-i, el padre de la depuesta emperatriz Wang. Una lectura fascinante. ¡Se puede aprender tanto de un combinador de palabras habilidoso! Y cuando uno ya cree que no le queda nada por ver en el universo, ¡sorpresa! ¡Otra gran obra de significación histórica! —Alzó el segundo panfleto, con los ojos fijos en el emperador, y desató la cinta de seda—. Una «biografía» de Wu Shih-huo, padre de la emperatriz Wu Tse-tien. —Arrojó el escrito de tal modo que resbaló sobre el escritorio y se detuvo contra el brazo de Kao-tsung. El emperador no hizo el menor ademán de cogerlo—. ¡Estoy asombrado! ¡Ahora resulta que era Wu Shih-huo, y no Wang Chu-i, el amigo fiel e invalorable aliado de vuestro padre, Tai-tsung! ¡Resulta que fue él quien llevó a cabo el inmenso servicio de derrotar a Yang-ti y consolidar a los T’ang, y que Wang Chu-i, el hombre que yo conocí, no fue más que un usurpador y un oportunista! ¡Es extraordinario cómo, después de tratar a un hombre durante años, de trabajar con él, puede uno descubrir lo poco que sabía de él en realidad! —terminó con profundo sarcasmo.

—¿Qué importa eso, Wu-chi? —respondió débilmente Kao-tsung—. Los dos están muertos. Nunca leerán esos escritos, esas historias estúpidas.

—Casi no puedo creer que esté escuchando a un confuciano decir que es aceptable difamar a los muertos —murmuró Wu-chi, sacudiendo de nuevo la cabeza—. La verdad, joven emperador Kao-tsung, es casi demasiado embarazosa como para comentarla en voz alta. ¡La verdad, mi señor, es que tenéis miedo! —Dijo estas últimas palabras con gran energía. Después, bajó el tono hasta casi un susurro y se inclinó hacia delante para añadir—: ¡Miedo de vuestra esposa! ¿Por qué? —preguntó en un siseo—. ¿Por qué no os enfrentáis a ella?

—No sabemos que ella tenga algo que ver con todo esto —respondió Kao-tsung sin convicción. Wu-chi se limitó a mirarlo.

—Por favor —dijo el anciano—, no perdamos más tiempo engañándonos. Sabéis perfectamente que su mano está detrás de todo esto. La suya y la de su bruja gemela, la señora Yang. Fabulaciones. Transgresiones históricas. Explicaciones espúreas. —Con estas palabras, la cólera de Wu-chi empezó a crecer de nuevo—. Por lo menos, decidme que me equivoco en eso. Decidme que el emperador de China no ha permitido que una mujer se imponga a su autoridad, que habéis nombrado vos mismo a ese… ese Shu Ching-tsung. Una mala elección, pero vuestra al fin y al cabo. ¡Una decisión que podéis rectificar!

Kao-tsung estuvo tentado de mentir, decir al anciano que, en efecto, había sido él quien había elevado al anónimo cuentista a la presidencia del Gabinete de Historia. Empezó a abrir la boca, pero desistió en el último momento. Miró de nuevo a Wu-chi y comprendió que el otro hombre había visto todo lo que le había pasado por la mente en aquellos breves momentos.

—Por lo menos, no te miento, Wu-chi —dijo, cansado.

—Os lo agradezco, de todos modos —respondió el consejero—. ¡Shu Ching-tsung, «Historiador Jefe»! Como si los cargos oficiales fueran una broma, juegos infantiles… no, pinturas y bisutería de mujer, para su frívolo placer. Estos no son actos de frivolidad, sino graves actos de guerra. De agresión contra la casa reinante. De enfrentamiento con esta corte. De combate contra mí y contra mis colegas.

—¿Contra ti? ¡Pero… pero si esas historias no se refieren a ti! —replicó Kao-tsung.

—Es verdad, mi joven emperador. Son historias sobre «hombres muertos», como tan acertadamente habéis dicho. Pero no las habéis leído. Os he contado lo que dicen los dos primeros escritos, pero no os he dicho nada del contenido del tercero —continuó, empujando el papel por encima de la mesa con gesto pausado—. No voy a revelaros nada en absoluto de él. Sencillamente, dejaré que lo leáis. Y estoy de acuerdo con vos en un punto: los tres escritos se refieren a muertos. No importa que mis colegas y yo no ocupemos todavía nuestras tumbas. Todos somos hombres muertos.

Kao-tsung tomó por el brazo al anciano.

—Hablaré con ella, Wu-chi. La haré entrar en razón, te lo prometo.

—Con las brujas no se razona —declaró Wu-chi, desasiéndose de la mano del emperador con un firme gesto de desafío al tiempo que se incorporaba de la silla. Rodeó la mesa, cogió el escrito y lo dejó caer sobre los muslos del emperador—. Al menos, mientras uno está bajo su hechizo.

Mucho después, cuando estuvo completamente a solas, Kao-tsung se atrevió por fin a abrir el documento. Cuando lo hizo, el estómago se le revolvió; eructó y tragó saliva, percibiendo el sabor amargo que le subía por la garganta. Esta reacción de sus entrañas ante un documento oficial no era insólita; en los últimos tiempos, todo lo que llegaba a él —peticiones, proyectos de declaraciones, calendarios de audiencias civiles, peticiones de retiro o de traslado— le causaba náuseas o presión en la cabeza.

La noche anterior, el pescado al jengibre —uno de sus platos favoritos desde hacía mucho tiempo— le había sentado mal. La fruta siempre lo había aliviado, pero aquella mañana le había causado un intenso ardor en medio del pecho, que los médicos imperiales habían disipado mediante expertos masajes circulares. Pero, una vez aliviado el malestar, aún le quedaba el sabor del queso de soja. Era penoso. La comida era la energía del cuerpo; comer y digerir tenían que ser una experiencia armoniosa.

Cerró los ojos y evocó con anhelo el sol caliente en la espalda, las hojas acariciándole el rostro, el ruido sordo de los cascos en un sendero de bosque tapizado de pinocha. Cualquier cosa menos esto, pensó al tiempo que abría los ojos de nuevo para contemplar el objeto que tenía en las manos, insidiosamente atractivo y elaborado con gran gusto. Su estómago emitió un rugido largo y grave, como el de un león distante.

Kao-tsung desató la cinta de seda. El papel era más fino de lo que esperaba; el texto, que había sido impreso, era elaborado y obra de un profesional. El título estaba en página aparte, una disposición inhabitual: Historia de Seis Tontos. En la hoja siguiente, leyó una breve advertencia: «Historia de Seis Tontos es una mera invención del autor de este documento, el presidente del Gabinete de Historia, y no guarda ninguna relación con la realidad, sino que ha sido escrita con la única finalidad de servir de entretenida parábola».

El emperador inspiró profundamente y retuvo el aire en los pulmones para expulsarlo luego en un largo suspiro. Pasó la página. De nuevo, apareció Historia de Seis Tontos; esta vez, en letras pequeñas debajo del título, había un añadido que decía: «Quizá debería leerse como una Historia de Seis VIEJOS Tontos.» Kao-tsung se frotó suavemente el pecho, imitando los movimientos del médico aquella mañana. Sus ojos iniciaron el obligado viaje por la página.

Eran seis hombres, aunque no se sabe si eran amigos desde la cuna o si se conocían gracias a antiguas relaciones familiares. En cualquier caso, los seis eran ya viejos en los tiempos sombríos de la corrupta dinastía anterior… y mucho más viejos cuando quedó instituida la nueva. Desde el inicio de sus vidas despreciables, todos ellos dieron muestras de su inutilidad y de su estupidez. Todos sufrían extrañas dolencias que les afectaban los ojos y el Mar de Tuétano. En otras palabras, los viejos estaban parcialmente ciegos o completamente atontados.

Estos seis hombres se habían repartido en tres parejas en un intento de compensar sus deficiencias físicas y sus carencias mentales, pero su esfuerzo era en vano. La primera pareja la formaba uno que veía de lejos con claridad pero era incapaz de reconocer los objetos cercanos y otro que veía bien de cerca pero no distinguía nada de lejos. En la segunda pareja había un miembro que sólo alcanzaba a ver las cosas para las que tenía un nombre: si no podía dar un nombre a un objeto, sus ojos no se percataban de su existencia; el otro olvidaba continuamente el nombre de las cosas y, además, las confundía: si veía una vela podía confundirla con un árbol y si topaba con una cabra podía tomarla por la esposa de su vecino, de la cual era un gran admirador, pero al menos era capaz de dar un nombre a las cosas (aunque fuera un nombre equivocado) para que su compañero pudiera verlas. Finalmente, estaba la tercera pareja. El primero de sus componentes tenía una vista perfecta pero, aunque lo reconocía todo, era completamente incapaz de hablar y de escribir. Su compañero, por último, parecía muy normal en todos los aspectos, pero todo cuanto experimentaba se volvía muy confuso cuando lo explicaba a otros.

Un día, los seis se reunieron en una taberna de Luoyang para hablar de la naturaleza del mundo y de los servicios a los que, finalmente, dedicarían sus energías. Los viejos no tenían necesidad de techo y comida, pues los vecinos siempre se apiadaban de ellos, pero deseaban encontrar empleo. Cuando llevaban un buen rato en la taberna y sonó el redoble de los tambores que anunciaban el toque de queda, ya estaban todos bastante ebrios de vino de arroz.

Iniciaron el regreso a casa pero pronto descubrieron que se habían perdido. Borrachos y tambaleándose, consiguieron llegar hasta el canal y se sentaron en un parapeto, pero, sumidos en su confusión, creyeron que habían descendido hasta el río Lo y que en aquel momento estaban sentados en su ribera cubierta de hierba.

Ebrios y medio dormidos, aguardaron pacientemente junto al canal que confundían con el río Lo. Al cabo de un rato vieron acercarse a una bella joven con el cabello en un doble moño, vestida con unas ropas pobres y harapientas, pero inmaculadamente limpias, que traía en la mano una cesta de mimbre. Sin duda, la muchacha volvía del mercado y se dirigía a su casa antes de que se desvanecieran las últimas luces del crepúsculo. Pero no fue eso lo que vieron los viejos. Cuando pasó junto a ellos, la joven les dedicó un cortés saludo con la cabeza y unas palabras para desearles buenas noches, imaginando probablemente que se cruzaba con seis venerables sabios de la Academia Imperial. Pero no fue eso lo que ellos escucharon.

Cuando se hubo marchado, los seis estúpidos se enzarzaron en un largo debate, considerablemente acalorado, sobre la identidad de la joven. Cada cual había visto y oído cosas distintas y no se ponían de acuerdo en nada. Por último, el que parecía totalmente normal, pero que lo confundía todo cuando volvía a contarlo, efectuó el pronunciamiento final en nombre de todos ellos:

A juzgar por su aspecto, proclamó, la muchacha tenía que ser la diosa del río Lo. Al fin y al cabo, ¿acaso no iba vestida con las ropas de una reina clásica como las descritas en los registros antiguos, con un tocado de oro y plumas de martín pescador y el corpiño adornado de perlas de suave brillo? ¿Y no estaban sentados en la ribera del Lo? Todos coincidieron en ello atolondradamente, asintiendo entre suspiros. ¿Y acaso no les había hablado para revelarles que debían servir al emperador como altos dignatarios y consejeros de estado? La diosa del Lo, la hija del gran Fu Hsi, no podía equivocarse en aquello, ¿verdad? De nuevo, todos asintieron al unísono. Ninguno de ellos recordaba ya que sólo habían visto pasar a una joven campesina que les había deseado buenas noches. La mañana siguiente, los seis viejos estúpidos, ciegos y testarudos, consiguieron acceder a palacio. Y quedó claro que, allá donde fueran, no harían sino extender la confusión.

Kao-tsung dejó que el librito le resbalara entre los dedos y cayera al suelo. No podía seguir leyendo. Se inclinó, doblando el espinazo, y cerró los párpados con fuerza en un gesto de dolor. En aquel momento sólo le apetecía una cosa en el mundo, y era el tacto de las manos de Wu. El contacto con ella podía disolver nudos y rigideces y apagar el ardor. Pese al difuso conocimiento, en algún rincón de su mente, de que la mujer era la responsable de tales ardores, no podía evitar aquel pensamiento. Evocó sus manos frías y sedosas recorriéndole la piel y el dolor de estómago disminuyó un poco. Inclinado todavía, abrió ligeramente los ojos. El opúsculo estaba en el suelo a unos dedos de su nariz; el elegante brocado de la tapa brillaba bajo el sol de media tarde.

Su madre cogió a uno de los recién nacidos y ella sostuvo al otro. La emperatriz irradiaba orgullo y vanidad. Sabía que lo sucedido era un generoso regalo de la pródiga Naturaleza, una restitución por el sacrificio de la niña. ¡No un solo hijo varón, lo cual ya habría sido compensación suficiente, sino dos!

Exhaló un suspiro y se sumergió indolentemente en la satisfacción cálida y animal de la mujer cuyo sangriento trance ha terminado, y ha proporcionado descendencia masculina a su señor.

Miró a su madre, que había recibido el extraordinario acontecimiento sin alterarse. La señora Yang sostuvo en alto a uno de los niños y lo estudió con aire perspicaz y valorativo, como si fuera un pato que pensara servir en su mesa.

—Éste es tu verdadero heredero —declaró—. Es el que lleva tu espíritu.

Wu era incapaz de adivinar qué veía su madre en la criatura sonrosada y fea que se agitaba ante ella, colgada de sus manos, pero dio crédito a la declaración, puesto que venía de ella. El pequeño llevaba una cinta de seda roja en torno a la muñeca para distinguirlo de su hermano.

—Ése se llama Hsien —le dijo a su madre—. Es el nuevo príncipe heredero. Por lo menos —añadió al observar la mirada inquisitiva de su madre—, lo será dentro de no mucho. Y este otro —señaló el bulto que tenía en el regazo— es Hung. Es mi seguro, por si le sucede algo al primero. —Las dos mujeres se miraron y sonrieron—. ¡Oh, madre! —añadió Wu a continuación, y se recostó de nuevo en los almohadones—. Me siento fuerte. ¡Me siento como si tuviera dentro cien hijos esperando a salir!

—Los tienes —respondió la madre—. Pero no los dejes salir todos. Guárdate algunos dentro. —Se inclinó hacia delante y le susurró en tono conspirador—: Guárdate parte de su fuerza vital para ti misma. Es lo que yo hice.

Cruzaron otra mirada, echaron la cabeza hacia atrás y se rieron con ganas. La vida era estupenda, sin duda. La vida era espléndida.

El emperador contempló a los dos pequeños durmientes como si hubieran descendido directamente del cielo a la cuna cubierta de gasas en la que reposaban. La emperatriz estaba a su lado en la terraza acariciada por la brisa y perfumada por las flores, apoyada en él como si necesitara su sostén. Kao-tsung notaba la lengua paralizada, pero se obligó a hablar.

—Querida mía —empezó a decir, muy a regañadientes—, han llegado a mi conocimiento ciertas cosas…

—¿Sí? —respondió ella con suavidad.

Kao-tsung contempló las caritas arrugadas y sonrosadas de los recién nacidos y continuó:

—El consejero Wu-chi está muy preocupado por ciertos… escritos que circulan por la corte y por la ciudad.

—¿Qué escritos? —contestó ella despreocupadamente, al tiempo que introducía la mano entre las gasas para acariciar los ralos cabellos negros de uno de los pequeños príncipes. El emperador suspiró.

—Los de un tal Shu Ching-tsung, que se hace llamar historiador jefe. Se trata de un cargo que no ha sido cubierto oficialmente desde hace muchos años.

—Wu-chi no tiene de qué preocuparse —contestó ella—. Son un mero entretenimiento, unos cuentos divertidos. Nada más. No tiene nada que ver con él o con sus amigos.

—Él considera que son algo más. Que son una… una sátira velada de él mismo y de los otros miembros del consejo.

—¡Si Wu-chi ve algún parecido entre él y los viejos estúpidos del cuento, no hace más que delatar su propia estupidez! Esos relatos no tienen ninguna relación con él. Son cuentos ejemplarizantes que ilustran la estupidez del mal gobierno, pensados para entretener enseñando. No puedo hacer nada si Wu-chi y los demás se ven reflejados en ese espejo. Por cierto… —añadió—, Shu se hace llamar historiador jefe porque yo le dije que podía hacerlo. No es oficial, desde luego; eso te corresponde decidirlo a ti. Pero he creído que estarías satisfecho con su trabajo. Es un hombre de mucho talento y nos será de gran ayuda.

—¿Satisfecho con su trabajo? —replicó Kao-tsung, incrédulo—. ¿Qué me dices de la… la «biografía revisada» del padre de la anterior emperatriz? —Al emperador le disgustó la debilidad y el tono de disculpa que se insinuaban en su voz.

—¿Qué te digo? —replicó ella—. ¿Todavía no te has dado cuenta de qué objetivo tiene eso? ¡Todo es en tu favor! ¡Todo! —Se volvió hacia él bruscamente, con una mirada penetrante—. Estoy protegiendo tu reputación. Así de simple. De este modo, todo el mundo sabrá que nunca mereció ser emperatriz y aceptará la decisión de repudiarla. Y alejará aún más las sospechas respecto a ese asunto. El secreto seguirá siendo sólo nuestro.

La idea de la anterior emperatriz como asesina se mantenía como un espacio en blanco, como una estancia vacía y sin ventanas en la mente de Kao-tsung. El emperador no tenía palabras.

Volvió la mirada a la cuna, como hacía Wu en aquel momento. Al cabo de un instante, le sorprendió ver que caía una lágrima en el encaje de seda.

—¿Qué sucede? —se apresuró a preguntar, mientras contemplaba el rostro de Wu con alarma.

—No es nada —respondió ella—. Sólo que temo que mis hijos estén condenados.

—¡Condenados! ¡Pero si sus vidas acaban de empezar! ¡Vivirán cien años!

—Mi hija sólo cumplió diez días —murmuró ella con tristeza, y alzó el rostro hacia él con los ojos brillantes—. ¿O acaso lo has olvidado?

—No —respondió él, exhalando el aliento con cansada resignación—. No lo he olvidado, ¿pero quién habría de…? —dejó la pregunta en el aire, confundido y reacio a terminarla—. Me refiero a que la emperatriz…

—Sí, ella ya no está —replicó Wu—. Pero eso no significa que su influencia no pueda extenderse. Al fin y al cabo —añadió, bajando de nuevo la voz—, el príncipe heredero sigue siendo su hijo, Jung. Y él todavía está aquí. Y esos ancianos. También siguen aquí.

—No puedes hablar en serio —protestó Kao-tsung débilmente y notó una aguda contracción en el estómago al hablar.

—Estos pequeños pueden darse por muertos —insistió ella con abrumada resignación—. Sería mejor que yo misma les diera muerte en este momento y les ahorrase la ignominia de morir a manos de un extraño.

Kao-tsung la asió por los brazos.

—No hables así —dijo con desesperación—. No lo soporto. A los niños no les sucederá nada.

Wu se apoyó suavemente en él y le habló con la boca junto al hombro.

—Lo único que quiero es hacerte grande —susurró—. Es lo único que he querido siempre. Y te pido muy poco a cambio.

Kao-tsung se sintió derrotado. Notó que todas sus defensas se hundían y que su lengua se disponía a articular las palabras que ella deseaba escuchar.

—¿Qué quieres?

—Guardias —respondió ella. De pronto, su voz se hizo firme y autoritaria.

—¿Guardias? —Kao-tsung no entendía a qué se refería.

—Quiero que dos… no, cuatro guardias sigan a cada uno de los miembros del Consejo de los Seis allá adonde vayan, a cualquier hora del día o de la noche. No deben permanecer un solo momento sin vigilancia.

—¡Pero eso es una locura! —protestó el emperador; pero ella lo hizo callar.

—¿Una locura? ¿Consideras una locura proteger a tus hijos recién nacidos de que corran la misma suerte que mi hija?

—Pero… no puedo humillar así a unos prohombres tan respetados.

—Los viejos y el príncipe Jung deben estar vigilados estrechamente en todo momento. ¡En todo momento!

—¿El príncipe Jung, también? —inquirió Kao-tsung, asombrado—. Pero… pero si no es más que un niño.

—¡El príncipe también! —replicó ella, terminante—. ¡No correremos ningún riesgo! El muchacho es el hijo deshonrado de una emperatriz indigna.

El emperador miró a su alrededor con aire apesadumbrado, como si buscara la ayuda del cielo en calma o de los pájaros que gorjeaban en los árboles.

Al verlo así, Wu adoptó un tono de voz más suave y dijo gravemente:

—No sé qué sería capaz de hacer si les sucediera algo a esos pequeños. Simplemente, no lo sé. Probablemente, sería mi fin.

—No, no, no. —Kao-tsung sacudía la cabeza—. No soporto escuchar estas palabras de tus labios. No lo soporto. Como tú quieras, pues. Guardias. Todos los que desees.

—Y hay una cosa más —añadió la emperatriz, apoyando de nuevo la mejilla en su hombro—. No tiene ninguna importancia; es un pequeño favor que me ayudará en mi tarea. —El no dijo nada, se limitó a esperar—. Haz oficial el nombramiento de Shu Chin-tsung. Concédele la legitimación del emperador al que con tanto anhelo desea servir.

Kao-tsung no respondió de inmediato, ocupado en contener una náusea biliosa que ascendía de su estómago revuelto. Cerró los ojos y notó la frente bañada en un sudor frío y fino. Cuando abrió otra vez los párpados, se sintió como si volviera de algún lugar lejano; Wu lo miraba con una expresión satisfecha y complacida, como si acabara de darle su consentimiento, aunque no recordaba haberlo hecho. Se preguntó si realmente lo había dado. Se sentía profundamente desorientado.

—Eres maravilloso —exclamó ella con alegría, sin esperar su respuesta—. Se lo diré a Shu esta tarde. —Tomó las manos de Kao-tsung entre las suyas y se las llevó a los labios para besar y acariciar sus dedos—. Estamos trabajando en unos cuentos maravillosos —comentó con aire conspirador—. Quedarás muy complacido. ¿Quién dice que no hay lugar para el humor y la ligereza en el gobierno? Extenderemos la risa y la alegría entre la gente, hasta los últimos confines del imperio.

Kao-tsung se apartó de ella bruscamente al tiempo que experimentaba otro acceso de náuseas.

—Discúlpame, querida, por favor —musitó, y se acercó a la barandilla. Se inclinó sobre ella, convencido de que iba a vomitar, pero no salió nada y la náusea remitió gradualmente. Cerró los ojos y descansó un momento con la cabeza hundida. Oyó a Wu acercarse por detrás y notó sus dedos fríos que le acariciaban la frente y terminaban de aliviarle.

—¡El pueblo te recordará y te amará por ello!

Kao-tsung permaneció muy quieto entre las sombras moteadas de un huerto de frutales ornamentales, mientras oía pronunciar su nombre a lo lejos. Si se quedaba inmóvil, pensó, tal vez no lo encontrarían.

La voz pertenecía a Wu-chi. Era enérgica y potente y, pese a la distancia, el emperador la notó cargada de irritación. Miró hacia las ramas que tenía sobre su cabeza; sería fácil encaramarse al árbol y pasar allí el resto de la tarde. Podían buscar por todo el palacio y el parque imperial sin dar con él. A modo de prueba, alargó el brazo y asió una rama. Soportaría su peso con facilidad.

La voz sonó más próxima, y también el ruido de unas pisadas recias y poderosas. Experimentó un breve momento de terror, como el que debe de sentir cualquier animal acosado. No se movió. Se quedó asido a la rama y esperó, paralizado por la indecisión. Wu-chi apareció en un recodo del sendero, gritando su nombre. Las llamadas cesaron bruscamente cuando, sorprendido, descubrió al joven emperador bajo un árbol frondoso, apenas a unos pasos de él.

Wu-chi no estaba solo. Las pisadas pertenecían a los cuatro guardias inexpresivos que flanqueaban al anciano. Kao-tsung y Wu-chi se miraron durante un instante de perplejidad. Luego, avergonzado, el emperador bajó el brazo con el que se agarraba a la rama.

—¡Por fin os encuentro! —exclamó Wu-chi con voz neutra—. Si me hacéis el favor de liberarme de mis amantes excesivamente celosos, hay asuntos urgentes que debo tratar con vos.

Kao-tsung ordenó a los guardias que se mantuvieran a distancia. Los soldados titubearon al principio, pero la ferocidad del tono de voz del emperador les hizo retirarse a unos cien pasos.

—¿Habéis visto eso? —apuntó Wu-chi—. ¡Poco ha faltado para que no os obedecieran, a vos, el hijo del Cielo! Han recibido sus órdenes de alguien cuya autoridad los impresiona más.

—Tonterías —replicó el emperador—. Sencillamente, la primera vez no me han entendido.

Wu-chi enarcó una ceja con aire irónico y tomó asiento en un banco de piedra.

—¿Habéis leído esto? —preguntó Wu-chi con calma, tendiendo un folleto encuadernado a Kao-tsung. El emperador se dispuso a responder pero Wu-chi lo interrumpió—. No os hablo de la Historia de Seis Viejos Tontos ni del fascinante relato del celebrado héroe de los T’ang, Wang Chu-i. No; esto supera todo lo anterior. —El tono sereno y amenazador de la voz de Wu-chi amilanó al emperador—. Al parecer, esos «seis viejos estúpidos» aún siguen con sus asombrosas hazañas. Me sorprende que no estéis al corriente. En la corte y en la ciudad entera, todo el mundo conoce al dedillo este escrito. Muchos incluso son capaces de recitar párrafos de memoria.

Mientras decía todo esto, Wu-chi temblaba perceptiblemente. Al ver que el emperador no hacía el menor ademán de coger el panfleto que le ofrecía, Wu-chi empezó a desatar la cinta él mismo, con mano insegura, y continuó:

—Muy bien, yo os lo leeré. ¿Por dónde empiezo? —se preguntó a sí mismo mientras pasaba rápidamente las hojas—. No importa, cualquier ejemplo servirá. Sentaos —ordenó a Kao-tsung. El emperador, obediente, se aposentó en el suelo y prestó atención al anciano consejero, quien seleccionó una página y empezó a leer con un tono de voz frío, cargado de ira:

Un caso flagrante entre los Viejos Tontos era el del anciano Borrico Cojo, cuya lascivia indecorosa excedía con mucho su discreción. Muchas eran las ocasiones en que su asistente lo descubría con la blusa levantada hasta la cabeza y los pantalones bajados hasta la rodilla, sudoroso y jadeante, mientras trataba de conseguir por la fuerza el «melocotón aún inmaduro» de alguna joven sirvienta, que no tenía más remedio que ceder a las demandas de un funcionario de alto rango…

Wu-chi levantó la cabeza y descubrió con sorpresa una expresión de agonía en el rostro contraído de Kao-tsung, quien se había llevado un pañuelo de seda a la boca y tenía los ojos cerrados con fuerza. El anciano consejero sabía que el emperador tenía problemas de estómago últimamente, y le alegró comprobar que el relato le producía algún efecto.

—Esto es absurdo —musitó Kao-tsung dolorosamente a través del pañuelo—. ¿Cómo iba a suceder algo así?

—¡Oh, pero hay más! —respondió Wu-chi—. Escuchad esto…

El anciano leyó otro párrafo:

Si bien no hizo acto de presencia en el funeral de su padre, el viejo Borrico Cojo regresó a la casa de campo de la familia algún tiempo después para ocuparse de su hermana, pero como lo que deseaba con más empeño no era el bienestar de ésta, sino satisfacer su propia lujuria, empezó a perseguirla por toda la granja. Sin embargo, la incapacidad de Borrico Cojo para distinguir las cosas lo llevó a fornicar con una cabra, que había tomado por su hermana. Las autoridades locales lo habrían detenido mientras sodomizaba al animal de no ser porque conocían el estado de confusión mental de Borrico Cojo. Cuando sorprendieron en el patio al viejo, con las ropas levantadas hasta la cabeza y los pantalones de seda bajados hasta los tobillos de sus piernas flacas, todos pensaron que, sencillamente, buscaba un lugar donde aliviarse… El viejo tuvo buen cuidado de corroborarlo, consciente de que, en el caso de ser descubierto, la corte imperial lo obligaría a quitarse la vida.

Mientras leía, Wu-chi había captado unos sonidos inquietantes, como gemidos, procedentes de Kao-tsung. Alzó los ojos y vio su rostro tan colorado y contraído que por un instante creyó que el emperador estaba llorando. A través del pañuelo de seda surgían unos jadeos espasmódicos y se le escapaban unas lágrimas por los rabillos de los ojos, cerrados con fuerza. Wu-chi tardó un prolongado y extraño momento en comprender que el emperador no estaba llorando ni trataba de contener algún acceso gástrico.

Kao-tsung estaba riéndose.

Mudo de asombro, Wu-chi aguantó sentado tres o cuatro latidos de su corazón antes de ponerse en pie de un brinco.

—¡Me alegra observar que esto os divierte tanto! —exclamó—. ¡Lo mismo ocurrirá, sin duda, con cualquiera de vuestros súbditos que lea este vil libelo!

Kao-tsung se esforzó por recobrar el dominio de sí mismo. Levantó una mano mientras la otra sujetaba todavía el pañuelo contra los labios y se encogió de hombros.

—Lo siento, Wu-chi —murmuró—. Lo siento, lo siento.

Sin embargo, su voz se perdió en una nueva risotada.

—¡Entonces, quizá también encontrarás divertido esto! —añadió el anciano consejero con frialdad—. Esta mañana, Min-tao y Ho-lin me han comunicado que han presentado su dimisión del Tsai-siang, el Consejo de los Seis.

En aquel momento, Kao-tsung tenía los ojos vidriosos. El acceso de histeria había borrado el dolor de estómago. Miró a Wu-chi con aire estúpido y el anciano añadió en tono enérgico e iracundo:

—Y Ho-lin está dispuesto a suicidarse. Anoche estaba preparando una carta a su familia.

Al oír estas palabras, las risas de Kao-tsung cesaron tan brusca y completamente como un fuego apagado con agua. Wu-chi aprovechó la circunstancia.

—He pedido al maestro Sui-liang que intervenga ante él para informarle de que vuestras decisiones pondrán fin a esta situación. Le he asegurado que haréis lo debido.

—Estoy asombrado… No sé qué decir… —murmuró Kao-tsung.

—Esto no es todo —dijo Wu-chi, interrumpiendo al emperador—. Aún quedan otros cuatro viejos estúpidos sometidos a «examen». ¿Continúo leyendo? Las circunstancias difieren en cada historia; el autor demuestra tener una inventiva más que encomiable. Pero el único elemento común a todas es la degradación absoluta, la posición humillante del Viejo Estúpido que la protagoniza: las blusas levantadas hasta la cabeza y los pantalones bajados hasta las rodillas. ¡Quizás os plazca soltar otra buena carcajada…!

—No… Ya es suficiente, consejero —respondió Kao-tsung, al tiempo que se ponía en pie y se secaba el sudor de la frente y del rostro.

—Esto debe ser detenido por decreto imperial. Estos cuentos deben ser retirados y Min-tao y Ho-lin rehabilitados en sus puestos del Consejo —dijo Wu-chi, despacio y con voz enérgica—. Vos sois el único que puede hacerlo, el único capaz de devolver al Consejo de los Seis el prestigio que merece y de castigar a quienes lo han ofendido. —Hizo una pausa para estudiar el efecto de sus palabras—. El único que puede salvar la vida de Ho-lin —añadió acto seguido—. Ahora os dejaré para que reflexionéis sobre estas cosas —dijo por fin, y se dispuso a abandonar el huerto de frutales.

Los guardias, que habían permanecido a distancia, cerraron filas en torno a él con caras inexpresivas. Kao-tsung observó al grupo incongruente que se alejaba; Wu-chi no se molestó en volver la cabeza siquiera.

El dolor, que se había aliviado durante aquel acceso desmedido de risa, volvió a apretar su puño. Era un dolor sordo y apagado, pero tenía un punto al rojo vivo, una pequeña punta lacerante. Su pensamiento voló a Wu, y notó un levísimo regusto a sangre en lo más hondo de la garganta.

Ella lo pilló por sorpresa. Llevaba toda la mañana esperándola y se había rendido finalmente a una tenaz modorra. Ahora, ella estaba inclinada sobre él y le sonreía. Kao-tsung tuvo de inmediato la sensación de que llevaba un rato en aquella posición; era evidente que se complacía en la certeza de que sería lo primero que sus ojos contemplarían al abrirse.

Se incorporó enseguida. Uno, pensó, debía estar en pie para anunciar lo que se proponía. En el mismo instante en que saltaba del lecho, ella se sentó en su borde. La contempló. Resultaba curioso: los rigores de la gestación y del parto parecían haberla favorecido. Al contrario que otras mujeres que conocía, que parecían perder un poco de fulgor con cada niño que daban a luz, Wu parecía florecer con cada embarazo. Aquel día, exudaba vitalidad y energía.

—He recibido una agradabilísima visita de mi madre —comentó—, pero quería verte. Espero que no te importe que me haya presentado así. ¡Estaba tan impaciente! —añadió con una sonrisa.

Habla pronto, o todo estará perdido, se dijo él. Percibía una intención oculta en la demostración de satisfacción de la mujer. Dio un paso atrás.

—Has ido demasiado lejos —intervino, sin alzar la voz—. La broma se te ha escapado de las manos y está causando verdaderos sufrimientos. Voy a tener que ponerle coto al asunto.

Ella le dedicó su sonrisa más torcida.

—Entonces, te ha gustado —murmuró—. ¡Lo sabía!

—¿Que si me ha gustado, dices? —inquirió, exasperado—. ¡Dos de los amigos más antiguos y fíeles de mi padre están dispuestos a quitarse la vida! ¡Los ministros y funcionarios me miran como si me hubiera vuelto completamente loco!

—¿No se te ha ocurrido —replicó ella con voz calmada— que existe una razón para que esos viejos se tomen de manera tan personal mis inocentes cuentos morales? —Lanzó una mirada picara a Kao-tsung—. Y esa razón sólo puede ser que en algún momento de sus vidas, largas e inútiles, han cometido las faltas que se atribuyen a los ancianos de los relatos. ¿Por qué, si no, habrían de mostrarse tan sensibles y de protestar tan ruidosamente?

—He hecho una promesa a Wu-chi —continuó él con determinación—. Le he prometido que se acabarían las historias. ¡Y así será!

—Espera un momento —respondió ella entonces, fijando sus ojos en los de él y ladeando la cabeza—. ¿Estás seguro de que hablamos de los mismos cuentos? Asegurémonos, no vaya a existir alguna confusión. —Se levantó y avanzó hacia él. Kao-tsung retrocedió; no estaba seguro de lo que se proponía Wu, pero se temía alguna mala jugada—. ¿Hablamos de ese relato de los viejos que se emborrachan en una taberna y luego van dando tumbos hasta llegar junto al canal?

—Sabes muy bien que no me refiero a eso —replicó él con firmeza.

—¿No es el cuento de los Viejos Tontos que se sientan junto a un canal y creen que están en las orillas del río Lo?

—No, tampoco es ése —dijo él, nervioso, mientras ella avanzaba un paso más, con sus ojos más oscuros todavía, provocándole una leve opresión en el estómago y en el pecho.

—¿Seguro que no es ése en el que encuentran a la hermosa campesina y la toman por una diosa? —insistió ella con voz grave y apremiante, al tiempo que sus manos se extendían hacia él. Kao-tsung levantó las suyas en gesto defensivo. Era absurdo. ¡Le aterrorizaba la idea de que sus dedos empezaran a hacerle cosquillas!

—¡Sabes muy bien de qué cuento hablo! —repitió, zafándose de sus manos mientras trataban de alcanzar los puntos sensibles de los costados, entre las costillas y en las axilas. Él notó una sonrisa ridícula en las comisuras de los labios y agarró sus manos; Wu se desasió enérgicamente, cogió las dos de él con una de las suyas y, con la otra, empezó a hurgarle aquí y allá en los flancos. Cuanto más trataba Kao-tsung de reprimir la sonrisa, más insistente se hacía ésta; ella sonreía abiertamente, sin dejar de hacerle cosquillas, con una mirada divertida.

—¡Ah, creo que ya sé de qué historia hablas! —Su mano soltó las de él e inició un pausado descenso a lo largo del pecho de Kao-tsung—. Déjame pensar… —Sus dedos continuaron bajando mientras seguía hablando, con los ojos fijos en los de él—. Sólo puedes referirte a la historia del Viejo Estúpido al que sorprenden en su despacho con la joven sirvienta; ¿me equivoco?

Fue incapaz de responder. Un acceso de carcajadas crecía dentro de él como una inundación.

—La del Viejo Estúpido que forzaba el… el «melocotón aún inmaduro» de la muchacha… —Wu subrayó insinuante esto último.

Para entonces, Kao-tsung era presa de una risilla incontrolable. Mientras hablaba, Wu se había agachado lentamente, sin apartar los ojos de los suyos, y había bajado las manos hasta tocar el borde de su larga túnica.

—Y el Viejo Estúpido es sorprendido con las ropas levantadas hasta la cabeza y los pantalones de seda bajados hasta las rodillas. ¡Así! —exclamó, levantándole la túnica por encima de la cabeza y bajándole los pantalones hasta las rodillas prácticamente al mismo tiempo. Recogió con rapidez la túnica y envolvió con ella cabeza a Kao-tsung de modo que no viera absolutamente nada y le hizo cosquillas en la piel desnuda. Él reía como un loco y se tambaleaba, tropezando con los muebles en su intento de escapar de los dedos despiadados, sofocado bajo la tupida seda.

—¿O era el cuento del estúpido que codiciaba a su hermana y la perseguía por toda la casa? —oyó decir a Wu. Las manos recorrían ahora todo su cuerpo, llevándolo de aquí para allá mientras él se retorcía y jadeaba, hasta que quedó contra la cama, en la que se derrumbó—. ¿Ese que se confunde y sodomiza a una cabra, tomándola por su hermana? ¿Hablas de esas narraciones? —insistió ella, riéndose también; se colocó sobre él y lo inmovilizó—. ¿Te refieres a ésas? ¡Dime!

—Sí, sí, sí, ésas precisamente —respondió él con un jadeo desde su prisión de brocado, entre carcajadas y sacudidas, avergonzado e impotente, agradecido a la oscuridad que lo ocultaba.

Año 657

Era la más grande de las madres que el mundo había conocido. Esto era lo que comentaba la gente acerca de la emperatriz Wu. En esta ocasión se congregaban miles de personas para participar en el magno acontecimiento que la emperatriz había preparado. Su coronación era también una conmemoración del segundo aniversario de sus hijos, los queridos príncipes herederos Hung y Hsien. Y el brillante volumen de sus ropas no hacía nada por ocultar el hecho de que, una vez más, se hallaba en orgulloso estado de buena esperanza.

Wu se había convertido poco menos que en una diosa de la maternidad. A los ojos de sus súbditos, era incapaz de obrar mal. Su derroche de fecundidad y su dedicación a la crianza eran un modelo para todos. Las mujeres de buena posición se miraban en su ejemplo de atención a los niños, tratando de emularla con sus propios hijos siempre que era posible. En sus imitaciones deslustradas de las celebraciones regias, las familias ricas ofrecían suntuosas recepciones para conmemorar aniversarios en el marco de jardines encantados.

Todos pronosticaban que, si era cierto el dicho de que como se inclina el arbolillo, así crecerá el tronco, Wu no podría tener sino príncipes perfectos y honorables, dechados de nobleza filial, a semejanza de su madre. Serían hijos que honrarían el extraordinario ideal humano de su madre, que asumirían las virtudes que ella había demostrado. Y el pequeño príncipe Hsien, cuyas manitas regordetas sostenían en aquel instante la corona que levantaba hacia la cabeza de su madre, era su más perfecto reflejo.