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Año 676, primavera, cinco meses después del juicio de Hsueh Huai-i

Alrededores de Luoyang

Aquel día, casi era posible creer en la existencia de un mundo perfecto. Mientras contemplaba las ondulaciones del agua y el aroma de las flores de la costa llenaba su olfato. Di pensó que era posible no sólo confiar en su existencia; por un brevísimo instante, a bordo de aquella nave paradisíaca, creyó encontrarse de verdad en un mundo perfecto.

Los aleros curvados hacia arriba de los pabellones dorados que se superponían en la gran nave dragón reflejaban la luz deslumbrante. Una gruesa alfombra fragante de lirios se extendía graciosamente y desaparecía delante de la proa de escamas de dragón, para surgir de nuevo, pura e intacta como un millar de existencias budistas renacidas, en la estela espumeante y agitada a popa.

La gran nave se deslizó entre los lirios rumbo al centro del lago y dejó atrás campos de plantas acuáticas que se mecían al impulso del agua. Desde un estrado elevado sobre la cubierta, veinte flautas exhalaban sus dulces sonidos al aire primaveral y las campanillas repiqueteaban sobre la cabeza de Di. El delicado tintineo melodioso se perdía en el centelleante cristal del agua cuando la proa lo partía. La costa se alejó hasta que los riscos y los tupidos bosques de pinos a sus pies se hicieron borrosos bajo la bruma creciente, que difuminaba los perfiles como un acuarelista.

Al penetrar en aguas más profundas del gran lago, la nave empezó a cabecear, con suavidad al principio pero con más intensidad después, al encontrar la corriente del río y los vientos que soplaban en aquella zona. El inesperado movimiento de la cubierta bajo sus pies sacó a Di de sus reflexiones; se golpeó el codo contra el pasamanos y estuvo a punto de resbalar. Hacia el centro del lago, un encaje de espuma blanca coronaba las olas encrespadas.

No se atrevió a frotarse el codo porque para ello tendría que apartar la otra mano de la barandilla; cuando bajó la vista a las aguas oscuras del lago, el dolor del codo le hizo pensar en el púrpura oscuro de la sangre. Con pasos precavidos, se apartó del pasamanos y de la perturbadora visión. Ya no deseaba seguir contemplando las aguas.

Detrás de Di, con un breve jadeo de exasperación, el historiador Shu agarró el recado de escribir y levantó a toda prisa las hojas de sus poemas —escritos el séptimo día de mayo de 676, en ocasión del sesenta y cinco aniversario de la gran señora Yang y del festival anual de los Barcos Dragón— para ponerlas a salvo del contenido del tintero, que se había derramado. La embarcación dio un nuevo bandazo. La hilera de farolillos de colores osciló y Di se agarró al marco tallado de una portilla mientras Shu se esforzaba por afirmarse en su asiento y mantener secos sus preciados papeles.

El hombrecillo ya no tenía que intervenir en los escándalos de su soberana. Liberado por fin de politiquerías, parecía felizmente absorto en el arte inocuo que más apreciaba, la poesía. Di pensó que tal vez era éste el verdadero Shu Ching-tsung: el hombre feliz dedicado a sus sensiblerías poéticas.

—Este cambio de tiempo ha llegado muy de improviso, ¿verdad, maese Shu? —comentó siempre aferrado al marco tallado.

—¡Oh! No, magistrado. No es nada inhabitual que cerca del centro el lago parezca un océano. El lago Tai es famoso por esto. Cuando se llega a sus aguas más profundas, casi siempre se muestra tumultuoso y alocado. —Shu se complacía en su papel de poeta—. Resultan muy inspiradoras, ¿no cree? Me refiero a las fuerzas de la naturaleza. Y, comparado con otros días, hoy está tranquilo. Somos tan vulnerables… ¿no le parece, magistrado?

Alocado, e impredecible, sí, pensó Di; vulnerables, muchísimo. Pero ya había tenido suficiente de aquellas fuerzas de la naturaleza.

—¿Entonces, ha navegado por estas aguas otras veces, historiador? —preguntó Di, sintiéndose aún más desvalido como marinero.

—Así es. Muchas veces, magistrado. Es el lugar predilecto de la emperatriz y de su madre. Y ésta es la razón de que la embarcación imperial sea tan grande. Uno no se arriesgaría a someterse a los caprichos de las corrientes del lago en una nave menos poderosa —le aseguró Shu—. Y siempre navegamos por aquí para el festival de las Naves Dragón y para celebrar el aniversario de la señora Yang. Trasladar la corte imperial representa un esfuerzo considerable, pero siempre merece la pena.

Mientras Shu enumeraba aquellas agradables intimidades imperiales, Di no pudo dejar de pensar en los pobres hombres de las cubiertas inferiores, que pedaleaban furiosamente para hacer girar las grandes hélices que impulsaban la pesada nave en aquellas aguas embravecidas. ¿Era un simple azar lo que lo había colocado a él sobre la cubierta y a aquellos hombres debajo; lo que le hacía a él privilegiado y a ellos desdichados? ¿O tenían razón los budistas respecto a la rueda infinita de la vida y quizás algún día, en otra reencarnación, aquellos hombres y él cambiarían sus papeles?

Di advirtió que la música suave de la orquesta había cesado y los participantes en la fiesta habían pasado adentro. El viento agitaba ahora los estandartes y barría las cubiertas con la espuma helada de las olas.

Di se afirmó en el marco de la portilla. La línea de la costa había desaparecido completamente a causa de la distancia y de las brumas. Allí, en mitad del lago, no había alfombras de lirios, sólo grandes olas de crestas espumeantes. El aire frío y húmedo, exento de fragancias sutiles, llenó sus pulmones. A ambos costados de la gran embarcación, a cierta distancia, los juncos de guerra imperiales que la flanqueaban patrullaban arriba y abajo con sus velas tensas y sus nervaduras firmes contra las fuertes brisas.

—Le aseguro, magistrado —suspiró Shu con fingida exasperación—, que ya tengo suficiente de este viento. —Con gesto decidido, enrolló los papeles y se los puso bajo el brazo. No hizo el menor ademán de recoger los pinceles y cuencos, sino que los dejó a merced del viento—. Voy al salón. Tal vez le apetezca acompañarme, magistrado. La emperatriz y su madre nos esperan, estoy seguro.

Dentro, la orquesta interpretaba una melodía llamativa que llevaba un título muy apropiado, El viento y la ola, una delicada pieza en dos partes en la que al «viento» susurrante de las flautas hsiao y de los caramillos sheng le respondía el eco de las «olas» de los instrumentos de cuerda, las campanillas y las matracas. Sobre un mar en calma de almohadas de satén de brillantes colores, bajo la luz vistosa de las linternas de mica oscilantes, una decena de hombres jóvenes y atractivos adulaba servilmente a la emperatriz y a su madre. Las dos mujeres, recostadas en extremos opuestos de la sala, comían de unos platos de jade y plata dispuestos sobre unas amplias mesas bajas y giratorias.

La señora Yang celebraba su sexagésimoquinto cumpleaños con las profusas atenciones de los jóvenes, con masajes en los pies, las manos, el cuello y las sienes y también con sabrosos platos. Los jóvenes, por supuesto, pertenecían a Wu, pero la emperatriz siempre se mostraba muy generosa cuando se trataba de compartir algo con su madre.

Un movimiento de la embarcación envió a Shu contra los almohadones, cerca de la señora Yang; el historiador trastabilló y derribó una mesita con el par de cuencos que había sobre ella. Cuando se dio cuenta de que todos los presentes se reían, una ligera sonrisa apurada apareció dubitativamente en el rostro del historiador mientras sus ojos recorrían la estancia con un parpadeo inquieto. Pero cuando vio que la señora Yang se reía más fuerte que nadie, se unió al coro, visiblemente satisfecho de servir de bufón a los invitados.

Se estiró relajadamente sobre los cojines, buscó en el interior de la manga y extrajo los papeles que había salvado del viento y el agua en la cubierta. Su anuncio de que deseaba leer la oda que acababa de componer con motivo de la festividad de la señora Yang fue recibido con una muestra general de aprobación.

Desde su posición, en el otro extremo de la sala larga y estrecha, rodeada de sus jóvenes aduladores, Wu cruzó una mirada de inteligencia con Di. El magistrado observó a la emperatriz, recostada entre sus mancebos, y pensó en cuánto había cambiado el mundo en los últimos meses. Durante años, el único hombre que había compartido la cama de Wu había sido el tibetano. Hsueh no toleraba competidores y Wu, a juicio de Di, había estado absolutamente prendada de él… pero voluntariamente; es decir, ella no tenía el menor deseo de romper el hechizo hipnótico del monje. Pero, por supuesto, el dominio de la situación siempre había estado en sus manos. Y cuando se había hartado del juego, el encantamiento quedó roto, limpia y bruscamente. Ella mostró entonces el mismo pragmatismo carente de sentimientos con el que una leona abandona a sus cachorros cuando llega el momento y no vuelve a pensar en ellos. La influencia de Hsueh, si alguna vez había existido, desapareció por completo.

Di siguió a la emperatriz escalerilla arriba, asiéndose con cautela al pasamanos. Entraron en el pabellón y ella le indicó con un gesto que se acomodase.

—Shu me entregó esto hace un rato. Está especialmente orgulloso del trabajo que ha realizado —comentó Wu al tiempo que se instalaba en el diván acolchado—. El historiador desea que lo leas. Si das tu aprobación, será añadido a los anales oficiales.

Di recibió de sus manos un documento con el sello de Shu, que ya le resultaba familiar.

Con una reverencia, y tras aferrarse de nuevo al pasamanos, leyó el comunicado de Shu en silencio, consciente en todo momento de la mirada de la emperatriz fija en él:

La Ejecución de Hsueh Huai-i quedará como una Lección Admirable para la Posteridad. Por Terrible que resultara presenciarlo, el hecho proporcionó a Este Cronista la oportunidad extraordinaria de asistir al Cumplimiento de la Pena de los Cien Cuchillos, una ejecución extremadamente Lenta y Dolorosa. Pero el reo había corrompido a la Divina Soberana de China y el Alma del Imperio, de modo que tal final era Justo. Hay ocasiones en que el Cielo proclama que el Único modo de corregir un acusado Desequilibrio en el Universo es el empleo de este Castigo. Ésta fue una de tales ocasiones.

La Pena de los Cien Cuchillos es un final reservado a lo Peor que puede producir un Universo que ha perdido su Armonía, a un alma irremisiblemente Viciada y Corrupta. Es un procedimiento tan Lento de Dar Muerte que, según se ha apuntado, el ch’i esencial del ajusticiado Rezuma literalmente de las Heridas Infligidas. De la dualidad de almas —hun y p’o—, la que escapa —el Alma Superior de la Naturaleza Espiritual del hombre— ve impedida su Separación del Cuerpo y su Ascensión al cielo cuando uno sufre la Pena de los Cien Cuchillos. Ésta, además de la Agonía Física, es la razón de que tal método de Ajusticiamiento sea considerado la tortura más Cruel y Espantosa. Sin embargo, tan nefasto era el charlatán, el Corruptor de la Buena Fe Budista, Hsueh Huai-i —sólo el Cielo conoce su verdadero nombre—, que lo tenía Totalmente Merecido.

La Ejecución de Hsueh Huai-i dio inicio con las primeras luces del Día Señalado y se prolongó hasta mediada la hora del Caballo, cuando el sol alcanzaba el punto más alto en el cielo. Fue entonces cuando Hsueh Huai-i Exhaló su Ultimo Aliento Terrenal. Mientras la hoja del verdugo Sajaba Sus Carnes, el reo Profería Gritos de terrible agonía. Cien rebanadas de carne le quitaron del cuerpo —del pecho, la espalda, brazos y piernas—, mientras colgaba por las muñecas con los pies Firmemente Sujetos al estrado mediante tiras de cuerpo.

Hsueh Huai-i lanzó Alaridos Agónicos que Hendían el Aire y Estremecían las Montañas y Helaban los huesos a cualquiera que los Oyese. Ya no se reía, ni hablaba de su Futura Reencarnación. Se limitaba a padecer lo Peor que ningún hombre pueda imaginar y Aún Más. Habría sido mucho mejor para él que su cuerpo Entregara su Espíritu mucho antes, pero tal contingencia No Estaba en los Astros para Hsueh Huai-i. El farsante Ya No Está y, a nuestro alrededor, se puede escuchar que la Propia Tierra exhala un Profundo Suspiro de Alivio.

Y, Ese Mismo Día, el Magistrado y Presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios, Di Jen-chieh, nos devolvió al Sendero de la Razón Confuciana y de la Rectitud Humana: proscribió los templos del Caballo Blanco en todo el territorio del Imperio y desterró de por vida a sus Clérigos a una distancia de mil li.

Registrado en este Último Día del Funesto Invierno de 675-676 por el Cronista del Reino, Shu Ching-tsung, Historiador Oficial de la Emperatriz Wu Tse-tien.

Di exhaló un suspiro y, con un gesto absolutamente inconsciente, empezó a plegar el informe de la ejecución de Hsueh Huai-i. Por último, depositó el documento sobre la mesa del pabellón de la emperatriz en la cubierta superior. No dijo nada. Había intentado en vano distanciarse de todo lo sucedido durante los últimos meses, pero ahora comprendía la inutilidad de sus esfuerzos. Lo que había presenciado había dejado marcas indelebles en su alma, el escrito de Shu seguía el curso de esas marcas como una corriente de agua se deslizaba entre las hendiduras de las peñas erosionadas.

—Entonces, no me equivocaba al imaginar que todavía no lo habías leído, magistrado —comentó Wu—. Maese Shu lo redactó pocos días antes de que nos trasladáramos aquí. Así termina el asunto, magistrado. Celebramos el festival de las Naves Dragón. Los funcionarios retirados vuelven a sus cargos. El mal del que tan a menudo hablaba el lama Hsueh ha desaparecido.

La emperatriz pronunció aquellas frases con un tono tan desapasionado que Di notó una flojera en las rodillas, atribuible a algo más que al movimiento del barco, que lo obligó a dejarse caer de nuevo en su asiento. El lama no habría sido nada en absoluto sin su cómplice voluntaria y corruptible. Sin embargo, en aquel momento, allí estaba Wu conversando tranquilamente sobre el final del lama sin mostrar más emoción que si se refiriera a la muerte de algún pariente lejano. Era aquella falta de emoción lo que perturbaba especialmente al magistrado. Hsueh Huai-i había sido una especie de monstruo aberrante, sí, ¿pero qué más había significado para ella, además de una fuente de gratificación carnal y de una fuerza que había exprimido el veneno mortífero que la emperatriz llevaba dentro, igual que el recolector de veneno de serpiente obliga a ésta a expulsar el que guarda en sus colmillos? La mujer ni siquiera fingía un ápice de emoción; Di no apreció en su voz otra cosa que un tono neutro y concluyente. Ella examinó los papeles que tenía sobre la mesa como si buscara errores gramaticales; después, volvió a mirar a Di y, por último, se dirigió hacia la portilla que se abría sobre el gran lago como si, efectivamente, aquello fuera todo.

Durante un brevísimo instante. Di creyó haber penetrado en el corazón y en la mente de Wu como aquellos espíritus errabundos sobre los cuales había leído en los libros de narraciones populares, que compartían el cuerpo de su huésped porque deseaban experimentar de nuevo emociones humanas. Y le dio la impresión de que no percibía en el corazón de la soberana otra cosa que una frialdad hueca, como si fuera una antigua caverna deshabitada durante siglos; una quietud y un vacío ocupados solamente por el sonido del agua y el cabeceo de la embarcación. Aquel extraño vacío, reflexionó, tal vez era producto de su imaginación, o quizás era una certera visión de los sentimientos que la mujer había albergado. Ninguno. ¿Era posible? Si lo era, se trataba del vacío más profundo y más sombrío al que se había asomado en su vida, y se retiró del borde como lo habría hecho ante un precipicio.

—Un escritor de extraordinario talento —consiguió articular mientras dirigía la vista al documento que acababa de leer. Era lo único que se le ocurría, de momento. Se sentía como si, realmente, su espíritu acabara de volver a su cuerpo.

—Sí… muy extraordinario. Creo que ha captado muy bien los últimos momentos del monje.

Lo que había obligado a Di a sentarse de nuevo, lo que hacía dudar al magistrado de que las piernas lo sostuvieran, era la imagen de lo que Hsueh había sido para la emperatriz: una especie de grotesco espejo mágico que la reflejaba y la reforzaba, y en el que ella se había contemplado con la vanidad de una gran belleza admirándose en su bruñida superficie. Hsueh era también algo que ella había alimentado y de lo que, a su vez, se había nutrido. Algo que había insuflado abundante vitalidad en todo lo que la mujer era ya. Y ello incluía los también actos caritativos que habían caracterizado su mandato. Estos también formaban parte del legado de Hsueh. La emperatriz había sido a la vez la deidad castigadora, el ángel vengador y la salvadora compasiva. ¿Pero acaso no parecía como si Hsueh lo hubiera sabido desde el primer momento? ¿Y acaso la soberana no había obrado de buena fe a su modo, terrible y desnaturalizado? ¿Acaso el monje no había descubierto sufras profetices, escritos hacía siglos, que predecían su advenimiento?

Pero esta vez, en el momento en que le ofrecía el documento con el relato de la muerte de Hsueh, al magistrado le había parecido como si Wu se amputara la mano —una mano que había asesinado—, y la contemplara desapasionadamente sobre la mesa, todavía caliente y palpitante en el charco de su propia sangre, mutilada pero aún reconocible como parte íntima de su cuerpo que había sido hasta momentos antes.

Tras una larga pausa y saltándose toda precaución, Di añadió un comentario. Entre el magistrado y la emperatriz quedaban en pie pocas reservas diplomáticas.

—Y desde luego, mi señora, el historiador Shu ha sido un poderoso instrumento en vuestra actuación como gobernante.

Esta vez, superado el comienzo vacilante, Di estaba dispuesto a continuar hablando. Wu permaneció un rato callada, concentrada aparentemente en estudiar el movimiento de las olas que batían contra el casco, allá abajo. Mientras sus ojos recorrían la superficie negra y agitada de las aguas, se llevó una mano a la boca y empezó a pasarse el índice entre el labio superior y la nariz. Di reconoció en aquel movimiento uno de los pequeños masajes cosméticos del tibetano que la emperatriz había incorporado a sus gestos inconscientemente.

—Seguís siendo hermosa, señora —afirmó Di, y con razón.

—Agradezco tu amable cumplido, magistrado, pero la edad es una dama muy severa. —Detuvo el masaje y bajó la mano—. Ya no tengo la piel elástica de la juventud.

—Incluso así.

—Digo «dama» porque sólo una mujer puede tener tan mala intención.

—¿Oh? —Di esperó, fascinado, lo que la mujer se disponía a decir. Al magistrado, los comentarios de Wu acerca de los sexos le resultaban reveladores.

—Si hubiera que escoger una forma simbólica que representara la edad, tendría que ser la de una mujer. La edad posee todas las características femeninas; entre los hombres, incluso entre los más falaces, la crueldad sirve a un propósito muy diferente. Surge de una parte del alma completamente distinta, ¿no estás de acuerdo?

Di no respondió; con un encogimiento de hombros evasivo, instó a la emperatriz a continuar.

—Las mujeres son insidiosas. Y crueles en la venganza. —Wu cerró los dedos y miró a Di como si esperase confirmación.

—A mí me parece que no hay diferencia…

—¡Ah, magistrado! Para ser un hombre con una comprensión tan aguda del corazón humano —su voz adquirió en este punto una aspereza desapasionada—, me decepcionas.

La emperatriz cruzó los brazos y volvió a contemplar la extensión de frías aguas del lago y el sol que había empezado a atravesar la bruma y brillaba en las velas húmedas de los juncos engalanados que escoltaban la nave dragón cabalgando las olas.

—Si es a mí a quien os referís como a un entendido en corazones humanos —continuó Di—, complacedme en una cosa. Como sin duda habréis apreciado, tengo una debilidad: siento una necesidad imperiosa de resolver todos los asuntos pendientes.

La mirada de Wu se volvió hacia el magistrado; después, reanudó su contemplación del lago. La embarcación ya no cabeceaba tanto, pues habían llegado a aguas menos profundas. Di se levantó y se acercó a la portilla. El color de sangre oscura de las aguas se había aclarado con la aparición del sol y la estela espumosa de la embarcación era un surco verde esmeralda.

—La curiosidad. Ésta es la fuerza que me mueve. Sencillamente, me gusta comparar notas. Los misterios sin resolver, mi señora, resultan tan irritantes… Son como edificios levantados por constructores torpes, llenos de agujeros por los que se cuela el viento y la lluvia. Siempre he hecho cuanto he podido pero, para ser completamente sincero, señora, mis motivos no siempre han sido desinteresados. Gran parte del trabajo que he desarrollado en mi vida lo he hecho para mí mismo, por la sencilla razón de que no soporto los enigmas sin aclarar. Así pues, aceptaré vuestro generoso elogio… si me complacéis en una cosa. Sabéis que he prometido no investigar en vuestros… vuestros asuntos pasados. He prometido no hacerlo de forma oficial, y cumpliré mi palabra. Pero ayudadme a sellar los resquicios por los que penetra la lluvia y el viento en mi casa. Ayudadme a despejar algunos interrogantes.

La emperatriz le dirigió una mirada divertida.

—Pero, magistrado… ¿por qué habría de necesitar mi ayuda el gran investigador Di Jen-chieh?

—Señora, el término «gran investigador» es vuestro, no mío. Lo cierto es que necesito vuestra colaboración para conocer la verdad.

Wu pareció sopesar la propuesta durante unos instantes.

—Mi madre y yo estaremos encantadas de escuchar historias de tus días legendarios en Yangchou, magistrado. Vendrás a cenar cualquier día, pronto, quizá. —Sonrió y añadió—: Pero me temo que no podré ofrecerte anécdotas de nuestro pasado.

La luz dorada de la tarde bañó a la emperatriz con un resplandor de incongruente inocencia. Di estudió el perfil de su rostro.

—Di Jen-chieh —declaró ella entonces con firmeza—, tengo una responsabilidad que sobrepasa mis deberes como emperatriz de China. En primer lugar y por encima de todo, está mi madre. Y soy una hija demasiado respetuosa como para revelar a nadie ninguno de nuestros secretos. Todavía no. No permitiré que se conozca nada hasta que mi madre esté en los cielos, magistrado. Seguro que un buen confuciano como tú lo entenderá. Las piezas que falten en tu rompecabezas aún no pueden ser colocadas en su lugar. Es una lástima —añadió—, pero tendrás que soportar las corrientes de aire de tu casa un poco más. Por lo menos, el tiempo que viva mi madre.

La inoportunidad de su intervención dejó algo mortificado a Di.

—¡Que viva diez mil años! ¡Por la Matriarca Imperial, la divina señora Yang, madre de la emperatriz, en su aniversario! —brindó Di con el debido entusiasmo, recuperándose rápidamente mientras su mente se afanaba en echar cuentas: la señora Yang cumplía sesenta y cinco, ocho más de los que tenía Di y catorce más que su hija, la soberana.

Di había apaciguado el espíritu inquieto del jardinero, pero otras sombras perturbadoras —inconcretas al principio, pero de creciente consistencia en el curso de los últimos días— llamaban a gritos su atención. La duquesa. La sobrina de Wu. Sus propios hijos. El desdichado nagaspa. Y la vocecilla más débil de todas ellas, pero la que cuchicheaba a su oído por las noches con más insistencia, el frágil susurro de un espíritu que apenas había llegado a existir: la hija primogénita de la, entonces, señora Wu.

¿Cuánto tiempo tendría que esperar?

ANOTACIÓN DEL DIARIO

Muy bien. Tengo que esperar. Debo cultivar la paciencia del asceta más disciplinado, sin la menor idea de cuánto tiempo transcurrirá. Aunque mi ánimo arde de impaciencia y de curiosidad como la lengua del sediento ante el vino, sé que no tengo elección. Será la emperatriz quien decida cuándo ha terminado la espera y, si algo he aprendido, es que tomará la decisión cuando lo crea oportuno.

También sé que Shu, el estimado historiador, está muy ocupado registrando para la posteridad los extraordinarios acontecimientos de los últimos tiempos. No tengo intención de interferir en su trabajo o de influenciarlo en modo alguno; ahora que he aprendido que la verdad es un asunto relativo y flexible, no tengo ningún reparo en que exponga la verdad según la ve. Yo, mientras tanto, me siento obligado a registrar mi propia versión de los hechos; desde luego, cualquiera que lea y compare las dos historias dentro de un par de siglos tendrá ante él un interesante enigma. Muy bien, he aquí el desarrollo de los acontecimientos y las palabras pronunciadas por los principales actores según los percibieron los ojos y los oídos de un tal Di Jen-chieh, quien, aunque fracasara en muchas otras cosas, siempre intentó ser fiel a la verdad.

Los altos funcionarios de la corte empezaron a reunirse ante las puertas del Tribunal de Justicia de la Censura muy temprano, el día del juicio de Hsueh Huai-i. Se comentaba que yo tenía un plan, que me disponía a mostrarles algo fuera de lo corriente, un poco de simbolismo místico tibetano con el que pensaba captar la atención del lama.

Una vez restablecido cierto orden entre la multitud congregada, noté crecer la expectación ante la visión de las misteriosas cortinas que había hecho instalar en el fondo de la sala. El recinto estaba envuelto en un murmullo de especulaciones. Me sentí complacido. Aquí y allá se formaron pequeños corros excitados mientras la atención de los presentes se dividía entre el monje Hsueh Huai-i, que se hallaba arrodillado en el estrado y sonreía en silencio, y las cortinas y lo que aguardaba tras ellas.

Desde luego, no esperaba ver remordimiento en el rostro de Hsueh, ni que los trámites y formalidades oficiales que constituirían la primera parte del juicio le causaran gran impresión. Imaginé que, si algo pensaba Hsueh de todo aquello, era probablemente que su detención y todo lo demás no eran sino meros inconvenientes u obstáculos para su «labor» posterior.

De hecho, el monje no prestaba la menor atención a lo que tenía alrededor. Estaba ausente, en su mundo privado, insensible a todo lo que se desarrollaba en torno a él. Hsueh era visiblemente ajeno a los frágiles acuerdos de comportamiento que gobiernan a los demás hombres y que llamamos ética y moral.

Hubo ocasiones durante el juicio en que me permití pensar que el monje se interesaba por los trámites, en que parecía ceñudo y casi atento, pero también aprendí a no dejarme engañar tan fácilmente. Porque de pronto, de la manera más inesperada y en el momento más inoportuno, una sonrisa extraña iluminaba su rostro y en sus ojos se encendía un fuego extraño, como si una entidad diabólica hubiera abandonado el cuerpo del tibetano y otra distinta hubiese acudido a ocuparla. Yo había visto aquella misma sonrisa una vez, hacía mucho tiempo, en un loco; era una sonrisa que daba a entender que éramos nosotros, y no él, los alucinados.

Tuve amplias oportunidades de observarlo de cerca. En realidad, resultaba difícil no mirarlo. De vez en cuando, Hsueh encogía los hombros con una suave risilla silenciosa. En otras ocasiones se retiraba a su mundo interior con los ojos fijos en el cojín sobre el que permanecía arrodillado, seno e inmóvil como una estatua. Se retiraba por completo, abstraído de todo, y su actitud me incitaba a imaginar lo que pasaba por su mente. Y lo que veía allí era un laberinto, como un palacio oscuro, ruinoso y visitado por fantasmas con diez mil estancias sin ventanas, llenas de viejos y perversos tesoros. En esos momentos, los áridos trámites del proceso —el murmullo de los lectores, los interrogatorios retóricos del tribunal, la compleja elaboración de proclamas y decretos que acompañaba una sentencia de tal alcance— parecían no tener nada que ver con él. El juicio no lo afectaba; el tibetano era una roca lisa en el centro de un río de aguas bravías.

Debo confesar que prefería al monje cuando se mostraba abiertamente hostil, cuando respondía con gritos e insultos obscenos a las preguntas de los funcionarios e incluso cuando intentó, en una ocasión, escupirme en los zapatos. Por lo menos, en esos momentos tenía la sensación de que Hsueh estaba presente, de que le afectaba de algún modo lo que le estaba sucediendo. Cuando se ensimismaba y se ponía a hablar y a reírse solo, me producía la impresión de que, en cierto modo, estaba escapando. Y no veía razón alguna para que tuviera que tolerárselo.

Pero sus accesos de locura nunca se prolongaban mucho antes de ser reprimidos. Los guardias tuvieron que taparle la boca más de una vez para cortar el torrente de insultos e imprecaciones y terminaron por atarle los brazos a los muslos para impedir que se levantara de su posición arrodillada.

Hsueh, sin embargo, no resultó más cómodo amordazado que con la boca libre; haciendo caso omiso del contenido de las preguntas que se le dirigían, respondía con el silencio, con más insultos o con divagaciones incoherentes. No estaba seguro de qué efecto tendría mi espectáculo final, pero esperaba que mi «actuación» le tocara. Con todo, me daba cuenta de que era una apuesta sin garantías, pues me disponía a entrometerme en el juego simbólico personal del monje.

Hsueh Huai-i fue declarado culpable de los delitos más horribles contra el hombre, el estado y el propio cielo. Por fin, las lecturas y declaraciones y demás procedimientos formales de la Censura habían terminado. Llegó el momento de emitir sentencia. Llegó mi momento.

Las especulaciones crecieron hasta alcanzar los ángulos dorados del techo de la sala. Las conversaciones se hicieron más sonoras y animadas. Por último la sala quedó saturada por un murmullo excitado cuando las largas cortinas que ocultaban mi secreto fueron retiradas.

Hubo un momento de silencio y desconcierto en el que no se oyó ni un carraspeo. Era como si todos los presentes en el Tribunal de Justicia de la Censura estuvieran tratando de comprender lo que veían.

El espejo era de un tamaño excepcional porque lo que tenía que reflejar, dada su significación iconográfica, era enorme. Así, no me sorprendió que muchos de los asistentes se sobresaltaran al descubrir allí su propia imagen.

Ordené que el reacio lama Hsueh fuera conducido —o, mejor dicho, arrastrado— al otro extremo del salón y colocado de rodillas ante su propio reflejo. Mis ayudantes le pusieron una canga en torno al cuello y los brazos. Se trataba de un objeto del simbolismo budista y tántrico al cual había decidido recurrir en esta ocasión. Una vez sentenciado el yo terrenal y corpóreo del monje, era el momento de hacer lo mismo con su espíritu según su propia imaginería tortuosa. Con la voz más potente y autoritaria de que fui capaz, empecé a enumerar los diversos grados de los Ocho Infiernos Ardientes de los sutras Abhidharmakosa. Era una referencia simbólica que estaba convencido de que no le pasaría inadvertida a nuestro lama. Estaba jugando a su propio juego:

—(…). El infierno de la vida equivalente, para los pecadores destinados a volver a las mismas formas y a repetir sus pecados durante quinientos años (…). El infierno de los nudos negros, donde el pecador es atado y descuartizado y sus heridas son cubiertas con sal durante mil años (…). El infierno de ser aplastado bajo peñascos como montañas durante dos mil años (…). El infierno de los lamentos que desgarran los oídos durante ocho mil años (…). El infierno del gran calor, donde el pecador padece las llamas ardientes y lacerantes durante diez mil sesenta años (…). El infierno del calor extremo, el infierno del padecimiento bajo el plomo fundido durante ocho millones cuatrocientos mil años (…). Por lo que respecta a ti, Hsueh Huai-i…

Hice una pausa. En el gran salón, nadie respiraba. El rostro del monje ya no estaba vacío e inexpresivo; había tensado los músculos de la mandíbula y apretado los puños aprisionados en la canga. Si entendí bien lo que pasaba por su cabeza, la reacción de Hsueh se debía a la irritación de ver utilizados contra él sus propios instrumentos y símbolos, más que a cualquier temor por su propia vida, para lo cual tal vez estaba demasiado desquiciado.

—Todos ésos no son sino algunos de los infiernos que te tienden los brazos para atraerte. Ahora es momento de dictar sentencia.

Hice una nueva pausa. Mi corazón palpitó diez veces mientras mis ojos recorrían el salón silencioso con una mirada significativa; luego, por fin, mi voz volvió a resonar, poderosa:

—Y yo te absuelvo de los odiosos crímenes cometidos en tu larga carrera.

Un gran murmullo de consternación se alzó en el salón, que luego se convirtió en un mar de susurros y gruñidos. Fue preciso que levantara las manos para silenciarlos.

—Te absuelvo de los asesinatos de Ch’ang-an. Te absuelvo de las muertes y del dolor incalculable que has causado en tus años de encumbramiento. Te absuelvo de otros crímenes que sólo tú conoces. Te absuelvo de todas las muertes que hayas cometido jamás.

Me detuve de nuevo. Otra vez, se dejaron oír unos murmullos irritados. Levanté la mano y mi voz cortó el alboroto.

—De todas, salvo de una. Te condeno, Hsueh Huai-i, por la injusta ejecución de un jardinero de Yangchou hace muchos años, cuando no eras más que un niño. No hubo forma de salvar la vida de ese jardinero, ni de proteger a su familia de la vergüenza y el estigma que tuvo que soportar por la errónea atribución del asesinato del ministro de Transportes. El autor de ese crimen fuiste tú. Y por la muerte del jardinero, Yama, el rey de los Señores de la muerte del Inframundo, te verá entrar en el infierno definitivo de Avici, el infierno de los tormentos ininterrumpidos, que durará dieciséis millones ochocientos mil años.

»Así pues, monje Hsueh Huai-i, pasado mañana cruzarás las puertas de Avici. El divino emperador, Wu Tse-tien, ha decretado que no habrá aplazamientos ni se admitirán apelaciones al perdón imperial. Por lo tanto, monje Hsueh, prepárate para la muerte más dolorosa que se puede sufrir en este plano terrenal. —Hice una nueva pausa y tomé aliento para mi declaración final—: Pero antes de dejar este tribunal, contemplarás tu pecado.

Levanté la mano y señalé el reflejo de Hsueh en el gran espejo. Los guardias se dispusieron a obligar a Hsueh a mirar el espejo, como se forzaba a hacer a los desgraciados en las escrituras esotéricas, para que contemplaran los pecados por cuya causa sufrirían eones de tormentos. Pero el monje ya se había vuelto sin que nadie lo obligara y estudiaba la imagen que le devolvía el espejo. Y había empezado a reírse suavemente. Esta vez, al parecer, su risa iba dirigida a algo que veía reflejado allí. Los guardias se disponían a taparle la boca cuando levanté la mano otra vez.

En lugar de proclamar su inocencia, de lanzarme imprecaciones o de maldecir la corte de la emperatriz, Hsueh continuó con su risilla absurda, meciéndose adelante y atrás con el engorroso cepo sobre los hombros.

—He ganado —susurró—. ¡Chico Perro ha ganado la apuesta, viejo Pie Izquierdo! —Soltó una carcajada y se estremeció de hilaridad—. ¡Sé que recuerdas los términos, viejo bribón! Empieza a contar tus latidos, o lo que sea que suena en ese pecho pequeño y duro. Es decir, si existe un número lo bastante grande como para medirlos. Tienes mucho tiempo, Pie Izquierdo. Incontables vidas. Existencias y existencias. Y, sólo para empezar, mil vidas de cucaracha. De repulsiva e insignificante cucaracha cubierta de excrementos… —masculló, y sus palabras se disolvieron en una carcajada estentórea. Al cabo de unos momentos recobró la compostura y volvió a ponerse muy serio—. En cambio, yo… —Cerró los ojos y adoptó una sonrisa angelical. Hablaba con una voz suave, apenas un susurro, pronunciando las palabras con la delicadeza de un poeta—. Yo seré transportado en doradas alas emplumadas. Un águila de altos vuelos que vivirá dos mil años, planeando sobre las nubes y las elevadas cumbres ataviadas con túnicas de pinares verde esmeralda y adornadas con collares de hielo, nieve y rutilantes cascadas…

A continuación, el monje apartó la mirada del espejo y la dirigió hacia mí. Su expresión era plácida, satisfecha. Fue en ese preciso instante cuando creí apreciar por fin la locura de Hsueh; todo lo demás, todo lo que había hecho hasta ese momento, no había sido otra cosa que ruido y camuflaje. Ahora, en cambio, le estaba viendo de veras. Aún tenía la mano levantada para pedir silencio a los reunidos; quería escuchar cada palabra que Hsueh pudiera decir. El monje sonrió y, de nuevo, volvió a ser mi viejo amigo de las casas de té y de las largas tardes en Luoyang.

—¡Mmm! Te agradezco mi muerte, magistrado-rey; te agradezco que apresures mi paso a la próxima reencarnación.

Hsueh dio la espalda al espejo e hizo una reverencia, exactamente como si el pesado bloque de madera que llevaba sobre los hombros fuera un suave manto de seda.

Maese Shu me dijo que se permitirá el lujo de dedicarse a la composición poética en sus últimos años de vida. Y me confió que está ocupado en una serie de piezas que ensalzan mi vida y mi obra. Incluso me mostró tímidamente un par de fragmentos. Los leí por cortesía y manifesté aprobación. Pero comprendí que tenía que retirarme de inmediato a mis aposentos y tomar pincel y papel. Si la obra de Shu va a seguir por esos derroteros, estoy obligado a ocuparme de que no viaje a través de los siglos sin compañía. Como el burrito humilde y pardo que avanza junto al corcel de larga crin, espléndidamente enjaezado y con las pezuñas bruñidas y los gallardetes de seda al viento, mi sencillo relato —austera y prosaicamente ceñido a los hechos— de cómo llegué a resolver los asesinatos de Ch’ang-an debe avanzar trabajosamente al paso de la fantasía poética de Shu.

Los fragmentos que me mostró aludían a sueños portentosos, a visiones extraordinarias y a actos de heroísmo de proporciones míticas; en realidad, ha sido cosa de pura suerte, de una coincidencia afortunada, de la ayuda inestimable de un brillante amigo y de mera insistencia tenaz, salpicada de momentos secretos de temor y de dudas, pero nada de ello tendría cabida en la visión glorificada de Shu, sencillamente. Que así sea. Supongo que no hay modo de impedirlo y, además, prometí no entrometerme en sus asuntos, pero él tampoco puede detenerme a mí. Así pues, también aquí, la posteridad tendrá que escoger.

Por supuesto, cuando tuvieron lugar los sucesos de Ch’ang-an, el asesinato era un hecho tan común en el reino como las manzanas en el suelo al llegar el otoño. La ejecución, la tortura y el exilio estaban a la orden del día en Luoyang, pero no relacioné las muertes de Ch’ang-an con nada de ello. En Luoyang, los asesinatos tenían un claro carácter político. Eran turbadores, deplorables, horribles y aterradores, sí, pero no resultaban difíciles de comprender. Eran asesinatos llevados a cabo según una estrategia. Eran muertes con un propósito.

Lo sucedido en Ch’ang-an era distinto. Lo que me chocó de inmediato y me dejó temblando fue la mezcla de método y confusión. Las muertes eran una orgía de destrucción meticulosa y sistemática y a la vez caótica. No podía haber mejor ejemplo de lo que digo que las espeluznantes sonrisas cosidas de la primera familia. Quien había dado aquellas delicadas puntadas con hilo de seda negra lo había hecho con el cuidado de una zurcidora imperial.

Cada nuevo asesinato confirmó que se trataba de hechos premeditados, pero las mutilaciones concretas nos alejaban cada vez más de algo que se pareciera a la lógica, según la entendemos. Entonces, comprendí que tenía que penetrar en la lógica de otra mente. La de alguien perverso y extraño.

Cuando en las cavernas vi grabados en piedra los rostros que habían recorrido las calles de Ch’ang-an con su salmodia, noté la mano fría del destino apoyada en mi nuca. Ni siquiera estaba seguro del significado de lo que estaba viendo, pero sabía que debía volver a Ch’ang-an sin perder un instante. Tenía que observar otra vez aquellas caras. Necesitaba comprobar si me estaba volviendo loco. Pero cuando acudí al monasterio del Caballo Blanco y vi de nuevo a los monjes deformes, moviéndose por el recinto con una determinación altiva y arrogante —cuando comprobé que no eran los contrahechos miserables por los que, ingenuamente, los había tomado la primera vez—, comprendí que no había perdido el juicio, que eran idénticos a las caras talladas en la roca y que formaban una especie de cuerpo de élite seleccionado, de eso no cabía duda, con sumo cuidado.

Con todo, aunque reinaba una luz espléndida, yo era un hombre que se movía por una habitación a oscuras llena de obstáculos. En la biblioteca, cuando contemplé las hojas del bodhi con los retratos pintados y volví a fijarme en el asombroso parecido, leí la inscripción: arhats, los que matan a los devadhattas. Matan. El corazón me dio un vuelco, aunque lo disimulé por completo, al echar un vistazo a la antigua pintura tonka que representaba el reino mítico de Jambudvipa, con sus cuatro esquinas marcadas y el oscuro río del peligro que fluía desde el reino de los devadhatta, el extremo noroccidental. Creo que fue en ese preciso momento cuando tuve el primer atisbo de la lógica de un loco.

Seguía sin saber nada; a mi modo de ver, sabía menos que antes, pero me di cuenta de que, con el levantamiento de los pilares en los cuatro rincones del imperio, había quedado marcado el reino de Jambudvipa y que Ch’ang-an, el lugar donde se habían producido los asesinatos, era el emplazamiento del pilar noroccidental.

¿Era posible, me pregunté, que aquellas pobres familias muertas, que ni siquiera se conocían entre ellas y que no tenían relaciones con los bajos fondos, con ninguna secta religiosa estrambótica ni, desde luego, con la aristocracia gobernante de Luoyang, representaran, de algún modo, a aquellos devadhattas desde cuyo reino fluía el oscuro río del peligro? ¿Aquellos hombres deformes eran acaso asesinos selectos de devadhattas?

Aunque no me detuve a pensar en ello, a aquellas alturas el loco cuya lógica estaba desentrañando empezaba a tener un rostro. Alguien había tenido que ejercer una influencia considerable para seleccionar a aquellos dieciséis hombres de entre cientos e incluso miles de aspirantes; alguien se había tomado muchísimas molestias para reunirlos. Los dieciséis monjes repulsivos parecían ser el orgullo del monasterio del Caballo Blanco de Ch’ang-an. ¿Y quién era el guía supremo de todos los templos de la Nube Blanca del imperio, el fundador de la secta y «líder» de inspiración divina para miles de devotos?

Fue en la confortable intimidad de mi estudio cuando la memoria extraordinaria de mi buen amigo, el estudioso budista, abrió ante mí un mundo oscuro, un verdadero deleite para una mente enferma. Nuestra conversación sobre los arhats, los devadhattas y la doctrina de la era de la Ley Degenerada condujo al, para mí, inquietante descubrimiento de que el sutra de la Gran Nube no era una completa falsificación. En el sutra, escrito siglos antes del nacimiento de la emperatriz, había palabras que parecían profetizar su reinado. Allí, en aquel texto, estaba todo cuanto Hsueh Huai-i necesitaba, y creyó a pie juntillas, en algo que, normalmente, se interpretaba en sentido metafórico. ¿He dicho ya que había tenido un atisbo de la lógica de un loco? Pues bien, en aquel momento sentía como si esa lógica me agarrase por los tobillos y se dispusiera a arrastrarme al fondo. Y fue entonces, cerca del final de la recitación del sutra de la Gran Nube, cuando el nombre de Mara fue pronunciado por primera vez y la puerta se abrió de par en par.

Mara, caudillo del ejército de demonios destructores de la Ley y enemigos del Dharma, también conocidos como los devadhattas.

Y esto, naturalmente, condujo al sutra del demonio Kirita. La declamación de este texto sagrado de oscuro significado por mi erudito amigo fue tan brillante que me produjo la impresión de que los demonios se agitaban y cuchicheaban en las sombras que me envolvían. Sin duda, el propósito inicial de aquel sutra era fortalecer a quienes flaquean en la pureza de su fe, a quienes sucumben a los deseos carnales que los mantienen atrapados en el mundo del nacimiento y del sufrimiento; sin embargo, las imágenes escogidas para representar estos deseos apelan a una parte de la mente especialmente sombría. Uno podía volverse completamente loco si se permitía tomar a los demonios por una verdad fundamental, por unas representaciones literales.

Nunca olvidaré cómo fluían los versos de los labios de mi colega, sin titubeos ni errores. Ni siquiera me daba cuenta de sus pausas para tomar aliento. Allí estaban las criaturas y sus malévolas tentaciones que asaltaban la serenidad del Iluminado mientras éste permanecía sentado entre ellos en una actitud de perfecto reposo, firme e imperturbable: «… y las espadas y las lanzas de las legiones de demonios de Mara se convertirán en otras tantas guirnaldas de flores extendidas a sus pies; sus proyectiles y flechas serán otras tantas palomas blancas que vuelan sobre su cabeza sagrada…».

Y mientras mi erudito amigo recitaba, yo me dediqué a transcribir febrilmente sus palabras:

«Mara, deseoso de destruir al santo Sakya, el Iluminado, el Buda, llamó con su mente a su ejército, y sus seguidores se congregaron procedentes de todas partes, bajo distintas formas y portando flechas, garrotes, dardos, porras y espadas…

»Unos tenían cara de jabalí, de pez, de caballo, de asno y de camello; otros, de tigre, de oso, de león y de elefante; los había con un solo ojo, con muchos rostros, con tres cabezas, con las caras medio mutiladas, con medio cuerpo verde y con bocas monstruosas…

»Con los cabellos desgreñados, con moños en la nuca, con brazos más largos que serpientes, algunos de la talla de chiquillos, con los dientes sobresalientes, con las rodillas hinchadas como cuencos, blandiendo ramas sin desbastar, desnarigados y desprovistos de pelo…

»Otros, altos como árboles y de cabellos cobrizos, que empuñaban garrotes y lanzas, con caras triunfantes o ceñudas, que debilitaban las fuerzas o fascinaban la mente, con vientres protuberantes o moteados y el rostro de cerdos sonrientes…

»Armados de colmillos y de garras, con el cabello pajizo o de color ahumado, con largas orejas oscilantes como elefantes, vestidos de cuero rancio y manchado de estiércol, con cintos tintineantes de cascabeles estridentes, mezclados con cabras y adoptando formas diversas…

»Unos avanzaban dando esporádicos brincos descontrolados, otros bailaban apiñados, algunos retozaban en el aire, otros ocupaban las copas de los árboles…

»Uno bailaba agitando un tridente, otro irrumpió bruscamente con un garrote a rastras, otro saltaba de alegría como un toro, otro despedía llamas de cada pelo…».

Cuando mi amigo terminó de declamar el sutra, la puerta no sólo seguía abierta de par en par, sino que yo ya había cruzado el umbral.

Allí, al final de cada verso, estaban mis desgraciadas familias asesinadas: cuerpos medio verdes, bocas monstruosas, vientres protuberantes salpicados de manchas, narices amputadas, cabezas rasuradas, rostros de cerdos sonrientes… Los desdichados cadáveres habían sido ultrajados para que se parecieran a los demonios del ejército de Mara y ofrecidos en un altar de sacrificios invisible. Alguien estaba enzarzado en una guerra, en una batalla feroz y muy seria que no tenía nada que ver con el mundo de la política terrenal. La fuerza de la retorcida creencia que lo respaldaba casi me derribó.

Pedí a mi amigo que repitiera la quinta estrofa. Su verso final dejaba poco margen a la imaginación: «… mezclados con cabras y adoptando muchas formas diversas…». No era difícil deducir qué le esperaba a la siguiente familia; mi mente, al parecer acostumbrada ya a los horrores, no tuvo ninguna dificultad en presentarme una imagen de lo que se avecinaba. Y yo debía impedir que llegara a hacerse realidad.

Hasta entonces, la guerra contra el ejército de demonios se había librado siguiendo una rígida secuencia. Los sucesos guardaban un orden terrible y yo había descubierto una de las claves, pero sólo en parte. Sabía qué iba a sucederle a la siguiente familia, pero no tenía modo de determinar cuál sería ésta o cuándo se produciría la matanza. Me levanté de la silla y deambulé por la biblioteca con agitación.

—Tres familias han muerto —dije a mi amigo—. Tres. Pronto habrá una cuarta. ¿Existe alguna referencia más a este ejército de demonios? ¿Algo que pueda proporcionarnos otra pista? ¡Cualquier cosa! —supliqué.

—Déjeme pensar… —murmuró él.

Cuando un hombre con una memoria como la suya dice estas palabras, uno se calla. Mi acompañante cerró los ojos y permaneció pensativo largo rato. Casi percibí cómo retrocedía por aquellos largos pasillos polvorientos de su mente que en una ocasión me había descrito. Esperé. De repente, con un gesto, requirió papel y pincel; puse el recado de escribir a su alcance sobre la mesa y aguardé de nuevo, lleno de expectación.

Inició un dibujo. Una vez que empezaron a fluir de su memoria las imágenes, el pincel se movió con extraordinaria velocidad. Esbozó un gran Buda en la parte superior de un cuadrado de papel. Después, empezó a trazar una serie de finas líneas verticales y horizontales, como una rejilla, hasta que el espacio ocupado por el Buda formó un rectángulo mayor que los formados por las rayas que se cortaban. Entonces, empezó a esbozar pequeñas figuras en los rectángulos menores. Me acerqué en silencio para observar lo que dibujaba: eran figurillas demoníacas con cabezas de animales, semihumanas, distorsionadas, divertidas, burlonas, una en cada casilla. Reconocí al ejército de Mara como si se tratara de viejos amigos.

No interrumpí su trabajo, y mientras permanecía allí, observando por encima de su hombro, me di cuenta de algo. Con cuidado, para no perturbar su concentración, regresé de puntillas a mi mesa y cogí mi plano de Ch’ang-an. Luego, detrás de mi amigo, desplegué el plano para compararlo con el esbozo. Casi no me atrevía a respirar; me daba la impresión de que, en aquel instante, mi agitación era algo tangible.

Cuando por fin dejó el pincel, mi amigo tenía ante sí un dibujo de extraordinaria complejidad. A pesar de las prisas, la perfección de sus trazos era extraordinaria.

—El ejército de Mara —anunció—. La imagen procede de una antigua pintura que mostraba al Iluminado sometido a asedio. Una obra muy poco común que vi hace muchos años en uno de mis viajes y que estudié y guardé en el recuerdo. —Soltó una carcajada—. No tengo ni la más remota idea de todo lo que llevo en los recovecos de mi mente.

Extendí el plano en la mesa junto al esbozo. El erudito me lanzó una mirada penetrante y comparó el plano y su dibujo. Era como ver a la misma persona vestida y desnuda.

Mi documento mostraba la ciudad de Ch’ang-an y su división en áreas rectangulares formadas por una serie de líneas entrecruzadas, con un rectángulo más grande en la parte superior del plano. En el lugar que ocupaba el Buda sentado en el dibujo, se extendía el complejo de dependencias de palacio en el plano. Conté las líneas verticales y horizontales de ambos y, con una mano temblorosa e incrédula, comprobé que coincidían: once verticales y diez horizontales.

—Señáleme los demonios que encajan en las descripciones de las tres primeras estrofas del sutra del demonio Kirita —dije con calma.

Observó su dibujo con infinito detalle durante un par de minutos; después, mojó de nuevo el pincel e hizo varias pequeñas marcas en un grupo de rectángulos cercanos entre sí, en la zona inferior derecha del dibujo.

—Ahí están todas las posibilidades —indicó—. Tendremos que encontrar el modo de reducir el número.

—No me parece imposible —respondí. De haber estado en mi plano, las marcas se inscribían en los barrios ricos del sudeste de la ciudad.

Los barrios del sudeste, donde estaban las mansiones de todas las familias asesinadas.

Por supuesto, en el plano tenía marcados los sitios en los que se encontraban las villas asaltadas. Conté las casillas verticales y horizontales con cuidado para tener una referencia numérica. Cuando hice lo mismo en las casillas del dibujo, encontré en cada caso un demonio que no sólo encajaba satisfactoriamente con los del sutra, sino que concordaba con las mutilaciones de las víctimas de la casa correspondiente.

Sin embargo, percibí de inmediato un problema. Cada casilla del dibujo contenía un solo demonio; en cambio, había más de una familia en la cuadrícula correspondiente del plano, que representaba un área de la ciudad de más de un li y medio de lado, y la ubicación de las casas de las familias asesinadas en dichas cuadrículas no revelaba ninguna pauta. Así pues, no era su situación en la casilla lo que los señalaba como miembros del ejército de demonios de Mara. Tenía que ser otra cosa, algo menos evidente.

Localizamos la casilla del plano que correspondía al dibujo del demonio de brazos y piernas peludos de animal: «mezclado con cabras», decía el cuarto versículo.

—Aquí —dije, señalando el lugar en el plano—. Ésta podría ser muy bien la zona donde se produzca la próxima matanza. Ahí hay siete propiedades. Debemos decidir cuál de ellas es la señalada.

Era posible que las familias asesinadas fueran las más encumbradas, las más destacadas e importantes de sus cuadrículas. Consultamos el registro nacional y nuestra suposición pareció acertada, de modo que escogimos la familia de mejor posición de las siete.

—Tiene que ser eso —murmuré.

—Sí —confirmó mi amigo—. Quizás hayamos descubierto al siguiente de la lista, pero hay otro problema. No sabemos realmente cuándo…

He acabado por aprender que el investigador y el creyente fanático tienen mucho en común. Los dos están poseídos por un profundo afán por el orden. Había descubierto hasta qué escalofriante punto existía un orden tras los asesinatos de Ch’ang-an. Ahora, tenía que confiar en que Hsueh Huai-i —para entonces, ya estaba convencido de que él era el autor de todo aquello— lo mantuviera. Los hechos posteriores probaron que así lo hizo, y ésa fue la causa de que cayera en mis manos. Pero en aquel momento, no me quedaba otro remedio que esperar que no se desviara ni un ápice del plan establecido. Si lo hubiera hecho, yo habría estado perdido.

Esa tarde, cuando mi amigo me dejó, empecé a repasar con desesperación todo lo que habíamos descubierto en busca de algún detalle que se me hubiera escapado, de algo que me guiara respecto a la fecha del siguiente asalto.

Y en eso me hallaba, precisamente, cuando me detuvieron. Y fue en la prisión por supuesto, donde descubrí por fin el «cuándo» que casaba con el «quién» y aprecié la retorcida y tenebrosa lógica de un loco.

La detención, desde luego, equivalía a proclamar a gritos que Hsueh era el responsable. Cualquier otro habría dado orden de matarme; en lugar de ello, por razones que tenían que ver con nuestra antigua relación y con su incapacidad para pasar por alto la ocasión de divertirse un poco, sólo me había hecho detener. Creo que se proponía tenerme encarcelado hasta que se produjera la matanza, para gozar del placer de saber que yo la veía aproximarse, impotente, desde mi celda. Después de los asesinatos, sin duda, haría que me eliminasen definitivamente.

Mi detención me hizo creer que alguien me había reconocido mientras realizaba mis indagaciones. Al principio pensé que había sido en las cuevas o en el monasterio, pero el día de nuestra visita a Longmen había poca gente a causa de la lluvia y llevamos cubierta la cabeza. En la caverna sólo estábamos Wu-chi, el abad Liao, el hombre que nos guió a la capilla y yo. No; tenía que haber sido alguien del Caballo Blanco, el día que estuve en la biblioteca del monasterio. Así resultó ser, por supuesto; una vez clausurado el Caballo Blanco de Ch’ang-an por el Gabinete Nacional de Sacrificios, se presentó cierto tipejo vociferando que no le gustaba que lo retiraran de su cómodo cargo. Apenas tuve que mirarlo y oírlo unos instantes para reconocerlo. No era otro que el hombre al que conocía por Ojos de Diamante, contra quien había dictado condena en Yangchou años antes. El tipo se había buscado un trabajo fácil y agradable en el monasterio del Caballo Blanco de Ch’ang-an como guardián de las reliquias. Nunca llegó a revelar dónde me había visto, exactamente, pero sospecho que fue en el momento en que tenía mi atención concentrada en los arhats. Los viejos amigos vuelven a encontrarse…

En un análisis retrospectivo de lo sucedido, creo que me preocupaba más la pieza que faltaba por encajar que mi propio destino. Así de obsesionado estaba. Pero fue la debilidad de Hsueh por la teatralidad más ampulosa lo que, finalmente, lo traicionó. Me habría dejado completamente frustrado si hubiera sido capaz de mantenerse callado y en segundo plano, pero la discreción y la modestia no habían sido nunca sus virtudes.

El gran thungchen que remataba el pilar de Wu en Ch’ang-an, que marcaba el extremo noroccidental de su metafórico reino budista, fue quizá la última actuación pública del monje. Un artilugio que sólo adquiría importancia cuando soplaban los vientos del noroeste, de especial intensidad, no podía por menos que atraer la atención sobre tales vientos.

La mañana que yo y todos los ciudadanos de Ch’ang-an fuimos despertados de nuestro sueño agitado por el sonido quejumbroso y las ráfagas de viento, permanecí tendido en el duro catre con los ojos cerrados todavía y pensé en un versículo posterior del sutra del demonio Kirita que prácticamente había olvidado a causa de mi extrema concentración en la descripción de los demonios: «(…) un viento de intensa violencia sopló desde todas direcciones y extendió una capa de oscuridad como la noche más cerrada (…). Y así eran las legiones de demonios que rodeaban las raíces del árbol del bodhi, dispuestos a lanzarse sobre él y destruirlo a una orden de su amo (…).».

A una orden de su amo. Y el viento. ¡El viento, por supuesto!, pensé mientras me levantaba del catre. Me concentré y me pareció recordar, hasta donde alcanzaba mi memoria, que en efecto habían soplado vientos fuertes en los días precedentes a las matanzas. ¿Y cuál había sido el intervalo entre esos vientos y los asesinatos? ¿Un día? ¿Dos? Era incapaz de recordarlo con exactitud; sólo tenía presente en mi memoria que en los días previos a las matanzas había soportado aquel viento desagradable y persistente. Cuando mi alguacil confirmó que el viento procedía del noroeste —del mítico reino de los devadhattas— y que la trompa sólo sonaba cuando ese potente viento alcanzaba cierta intensidad, todo encajó.

Creo que ya he mencionado que, al descubrir la fecha de la próxima matanza, se produjo mi encuentro con el aspecto más retorcido y oscuro de la lógica de un demente. Los vientos que se dirigían a Ch’ang-an a finales de otoño y en invierno a través de los pasos arenosos de las montañas circundantes se habían convertido en el caudaloso Río Oscuro del Peligro que fluía desde el noroeste en las pinturas del Reino de Buda.

Todo esto lo había deducido antes de salir de la prisión. Más adelante iba a ampliar mis conocimientos del tema: de boca de los propios arhats, de sus labios deformes, una vez concluida nuestra lucha.

En los primeros momentos, tras haber sido reducidos, los arhats revelaron con parsimonia y de mala gana las informaciones que poseían. Entonces decidí que era conveniente difundir entre ellos un falso mensaje de su líder espiritual en el que declarara que sus vidas ya no eran útiles.

El «mensaje» de Luoyang que les transmití cuando los interrogué en la cárcel, aquella misma noche —elaborado con detalles convincentes—, decía que las almas de los arhats, al quedar corrompidas por el mismo mal que combatían, debían ser eliminadas de esta vida y del ciclo de reencarnaciones remuneradoras, o algo parecido. Me sentí orgulloso de haber penetrado tanto en su sistema de creencias como para persuadirlos de que ahora su lama los consideraba un estorbo. Así, temiendo por sus vidas y convencidos de que sería clemente con ellos si colaboraban —pues afirmaban no haber hecho otra cosa que obedecer a sus superiores— me revelaron más de lo que podía esperar. Sus confesiones confirmaron mis teorías más terribles y mis peores hipótesis.

Gracias a sus palabras, alcancé a comprender muchas cosas relativas al peculiar sistema de creencias que les había inculcado su amo. Sus adeptos se enorgullecían de su fealdad. En contraste, los demonios devadhattas del ejército de Mara buscaban siempre cuerpos normales y bien parecidos en los que habitar. A los arhats les correspondía no sólo descubrir a quienes estuvieran «poseídos» por los demonios invasores, sino también matar los cuerpos infestados para que no pudieran acoger de nuevo a los demonios. La mutilación era, sencillamente, una manera de señalar cuál de los demonios del sutra de Kirita había sido derrotado. Y era el viento, el Río Oscuro, el que insuflaba el mal en el corazón de las víctimas; el río etéreo que bajaba aullando desde el noroeste y transportaba a los espíritus demoníacos hasta los cuerpos de sus huéspedes, anunciando su llegada con el lamento de la trompa. Y las almas desdichadas de las víctimas, ajenas a todo en la comodidad de sus casas, pronto eran desplazadas para dejar espacio a los nuevos ocupantes. Todo esto lo descubrí poco después de nuestra lucha con los hombres deformes, cuando me hallaba todavía en un estado mental en el que casi habría podido convencerme de que todo aquello era cierto.

El contenido del saco ensangrentado que llevaron a la casa y que examiné durante la lucha, confirmó —como yo suponía— que su acción de aquel día estaba inspirada en la cuarta estrofa del sutra: en su interior descubrimos el patético espectáculo de numerosas patas de cabra. Con la ayuda de su única arma, el machete de siniestro filo, los arhats habrían convertido a los inocentes habitantes de la casa —o a nosotros mismos— en los devadhattas del sutra «mezclados con cabras y adoptando formas diversas».

Los arhats estaban sinceramente convencidos de su misión y de haber recibido órdenes divinas. Recuerdo como si los tuviera sentados ante mí en este mismo momento, con su espantosa desnudez, la primera sesión en que pude interrogarlos a todos. Estaba agotado y casi no podía tenerme en pie, pero la excitación me llevó a olvidarme por completo de la fatiga. Muchos de mis ayudantes se hallaban en peor estado; yo, por lo menos, había dormido un par de horas (gracias a ello me había salvado de caer bajo el hechizo de la salmodia).

Recuerdo el vago aroma a incienso mezclado con el olor a transpiración que exhalaban sus cuerpos. Cuando los agrupamos en el vestíbulo de la vivienda, antes de envolver sus extrañas formas con sábanas y colchas, me sorprendió el brillo de sus cuerpos. A pesar de la temperatura reinante y de su desnudez, sus cuerpos brillaban de sudor en una clara muestra del estado de trance autoinducido que les proporcionaba su fuerza inhumana y su resistencia al frío. El olor a incienso que despedían hablaba de ceremonias rituales llevadas a cabo, sin duda, en el monasterio del Caballo Blanco inmediatamente antes de emprender una misión.

Allí reunidos, en el vestíbulo de la casa de las que tenían que haber sido sus víctimas, desnudos y sometidos, aún se hacía más marcada la rareza de sus formas. El caos de sus facciones casi me impedía concentrar la mirada en otra cosa.

Advertí, sin embargo, que el hechizo que envolvía a los arhats empezaba a disolverse, porque al ser conducidos al exterior, los extraños seres empezaron a temblar de frío; arrebujados en las colchas que utilizaban como capa, tiritaban y le castañeteaban los dientes (a quienes los tenían). Cuando desfilaron ante mí, observé que los rostros habían perdido su color encendido y que tenían los labios azulados, como si se los hubieran teñido.

Los arhats fueron atados unos a otros con firmes nudos de tal manera que el mero hecho de marchar por el callejón, y lo hacían lentamente, requería de ellos cuidado y cooperación. Buena parte del grupo caminaba con un extraño paso forzado, arrastrando un pie o renqueando pronunciadamente. La cabecera de la comitiva avanzaba a trechos, con pasos vacilantes, estirando las ataduras en toda su longitud, y la retaguardia se apelotonaba luego sobre ellos. La cuerda de presos resultaba un espectáculo que tardaré en olvidar; parecía ni más ni menos que una oruga enorme y repulsiva. Pese a la nutrida guardia que la escoltaba, los pocos transeúntes que se cruzaron con la grotesca comitiva iluminada por la linterna retrocedieron sobresaltados.

Aunque estaba tan terriblemente cansado que las piernas me temblaban y estuvieron a punto de fallarme más de una vez, los esfuerzos desesperados que había realizado durante las últimas semanas habían agudizado mi entendimiento. Así, incluso a pesar de mis problemas para mantenerme en pie, ya había decidido cuál sería el castigo para aquellos individuos. La idea me asaltó mientras los miraba desplazarse calle abajo.

Ya en el recinto amurallado de la cárcel del sur de la ciudad, me decidí a interrogarlos y descubrí la naturaleza del viento maléfico.

Pero cuando les pregunté cómo se determinaba la fecha de las «invasiones» espirituales una vez que empezaba a soplar el viento, todos mostraron la misma expresión de incredulidad. O quizá sería más preciso decir que los extraños mecanismos de sus rostros componían dieciséis expresiones distintas de una misma emoción.

—¿Insinúa que no lo sabe? —respondió por fin el que parecía ser el líder, con el tono de conmiseración que se podría emplear para dirigirse a una persona de pocas luces que preguntara cuántas patas tiene un perro.

—¿Pretende decirnos que no sabe cuánto tiempo tarda un espíritu diabólico peripatético en instalarse en su huésped? —insistió con su hablar arrastrado después de estudiarme durante un momento.

El individuo tenía la boca brutalmente deformada, y muchas de sus palabras eran ininteligibles. Pero respondí lo mejor que pude y oculté mi sorpresa ante su arrogancia.

—Debo confesar mi ignorancia sobre tales temas —respondí con una voz que esperé que sonara tranquila y controlada. Ante mi declaración, las expresiones de todos ellos se transformaron en muecas de lástima. Es decir, creo que eso es lo que leí en sus extraños ojos, algunos bajo pliegues de piel o protuberancias óseas, otros situados desigualmente en los rostros. Los arhats se miraron unos a otros y sacudieron sus repulsivas cabezas entre murmullos casi inaudibles. Era evidente que no querían que oyera lo que decían, pero conseguí captar algo: «Pobres estúpidos ignorantes» y «No estarán preparados para la Era de la Ley que se avecina». También oí las preguntas más repetidas por sus tristes voces mientras sacudían la cabeza: «¿Cómo pueden esperar que los protejamos?» y «¿Qué harán cuando ya no estemos?».

—Muy bien, caballeros. Vuestra labor aquí ha terminado. Vuestros esfuerzos ya no son necesarios. En adelante tendremos que vigilar nosotros.

Desde luego, para entonces ya había decidido cuál sería su destino. Como ya he dicho, se me ocurrió cuando marchaban amarrados por la calle. Los desterraría a las alturas de las montañas tibetanas, donde permanecerían encadenados unos a otros para siempre. Así trabajarían, bajo el mando de una guarnición militar, en la construcción de una gran muralla, en la cima de las montañas, para impedir que los «espíritus maléficos» descendieran a China.

Tengo el placer de añadir que allí se encuentran en el día de hoy, y que según mis informaciones, ya han levantado varios cientos de varas de muralla. Allí, en ese aire puro y cristalino, a cinco li de altitud, tendrán trabajo para lo que les queda de vida… y para mil existencias más, espero.

Al principio, cometí la estupidez de ufanarme de la rapidez con que respondí. Los arhats debían de haberme creído incapaz de escuchar su conversación o de entenderla, pues mostraron una gran sorpresa al ver que replicaba tan pronto. Para entonces, creía saber interpretar sus expresiones y estuve seguro de que al menos en ocho de ellos había desazón. Fue en ese momento cuando decidí sorprenderlos, desarmarlos aún más, y revelar todo lo que había descubierto de sus planes, para demostrarles que iba un paso por delante de ellos.

—Pero ya estamos en la era de la Degeneración de la Ley, caballeros. Tal vez es por eso que los no iluminados son aún los vencedores.

Pero esta vez no se sorprendieron. Reaccionaron como si dieran por supuesto que tenía que estar al corriente de esta lamentable circunstancia. Y, desde su punto de vista, mis palabras eran muy acertadas: los ignorantes y los no iniciados eran los vencedores.

Con murmullos cansinos, aceptaron su suerte y asintieron en silencio, mirándose, mientras se los llevaban. Su reacción a mi frase final no era la que había previsto, precisamente, pero era la que debería haber esperado. No dudes nunca de la convicción de la locura, me dije.

En conclusión, me veo obligado a reflexionar sobre la tragedia de esos dieciséis hombres. No dispongo de la historia individual de cada uno de ellos, sólo de datos dispersos aquí y allá. No obstante, y aunque existan diferencias en las circunstancias individuales, me han bastado para hacerme una imagen general, una imagen del estado lamentable de la condición humana. Los budistas (y ahora me refiero a los seguidores de la verdadera fe) tienen razón cuando nos dicen que nacer de forma corpórea es nacer al sufrimiento.

Para los que gozamos de la bendición de tener un aspecto normal, sea atractivo o no, resulta difícil, si no imposible, imaginar lo que debe de ser desenvolverse en la vida como un monstruoso paria. ¿Alguien se imagina lo que sería no poder hacer algo tan sencillo como caminar entre la gente sin ser objeto de repulsión, de lástima y de crueldad? ¿Cómo viviríamos con el conocimiento constante de que todos, tanto si miran abiertamente como si desvían la vista, piensan lo mismo? Piensan que el tarado estaría mejor escondido, encerrado en un sótano, para que no afectara su sensibilidad o les cortara el apetito. Y sin embargo, tienen que salir adelante día a día y afanarse en las mil y una pequeñas tareas cotidianas necesarias para vivir, como todo el mundo.

Algunos de aquellos seres estaban desfigurados por algún accidente, como el que presentaba las cicatrices de quemaduras; otros habían nacido con sus deformidades. Respecto de estos últimos, cuesta imaginar las circunstancias en las que los padres permitieron vivir a retoños tan espantosos. Pero, por la razón que fuera, al niño, sensible como todos los chiquillos, se le permitía vivir —no, se le forzaba a ello, pues así lo impone el mundo— y cargar con su tara entre los demás hombres, consciente en todo momento de su condición de intocable. Es comprensible, por lo tanto, que seres así se adhirieran a una orden que los exaltaba tal como eran, que los honraba y justificaba su desdichada existencia afirmando que eran instrumentos de un designio superior. Una orden en la que uno podía creer con fe ciega porque era iniciado en ella por una criatura semejante, que comprendía la verdadera naturaleza de los monstruos sobre esta tierra.

¿No habrían estado mejor, Hsueh Huai-i, como fríos huesos deformados en sus sepulcros?

Saqué muchas cosas en claro de mis dieciséis amigos, entre ellas una información que cambió el destino de tres, al menos, de los participantes en esta saga. Los arhats me habían preguntado, como compadeciéndose de mí, si de veras ignoraba cuánto tiempo empleaba un espíritu demoníaco peripatético en introducirse y asentarse en el interior de su huésped. Movido por la curiosidad, les pregunté cuánto tardaba. Yo había indagado un poco en el registro de datos meteorológicos del último otoño en Ch’ang-an, pero seguía sin encontrar una correspondencia entre los momentos de máxima intensidad del viento y los asesinatos. En todos los casos había transcurrido más de un día entre ambos hechos, pero a veces parecía haber pasado más tiempo. Yo, desde luego, estaba enterado de que cada vez que el viento alcanzaba cierta fuerza, un emisario a lomos de veloces monturas transportaba un mensaje sellado entre el monasterio de Ch’ang-an y el de Luoyang; a continuación, desde esta última ciudad se despachaban las instrucciones referentes al momento exacto en que los arhats debían empezar su trabajo en Ch’ang-an. Daba la impresión de que el sentido de la puntualidad de los devadhattas invasores era un tanto arbitrario y de que sólo había un hombre lo bastante astuto como para calcular con precisión el momento oportuno. Y ese hombre, naturalmente, no era otro que el lama Hsueh Huai-i.

Comenté a los arhats que el plazo transcurrido entre las rachas más fuertes de viento y la llegada del grupo a la finca donde lo habíamos sorprendido había sido más largo que en las anteriores matanzas. Desde el momento en que, en mi celda carcelaria, comprendí la lógica interna de aquellos hechos hasta la aparición del grupo en la casa transcurrieron dos días y tres cuartos.

—Bueno —me corrigió uno de los arhats,— estuvimos allí antes, pero sólo para llevar a cabo los ritos de purificación.

Recordé el pelo larguísimo y las huellas de pezuñas que había encontrado en el jardín después de nuestra primera noche de guardia.

—De todos modos, es cierto que transcurrió un lapso algo mayor de lo habitual —continuó el arhat.— Nuestro amo nos había dicho que la siguiente misión tendría lugar casi inmediatamente después de que soplara el viento.

Por supuesto, me dije. Sin duda, Hsueh Huai-i, que me sabía encarcelado, pretendía reírse de mí.

—Pero resultó que las instrucciones de nuestro amo desde Luoyang se retrasaron —prosiguió el arhat. Los emisarios encargados de llevar el mensaje lo más deprisa posible se habían entretenido por el camino—. Vino y mujeres —murmuró mi interlocutor con desprecio—. Llegaron con muchas horas de retraso. De no haber sido por esos estúpidos descreídos de carne débil, habríamos acudido a la casa un día antes —añadió con irritación.

En otras palabras, los asaltantes habrían podido presentarse en la finca antes de que llegáramos nosotros. Así pues, de no ser por aquellos estúpidos mensajeros de carne débil a los que el arhat se había referido con tanto desprecio, al llegar a la casa habríamos encontrado a la familia masacrada. Aquellos estúpidos de carne débil, que resultaron ser mis hijos.

Que conste para la Historia que, finalmente, se cumplió el presagio de que Di Jen-chieh acabaría por dictar sentencia contra sus propios hijos en su condición de juez. La levedad relativa de las condenas —veinte años en el extremo occidente, en servicio de vigilancia de la frontera entre el Imperio y el Tíbet— no tuvo nada que ver con el hecho de que son mis hijos, y sí con la circunstancia de que, inadvertidamente, habían salvado la vida de la familia.

Hubo otra sentencia que también fue aligerada. El famoso suplicio que nuestro maestro historiador Shu Ching-tsung, narró de forma tan emotiva, con los gritos agónicos de Hsueh Huai-i resonando a través de los tiempos, no era, naturalmente, otra cosa que un imaginativo regalito destinado a la emperatriz. Nadie sabe con certeza si ella se lo ha creído, pero todos damos por supuesto que así es. Nadie le ha preguntado nada y ella nunca alude al tema. A la soberana le basta con que el tibetano haya desaparecido para siempre y que, por lo que hace a la posteridad, quede constancia de que ella lo despachó sin piedad. La emperatriz no pidió, como era su prerrogativa, presenciar la ejecución ni examinar después su cabeza.

Hsueh Huai-i fue desterrado del Imperio a perpetuidad. En este momento, según mis cálculos, debe de estar a muchos cientos de li de distancia, en su marcha forzada de regreso al Tíbet, bajo escolta. Llegar a su lugar de origen le llevará dos años, por lo menos, de caminar todos los días, en invierno y en verano, en primavera y en otoño. En su caso, la indulgencia que mostré hacia él no tuvo nada que ver con nuestra vieja amistad, sino con el hecho de que dos de sus bribones a sueldo eran nada menos que mis propios hijos. ¿Cómo podía sentenciar a muerte a Hsueh Huai-i y perdonarme a mí mismo? ¿Acaso no soy igualmente culpable de todo lo sucedido? Mi hija, la pequeña que compré al indio hace años, protesta apasionadamente cuando me oye decir tal cosa y se planta entre mí y ese terrible interrogante como una tigresa que protege a sus cachorros. A veces, casi me convence, y entonces recuerdo que su nobleza de sentimientos no procede de mí, sino que es el legado de dos campesinos anónimos. Pero ella es mi único consuelo.

Algunas partes de este diario serán eliminadas cuando termine de escribirlas. Las he escrito como un ejercicio para mi mente cansada, pero eso es todo. Para la posteridad, quedará el relato de la ejecución realizado por el historiador Shu, a quien permitiré también otra concesión a la fantasía, por consideración a los ojos aún no nacidos que leerán estas gloriosas historias.

Le he pedido que, cuando escriba sobre mi vida, me haga quedar como un buen padre.