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Año 706

Luoyang

El magistrado jubilado Di Jen-chieh había recibido el mensaje hacía unas horas. La emperatriz, decía la misiva, estaba dispuesta a cumplir una vieja promesa hecha al magistrado y éste debía acudir de inmediato a palacio.

A Di sólo se le ocurría una posible promesa pendiente entre ellos. No tenía noticia de que la madre de la emperatriz hubiera muerto o estuviera enferma, pero, al fin y al cabo, la señora Yang había cumplido noventa y cinco años en primavera. Con cada año que pasaba. Di veía morir a viejos colegas y amigos. Wu-chi había fallecido hacía ya veintiocho años y su camarada, el buen abad Liao, le había sobrevivido un año escaso. El historiador Shu había exhalado su último aliento hacía una década, y muchos, muchísimos más habían desaparecido. Pero la señora Yang parecía inmortal. Se limitaba a envejecer mientras, a su alrededor, todos los demás caían como árboles en el bosque.

La mañana era espléndida y Di decidió pasear; tras despedir el carruaje que la emperatriz había puesto a su disposición, emprendió la marcha hacia palacio con buen ánimo. Veinte años atrás, habría cubierto la distancia en la mitad de tiempo. De todos modos, aunque lo hiciera bastante más despacio que antes, el magistrado todavía recorría las calles de la ciudad cuando los huesos no le dolían demasiado y cuando el tiempo era bueno. Aquella mañana, la expectación aceleraba su paso y casi le hacía olvidar sus ochenta y seis años.

La emperatriz, que ya contaba ochenta y uno, se había retirado paulatinamente de la participación activa en el gobierno y había aceptado de buen grado —aparentemente— dejar los asuntos en manos del Consejo de los Seis y de la Censura. Di intentó recordar la última vez que la había visto. Habían transcurrido al menos cinco años desde su último contacto directo con la emperatriz o con la señora Yang. El magistrado había trasladado a su familia a Luoyang y ya llevaba casi treinta años instalado allí. Desde hacía bastante tiempo, habían cesado las celebraciones públicas de los aniversarios y demás conmemoraciones; las dos mujeres vivían virtualmente recluidas. Los únicos autorizados a visitar la inmensa ala de palacio que ocupaban eran, según se rumoreaba, varios chamanes taoístas. Las mujeres llevaban muchísimo tiempo sin tener contactos con un lama o con cualquier otro budista destacado. Parecía que, con la desaparición de Hsueh Huai-i, la emperatriz había experimentado un lento pero progresivo desinterés por las cuestiones budistas, y en los últimos años había vuelto a buscar alivio y socorro en una fuente tan china como los amplios pies planos de los campesinos que habían arado sus tierras durante no menos de cuatro mil años. El nombre de «Ciudad de la Transformación» también había caído en desuso; Di no recordaba haberlo oído en boca de nadie desde hacía una década. Los grandes pilares de la emperatriz seguían en pie, pero sólo como curiosidades arquitectónicas. Se hablaba de desmontar el de Ch’ang-an, pues, en opinión de varios ingenieros de la ciudad, se estaba convirtiendo en un peligro y, al propio tiempo, el valioso metal que contenía podía utilizarse con otros fines. Dondequiera que se hallara el reino invisible de Jambudvipa, ese lugar no era en absoluto imperio Chino.

El paso del antiguo magistrado se aceleró de nuevo. Lo único que no había muerto, cambiado o decaído en Di Jen-chieh era su curiosidad.

El juez fue conducido a la gran alcoba por una doncella que, a continuación, se retiró y cerró las puertas sin hacer ruido. Di avanzó y observó a la anciana que yacía en el gran lecho con los ojos cerrados, completamente inmóvil. Di la estudió con detenimiento durante unos momentos y experimentó cierta decepción al advertir que el pecho de la mujer se alzaba y bajaba rítmicamente. No estaba muerta; sólo dormitaba. Contempló la piel arrugada, los ojos hundidos, los cabellos canos y ralos y el contorno del cráneo desagradablemente visible bajo la piel. Se había acicalado un poco: tenía el cabello cepillado y cuidadosamente peinado con un moño alto y se había empolvado el rostro. Pero no había artificio humano, pensó Di, que pudiera ocultar los noventa y cinco años que había cumplido.

De la boca entreabierta escapó un breve ronquido entrecortado y, en el preciso momento en que Di captaba un destello de incongruente blancura tras los labios surcados de arrugas, se abrió una puerta y por ella entró una mujer; una mujer más anciana, si tal cosa era posible, que la ocupante del lecho. En aquel momento. Di cayó en la cuenta de su error. La mujer cuya cabeza descansaba en la almohada no era la madre de la emperatriz, sino la propia soberana. La otra anciana, la que se acercaba en aquel instante por sus propios medios, era la señora Yang.

Antes de que Di pudiera decir una palabra, la recién llegada levantó una mano ordenándole silencio y señaló una silla al pie de la cama. Di obedeció la muda orden y la anciana, por su parte, tomó asiento junto a la cabecera del lecho y acarició amorosamente la cabeza que reposaba en la almohada.

La emperatriz abrió los ojos; su madre colocó un cojín tras su espalda, la ayudó a incorporarse hasta quedar sentada y acercó un cuenco de té caliente a sus labios. Di comprendió que estaba contemplando un hecho inusual: una madre atendiendo a su hija a punto de expirar de senilidad. Miró a la señora Yang y tuvo la certeza de que la anciana iba a sobrevivirlos a ambos.

Cuando la emperatriz descubrió la figura situada al pie del lecho, entreabrió los labios en una sonrisa de reconocimiento. Di observó entonces sin obstáculos los dientes blancos y asombrosamente firmes. Dientes y garras, pensó. Había habido un tiempo en que estas palabras eran sinónimo del nombre de la emperatriz, pero sus garras llevaban envainadas tanto tiempo que la gente casi las había olvidado. Pero Di, no; y tampoco había olvidado las preguntas que llevaba consigo desde hacía muchos años.

—Magistrado —dijo la emperatriz, extendiendo su mano huesuda—. Acerca más la silla para que pueda verte y oírte. —Di obedeció y ella lo miró con aire irónico—. Detecto… preguntas en tus labios —añadió a continuación—. Pareces un poco impaciente.

Di se movió en su asiento, incómodo, mientras se preguntaba si tan evidente resultaba.

—No es preciso que pongas esa mueca de sorpresa —dijo ella—. Ya sé lo que estás pensando. Y tienes mucha razón. Te he mandado llamar porque he llegado al convencimiento de que si me ciño a la promesa que hice a mi madre de no divulgar nuestros… secretillos hasta que ella haya desaparecido de este mundo, no podré mantener la palabra que te di a ti. Y te estás preguntando si voy a expirar ante tus ojos sin haber respondido a todas esas preguntas que corren de aquí para allá por tu cabeza.

Wu cambió de posición, cerró los ojos un momento y tomó otro sorbo de té. Di la observó con mirada severa y llegó a la conclusión de que no iba a morir aquella tarde, ni tampoco al día siguiente. De todos modos, no había tiempo que perder. Pero se encontró sin palabras. Después de pensar durante tantos años en lo que quería preguntarle, en aquel momento se sentía incapaz de encontrar una manera delicada de expresarse.

Sin embargo, fue la emperatriz quien tomó la iniciativa.

—Pero tú no eres el único que tiene preguntas, ¿sabes, magistrado? A mi madre y a mí siempre nos ha despertado curiosidad la sagacidad de tus deducciones. No podemos por menos que preguntarnos cuánto te acercaste a la verdad en los tiempos de…, ¿cómo lo diría…? En los tiempos en que tenías interés por nosotras.

Interés. Eso era, pensó Di. Qué bien lo había expresado. El magistrado agradecía a la soberana que le pusiera más fáciles las cosas.

—Bien, señora —declaró con elaborada deferencia—, me parece muy adecuado y oportuno que seáis vos quien haga la primera pregunta.

Wu y su madre intercambiaron una mirada y Di percibió la corriente de mudo entendimiento que siempre, desde que las conocía, había existido entre ellas.

—Muy bien, magistrado —dijo la emperatriz—. Hay una pregunta que mi madre y yo nos hemos hecho muchas veces. Incluso hemos discutido al respecto. —Las dos mujeres se miraron de nuevo—. ¿A cual de las dos atribuyes la defunción de mi joven sobrina?

—¡Ah! —musitó Di. Bajó la cabeza unos momentos mientras recordaba con qué facilidad había inducido al historiador Shu a revelar inadvertidamente que la muerte de la pobre chiquilla había sido una acción premeditada y calculada—. Bien, según nuestros… —Al llegar a este punto, recordó la prohibición tácita de mencionar el nombre del lama Hsueh Huai-i o incluso de referirse veladamente a él. Hizo una breve pausa y rectificó—: Según mis averiguaciones, no hay duda alguna respecto a si su muerte fue un hecho premeditado.

El magistrado les refirió su visita al historiador Shu, el fatuo poeta, y les explicó el descaro con el que había halagado al hombrecillo, el descubrimiento del sello roto y la posterior visita nocturna al despacho de Shu. Expuso el relato con gran cuidado y evitó con complejos rodeos cualquier mención del monje, pensando bien cada frase que se formaba en su mente antes de pronunciarla.

—Y dado que la muerte de la niña fue tan parecida a la de su madre, tanto por las circunstancias como por el lugar donde se produjo —se refería a la casa de la señora Yang—, sólo podía llegar a la conclusión de que fuisteis vos, señora —miró a la madre de la emperatriz—, la… la autora del hecho.

Las dos mujeres lo miraron con idéntica sonrisa lánguida.

—Pero, magistrado… la duquesa tenía una constitución delicada, bien lo sabes. Es de conocimiento común que había sufrido otros ataques agudos de indigestión a lo largo de su vida. Y su hija se le parecía mucho —protestó Wu con tono inocente.

—Sí, se le parecía mucho —repitió Di con un leve toque de ironía en la voz—. Por supuesto. Indigestión. Y la duquesa murió al poco de comer, igual que le sucedió a su hija no mucho después. Pero… me parece recordar algo sobre cierta vajilla que la señora Yang tenía en su casa, guardada en una alacena cerrada. —Di levantó las manos en gesto suplicante—. No pude por menos que pensar que esa vajilla tenía algún significado, además de su… —hizo una pausa y alzó nuevamente las manos— …de su valor sentimental. —«La vajilla que se utilizó en la última comida de mi difunto marido», le había confiado la señora Yang a Hsueh Huai-i.

—Muy astuto, magistrado —declaró la señora Yang. Era lo primero que decía desde que había entrado. Su voz tenía un tono ligeramente más grave que el de su hija y sonaba a oxidada, a poco usada, como si la anciana ya no se molestara en hablar—. Aunque es muy cierto que esa vajilla tenía un gran valor sentimental para mí. En realidad, era un regalo de mi esposo. Me dijo que la guardara hasta que fuera realmente necesaria. Pero él nunca comió con ella —añadió con una sonrisilla.

—No, estoy seguro de que no —respondió Di, hechizado momentáneamente por aquella mueca en los labios de una asesina de noventa y cinco años que se refería a sus fechorías como si de pequeñas diabluras se tratara.

—Pero, madre —intervino la emperatriz, malhumorada—, no es justo que demos al magistrado Di la falsa impresión de que fuiste la única responsable. Al fin y al cabo, fui yo quien tuvo la idea, lo sabes muy bien.

—Si —replicó la madre—, pero haz el favor de recordar a quién se le ocurrió la manera de quitar de en medio a aquel par de primos fastidiosos que acudió a meter las narices. ¡Reconozcamos sus méritos a cada cual, hija, por favor!

Los desdichados primos. Di recordó a los dos jóvenes ejecutados por los asesinatos de la duquesa y de su hija. Toda la jugada había sido una obra maestra de eficacia, sin duda. Permaneció sentado en silencio; no quería interferir en el sorprendente espectáculo de las dos mujeres rivalizando por el lugar más destacado mientras los turbios detalles del pasado de ambas eran sacados a la luz.

—Respecto a ese asunto, te reconozco todo el mérito, madre. Pero si hemos de ser completamente sinceras, debemos compartir la responsabilidad en algunas otras cuestiones. Por ejemplo, la de esos otros dos muchachos importunos.

¿Otros muchachos importunos?, repitió Di para sí. ¿Era posible que Wu hablara de sus propios hijos, Hung y Hsien, tan desaprensivamente? El viejo magistrado permaneció muy quieto, temeroso de que la emperatriz y su madre recordaran su presencia y cerraran la rendija a través de la cual se acababa de filtrar, al cabo de tantos años, un poco de luz. Sin embargo, Wu estaba observándolo y le hablaba directamente.

—Mi madre olvida que yo también tengo cierta idea de cómo actuar con eficacia —comentó—. Por ejemplo, que los viajes siempre son propicios para resolver ciertos asuntos.

Di recordó al príncipe Hung, que había acudido al lecho de enfermo de Kao-tsung a suplicar su gracia para dos criadas del predecesor de la emperatriz, y la flecha que el asesino había alojado en la cabeza del joven durante su desplazamiento al palacio de verano. No había vuelto a pensar en el asunto en muchos años pero, en aquel instante, Di recordó hasta el detalle más minúsculo de su visita al desdichado y agonizante Kao-tsung. Evocó el entendimiento tácito, oscuro y peligroso que flotaba entre ellos durante la conversación y su ofrecimiento de colaborar en el descubrimiento de la identidad del «infiltrado» en el entorno imperial… y, a continuación, su brusca despedida de palacio, la mañana siguiente.

En aquel momento, Di había estado seguro de saber qué mano había matado al joven, realmente. Y ahora, tantos años después, reflexionó el viejo magistrado mientras contemplaba a la emperatriz yacente, ella misma reconocía tácitamente que no andaba errado en sus deducciones.

¿Y qué cabía decir de Hsien, el hermano de Hung, el que se había suicidado en el exilio después de ser acusado de fomentar una rebelión contra su madre?

El muchacho también había sido acusado de otros crímenes. Di y Hsueh habían tratado el tema en repetidas discusiones. Los dos sabían que la emperatriz, en un acceso de furia, se había vuelto contra el muchacho y lo había acusado de la muerte de su antiguo amante, el indio nagaspa, a quien encontraron muerto con los calibradores en la cabeza separada del cuerpo.

—El nagaspa… —comentó en voz alta—. ¿Qué suerte corrió el pobre nagaspa?

—Dínoslo tú —respondió la emperatriz con una mirada ladina—. ¿Qué conclusiones ha sacado el astuto Di Jen-chieh de sus observaciones?

—Bien —respondió él, sumándose al juego—. Con franqueza, señora, siempre he tenido la seguridad de que fuisteis vos misma quien eliminó al adivino. Según mi teoría, deseabais emprender acciones contra el príncipe Hsien, el cual, probablemente, había participado junto a su hermano en la liberación de las dos criadas; al mismo tiempo, os habíais cansado de la compañía del nagaspa. Vuestra admirable eficiencia, sin duda. —Se encogió de hombros. Ella lo miró, visiblemente complacida con el último comentario y deseosa de oír más detalles de su teoría—. Por supuesto, siempre quedaba la posibilidad de que, efectivamente, fuera el muchacho quien hubiese dado muerte al nagaspa, pues entre ellos reinaba una manifiesta hostilidad. Sin embargo, estaba el asunto del alijo de armas descubierto en la residencia del príncipe, que fue la base de la acusación oficial que se formuló contra él. Una de dos: o bien el muchacho se proponía de veras dar un golpe, o alguien colocó allí las armas para producir esa impresión.

Wu aguardaba, expectante, el veredicto final del magistrado.

—Yo creo que, en realidad, no había tal acopio de armas en la residencia del muchacho —continuó Di—. Creo que la acusación de fomentar y armar una rebelión fue una mera cuestión de conveniencia. Aunque reconozco que nunca he terminado de entender por qué era necesario un plan tan complicado. Podríais haberlo acusado directamente del asesinato del nagaspa; con eso habría bastado, pero supongo que deseabais dar un escarmiento ejemplar. Y siempre me he preguntado si su muerte fue de veras un suicidio. Otros —Di evitó una vez más la mención del nombre de Hsueh Huai-i— apuntaron que el muchacho, efectivamente, había matado al nagaspa y estaba urdiendo un golpe, abrumado de dolor y lleno de rabia por la muerte de su hermano.

La emperatriz exhaló un profundo suspiro y Di detecto en él un asomo de… ¿De pesar?

—Me sorprende que no hayas adivinado nunca la verdad, magistrado —comentó ella—. No; no fui yo quien acabó con el nagaspa. Y tampoco lo hizo mi hijo, como creí al principio. Yo también había visto con mis propios ojos la inquina que existía entre ellos y había oído los ridículos comentarios del adivinador respecto de la forma de la cabeza del muchacho. Pero dime, magistrado, ¿quién defendió con más energía la opinión de que el autor de la muerte del nagaspa había sido el príncipe?

Di titubeó. La emperatriz no le había dejado más opción que pronunciar el nombre prohibido. Cuando Wu percibió su consternación, acudió en su ayuda.

—El monje Hsueh Huai-i, naturalmente. —Pronunció el nombre como si Di no lo hubiese oído nunca—. ¿Pretendes decirme que no habías reparado en ello? —añadió. Di no pudo hacer otra cosa que seguir mirándola. Aún no había adivinado a qué se refería la emperatriz. Ella se encogió de hombros—. En fin, a mí tampoco se me ocurrió. No lo supe hasta que el propio tibetano me contó la verdad, muchos años después: fue él quien acabó con el nagaspa.

Di se echó hacia atrás en su asiento. La soberana lo había tomado completamente por sorpresa. El magistrado recordó la larga tarde que había pasado en la casa de té, esperando a Hsueh, ignorante de que el monje ya se ocupaba de asuntos más importantes. Claro, mientras lo ayudaba a investigar un asesinato, la idea de cometer otro había tentado al monje. Di imaginó el momento en que Hsueh advirtió que tenía ante sí una oportunidad decisiva: matar al nagaspa, implicar a Hsien con la colocación de los calibradores en la cabeza, crear una vacante al lado de la emperatriz y acceder a una nueva vida. Y el tibetano no había vacilado en hacerlo. Su nueva vida y la anterior se habían superpuesto durante un breve periodo, comprendió el magistrado; ya había matado al nagaspa y todavía intercambiaba información y discutía teorías con Di. ¿Y cuál fue el hecho decisivo que tuvo lugar mientras Di lo esperaba y daba cuenta de muchas tazas de té frío bajo la luz decreciente de la tarde? ¿Qué había sucedido, exactamente, para que el monje faltara a aquella última cita?

Di nunca había estado tan seguro de conocer una respuesta: aquella tarde, el tibetano estaba en la cama de la emperatriz. Hsueh había entrado en una nueva existencia. Y también el resto del mundo, aunque éste tardaría un tiempo en advertirlo.

—Hsien… —la emperatriz pronunció el nombre de su hijo, muerto hacía tantos años—. Es cierto que preparaba un golpe, magistrado, aunque creas que fue una treta mía. Y tampoco fue invención de Hsueh. En eso, el monje no te mintió. Hsien era mi verdadero hijo, el más parecido a mí. Precisamente por eso, no podía permitir que continuara en palacio. —Permaneció callada un instante; después, repitió—: Mi verdadero hijo. Y, en efecto, se dio muerte con sus propias manos.

Tras esto, los tres ancianos guardaron silencio. El intercambio de revelaciones no había llevado mucho tiempo y sus voces apenas habían reflejado excitación, pesar o apasionamiento. Ya no quedaban más misterios —salvo uno que Di no tenía la valentía de abordar—, ni les quedaba mucho tiempo de vida a ninguno de los tres… aunque Di tenía sus dudas cuando observaba a la señora Yang, en cuyo rostro habría jurado apreciar vitalidad suficiente para, al menos, una década más. En cuanto a la emperatriz, el magistrado no le daba más allá de unos meses, como mucho. Por lo que se refería a él, no estaba tan seguro. Tratar de hacer pronósticos en su caso era como buscar a tientas en una habitación a oscuras un objeto que uno sabe que está sobre la mesa pero no puede localizar de momento. Dos años; tres, posiblemente. Así era cómo se sentía.

Mientras se miraba las puntas de las chinelas con aire pensativo, Di vio con sorpresa, por el rabillo del ojo, que la emperatriz se llevaba una mano a la mejilla. Una lágrima en la mejilla de la emperatriz Wu Tse-tien eran tan extraordinario como un diente del verdadero Buda, pensó Di al tiempo que alzaba la cabeza para verla. Por un instante, cruzó por su cabeza la fantasía de recoger aquella lágrima solitaria en un frasquito, sellarlo y añadirlo a una colección de objetos extraordinariamente raros.

¿Y por quién, o por qué, lloraba la soberana? Hasta aquel momento, ni sus hijos, ni su sobrina, ni su hermana, ni sus amantes, ni su esposo habían suscitado jamás ni siquiera un asomo de llanto en sus ojos azabache.

La señora Yang, al parecer, lo sabía. Sin una palabra, extendió la mano con un pañuelo de seda y enjugó los ojos y las mejillas de su hija.

—Hubo otra cosa, magistrado —dijo entonces la emperatriz—. Algo que, probablemente, ignoras por completo.

Di contuvo la respiración. El pequeñísimo fantasma que había llevado durante tanto tiempo en un rincón apartado y oscuro de su mente estaba también atento y expectante.

—Mi hija… —murmuró la emperatriz y se le quebró la voz. Levantó los ojos, todavía llorosos, hacia los de su madre—. Mi primogénita…

La señora Yang movió la cabeza con un gesto de reprobación, como si le reprochara que se torturara inútilmente, que malgastara sus menguadas fuerzas. Y Di advirtió un acuerdo entre las dos mujeres cuando sus miradas se cruzaron. No se diría una palabra más acerca de aquella pequeña muerte. Aquel tema seguiría siendo un secreto entre ambas.

La emperatriz recuperó el dominio de sí, se volvió a Di y dijo finalmente:

—Es sólo que a veces, magistrado, no puedo dejar de preguntarme qué habría llegado a ser.

Año 706, otoño

Ch’ang-an

ANOTACIÓN DEL DIARIO

Quedaba un último asuntillo pendiente con la emperatriz, que dejé para otro día. Era un riesgo, pues sabía el poco tiempo que nos quedaba a ambos, pero se trataba de algo tan delicado que no quería cometer el error de presionarla en exceso demasiado pronto. Y, sin embargo, era algo vital. Así pues, la dejé descansar unos días antes de volver junto a su lecho.

Durante los años que siguieron a la desaparición de Hsueh Huai-i, la emperatriz se transformó en una mujer diferente. Sus actividades adquirieron un tono frívolo y su interés por el gobierno se difuminó hasta prácticamente desaparecer. Tras la partida del tibetano, Wu organizó su «Instituto de Cigüeñas», un harén de atractivos jóvenes entre cuyos miembros más notables estaban los hermanos Chang.

Eran dos caballeros que preferían el contacto íntimo entre ellos a las relaciones con otros; si eran o no hermanos de verdad es algo que nunca sabremos. Carece de importancia y sólo lo anoto aquí como un pequeño detalle de cierto interés histórico. Como todos los hombres de la vida de la soberana, los Chang parecían dominarla, pero, una vez más, se trataba de un espejismo provocado por la propia Wu.

Como los demás hombres de su vida, los Chang influyeron en su gobierno, pero en una dirección distinta. Los nuevos infundieron en la emperatriz y en su gobierno un profundo interés por cuestiones mágicas y místicas, cuestiones taoístas que eran saludablemente chinas, nativas. Una vez más, la emperatriz construyó salones y pabellones, deliciosos jardines y mágicos rincones palaciegos, sin otra razón manifiesta que la consecución del placer. Y aunque yo le aconsejé repetidas veces que limitara la carga de gastos que sobrellevaba el pueblo, me satisfacía comprobar que tras aquellos proyectos no había ningún significado oculto ni ominoso.

Mi alivio al comprobar que sus pasatiempos estaban desprovistos de connotaciones religiosas peligrosas fue tal que, por fin, pude concentrarme en asuntos importantes, por ejemplo, el recorte de los gastos militares, derivados de campañas inútiles y expansiones de fronteras a costa del bienestar de las gentes humildes. Y si se tiene en cuenta que yo era un estadista aficionado y ya anciano, puede decirse que tuve cierto éxito.

Pero había un problema que todavía me abrumaba, un último asunto que me impedía dormir el sueño profundo y tranquilo de un anciano al final de su vida. Era un problema para el cual no podía encontrar solución. Se trataba de la sucesión, de la restauración de la dinastía y de la devolución de su condición imperial a los T’ang.

La dinastía Chou estaba extinguida; ya hacía de ello veinte años, y su recuerdo se perdía ya en las brumas de la leyenda. Sin embargo, hasta aquel momento, no se había nombrado a ningún sucesor que ocupara el trono a la muerte de la emperatriz. Sus hijos supervivientes, exiliados, no habían sido designados. ¿Un descuido? Tal vez, pero no creo que Wu, aunque casi inactiva ya, hubiera abandonado sus planes para situar a la familia Wu en la línea genealógica imperial. En definitiva, se proponía dejar el imperio a una línea de sucesión que no poseía la legitimidad.

Aunque había cedido en su despotismo, la soberana conservaba en gran parte la obstinada resolución de sus años de juventud. Aunque su sobrino, Wu Cheng-ssu, el colaborador del infame Lai Chun-chen en la Censura, había sido desterrado junto con su hermano, el menos ambicioso Wu San-ssu, por mis conversaciones con ella sabía que la emperatriz estaba sopesando realmente la posibilidad de incluirlo como posible candidato. No importaba que existieran cuatro herederos legítimos de la casa de Li, hijos del propio Kao-tsung.

Su terquedad de antaño se estaba agudizando y se reafirmaba cada vez más; volvía a tener ante mí a una Wu muy semejante a la de unas décadas atrás.

Éste era mi problema pendiente, mi último pequeño obstáculo: encontrar el modo de devolver el trono a sus hijos, de evitar el conflicto sangriento que surgiría si algún estúpido de la familia de Wu llegaba al trono.

Aquella cuestión, aquella última obsesión de mi larga vida pública, me tenía atormentado.

Una mañana, poco antes de mi revelador encuentro por la emperatriz, desperté y allí estaba mi respuesta, como un regalo, completa y admirable en su simplicidad. Con unas cuantas palabras bien empleadas, podría convencer a la soberana agonizante de que mandara volver a palacio a sus hijos (y, en concreto, a Chung-tsung, pues éste era el candidato con mejores perspectivas).

No se me escapaba que Wu se encontraba a las puertas mismas de la muerte y, como era lógico, estaría cada vez más preocupada por su situación en la otra vida. Así pues, me ocupé de hablar sobre ello junto a su lecho de muerte, y le recordé una regla sencilla del plan cósmico: sólo la madre de un emperador —y no la tía— tenía garantizada la veneración permanente y una situación sólida en el altar de los antepasados.

La única manera de asegurarse de que las plegarias constantes y fervorosas de un emperador ascenderían al cielo, de evitar que Wu se convirtiera en un espíritu hambriento y errabundo, era restaurar el linaje legítimo de los T’ang con la designación de su hijo como heredero del trono.

Mi estratagema funcionó, como bien sabe hoy la Historia: en su lecho de muerte, la emperatriz firmó el nombramiento de su hijo, Chung-tsung, como príncipe heredero.

Mientras Wu observaba el documento que yo sostenía ante ella con manos temblorosas, temí que incluso en aquel momento cambiase de idea, rasgara en dos el papel y arrojara los pedazos al suelo. Pero no lo hizo. Mi argumento había tocado algo profundo en su interior. Wu estampó su sello en el documento sin discusiones ni titubeos.

Y yo elevé por fin mi plegaria silenciosa de agradecimiento. La restauración de los T’ang se había verificado. Ahora, tal vez podría conciliar el sueño por fin.