Cuando la puerta se entreabrió con un chirrido, Di esperaba encontrar a su amigo, el alguacil, sentado tras su mesa. Al alguacil no le importaba dejar abierta la puerta de la celda; así, el magistrado se sentía más cómodo, menos atrapado. Al fin y al cabo, allí fuera había una fuerte guardia y el hombre sabía que Di no pondría en peligro su posición con un intento de fuga.
Pero tras la mesa no estaba el amistoso jorobado. ¿Dónde se había metido el alguacil, aquella mañana? El individuo que ocupaba su puesto en esta ocasión era completamente distinto, un hombre grueso de aspecto algo amenazador con unos ojos pequeños y suspicaces demasiado juntos en un rostro ancho y plano. El pesado individuo alzó sus ojillos oscuros de los informes de la guardia que tenía sobre la mesa y dirigió una mirada hosca hacia la celda de Di.
—De modo que está despierto, magistrado… —El hombre tenía la voz grave y áspera, pero no tan hostil como prometían sus facciones.
Di creyó reconocer al tipo. Sus recuerdos de la noche anterior eran vagos y confusos, como si hubiera tomado demasiado vino. Pero no, notaría los efectos de la resaca. ¿No era aquel hombre el mismo que lo había interrogado? Porque la noche anterior lo habían interrogado, ¿verdad? No habría olvidado a aquel tipo obeso y repulsivo.
—¿Está más dispuesto a colaborar esta mañana, magistrado? Anoche no nos ayudó usted demasiado. Su testarudez no hará más que perjudicarle, ya lo sabe.
Aunque su voz era áspera y ronca, el hombre hablaba con tono paciente y tranquilo.
—¿Qué es lo que querías saber? —replicó Di, incapaz de recordar qué le habían preguntado. Se frotó los ojos y miró hacia la mesa a través de la rendija de la puerta.
—Su nombre completo, magistrado. Nada más —se limitó a decir el hombre con indiferencia, antes de bajar la vista y volver al papeleo.
—¿Mi nombre?
—Eso es todo. Una pregunta muy sencilla.
—Sí. Me llamo… Sé como me llamo. Dame un momento. Mi nombre es… es…
—¡Oh, vamos, magistrado! —exclamó el obeso carcelero sin levantar la vista de los papeles—. Seguro que lo sabe.
—Mi nombre… —Di se debatió, enfurecido, en un intento de hacer surgir aquel recuerdo de entre los pliegues y capas de su cerebro. Era un auténtico esfuerzo físico, pero aun así fue incapaz de llevar el nombre a sus labios—. Casi me acuerdo. Me llamo…, soy el magistrado… ¡Maldición! Lo tengo en la punta de la lengua.
—Esta pantomima no le servirá de nada, magistrado. O nos dice el nombre o empezamos a matar a un miembro de su familia cada día que pase sin «recordar».
—Pero la ciudad conoce mi nombre…
—Es inútil. Tiene que decírnoslo usted —replicó el hombre con la voz tan relajada y despreocupada como si le estuviera diciendo que fregara el suelo de la celda—. Esta noche empezaremos con su madre. De usted depende, magistrado.
—Mi madre, no.
—¿Con cuál prefiere que lo hagamos, entonces? ¿Con una de sus esposas?
—¡No!
—Una persona al día hasta que hayamos terminado con la familia entera. —El individuo se encogió de hombros—. De usted depende.
Di despertó del desagradable sueño y descubrió junto a la cama el rostro compungido de su alguacil, inclinado sobre él.
—¿Otra vez, magistrado? —dijo con pesar el jorobado, dedicándole una mirada tan pesarosa que Di pensó que debía decir algo agradable para reconfortarlo. El pobre hombre estaba más preocupado por Di que por sí mismo.
—No era nada, alguacil. —Di levantó la cabeza y sonrió; después, se incorporó en el jergón hasta apoyar la espalda en la dura pared—. Ya lo he olvidado. A decir verdad, esta mañana me siento más lleno de energía que ayer. —Se frotó el rostro demacrado y sin afeitar—. Haz el favor de traerme el té.
El magistrado se levantó del jergón, algo inseguro al principio; después, cuando recuperó el control de sus sentidos aún adormilados, se acercó a la jofaina.
—El té. Sí, magistrado, enseguida.
El alguacil se acercó a su mesa y volvió a la celda con el recipiente humeante del agua y las tazas en una bandeja. Había medido con acierto el tiempo de la infusión. Con pesadillas o sin ellas, Di siempre despertaba a la misma hora. El alguacil dejó el té en la mesa situada detrás de Di, que estaba lavándose la cara.
—¿Necesita algo más? —preguntó el jorobado—. Algo de su casa, tal vez. Alguna comida especial o algo que le haga sentir más cómodo.
Di percibió una solicitud cargada de manifiesto apuro en su voz. Sabía que el hombre compartía su sentimiento de impaciencia y, por desgracia, también su misma creciente sensación de impotencia. Aun así, el alguacil hacía un valiente esfuerzo por ocultar su inquietud.
El jorobado sabía que Di había realizado algunos descubrimientos cruciales, pero entre ellos existía el acuerdo tácito de no referirse al tema. El silencio de ambos se debía no sólo a la posibilidad, muy real, de que su conversación fuera escuchada, sino también a que las frágiles teorías que Di estaba elaborando podían esfumarse ante la menor objeción. Aunque el magistrado tenía en las manos la mayoría de las piezas de aquel rompecabezas brutal, su trabajo aún estaba incompleto, y eso los dejaba a él y al alguacil tan a oscuras como antes. Naturalmente, ése era el origen del sueño desagradable de aquella mañana: la profunda inquietud de que algún conocimiento, incluso el de su propio nombre, pudiera escurrirse de las manos en el más leve descuido.
—No creo que el gobernador general de la provincia de Shensi le prohibiera nada en su orden de detención —dijo el alguacil—. Es decir, nada relativo a pequeñas comodidades.
Muy generoso, el individuo, pensó Di. Ni siquiera lo había molestado con una explicación de las acusaciones formuladas contra él.
—Te lo agradezco, alguacil. Has sido muy considerado y muy útil. De verdad, no puedo agradecerte lo bastante que vayas a ver a mi familia —dijo con gran gentileza. Sus pensamientos, sin embargo, ya habían volado al gobernador general. Di estaba seguro de que si tras la vaga acusación que le habían leído rutinariamente (la de haber sido declarado enemigo del estado) se hallaba aquel hombre, su mano había sido forzada, sin duda, por otra persona. En los documentos aparecía estampado su sello, pero eso era todo. El gobernador general sólo era un peón—. Pero hay un gran servicio que sí podrías prestarme, alguacil —añadió entonces, con una nota de complicidad en la voz que captó al instante la atención del jorobado. El hombrecillo se inclinó hacia él, muy interesado.
—Por supuesto, magistrado. Lo que sea. Lo que necesite. Es decir, lo que esté en mis manos. Pero me siento limitado, impotente.
—Por supuesto, amigo mío. Los dos nos sentimos así. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro antes de proseguir—. Pero sólo de momento. No olvidemos eso.
Di intentaba mostrarse optimista, pero no resultaba muy convincente. Sobre todo, para él mismo.
—Pero haré lo que pueda, señor —añadió el alguacil con cierto titubeo, como si pensara que Di podía pedirle que llevara a cabo algo arriesgado y heroico. Con todo, sus gestos le decían al magistrado que lo intentaría, fuera lo que fuese.
—Tráeme un cuenco de ese excelente caldo de pescado que me serviste anoche. También necesitaré otra manta, si no es pedir demasiado. Un peine, un pincel de escribir y… por favor, prepara una reunión con el buen gobernador general de la provincia aquí mismo, en la celda. Me gustaría muchísimo hablar con ese hombre.
El alguacil puso cara de preocupación durante unos instantes; después, sonrió con evidente alivio.
—A mí, también, magistrado —dijo y, con una de sus risillas secas, repitió—: A mí, también.
Pasaron los días. Las horas se hacían largas, llenas de todos los matices de la emoción y del tedio; las jornadas estaban pobladas de sentimientos y recuerdos en los que Di no había hurgado en años. Y podía rastrearlos uno a uno hasta su origen con la misma facilidad con que sus ojos seguían las grietas de las paredes y el techo que conducían a una misma desconchadura, grande y descolorida, en el ángulo superior de la celda. Di sabía que el desvalimiento que sentía en su encarcelamiento no era nada en comparación con la impotencia que, probablemente, habían experimentado las víctimas del asesino en sus noches aciagas.
Por lo menos, allí podía pensar. Resultaba irónico que, al final, hubiera encontrado allí la paz y el silencio que le había faltado en su casa. Concentrado, en el silencio nocturno de su celda, logró recordar casi hasta el último detalle las notas y dibujos que se había visto obligado a dejar en el estudio. Recordó el ejercicio que su amigo, había utilizado para recuperar fragmentos perdidos de memoria. Aunque no estaba instruido en la técnica, probó su propia y tosca versión, cerrando los párpados y tratando de visualizarlo todo, hasta que en su mente aparecieron las imágenes, sorprendentemente detalladas.
Quien fuese que lo había conducido allí debería haber actuado con más rapidez. Si lo hubiera separado antes de sus notas, no las habría asimilado lo suficiente como para recordarlas en aquel momento. ¿Quién lo había reconocido, y cuándo? No podía evitar el pensamiento de que había sido alguien de las cuevas o del templo del Caballo Blanco. Mientras limitó sus investigaciones al terreno civil —bandas, chamanes, ladrones y demás— lo habían dejado en paz. Tan pronto como su atención se dirigió hacia la secta de la Nube Blanca, fue encarcelado. Este mero hecho era una contundente confirmación de sus sospechas más profundas. Además, le permitía ahorrar tiempo: podría haber perdido mucho en vagas conjeturas con poca seguridad de estar en el camino correcto, como el lógico que traza círculos que se tocan pero que nunca confluyen del todo. Ahora, Di tenía la seguridad de que los círculos se superponían.
En cambio, no entendía por qué se habían limitado a detenerlo. ¿Por qué no lo mataban? Había varias respuestas posibles, y todas apuntaban, una vez más, hacia la peor de las hipótesis.
Y aquello era lo más irritante de la situación, pues creía tener en sus manos todo lo necesario para predecir cuál iba a ser la siguiente familia sobre la que caerían los asesinos.
Lo que no podía concretar era cuándo.
Pero tenía que ser pronto, se dijo el magistrado mientras cambiaba de postura en el catre duro e incómodo. Llegó a la conclusión de que la siguiente matanza debía de estar muy próxima, pues alguien lo quería encerrado pero con vida; vivo para tener noticia de ello y para sentir la tortura de la impotencia. Probablemente, ésta era también la razón de que no lo hubieran trasladado. Lo querían allí, en la ciudad, donde se producían aquellos sucesos.
Cuando ya se cumplía la segunda semana de confinamiento, Di notó con alarma que su ánimo decaía. Igual que la falsa arremetida de energía tras una noche sin dormir, el vigor que lo había mantenido durante los primeros días de encierro empezaba a desaparecer rápidamente. Por la mañana, despertaba con la sensación de haber dormido toda la noche sobre piedras y tan cansado que apenas tenía fuerzas para incorporarse. Cada vez más, dormir se convertía en una vía de escape fácil y accesible. Corría el rumor de que lo iban a trasladar, pero cuando intentó averiguar más detalles no descubrió nada. Su alguacil no tenía más informaciones que él.
Recordó sus largos paseos por la ciudad, cómo le despejaban la cabeza, su efecto vigorizante y la fatiga sana y deliciosa que sentía después en los huesos. Aquellas caminatas eran un tónico para el cuerpo y para el alma, y en aquel momento eran lo único que echaba de menos; encerrado en la celda, privado de todas las comodidades a las que estaba acostumbrado un hombre de su riqueza y posición, lo único que de verdad lo hacía sentirse un prisionero era no poder dar aquellos paseos. Caminar y pensar le parecían, en aquel momento, los máximos lujos de la vida; los más inalcanzables.
El otoño había sido muy ventoso. Recordaba el esfuerzo extra que había significado avanzar contra el viento en muchas de sus salidas, pero Di no había permitido en ninguna ocasión que eso le retuviera bajo techo. En aquella celda sin ventanas no tenía modo de saber si llovía o si lucía el sol. Aquella falta de contacto con el exterior también contribuía, estaba seguro, a aumentar su melancolía. Una mañana, cuando el alguacil le llevó el té. Di le formuló una pregunta, para satisfacción del hombre, que apenas lo había oído pronunciar palabra durante los últimos días.
—Dime, alguacil, ¿qué tiempo ha estado haciendo?
—¿Cuándo? ¿La semana pasada? ¿Esta mañana? —preguntó el hombre con vehemencia.
—Sí, alguacil. Hoy y los últimos días.
—Bien, magistrado —empezó a decir el alguacil con una expresión alegre ante la promesa de una nueva conversación con el hombre al que más admiraba—, el tiempo ha sido muy agradable, realmente insólito a esta altura del otoño. Normalmente, en esta época ya nos azotan ventoleras terribles, mucho peores que las de estos días.
Di escuchó sus palabras e hizo un esfuerzo para moverse con energía. Se echó agua helada al rostro.
—En realidad, señor, sería más correcto decir «nos arrastran». Normalmente, en esta época del año, los vientos nos arrastran. Pero las últimas ráfagas fuertes amainaron hace varias semanas. Antes de su… de su detención, señor. Seguro que se acuerda. Desde entonces, el viento ha estado bastante calmado. Al menos, para esta época del año. Soplan brisas frescas, pero no grandes vendavales.
—Entonces, ¿crees probable que hoy me apeteciera dar un buen paseo? —preguntó Di al tiempo que se frotaba enérgicamente el rostro con un paño.
—Sí —respondió el jorobado, encantado con la broma—. Sí, es muy probable. Siempre que saliera temprano. Es un día de sol. Cuando venía hacia aquí esta mañana, he notado una brisa persistente en los tobillos. Nada excepcional, en absoluto, pero creo que arreciará. Esta tarde, o mañana, quizás haga demasiado viento para paseos.
—¡Ah! —exclamó Di, al tiempo que se cubría la cabeza con un gorro—. De modo que hoy hace buen día; esta mañana, por lo menos. Mañana, en cambio, quizá no me apetezca dar un paseo.
—Es posible que no, magistrado. Pero… —El alguacil hizo una breve pausa, pensativo, compartiendo la consoladora fantasía de Di—. Nunca se sabe. Es posible que nos llevemos una agradable sorpresa y el tiempo mejore. Mañana podría resultar un día excelente para dar un paseo. Pero los vientos son impredecibles —añadió con un encogimiento de hombros—. El tiempo podría ponerse mucho peor.
El anciano monje tuvo que cubrirse el rostro con la capucha para protegerse de los granos de arena y restos de basura que levantaba el viento. Aquellos paseos esporádicos por el patio del enorme monasterio del Caballo Blanco recién abierto en Ch’ang-an eran una molesta interrupción de su agradable tarea de copiar sutras en la cálida y acogedora caseta de guardia. El monje estudió el calibrador de vientos colocado en lo alto de su decorada pértiga sobre el tejado del Gran Salón y refunfuñó. Cuanto más arreciaba el viento, más frecuentes se hacían sus salidas, y en un día como aquél era evidente que le quedaban muchas por hacer.
Cuando el viento del noroeste alcanzara determinada intensidad, la primera de las tres pesadas figuras de fíeles discípulos de Buda del calibrador caería. Si la intensidad seguía aumentando, el viento abatiría la segunda figura, más pesada que la anterior. Y si sus rachas conseguían derribar al tercero y más pesado de aquellos discípulos ornamentales, ello significaría que los vientos de las montañas se abatían sobre Ch’ang-an desde el noroeste con toda su fuerza y su duración de costumbre.
En su cuarta visita al patio aquella mañana, el monje observó que había caído el segundo discípulo. Casi había vuelto a entrar en la caseta cuando una ráfaga breve e intensa atravesó la verja y recorrió el patio del monasterio levantando un pequeño torbellino de restos de basura. Dio media vuelta, se protegió los ojos y estudió el tejado del Gran Salón: el tercer discípulo no había caído.
El anciano tenía instrucciones muy claras: cuando el tercero cayera, tenía que anotar en un pedazo de pergamino la fecha y la hora. Después, tenía que pasar el secante por el pergamino, doblarlo, sellarlo y entregarlo con prontitud a un correo que se lo llevaría a toda prisa. El monje no sabía qué propósito tenía aquello, ni le interesaba. Se limitaba a seguir sus instrucciones con el deseo de que lo dejaran en paz para dedicarse a su amado trabajo de copista, lo que había hecho toda su vida.
Se disponía a instalarse una vez más en su asiento cuando notó otra ráfaga estremecedora y alzó la vista. No; todavía no. Estaba seguro de que a veces los vientos se burlaban de él. Limpió con esmero el pincel, alisó las cerdas hasta formar con ellas una delicada punta antes de hundirla en el tintero y se concentró de nuevo en el sutra y en la espera.
El alguacil acertó. El viento cobró más fuerza. Di despertó de su sueño agitado en varias ocasiones a lo largo de la noche y percibió su intensidad y su insistencia crecientes. Había creído que desde el interior del recinto amurallado de la prisión no podría oírlo, pero estaba equivocado. El viento estremecía el edificio y el magistrado imaginó que notaba su fuerza contra el pecho. Entonces recordó lo que había dicho su madre acerca de los vientos de Ch’ang-an: que atravesaban la ciudad con un rugido, salidos de la nada, como espíritus vengativos que sacudían las casas y convertían los árboles más orgullosos en ancianos encorvados y, a veces, los arrancaban de raíz y los partían en dos y arrancaban las tejas de los edificios. Si aquellas ráfagas seguían aumentando, pensó Di cuando despertó una vez más, poco antes del amanecer, se convertirían en uno de tales vendavales. Cerró los ojos e intentó sumirse de nuevo en el sueño, cubriéndose la cabeza con la chaqueta.
Momentos después, se sobresaltó. ¿Qué había sido aquel ruido? Aguzó el oído y lo escuchó de nuevo. Era un sonido novedoso, que parecía contenido en el viento: una nota grave, profunda, quejumbrosa y doliente, como si todos los espíritus hambrientos desterrados al inframundo hubieran dado rienda suelta a su dolor en una única voz.
Se incorporó hasta quedar sentado y miró en torno. En la celda no había nada anormal; los contados objetos de que disponía seguían en sus respectivos lugares. Con la tranquilidad de no estar viviendo otro sueño, posó los pies en el frío suelo. Se estremeció y prestó atención. El gemido se repitió, más prolongado y más doliente que antes. Y real. Muy real.
Un momento después, Di estaba en pie junto a la mirilla de la puerta de la celda. Apartó la reja de madera para poder observar el pasillo y el despacho. Al parecer, no había nadie. Se puso a matraquear en la rejilla mientras gritaba el nombre del alguacil. El jorobado apareció en el pasadizo, con los ojos turbios.
—¿Qué es ese sonido detestable? —quiso saber Di.
El alguacil se frotó los ojos.
—Sí, es espantoso, ¿verdad? —murmuró y aguzó el oído—. Ahora mismo hablábamos de eso. Dicen que se trata de una… de una trompa.
—¿Una trompa? —repitió Di, incrédulo.
—Sí. Una trompa enorme, según me han contado esta mañana. Larguísima, como tres hombres uno sobre otro. Es algo que han traído de las montañas del Tíbet, me han dicho. No consigo recordar qué nombre le han dado.
—¿Un thungchen?
—¡Sí! ¡Ésa es la palabra! —respondió el alguacil.
—Y dime, amigo mío, ¿a qué viene que escuchemos el sonido de ese thungchen?
—La obra del pilar se ha completado y en su vértice, justo debajo del lugar que ocupará el orbe, se ha instalado ese aparato infernal. Está colocado en un ángulo tal que sólo suena cuando el viento alcanza una velocidad determinada y sopla de una dirección concreta. Según parece, en este momento se dan las condiciones perfectas —añadió con pesar—. Nadie sabe por qué lo han colocado ahí, pero podemos estar seguros de que tendremos un invierno muy ruidoso…
El jorobado dejó la frase sin terminar, consciente de que Di había dejado de prestarle atención.
—¿De dónde sopla el viento esta mañana? —preguntó Di con voz pausada y gesto pensativo. El alguacil reflexionó un instante y sacudió la cabeza.
—No estoy seguro. Permítame preguntar a uno de los hombres…
Desapareció unos instantes tras el recodo del pasadizo. Di, con los dedos aferrados a los barrotes, aguzó el oído mientras un millar de imágenes terribles pasaban por su cabeza en rápida sucesión. El jorobado reapareció al cabo de un momento.
—Del noroeste, magistrado. Sopla del noroeste.
—Alguacil —susurró Di—. Acércate, amigo mío. —Sacó el brazo a través de la mirilla y agarró por la ropa a su subordinado, sin violencia pero atrayéndolo hacia la puerta—. Escúchame. —Fuera, el gemido cambió de volumen y de tono; por un instante, se hizo más suave y más grave. Di taladró al jorobado con la mirada—. Tengo que salir de aquí —Di hizo la declaración con palabras claras y firmes. Después, con voz más suave, añadió—: Sé cuándo tendrá lugar el próximo asesinato.
—No puedo hacer nada al respecto, magistrado —le respondió el alguacil con un susurro desesperado—. Ojalá pudiera. Haría cualquier cosa, si fuera posible. Lo haría incluso si con ello me pusiera en peligro. Pero ya es demasiado tarde. —Luego, profundamente compungido, añadió—: Esta misma mañana me trasladarán.
—¿Qué? ¿Te trasladan?
—Sí. Me destinan a comandar la vigilancia del mercado del oeste. Tendré que marcharme enseguida. Ya han llegado mis sustitutos. Son los que han traído la noticia de la trompa.
—¿Quiénes son? —preguntó Di—. ¿Por qué más de uno?
—No los conozco. —La voz del jorobado era apenas un susurro. Di soltó un juramento.
—Alguacil —musitó otra vez, con renovada urgencia—. Debo… salir… de aquí.
El hombre lo miró, impotente. Di oyó aproximarse las voces de los otros y se vio obligado a soltar al jorobado. La trompa tibetana colocada en lo alto del pilar de la emperatriz emitió un nuevo gemido.
Entonces, el alguacil habló con voz normal para disimular ante los ayudantes que se acercaban.
—Asimismo, magistrado Di, hemos recibido otras órdenes. Mañana por la mañana, será trasladado a un recinto mayor de la administración judicial en uno de los barrios meridionales. Irá a pie y estos auxiliares le escoltarán. —Hizo una pausa y, con un ademán contrito, añadió—: Allí esperará un transporte que lo conducirá a Luoyang.
Aquella tarde, cuando el jefe de alguaciles se hubo marchado, Di sólo podía pensar en escapar. De repente, comprendió el significado de todo aquello, y resultó tan sorprendentemente extraño que dejaba en ridículo incluso sus pesadillas. Pero era algo muy real y estaba sucediendo en una ciudad donde, para un reducido grupo de gente un día privilegiada, dormir se había convertido en un riesgo terrible. Calculó que sólo tenía un día —dos, a lo sumo— para escapar de la celda y presentarse en el lugar del crimen para atrapar a los asesinos in fraganti. Todo el trabajo que había realizado a lo largo de su prolongada carrera profesional no era nada en comparación con lo que creía haber descubierto.
Gracias a los dioses, la gran trompa estaba silenciosa, de momento. El viento había amainado un poco y el temblor infernal del edificio había cesado. Su madre tenía razón, se dijo el magistrado, los vientos eran como espíritus vengativos. El día dio paso, inexorablemente, a las horas de los sueños oscuros. A otra de aquellas noches de Ch’ang-an de sueño sin reposo.
Antes de que cayera la noche, apenas unas horas después del cambio de destino del alguacil, apareció por la prisión un visitante, un chiquillo que vendía dulces de sésamo, fruta y pastelillos de queso de soja. Di escuchó la voz infantil que describía la calidad de la mercancía en la antesala. Los alguaciles se reían satisfechos y, evidentemente, hacían caso de la oferta. Di escuchó sus exclamaciones complacidas al probar los pasteles; mientras, el muchacho no dejó de parlotear un solo instante con el tono más encantador.
Oyó acercarse la vocecilla infantil, acompañada de las pisadas de uno de los alguaciles. Sin duda, iban a permitir al muchacho probar su suerte con el distinguido prisionero. Di escuchó al muchacho comentar a los hombres que las dos monedas de cobre que le habían dado era un pago muy magnánimo, que normalmente sólo recibía una y que se alegraba de haber seguido el consejo de su padre, quien le había dicho que acudiera a los puestos de los funcionarios del gobierno pues los hombres importantes sabrían pagar sus productos excepcionales a un precio más acorde con su verdadero valor.
El chiquillo aseguró, con la teatralidad precoz y desarmante de los chicos listos, que su padre no engañaba en los ingredientes y que los hombres de categoría eran los únicos capaces de apreciar de verdad aquel esfuerzo. He aquí un muchacho que llegará lejos en la vida, pensó Di. El jovencito era un maestro en aquella táctica de halagar a sus lerdos compradores para que aflojaran más monedas.
Mientras lo acompañaba a la celda de Di, uno de los alguaciles comentó que era bastante tarde para que un chiquillo como él volviera a casa sin compañía. El muchachito respondió que su padre estaría vendiendo en el mercado del este, muy cerca de allí, hasta el toque de queda. También aseguró a los hombres que las calles que debía recorrer estaban siempre concurridas y bien iluminadas por las luces de las tiendas. La respuesta debió de parecerles suficiente, pues se limitaron a asentir, visiblemente complacidos de demostrar tal preocupación por un niño.
—Señor —dijo éste, tras una reverencia, cuando los alguaciles abrieron la puerta de la celda—, mi padre me ha pedido que os trajera algo especial y muy delicioso. Es un pastelillo fuera de lo común. Según él, es una receta que nos hará ricos porque no hay otro en el gremio de panaderos de Ch’ang-an que sea capaz de hacer pasteles como éstos. —El chiquillo entró en la celda. El alguacil que lo acompañaba se quedó en la puerta y observó la escena con una sonrisa—. Mi padre lo ha rellenado de pasta de sésamo, queso de soja, miel, jengibre cristalizado y vino de ciruela. Pero… —El muchacho abrió los ojos como platos y miró a Di, sentado en el banco de la celda con la camisa de dormir. Después, colocó la cesta sobre la mesa del preso—. Pero, señor, son caros. Cuestan tres cobres cada uno, porque los ingredientes nos resultan muy costosos —murmuró en tono de disculpa—. Aunque son mucho mayores que los otros.
—¡Ah! ¡Tres monedas cada uno! —exclamó Di—. Deben de ser realmente especiales. —Se le iluminó el rostro un momento y añadió—: Pero quizá valgan más. ¡Quizá valgan cuatro! —Sacó cinco monedas de cobre de su bolsa. Al muchacho le brillaron los ojos a la vista de la pequeña fortuna. Di dejó las monedas sobre la mesa mientras el chico inclinaba la cesta para que pudiera observar el surtido. El magistrado vio de inmediato que eran unos pasteles sorprendentemente bellos, decorados con alcorzas de azúcar en forma de ideogramas con mensajes de buena fortuna, salud, prosperidad, larga vida y demás.
—Es la especialidad de mi padre —comentó el muchacho al advertir la mirada de admiración de Di. Volvió la vista a las monedas y añadió—: No sé leer, señor, pero sí contar. Y aquí habéis puesto cinco monedas, no cuatro.
Las contó otra vez y cogió la quinta moneda para devolvérsela al magistrado.
—¿Ah, sí? —respondió Di con fingida consternación—. ¡Hum! ¿Cómo he podido…? Pero por tu honradez, muchacho, voy a darte otra más.
Dejó caer una sexta moneda en la manita vuelta hacia él. Al chiquillo se le saltaban los ojos. Sin más protestas o agradecimientos, guardó las monedas en una cajita de madera que tenía en la cesta. Di sonrió al alguacil por encima de la cabeza del pequeño y el hombre asintió con otra sonrisa. El chiquillo, mientras tanto, tomó un pastelillo de la cesta.
—Ved, señor. Es un dulce muy bonito. Cubierto de azúcar blanco. Mi padre dice que es como una montaña nevada en invierno.
Depositó el pastel, protegido con un pedazo de pergamino, sobre la mesa de Di cuidando de no resquebrajar o tocar los delicados ideogramas de azúcar.
—Es un poema —explicó—. Mi padre dice que ha escrito algo para el invierno. Ha grabado en la alcorza un poema sobre la caída de la nieve.
Di se inclinó hacia delante para examinar el poema. Al hacerlo, advirtió una mirada seria en los ojos del muchacho; por unos instantes, el chiquillo inocente desapareció. El magistrado miró a hurtadillas hacia la puerta de la celda. Los alguaciles hablaban entre ellos sin prestar mucha atención a la transacción. El muchacho se llevó el índice a los labios. Di observó el pastel, acercó el candil y leyó el «poema». Era un verso de cinco caracteres:
Ayuda. Huida. Familia Ling. Gracias.
—¡Ah, sí! —comentó, recuperando la compostura—. Muy hermoso. «La caída de la nieve convierte los árboles en ancianos de barbas encanecidas» —improvisó, al tiempo que miraba al chico, que sonrió satisfecho. El magistrado había recibido el mensaje secreto.
Di no tenía la menor duda de que sus carceleros eran analfabetos, como cualquier otro miembro de la guardia que pudiera aparecer por allí aquella noche, pero no quiso correr riesgos. Levantó el dulce como si estuviera hambriento y dio un gran mordisco.
—¡Soberbio! —asintió con la boca llena—. Es una lástima engullir tal obra de arte, pero para eso está, ¿no? ¡Magnífico! —insistió con voz amortiguada—. Tienes que decirle a tu padre que es un pastelero excelente. Es de lo mejor que he probado, te lo aseguro.
De otro gran bocado, dio cuenta del resto del pastelillo. Al muchacho, un actor consumado, se le iluminó el rostro de orgullo ante el elogio a su padre.
—Dulces como éstos me ayudarán a mantener el ánimo durante mi encarcelamiento —continuó el magistrado—. Reavivarán mis fuerzas. Y voy a necesitarlas, ya que mañana me trasladarán. —Se volvió hacia la puerta abierta de la celda y llamó a los alguaciles, que conversaban con unos colegas de otro cuartel—. Mañana, a primera hora, me trasladarán al distrito de la Serpentina, ¿no es eso?
Los alguaciles confirmaron que así sería y volvieron a su charla.
—Dile a tu padre que los pasteles son excelentes y que espero que me haga llegar algunos cuando esté en la Serpentina. Dile que es un camino largo y que después estaré cansado y necesitaré alimentarme. Y dile que quedaré especialmente complacido si son gordos y el relleno se escurre por los lados cuando se los muerde. ¿Lo has entendido?
El pequeño asintió. Un chico listo, pensó Di, y recordó a sus hijos durante un par de segundos mientras se limpiaba los labios con una servilleta húmeda. Los alguaciles seguían hablando entre ellos. En aquel instante, el muchacho lo miró con aire dubitativo, como si se le hubiera ocurrido algo.
—Estaba delicioso —insistió Di con preocupación, aunque procuró dar un tono de indiferencia a su voz, sin apartar la servilleta de los labios—. No he comido nunca un pastelillo que se pueda comparar a éste.
—Señor, tal vez no me permitan acudir a un barrio tan alejado como el de la Serpentina. Quizá tenga que ser mi hermano mayor quien os lleve allí lo que pedís. Decidme qué ropa llevaréis puesta mañana cuando os marchéis, y así podrá identificaros.
Di comprendió de inmediato a qué se refería. Aquel chico era un prodigio de astucia o tenía una memoria excelente para recordar las instrucciones de su padre.
—¡Oh! Bien, veamos… —Di se volvió hacia el perchero del rincón junto al camastro, del cual colgaban unas cuantas prendas—. Supongo que llevaré esa capa de invierno gris con capucha y cuello de armiño para el viento.
Di le señaló la capa. Luego el muchacho hizo una pelota con el grasiento pedazo de pergamino y limpió de migas la mesa. Entonces descubrió la repleta bolsa de Di sobre la cajita de madera donde guardaba sus monedas, y se volvió hacia Di con una mirada inquisitiva.
—La Serpentina está a un buen trecho de aquí. Esto es por las molestias de tu padre —indicó el magistrado—. Puede que se decida a comprarte una capa nueva para el invierno.
El muchachito guardó la bolsa, levantó la cesta, hizo una reverencia y se dirigió a la puerta. Una delicia de chico, se dijo Di.
—Espero con impaciencia vuestras visitas —insistió el magistrado—. Dile a tu padre que no podré pasarme sin esos pastelillos…
La mañana era fría. Aunque Di no podía ver el azul gélido del cielo sin nubes desde su celda, era capaz de imaginarlo. Al despertar, notó el frío a pesar de los braseros kang de ladrillo, alimentados con carbón, dispuestos a lo largo de las paredes y bajo los catres de las mazmorras. Su presencia resultaba reconfortante, pero el escaso calor que difundían se disipaba rápidamente, absorbido por las piedras frías y húmedas de las paredes.
Los carceleros le habían dicho a Di que le avisarían con unos momentos de antelación antes de llevárselo. Tendría tiempo suficiente para lavarse, vestirse y recoger sus pertenencias. Di se preguntó por qué iban a conducirlo a su nuevo destino a pie. Normalmente, los presos eran trasladados en un carromato. Al magistrado se le ocurrían dos posibles respuestas: o bien el trayecto a pie era considerado una especie de humillación pública (el gran magistrado Di Jen-chieh, conducido por las calles como un criminal), o el jorobado, recordando los comentarios de Di sobre el placer de un buen paseo, había obtenido permiso para ello.
Se aseó con el agua helada con cuidado, como si en su piel hubiera heridas dolorosas. Había llegado el día. O escapaba o podía darse por muerto; él y quién sabía cuántos más. Aquella mañana, lavarse le resultó más duro que en otras ocasiones, pero esto era un buen augurio. Se sentía todo lo despierto y alerta de que era capaz, lo cual era muy conveniente porque no tenía la menor idea de cuáles eran los planes del panadero. Pero también dependía de sí mismo, de su capacidad para reconocer el plan y de reaccionar adecuadamente. Di sólo esperaba estar a la altura de las circunstancias.
Terminó de vestirse e hizo cuando pudo por mostrarse presentable. No tenía ningún sentido ofrecer el aspecto de un pordiosero la mañana de su libertad… si resultaba serlo realmente. Observó su larga capa invernal gris, con capucha y con el cuello y los puños de armiño, que era el único signo de su posición que le quedaba. ¿O acaso, reflexionó, era la mañana en que un guardián demasiado impaciente lo atravesaría con su lanza? Con este pensamiento, Di se peinó los pelos de su barba rala y decidió que, cuanta más apariencia de funcionario respetable ofreciese, menos probable sería tal eventualidad. Se ajustó el birrete en la cabeza con cuidado y terminó de alisarse las ropas.
Al salir al aire frío de la mañana, la sensación le resultó casi abrumadora. La impaciencia y los nervios que lo habían estado consumiendo quedaron a un lado por el momento. Di se asombró de cuánto le habían afectado dos semanas de encarcelamiento. Nunca había disfrutado tanto del color, el ruido, los olores y el bullicio. Intentó imaginar lo que sería aquel momento para un hombre liberado después de diez o veinte años de encierro, pero no fue capaz. Notaba las piernas agarrotadas y algo debilitadas por la falta de ejercicio, pero con los pulmones llenos de aquel aire vigorizante avanzó decidido, contento del espacio que se extendía ante él. Sabía que no se comportaba como un buen preso; toda su vida se había resistido a quedar a merced de los deseos de otro.
Aquí y allá vio rostros conocidos, gente del mercado con la que había intercambiado algún comentario durante sus frecuentes paseos. Sin embargo, Di comprobó con extrañeza que todos apartaban la vista de él. ¿Por vergüenza, tal vez? ¿Acaso creían de verdad que se había convertido en un criminal?
De vez en cuando, lanzaba una mirada furtiva a los cuatro alguaciles que lo escoltaban. ¿Participarían también en el plan? Si era así, el magistrado no advirtió el menor indicio en sus rostros solemnes. La pequeña comitiva avanzó en ceñudo silencio mientras Di rememoraba la conversación con el chiquillo. ¿Se le había escapado algún detalle? Intentó estimular su memoria y empezó a repetir mentalmente las palabras exactas que habían empleado. Y vio en su mente los ideogramas del pastelillo, el mensaje de esperanza de azúcar y miel: Ayuda. Huida. Familia Ling. Gracias.
La familia Ling, musitó para sí. Seguía sin recordar aquel apellido.
No se habían adentrado mucho por las callejas del mercado del este cuando escucharon los sonidos inconfundibles de una pelea callejera. De detrás de la fila de tenderetes situada a la derecha de Di provenía una algarabía de invectivas y el ruido de piezas de alfarería que se rompían. Los alguaciles no prestaron la menor atención y el primer impulso de Di también fue seguir avanzando sin volver la cabeza, como acostumbraba hacer en sus paseos para evitar verse implicado como mediador oficial. Sin embargo, le pareció que el revuelo avanzaba con ellos, invisible tras las persianas y las cortinas que ocultaban las trastiendas de los vendedores.
Las voces que discutían se hicieron más estentóreas; la pelea, más encarnizada. Esta vez, el alboroto despertó la curiosidad de Di. Delante de él, en el puesto de un panadero, la trifulca quedaría a la vista en cualquier momento: las cortinas se agitaban y se hinchaban con los bruscos movimientos que se producían al otro lado y, por fin, se rasgaron cuando un hombre y una mujer cayeron sobre ellas y rodaron por el suelo. Estanterías, sartenes, utensilios de cocina, sacos de harina y recipientes llovieron sobre ambos, que siguieron rodando el uno sobre el otro entre aullidos y furiosos tirones del pelo y de las ropas.
El puesto del panadero empezaba a hundirse; panes y pastelillos quedaron esparcidos mientras el aceite caliente de las tinas de freír buñuelos se desparramaba por la calle con un siseo. Ahora, los alguaciles parecían interesados en la pelea. Intercambiaron unas sonrisas y aflojaron su marcha para poder echar un vistazo a la divertida escena.
En aquel momento, la pareja luchaba en el suelo cubierta de harina y de pedazos de masa, mientras los espectadores chillaban y se apartaban dando brincos. El irritado panadero se plantó ante los combatientes empuñando una larga cuchara de madera, maldiciendo a la pareja y a sus antepasados por destrozarle el tenderete; rápidamente, se congregó una pequeña muchedumbre que reía, lanzaba gritos de ánimo y tomaba partido por uno u otro de los contendientes. Di observó que la mujer era joven y muy bonita, incluso con las facciones contraídas de rabia. Los alguaciles ya no podían apartar la vista de la mujer que se revolcaba y cuyas ropas destrozaba su contrincante. Como no estaban de servicio regular de vigilancia, no tenían ninguna obligación de detener la pelea. Y era evidente que no tenían intención de hacerlo.
La mujer abofeteaba el rostro del hombre y descargaba puñetazos contra su pecho mientras él se burlaba y la insultaba, sin dejar de tirar de sus ropas destrozadas, ya de por sí bastante inadecuadas para el frío matinal. Cuando la blusa quedó rasgada por completo y la mujer se encontró combatiendo con los pechos al descubierto, Di observó que sus escoltas se habían olvidado prácticamente de su existencia. Para entonces, la multitud estaba entusiasmada con el espectáculo y un buen número de vendedores se había sumado al tumulto hasta convertir todo el lado norte del estrecho callejón empedrado en un atasco caótico. Los pechos enharinados de la mujer concentraban la atención de todos los varones de la calle.
Di se quedó donde lo habían dejado los alguaciles y buscó desesperadamente una señal. ¿Era aquello lo que habían preparado? ¿Tenía que poner pies en polvorosa? ¿Qué tenía que hacer? ¿Adónde tenía que ir?
En aquel preciso instante, los lamentos dolientes de un millar de flautas hsiao y de caramillos sheng y los sollozos de decenas de plañideras enlutadas que se tiraban de los cabellos llenaron el angosto callejón a treinta pasos del tenderete del panadero. Di volvió la cabeza en dirección a los nuevos sonidos y alcanzó a ver los estandartes blancos que ondeaban enérgicamente contra el frío azul del cielo despejado, con sus caracteres pintados en brillantes colores. Era una comitiva fúnebre, un cortejo enorme que honraba, sin duda, a una persona de enorme riqueza e importancia. Y la comitiva se encaminaba directamente hacia donde estaba el magistrado.
Para entonces, los alguaciles estaban ya metidos en el tumulto. Trataban de separar a los adversarios aferrando aquellos brazos que se agitaban frenéticamente, y cuando casi lo habían conseguido, estallaron entre la muchedumbre inedia docena de nuevas peleas y todo volvió a alborotarse. Empezaron a volar por los aires productos del mercado, así como utensilios, taburetes, mesas, biombos y cortinas. Y en lo único que pensaba Di mientras era empujado de un lado a otro entre la masa de mirones que se reían y gritaban chascarrillos era en cómo podría compensar a los buenos mercaderes de esa calle el gasto que representaba todo aquello.
A continuación, la comitiva fúnebre llegó a su altura y Di se encontró prácticamente barrido, incapaz de resistir la avalancha aunque lo hubiera intentado. Más tarde, al evocar lo sucedido aquella extraña mañana, sería incapaz de recordar en qué momento sus pies habían dejado de tocar el suelo, pero nunca se le olvidaría el momento en que su distinguida capa gris de armiño, la marca inconfundible de su rango, fue arrancada de sus hombros y pisoteada por centenares de pies y por las grandes ruedas de madera de las carretas adornadas con guirnaldas de flores que dejaban tras ellas grandes nubes de incienso. Una celebración con la que se ponía término a todas las celebraciones. Y Di recordaría siempre los sonidos. ¿Cómo podría olvidar jamás la cacofonía de la reyerta callejera mezclada con los lamentos de un centenar de deudos enlutados y con la salmodia de difuntos más dulce, ligera y hermosa que había escuchado nunca? En su memoria, los sonidos que lo abrumaron se convirtieron en las voces dulces y celestiales de un coro de ángeles.
Por la tarde, Di estaba sentado en una salita anónima en algún lugar cercano a las puertas meridionales de la ciudad, no lejos de los barrios amplios y opulentos que rodeaban el extenso parque de la Serpentina. El magistrado levantó la vista hacia su amigo, el jorobado. El alguacil permaneció frente a él mientras Di desenrollaba el plano de la ciudad y, mientras recorría con el dedo las líneas que representaban los barrios meridionales tratando de orientarse, el jorobado posó una mano en el hombro de su superior sin una palabra. A Di, el gesto le resultó casi paternal y le hizo entender lo cerca que había estado de su propio fin y lo mucho que confiaban en él ahora.
Aunque todos los hombres allí presentes —alrededor de veinte— habían trabajado con él anteriormente y le tenían un gran respeto, ninguno se había enfrentado nunca a algo sabiendo tan poco de lo que le esperaba. Todos entendían que Di no podía hacer más para prepararlos y que él mismo no sabía qué podían encontrar. Conocían los detalles de los asesinatos anteriores, desde luego, y el magistrado había esbozado a grandes rasgos su fantástica teoría y les había dicho qué, hacer cuando llegaran a su destino, pero, salvo esto, no sabían mucho más. Di no se anduvo con alardes ni con palabras de ánimo. Cualquier cosa habría sonado a falsa y, de todos modos, no había tiempo para tales zarandajas. Todos podían advertir que el magistrado estaba al límite de la tensión, ocupado en repasar una vez más sus cálculos y en consultar por enésima vez sus notas y planos, que su madre se había ocupado de recoger y esconder cuando lo habían detenido y que aquella mañana Di había hecho traer de su casa.
Aunque no supieran mucho más, cada uno de los hombres tenía sus propios motivos para estar allí y todos eran conscientes de que aquella noche podían muy bien perder la vida. Pero habían sellado su destino y ya no era cuestión de volverse atrás o dejarse vencer por el miedo. Se hablaba poco; los únicos sonidos procedían de los preparativos: el rechinar de la piedra de afilar contra la hoja de la espada, el gemido de la cuerda al comprobar la tensión de un arco, el crujido del cuero endurecido de las vainas. A los presentes les bastaba con saber que se disponían a enfrentarse a un enemigo singular: la oscuridad que había impuesto en Ch’ang-an el poder del miedo.
Por fin, Di alzó la vista de los papeles y se frotó los ojos cansados. Mientras se despejaba, preguntó de repente:
—Alguacil, ¿quiénes son los Ling?
En la sala se oyeron algunas risillas. Entonces, Di escuchó una voz a su espalda:
—Yo soy Ling Ming-lo. Estaba en deuda con usted desde hace mucho tiempo. Una vez, prestó un gran servicio a mi familia en la ciudad de Yangchou. Salvó nuestro nombre del deshonor.
Di se volvió.
—Usted me conoce como el panadero —prosiguió el individuo, un hombre de poco más de treinta años. El magistrado lo observó con atención. No era la primera vez que lo veía. En efecto: era el tipo que se había interpuesto en la pelea de la pareja, entre juramentos y blandiendo la cuchara de madera. El hombre cuyo tenderete había quedado destruido—. Mi padre era jardinero en Yangchou —se limitó a añadir. Di se dispuso a decir algo, pero el hombre continuó—: Algunos de sus hombres han puesto reparos a que yo los acompañara en esta… expedición, pero he insistido en ello. —Hubo algunos murmullos y protestas en la sala—. He cumplido algunos años de servicio militar, sé luchar y defenderme. Y también sé obedecer órdenes.
—No lo dudo —asintió Di—. Además, estoy en deuda contigo. ¿Pero cómo…?
—Por ahora, baste decir que su buen alguacil requirió mis servicios.
—Excelente —dijo el magistrado—. Y yo te devuelvo el favor y te concedo el dudoso honor de sumarte a nuestra fuerza heterogénea conducida por un general decrépito.
Las risas ante la pequeña broma de Di relajaron un poco la tensión.
—En mis años de servicio por las calles de Ch’ang-an he hecho muchos amigos —explicó el alguacil—. Pero usted lleva aquí unos pocos años y, aunque haya creído que pasaba inadvertido en sus paseos diarios y en su trato benevolente y amable con la gente que encontraba, esa gente no lo ha olvidado. No fue preciso explicar por qué estaba detenido. Los detalles eran complejidades innecesarias. Baste decir, magistrado, que todos confiaban en usted. Y no confían en gran cosa más. Son conscientes de que la gran corrupción anida en puestos muy altos. Altísimos.
—¡Pero toda esa multitud…! —se admiró Di al evocar la pelea, la muchedumbre de mirones, el cortejo fúnebre—. ¡Y con tan poco tiempo para preparativos!
—Tiene usted muchísimos amigos en el mercado del este y en sus callejas —le aseguró el jorobado—. Además, está en la naturaleza humana que cualquier interrupción en la rutina cotidiana sea bien recibida, ¿no es cierto? ¡Cualquier oportunidad para la fiesta y el jolgorio, sobre todo si es a cargo de las autoridades!
—No me digas que el funeral también era una representación —dijo el magistrado—. Resultaba demasiado real.
—Tiene razón —dijo el panadero, compungido—. Era real. Ya conoce a mi hijo menor, el que le llevó los pasteles.
—¡No! —exclamó Di—. ¡Por favor, no me digas que…!
—No, no, magistrado. El muchacho está perfectamente. He tenido que prometerle el Conejo de la Luna para que no escape de la casa para venir conmigo. No; el funeral era por su mascota, un gato de callejón blanco y gris con seis dedos en las patas delanteras, que les daban el aspecto de palas de remero. Un animal de patas largas y cuerpo delgado, de singular inteligencia y belleza, con unos ojos verdes de mirada penetrante. Un compañero extraordinario que tenía innumerables amigos entre los tenderos de esa calleja que participaron en su rescate. ¿Comprende, pues, por qué…?
Di se echó a reír, y recordó a cierto perrito, hacía muchos años.
—Comprendo perfectamente, maese Ling. También yo deseo un feliz viaje a su alma.
Tras esto, volvió a concentrarse en los papeles que tenía sobre la mesa. El jorobado se inclinó, muy atento, mientras Di seguía con el dedo el recorrido de una de las sinuosas avenidas del parque de la Serpentina hasta detenerse bruscamente en un pequeño círculo que indicaba un callejón sin salida no lejos de una zona aledaña a la puerta sur del Gorrión Bermellón.
—Ahí es adonde vamos, amigos. Aquí. —Señaló el lugar—. La mansión de la familia Sung. Creo que muy pronto recibiremos allí a nuestros visitantes. —Levantó la cabeza. Nadie dijo una palabra—. Armaos bien. ¿No es eso lo que os diría un general en estas circunstancias? Ojalá pudiera deciros, además, contra qué os tenéis que armar —añadió, encogiendo los hombros en gesto de disculpa. Retiró el banco de la mesa y se puso en pie mientras la estancia se llenaba de murmullos y de voces resueltas—. No puedo deciros más de lo que ya sabéis. Probablemente, nos enfrentaremos a algo… horrendo.