Año 675, noviembre
Ch’ang-an
La familia, con la excepción de la vieja abuela, no ofreció la menor resistencia a Di y a sus hombres. Cuando el afamado magistrado Di Jen-chieh se presentó a su puerta con la noticia de que era, casi con toda certeza, la casa de Ch’ang-an escogida para el siguiente exterminio, los residentes se apresuraron a recoger unas cuantas pertenencias en unos capachos y, al amparo de las primeras sombras de la noche, se fueron a casa de un pariente en las montañas, llevándose con ellos a la reacia abuela y a los criados, jardineros y guardas.
Di, con unos gruesos rellenos bajo las ropas para darle un parecido con el corpulento cabeza de familia ausente, ocupaba la silla del hombre en la mesa y se llevaba unas cucharadas de sopa a los labios. A su izquierda estaba un hombre que sólo podía representar a su anciano padre y, junto a éste, el hermano del viejo dejaba que un criado le sirviera de la fuente. Sentados a la mesa más allá, el hijo de la casa y su esposa picoteaban en sus platos; frente a ellos se encontraban la madre y la abuela, vieja y encorvada. Esta última exhibía un apetito voraz, muy impropio de una anciana.
El magistrado lanzó una mirada de advertencia a su alguacil jorobado.
—Madre —murmuró discretamente—, tu exceso de apetito es muy indecoroso. No te había visto nunca mostrar tan malos modales en la mesa.
La anciana le dedicó una débil sonrisa y, la siguiente vez que hundió los palillos, tomó una porción más apropiada. Di paseó la mirada por los demás con el propósito de tranquilizarlos después de aquel intento de aliviar la tensión de la jornada; el alguacil parecía el único entusiasmado con la cena. El «criado» dio la vuelta en torno a la mesa ofreciendo la fuente.
—Vamos —animó Di a los demás—. No le hagáis ascos a la comida. Os ayudará a calmaros.
—Yo tomaría algo —dijo su «padre», a su izquierda— si la comida no estuviera chamuscada y grasienta.
Di la probó con expresión crítica.
—La encuentro un poco sosa, pero comestible —declaró por último—. Estoy seguro de que nuestro teniente y sus ayudantes hacen todo lo que pueden en la cocina. No los critiquemos demasiado o se desanimarán.
—Y no queremos que se desanimen —intervino el jorobado—. Porque si ellos se desaniman, quizá nosotros también lo hagamos —añadió y bajó la cabeza para seguir comiendo. Entre los hombres sentados a la mesa hubo algunas débiles sonrisas.
En otras dependencias de la casa y en los terrenos de la propiedad, más hombres de Di, fuertemente armados y disfrazados de criados, jardineros e incluso de doncellas, iban y venían con estudiada indiferencia y pasaban de vez en cuando ante una ventana iluminada o una puerta abierta, fingiendo llevar a cabo las tareas habituales de mantenimiento de una gran mansión. A la puerta de la casa y distribuidos aquí y allá, otros hombres de Di aparentaban ser guardianes que patrullaban la finca, una precaución que habían adoptado prácticamente todas las familias ricas en aquel barrio de Ch’ang-an. Además, el magistrado tenía otro contingente de hombres oculto en los aposentos de los criados, en el cobertizo del jardinero y en las cocinas. Los presentes en el comedor continuaron comiendo; sus siluetas —manos y cabezas gesticulantes al calor de la conversación— eran visibles a través de las cortinas de seda que cubrían las ventanas.
Después de cenar. Di se retiró al estudio del dueño de la casa. El magistrado y sus hombres se habían sorprendido al notar que, conforme avanzaba la noche y los papeles que interpretaban parecían adueñarse de ellos y caían en la cuenta de que pronto iban a distribuirse por las diversas estancias de la casa, todos empezaban a tratarse con una extraña formalidad. Cuando el jorobado disfrazado de abuela se retiraba después de despedirse, Di se descubrió siguiendo con mirada solícita a la diminuta figura encorvada que se alejaba por el pasillo, como si bajo aquellas ropas recamadas hubiera realmente una frágil anciana y no aquel hombrecillo endurecido, aquella especie de comadreja de vista y oído tan agudo como los del animal, perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.
Una vez en el estudio, separado del resto de la casa por un largo corredor, Di dejó la puerta entornada como medida de precaución. Se detuvo en la semioscuridad unos instantes a escuchar y a respirar los interesantes olores del mundo privado de otro hombre. Los que identificó eran similares a los de su propio estudio, pero las proporciones variaban: sándalo, aceite de candil, mobiliario viejo, papel y una pizca —no desagradable— de moho y humedad. Permaneció allí, quieto, un instante más. No había nadie más en la sala, de eso estaba seguro; no notó ninguna otra presencia que desplazara el aire a su alrededor. De haber estado en su casa, habría sabido moverse en la oscuridad; su escritorio estaría por allí, pensó, situándolo en la oscuridad, y su diván, allá, con una ventana detrás.
Buscó a tientas y pronto encontró una lámpara y un yesquero. La visión mental de su estudio fue borrada de inmediato por luz. Al primer golpe de vista, se dio cuenta de que aquel hombre, un aristócrata terrateniente, era mucho más ordenado que él. La mesa estaba limpia, sin la confusión de papeles y pinceles que solía encontrarse en la suya. En los estantes había diversos volúmenes, pero producían la impresión de ser poco utilizados, como si el hombre los hubiera heredado de un pariente difunto y los hubiera conservado por sentimentalismo, pero sin cogerlos nunca para echarles una ojeada.
Di apreció que las alfombras eran poco comunes y de una calidad extraordinaria, como los cuadros de las paredes. Acercó la lámpara y observó estas obras con más atención. Reconoció la marca de agua del gran pintor Ku K’ai-chih y quedó muy impresionado. Aquel hombre tenía un gusto excelente. Se acercó a los estantes para observar los objetos que contenían y sonrió. Allí había una talla de una apsaras, pequeña pero auténtica, procedente de algún templo. Sin duda, la pieza formaba parte del contrabando que un día había fluido hacia todo el imperio a través de los canales de Yangchou. Y tampoco cabía duda de que había pasado por muchas manos en su largo camino a Ch’ang-an, hasta llegar al estudio de aquel hombre opulento, en cuyo estante reposaba como una curiosidad. Probablemente, aquella misma pieza había estado en las manos del viejo ministro de Transportes asesinado hacía tantos años, cuya muerte había ocupado tanto tiempo, tantas energías y reflexiones del joven juez Di Jen-chieh.
Cogió la figurilla con cuidado y contempló el rostro delicadamente tallado. Pasó las yemas por las pronunciadas curvas de sus pechos y caderas e intentó evocar el hechizo que se había adueñado de él tanto tiempo atrás. Recordó cómo la madera se había convertido prácticamente en una piel morena y suave cuando la tocó, y trató de rememorar el olor exótico del material de embalaje de las cajas. Recordó cómo habían parecido cobrar vida también los adornos tallados de las apsaras y cómo sus aguzadísimos sentidos casi habían percibido destellos de rubíes y de esmeraldas. Y recordó también el calor inquietante que había invadido su cuerpo.
Estudió la figurilla. Era exquisita, pero sólo era madera. La energía y el espíritu del artista estaban presentes en ella, pero en reposo, encerrados en la madera pulimentada y suave, esperando liberados, suponía Di, por el calor de la mano de un hombre mucho más joven.
Era mejor así, pensó mientras devolvía la pequeña escultura a su lugar en el estante. Recordó también que aquel momento de encantamiento, aquel breve descuido, había estado a punto de costarle la vida. ¿Qué se habría hecho del malévolo chiquillo que lo había asaltado con intenciones tan letales? ¿Seguiría vivo todavía? Mientras se hacía estas preguntas. Di cogió otras pequeñas piezas. No había olvidado nunca la sensación que le habían producido los huesos del muchacho, duros y peligrosos, grabada en su memoria para siempre a pesar del breve contacto. Recordó lo que había sentido al notar entre sus manos aquellos huesos menudos, tan parecidos a los de sus propios hijos, y cómo, debido a ello, se había abstenido de emplear todas sus fuerzas para defenderse. Naturalmente, aquél había sido su error. Y ahora, mientras inspeccionaba el estudio de aquel hombre, al magistrado le pareció que podía recordar con más claridad aquellos huesos que los contornos de sus esposas.
Volvió la cabeza y estudió la estancia. Las circunstancias eran espantosamente parecidas a las de aquel día y Di se había prometido no cometer el mismo error dos veces. Sin embargo, el estudio estaba en completa calma y el magistrado estaba solo. Tomó asiento en la butaca del aristócrata y permitió que su mente elaborara otra fantasía. Esta vez se trataba sólo de un entretenimiento para pasar el rato y no era en absoluto lo bastante intensa o absorbente como para calificarla de hechizo.
Vestido con sus ropas, sentado en su butaca y contemplando sus pertenencias, Di se sentía como si estuviera transformándose realmente en el dueño de la casa. Incluso imaginó que compartía sus anticuados valores, su sentido del deber y del honor y todo lo demás. Sin embargo, otra sensación le hizo levantarse bruscamente para deambular de nuevo por la estancia. Había sido una sensación muy definida, pero muy fugaz, de que algo se acercaba, de que algo avanzaba hacia él. Recordó la rapidez con la que el hombre y su familia habían evacuado la casa; era como si Di captara la atmósfera de premoniciones que llevaba algún tiempo flotando en la casa. De repente, no quería estar solo un instante más aquella noche. Deseaba la compañía de alguien. Encendió un pequeño cabo antes de apagar la lámpara y abandonó el estudio.
Mientras recorría la casa, Di murmuró saludos y pequeñas bromas a los hombres que sabía que estaban apostados aquí y allá; lo hacía para animarlos pero, sobre todo, porque quería que supieran quién se acercaba.
Encontró al pequeño alguacil/abuela sentado en la oscuridad de los aposentos de la anciana junto a otro de los hombres. Las lámparas estaban apagadas para que, si alguien los espiaba desde el exterior, no pudiera advertir nada fuera de lo normal. El jorobado lo había oído acercarse y lo esperaba en la puerta de la estancia.
—Acompáñame —indicó Di.
Avanzaron por el pasillo, guiados por el parpadeo mortecino de la vela del magistrado. Los dos guardaron silencio unos instantes.
—Ha sido muy perturbador —dijo luego el alguacil—. Estaba sentado en la alcoba de la abuela y pensaba en cómo sería haber vivido ochenta y siete años. Me sentía ligero y frágil. Me he formado una idea de qué era necesitar sólo dos o tres horas de sueño y comer como un pajarillo. Y he sabido lo que era pasar la noche despierto mientras el resto de la casa dormía profundamente. Ahora comprendo por qué los viejos duermen poco; para ellos es una pérdida de tiempo, pues ya dormirán largamente en la tumba que tan cerca tienen. Y no sentía… no sentía ningún temor a la muerte.
En efecto, la anciana había expresado su deseo de quedarse en sus aposentos, y así lo habría hecho de no haber insistido su hijo en que acompañara al resto de la familia. «Que me maten en la cama, no me importa», había refunfuñado la mujer. Qué distinta de la madre de Di, con su tenaz agarrarse a la vida, su imaginación desbordante y su actitud recelosa.
—Te entiendo muy bien, alguacil —respondió Di—. Vestir las ropas de este hombre también ha sido casi como penetrar en su espíritu. Pero él, a diferencia de su madre, no está en absoluto dispuesto a morir.
Mientras deambulaba por la casa oscura y silenciosa. Di se preguntó qué estarían experimentando los demás, los hombres que interpretaban el papel del anciano padre y de su hermano, los del joven marido y su mujer, el que hacía de esposa del señor de la casa… Di tenía una sensación extraña, casi de estar haciendo algo impropio, como si estuviera entrometiéndose en la vida de otras personas, husmeando en sus armarios y cajones, revolviendo sus efectos personales. Y en efecto, mientras se hallaba en el estudio del dueño de la casa, había tenido que reprimir el impulso de echar un vistazo a sus papeles.
Di y el jorobado recorrieron la casa entera y aprovecharon para familiarizarse mejor con la distribución de las estancias. En su avance, murmuraron consignas y avisos a los hombres que aguardaban en la oscuridad. Horas antes. Di había hecho lo posible para informarles de lo que podían esperar y había observado sus expresiones cuando les explicó con más detalle su teoría; las miradas le decían que de haberse tratado de cualquier otro que no fuera el magistrado Di Jen-chieh, habrían rechazado sus palabras como las de un chiflado y considerado su teoría como un cuento perverso. Di también sabía que, con la oscuridad y con aquel raro hechizo que todo lo invadía, casi no se corría el riesgo de que alguien se quedara dormido aquella noche. En todos los rincones de la finca, los ojos y los oídos estaban alertas. Se habían convertido en la presa.
Tras su recorrido por la casa y su entorno, Di y el alguacil se retiraron al salón, alumbrado por una vela. Pasaron las horas siguientes charlando. Di escuchó fascinado al jorobado cuando éste relató algunos pasajes de su vida, de su infancia miserable en los barrios del oeste de la gran ciudad.
—Yo fui un niño sano y normal, con una espalda recta y firme —le contó el alguacil—, hasta los ocho años, cuando se me empezó a encorvar el espinazo como si fuera el caparazón de una tortuga. La joroba también me provocó una cojera —al decirlo, señaló su pierna derecha, más corta que la otra— y pareció consumir toda la vitalidad que quedaba en mi cuerpo pues, a partir de los doce años, más o menos, dejé prácticamente de crecer, como puede usted ver. Pasé la infancia robando y viviendo de mi ingenio. Cuando la joroba dejó de crecer, cuando hubo terminado de torcerse y los huesos se fusionaron, me resultó más fácil ganarme la vida pues podía, sencillamente, mendigar por las calles.
»Un día, cuando tenía unos once años, un caballero me invitó a acudir a su casa y lo hice, por curiosidad y porque mis padres me habían abandonado. Me quedé allí tres años, durante los cuales estuve bien alimentado y vestido; lo único que tenía que hacer a cambio era actuar como pequeño bufón ante los invitados del hombre, que era muy rico. En ocasiones, él y su esposa me hacían quitar la blusa para que los invitados pudieran examinar mi joroba y tocarla si querían. Sin embargo, aunque mi cuerpo era pequeño, por dentro ya me estaba haciendo un hombre y no tardé en cansarme del caballero y de su esposa; una noche, sencillamente, me marché de allí. Tras mi regreso a las calles, en una ocasión recibí una recompensa de un alguacil por proporcionarle una clave que lo ayudó a resolver una muerte en el barrio. En ese momento comprendí cuál era mi vocación. Me convertí en aprendiz de aquel alguacil, descubrí que tenía mucho talento para deslizarme entre la gente, penetrar en pequeños escondrijos y oír conversaciones. Y a eso me he dedicado hasta la fecha, en que tengo el privilegio de trabajar con el gran magistrado Di Jen-chieh. Incluso encontré una mujer a la que no repugnaba mi joroba y hoy tengo un hijo que me saca dos cabezas.
—Yo también tengo hijos —apuntó Di—, aunque hace muchos años que no los veo.
—Deben de ser unos jóvenes magníficos —dijo el jorobado.
—Así lo espero.
A continuación, fue Di quien habló al alguacil de su vida en Yangchou.
—Hay momentos de la vida que uno no olvida nunca, que puede recordar con absoluto y vivido detalle por muchos años que pasen. En este preciso instante, recuerdo perfectamente el sabor del agua del canal que tragué cierta noche oscura. No importa que el falso abad me tuviera sujeto por el cuello y me empujara con todo su peso para mantenerme sumergido. Lo que recuerdo es el sabor de aquella agua oscura, pestilente y repulsiva. Me da la impresión de que, desde entonces, me ha quedado una amenaza de náusea permanente; por ejemplo, creo que desde ese episodio no he vuelto a disfrutar de la comida como debiera, ni he tomado un sorbo de vino sin notar en él el regusto del agua del canal.
Hablaron durante muchas horas. En un momento dado. Di se levantó para desentumecerse. Aunque todavía no se apreciaba luz, la oscuridad cerrada de la noche parecía haber disminuido un poco, y comprendió que no iba a presentarse nadie, que aquella noche no iba a suceder nada.
A menos que se hubieran equivocado de casa.
El alguacil comentó que en cierta ocasión había tenido que pasar un día y una noche en una canasta para sorprender a unos criminales especialmente feroces, pero Di apenas le prestó atención. Sólo pensaba en la terrible posibilidad de que el amanecer pusiera al descubierto una matanza en otra casa del barrio. ¿Habría muerto otra familia mientras Di y sus hombres, cerca de allí pero ignorantes de lo que sucedía, permanecían toda la noche despiertos sin despojarse de sus ropas prestadas?
El magistrado se disculpó y se alejó por el pasillo. En aquel instante ya se advertía un manifiesto tono gris a través de las ventanas altas. Se le había ocurrido otra posibilidad; era absurda, disparatada… pero tenía que comprobarla.
Entró en una de las estancias en las que aguardaban ocultos los hombres. Con un susurro, pronunció algunos nombres.
Para alivio de Di, la respuesta llegó al instante. Lo mismo sucedió en las demás habitaciones que visitó. Lo había asaltado la idea descabellada de que tal vez, mientras el jorobado y él conversaban tranquilamente, los asesinos hubieran penetrado en la casa y dado muerte en silencio a todos sus hombres. Naturalmente, no podían haber hecho tal cosa, sus hombres no eran viejas abuelas y aristócratas obesos. No obstante, aquello le había parecido lo bastante probable como para hacerle ir de habitación en habitación. Los asesinos actuaban con sigilo que casi parecía sobrenatural. ¿Acaso no habían llevado a cabo su trabajo en las otras casas sin que se enterasen los criados?
Encontró sus papeles donde los había ocultado cuidadosamente la noche anterior y los llevó al estudio del dueño de la casa para efectuar un repaso minucioso. Tenía que convencerse de que sus cálculos habían sido correctos.
Una hora después —tiempo durante el cual la estancia fue llenándose de una luz descolorida—, Di había revisado exhaustivamente sus notas, el mapa censal de la ciudad, los sutras y todo lo demás sin encontrar nada que permitiera pensar que la casa señalada fuera otra. Y el momento no podía estar lejos. Pero el tiempo era el factor más indefinido. Sería mejor que hicieran uso de sus reservas de paciencia y siguieran esperando.
Por supuesto, la noticia de la fuga de Di había corrido por toda la ciudad. El magistrado tomó en consideración la posibilidad de que los planes de los asesinos pudieran alterarse a causa de ello, pero decidió que no era probable por dos razones. Una tenía que ver con la naturaleza y el propósito de los asesinatos, en cuya lógica creía haber penetrado; la segunda era una simple cuestión de distancias y tiempos: era casi seguro que las órdenes para cancelar o cambiar los planes procedían de Luoyang, a trescientos li de allí, lo cual significaba una jornada entera para el mensajero más rápido que llevara la noticia, y otra más para volver a Ch’ang-an con la respuesta.
A pesar de haber revisado los cálculos, al alba envió discretamente a uno de sus hombres, disfrazado de criado que iba al mercado, con instrucciones de llegarse al despacho del magistrado dando todos los rodeos y tomando todas las precauciones que fuera preciso y preguntar si había novedades. El hombre cumplió las órdenes y regresó al cabo de una hora.
Nada, informó. No había ninguna novedad.
Di les dijo a sus hombres que deberían dormir, al menos durante unas horas. La mañana, en su opinión, era la fase del día menos propicia para un asalto. Descansarían por turnos durante la mañana y la tarde, indicó. El y otros permanecerían despiertos hasta mediodía. Los demás dormirían. Después se cambiarían los turnos. Por lo menos, estarían lo bastante despejados como para que, si veían algo, supieran que era real y no una invención de mentes agotadas.
Hacía una mañana espléndida, despejada y soleada, pero Di se sentía inmune a su magnificencia. La noche en vela le había dejado los sentidos en carne viva y estaba comprobando lo insustancial de aquel fenómeno que la gente llamaba sensación de bienestar. Era algo muy frágil, realmente. Un paliativo que nos proporcionaba la mente para afrontar los días de nuestra existencia sin volvernos locos, pensó; una noche sin dormir y la poca consistencia de esa ilusión queda de manifiesto rápida y desagradablemente. Se sentía indefenso, a merced de sus miedos y de sus pesadumbres. Surgían como una jauría de perros hambrientos que hubieran encontrado la puerta abierta.
Pero aquél, desde luego, no era el momento. Se detuvo ante la puerta de doble hoja que conducía al estudio del dueño de la casa. La mañana era fresca, pero considerablemente más suave que la del día anterior. Ante él se extendía el jardín, sereno y hermoso aunque agostado debido a los recientes fríos. Sin duda, en mañanas como aquélla era probable que el hombre diera un paseo por su jardín, de modo que Di salió.
El sol le caldeó los hombros y la espalda. La combinación de la fatiga con el brillo del astro le hizo sentirse ligeramente desconectado de lo que tenía alrededor. Avanzó despacio por el sendero de piedras. El sol refulgía a través de jirones de telarañas salpicados de gotitas de rocío; el suelo aún estaba húmedo en los rincones más umbríos y frescos. La tentación de meterse en uno de los pequeños cenadores y echarse a dormir allí, enroscado como un animal, era verdaderamente fuerte, pero el magistrado continuó caminando. El jardín, como la casa, era una demostración de buen gusto y de elegancia. Aquí, un airoso arco lo invitaba a tomar otro sendero; allá, un pequeño estanque de carpas y un banco de piedra se le ofrecían, tentadores.
Miró hacia el arco. Sus ojos habían captado un movimiento, sutil como un pensamiento periférico. Al principio creyó que había sido cosa de su imaginación, pero, cuando ya se disponía a apartar la mirada, lo vio otra vez. Avanzó hacia el lugar. Se trataba de un único cabello, negro y larguísimo, que se movía al impulso de la brisa y quedaba expuesto al sol intermitentemente. Di lo soltó de la irregularidad de la madera curva del arco en la que había quedado enganchado. El pelo era bastante áspero y muy largo, mucho más de lo que el magistrado había creído en un primer momento. Con un extremo sujeto en cada mano, tuvo que abrir los brazos de par en par para extenderlo en toda su longitud; luego, lo enrolló en torno a los dedos y lo estudió mientras se decía que jamás había visto un cabello tan largo.
La fatiga y el aturdimiento habían desaparecido bruscamente. Bajó la vista a las losas, y observó que estaban secas y que no se apreciaban huellas de pisadas. Volvió la mirada hacia el camino sinuoso que se extendía tras el arco; siguiéndolo, uno rodeaba todo el jardín para regresar finalmente al punto de partida. Echó a andar.
Cuando ya había recorrido la mayor parte del sendero, descubrió que se acercaba al estanque de las carpas y el banco de piedra. Bajó los escalones que se desviaban del camino principal con la intención de sentarse un momento en el banco y ordenar sus pensamientos. Aún llevaba el cabello sujeto entre los dedos.
Tomó asiento y contempló el agua, pero no permaneció allí mucho rato. Apenas a unos pasos de él, en el punto donde una pequeña corriente de agua alimentaba el estanque, el suelo húmedo mostraba una huella. El magistrado se puso en cuclillas y se inclinó sobre ella con interés. El tamaño y la curvatura le resultaron desagradablemente familiares: era una solitaria huella de pezuña de caballo. Y era reciente. Contempló el cabello que tenía en los dedos. No; jamás había visto un pelo tan largo.
Salvo los de la cola de un caballo.
Pero éstos eran más ásperos. ¿O no? De nuevo, frotó el pelo entre los dedos.
La desagradable sensación de que su nuca estaba expuesta impulsó a Di la levantarse e inspeccionar el luminoso jardín que se extendía en torno a él. El plácido escenario había sufrido una transformación: lo que momentos antes era un lugar apacible y acogedor se había convertido de pronto en paraje desierto y amenazador. Los deliciosos colores otoñales de las plantas que se preparaban para el invierno, la alegría de los trinos y el aroma vigorizante de la mañana parecían un espejismo que ocultaba una callejuela oscura y hedionda de un barrio de mala nota en plena noche.
Di cubrió a toda prisa el trecho que lo separaba de la casa, impulsado a cada paso por aquella sensación estremecedora de estar al descubierto, sin protección.
Sabía que aquel día no tendría un momento para echar una cabezada. Le había contado al jorobado lo que había visto en el jardín y los dos conferenciaron en voz baja en el estudio.
—Han estado aquí y han descubierto que somos impostores —afirmó Di—. Han cambiado de plan y se disponen a atacar en otra parte esta próxima noche.
—No es seguro —respondió el jorobado—. ¿Quién sabe? Quizá tienen por costumbre realizar una inspección previa. Sin duda, nos han observado por las ventanas, como habíamos supuesto que harían. Una familia, dedicada a sus asuntos.
—Pero sólo hay una única huella —insistió Di—. No hay otra, ni de humano ni de animal. Alguien estuvo aquí, a caballo. Si hubo más, tuvieron sumo cuidado de no desviarse de las losas secas del camino. ¿Por qué habían de arriesgarse a entrar en la propiedad y, luego, no llevar a cabo lo que habían venido a hacer? ¿Y cómo han podido hacerlo sin que nadie los viera o los oyese? Nuestros hombres estuvieron despiertos toda la noche y ninguno ha informado de nada. No; ha tenido que ser un solo intruso. ¿Pero por qué vendría a caballo?
El jorobado permaneció pensativo unos instantes.
—Todas nuestras preguntas —dijo a continuación— deben ser enfocadas a la luz de su teoría, magistrado. Sólo así empiezan a insinuarse las respuestas.
—Tienes mucha razón. Mucha razón. Unas respuestas perturbadoras pero, al fin y al cabo, respuestas.
Perturbadoras no era el calificativo más exacto, pensó Di. Que él recordara, era la primera vez que deseaba que una de sus teorías no se confirmara.
A primera hora de la tarde, el alguacil instó a Di a descansar un rato, una hora más o menos. Mientras tanto, él sería sus ojos y sus oídos, le aseguró el hombrecillo. No estaba nada cansado y montaría guardia sentado en la silla de la antecámara. Entre sus muchos talentos, dijo, estaba la capacidad para pasar días sin dormir. Era la única ventaja de quedarse pequeño y atrofiado, añadió en son de broma.
Di aceptó el ofrecimiento. Se tumbó en el diván del estudio, cerró con fuerza los párpados palpitantes e hizo varias inspiraciones profundas. Sí; le gustara o no, parecía que su teoría iba confirmándose. Pero había una pieza del enigma que nunca había encajado en ninguna parte: las huellas de pezuñas. En sus investigaciones, no había descubierto nada que las relacionara con ningún otro elemento y tampoco había conseguido penetrar su sentido. Su presencia incongruente tenía un efecto profundamente perturbador y siniestro. Mucho más, se dio cuenta el magistrado, que si las huellas pertenecieran a depredadores, a animales abiertamente peligrosos como un tigre, un lobo o un chacal. De alguna manera, el más noble de todos los brutos, el caballo, servidor de la humanidad, había sido transformado.
El propio mundo había sido transformado. El mundo entero, pensó mientras se sumergía en el sueño y dejaba que su corriente lo arrastrara.
Soñó que era una enorme ave de rapiña que volaba de noche bajo una intensa lluvia. No podía ver nada, pero no importaba. Sus alas enormes batían la oscuridad con una energía inagotable. Sabía que abajo había un terreno quebrado y que ante él se alzaban las montañas, todo ello invisible pero muy real. Exultante, dueño del mundo oculto por las sombras que se extendía a sus pies, continuó volando.
Ascendió casi hasta la superficie. Como si nadara bajo la capa de hielo de un lago, buscó desesperadamente una abertura. Tenía la sensación de haber dormido demasiado y quería hallar el modo de salir del sueño. Al levantar la vista hacia la luz suave y difusa que se filtraba a través de la barrera que él no podía horadar, descubrió que dicha barrera no era una capa de hielo, sino que estaba mirando a través del suelo de la casa donde él y sus hombres esperaban. Algo deambulaba encima de él y captó un sonido grave y pulsante que parecía proceder del centro de la tierra, como si todos los muertos murmuraran en sus tumbas la misma nota. Encima de él, un ruido de pies. No; de pies, no. De pezuñas. Las pisadas no tardaron en pasar directamente sobre su cabeza y pudo apreciar las medialunas oscuras que aparecían y desaparecían conforme los cascos se alzaban y bajaban. El murmullo que lo envolvía le recordó las voces de sus colegas durante un descanso en un procedimiento judicial: diálogos en voz baja, conjeturas… No; conversaciones, no. Canturreos. Salmodias.
¡Salmodias!
Di despertó bruscamente. Las sombras alargadas de la caída del día alcanzaban el techo y las ramas susurraban contra las paredes de la casa. ¿Cuánto tiempo había dormido? Demasiado. Sacudió la cabeza en un esfuerzo por despejarse. Oyó el murmullo grave, como el zumbido profundo y ocioso de los insectos, casi en el límite del alcance del oído.
Alguien suspiró a su espalda, como si exhalara el aliento fatigadamente. Su fiel alguacil, pensó, y se volvió para hablarle. Pero no dijo nada. En la ventana había un hombre desnudo asomado al exterior. Un jorobado.
El magistrado contempló con fascinación la línea de las vértebras que zigzagueaba bajo la piel como una serpiente, y la joroba formada por las costillas, levantadas y desplazadas de su posición por la fuerza lenta, constante e inexorable de la tracción que ejercía aquella columna sinuosa. Durante un breve instante, miró al alguacil y se preguntó por qué se había sacado la ropa y estaba allí. Casi de inmediato, se dio cuenta de que no se trataba del alguacil.
El individuo se volvió y Di reconoció el rostro que había visto salir por la puerta del templo en el monasterio del Caballo Blanco: el tipo de la cara quemada, aquella máscara tensa y espantosa de tejido cicatricial. Di advirtió fugazmente que en aquella ocasión se le había pasado por alto la joroba.
Saltó del diván al tiempo que sacaba el puñal de hoja larga que llevaba bajo la ropa. Di creyó ver una mirada de desconcierto en las facciones heladas, paralizadas, del individuo. No se esperaba que un hombre sorprendido en su casa estuviera armado. Pero la sorpresa sólo duró un instante.
El hombre se lanzó contra Di con una fuerza terrible y lo atenazó con un poderoso abrazo sin darle tiempo siquiera a terminar de sacar el arma. Los dos cayeron al suelo. Di, con los brazos inmovilizados, vio la máscara de cicatrices, con su mueca permanente, cernirse sobre su rostro. Cada vez que Di soltaba el aire, el abrazo se estrechaba hasta el punto de que casi le impedía expandir el pecho para la siguiente inspiración. Y mientras le exprimían el aire de los pulmones con fuerza demoledora, era incapaz de emitir el menor sonido. Como un cerdo entre los anillos de una serpiente constrictora, pensó vagamente mientras empezaba a perder la conciencia. Los ojos oscuros inyectados en sangre se clavaron en los suyos; el magistrado percibió el aliento fétido del hombre y sus dientes largos y amarillentos, encajados en unas encías sonrosadas, que aquella sonrisa siniestra ponía al descubierto, y se dijo que aquél no era un hombre en cuyos brazos pudiera abandonarse, sino una criatura muy distinta, un demonio. No un demonio del infierno, sino uno salido de su propia mente y de su corazón, que había cobrado vida, fuerza, forma y sustancia y que se presentaba ahora para abrazar a su creador.
Su visión se redujo hasta que no quedó otra cosa en el mundo que los dos ojos secos y saltones, de un intenso tono amarillento donde deberían haber sido blancos y con una fina red de irritadas venillas rojas. En los bordes de ese campo de visión, en la negrura aterciopelada que lo envolvía, unas lucecitas blancas centelleaban como minúsculos cometas en un cielo crepuscular. A Di le zumbaban los oídos, y muy lejos, escuchó unos pasos apresurados. A continuación, notó que el cuerpo de su asaltante reaccionaba como si lo hubiesen golpeado. Con un gruñido, el demonio soltó su presa y Di rodó de costado, semiinconsciente, y tuvo la sensación de caer por una pendiente larga y pronunciada, con el mundo girando vertiginosamente hasta que, mareado y al borde del vómito, fue a detenerse contra algo duro y plano.
Al chocar contra la pared, abrió los ojos y se encontró con una escena salida del infierno: un demonio desnudo y una anciana encorvada se enfrentaban, dando vueltas en círculo y mirándose fijamente. De la joroba del demonio, cuyo cuerpo estaba bañado de sangre, sobresalía la empuñadura de un puñal. Un gemido agónico surgía de su boca. La anciana blandía una larga espada con la firmeza de un guerrero curtido; vieja y demonio, cara a cara, se movieron en una danza lenta que anunciaba la inminente lucha a muerte.
Con la rapidez del rayo, el alguacil de Di lanzó una estocada; con la misma celeridad, el demonio agarró la hoja con las manos desnudas y se sujetó a ella. Durante un brevísimo instante, se miraron y, cuando el demonio gimió con más fuerza, con la boca abierta y las manos ensangrentadas, el alguacil quedó desconcertado y tardó en reaccionar. Con una fuerza sobrehumana, el demonio tiró del arma que tenía asida y fue el subordinado de Di quien perdió el equilibrio.
En ese momento, Di encontró nuevos bríos. En un abrir y cerrar de ojos estaba de nuevo en pie y descargaba una contundente figurilla de bronce contra la cabeza del demonio con toda la fuerza de la que era capaz. El demonio cayó redondo. El alguacil recobró el equilibrio y los dos se lanzaron al unísono sobre el intruso y, antes de que pudiera recuperarse del golpe, lo ataron de pies y manos con el resistente cordón entrelazado de las cortinas de seda de la estancia; con movimientos apresurados y frenéticos hicieron muchos más nudos de los necesarios para inmovilizar a un ser humano porque no creían estar reduciendo a un simple hombre, sino a algo más.
Pero cuando hubieron terminado y se atrevieron a hacer un breve alto para recuperar el aliento, con los corazones casi saltándoles del pecho y un temblor en los brazos, contemplaron a la criatura que yacía ante ellos, inmovilizada y ensangrentada, y que sacudía la cabeza como si empezara a recuperar la conciencia. Entonces comprobaron que, después de todo, no era más que un hombre.
—Yo… lo siento, señor —murmuró el alguacil—. Parece que me quedé dormido, a pesar de todo. No sé cómo se coló sin que lo advirtiese.
Di y su ayudante se miraron. Una vez acallado el fragor de la pelea, se dieron cuenta de que en todo momento los había envuelto otro sonido, que uno podía confundir fácilmente con el del fluir de la sangre por las venas. Una vibración, un susurro. Era el zumbido grave del sueño de Di, lejano y casi inaudible, pero que parecía proceder de todas las direcciones a la vez.
—Vamos —murmuró Di. Dejaron al prisionero atado donde estaba, se acercaron a la puerta y se asomaron al largo pasillo que conducía del ala del estudio al resto de la casa.
Estaba desierto. Si había más intrusos, tal vez no hubieran oído el ruido de la lucha en el estudio. Con un ademán Di indicó al otro que lo siguiera. Volvieron al estudio con las armas preparadas, siempre con el omnipresente murmullo como fondo. Di señaló al ser inmovilizado en el suelo; el alguacil comprendió y entre los dos levantaron al prisionero sujetándolo por las axilas y los tobillos. Di notó que le flojeaban las piernas. Cuando llegaron a la puerta, apoyó los pies del demonio en el suelo y en silencio y con manos temblorosas abrió la puerta que daba al jardín. Luego cargaron nuevamente con el hombre y lo ocultaron entre unos arbustos, y se detuvieron un momento a escuchar. El murmullo se escuchaba allí también, tan penetrante e ilocalizable como dentro. Si volvían la cabeza en una dirección, parecía emanar del interior de la casa; pero si luego la movían un poco, tenían la impresión de haberse confundido y de que procedía del exterior. Por un momento. Di imaginó que venía del suelo y que ascendía vibrando a través de sus huesos. En ese instante, su extraña sensación de debilidad se hizo más intensa y notó que la determinación y la energía escapaban de él como el agua de un cuenco resquebrajado. Miró a su alguacil, cuyos párpados entornados delataban el mismo estado. Di sentía un deseo irresistible de dejarse caer allí mismo, taparse con la hojarasca y dormir. Agarró por el brazo al alguacil y ejerció la suficiente presión como para estar seguro de que le hacía daño. El alguacil abrió los ojos, se despejó y miró con sorpresa al magistrado. Este le retorció el brazo y le administró un buen pellizco que provocó una mueca en su subordinado; después, se pellizcó a sí mismo, con fuerza, en las partes blandas de la cara interna del brazo. El dolor le aclaró la cabeza y los dos hombres se miraron. Di indicó con un gesto que debían avanzar pegados a las paredes de la casa. Se desplazaron protegidos por los elegantes bancales de plantas hasta llegar a la pared del largo corredor que conducía al estudio. Estaban acercándose al gran salón central, contiguo al comedor.
Cuando llegaron a la altura del salón, Di se agachó junto a una puerta de dos hojas y se asomó con infinitas precauciones. Las celosías estaban abiertas, de modo que si acercaba el rostro a los remolinos y ondulaciones de los cristales ornamentados tenía una buena vista de la estancia bajo la luz mortecina de la tarde.
Al instante, la sorpresa le hizo dar un paso atrás con tal torpeza que pisó el pie del alguacil, y éste soltó un grito de dolor. Di trastabilló, pero el alguacil impidió que cayera. El magistrado se agarró a las ropas del hombre, recuperó el equilibrio y tiró de su compañero hacia la puerta.
—¡Dime que no estoy soñando o me he vuelto loco! —susurró.
Los dos se asomaron. Di ignoraba cuáles podían ser los pensamientos del alguacil, pero él temía estar todavía en plena pesadilla.
Un puñado de demonios desnudos, cuyas figuras aparecían aún más distorsionadas por el efecto de los cristales ondulados, ocupaban el salón, repulsivos y fuera de lugar, como si hubieran surgido por una grieta en el suelo desde el inframundo. Estaba el tipo de los arcos superciliares sobresalientes como montículos de nieve y el de la mandíbula como la proa de un barco. Y el desgraciado con las mitades del rostro desparejadas y contradictorias. Había otros que Di no conocía pero que le resultaban familiares porque había visto sus figuras en las cavernas de Longmen. Y sobre la alfombra, tumbados boca abajo y visiblemente incapacitados, de modo que los demonios pasaban por encima de ellos como si fueran pedazos de madera, estaban varios miembros de la «familia» de Di: los hombres disfrazados de abuelo, de hermano y de hijo. Muertos, pensó Di con pánico, pero enseguida vio que no: de vez en cuando, movían lánguidamente brazos y piernas y bamboleaban la cabeza de un lado a otro. Como si estuvieran dormidos. No inconscientes por haber recibido un golpe contundente en la cabeza, sino… dormidos.
Estuvo a punto de levantarse y lanzar un grito cuando otro demonio con una cara y unas orejas que recordaban las de un murciélago entró en la estancia conduciendo por el brazo a uno de sus lugartenientes más endurecidos. Consiguió contenerse y observó, incrédulo, cómo el hombre se dejaba llevar arrastrando los pies, dócil como un niño, con la barbilla apoyada en el pecho. El demonio con cabeza de murciélago lo empujó suavemente para que se arrodillara al lado de los demás y se tendiera luego junto a ellos como si se dejara caer en su propia cama.
Aquellos hombres deformes y desnudos se movían despacio, sin ninguna prisa. También movían los labios, pero no se decían nada. Di empezaba a comprender lo que sucedía y se dio cuenta de que tenía poco tiempo que perder. Con tirones bruscos, arrastró al alguacil al suelo.
—Los vigilantes, los centinelas —le susurró al tiempo que le apretaba con fuerza el brazo—. Tenemos que llegar hasta ellos y casi no tenemos tiempo. Golpéalos, pellízcalos, dales patadas… ¡Haz lo que sea preciso!
El alguacil asintió y se incorporó rápidamente para cumplir la orden. Di lo agarró por la ropa e insistió:
—Date prisa. Ocúltate donde puedas. Ten el arma preparada. Y… —Tanteó el suelo y encontró lo que necesitaba: un puñado de musgo. Lo arrancó y lo levantó hacia su subordinado—: Tapónate los oídos con esto. Y di a los demás que lo hagan también.
El alguacil se colocó el musgo en los oídos y salió como una flecha. Di tenía las piernas tan entumecidas que se tambaleó al incorporarse; se aplicó también unos tapones, guardó un puñado de musgo en el bolsillo y emprendió la marcha ordenándole a sus piernas que no desfallecieran.
Encogido y trastabillando, pegado a las paredes de la casa y a su parapeto de plantas, avanzó hasta el ala de los criados. Las ramas le rozaron el rostro cuando se acercó a la puerta de las cocinas; la encontró entornada y apoyó en ella una mano temblorosa y cauta para abrirla un poco más. Se coló en el interior, donde reinaba la calma. Con los oídos tapados, los únicos sonidos que existían para él eran su pesada respiración y los latidos del corazón.
Entró y rodeó la larga mesa de trabajo del centro de la estancia. Casi tropezó con los cuerpos de dos de sus hombres, uno de los cuales era el heroico panadero, tumbados en el suelo. Muertos, pensó hasta que se agachó y observó que respiraban apaciblemente. Tapó la nariz y la boca del más cercano, despertándolo. El hombre abrió los ojos y miró a Di con aire ausente, sin reconocerlo. Sin retirar la mano de la boca del hombre. Di buscó una buena masa de carne del brazo de éste y dio un pellizco brutal. Esta vez, los ojos del hombre se abrieron como platos mientras Di apretaba con más fuerza su boca para evitar que gritara. Un instante después, al apreciar en la mirada del panadero que ya lo reconocía, Di hizo un gesto de advertencia para que guardara silencio y retiró la mano. Luego despertó al otro hombre con el mismo procedimiento.
Después, depositó un puñado de musgo en las manos de los hombres y les hizo una demostración silenciosa de lo que quería; ellos de inmediato sellaron sus oídos, tras lo cual los tres abandonaron silenciosamente las dependencias de la cocina en dirección a los aposentos de los criados, que quedaban bastante próximos.
En todas las habitaciones encontraron a los hombres repantigados en las sillas, derrumbados en el suelo o apoyados contra las paredes como si los hubiera vencido el sueño. A base de dolorosos pellizcos o de tirones de pelo, Di y sus acompañantes fueron despertándolos uno a uno. Cuando volvían en sí, una mirada feroz les advertía que guardaran silencio, que se taparan los oídos con musgo o con un retal de tela arrancada apresuradamente de una manga y que se incorporaran al grupo.
Avanzaron cautelosamente de habitación en habitación, encerrado cada uno en su propio silencio presidido por los latidos del corazón, hasta que Di contó nueve hombres en la partida. Impaciente, sin dejar de percibir en los huesos la extraña vibración debilitadora, el magistrado se quitó el tapón de musgo de un oído y asomó la cabeza al pasillo en penumbra, pero volvió a retirarla de inmediato al oír pisadas rápidas que se acercaban. Con un gesto, Di indicó a sus hombres que se ocultaran, y todos se agacharon y se retiraron a las sombras. Di aguzó el oído. Los pasos se acercaron y pudo captar el jadeo de una respiración babeante, entremezclada con unos murmullos roncos e inarticulados que parecían guardar relación con la vibración de los huesos del magistrado. Di no podía ver la nariz y la boca que producían tales sonidos, pero le sugerían una imagen muy precisa.
El hombre deforme se detuvo ante la puerta, hizo una pausa entre murmullos y jadeos hasta que se decidió a entrar. Entonces una cuerda le rodeó el cuello e interrumpió bruscamente su canturreo ronco; fue derribado, reducido, atado y amordazado sin que se oyera un gemido, y sin forcejeos. Los hombres contemplaron con sorpresa y con fascinada repulsión a la criatura inmovilizada: era el demonio con cara de murciélago, cuya boca amordazada era poco más que una abertura babeante de dientes prominentes. El día anterior. Di había intentado avisar a sus hombres de lo que podían encontrar, pero se dio cuenta de que se había quedado corto.
El magistrado pensó en el tipo al que habían dejado entre los arbustos cerca del estudio. Sólo sería cuestión de tiempo que sus compañeros lo echaran de menos y se dedicaran a buscarlo. Y también al murciélago. Asió por el brazo al panadero y, tras una indicación, trasladaron al prisionero a un rincón en sombras de la sala y lo ocultaron tras unos muebles.
«¡Afuera!», ordenó Di al alguacil, moviendo los labios sin articular sonido. Con un ademán, el jorobado trasmitió la orden a los demás. Los hombres tuvieron que hacer un esfuerzo para apartar la vista del demonio de mirada furiosa que yacía en el suelo, impotente. El grupo volvió sobre sus pasos a través de la cocina, conducido por Di, y se escabulló por la puerta abierta. Una vez en el exterior, el magistrado se detuvo a recuperar el aliento y a quitarse el tapón de musgo del otro oído. Prestó atención. El sonido, la vibración que había empezado a percibir en su sueño y que parecía proceder de todas partes, se había hecho más débil y ya no tenía un origen tan inconcreto. Di volvió la cabeza en una dirección y otra, pero allí fuera sólo captó el silencio del jardín en esa hora crepuscular. En aquel momento, el grave murmullo sólo venía del interior de la casa.
Escuchó un crujir de hojarasca a su espalda y se volvió. Un suspiro de alivio escapó de sus labios al reconocer a su alguacil. El jorobado no venía solo; lo acompañaban los centinelas, adormilados todavía y con expresiones perplejas.
—No nos queda tiempo —susurró Di. El alguacil lo miró unos instantes sin entender qué le decía; acto seguido, se quitó el musgo de las orejas—. No hay tiempo —repitió Di. El magistrado miró a su alrededor con desesperación, se agachó, cogió una piedra de buen tamaño y la levantó, aunque no tenía idea de qué haría con ella—. ¡Al salón principal! ¡Deprisa!
Ya habían emprendido la marcha, tropezando torpemente unos con otros debido a las prisas y a la escasa luz, cuando llegó hasta ellos un nuevo sonido, procedente de otra parte del jardín. Un sonido que provocó en Di una sensación de amenaza tan intensa que el magistrado pensó que durante el resto de su vida temería escucharlo: unos cascos, unas pezuñas resonaban en el camino de baldosas que él había recorrido horas antes y se acercaban a la casa con paso majestuoso. La escasa luz y los árboles y matorrales le impidieron ver al animal, pero lo oyó llegar al final del camino y, con un retumbar de cascos sobre el suelo de madera, penetrar por la puerta de la casa y avanzar por el largo pasillo que llevaba del estudio al salón principal.
Di y sus hombres echaron a correr hasta la puerta de doble hoja por la que él y el alguacil habían espiado un rato antes. El magistrado acercó el rostro a la ventana contigua y vio por fin la imagen, distorsionada por el cristal, del autor de las huellas de pezuñas ensangrentadas. De la criatura que deambulaba encima de él en su pesadilla y que había envenenado sus pensamientos desde hacía tantas semanas. Di siguió observando, pero no estuvo muy seguro de lo que veían sus ojos.
En una parodia grotesca de un caballo danzante de feria, el animal deambuló por la estancia saltando agilmente por encima y alrededor de los cuerpos tendidos en el suelo boca abajo. Cuando pasó junto al cristal Di pudo ver fugazmente un largo rostro equino, reseco y arrugado, y una dentadura de caballo, huraña y roma. Luego uno de los hombres del suelo levantó un brazo débilmente cuando uno de los demonios desnudos se agachó junto a él con un fino alambre tenso entre las manos. Mientras tanto, el horrible caballo bailaba con desgarbado regocijo y los restantes demonios contemplaban la escena sin dejar de mover los labios, como si rezaran.
El magistrado dio un paso atrás, apuntó y arrojó la piedra que llevaba contra el grueso cristal con todas sus fuerzas. Introdujo el brazo, produciéndose un corte largo y profundo, movió el pestillo desde dentro y, al cabo de un instante, él y sus hombres irrumpieron en la estancia. Los rezos de los demonios, que habían cesado bruscamente con la rotura del cristal, se reanudaron en una algarabía de rabia y sorpresa.
Los demonios eran cinco y los hombres de Di, quince; de pronto, el número de demonios aumentó cuando el caballo se dividió en dos hombres que llevaban las patas secas de un caballo atadas a sus propios pies, se cubrían con el pellejo de ese animal, adornado con una larga cola negra muy frondosa, y portaban una cabeza de caballo momificada con las cuencas de los ojos vacías y la dentadura a la vista. Uno de los demonios arrojó la espantosa cabeza contra los recién llegados y dio de lleno en el estómago de Di, que cayó y apartó de sí aquella máscara horrible con repulsión, al tiempo que alguien pasaba por encima de él, prácticamente volando, y atacaba a la criatura infernal; Di mientras intentaba recobrarse, vio que se trataba del alguacil.
Demonio y alguacil rodaron por el suelo. El primero intentaba atrapar al jorobado con ese abrazo mortal de serpiente constrictora que casi había acabado con Di un rato antes, en el estudio, pero uno de los hombres del magistrado descargó un golpe en la parte posterior del cráneo de la criatura, que apenas detuvo a ésta pero permitió que otros hombres lo redujeran. Todos aquellos demonios desnudos se resistieron como si no les importara morir. Aullaban y gemían, clavaban las uñas, lanzaban patadas y daban mordiscos —por lo visto no iban armados—, pero los hombres de Di eran superiores en número y tenían redes y cuerdas, espadas y corazas. Tras unos minutos breves y terribles, todos los demonios quedaron apresados; algunos, prendidos en las redes, se debatían y agitaban brazos y piernas golpeando a los demás.
Di observó que sólo tenían un arma, un largo cuchillo que estaba en el suelo junto a un saco ensangrentado. El magistrado se arrastró hasta allí, inspeccionó el saco. Contenía varias extremidades de animales. Enseguida supo qué se habían propuesto hacer con aquellos restos de animales, y también con el cuchillo. Cerró el saco y se dejó caer de nuevo sobre la alfombra, desfallecido.
Casi incapaz de articular palabra, se volvió a su alguacil.
—¿No hay más… demonios de ésos? —preguntó entre jadeos—. Debería haber… dieciséis.
Estaba tan debilitado que no podía seguir hablando. El alguacil negó con la cabeza, pues también estaba exhausto.
—Siete aquí… —informó a Di—. Uno en la casa… uno fuera… y… siete en el jardín. Los tenemos a todos. —Bajó la cabeza y respiró profundamente, tras lo cual añadió—: Había siete fuera, en el jardín, rodeando la casa. Canturreando.
—Canturreando —repitió Di.
—Es muy curioso, magistrado. Esos de fuera… tampoco iban vestidos. ¡Con este frío y no llevaban nada encima…! —exclamó perplejo el alguacil—. Y no estaban armados.
—En efecto. No llevaban armas. No creían que fuesen a necesitarlas. Sólo ésa.
Di señaló el cuchillo que estaba en el suelo.
Año 675, diciembre
ANOTACIÓN DEL DIARIO
No será la primera vez que actúe por una apuesta, pero mañana, cuando emprenda viaje, estaré haciendo la más arriesgada de toda mi vida. ¿Habrá alguien que, después de leer lo que aquí escribo, no me crea completamente chiflado cuando añada que me dirijo a Luoyang para conseguir una audiencia personal con la emperatriz, que estoy seguro de tener una acogida favorable y calurosa y que proyecto plantearle a la emperatriz una proposición muy especial?
No, no es probable que nadie me crea en mis cabales, de modo que seguiré adelante y explicaré algo más del asunto para que los narradores tengan suficientes detalles que añadir cuando cuenten la triste historia de mi locura.
Finalmente, fue una carta de Wu-chi lo que me llevó a la decisión de volver a la Ciudad de la Transformación. Una carta… y un pelo negro, muy largo.
Durante los días siguientes a la detención de los dieciséis monjes arhats de la Nube Blanca, cuando la agradecida ciudadanía de Ch’ang-an derramaba sobre mi cabeza honores y reconocimientos y ya parecía que por fin había encajado las piezas del rompecabezas, llegué a la conclusión de que mis problemas no habían hecho sino empezar. Porque ahora tenía la confirmación de lo que venía sospechando desde que había contemplado las figuras talladas en la piedra de las cavernas de Longmen: que mi viejo amigo, Hsueh Huai-i, había llegado muy lejos. Lejísimos; tanto, que ahora estaba por encima de la ley y fuera de su alcance. Tras la revelación de las cavernas, en los días en que estuve realizando mis indagaciones y mis terribles teorías fueron cobrando forma en mi pobre mente obsesionada, apenas tuve tiempo de pensar en cómo haría para conducirlo ante la justicia. ¿Qué me hacía pensar que podría llevar a Hsueh Huai-i a los tribunales una vez que hubiera determinado que tras los terribles asesinatos de Ch’ang-an se ocultaba su mano? ¿Y qué me impulsaba a creer que él no me haría perseguir y matar sin tardanza? Hoy no existe en Ch’ang-an un solo alguacil dispuesto a detenerme ni un solo magistrado dispuesto a encerrarme en la cárcel, pero, técnicamente hablando, todavía soy un prófugo buscado por la justicia. Seguro que Hsueh no dudaría en utilizar esto contra mí sin el menor reparo; y si la maniobra no le diera resultado, seguro que ordenaría que me degollaran en cualquier esquina y que arrojaran mi cuerpo al canal.
Por eso no he revelado todavía al mundo lo que sé de Hsueh Huai-i. He dejado que se extienda la opinión de que los dieciséis monjes actuaban por su cuenta y no he permitido que se filtrara ningún detalle. Estos son sólo para los oídos de la emperatriz. Ella lo sabrá todo de mis labios: cómo los arhats cometieron sus asesinatos prácticamente a plena luz del día, por qué lo hicieron, quién les enseñó las habilidades necesarias para conseguirlo y que laboriosas deducciones me condujeron hasta ellos.
Llegados a este punto, seguro que a quien lea estas palabras no le quedará la menor duda de que me he vuelto completamente loco. Tal vez sea así, pero que quede constancia de que soy víctima de mi propia lógica.
En los días siguientes a la detención de los monjes, recibí una carta del viejo Wu-chi en la que, como siempre, me contaba muchas cosas interesantes. Pero uno de los detalles que mencionaba —y estoy seguro de que lo hacía sólo para ofrecerme una especie de desahogo humorístico en medio de mis abrumadoras preocupaciones— era que Hsueh Huai-i, en otro de sus visibles esfuerzos por ganarse un lugar en los anales de la historia, se había embarcado en un empeño muy curioso. Una estratagema para llamar la atención, destinada a sobrevivirlo, que estaba a la altura de las bufonadas más audaces de la chabacanería pública.
Al parecer, el lama Hsueh se dedicaba a elaborar unas «reliquias» únicas que quedarían asociadas a su nombre para siempre. Estas reliquias se distribuían por todos los monasterios de la zona de Luoyang, entre ellos el del Loto Puro, para sumarse a sus tesoros, de modo que cien, doscientos o trescientos años más tarde los peregrinos las contemplaran y recordaran quién había sido Hsueh Huai-i.
Las reliquias, según Wu-chi, eran gruesas «colas de caballo» que simbolizaban y honraban a Hayagriva, el mítico caballo ayudante de Avalokitesvara y protector del dharma bajo la Sagrada Madre y Divina Soberana, la emperatriz Wu. Como es lógico, pensé de inmediato en el larguísimo pelo que había encontrado en el jardín la mañana del asalto. Había guardado aquel cabello, que me resultaba seductoramente curioso y enigmático, enrollado y envuelto en un retal de seda. Después de leer la carta, lo saqué y lo examiné. Hice algunas comparaciones y comprobé que era, definitivamente, un cabello humano, y no procedente de un animal, como había creído hasta entonces; era un poco áspero y muy largo, pero humano. Sin duda, formaba parte de alguna de aquellas «reliquias» de Hsueh; en concreto, de la que lucía el corcel diabólico de los arhats.
¿Qué otras conclusiones alcancé? La primera, que el cabello, a juzgar por su longitud, sólo podía proceder de la cabeza de una mujer; la segunda, que debía de tratarse de una mujer joven, a la vista de lozanía del pelo. Por otra parte, tras un cálculo aproximado de la cantidad de cabelleras necesarias para fabricar tantas colas de caballo, llegué a la conclusión de que el lama Hsueh Huai-i tenía que acudir a gran número de mujeres jóvenes. ¿Y bajo qué circunstancias podría un lama disponer del cabello de un gran número de mujeres jóvenes? Aunque no tenía datos en los que basarme, la respuesta era una deducción evidente: tenía que ser algo relacionado con un convento y con el corte ceremonial de los cabellos de las novicias.
Cuando investigué un poco, comprobé que había acertado de lleno. Durante los últimos meses, Hsueh se había dedicado a una nueva tarea, olvidándose de casi todo lo demás: la recuperación y el rejuvenecimiento de los conventos dedicados a Kuan-yin, durante mucho tiempo refugio de mujeres ancianas desamparadas y vestigio inútil de otra época. Bajo la tutela del gran lama Hsueh, los conventos de Kuan-yin iban a tener un renacimiento, una nueva vitalidad y un nuevo propósito. En ellos se honraría el papel de las mujeres en la grandiosa y gloriosa nueva era de la Santa Madre y Divina Soberana, se definiría la inestimable contribución de las mujeres a la propagación del nuevo orden y se serviría a la humanidad con obras piadosas.
Y tuve la certeza de que aquellos conventos también proveerían de joven carne femenina al lama.
No mucho después, una noche, me senté ante el escritorio y elaboré una fórmula, una especie de ecuación, basada en los factores conocidos: el monstruoso egoísmo de la emperatriz; su proverbial apetito insaciable; su edad actual, que es de cincuenta años; la edad de Hsueh Huai-i, que tiene treinta y seis; los años que llevan juntos, casi seis; las apetencias del monje y, por último, el concepto aberrantemente desproporcionado que éste tenía de su importancia en el universo. De todo ello saqué la conclusión de que, a menos que fuera muy mal juez de la naturaleza humana, cabían pocas dudas respecto a que entre ellos habían crecido las divergencias como las malas hierbas en un jardín descuidado. Y que éste podía ser el momento más oportuno y propicio para que me presentara ante la emperatriz con mi historia.
Por eso, mañana parto hacia Luoyang. Y como voy a abandonar el refugio de Ch’ang-an para aventurarme en un territorio donde todavía soy un hombre buscado por la justicia, lo haré disfrazado, pero no de monje esta vez. Me he inspirado en acontecimientos recientes y he decidido que, en esta ocasión, viajaré disfrazado de mujer. De mujer vieja y sencilla, que ha dejado atrás la juventud hace tiempo y que tal vez no está del todo bien de la cabeza. Una de esas personas a las que nadie presta atención, que pasan inadvertidas y viajan sin grandes tropiezos.
¿Estoy loco? Lo sabremos con seguridad dentro de muy poco.