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Año 675, diciembre

Alrededores de Luoyang

Hacía uno de esos extraños días de principios de diciembre en que el cielo está despejado y el sol calienta con fuerza. Di se apoyó contra la tapia de un antiguo huerto del monasterio del Loto Puro con los ojos cerrados y el rostro bañado de luz y calor mientras su mente flotaba libre.

No se trataba de que hubiera cambiado de opinión respecto a lo que se proponía hacer en Luoyang, ni de que le amilanase la tarea o tuviera dudas o reservas, pero si hubiera sabido cómo hacerlo, habría detenido el avance inexorable del tiempo, aunque sólo fuera un rato, para poder sentarse allí sin más, al calor del sol, libre de cualquier pensamiento y de obligaciones apremiantes.

A su llegada, la noche anterior, había encontrado el Loto Puro inalterado. El monasterio seguía siendo un refugio de tranquilidad. Con la primera bocanada de aire que aspiró entre sus muros, Di experimentó un supremo alivio y una alegría extrema, y la luz y la claridad penetraron en él y reconfortaron su cuerpo y su ánimo, rendidos de cansancio. Cenó con Wu-chi y el abad y les contó todo lo sucedido mientras ellos escuchaban mudos de perplejidad, y una vez en la cama, durmió apaciblemente toda la noche. Y ahora, con la cabeza ligeramente apoyada en la roca fría y firme de la tapia del viejo monasterio, su mente olvidó por primera vez en muchos meses sus agitadas búsquedas, sus cálculos y sondeos.

En lugar de ello, sus reflexiones derivaron hacia cosas tan intrascendentes como los huesos amarillentos y llenos de musgo de los monjes sepultados en el cementerio del monasterio, no lejos de donde se encontraba. Pensó que descansar pacíficamente en la tierra negra debía de ser un estado muy agradable: todas las tareas, inquietudes, pasiones, lamentaciones y urgencias quedaban terminadas, cumplidas, escritas; indeleble e irreversiblemente escritas. Cuánto se equivocaba la gente al concebir la tumba como un lugar frío y desolado, pensó; en aquel momento, la sepultura le parecía un lugar acogedor: cálido, oscuro y confortable como un lecho en una noche de invierno. Y allí no se presentaba nadie a sacudirle a uno por el hombro, pidiéndole que se levantara y atendiera a sus obligaciones.

Con un suspiro de placer volvió suavemente la cabeza a un costado y a otro. Era consciente que aquellos momentos idílicos podían terminar en cualquier instante, pues aquella mañana había despachado un mensaje a palacio por intermedio de un contacto de confianza de Wu-chi y del buen abad. Pero de momento continuó allí sentado con el rostro vuelto hacia el sol, cegador incluso a través de los párpados cerrados, a la espera de la respuesta.

El magistrado retiró la cortina del carruaje cerrado que avanzaba traqueteando por las calles de Luoyang, echó un vistazo a la Ciudad de la Transformación y pensó que no parecía muy transformada; llevara el nombre que llevase, era la misma ciudad de siempre, serena y hermosa con su red de ríos, sus parques y los arcos esbeltos de sus incontables puentes, todos distintos.

No había tenido que esperar mucho la respuesta a su mensaje. Llegó avanzada la tarde del mismo día. Decía que le enviarían un carruaje para recogerlo en el lugar que él señalara, y Di redactó una nota con las instrucciones necesarias. La mañana siguiente, viajó a la ciudad con su disfraz, pues no quería, ni siquiera después de los años transcurridos, atraer la atención sobre el lugar donde se ocultaba Wu-chi. El carruaje lo recogió en una pequeña casa de té cercana a un parque, precisamente donde Di había esperado en vano a Hsueh en su última cita. El cochero, de expresión pétrea, y los escoltas se comportaron como si no tuviera nada de particular recoger a una mujer madura en uno de esos establecimientos. En el interior del carruaje, a cubierto de miradas. Di desenrolló el hato de ropa y otros objetos que llevaba consigo con la intención de transformarse de nuevo en el magistrado Di Jen-chieh. Se disponía a ponerse el casquete cuando se detuvo, se lo pensó mejor y recogió de nuevo la ropa. ¿Por qué no?, se preguntó con una sonrisa.

No habría actuado así de haberse dirigido a palacio, pero no era allí adonde iban. El carruaje lo conducía a otra parte, al lugar que él había pedido explícitamente y en el que sería más difícil atraparlo… si realmente se trataba de una trampa. Pero Di no lo creía. Estaba seguro de que, por decirlo así, al olfatear el aire había hecho una lectura precisa del tiempo que se avecinaba.

Apartó un poco la cortinilla. Estaban entrando en las calles tranquilas y silenciosas de uno de los barrios más ricos de Luoyang.

Pensó con ironía que se encaminaba al lugar donde Hsueh Huai-i había hecho el fatídico primer contacto que iba a abrirle las puertas a su nueva vida, al lugar al cual el propio Di envió al monje y en el cual, estaba convencido, se había cometido un crimen espantoso. Y que, por todas estas razones, siempre había despertado una profunda curiosidad en él, pues era un lugar en el que Di no había puesto nunca el pie. Se dirigía a la casa de la señora Yang.

Pero esta vez no acudía con la intención de buscar pruebas para reabrir viejos casos de asesinato. Se proponía hacer un trato. El carruaje se ladeó un poco al entrar en un camino particular. Habían llegado.

Di tuvo unos momentos de genuino desconcierto, pues no podía determinar a ciencia cierta si la mujer que tenía ante sí era la emperatriz o su madre. Años atrás, el parecido entre ambas era marcado, pero las circunstancias en general no permitían confundirlas. En esta ocasión, en aquel marco y transcurridos tantos años, las diferencias se habían difuminado hasta tal punto que Di se encontró mirando estúpidamente el rostro firme y atractivo que tenía enfrente. Durante un instante pensó que las dos mujeres habían terminado por fundirse, de algún modo, en una sola.

La anfitriona contempló a la desconocida, una mujer mayor de aspecto corriente, que acababa de entrar en el salón de visitas. Las dos se estudiaron durante unos instantes; a continuación, la dueña de la casa echó la cabeza hacia atrás y se rió con gusto.

—Di Jen-chieh —dijo a continuación—. Recibe mi mejor bienvenida. Has hecho que me vuelva a sentir joven y hermosa.

Tan pronto como escuchó la voz, las dudas de Di se disiparon. Retiró el pañuelo negro raído de la cabeza e hizo una reverencia.

—Mi señora emperatriz… —fue lo único que acertó a decir.

No recordaba haber tenido nunca un público tan apreciativo. La emperatriz era una excelente oyente, fascinada por su extraña narración; sabía extraerle la palabra precisa y suscitar la búsqueda de efectos dramáticos.

Di le habló del viaje a las cuevas, de su momento de iluminación, del regreso apresurado a Ch’ang-an, de su encarcelamiento y huida y de la rápida evacuación de la familia aristocrática para ocupar la casa con sus hombres. Llegó al punto de la narración en que se ponía musgo en los oídos y tenía que pellizcar y golpear a su alguacil para evitar que se quedara dormido. Describió la pesadilla y el murmullo que penetró en el sueño y que siguió escuchando cuando despertó y vio a la criatura, la extraña lasitud que se extendió por sus brazos e invadió su cabeza y la visión de sus hombres dejándose conducir como niños adormilados.

—Debía de ser cosa del canturreo —apuntó ella con interés, inclinada hacia delante con los ojos muy abiertos y sombríos.

—En efecto, señora, tenéis mucha razón. Podéis imaginar que para mí fue una revelación desconcertante. Lleno de terror y de urgencia, luché por mantener la cabeza clara y me esforcé por salvar a mis hombres sin dejar de darle vueltas al pensamiento de que allí tenía la respuesta al misterio que me había acosado durante tantas semanas. Desde los primeros asesinatos, fuimos completamente incapaces incluso de aventurar una teoría sobre cómo habían hecho los asesinos para entrar en las casas sin que la servidumbre se diera cuenta, asesinar a las familias y marcharse con la misma facilidad con que habían llegado.

»Caí en la cuenta de que los hombres que montaban guardia en la propiedad debían de haberse quedado dormidos, hechizados por el canturreo, y de que los arhats se habían limitado a pasar entre ellos. Después, algunos de los intrusos rodearon la finca, y continuaron entonando su salmodia. Los demás, los que penetraron en la casa, también siguieron canturreando, de modo que el sonido lo llenaba todo, como si emanara del suelo, de los árboles, de las paredes… Como ya os he dicho, señora, más que un sonido era una vibración, ajustada a un tono y modulada, que inducía un estado de sopor y lasitud como si nos hubieran administrado una pócima. A personas muy sensibles incluso puede causarles extrañas alucinaciones.

Di comentó esto último pensando en un viejo criado de una de las casas que había visto una mano con zarpas atravesar la pared.

—¿Pero cómo fue que tú y el alguacil despertasteis de ese hechizo y los demás no lo hicieron? ¿Qué impidió que fuerais conducidos a la muerte con los demás?

La emperatriz había entrecerrado los ojos. Cuando Di se inclinó hacia delante para responder, notó que también él los entornaba, que estaba repitiendo los gestos de la mujer mientras exponía su historia.

—¡Ah! —exclamó con energía—. Una pregunta excelente. Eso mismo me dije yo mientras me escabullía por entre los arbustos del jardín cuando los arhats asesinos ya habían penetrado en la casa. La respuesta era muy sencilla; di con ella más larde, cuando todo hubo terminado y tuve un momento para pensar. Mi suposición era acertada y fue confirmada por uno de los arhats cuando lo interrogamos.

Di hizo una pausa, tomó un sorbo de vino y miró a hurtadillas por encima del borde de la copa. Por la expresión de los ojos de Wu, se dio cuenta de que no podría tenerla esperando ni un instante más.

—Veréis, señora —continuó, pues, tras dejar la copa en la mesa—, ese canturreo es muy eficaz, es prácticamente irresistible… pero sólo si la víctima se encuentra despierta cuando lo escucha.

El magistrado miró a la emperatriz y se produjo un instante de silencio mientras ella asimilaba sus palabras.

—¡Por supuesto! —exclamó por fin, dando una palmada sobre la mesa—. ¡Tú estabas dormido! ¡Estabas dando una cabezada!

—En efecto. Y, al parecer, también lo estaba el alguacil. Mi ayudante había sobreestimado, por así decirlo, su capacidad para mantenerse despierto después de pasar una noche sin dormir.

—Y como todos los demás quedaron sometidos por esa salmodia…

—Acertáis de nuevo, majestad. Sólo podemos deducir que todos cumplían con su deber como habían prometido y estaban despiertos y alertas cuando empezó el canturreo. Los arhats, señora, no se presentaron en plena noche, como creíamos que habían hecho en sus anteriores asaltos; muy al contrario, llegaron al caer la tarde, a una hora en que las familias aún estaban en plena actividad. Naturalmente, nunca se nos había ocurrido tal posibilidad.

La emperatriz se echó hacia atrás en su asiento y resopló de incredulidad.

—No, claro —musitó—. Los asaltantes no esperaban encontrar a nadie dormido a esa hora. Pero tú lo estabas porque habías pasado en vela la noche anterior.

—Exacto. Si hubiéramos sido una familia normal, los arhats se habrían presentado en un momento de plena actividad, nos habrían puesto en trance a todos, incluidos los criados, habrían dado muerte a la familia sin impedimentos y habrían tenido el resto de la noche para dedicarse a… a profanar los cadáveres y demás, antes de marcharse. Los criados habrían despertado sin el menor recuerdo de haberse acostado la noche anterior. Los asesinos, señora, sabían muy bien quiénes tenían que ser sus víctimas. Los simples criados y empleados no sufrieron el menor daño en ninguno de los asaltos.

—¿Pero no se dieron cuenta esos intrusos de que tú y tus hombres no erais los verdaderos miembros de la familia? ¿No advirtieron, por ejemplo, que las mujeres eran en realidad hombres disfrazados? Seguro que se darían cuenta de que allí sucedía algo raro.

—Yo también estoy seguro de ello, pero ¿cuál sería su reacción ante tales circunstancias? Matarnos, evidentemente. Y eso era, ni más ni menos, lo que se disponían a hacer. Pensad por un instante en cómo habría corrido la noticia por toda la ciudad: Di Jen-chieh y sus hombres últimas víctimas de los asesinos.

—Dime una cosa, entonces. ¿Cómo consiguió tu alguacil despertar a los centinelas y volver a los edificios sin tropezar con los intrusos distribuidos en torno a ellos?

—Bien, mi grupo era mucho más numeroso. En realidad, los arhats que aguardaban fuera sólo eran siete y los redujimos uno a uno, por sorpresa, mientras el sonido de su propio canturreo saturaba sus oídos. Mis centinelas iban bien pertrechados, con garrotes, cuerdas, machetes y demás; los intrusos, en cambio, iban prácticamente desarmados y desnudos —añadió Di con un encogimiento de hombros.

—Sin armas y sin ropas… —musitó ella, perpleja—. Como si estuvieran haciendo una especie de… —sacudió la cabeza en un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas—, ¡de ejercicio espiritual disciplinado!

—Tenéis mucha razón, señora —asintió Di, admirado de la despierta inteligencia de la soberana—. Casi ritual. Las únicas armas que creían necesitar eran sus manos y sus voces.

—Manos y voces —repitió ella, incrédula—. ¿Pero qué clase de sigilo poseen para ser capaces de entrar en una mansión como ésa a plena luz? ¡Y desnudos, en el mes de noviembre! ¿Cómo pueden ser humanos quienes hacen tales cosas? —preguntó con aire retador.

El magistrado clavó la mirada en la copa de vino hasta que, por fin, respondió:

—Estaban entrenados para ello. Por un experto. Un experto en magia tántrica tibetana. El mismo que les enseñó la Salmodia del Olvido.

La reacción de Wu lo sorprendió. Echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír. Di no pudo evitar ver toda la dentadura superior de la emperatriz, blanca y fuerte, de la que no faltaba una sola pieza. La lengua del magistrado tanteó con suavidad y envidia los numerosos huecos que había en la suya.

—Sí —dijo ella—. Ese hombre no es un mero charlatán. Creo que he alcanzado a apreciar la diferencia, magistrado. De vez en cuando, nuestra casa ha albergado a varios hombres santos de diferente grado de talento y de erudición…

Sin duda, se trataba de una estimación excesivamente modesta; pese a ello, Di mantuvo una cortés expresión de interés.

—Hace años, nuestra corte fue «agraciada» —continuó Wu, con una sonrisa irónica en los labios— con la presencia de un indio de la región de Gandhara. Ese hombre se proclamaba un nagaspa, experto en cierta magia tibetana, muy poderosa según él. Pero resultó ser un impostor, un completo fraude. En cambio, el lama Hsueh no lo es. Estoy convencida de que posee ciertas… facultades esotéricas.

—De eso, yo también puedo dar fe —asintió Di—. Durante un tiempo, trabajé con él y había ocasiones en que habría jurado que poseía la capacidad para transformarse en un fantasma. Él solía decirme que todo era cuestión de habilidad para escoger el momento oportuno: uno sólo se movía cuando el otro desviaba su atención, aunque no fuera más que para parpadear. Sin embargo, había mucho más; ya entonces me percaté de ello. No estuvimos juntos el tiempo suficiente como para que me enseñara sus técnicas, pero conozco lo que es capaz de hacer. —En aquel momento, se le ocurrió una pregunta—: ¿Os ha contado él alguna vez que fuimos colegas durante un tiempo?

«Que lo envié a esta misma casa a buscar pruebas de cierto asesinato», pensó, y contempló con atención el rostro de la emperatriz.

—Dijo que te conocía —respondió ella con una sonrisa enigmática—. Y a veces tengo la sensación de que albergaba cierta admiración por ti; incluso un poco de envidia, quizás. —Arqueó las cejas—. La mezcla perfecta de sentimientos para convertirlo en un adversario.

—Creo que fue esa vieja relación nuestra lo que evitó que me hiciera matar sin más. Cuando estaba encarcelado en Ch’ang-an, éste fue uno de los factores que me ayudaron a confirmar mis sospechas respecto a quién era la mente organizadora de todo eso. Veréis: cuando me encontré preso, pero no eliminado definitivamente, empecé a sospechar que no quería desperdiciar la ocasión de desafiarme. Después, cuando tuve ocasión de sonsacar información a los propios arhats, comprobé que había acertado al suponerlo detrás de todo el asunto.

La emperatriz lo miró con una expresión muy parecida a la que tenía la primera vez que Di se había presentado ante ella, hacía años. En aquella ocasión, la soberana sabía quién era Di y a qué se dedicaba, pero se había mostrado complacida con él y, con una especie de perversa fascinación, lo había tratado como un adversario valioso y respetado. Di había confiado en que aquel sentimiento permaneciera intacto después del tiempo transcurrido y de todo lo que ella había llegado a ser.

—Pero, maese Di —replicó ella con la mirada fija en el magistrado—, ¿qué te hace estar tan seguro de que… de que no hay más gente implicada? Yo, por ejemplo, podría haber ordenado que te eliminaran por parecidas razones, ¿verdad? ¿Qué te ha dado el valor necesario para venir a exponerme todo esto precisamente a mí?

Di comprendió de inmediato a qué se refería. Sostuvo la mirada impertérrita de la emperatriz y respondió:

—Señora, no se me escapa que sois demasiado pragmática como para involucraros en algo parecido. Tras estos asesinatos no había ningún propósito… digamos, práctico. Salvo en ciertos aspectos muy específicos y muy oscuros —añadió con un encogimiento de hombros—, en cuya lógica he penetrado finalmente. Y esa lógica… —escogió sus siguientes palabras con mucho cuidado— sencillamente no tenía vuestro sello, majestad. Además, os he estado observando durante esta conversación y he quedado más que convencido de que cuanto os he contado de los asesinatos era completamente nuevo para vos.

La mirada que la emperatriz le dirigió en esta ocasión resultó especialmente dura e inquisitiva. Di sabía que empezaban a adentrarse en un terreno aún más delicado y peligroso que el de los asesinatos. Había tenido un momento de zozobra al ver que la expresión de Wu se ensombrecía, pero, al parecer, la nube de tormenta decidió alejarse sin descargar. El rostro imperial se relajó y, cuando habló, lo hizo en un tono casi divertido.

—Tienes mucha razón. ¿Pero cómo has llegado a esa conclusión?

—He traído un regalo para vos, mi señora —dijo él y se agachó a recoger el hatillo. Lo desanudó rápidamente y sacó un sobrecito.

Wu observó a Di extraer del sobre un cabello negro, largo y lozano, que depositó en la mesa y procedió a estirar en toda su extraordinaria longitud. El magistrado se percató de que la mujer lo reconocía de inmediato. De nuevo, su reacción lo sorprendió: Wu alargó la mano y acarició el cabello con una sonrisa. Di miró la mano que alisaba el cabello lánguidamente y pensó en el pobre Kao-tsung y en otros que, sin duda, habían experimentado también la caricia de aquella mano. Una hija recién nacida, que había muerto hacía ya tantos años. Un hijo.

El magistrado levantó la vista. Wu lo estaba observando.

—Una de sus inapreciables «reliquias» —la oyó decir—. Maese Di, tu capacidad de deducción es incomparable. Pero dime, ¿de dónde procede este pelo de calidad tan excelente?

—Procede de la cola de Hayagriva.

Wu enarcó las cejas en una mueca interrogativa.

—Es el dios caballo. Colabora con los arhats en la protección del dharma y es un perseguidor implacable de los enemigos de éste. —Di no apartó la mirada de su rostro cuando añadió—: Para ser más preciso, Hayagriva es una deidad de la tradición lamaísta tibetana.

—Magistrado Di —declaró Wu al oírle, mientras se levantaba y se acercaba a la ventana—, voy a permitirte continuar las investigaciones. Y pondré a tu disposición la ayuda que precises. Pero vas a tener que aceptar ciertas condiciones muy concretas.

La emperatriz se volvió a mirarlo. Su porte había recuperado la rígida severidad de antes. Di comprendió que, fuera cual fuese su propuesta, hablaba en serio. Sentado ante ella en aquel momento, tuvo la profunda sensación de que, si faltaba al acuerdo que se disponían a cerrar, la vieja visión profética de su cabeza sonriente en lo alto de una pica se cumpliría finalmente.

—Muy bien, mi señora —se limitó a responder, pues tenía ya una idea bastante clara de lo que se proponía la emperatriz. En realidad, incluso había contado con ello. Y cuando la señora Yang entró en la sala, causando un profundo sobresalto en Di, con su silencio y con su asombroso parecido con su hija, el magistrado terminó de convencerse. La señora Yang no abrió la boca; se acomodó en una silla cerca de la mesa y miró fijamente al visitante, con una mano pálida de largas uñas apoyada sobre la otra en el regazo. Unas canas en las sienes y una mirada un poco más velada, más apagada, era lo único que la distinguía de su hija.

—Pero antes —dijo la emperatriz mientras tomaba asiento—, quiero ver otra demostración de tus extraordinarias capacidades deductivas. Quiero que me cuentes con detalle cómo has resuelto el misterio de los asesinatos.

—Por supuesto, majestad —respondió Di, recuperado de su momento de zozobra. Consciente de que la señora Yang no apartaba la mirada de él un solo instante, se inclinó de nuevo hacia el hatillo que tenía en el suelo. Extrajo sus papeles y desenrolló su plano de Ch’ang-an y un boceto auxiliar; después, sacó su ejemplar del sutra del demonio Kirita y lo alisó sobre la mesa encerada.

Cuando Di regresó al monasterio, a última hora del día, Wu-chi estaba impaciente por conocer los detalles de su audiencia con la emperatriz. El magistrado le recordó ni más ni menos que a un amante rechazado que preguntara por su antigua querida. El viejo Wu-chi, con una curiosidad casi morbosa, quería saberlo todo de su rostro, de su voz, de su aspecto, del color de sus cabellos. Caminando junto a Di en silencio, el anciano prestaba concentrada atención a cada palabra de su descripción.

—Todavía es hermosa —dijo el magistrado—. Posee una belleza irresistible. Y uno percibe en ella una suerte de vitalidad recia, dura, como la de un viejo árbol de madera noble. No me resulta difícil imaginarla en circunstancias muy diferentes; por ejemplo, llevando la vida de una vieja campesina de una provincia lejana. Se nota enseguida que sería la persona más influyente del pueblo. Habría sido una especie de reina cualesquiera fueran las circunstancias de su nacimiento.

—Desde luego, le sobra vitalidad —asintió Wu-chi—. Nuestra emperatriz se ha alimentado con la fuerza vital de sus incontables víctimas. Debería vivir quinientos años, por lo menos.

—Encontrarse en presencia de una verdadera asesina es una experiencia interesante —continuó Di—. Uno se siente… extrañamente desamparado. Era como si mi vida, mi cuerpo aún palpitante, fuera un regalo de ella. Y no me cabe ninguna duda de que así es. Hace años, le di todos los motivos necesarios para que me mandara eliminar por mi entrometimiento. Pero no lo hizo. De modo que, supongo, le debo la vida. En nuestro encuentro, reinaba en la atmósfera una palpable conciencia de este hecho. —Di hizo una breve pausa, pensativo, y añadió—: Wu me permitirá continuar con el caso. Pero con unas condiciones muy duras.

—Déjame adivinar —murmuró Wu-chi con aire sombrío. A Di le apenaba mucho tener que contar al viejo consejero aquella parte de la historia, pero no había modo de evitarlo.

—Era el único modo, Wu-chi —insistió Di, con gestos de lamentarlo profundamente.

—Lo sé, lo sé —El anciano hizo un ademán de filosófica aceptación con la mano. Con aquel gesto, comprendió Di, Wu-chi arrojaba al viento sus años de esperanza callada y paciente de una rehabilitación pública.

—La emperatriz me permitirá detener y juzgar a Hsueh Huai-i. Incluso me prestará colaboración. Pero he tenido que aceptar ciertas condiciones. Fue en este punto de la conversación cuando la señora Yang entró en la sala y se sentó ante mí, mirándome fijamente. Le aseguro, consejero, que la presencia de la madre me resulta mucho más perturbadora que la de la propia emperatriz. —Al recordarlo, bajó la vista al suelo—. Las condiciones que he aceptado son muy simples. Me abstendré de reabrir investigación alguna sobre la señora Yang o la emperatriz, o sobre cualquiera de sus cómplices. A cambio, no sólo podré llevar adelante mis pesquisas en el caso de Hsueh sino que, además, podré hacerlo a través de una Censura restaurada.

Di había reservado aquella noticia para el final con la esperanza de ofrecerla a Wu-chi como consuelo, por leve y poco importante que resultara para el anciano.

—¿Quizá le gustaría poner término a su «retiro», Wu-chi? —apuntó con aire tímido y dubitativo.

Pero el antiguo consejero rechazó la sugerencia:

—No, maese Di. Me parece que no.

El magistrado se dispuso a añadir algo más para convencerlo de que su puesto estaba en el centro neurálgico del gobierno o algo por el estilo, pero el anciano parecía tan distraído, perdido en unos pensamientos tan lejanos, que las palabras de ánimo le parecieron absurdas y las reprimió.

—Yo también me he agarrado a ciertas esperanzas con el paso de los años, mi apreciado Wu-chi —dijo por último—. Me resultaba muy doloroso renunciar a ellas. Casi prefería amputarme el brazo con un cuchillo mellado. Pero debemos afrontar los hechos. La emperatriz y su madre están, simplemente, fuera de nuestro alcance. Eso ha quedado claro. Pero el monje, no. Ya no. —Di se encogió de hombros y añadió—: De todos modos, Wu lo iba a eliminar bastante pronto. Estoy convencido de ello. Entonces, él también habría quedado fuera de nuestro alcance y no habría tenido que responder nunca de sus crímenes. Eso sí que habría sido una verdadera lástima. En mi trayecto de Ch’ang-an a Luoyang, fui todo el camino con la preocupación de que, al llegar, me encontrara con la noticia de que el monje ya había muerto. Ya sabe usted que, cuando la emperatriz golpea, es muy certera y muy rápida. —Levantó los brazos con gesto suplicante, como si quisiera convencer a los árboles desnudos y al cielo frío y cargado de nieve, que ya se oscurecía—. He pasado la vida enfrentándome a las adulteraciones de la religión. He visto charlatanes y he conocido manipuladores y criminales de todas las raleas que explotaban la patética vulnerabilidad del corazón humano. Pero ese tibetano es, con mucho, el peor de cuantos he encontrado.

—Y una vez fue amigo de usted —apuntó Wu-chi.

—Sí que lo fue.

—Y amante de la emperatriz.

—Sí.

—Y ella le va a ayudar ahora a detenerlo…

—Sí.

—¡Ah, qué caída va a tener! Casi siento lástima de él —murmuró el anciano.

—No la sienta —respondió Di—. Tan asesino es él como la soberana.

—No del todo —le corrigió Wu-chi. Di comprendió a qué se refería. Los dos tenían presentes los oscuros rumores que habían corrido años antes, las palabras que circularon de boca en boca sin acabar de ser creídas: sus propios hijos. Un hijo, una niña recién nacida.

—Pero tiene usted razón, magistrado —dijo entonces el anciano consejero—. Tiene usted toda la razón. No debe permitirse que el monje termine su vida sin responder por sus atrocidades. Por cierto, hoy ha llegado un mensaje de Ch’ang-an para usted. —Antes de abandonar la capital occidental, había organizado una red de mensajeros de confianza para comunicarse con su alguacil—. Han detenido a algunos cómplices del monje, los emisarios que llevaban las informaciones entre los templos del Caballo Blanco de Luoyang y Ch’ang-an. Por lo visto, hubo un altercado en este último respecto al pago por los servicios prestados. Esos hombres no eran monjes, sino matones disfrazados. Los monjes del Caballo Blanco los hicieron detener. Ahora están bajo custodia de las autoridades civiles a la espera de que usted disponga qué debe hacerse con ellos.

—Excelente. Los haré trasladar aquí —dijo el magistrado—. Su declaración me será útil, sin duda. No pasará mucho tiempo, mi apreciado Wu-chi, hasta que maese Hsueh sea detenido como un delincuente común y llevado a juicio por sus actividades. Pero no será un juicio corriente, se lo aseguro. El procedimiento normal no sería digno de alguien de su rango. Le tengo reservadas muchas sorpresas.

—Es decir, que usted y la emperatriz le tienen reservadas muchas sorpresas, ¿no es eso? —le corrigió Wu-chi.

—Exacto —reconoció Di—. La soberana y yo nos hemos hecho cómplices. Supongo que podría llamársenos compañeros de cama.

—Ha escogido una expresión muy extraña, maese Di.

—Sí que lo es, maese Wu-chi.

Oscurecía. El viejo abad los esperaba con una buena cena. Wu-chi echó a andar con decisión hacia los aposentos del viejo Liao. En ese instante Di creyó comprender de pronto la verdadera razón de que Wu-chi no quisiera abandonar el monasterio para volver al gobierno y a su vida de antaño. Más allá de la edad, la resignación y las demás razones obvias, Di sabía que el auténtico motivo era que Wu-chi, sencillamente, no quería abandonar a su amigo el abad. Llevaban demasiado tiempo juntos.

El historiador Shu lo intentó una vez más y contrajo las facciones durante unos instantes en una mueca de intensa de concentración. Después, sacudió la cabeza. Nada; es inútil, murmuró para sí.

El sol que un rato antes acariciaba su rostro con un grato calorcillo resultaba ahora abrasador. La sala, en la que hacía apenas una hora reinaba una claridad adecuada para despertar su inspiración, estaba envuelta ya en un resplandor intenso y aturdidor. No, era inútil abordar lo que probablemente sería la obra maestra de su carrera sin una concentración perfecta. Ordenó a los criados que cerraran las contraventanas.

Aquélla no era una mañana corriente y la del día anterior no había sido una velada corriente. Había transcurrido mucho tiempo desde que le encargaran crear el último documento importante. Y muy pocas veces, acaso nunca, había experimentado tanto placer en emprender un trabajo como en esta ocasión. Y el hecho de estar al servicio de la emperatriz Wu y del brillante magistrado de Ch’ang-an era un honor incalculable que le provocaba un cosquilleo febril que le subía por el espinazo y le recorría los brazos hasta las yemas de los dedos.

Shu estaba muy complacido de volver a ver a su viejo amigo Di Jen-chieh. El historiador casi había olvidado cuánto había disfrutado de la compañía del alto funcionario y estudioso y lo mucho que se había identificado con él. ¿No eran los dos, al fin y al cabo, hombres civilizados que disfrutaban con un buen rompecabezas? ¿Y no era maese Di, como él, un hombre versado en las sutilezas de la literatura, desde los grandes poemas de lenguaje florido hasta el rigor de los pulcros ensayos clásicos?

Habían transcurrido algunos años desde que el gran magistrado visitara palacio y le honrase con su deliciosa e inesperada visita a su despacho, pero Shu no había olvidado jamás aquel día. El historiador había embellecido y pulido el recuerdo hasta dejarlo brillante como una de las mejores joyas de familia. Shu rememoraba todavía con entusiasmo los detalles de la conversación. Habían hablado de los agotadores exámenes trienales para el funcionariado y de algunos poemas recientes que Shu había escrito sobre la luna llena. Sí, había sido un día memorable.

Y ahora, tendría el placer de escribir, en parte, para el propio magistrado. Compartiría con él una misión de gran importancia. Shu no podría haberse sentido más honrado.

Una vez cerradas las contraventanas, la estancia quedó sumida en la penumbra que propiciaba sus mejores ideas, y Shu alzó el pincel sobre el pergamino, preparado para el flujo de inspiración que, estaba seguro, se acercaba. No iba a decepcionar al magistrado Di ni a la posteridad. Era necesario corregir la Historia; la emperatriz lo había llamado, el juez Di había dado su aprobación y Shu iba a dar lo mejor de sí mismo en el empeño. No había nadie mejor cualificado para llevarlo a cabo. Lo había dicho el propio maese Di.

Llamó al mayordomo con la campanilla; otra taza estimulante de té verde y estaría dispuesto para hacer lo que era preciso para poner en su lugar a aquel tibetano ofensivo y arrogante. Naturalmente, el magistrado y los tribunales reinstaurados se ocuparían del santón en el presente. La tarea de Shu sería ocuparse de él para el futuro. Para toda la eternidad, quizá.

En el universo, reflexionó Di, actuaban fuerzas extrañas que, muchas veces, era mejor no explorar. Por ejemplo, las que lo habían llevado primero a confabularse con la emperatriz, y a continuación, con el historiador. Wu había expresado su deseo de humillación pública como venganza contra el mago, que en aquellos momentos permanecía recluido en uno de los conventos dedicados a Kuan-yin. El historiador se mostró encantado ante la posibilidad de ocuparse de ello y Di, consciente de que aquello serviría para irritar e incomodar al tibetano y de que le facilitaría el trabajo, aprobó el proyecto. Además, había un elemento de humor negro, y Di no veía ninguna razón para ahorrárselo al lama. A decir verdad, lo encontraba irresistible. Así pues, formaban ahora un trío de conspiradores. Y Shu aceptó de buena gana algunas de las sugerencias de Di, incorporándolas al escrito. De este modo, permitía la contribución del magistrado a la «revisión» del lugar del monje en la historia. Di insinuó al historiador que, como se suponía que Hsueh Huai-i era un ser iluminado y trascendente, no debería haber diferencias para él entre la tarea humana más elevada y la más baja. ¿Por qué no le adjudicaban un empleo a su medida, en la biografía? El hombrecillo había anotado la idea con una risilla de auténtico placer.

A Di le resultaba imposible definir por qué y, desde luego, le incomodaba, pero tenía que reconocer que Shu no le caía mal. Por eso accedió sin reticencias a otra de las exigencias de la emperatriz: que su fiel historiador, calumniador oficial de la corte, cronista de su reino y detractor de sus enemigos, no fuera objeto de ninguna acusación.

Aquel proyecto sería distinto de cualquier otro. De una cosa estaba seguro el magistrado: Shu odiaba a Hsueh Huai-i. Los años de trato desdeñoso por parte del tibetano habían dejado su poso en lo más hondo del espíritu del hombrecillo. Y como el historiador siempre había reprimido escrupulosamente sus verdaderos sentimientos, con ello sólo había conseguido aumentar el desprecio que el mago vertía sobre él. Shu sabía que el tibetano le consideraba demasiado estúpido, o demasiado ensimismado, para darse cuenta de su sarcasmo, pero aquél era un sacrificio necesario para salvaguardar su relación con la emperatriz y con la señora Yang, a las cuales veneraba. Sin embargo, ahora que el sacrificio había dejado de ser necesario, el historiador podría dar rienda suelta a sus sentimientos por el trato recibido de Hsueh y también por el comportamiento del lama con la emperatriz. Esta vez no se trataba de un mero ejercicio de palabras. Fuera o no consciente de ello, las frases que fluían del pincel del historiador trasmitían toda la fuerza de los años de afrentas a su orgullo. El resultado hizo que Di agradeciera no haber estado nunca enemistado con Shu Ching-tsung.

La vida de un farsante

Allá donde existe Grandeza, es inevitable que aparezcan parásitos, aduladores, explotadores, oportunistas y quienes tienen un Erróneo Convencimiento de su propia Grandeza. Es una Ley de Vida, una Inevitabilidad; pero, por supuesto, los dotados de Verdadera Grandeza tienen Pleno Conocimiento del fenómeno y están perfectamente Dotados por la Naturaleza para Asimilarlo y Comprenderlo.

Como ilustración de esta Verdad, se menciona en nuestras Historias la vida y andanzas de un monje de oscuro origen llamado Hsueh Huai-i. Las obras de este hombre, por sí mismas, Carecen de Trascendencia y no merecen un lugar en los Anales de la Inmortalidad; si ocupan Espacio en ellos, es sólo como Testimonio y Ejemplo de la Perspicacia de la gran emperatriz Wu Tse-tien.

Cabe decir de ese hombre que, por lo menos, poseía cierta tosca Habilidad y una considerable Astucia. Sus orígenes son más que oscuros, pero se cree que procede del Lejano Oeste, hijo de una familia atormentada durante Muchas Generaciones por la Propensión a la Bebida y por una tendencia al Comportamiento Delictivo. En un aparente deseo de mejorarse a sí mismo o, al menos, de Experimentar la vida más allá de lo que le prometían las poco risueñas Circunstancias de su Nacimiento, abandonó su casa a edad temprana y emprendió su viaje al este. A lo largo del camino, las tierras que atravesó estaban llenas de Gentes de Toda Clase igual que los mares abundan en Toda Suerte de Peces; gracias a ello, tuvo Suficiente Contacto con Santones Mendicantes y Ascetas de Toda Condición como para Dotarse de una Capa de Conocimientos Religiosos Superficiales; cabría decir de él que su Astucia le llevó a Adquirir unas Herramientas de Diletante, un surtido de Trucos, Malabarismos y Palabrería que le permitía pasar por un Sabio Versado y Esclarecido ante los Ingenuos y los Crédulos.

Su Ambiciosa Arrogancia no le dejó otra opción que intentar acercarse todo lo posible al lugar de la Tierra que más cerca está de los Cielos: el trono de la propia Madre Santa y Divina Soberana, la emperatriz Wu Tse-tien. Era lógico que el Destino quisiera mostrarle sus Limitaciones al arribista. Y así lo hizo.

Es preciso reconocerle sus Méritos al falso monje y comentar que consiguió acceder al Palacio mediante un ardid astuto e imaginativo. Se presentó al personal de cocinas de Palacio haciéndose pasar por proveedor de Hierbas Raras; con su labia, no tardó en entrar en el servicio de las Cocinas Imperiales, donde empezó en la humilde función de Recolector de Desperdicios y subió de rango progresivamente hasta que le permitieron Cortar las Verduras Imperiales. Fue entonces cuando, conocedor de la Profunda Devoción de Su Majestad Imperial, le confió al Cocinero Personal de la Emperatriz que en sus viajes se había enterado de cuál había sido la Última Comida del Esclarecido antes de entrar en el Nirvana; tras esta revelación, Hsueh expresó su deseo de preparar idéntica colación para la Emperatriz. En su Sabiduría y su Compasión, nuestra Madre Santa aceptó el ofrecimiento por Divina Curiosidad y, aprovechando la oportunidad única que se le presentaba, el monje puso en juego su Lengua Voluble y sus mejores Trucos e Ilusiones de Prestidigitador para intentar convencer a nuestra Divina Soberana de que era nada menos que un Hombre Santo, un Erudito y Maestro Budista de Gran Influencia.

La Emperatriz, con su Infinita Percepción, notó de inmediato la presencia de un farsante. No obstante, en un ejercicio de Contención y de Sentido de la Justicia, decidió conceder una oportunidad al monje. Para ello ideó un plan mediante el cual podía concederle el Beneficio de la Duda y, a la vez, darle ocasión de demostrar que era lo que afirmaba ser, admitiendo una Remota Posibilidad de que dijera la verdad. Si, por el contrario, era el Vil Farsante, el Charlatán Amoral que Nuestra Soberana intuía, el monje se vería Convenientemente Humillado por su Suprema Audacia.

Así pues, se le concedió una Audiencia con Su Majestad Imperial, durante la cual le fue conferido un Cargo. Hsueh salió del encuentro con el título de Custodio del Vaso de Noche de la Alcoba de la Matriarca Imperial. En su Infinita Sabiduría, la Emperatriz había llegado a la conclusión de que, si el hombre era el Budista Evolucionado que decía ser, no encontraría Ninguna Diferencia entre desarrollar una tarea tan humilde y ser el Rey del Mundo dedicado a recoger Ramilletes de Flores Fragantes en primavera. Por el contrario, si era un simple charlatán, ¿qué Castigo podía resultar más apropiado para tan nefasto Embaucador de las Masas?

Como sospechaba la Divina Soberana, el farsante apenas soportó su Cargo Imperial y poco después presentó una queja. Tan pronto como salió de sus Labios Engañosos la primera Palabra de Desacuerdo, la Emperatriz lo expulsó de Palacio para siempre. Como los Desperdicios que un día habían estado a su cargo e igual que el Contenido del Orinal Imperial que había tenido el Honor de Llevar, Hsueh fue arrojado fuera y pronto se sumió en un Merecido Anonimato, del que sólo asomaba esporádicamente en la Periferia de algún Acto Público o de un Gran Acontecimiento con su trillado repertorio de Viejos Trucos Conocidos. Confundido por la Bebida y la Disolución, el monje Hsueh Huai-i parecía incapaz de comprender que los pocos que se dignaban contemplar sus Lamentables Actuaciones lo hacían por Lástima o para Reírse de él. En más de una ocasión, fue detenido por delitos menores como Hurtos y Alborotos en la Vía Pública. Se rumoreó que su Decadencia no se debía sólo a sus excesos con el Vino, sino a los efectos Debilitadores de una enfermedad progresiva. Existe la Amplia Creencia de que murió completamente loco de una Enfermedad Degenerativa, en un asilo regentado por las piadosas monjas de Kuan-yin, divagando hasta el Ultimo Instante acerca de su Iluminación.

Lo que antecede ha sido incorporado por el historiador Shu Ching-tsung a las biografías oficiales de los Anales de los T’ang con esta fecha, enero de 676, para que la posteridad conozca la verdad.

Hsueh Huai-i arrojó el panfleto al suelo con desprecio. Las jóvenes monjas que le habían llevado el documento reprimieron una risilla cuando el monje se levantó de la silla y avanzó hasta el centro de la sala moviendo la mandíbula y echando fuego por los ojos. Allí se quedó, contemplando a las monjas arrodilladas, aunque las novicias sabían que no era a ellas a quienes veía. Hsueh descubrió los dientes en una mueca de disgusto que llevó a las jóvenes a cubrirse el rostro con un ademán de terror frívolo y divertido.

—De modo que en un asilo de las piadosas hermanitas de Kuan-yin, ¿no? —murmuró, al tiempo que apartaba la mirada de las monjas—. Ella no lo sabe, pero me ha dado una idea. ¡Una idea! —repitió con brusca energía y dio media vuelta tan deprisa que las dos monjitas dieron un respingo. Esta vez, Hsueh reconoció lo que tenía ante él. Cruzó la estancia despacio en dirección a ellas, asintiendo con la cabeza al tiempo que una sonrisa de astucia reemplazaba la mueca amenazadora. Una de las monjas retrocedió de rodillas, con ambos puños apretados contra la boca, de la que surgía una risilla nerviosa, mientras la otra se limitaba a bajar la cabeza y cubrirse con los brazos.

Hsueh estaba ya casi encima de ellas, tan cerca que podían oír perfectamente el aire que expulsaba por la nariz.

—¿Estáis preparadas para recibir la inspiración divina de Avalokitesvara? —susurró—. ¡El escribiente! —ordenó con voz potente al criado del pasillo—. ¡Mandadme al escribiente!

Di levantó la vista del escrito con cautela, diciéndose que la emperatriz estaba demasiado tranquila. Sus facciones mantenían una inexpresividad amenazadora que le recordó algo que le había confiado en cierta ocasión un domador de osos. Según el hombre, el oso es el animal más peligroso porque carece de expresión y su adiestrador no puede estar sobre aviso. Cuando se dispone a atacar, un perro muestra los dientes; el tigre, ruge; el caballo, aplasta las orejas y muestra los blancos de los ojos. En cambio, la cara del oso no expresa nada hasta el preciso momento en que se lanza sobre uno y le hunde los colmillos en el cráneo.

La emperatriz lo miró. Sus ojos y su rostro seguían sin comunicar nada. Una mano acariciaba el brazo del asiento que ocupaba. Di se revolvió en el suyo, incómodo.

—Continúa, magistrado —dijo en un tono de voz tan neutro como su expresión. Di carraspeó, encontró el punto y reanudó la lectura:

—«… podría decirse que debido a la debilidad intrínseca del receptáculo femenino, sospechoso de entrada e insensible a la esencia masculina reparadora, la esencia dual masculina/femenina de Avalokitesvara/Kuan-yin ya no encuentra expresión a través de la persona de la emperatriz Wu…».

Miró con el rabillo del ojo a la emperatriz. En esta ocasión, su mano acariciaba la parte inferior de la barbilla y el cuello pero sus ojos seguían clavados en él.

—«Así pues, esa esencia divina ha tenido que emigrar como el ave que encuentra inadecuado el clima y debe trasladarse a otro más benigno. Y ha regresado al lugar donde se manifestó por primera vez en este plano terrenal, a su punto de origen, a su puerta de entrada a este mundo, donde puede residir en un entorno incontaminado y hospitalario, impoluto, hasta que llegue el momento oportuno… La persona física del lama Hsueh Huai-i, conservada a través de la meditación, de una rigurosa abstinencia y de una perfecta pureza como una humilde choza barrida, fregada y aseada para recibir a un visitante regio, tiene el honor de ser depositaría de la Esencia Divina… En reconocimiento de la grave responsabilidad que conlleva esta Residencia Divina, el lama se ha comprometido a mantener una meditación constante, incluso sin dejar de atender sus tareas cotidianas, de modo que la Esencia Divina se sienta cómoda y permanezca en este mundo para beneficio de la humanidad…».

La emperatriz soltó un bufido.

—¿Sigo…? —preguntó Di, obsequioso. Un gesto impaciente de su mano le indicó que se diera prisa en terminar.

—«Sin desanimarse por el primer experimento fallido, la Esencia Divina ha comunicado su deseo de encontrar expresión de nuevo en una forma femenina… Ahora se comprenden mejor los requisitos necesarios… Una forma femenina que no abrigue ambiciones deshonestas, que no se deje llevar por los caprichos voluptuosos, que posea el vigor y la pureza de la juventud…».

Los ojos de Di recorrieron apresuradamente el resto de la frase; cuando vio lo que venía a continuación, el magistrado se detuvo, carraspeó y alzó la mirada brevemente antes de proseguir.

—«… y con un útero virgen, intacto».

Tras esto, Di no se atrevió a mirarla; sólo escuchó el crujido de las sedas imperiales cuando la mujer cambió de postura en su asiento.

—«Por lo tanto, que corra la noticia de que el lama Hsueh Huai-i ha consentido graciosamente en difundir la Llama Divina Infinitamente Divisible entre las devotas monjas del convento de Kuan-yin, en tantos actos abnegados de Inseminación Divina como sean necesarios, en una ceremonia en la que podrán participar todas las novicias que deseen portarla y que tendrá lugar el tercer día de la segunda semana del mes corriente».

Durante unos breves momentos, Di creyó que la emperatriz, como el oso, se disponía a hundir los colmillos en su cráneo. Contempló su rostro con inquietud; ni un gesto ceñudo, ni una sonrisa, ni una palabra, ni un movimiento. Se preguntó qué loca idea lo había llevado a ponerse a merced de aquella mujer; los ojos negros, opacos e imperturbables de la emperatriz, que proclamaban haber matado, estaban fijos en el magistrado, sentado ante ella manoseando el anuncio del monje. La extraña sensación de desnudez que había experimentado en su primer encuentro en casa de la madre de Wu asaltó de nuevo a Di. Sometido a su mirada, profundizó en aquella sensación: como asesina, ella poseía una forma de conocimiento carnal que a él le faltaba. Ella era experta; él, ignorante.

—¿Estás preparado para actuar, magistrado? —preguntó la emperatriz, cuyo tono frío devolvió bruscamente a Di a la realidad.

—Prácticamente, sí, majestad.

—¿Qué te queda por hacer? —quiso saber ella, y Di percibió su impaciencia, como un hambre voraz tras sus palabras. Reflexionó unos momentos. En realidad, había aprovechado plenamente la decisión imperial de permitirle llevar al monje a juicio, con lo cual, más allá del resultado de aquel caso concreto, había logrado dar un gran impulso a una futura restauración del gobierno. Había estado muy ocupado en hacer lo que podía por fortalecer la Censura renovada y por conseguir cargos y nombramientos para funcionarios honrados cuando había ocasión.

—Sólo me queda situar a algunos hombres justos en cargos que permitan formar un tribunal, organizar mis pruebas y… —se encogió de hombros— proceder a la detención.

—Me parece que el propio monje ha escogido el momento y el lugar, magistrado. ¿No estás de acuerdo?

Por fin, Wu sonreía y su expresión trasmitía lo que pensaba mejor que cualquier palabra. Era una idea retorcida. Retorcida, pero excelente.

El tibetano ignoraba que el magistrado estaba en Luoyang y que se había entrevistado con la emperatriz. Di estaba seguro de que Hsueh aún le suponía en Ch’ang-an, tratando de encontrar el modo de ir tras sus pasos. Sin duda, el monje aún creía en su inmunidad. No podía haber previsto el atrevimiento de Di de presentarse ante la emperatriz. Pensó en la idea de Wu. Aparte de su faceta de humor negro, tenía una ventaja evidente: el monje no se lo esperaría. Lo iban a pillar desprevenido y se iba a llevar una buena sorpresa. No sólo iba a sorprenderse; se quedaría aturdido.

—Estoy de acuerdo, mi señora —murmuró Di.

—Y, magistrado… —dijo ella, inclinándose hacia él y cerrando la mano en torno a su muñeca—, quiero que lo traigáis ante mí…

Di asintió mecánicamente, incapaz de articular una respuesta. Los dedos de la emperatriz habían tocado su piel durante un par de segundos pero el punto donde se había producido el contacto quedaría marcado, estaba seguro, durante el resto de sus días.

No estaba seguro de si se le había ocurrido realmente a él o si la emperatriz le había contagiado su extraña e insidiosa picardía, pero la idea lo había asaltado la noche siguiente a su último encuentro con ella (cuando aún notaba un leve escozor y un hormigueo en la muñeca que Wu había tocado) y no lo había abandonado en los días posteriores.

Se hallaban en el segundo día de las ceremonias de la Inseminación Divina a cargo del monje. Según parecía, éste no hacía promesas vanas cuando había anunciado que daría satisfacción a todas las solicitantes de su don; según los informes que llegaban con regularidad del convento —en consideración a la emperatriz, sin duda, pensaba Di—, Hsueh ya había trasmitido la «Esencia Divina» a nueve mujeres, volviendo a llenarse de luz entre sesión y sesión a base de descanso y meditación. Di estaba ciertamente impresionado. Aunque a sus treinta y siete años no podía llamársele viejo, tampoco estaba en su primera juventud. ¿Admitiría ahora la emperatriz que el tibetano no era un simple charlatán?

El magistrado había organizado un grupo de alguaciles imperiales armados que lo acompañaría. El plan consistía en ir al convento al caer la noche, cuando no hubiera mucha luz. Di decidió que aquél era el día. Aunque fuera realmente el Espíritu Divino el que proporcionaba a Hsueh Huai-i su extraordinario vigor, el monje sólo estaba hecho, al fin y al cabo, de carne y hueso, y era importante que no suspendiera la ceremonia o cayera agotado antes de que Di le presentara sus respetos.

Di y su grupo encontraron a una multitud considerable congregada a las puertas del convento de Kuan-yin. La mayoría eran mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, y muchachas, apenas tiernas niñas algunas de ellas, conducidas por sus madres o sus padres. Ciertamente, la noticia había corrido, pensó Di mientras se abría paso. Algunas de las mujeres parecían llevar allí bastante tiempo, con la evidente esperanza de llegar, de algún modo, hasta el monje y recibir su «inspiración» divina. A Di le disgustó, en especial, la presencia de padres con chiquillos. ¿En qué podían estar pensando?

Di llevaba las ropas con las que había viajado a Luoyang, transformado de nuevo en la mujeruca vulgar con su fardo y su pañuelo en la cabeza. La diferencia era que en esta ocasión lo acompañaba un impresionante contingente de guardias armados. La gente se apartó ante la desconcertante presencia de la mujer de ropas sencillas y aspecto adusto que encabezaba la columna a la luz de una linterna. Di sabía que debía aprovechar la momentánea confusión y avanzó con rapidez y decisión antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar. Sólo dispondría de aquella oportunidad. Condujo a los alguaciles hasta la puerta principal, donde dos ayudantes eunucos lo contemplaron con perplejidad; sin darles tiempo a balbucear una sola sílaba. Di se plantó delante de ellos y pronunció unas palabras que les hicieron retroceder consternados, sin oponer resistencia, como había previsto.

—Soy la madre del lama —anunció con un tono que le sonó muy parecido al de su propia madre.

A continuación, el magistrado y sus hombres cruzaron la puerta y marcharon a paso rápido por el pasillo apenas iluminado en dirección a la sala de rezos. No resultaba difícil adivinar dónde estaba el monje; una larga fila de monjas que esperaban entonando cánticos con actitud devota conducía hasta una puerta de doble hoja. Interrumpidas sus meditaciones por los intrusos, las novicias levantaron los ojos turbadas. Al pasar junto a aquellos rostros desconcertados que se volvían hacia él. Di murmuró unas torpes frases tranquilizadoras al tiempo que tocaba levemente un hombro o una cabeza, sin detenerse.

—No sucede nada, todo va bien, él me espera. Confío en no llegar tarde —murmuró mientras avanzaba hasta la puerta. Llevó una mano al pestillo y empujó. La puerta se abrió en silencio y Di penetró en la sala de oraciones, seguido de sus guardias.

El olor a sudor e incienso era abrumador. La atmósfera de la estancia estaba cargada del poderoso esfuerzo que se había llevado a cabo en ella. Di observó las hileras de velas de llamas oscilantes y los muebles desordenados y, una vez más, comprendió que las del monje no habían sido palabras vacías; Hsueh se proponía llevar a cabo su tarea de Inseminación Divina en toda su extensión.

Dos mujeres que habían estado tocando una monótona melodía de cuatro notas con instrumentos de cuerda se sobresaltaron ante la irrupción de Di.

El altar había sido aislado tras una cortina. Di percibió un cese de actividad, una inmovilidad atenta tras el tapiz de brocado, y tuvo la impresión de que el monje sabía perfectamente quién había entrado en la estancia. El silencio al otro lado de la cortina se prolongó unos breves instantes más hasta que unas manos la descorrieron y tras ella apareció Hsueh Huai-i, desnudo y con una mirada colérica.

Di avanzó unos pasos para que el monje pudiera verlo con claridad e hizo una reverencia.

—Maese Hsueh, fue muy desconsiderado por tu parte tenerme esperando tantas horas en la casa de té, aquel día —declaró—. Terminé helado de frío y muy decepcionado. Esa no es manera de tratar a un viejo amigo.

—Mis disculpas, maese Di —respondió el monje—. No pude evitarlo. Como sabes, tenía asuntos muy importantes que atender.

—Desde luego que sí.

Los dos hombres se miraron. El monje parecía más alto y más enjuto de lo que Di recordaba, con una extraña mirada hundida que no había visto nunca en él. Por un instante, pensó en la imagen que él debía de ofrecer al monje: más canoso, avejentado y envuelto en aquellas extrañas ropas. Se preguntó también qué expresión tendría su rostro.

Detrás de Di, se empezó a agolpar gente a la puerta de la sala: los eunucos, las monjas y los más osados integrantes de la multitud congregada en el patio. El magistrado recordó la petición de la emperatriz de que Hsueh fuera conducido ante ella completamente desnudo. Hizo una indicación a los guardias, que avanzaron y agarraron al monje por los brazos. Al ver que lo inmovilizaban, Hsueh se puso tenso, apretó los puños y lanzó una mirada colérica a Di mientras su rostro se contraía en una altiva mueca de desprecio.

—¿Crees que puedes detenerme? —preguntó Hsueh en tono burlón—. ¡Aquí no tienes autoridad!

Di extrajo el documento que llevaba consigo. Al ver el papel, el monje puso los ojos en blanco y empezó a canturrear con voz estentórea, dispuesto a sofocar las palabras del magistrado.

—¡Hacedlo callar! —ordenó Di, y uno de los hombres situados detrás del monje le tapó la boca con una mano enfundada en un recio guante. La mano amortiguó su voz, pero no logró acallarla del todo; Hsueh continuó soltando alaridos y gemidos tras la mano firme del guardia, sin dejar de agitar la cabeza a un lado y a otro, mientras Di leía el documento en voz alta.

—«Su Majestad Imperial, la emperatriz Wu Tse-tien, declara por la presente que el pretendido lama Hsueh Huai-i es un enemigo del estado y ordena, exige y desea fervientemente su inmediata detención y encarcelamiento por el despreciable delito de asesinato…».

Pese al alboroto que armaba, el monje pareció comprender las palabras de Di. Interrumpió sus alaridos y miró al magistrado con fuego en los ojos. Di hizo una señal al guardia, quien retiró la mano.

—¡Asesinato! —resopló el monje—. ¡Es como si el cuervo le echase en cara a la hiena su naturaleza carroñera! ¿Y ella? Tú sabes quién es ella, ¿verdad?

Di continuó la lectura.

—«Lo que sigue será debidamente añadido a los Anales de los T’ang para que la posteridad conozca la verdad. En la biografía del monje Hsueh Huai-i, redactada por el historiador Shu Ching-tsung, será necesario añadir los siguientes detalles, breves pero de vital importancia: Fue detenido en el año por el delito de asesinato, juzgado y declarado culpable por el magistrado Di Jen-chieh, y condenado a la pena de los Cien Cuchillos, la más dolorosa y terrible que se puede infligir a un ser humano, el castigo que impone el código T’ang para el delito de asesinato múltiple».

En aquel momento, el monje emitía una risilla con la cabeza hundida, como si el peso de tanta ironía excediera lo que su cuello podía soportar.

—Sabes quién es, ¿verdad? —volvió a preguntar y miró de reojo a Di mientras sacudía la cabeza sin dejar de reírse—. Te das cuenta de con quién estás conspirando, ¿no? ¡Asesinato! —añadió con incredulidad.

—Lleváoslo —indicó el magistrado y los guardias condujeron al detenido a rastras hacia la puerta. Di se hizo a un lado cuando los hombres llegaron a su altura con el monje; éste, al pasar junto a él, le dirigió un áspero susurro que penetró en lo más hondo de su ser, y el juez comprendió que allí permanecería mucho tiempo, igual que el contacto de los dedos de la emperatriz en su antebrazo.

El monje bajó la vista hacia la manga derecha de Di y sonrió.

—Somos viejos conocidos, desde mucho antes de lo que tú crees. Dime, magistrado, ¿todavía conservas las marcas de mis dientes en el brazo?

Al principio, Di no sabía a qué se refería el monje, pero instantes después el rostro sonriente de Hsueh Huai-i se contrajo en una expresión de sorpresa y terror; los dos hombres se miraron fijamente, y de pronto el tiempo retrocedió y Di se encontró contemplando el rostro de un muchacho de catorce años, un chiquillo de intenciones asesinas que, contra la pared, con los ojos desorbitados y el cabello encrespado, se debatía por desasirse; un chiquillo que se disponía a desaparecer saltando por el balcón después de haber estado a punto de poner fin a la ilustre carrera del gran Di Jen-chieh cuando ésta apenas había comenzado.

A continuación, el monje relajó la mueca hasta recuperar la sonrisa y los guardias se lo llevaron por entre la multitud, que se abrió a su paso.

El día previo al juicio amaneció plomizo y opresivo. Excelente, pensó Di mientras se dirigía a las oficinas de la Censura. Ojalá se mantuviera aquel tiempo. Ojalá al día siguiente el cielo estuviera cubierto y cargado y aplastara bajo él a los pobres mortales como la tapa de una cazuela de hierro y los despojara de esperanza, de ánimo, de cualquier recuerdo de los cielos azules y luminosos, de toda alegría…

Como había amanecido el cielo la mañana de la ejecución del jardinero, hacía tantos años.

Tenías mucha razón, lama Hsueh, se dijo el magistrado. Somos amigos desde mucho antes de lo que yo creía; desde antes, incluso, de lo que tú mismo crees. Aunque no nos habíamos encontrado cara a cara hasta esa tarde en mi despacho, yo llevaba buscándote desde el momento en que el espíritu ultrajado y herido del jardinero abandonó su cuerpo roto. Y por fin, después de tantos años, el gran Di Jen-chieh logra llevar a ese hombre ante la justicia. No importa que haya transcurrido casi un cuarto de siglo y que, mientras estabas en libertad, se hayan derramado, enjugado y vuelto a verter cantidades inconmensurables de sangre: el gran magistrado ha conseguido, finalmente, hacerte morder el polvo.

Naturalmente, tendremos que acudir al historiador Shu para que lleve a cabo uno de sus expertos trabajos de retoque; de nada serviría a la posteridad poder hurgar en el tejido, raído y deshilachado de la vida y obra de maese Di, investigar los rincones en sombras y asomarse a los agujeros. No; tal cosa resultaría poco apropiada e indecorosa. Ponte manos a la obra, maese Shu, se dijo; vísteme con las sedas resplandecientes y los atavíos magníficos de la virtud, la habilidad y la competencia. Vísteme para mi viaje al futuro. Hazme presentable.

Di había pasado la noche dándole vueltas al recuerdo de su época de socio de Hsueh en Luoyang; había evocado con minucioso detalle las conversaciones que mantenían, las tabernas que frecuentaban, los parajes de Luoyang que recorrían, incluso el tiempo que hacía un día determinado en que los dos salieron a caminar y charlar. Ya en aquella época, en cada instante de su relación, la información había estado allí, en el fondo de los ojos de Hsueh, pero Di no supo verla, olería o percibirla de ninguna manera. Allí había estado la información de que en cierta ocasión había estado a punto de matar a Di Jen-chieh y de que él era el asesino del ministro de Transportes de Yangchou, el que se plantó sobre el cadáver y dio cuenta del resto de la merienda del pobre hombre, cuyas migajas dejó caer descuidadamente sobre el cuerpo inerte. Que era él quien había dejado que un inocente fuera ajusticiado en su lugar.

Así pues, a mi manera lenta y torpe, he terminado por dar contigo, se dijo. No importa que te escabulleras de entre mis dedos más de una vez, ni que prácticamente conspirara contigo y te ayudara a convertirte en el personaje influyente que acabaste por ser. Debes saber una cosa, maese Hsueh, pensó Di mientras iniciaba el ascenso de la larga escalinata que conducía a los despachos de la Censura, mañana, cuando empiece el juicio, el mundo creerá que es por los crímenes de Ch’ang-an y, por supuesto, así será en parte. Pero tú y yo sabemos la verdad: que estarás saldando una deuda encubierta muy antigua con el fantasma de un jardinero muerto.

Aquella mañana, las oficinas de la Censura eran un hormiguero de actividad. Los exhaustivos preparativos para el juicio estaban casi ultimados. Los informes y las pruebas habían quedado organizados y redactados, los extractos pertinentes del código legal T’ang habían sido localizados y copiados por los escribientes de la Censura y los magistrados y funcionarios devueltos a sus cargos por Di se hallaban conferenciando. Por todas partes reinaba una sensación de libertad; los hombres miraban a su alrededor y comprendían que, por fin, podían hablar sin temor, que el largo periodo de terror había quedado atrás y que no debían temer represalias por el delito de decir abiertamente lo que pensaban. Hombres que no se habían hablado durante años, o que no se habían visto siquiera en aquel largo periodo, charlaban entre ellos con la misma ansia con la que un hambriento al borde de la inanición se lanza sobre un plato de comida. A pesar del cielo plomizo que presidía la jornada, la sensación reinante era la de que el sol asomaba por fin entre las nubes después de una larga temporada de frío.

A su paso, los funcionarios le dedicaron sonrisas y respetuosas reverencias. Di respondió con un gesto tímido de la mano y rehuyó el contacto directo, rogando que se abstuvieran de aplausos y adulaciones. No creía poder tolerarlos, ni merecerlos, se dijo, y se recluyó rápidamente en el despacho principal antes de que el asunto se saliera de madre.

Cerró la puerta tras él y saludó con la cabeza a su ayudante.

—Buenos días, magistrado. —El asistente levantó la vista unos instantes y enseguida se concentró de nuevo en el documento que estaba redactando. Di agradecía aquel trato franco y sincero. El hombre lo consideraba un colega, alguien que merecía un respeto normal, y no lo avergonzaba con alabanzas serviles y con lisonjas aduladoras. El magistrado se sirvió un tazón de té y tomó asiento. Cuando el ayudante terminó lo que estaba haciendo, le dijo:

—Ya está todo bastante bien organizado, magistrado. Creo que mañana estaremos a punto. Me he ocupado de los detalles y preparativos especiales que usted solicitó. Se están llevando a cabo en este momento.

—Bien —murmuró Di, preocupado todavía.

—También han llegado los prisioneros que ordenó trasladar desde Ch’ang-an. Están a su disposición, señor.

—¡Ah, sí! Los emisarios. Los criminales contratados. Los mensajeros de la muerte. Me gustaría interrogarlos. ¿Disponemos de algún amanuense?

—Sí, señor.

Di se puso en pie. Quería ocuparse de aquel asunto cuanto antes para poder concentrarse en los demás preparativos. Iba a asegurarse de que aquél no fuera un juicio corriente. Ni siquiera el historiador Shu, con su rica imaginación, habría podido inventar algo que superara lo que se preparaba. Aquel juicio iba a ser la contribución de Di a la «Historia».

Los prisioneros estaban encerrados en un despacho del piso superior.

Di, su ayudante y el amanuense subieron la escalera comentando algunas de las sorpresas que le tenían reservadas al lama Hsueh al día siguiente. La propia emperatriz había colaborado mucho en la idea y al magistrado le había resultado muy instructivo observar cómo los ojos de la soberana aumentaban de tamaño y adquirían un tono negro más intenso pensando en la represalia contra su ex amante. Di casi sentía lástima por Hsueh.

Llegaron a la puerta del despacho.

—Ahí los tiene, magistrado —anunció el ayudante, y se hizo a un lado. Di entró en la habitación. Los dos prisioneros ocupaban sendas sillas, con la cabeza hundida y los pies sujetos con grilletes. Al abrirse la puerta, alzaron sus rostros fatigados y demacrados.

Di se quedó paralizado, con la mano en la puerta, y pensó que sin duda aquél era el juego de manos supremo de Hsueh Huai-i. Aquello dejaba en ridículo los Budas levitantes, los ángeles voladores, las nubes de palomas mágicas y los templos embadurnados de sangre. Los arhats, la salmodia del Olvido, la voz de Búho Atronador, las narraciones Jataka y la efigie gigante del Iluminado ardiendo con unas llamas que rozaban los cielos no eran nada comparado con lo que tenía ante sus ojos.

Contempló el rostro de sus hijos un instante más; después, dio media vuelta y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras él. Su ayudante dijo algo, pero el magistrado no alcanzó a comprender sus palabras. Ni siquiera recordaba en qué extremo del pasillo estaba la escalera. Por fin, advirtió la expresión inquisitiva de sus dos acompañantes, que se miraban sin decir palabra.

—No habrá interrogatorio —fue lo único que alcanzó a musitar antes de darles la espalda y alejarse a toda prisa en dirección a la escalera.