31

Luoyang

La emperatriz, que yacía bajo el cuerpo inerte del monje Hsueh Huai-i, escuchó cómo la respiración de éste se normalizaba. Momentos antes, el hombre resollaba como si acabara de subir un tramo de escaleras a la carrera. Las cosas habían cambiado mucho desde sus primeros tiempos juntos, cuando el monje estaba enamorado de ella y gemía y jadeaba de puro éxtasis mientras su cuerpo se estremecía, cuando repetía, milagrosamente, sus erecciones y se entregaba a Wu como un juguete con el que ella podía entretenerse durante horas, si quería, y satisfacerse una y otra vez, a su gusto.

Un tramo de escaleras muy corto, pensó con desdén. O quizás un patio no muy extenso. Y a una velocidad nada impresionante, apenas suficiente como para acelerar la respiración. Los dos perros falderos de la emperatriz, tumbados en el diván al otro extremo de la alcoba, jadeaban ruidosamente. Habían observado los acontecimientos con interés, con sus lenguas largas, húmedas y rosadas colgando, enroscadas, de sus bocas abiertas. Todo el asunto apenas había durado unos minutos.

El monje había estado ausente de palacio durante varias semanas y Wu se había encontrado, para su propia sorpresa, esperando su regreso con creciente apetito. Durante la cena, Hsueh pareció algo fatigado y distraído, pero la emperatriz se cuidó de darle a conocer sus deseos y —por lo menos en una ocasión— creyó detectar un destello de respuesta en los ojos de su amante. Después, Wu se preparó con esmero, esperando su presencia con secreto placer; pero, tan pronto como puso el pie en la alcoba, Hsueh empezó a quejarse indecorosamente de los perros, Trompo y Fauces de Dragón.

No soporto verlos ahí sentados, fisgando de esa manera, dijo. No fisgan nada, respondió ella; sencillamente, están interesados en las actividades humanas. Se preparan para el momento en que se reencarnen como seres humanos, añadió en un intento de introducir una nota de ligereza en la discusión, pero él replicó fríamente que no le gustaba que lo miraran. Además, sus resoplidos lo ponían enfermo. Le hacían perder las ganas. Los perros no resoplaban, replicó ella, sólo respiraban. Era la forma del hocico; no podían evitar el ruido que hacían. Pues yo no puedo evitar que me pongan enfermo, insistió él con irritación. No tienen por qué estar en la alcoba. Olvídate de ellos, dijo Wu por último, antes de empezar a animar a su amante con la lengua.

Aquella noche, sin embargo, Hsueh no parecía estar de humor para sutilezas, y ahora la emperatriz yacía en el lecho presa de una cólera sorda ante el modo absolutamente rutinario con que la había tratado su amante. Una actitud que se había repetido demasiadas veces desde hacía un año.

Wu esperó del hombre alguna señal de reacción, de que se excitaba y continuaría la sesión, pero la respiración de Hsueh se hizo sospechosamente superficial y regular. Ella continuó esperando. Entonces, las piernas del monje experimentaron una sacudida repentina, señal inconfundible de que Hsueh estaba sumiéndose en el sueño, y Wu notó sobre ella el peso muerto de aquel cuerpo inconsciente. Con un enérgico empellón, se lo quitó de encima y Hsueh despertó sobresaltado.

—¿Qué te crees que soy, un sofá? —exclamó la emperatriz—. ¿Una pieza de mobiliario? —Uno de los perros lanzó un gañido, excitado por el tono colérico de su dueña—. ¡Silencio! —gritó ella desde el otro extremo de la alcoba.

—¿Qué te sucede? —preguntó el hombre, irritado—. Estoy muy cansado.

—¡Desde luego que lo estás! —replicó ella—. Con tanto viajar, estoy segura de que estás extenuado. —Se incorporó sobre un codo y lo miró a los ojos—. ¡Pero yo no estoy nada satisfecha!

Aunque sus rostros estaban muy cerca, Wu no distinguía claramente las facciones de Hsueh en la luz mortecina. Esperaba una respuesta, pero lo único que escuchó al cabo de unos segundos fue un suave ronquido. Disgustada, dio media vuelta, apagó la lámpara y se dispuso a dormir. Le costó casi una hora conciliar el sueño a causa de los perros que resoplaban y se revolvían en el diván, mientras a su lado el gran mago y hombre santo, Hsueh Huai-i, roncaba y chascaba los labios, muy lejos de ella.

—Son las mujeres las que lo están volviendo así —dijo a su madre al día siguiente, mientras se acicalaba ante el tocador.

—Sí —corroboró la señora Yang—. Me atrevería a decir que tienen algo que ver.

—Mujeres jóvenes, doncellas anhelantes. Estoy segura de que a él le parecen verdaderos huertos de melocotoneros que gimen bajo el peso de los frutos jugosos a punto para la recolección.

Wu bajó la vista hacia el hocico chato y negro de Trompo, que estaba sentado a sus pies con la cabeza levantada hacia ella y el entrecejo fruncido de inquietud ante el tono disgustado de su ama. La imagen de un melocotón rosado, vulvar y jugoso llenó su mente y avivó su cólera.

Naturalmente, la emperatriz se refería a las jóvenes que Hsueh Huai-i reclutaba por toda la provincia para los rejuvenecidos conventos dedicados a Kuan-yin. Iniciado unos meses antes, aquél era un proyecto especial del monje. Según había dicho al presentarlo a Wu, con él pretendía honrar a la emperatriz aumentando el número de las mujeres devotas. Hsueh pronunció un discurso muy emocionante sobre sus teorías acerca de la concentración de la energía divina a través del instrumento femenino en aquella era de la Sagrada Madre Soberana y cómo su posición y autoridad sería exaltada y magnificada con cada nueva conversa que llevara al redil. El nombre de Hsueh era muy conocido, por supuesto, y allá donde se presentaba, en las pequeñas poblaciones o en los barrios, ricos y pobres, de la ciudad, le ofrecían muchachas —casi le forzaban a aceptarlas, en realidad— para los conventos. Algunos padres, los más pudientes, incluso ofrecían «dotes» con sus hijas.

—Y para ellas —dijo Wu a su madre—, él es divino, infalible, irresistible.

—Como lo fue para ti una vez —murmuró la madre.

—¿Para mí? ¡Para ti, querrás decir! —exclamó la emperatriz—. No olvidemos quién fue la primera que se benefició de sus «talentos». —Miró fijamente a su madre y añadió—: ¿Y cuándo te visitó la última vez?

La madre le devolvió la mirada.

—Esos asuntos me preocupan mucho menos que a u —replicó—. Recuerda que tengo casi sesenta y cinco años, por favor.

—¡Bah! —masculló Wu, despectiva—. Siempre dices eso cuando te conviene, cuando te resulta útil, pero no hay nada en tu aspecto y en tu conducta que te haga parecer un día más vieja que yo. En realidad, incluso pareces más joven —continuó, sin dejar de contemplar minuciosamente a su madre—. Si alguien que no nos conociera nos viese juntas, estoy segura de que me tomaría a mí por la madre y a ti por la hija. Si el monje tiene algún «filtro de la juventud», seguro que lo está utilizando contigo. Recuerdo cuando los dos os presentasteis ante mí con esas sandeces de que estaba rejuveneciendo día a día. Desde luego, ya sabes que nunca he creído en esa palabrería.

—Eso lo dices ahora, porque te conviene. Pero en aquel momento, te regocijaste secretamente. Te conozco demasiado bien, hija.

El tono de creciente irritación de sus voces hizo que Fauces de Dragón lanzara un gañido quejumbroso. Esto provocó la reacción de Trompo, que se sumó excitado a las manifestaciones de su compañero.

—¡Silencio! ¡Y hablo en serio! —gritó Wu en tono severo a los animales, que se atemorizaron y la miraron con sus ojos saltones—. Todo eso fue una mera actuación en tu provecho —dijo a su madre—. El tuyo… y el suyo. Te conozco demasiado bien. —La emperatriz contempló su imagen reflejada en el espejo—. Y a él también.

Tomó una esponja y empezó a aplicarse en el rostro un cosmético escogido de entre más de un centenar de frascos. Mientras lo hacía, recordó al nagaspa, muerto hacía tantos años, e incluso pensó en su esposo, Kao-tsung. Recordó el alivio que había sentido cuando ellos desaparecieron de su vida en momentos decisivos, dejándola en libertad de cobijarse en los abrazos maravillosos que el destino, que una vez había parecido impaciente por darle satisfacción, le tenía reservados.

Así era la esencia de la juventud, ¿no? El destino se movía hacia una. El destino iniciaba el esfuerzo, llevaba los regalos hasta la puerta de una, la buscaba y la cortejaba con insistencia, con encanto y determinación. El aspecto de su rostro en el espejo ya no importaba; aquélla no era la verdadera medida de lo vieja que se había vuelto. La auténtica medida era el grado en que el destino la requería con regalos. O, por decirlo con palabras más crudas, el poder que ella tenía ahora que engatusar al destino y recordarle su existencia. A aquellas alturas, era innegable que los papeles se habían invertido. Wu se preguntó, abstraída, si el proceso de pérdida de interés del destino era estrictamente una cuestión de tiempo. Por ejemplo, ¿qué sucedería si pudiera vivir cientos de años sin muestras externas de tener tal edad? ¿Seguiría el destino interesándose por ella o preferiría la atracción de la novedad, fuera cual fuese el aspecto que ella tuviese? ¿O acaso el destino había perdido el interés en ella tan pronto como las carnes habían empezado a colgarle?

Se extendió el cosmético por las mejillas hasta el cuello y ladeó la cabeza para observar sus ángulos más favorables. Wu no podía recordar el momento exacto en que había empezado a adular al destino, pero ya hacía bastante tiempo de ello. Sabía que todas las cosas llegaban poco a poco, había cambios graduales casi imperceptibles, pero capaces, cuando se acumulaban en número suficiente, de transformar mundos enteros. Así tomaban forma las montañas, y los barrancos horadaban la tierra y el rostro fino y terso de una muchacha daba paso al de una vieja que ya no despertaba el deseo de los hombres ni atraía el interés del destino. Wu se estudió detenidamente. Todavía no podía calificársela de vieja. Así pues, durante un tiempo al menos, intentaría comprobar si aún conservaba su habilidad para engatusarlo. Aquélla podía resultar una etapa de su vida muy interesante.

Observó en el espejo la imagen de su madre que, sentada justo detrás de ella, la contemplaba con aire impasible.

—¿Sabes, madre —comentó la emperatriz—, que estoy sinceramente convencida de que eres más joven que yo y me sobrevivirás?

—Bobadas —replicó la señora Yang, pero Wu advirtió algo en los ojos de la vieja que contradecía lo que acababa de proclamar en voz alta.

Con la ayuda de su madre, Wu se aplicó los cosméticos con el cuidado de una bailarina de pantomimas Po-t’o. Las arrugas en torno a los ojos y la boca fueron rellenadas como grietas de la madera; a continuación, distribuyó una capa de blanco fino por todo el rostro, con un toque de polvo suave por encima. Como remate, perfiló unas extraordinarias cejas de mariposa en la frente despejada, con unas sombras azul intenso entre las cejas y los párpados y unas delicadas líneas negras en torno a los ojos. En cuanto al cabello, todavía negro y lustroso, lo llevaba peinado hacia atrás y recogido en un moño alto.

Había dispuesto las lámparas de la estancia de modo que produjeran la iluminación más suave y acogedora. Unas sombras aterciopeladas llenaban los rincones mientras los charcos de luz dorada dejaban a la vista sus tesoros; todo estaba dispuesto estratégicamente para realzar el objeto principal de aquel bello conjunto: su propia persona. Trompo y Fauces de Dragón estaban sentados en el diván con inquietas expresiones de solicitud canina mientras su ama procedía a dar los últimos toques a su rostro, a su ropa y a la estancia. Después, la emperatriz expulsó a los perros a la antecámara y cerró la puerta.

El monje llegaría en cualquier momento. Aquella noche había bebido mucho, pero había accedido a visitarla. La emperatriz se sentía fuerte, como nave del destino que había sido siempre. Por fin, tras variar ligeramente la posición de las lámparas a ambos lados del espejo, contempló su imagen y le complació lo que veía. No; el destino aún no la había abandonado por completo.

—¡Lo que haces es esconderte bajo esas pinturas! —protestó Hsueh Huai-i, y barrió con mano insegura la mesa del tocador, derribando hilera tras hilera de frascos y botellitas. Algunos se estrellaron contra el suelo ruidosamente y sus fragmentos puntiagudos quedaron esparcidos por el enlosado; otros vertieron su contenido sobre la bruñida superficie de palisandro de la mesa y la estancia se llenó del olor mezclado de todas sus esencias.

—¡No trates de ocultar las huellas del paso del tiempo en tu rostro… mujer! —continuó. Hsueh nunca se había dirigido a ella de forma tan atrevida—. Todos esos potingues son completamente inútiles. —El monje se tambaleó por efecto de la ebriedad y, acto seguido, cruzó los brazos como si no hubiera nada más que decir. Luego, retrocedió trastabillando hasta tropezar con el tocador, lo que aumentó el desorden—. Disculpa —le murmuró caballerosamente al mueble. Enderezó el tocador e hizo lo mismo con su cuerpo.

Wu no respondió a sus punzantes insultos y permaneció de espaldas a él. Con cuidado, cogió un frasco del famoso cosmético del propio Hsueh que había rodado intacto hasta sus pies. Contempló al monje por el espejo y lo vio estirar los brazos y volverse hacia la puerta como si diera el asunto por terminado y se dispusiera a marcharse. Entonces, Wu dio media vuelta y le arrojó el frasco con fuerza y precisión, acertándole de lleno entre los omoplatos. Hsueh se encogió y se detuvo, pero no volvió la cabeza. La emperatriz se dio cuenta de que el impacto le había hecho daño.

—Eres un cerdo —dijo sin levantar la voz—. Un cerdo charlatán, mentiroso y fornicador.

—¿Y a qué viene ese estallido infantil, querida?

El tono de Hsueh, incluso con su hablar estropajoso de borracho, estaba en precario equilibrio entre la insolencia y la queja. Tras aquellas palabras, se volvió hacia Wu y alzó las manos en un gesto que tanto podía ser apaciguador como indicar que estaba preparado para desviar el siguiente frasco volador.

—Eso digo yo, ¿a qué viene ese estallido infantil, querido? —dijo Wu en tono burlón, mientras señalaba el desorden que había causado en el tocador.

—Te he hecho un favor —respondió el monje al tiempo que su mirada recorría la confusión de cristales rotos y pinturas y cremas derramadas—. Te he librado de un montón de productos inútiles, eso es todo. ¿Por qué seguir desviando la atención de la verdad, mi señora emperador, Avalokitesvara, Buda Maitreya reencarnado?

Wu arrojó un segundo objeto. El monje lo esquivó y el proyectil chocó contra la pared del fondo.

—¿Inútiles, dices? ¡Fuiste tú quien me los dio y quien prometió que estos preparados «secretos» podían invertir los efectos de la edad!

—Mentí —se limitó a declarar Hsueh.

—Sí, claro —dijo ella—. Eso ya lo sé, gracias.

—Eres un dios… ¿o debo decir una diosa? No lo recuerdo… En cualquier caso, no deberías necesitar cosméticos. Tu vida abarca infinitos kalpas de tiempo. —El tibetano levantó las cejas y trazó un arco frente a él abriendo las manos en un gesto amplio, espléndido, que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio—. Otro nacimiento, otra reencarnación y… ¡magia! ¡Las arrugas desaparecen! ¿O acaso has olvidado cómo se hace?

—No he olvidado nada de cuanto me has dicho —replicó ella con calma—. ¿Cómo iba a hacerlo? No haces más que despotricar. Eres el gran, el pomposo Hsueh Huai-i. ¡El monje! ¡El maestro! ¡El mago! —La emperatriz pronunció cada apelativo con creciente desdén—. ¡El lama del misterioso occidente montañoso! ¿Cómo podías cometer un error?

La voz de Wu tenía un tonillo burlón, altivo y amenazador.

—¡Ah! —la exclamación rezumó de la lengua del monje—. ¿Cómo podía? —Hsueh hizo una pausa y levantó la vista al techo mientras sacudía la cabeza con remordimiento—. Pues fallé. No supe predecir que su majestad envejecería tan deprisa.

La emperatriz no le prestó atención. No estaba dispuesta a permitir que el ebrio impostor la sacara de sus casillas.

—Y tan mal —añadió Hsueh. Ella continuó sorda a sus palabras—. Estos remedios, estos paliativos —prosiguió el monje, señalando los frascos hechos añicos— pueden invertir el curso de los arroyos, majestad. —Abrió las manos y agitó los dedos líricamente, como en un aleteo—. Metafóricamente, claro. Y tal vez el de un río caudaloso, mi señora, ¡pero contener las mareas de un océano…! —exclamó con un amplio gesto de impotencia. Complacido consigo mismo, cerró los párpados con fuerza y osciló hacia un costado y otro mientras gozaba de la sencilla belleza de sus metáforas—. Su majestad tiene ahora… más de cincuenta —dijo, como si se le ocurriera de repente—. ¡Mmm…! Desde luego, el tiempo no ha sido muy bondadoso con ella.

—No, lama. El tiempo me ha tratado muy bien, y aún va a hacerlo mejor —replicó Wu al cabo de un momento—. Eres tú quien ha envejecido. Lo que aprietas contra mí está tan blando como todas tus ideas. Flojear y escabullirte es lo que mejor sabes hacer. Es comprensible, claro; como en los últimos tiempos estás tan ocupado, enfrascado en un trabajo más apropiado para un hombre mucho más joven…

—¡Ya basta! —exclamó Hsueh y alzó una mano en gesto de advertencia. Parecía que Wu le había tocado una fibra sensible—. Ya es suficiente. ¿Quieres saber qué sucede, cuál es nuestro… problema? —Se acercó a la emperatriz con aire casi amenazador—. ¿Quieres? Te lo diré.

Wu esperó. El monje se detuvo frente a la sentada emperatriz, apoyó una rodilla en el suelo e inclinó el cuerpo hacia delante, al tiempo que arrugaba la nariz en señal de desagrado.

—Es el olor —susurró Hsueh—. Es ese olor lo que me quita las ganas.

—¿El olor? —repitió ella, mientras empezaba a invadirla la rabia ante aquel insulto—. ¿Qué olor? —preguntó y dirigió una mirada enfurecida y desafiante al monje. Apenas había unos dedos de distancia entre sus rostros.

—Lo sabes muy bien —contestó él—. Te lo he dicho muchas veces. ¿No has advertido que últimamente te he proporcionado más perfumes? Pues se debe a ese olor —continuó. Posó la mano en el contenido pringoso de una botellita rota. Se la llevó a la nariz y aspiró profundamente—. Incluso con todo esto en la mano, sigo notando ese olor por todas partes.

—¿Qué olor, lama? —insistió ella con tono amenazador.

Hsueh restregó la mano en el respaldo del diván de Wu. Después, se llevó los dedos a la nariz e hizo una mueca.

—¿Qué olor? —repitió la emperatriz entre dientes.

Su amante suspiró, resopló y, por fin, respondió:

—Los perros. Tus perros jadeantes de ojos saltones. No puedo tragar a esos animales pestilentes. Dejan su olor por todas partes… como la ropa sucia.

Wu se relajó un poco y se echó hacia atrás en el diván. Hsueh se olió los dedos otra vez. Ahora, los perros ladraban y gruñían al otro lado de la puerta, excitados por las voces airadas del interior.

—Dejan su olor apestoso en todas las cosas —continuó él—. La cama, los divanes, las sillas, las colchas, las alfombras… Y en ti también. Ya no soy capaz de llevarme nada a la boca sin que me acometan las náuseas. Y su majestad espera un amante fogoso.

—A la vista de las posibilidades, lama, su majestad no espera nada —replicó ella con una sonrisa. La cólera, como un tónico, le daba fuerzas y claridad. La mujer era un digno contrincante del monje—. De todos modos, ¿puedo sugerir que esta náusea que afirmas experimentar es, muy probablemente, el resultado de una enfermedad llamada glotonería? Lo que percibes es el mal olor de tus tripas llenas de carroña, lama. ¡Por supuesto que lo notas en todas partes! ¡Por supuesto que lo notas en los muebles y en tus manos! ¡Por supuesto que no puedes escapar de él! Y no es sólo una glotonería de la boca —añadió, bajando la vista a la entrepierna de su amante—. Yo también huelo algo en ti. —Torció los labios y aspiró ruidosamente—. Comparado con eso, mis perros huelen a jazmines. ¡Noto un olor a mujeres, monje!

—Desembarázate de tus repulsivos animales y recuperarás a tu amante, mi señora.

—Tu señora no se deshará de sus animales. Y quizá no quiera recuperar a su amante. —Wu vio que Hsueh fingía no haber oído su último comentario y continuó—: Mis perros son amiguitos fieles, al contrario que cierto charlatán arrogante que se engaña a sí mismo creyéndose un santón. Ellos no fingen ser eruditos maestros de la sabiduría divina… aunque si tú lograste llegar a gran lama, quizás ellos también lo consigan… Chico Perro. —La emperatriz pronunció burlonamente el nombre de infancia del tibetano, que éste le había confiado en un momento en que bajó la guardia, hacía mucho tiempo. El apelativo que había tratado de borrar de su recuerdo, le había dicho—. Quizá mis perros y tú seáis hermanos, bajo la piel —añadió Wu con una carcajada.

De nuevo, estaba tocando un punto sumamente sensible. Se daba cuenta de ello y se sentía complacida. Le encantaba acusar de fraude al monje. A pesar de toda su sagacidad, Hsueh era muy picajoso en el tema de su legitimidad, de sus credenciales. Wu lo observó hacer un esfuerzo para dejar sin respuesta, de momento, su último insulto.

—No conozco un solo animal, doméstico o salvaje, que haga unos ruidos tan horribles cuando come —respondió el tibetano, tratando de seguir su propia línea argumental de insultos—. Ni siquiera un tigre o un oso, cuando desgarran a sus presas, emiten unos ruidos como estos perros. Pero supongo que por eso son una compañía tan perfecta para ti.

—¡Esos sonidos son mejores que los que salen de tu boca, monje!

—Naturalmente, es tu prerrogativa imperial, majestad. Si prefieres unos animales de compañía tan repulsivos a mi presencia y asesoramiento…

—Gracias, monje. Me pones muy fácil la elección.

—Es tu prerrogativa imperial…

—Y también lo ha sido mantener a un estúpido jactancioso que responde al nombre de Hsueh Huai-i —masculló ella con acritud—. ¿No es verdad, monje? El hombre que afirma ser el portavoz del Buda, revolcándose en la vanidad y en sus fantasías placenteras. Si yo soy el bodhisattva Avalokitesvara/Kuan-yin y también Maitreya, el Buda futuro reencarnado, y la portadora de la Nueva Era —continuó, desafiante, y taladró a Hsueh con una mirada ominosa de sus ojos, reducidos a dos estrechas rendijas—, entonces, por todos los demonios, ¿quién eres tú?

Hsueh se levantó y le volvió la espalda. La emperatriz lo había tocado en su vanidad, el punto más débil de su carácter. ¡Espléndido! Que se cociera en su propia salsa, se dijo. Ahora que lo tenía cogido, Wu se sentía maravillosamente. Nunca había experimentado un sentimiento tan maravilloso. Realmente, el monje se había convertido en una verdadera molestia, un estorbo jactancioso que no guardaba proporción con su utilidad. Todos terminaban siéndolo, pensó para sí con cierta compunción.

El hombre se volvió bruscamente y clavó en ella una mirada tan fiera y extraña que la hizo retroceder en el diván. Hsueh no era el mismo. Había dejado de ser el monje rudo e insolente, detestable y ebrio para transformarse en otra cosa. Aunque su rostro estaba rojo de ira, los pozos de sus ojos no trasmitían ninguna emoción. Negros, inexpresivos, eran dos simas que conducían a un interior sin alma. Era, con mucho, el peor aspecto que Wu había visto nunca en él.

—Te diré quién soy —declaró Hsueh en voz ronca y amenazadora—. Te lo diré.

Agarró a Wu por los hombros. Cuando ella intentó levantarse del diván, él la obligó a permanecer sentada. La emperatriz empleó todas sus fuerzas para desasirse de apartar las manos que le atenazaban los hombros, pero el monje deslizó las manos por los brazos de la mujer, le aferró las muñecas y le obligó a juntarlas tras la espalda. A continuación, empujó a Wu con la intención de hacerla caer hacia atrás sobre el diván, aunque no lo consiguió del todo. Hsueh le dio entonces un empujón brutal; la mujer cayó de espaldas sobre el mullido mueble y él se le echó encima, mirándola a la cara.

—Sí, te diré quién soy.

El monje se incorporó sobre ella, apoyado en sus largos brazos. En aquel momento estaba muy serio y Wu se dio cuenta de que lo que Hsueh se disponía a decirle ya no formaba parte del juego de invectivas e insultos que los dos habían practicado hasta entonces. El tono amenazador de sus palabras indicó a Wu que el monje deseaba convencerla.

—Yo soy el camino, el guía que los trae a ellos a través de ti. Que le abre paso a Él para encarnarse en tu forma femenina, inferior.

Hsueh sonreía de nuevo cuando flexionó los brazos y apoyó de nuevo parte de su peso sobre la mujer.

—¿Es esto lo que quieres? —El monje hizo notar su erección restregándose contra los muslos de Wu. Por un instante, ella pareció darse por vencida; relajó las caderas y exhaló un profundo suspiro—. Si supieras lo que yo —murmuró Hsueh—, no me insultarías como lo has hecho.

—¿Si supiera qué, lama? —La emperatriz levantó ligeramente la pierna para acomodar a su amante.

—Entonces no dirías esas falsedades de mí, señora… No harías acusaciones tan patéticas. —El destello de amenaza había desaparecido de su mirada, sustituido por una expresión de tristeza y rencor. Wu pensó que aquello llegaba demasiado tarde como para resultar convincente—. Si mi señora tuviera idea de todo lo que he hecho por ella, para que pueda reinar como el glorioso Avalokitesvara reencarnado, el protector del dharma…

—¿Qué has hecho por mí?

Wu empleó esta vez una voz suave y casi conmovida y dio a sus palabras el tono arrullador de una enamorada. Extendió la otra pierna mientras él se apretaba contra su vientre; después, levantó las rodillas a ambos costados de su amante y se ciñó a él apretándolas contra su cintura.

—No tienes modo de saber… —murmuró Hsueh con una sonrisa. Por un momento, volvió a mostrar su habitual personalidad presumida y dejó los dientes a la vista en una mueca odiosa. Wu encogió ligeramente las rodillas mientras el monje la importunaba con su secreto—. No tienes modo de saber lo que estoy haciendo para que tú, Avalokitesvara renacido, puedas gobernar en la Nueva Era de la Ley.

El hombre se incorporó ligeramente y desplazó el apoyo de su cuerpo con la intención de colocarse en una postura más adecuada. La emperatriz notó que el monje estaba muy excitado. Por primera vez en muchos meses, mostraba el ardor de un joven y su respiración acelerada estaba cargada de urgencia sexual. Excelente, se dijo ella; aquel apasionamiento le haría bajar la guardia.

—Yo sí que voy a decirte lo que he hecho por ti, monje —respondió suavemente—. ¿Me oyes?

Apoyado sobre un brazo, Hsueh la observó con los Ojos entrecerrados. Sin darse cuenta, el monje había empezado a babear ligeramente por la comisura de los labios mientras, con la mano libre, se esforzaba en desatar el cinto de sus pantalones de seda. Mientras lo hacía, emitía unos molestos resoplidos. Wu percibió el aliento a vino, dulzón y desagradable, cuando el hombre empujó su pelvis contra la de ella en unos movimientos rápidos y nada románticos al tiempo que proseguía sus torpes intentos de liberar su miembro, trabado en los pantalones a causa de su propia rigidez.

Wu advirtió que Hsueh era, en aquel instante, dos mentes que no colaboraban entre sí. El monje y su órgano viril no eran parte de la misma persona. Eran dos compinches borrachos y lujuriosos que luchaban por el mismo premio, que irrumpían con brusquedad por la puerta de la alcoba en el mismo instante, molestándose mutuamente. La estúpida urgencia de Hsueh le ponía las cosas mucho más sencillas, pensó Wu. Él arqueó la espalda, la mujer como un puente sobre un canal, y cuando dio un nuevo tirón a los pantalones éstos cedieron. Wu lanzó una ojeada: entre los dos cuerpos, la cabeza púrpura y brillante asomaba por fin tras el cinto… pero ya estaba en plena eyaculación.

Y encima, pensó Wu, aquel desgraciado estúpido y pomposo le estaba manchando la tela satinada del camisón. Ni siquiera había intentado levantarle las ropas.

Momentos después, Hsueh empezó a aplastarla bajo su peso, satisfecho y relajado. Wu vio despejado su objetivo. Con gesto rápido y preciso, levantó la rodilla izquierda. Hsueh soltó un alarido, se encogió y rodó de la cama al suelo. Aquello resultó demasiado para los perros; la puerta se abrió de golpe y los dos animales entraron a la carrera, sumando sus agudos ladridos a los intensos gemidos del monje. Hsueh se revolvió en el suelo, con las manos en la entrepierna y mascullando maldiciones, mientras los perros saltaban y ladraban con frenética excitación alrededor de él. Wu reía a carcajadas, y empezaban a saltársele las lágrimas.

—¿Lo ves, monje? Sólo quieren participar de la diversión —dijo con voz entrecortada por la hilaridad, al tiempo que se inclinaba para contemplar mejor al hombre que yacía en el suelo. Los perros daban saltos y echaban breves carreras entre agudos aullidos que amenazaban con romper los tímpanos. Aquél era el sonido que más disgustaba a Hsueh y, precisamente por ello, en aquel momento era verdadera música a los oídos de Wu.

—Son deliciosos, ¿verdad, monje? —La emperatriz lo vio ponerse en pie con esfuerzo y soltar unas patadas en dirección a los perros, que cargaban contra él, esquivaban los golpes, retrocedían y ladraban, ladraban, ladraban—. ¡Basta! —exclamó Wu de improviso. Los perros enmudecieron bruscamente—. ¡Sal de aquí, monje! ¡Estoy más que harta de ti!

—Si supieras… —intentó insistir Hsueh, pero ella no le dejó continuar.

¡Lárgate, maldito impostor!

Por fin, el hombre abandonó la alcoba y desapareció con un fuerte portazo. Wu se llevó la mano al cuello. Notaba la garganta irritada de gritar y se dio cuenta de que hacía muchísimos años que no gritaba de aquella manera, sin reprimirse, dando rienda suelta a la furia. Y hacerlo le había sentado estupendamente.

También cayó en la cuenta de que era la primera vez que trataba a gritos a su amante.

—Pero es natural que los hombres sean… olvidadizos, poco dados a atenciones —apuntó su madre—. No deberías dar por sentado que su comportamiento es una reacción contra ti.

Wu no respondió. Se inclinó y rascó la panza de uno de los perros, colocado patas arriba.

—Está en su naturaleza —insistió la señora Yang—. No puedes censurarle por ello. ¿Verdad que no censuras a los perros por ponerse a ladrar? —El argumento hizo sonreír a Wu. La señora Yang también sonrió. Había utilizado unas palabras muy acertadas—. Sus… sus coqueteos con las jóvenes monjas me traen sin cuidado. Y no creo que deban ser un tema de preocupación para ti, tampoco.

La madre aguardó una respuesta, pero Wu continuó rascando la panza del animal. Cogió una pulga entre sus largas uñas, la examinó brevemente, la aplastó y la arrojó lejos. Reanudó su rascado y el perro se estremeció de placer, con la larga lengua colgando.

—Tal vez su efectividad sexual esté en decadencia —apuntó la señora Yang—. Quizá sea el peso de la responsabilidad. De una responsabilidad que le hemos impuesto nosotras, recuérdalo. —Aguardó un instante y continuó—: Para un hombre, es un asunto delicado. Mucho más de lo que creen las mujeres. Nosotras pensamos que un hombre tiene que estar siempre dispuesto, siempre a punto. Pero el asunto no es tan sencillo. Y tú… A tu edad, no deberías preocuparte tanto por estas cosas.

Al oír esto último, Wu lanzó una mirada a su madre. La señora Yang suspiró.

—Reconozco que últimamente se ha mostrado un poco terco y su conducta no ha sido del todo ejemplar —prosiguió entonces ésta—. Y que se excede un poco en su engreimiento. Pero es un hombre entretenido e innovador. Tiene una gran inventiva. Y nos mantiene conscientes de las infinitas posibilidades… —Wu levantó una ceja, pensativa, al escuchar esto último—. Y trabaja tan bien con el historiador Shu —añadió la madre.

El segundo perro se acercó a la señora Yang y adoptó la misma postura que su hermano, esperando recibir el mismo tratamiento. La mujer se inclinó y lo rascó mientras el animal movía las patas en el aire.

—Tú misma acabas de mencionarlo, madre —replicó Wu, abandonando por fin su silencio—. Ese es el aspecto del tibetano que no puedo perdonar —declaró con una sacudida de la cabeza, utilizando el término que, con ánimo desdeñoso, venía empleando últimamente para referirse a él—. Sólo trabaja bien con Shu cuando obtiene algún provecho de ello. En privado, me ha confesado que se limita a tolerar la proximidad de ese «pequeño bastardo con cara de perro». Y se burla del historiador. Se burla de él y lo desprecia.

—¿No podría tratarse de una cuestión de personalidades? —apuntó la señora Yang—. ¿De la fricción inevitable entre las energías de dos hombres de gran creatividad?

Su hija respondió categóricamente:

—Ha sido Shu quien ha restablecido la gloria de nuestra familia. No el tibetano.

Wu se echó hacia atrás en el asiento, haciendo caso omiso del perro, que seguía a sus pies implorando más caricias. Por fin, dirigió la vista al animal. Este se incorporó y la miró fijamente.

—Y si el tibetano hace esos comentarios de Shu —añadió, sin apartar la mirada del perro—, ¿qué supones que dirá de nosotras? —De repente, volvió la cabeza hacia su madre—. A padre no le complacería. No le gustaría nada.

La señora Yang emitió un suspiro de resignación y asintió. Sujetó amorosamente la cabeza arrugada del perro entre sus rodillas y empezó a rascarlo enérgicamente detrás de las orejas.

Su hija tenía razón, naturalmente. Su esposo no estaba satisfecho; en realidad, ya le había expresado su desagrado. La señora Yang aún no había dicho nada porque prefería esperar. Ahora, ya había hecho cuanto había podido para defender al tibetano. Había cumplido con su obligación en nombre de su antigua relación y de su vieja amistad, pero el asunto ya no estaba en sus manos.

Su esposo lo había señalado con toda claridad. Al haber trascendido las limitaciones del estado corpóreo, era capaz de ver simultáneamente el principio y el final. Algunos finales, le había confiado, eran simplemente más inevitables que otros.