Año 653
Luoyang, la capital oriental, sede del gobierno imperial y emplazamiento del Palacio Real
La luz que se filtraba a través de la cortina de la alcoba aquella mañana debía de producir extraños efectos en el reflejo de su imagen. Era la única explicación. La estampa que le ofrecía el espejo transformaba su apariencia juvenil en una realidad demacrada y profética. Cansados y gastados, los ojos que le devolvían la mirada eran los de una vieja, hundidos en los pozos oscuros de sus cuencas huesudas.
La señora Yang podía apreciar sin ninguna dificultad las bolsas que formaba la piel bajo sus pómulos altos y la palidez marmórea de sus facciones, salpicadas de manchas de origen hepático y de esos pelos ralos que les salen en la barbilla a las abuelas. Sí, eso es lo que eres ahora, le dijo a su imagen reflejada: una abuela. Mejor dicho, no tardaría en serlo. Entonces le llegó la inspiración. Aquélla era, sin duda, la razón de aquella manifestación persistente, de una severidad inusual. Era una señal de la inminencia del parto.
Ladeó la cabeza y echó un vistazo a la bruja del espejo. De la noche a la mañana, se había convertido en su madre. Así pues, era cierto lo que todo el mundo decía: que poco a poco una adquiría, de alguna manera, la imagen de su padre o de su madre. Pero la mujer no había esperado que el proceso fuera tan rápido y alarmante.
Los bruñidos espejos del pasillo que conducía al recibidor recogieron y multiplicaron la misma imagen. Naturalmente, todo era un efecto truculento de una luz poco halagadora, se dijo la señora Yang. Una profecía sin fundamento. Un mero producto de su imaginación. Pero las profecías, bien lo sabía, acababan por cumplirse si una les daba crédito y les insuflaba vida. Intentó apartar de su mente tan inquietante idea. Dio media vuelta y, a continuación, volvió otra vez la cabeza como si quisiera pillar desprevenidos a sus múltiples reflejos. Esta vez eran cuatro, que la miraron de nuevo. Pero en esta ocasión eran un poco más viejos, como si los ojos de la mujer no se engañaran. Y un poco más exasperados que antes… ¡como si se estuvieran hartando de ella!
Elevó las cejas, abrió mucho los párpados y levantó la barbilla con aire enérgico; luego, se miró de perfil en el espejo, volviendo la cabeza a uno y otro lado. La señora Yang sabía que en realidad seguía siendo joven y hermosa y en absoluto parecida a su madre, pero aquel efecto envejecedor, aquella broma de los sentidos, que últimamente le había producido tantos quebraderos de cabeza, resultaba especialmente difícil de desvanecer aquella mañana. Sí, se dijo la mujer, aquello sólo podía significar una cosa. El momento estaba ya muy, muy próximo. ¡Más de lo que había creído! Se incorporó, alarmada. ¡Quizás era ya demasiado tarde! ¡Tal vez era ésa la causa del retraso de su hija aquella mañana!
Incapaz de permanecer sentada sin hacer nada, deambuló por la estancia sin descanso. Era un manojo de nervios. En su ir y venir llegó hasta el diván antes de dar media vuelta y recorrer de nuevo el pasillo. Esta vez intentó cerrar su mente a las reflexiones críticas y mordaces, se encaminó directamente a la ventana y corrió las pesadas cortinas de brocado para contemplar el exterior a través de las rendijas de las sólidas persianas de madera. El patio estaba vacío.
Abandonó el recibidor, pero apenas había recorrido medio pasillo en dirección a sus habitaciones —por un instante, aquellos rostros viejos, fatigados y obstinados la acosaron de nuevo— cuando dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia el vestíbulo de la casa. La cortina apenas había dejado de oscilar después de su último contacto; en esta oportunidad, la mujer la asió y la corrió completamente a lo largo de su barra de madera, tallada con esmero. Abrió los delicados postigos y dejó la estancia a merced de la luz brillante y uniforme de la mañana.
Afuera, el patio estaba tranquilo, bañado por el sol y retadoramente vacío. No llegaba el menor sonido prometedor desde la calle, al otro lado de las altas puertas de madera, ni siquiera un lejano traqueteo de pezuñas. Nada. Olfateó el aire y la impaciencia arrancó un silbido de su nariz. Las macizas puertas parecían testarudas y solitarias, como si no fueran a abrirse nunca más.
Al cabo de un instante, se retiró de la ventana y llamó a los criados. La vitalidad y la determinación fluyeron a su ser, desplazando los sentimientos muertos, ásperos y atrofiados de la frustración y de la pérdida de tiempo. De nuevo, llamó a los criados a gritos desde las puertas del recibidor. En aquel preciso instante, percibió la presencia de su hija.
Wu, la hija, llegó sentada en un palanquín con cortinas transportado en peso por ocho hombres. Llegó como lo hacían todos los miembros de la familia, siempre libres de la común e inevitable necesidad de esforzarse. Todo trabajo era vulgar y despreciable, solía repetirle su madre. Cualquier cosa que no llegara a su hija con facilidad y sin esfuerzo no era indicada para ella.
Últimamente, sin embargo, la señora Yang había tenido que modificar su actitud. La posición de la familia, un día encumbrada, bajo la anterior dinastía Sui y bajo el primer emperador T’ang, Kao-tsu, había decaído un poco. Bajo el reinado de Tai-tsung, el usurpador del trono de Kao-tsu y difunto padre del actual emperador, Kao-tsung, la familia había recuperado parte de su prestigio gracias a la hija. Wu había sido la consorte favorita —joven, embrujadora e imaginativa— del viejo emperador. Ahora, muerto Tai-tsung y con su hijo a la cabeza del imperio, se daban las condiciones para que la familia volviera a ocupar el lugar que le correspondía. Con Tai-tsung, la hija sólo había sido una consorte; con Kao-tsung, en cambio, su papel no tenía limitaciones. Pero no lo había conseguido sin dedicar un esfuerzo y unos sacrificios considerables a ello. Y el trabajo que quedaba por delante para la señora Yang y su hija prometía ser arduo, pero el fin era absolutamente noble y merecía la pena. La madre sabía que su difunto esposo, el amado padre de Wu, habría dado su aprobación. Si una se veía obligada a trabajar, se dijo a sí misma, no había nada mejor que hacerlo con resolución. Ella y su hija demostrarían al mundo qué era trabajar de verdad.
Wu descendió del palanquín a las losas del patio, calentadas por el sol, y posó los dedos de largas uñas en las palmas de las manos que le ofrecían sus doncellas de compañía. La señora Yang estudió con alivio y aprobación el vientre abultado de su hija, ya próxima a dar a luz, que destacaba bajo la seda brillante de su vestido. Bien, pensó. Todavía tenía tiempo.
Apenas la hija había puesto su delicado pie en las piedras cuando un enorme parasol con flecos fue alzado sobre su cabeza para protegerla del sol al tiempo que se desenrollaba ante ella una larga alfombra de ricos colores. Madre e hija cruzaron una mirada. Piensa como una reina. Compórtate como una reina. Sé una reina. La señora Yang había aleccionado a su hija Wu a repetir estas palabras mentalmente cada día, igual que las monjas del budismo Mahayana invocaban a numerosos salvadores ayudantes. Todo era pura mentalización. A esto se referían los budistas cuando hablaban de trascender la materia con el pensamiento. La señora Yang lo entendía perfectamente.
Madre e hija se sentaron a solas en torno a la gran mesa, a la sombra del cenador del jardín.
La madre había despedido a las doncellas para asegurarse una absoluta intimidad. Las seis muchachas caminaban ahora entre risas y murmullos junto al estanque, de aguas como un espejo; desde allí no podían oír lo que hablaban sus dueñas. La madre sirvió a la hija un poco de vino frío mientras daban cuenta de un plato de cerdo frito al jengibre y un poco de fruta con miel.
—¿Aún sigue complacido? —preguntó la señora Yang con la boca llena, señalando con los palillos el vientre de su hija.
—En gran medida —respondió ésta con una sonrisa—. Todo le complace. —Tomó un abundante bocado y añadió—: Tenías razón, madre. Por supuesto.
—Dime en qué tenía razón —quiso saber la señora Yang, satisfecha, al tiempo que empalaba un pedazo de carne.
—Ya sabes que ha heredado las predilecciones de su padre. —Wu pasó el revés de la mano por el canto redondeado de la mesa con gesto sensual—. Pero, en el hijo, son más que predilecciones.
—La casta es la casta, tanto entre los caballos como entre los hombres. Todas las características se manifiestan con el tiempo —afirmó la madre y se llevó a los labios un trozo de sabroso cerdo—. Las predilecciones del padre se convertirán finalmente en las costumbres del hijo. Si se cultivan un poco, naturalmente —añadió.
Luego, pensativa, fijó la mirada en el plato y en la copa de vino, disfrutando de la agradable intriga, del entendimiento tácito entre ambas de que todos los detalles serían revelados a su debido tiempo. La hija extendió la mano derecha sobre la mesa brillante con gesto lánguido. La señora Yang observó que sólo cuatro de sus dedos mostraban las uñas largas y cuidadas; un capuchón de exquisito cloisonné cubría la yema de su dedo corazón, el más largo. Madre e hija se sonrieron.
—Ciertas cosas que deleitaban al padre también lo hacen con el hijo —apuntó Wu—. Pero en éste los gustos son más… ¿cómo lo diría?… están más desarrollados.
—… más plenamente realizados —sugirió la madre.
—Con mi ayuda, por supuesto —añadió la hija. Alzó la mano derecha con el dedal e inclinó el cuerpo hacia su madre por encima de la mesa—. El emperador Kao-tsung se vuelve loco con este dedo —cuchicheó.
La señora Yang echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas. Su risa era contagiosa y las dos se desternillaron, balanceándose en sus asientos hasta atraer la atención de las doncellas, que las miraron alarmadas desde el estanque. La señora Yang dejó sus utensilios a un lado y se secó las lágrimas. La hija apoyó la barbilla en la mano y estudió el placer de su madre.
—Es cierto —insistió Wu-chao, tratando de recuperar una pizca de seriedad—. La emperatriz hace cosas por él, pero con indiferencia, sin ningún placer, sólo porque es su deber conyugal. Está dispuesta a hacer lo que su imperial marido exija. Pero él se da cuenta, lo percibe y me confiesa que la actitud de la emperatriz apaga su deseo. Yo, en cambio…
Se encogió de hombros. No necesitaba terminar. Adelantó de nuevo la mano y sacó el capuchón de cloisonné, ofreciendo el dedo al examen minucioso de su madre.
—He hecho que los médicos del emperador me extirparan la uña para que no volviera a crecer. —Al oír la declaración de su hija, la señora Yang hizo una mueca. Wu cogió el dedal y lo contempló con admiración—. He mandado fabricar muchos de estos objetos, de diferentes colores y formas. Protegen el extremo sensible del dedo. Y, naturalmente, su presencia sirve para recordarle al emperador en todo momento…
Las dos se echaron a reír otra vez y Wu volvió a colocarse el dedal con un movimiento exagerado y sensual que provocó en la madre una comedida sonrisa de admiración.
—He desarrollado para él una técnica muy sutil, madre; la he perfeccionado y te aseguro que le hace perder todo control de sus pasiones. Es la absoluta renuncia de su voluntad. Su miembro se pone tan rígido que pasa «de arenisca a jade». —Wu se acarició con cariño aquel dedo talentudo.
—Ningún sacrificio es excesivo —apuntó la señora Yang.
—El dolor y la excitación alcanzan tal grado de tormento y de éxtasis que queda absolutamente incapacitado. ¡Absolutamente! Tan desvalido como un niño de pecho. Si lo dejara en ese momento, creo que se volvería loco. Se convierte en un muñeco, en un juguete con una cosa entre las piernas dura como una roca… —Wu se calló unos instantes mientras evocaba el recuerdo de la lujuria indefensa del emperador.
—Es la tortura más exquisita —continuó—. El flujo del ch’i a través de los conductos inferiores de su cuerpo queda prácticamente obturado, de modo que esos humores son devueltos a su organismo. Entonces es totalmente incapaz de liberar la presión que se acumula dentro de él. A no ser… —hizo una pausa—, a no ser que yo lo libere. ¿Sabes, madre, cuántas veces lo he llevado a ese estado y luego lo he abandonado…? ¡Sólo en broma, para burlarme de él! Lo he llevado a esa maravillosa dureza y luego le he atado las manos… siempre jugando, entiéndeme —explicó Wu, abriendo las manos—, lo he atado a los postes del dosel de la cama con el ceñidor de seda de mis ropas.
Wu suspiró de placer y tomó con los palillos un bocado de fruta, al tiempo que bajaba los ojos modestamente. Al cabo de un momento, continuó:
—Y luego (ésa es la parte más divertida, madre) bailo para él, levantando las faldas muy por encima de las rodillas; y hay ocasiones en que, sencillamente, giro seductoramente en torno al diván, y me contoneo y me acaricio… Él es incapaz de soportarlo. Me dice que ninguna de las otras es capaz de llevarlo a ese estado. Intenta cogerme o, al menos, eso finge. Es una de las cosas que más le excita. El depredador aprisionado. Intenta liberarse de la seda mordiéndola como un animal salvaje, agita los postes del dosel y los hace temblar hasta el punto que temo que la cama vaya a hundirse en cualquier momento. Creo que podría escapar si realmente quisiera hacerlo, pero no es así. Siempre se detiene antes de hacerse daño o destrozar el mobiliario. El juego sólo le sirve para excitarse hasta la locura; le extasía la demora, la espera, con su verga de jade latiendo, hinchada hasta casi estallar… La cabeza de su «tortuga» es tan roja y brillante como los pilares bermellón de su porche.
—Sin duda, ya se fijó en esa burlona perversidad tuya cuando era el príncipe heredero y te observaba de lejos. Ya entonces, algo en él, inconsciente e inmaduro, se sentía atraído hacia ti. En esa época, él apenas lo entendía. Pero yo lo sabía. Muchas veces, lo sorprendía observándote. Ya lo tenías prendido.
»Al principio, el príncipe no comprendía qué le sucedía en tu presencia —continuó la madre, como si le contara a su hija la historia de personas de un tiempo remoto—. Tal vez lo tomó por simple deseo, por mera lujuria que quedaría saciada cuando finalmente se acostara contigo. Pero, naturalmente, no podría hacerlo mientras continuaras siendo consorte de su padre, de modo que tuvo que borrar la idea de su cabeza, ya que no podía hacer nada al respecto. Pero entonces llegó el momento en que vio expedito su camino y tú eras el agente del destino. ¡Tú! —La señora Yang señaló a su hija y sacudió el dedo—. No te había podido apartar de su mente.
Wu se sentó muy erguida, absorbiendo extasiada cada palabra de la conocida historia de su creciente influencia. Nunca se cansaba de escuchar el relato.
—Es cierto, madre. Es incapaz de apartar sus ojos de mí, ni siquiera cuando está presente la emperatriz. Ella se muestra tolerante. Supongo que lo considera un interés pasajero por otra mujer. O, tal vez, que debemos limitarnos a compartirlo: ella, como emperatriz, y yo, como primera consorte. —Wu se arrellanó en su asiento y entornó los ojos—. Sí, ella es tolerante, pero la corte… La corte es otra historia. Lo peor son los seis viejos consejeros de Tai-tsung a los que el difunto emperador dejó encargado que cuidaran de Kao-tsung como otras tantas amas de cría melindrosas. Eso no se hace, dicen todos ellos en un coro estúpido, moviendo la cabeza. No es un comportamiento correcto, según ellos. Esos viejos aristócratas creen que cualquier mujer que forme parte de la vida de Tai-tsung debería ser relegada a un palacio distante o a un convento y llevar allí una existencia de luto perpetuo. Y consideran que, a la muerte del esposo imperial, sus mujeres deben darse por acabadas, por muertas. Los consejeros han dejado muy claro que eso es lo que preferirían. Mi presencia es apenas tolerada… y sólo porque he proporcionado a Kao-tsung el temple necesario para enfrentarse a ellos. Mientras no me deje ver demasiado, mientras me mantenga en un segundo plano, mientras él utilice las escaleras de servicio para llegar hasta mí, los consejeros no organizarán ningún escándalo sonado. Pero no les gusta, madre. No les gusta en absoluto. ¡Claro que a mí tampoco me gusta ese condenado grupo de viejos entrometidos! —Hizo una pausa para paladear su justa indignación—. ¡Qué absurdo, madre! ¡Que seis ancianos que deberían estar en la tumba desde hace tiempo compartan un poder casi igual, una responsabilidad pareja en el gobierno…! ¡Es absurdo! ¡Absurdo!
Wu descargó sobre la mesa una enérgica palmada que hizo temblar la vajilla.
—¡Deberían estar todos en el infierno, madre! —exclamó en voz alta. Sus palabras atrajeron de nuevo la atención de las doncellas que aguardaban junto al estanque—. ¡Son viejos y deberían morir antes de interponerse en mi camino!
—¿Has terminado? —preguntó la señora Yang con tranquilidad. Su porte era sereno y controlado; su tono de voz reflejaba una larga experiencia en el trato con su hija—. Quizá llegue el momento —añadió con una sonrisa insinuante— en que mi hija comprenda que la corte no cuenta. Que los deseos de los consejeros, sus proyectos para el joven emperador y su consorte no importan en absoluto.
Al contemplar el hermoso rostro de su madre y escuchar sus palabras tranquilizadoras y su tono confiado, que siempre eran un bálsamo para su carácter incendiario, Wu se relajó de nuevo. Siempre, en toda circunstancia, podía confiar en su madre.
—Ya casi lo tienes encandilado, Wu-chao —dijo entonces la señora Yang.
—¿Qué quiere decir «casi»? ¿A qué te refieres, madre?
—Me refiero, querida mía, a que todavía no lo has conquistado. Solamente has atrapado a la bestia que hay en él; todavía te queda hacer caer en la trampa al hombre. —La señora Yang se llevó un dedo solitario hasta la altura de la nariz con gesto enérgico. Cerró un ojo como si se dispusiera a tasar una pieza de joyería y miró a su hija—. Todavía no tienes su devoción completa. Llevas muy poco tiempo con Kao-tsung. Demasiado poco para poder estar segura. Y, por supuesto, está la emperatriz, que se interpone en tu camino.
»También está el Consejo de los Seis, aunque éste es el menor de tus problemas. Los consejeros le indican al emperador lo que puede o no hacer, con quién debería casarse… Probablemente, les gustaría marcarle incluso cuándo tomar aliento o cuándo ir de vientre, si él lo tolerara. Y, ya que hablamos de ello, no estoy muy segura de que nuestro joven emperador posea la fuerza de voluntad necesaria para resistirse…
La señora Yang movió la cabeza a un lado y otro y dejó la frase en el aire. Con la barbilla apoyada solemnemente en el hueco de la mano y los dedos cerrados ante los labios, Wu aguardó embelesada a que su madre dijera algo más. Entonces, de repente, la señora Yang alargó las manos y tomó por las muñecas a su hija.
—¡Tú tienes la oportunidad de cambiar todo eso! Tienes una oportunidad única, perfecta y preciosa —declaró con vehemencia.
—¿De qué se trata? —Wu estaba perpleja.
—Posees algo que agrada a Kao-tsung. Algo que complace en gran medida al emperador. Kao-tsung está muy orgulloso del hijo que le darás. Este niño —exclamó, al tiempo que alargaba la mano y la colocaba sobre el vientre de su hija— es el instrumento del destino que estábamos esperando.
La hija bajó la vista a la mano que la tocaba. Después, alzó de nuevo la mirada hasta encontrar la de su madre.
—¿Qué estás diciendo, madre?
—Estoy diciéndote, hija mía, que debes adueñarte de la situación —susurró la señora Yang, al tiempo que retiraba la mano—. Se te presenta una oportunidad de ganarte completamente a Kao-tsung, en cuerpo y alma, pasando por encima de las reticencias del Consejo de los Seis, y, al mismo tiempo, apartar de tu camino el estorbo de poca monta que significa la emperatriz. Todo eso puede hacerse con rapidez… y convenientemente. —La mujer hizo una pausa para observar la reacción de su hija—. Supongo que entiendes lo que estoy diciendo, ¿verdad?
—Lo entiendo perfectamente —asintió Wu, y añadió en voz baja—: Poco después de que tenga el niño…
—No más de una quincena —precisó imperiosa la madre—. No más de ese plazo.
Wu no dijo nada; se sentó y asintió con la cabeza, pensativa.
—Debes saber —continuó la madre, bajando de nuevo la voz e inclinándose hacia delante— que tu padre vino a verme anoche. Dice que no descansará hasta haber hecho todo cuanto esté en su mano por ti. —Abrió los brazos en un amplio gesto que abarcaba todo el jardín—. Su espíritu debería haber pasado a formar parte de todo cuanto existe aquí: las piedras, los muros, los árboles, los estanques, los peces. Pero en lugar de ello sigue esperando. Emergiendo del éter, logra mantener durante unos momentos una forma provisional y vacilante, un delicado equilibrio entre lo real y lo irreal, entre lo material y lo inmaterial, entre el ser y el no ser, entre la sustancia y la forma, entre el anatta y el atman… Y lo hace por su hija. Por ti. —La madre se inclinó aún más sobre la mesa y continuó su cuchicheo—: Los textos del budismo Hinayana me han ayudado a comprender este proceso. Está todo en el sutra del Diamante. Pero, naturalmente, los tibetanos lo llevan mucho más allá…
—Madre, ¿qué te dijo exactamente? —preguntó Wu, impaciente.
—Tu padre puede ver el pasado y el futuro. Para alguien como él, que ha trascendido estas rudimentarias ataduras materiales, el tiempo no tiene esa tediosa dimensión lineal. Para él, todo el tiempo es como un lazo de seda. Fíjate bien. Coges los extremos de la cinta y haces un lazo de esta manera… —Con una servilleta de seda, la señora Yang hizo una lazada y juntó los dos extremos—. ¡Ya está! —Contempló con satisfacción el resultado—. El pasado y el presente convergen así y, para quien se encuentra en medio —sostuvo en alto la representación para que la observara su hija—, todo el tiempo y todos los acontecimientos resultan igualmente visibles. La invisibilidad es un concepto que sólo defienden los ciegos. No existe ninguna diferencia, ninguna distinción en absoluto entre lo que ya ha sucedido, lo que se produce en el presente y lo que aún tiene que acontecer. Para quien está en el centro, todo es lo mismo.
El crepúsculo descendía sobre el jardín y la media luz daba un carácter excepcional y peculiar a las palabras de la señora Yang. Los cuidadores del jardín y las doncellas se habían retirado al interior de la casa hacía rato y todos los criados sabían que no debían acercarse. Aquí y allá, las aves nocturnas empezaban sus cantos con notas pálidas y tímidas que florecerían en composiciones completas bajo la protección de la oscuridad. Los insectos lanzaban sus chirridos entre las hierbas altas junto al estanque de las carpas, las ranas croaban y el fresco aire del atardecer se notaba cargado.
—A veces, en sus apariciones, vibra como si no consiguiera fijarse en el plano material —continuó la señora Yang—. Otras veces, resulta muy tangible. En estas ocasiones, me siento más que segura de que alcanzaré a percibir el calor de su aliento —explicó con afecto—. Ha visto el futuro y el nacimiento de tu hijo —añadió.
—¿Será niño o niña, madre?
—No lo ha dicho.
—¿Y no se lo has preguntado?
—Una no hace preguntas a un alma en tal estado de tránsito. Se limita a escuchar —dijo la madre con la dignidad y seguridad de un erudito que corrigiera un error en un texto—. Pero una cosa dijo: no debes esperar más de una quincena. La oportunidad se presenta como una puerta en una mansión de sólidas paredes de granito sin ventanas —continuó la señora Yang en su tono suave y apremiante—. Y sólo los más valientes abren esas puertas cuando aparecen.
—No importa, madre —respondió Wu, contundente—. Yo me ocuparé de todo. —No estaba demasiado convencida de la historia de las visiones de su madre, pero creía a pies juntillas en la infalibilidad de sus palabras.
—Y el resto vendrá a continuación. Eso es lo que tu padre ha…
—¿Lo que ha predicho?
—¡Cielos, hija, no! Las predicciones son para los ciegos —precisó la señora Yang al tiempo que se levantaba del asiento—. Tu padre hace declaraciones de hechos. Hace anuncios oficiales.
Las primeras luces de la mañana se colaban en el cuarto de los niños, y Wu reposaba en un asiento con su hija recién nacida en el regazo. Contempló con asombro la miniatura perfecta de las facciones de la niña: los labios curvos, delicadamente esculpidos, las brillantes pestañas apoyadas en el carrillo y la piel traslúcida con las venas azules extendiéndose debajo como zarcillos. Abrió uno de los puños diminutos, extendió los deditos, examinó los verticilos de la palma y de las yemas y, volviendo la manita de la pequeña, inspeccionó las uñas, increíblemente minúsculas pero ya completas, rosadas como escamas de madreperla. La niña yacía de espaldas en ese extraño estado de adormecimiento propio de los recién nacidos, no dormida pero tampoco despierta, agitando brazos y piernas como si soñara y con un gesto enfurruñado, como concentrada en algún malestar interno. Wu puso el índice entre los ojos de su hija y alisó la arruga de preocupación; la pequeña cerró los puños y los agitó en el aire.
Abrió la delantera de la túnica y, sentada bajo los primeros rayos del sol, amamantó a la niña durante un rato, sin apartar la vista del rostro menudo y de los ojos opacos que se abrían esporádicamente mientras la pequeña se alimentaba. Cuando ésta tuvo suficiente y empezó a dormirse, Wu se levantó, con gran cuidado de no despertarla, y la acostó en su cama.
Wu aguzó el oído. No escuchó voces próximas, ni pisadas en el pasillo. Estaba completamente sola. Cogió un edredón grueso, se acercó a la cuna y estudió a su hija, grabando en la memoria las facciones de la criatura dormida. «Vas a contribuir a engrandecer a tu padre» —le susurró; a continuación, colocó el edredón sobre el rostro de la niña y apretó con toda su fuerza.
Mucho después, le pareció despertar de un sueño. Abrió los ojos, vio que la niña había dejado de moverse y dejó de apretar. Sacó el edredón, volvió a la pequeña boca abajo, colocó brazos y piernas en una posición normal, como si durmiera, y arropó el cuerpo con la colcha.
Se metió en la cama, dispuso las almohadas a su alrededor, se soltó el cabello y lo desordenó como si acabara de despertar. Oyó aproximarse los pasos de Kao-tsung y escuchó su cortés llamada a la puerta.
—Mi señor no necesita llamar —dijo, como de costumbre; el emperador asomó la cabeza, como siempre, y le dedicó una sonrisa antes de entrar.
—He pensado que tal vez querrías descansar un rato más esta mañana —murmuró él con tono solícito.
Wu lo observó mientras se acercaba al lecho. La mujer sabía que existía la opinión generalizada de que Kao-tsung era un joven débil a quien quizá faltaba un poco de decisión, en abierto contraste con su padre, Tai-tsung, amado y venerado como un dios. Con todo, el rostro bien parecido del joven emperador y la simetría de su figura le daban, a los ojos de Wu, un aspecto satisfactorio de fuerza viril. El resto lo aportaría ella. Wu sabía que dentro de ella tenía fuerza de sobra y se disponía a regalarle una parte. Su amante iba a convertirse en un hombre mucho más fuerte.
Wu le dedicó una sonrisa.
—¡Me siento muy bien! —dijo, y cogió la mano del hombre cuando éste hincó la rodilla junto a su lecho—. Soy una mujer muy feliz.
Soltó la mano y atrajo su cabeza hacia ella, forzando a Kao-tsung a apoyar el rostro sobre su vientre distendido.
—Pero me temo que te he decepcionado —añadió con tono apenado.
—¿Decepcionarme? —exclamó él, al tiempo que alzaba la cabeza—. ¡Imposible! ¿Cómo podrías…?
—Bueno, la niña es muy bonita…
—La cosa más bonita que he visto nunca —asintió él.
—… pero es una niña. Yo querría haberos dado un varón.
—No quiero varones —respondió el emperador con fervor, al tiempo que besaba sus manos—. Quiero hijas, hijas tuyas, que sean igual que tú cuando crezcan.
—¡Vaya cosas dices! —murmuró ella con una sonrisa acompañada de un movimiento de la cabeza—. ¡Un emperador que declara que no quiere varones! Sólo lo dices para no herir mis sentimientos.
—No. Hablo en serio —declaró él, con la voz sofocada por la ropa de cama.
—¿Entonces, quieres a la pequeña?
—Es parte de ti y parte de mí. La amo —afirmó Kao-tsung con profundo sentimiento.
—¿Por qué no la contemplamos juntos? —propuso Wu, como si acabara de ocurrírsele la idea—. Hagamos que nos traigan a nuestra hija y así podremos admirar su perfección. Y dirás todo lo que te venga en gana acerca de ella.
Hizo sonar la campanilla para llamar a la doncella y envió a ésta al cuarto de los niños.
—Asegúrate de que esté limpia y perfumada —indicó a la muchacha cuando ya se marchaba. Se volvió a Kao-tsung con una sonrisa y añadió—: Dile que su padre desea verla.
El sol bañó el lecho con sus rayos sesgados. Kao-tsung, aún de rodillas, apoyó el torso sobre Wu mientras ella le acariciaba el cuello y los hombros. El emperador desplazó el cuerpo un poco más arriba, aplastándola bajo su peso, y posó los labios en la piel del cuello de Wu.
—¿Cuánto tiempo más…? —susurró.
—¡Oh! Quince días, por lo menos —respondió ella—. Tal vez un poco más.
El emperador emitió un gruñido de frustración.
—¡Pero ya hace diez días que nació la niña! —protestó débilmente, respirando junto a su clavícula y apretando con suavidad su pelvis contra la de ella.
—Si mi señor lo desea, será antes —murmuró Wu con voz humilde—. Si su necesidad de mí es tan grande que no puede esperar, correré el riesgo.
—¡No, no, no! —protestó él—. No. Esperaré, si es preciso. Pero…
Wu cogió a su amante por las orejas, lo obligó a levantar la cabeza y le dirigió una sonrisa de complicidad.
—Pero no te preocupes —musitó con aire pícaro—. Te atenderé cumplidamente. Soy una mujer… una mujer con recursos —y pasó la lengua por uno de los párpados del emperador—. Hay muchas otras torturas que puedo infligirte, ¿verdad? —cuchicheó a continuación—. Sí, se me ocurren toda clase de cosas.
Desplazó las manos hacia abajo y le hizo cosquillas a lo largo de las costillas hasta hacerlo revolcarse entre carcajadas, con el rostro enterrado en las ropas perfumadas del lecho.
—¿Señora? —Una voz femenina temblorosa procedente de la puerta hizo que Wu interrumpiera bruscamente el juego y que la risa de Kao-tsung muriera en sus labios. Los dos se volvieron a observar a la doncella, que aguardaba en el umbral de la estancia con un bulto en brazos y con el rostro blanco de pavor.
Los criados iban de una parte a otra de puntillas, espantados y admirados de la terrible pena de la desgraciada dama. Wu llevaba un día y una noche llorando y gimiendo sin parar. A los largos y estridentes gritos desgarradores les sucedían los gemidos graves, hondos, de una desazón mortal. Después, la voz se alzaba de nuevo, intensa y aguda, antes de desintegrarse en otra serie de sollozos. Luego empezaban otra vez los gritos, roncos y potentes.
Todos se preguntaban de dónde sacaba la energía pues, además, la oían derribar muebles, romper cosas y dar patadas a las paredes. Por el ruido, parecía un elefante en pleno acceso de locura.
El día anterior había llamado a su madre, y trajeron a la señora Yang de la ciudad. Impecablemente vestida y engalanada como para una gran celebración, rebosante de engreimiento, había llegado a palacio a media tarde y acudido directamente a los aposentos de su hija. Allí había pasado la noche y allí seguía todavía, entrada ya la mañana. Algunos criados cuchicheaban entre ellos que les parecía distinguir dos voces distintas que gemían y lloraban alternándose; otros sirvientes rechazaban tal idea por ridícula; ¿qué madre incitaría a su hija a dar rienda suelta a su dolor de manera tan excesiva, tan agotadora y angustiosa?
Cuando la señora Yang hizo acto de presencia en palacio, todos quedaron asombrados de la semejanza entre madre e hija. No sólo eso: las dos mujeres incluso parecían de la misma edad. La bella Wu, como todo el mundo sabía, tenía veintisiete años, y su madre no parecía mayor. Según una de las doncellas de la consorte imperial, la señora tenía cuarenta y uno; había tenido a su hija cuando sólo contaba catorce. Eran prácticamente la misma persona.
¿Y dónde estaba el emperador? Deambulando lleno de abatimiento por los pasillos, destrozado y aturdido. De vez en cuando aparecía, pálido y demacrado, y llamaba a la puerta y suplicaba, pero las dos mujeres no abrían y continuaban sus lamentaciones. Los quejidos eran una evidente tortura para él. Se tapaba los oídos y lanzaba gemidos con una expresión de dolor e impotencia en su rostro. Luego se marchaba, para volver a intentarlo un rato después.
Cerrarle las puertas de aquella manera era algo terrible, realmente terrible, decían los criados. Él haría cualquier cosa por ella. ¿Acaso las mujeres pensaban que al emperador no le consumía la pena?, preguntaban unos. Sí, pero el dolor de una madre siempre era peor, replicaban otros. Nadie puede conocer el dolor de una madre.
A primera hora de la tarde, el llanto cesó de pronto. Poco después, la puerta de los aposentos de la consorte Wu se abrió y salió la señora Yang, con el mismo aspecto inmaculado que a su llegada, el día anterior. Sin dirigir una palabra a nadie, abandonó el palacio entre el crujido de las sedas y el tintineo de las joyas.
Kao-tsung estrechó con fuerza las manos de Wu y contempló su rostro hinchado y mustio. El cabello le colgaba enmarañado y su pecho y sus brazos mostraban los largos arañazos que se había infligido. Tenía la expresión vacía y los ojos secos. La sala estaba patas arriba: cortinas arrancadas, jarrones rotos, tapices y edredones hechos trizas, muebles astillados y volcados y restos de comida arrojada contra la pared. Las ropas de la mujer colgaban de su cuerpo hechas harapos.
Wu permaneció sentada, sin decir nada y con los ojos entrecerrados.
—Por favor —susurró Kao-tsung—. Dime qué puedo hacer para que vuelvas a ser feliz. Te lo suplico.
Ella levantó la vista y le lanzó una mirada penetrante.
—¿Qué puedes hacer? Devuélveme a mi pequeña. Vuélvela a la vida y deposítala en mis brazos.
—Si pudiese, lo haría —respondió él con un gemido—. Lo haría mil veces… —insistió, y agachó la cabeza para romper en sollozos.
—Eso, o… —se dispuso a añadir Wu, y el emperador alzó de nuevo la cabeza con expectación.
—¿Qué? ¿Qué? Lo que sea. Te lo prometo.
Ella lo miró fijamente.
—Hazme emperatriz —dijo.
Kao-tsung irguió el cuerpo, boquiabierto, incapaz de responder.
—Pero… —titubeó.
—Hazme tu emperatriz y me devolverás la alegría. Nada conseguirá jamás borrar el dolor que siento; permanecerá en mi interior, enroscado como una serpiente, durante el resto de mi vida. Pero, al menos, lo que te pido es una alegría que puedes otorgarme.
—¡Pero ya tengo una emperatriz! —protestó débilmente Kao-tsung—. Lo sabes perfectamente. La escogió mi padre para mí y no puedo…
—Me decepcionas —replicó ella al escucharle—. Dices que harás cualquier cosa por mí, pero te pido algo tan sencillo y me respondes que no puedes hacerlo.
—¡Pero… pero me pides algo tan extraordinario como que devuelva la vida a la pequeña! —protestó él—. Es imposible. No puede hacerse. Yo… tendría que deponer a la emperatriz, saltarme todos los antecedentes, causar terribles quebrantos y actuar contra la voluntad del Consejo de los Seis y de mi difunto padre. Y la familia de la emperatriz se volvería contra mí y contra todos mis descendientes. ¡Durante generaciones, probablemente! ¡Lo que me propones me partiría en dos!
Wu no dijo nada pero bajó los párpados, hundió los hombros y clavó la mirada en el suelo.
—Muy bien —susurró—. Muy bien.
Kao-tsung se había incorporado y deambulaba arriba y abajo con aire de desesperación y de impotencia.
—Por favor —rogó, con los brazos extendidos en gesto suplicante. Ella no dijo nada. El emperador se detuvo y la miró. Después, descubrió el único objeto de la estancia que no había sido destruido, un vaso de noche vacío que asomaba debajo del lecho. Lo cogió y lo arrojó contra la pared.
Los ancianos miembros del Tsai-hsiang, el Consejo de los Seis, ocupaban sus escaños frente al emperador Kao-tsung con el aspecto de sabias y venerables tortugas. Sus facciones arrugadas y fláccidas estaban contraídas de incredulidad e indignación.
—¡No podemos permitirlo! —exclamó Sui-liang, el consejero de más edad, con un pronunciado temblor en los pliegues de la piel de su sotabarba—. Vuestro padre nos encargó la sagrada misión de ocuparnos de vos, de ser sus ojos después de muerto.
—Si tuvierais a vuestro padre sentado ante vos, ni se os pasaría por la imaginación hacer lo que planteáis —intervino Wu-chi, quien, a sus sesenta años, era el miembro más joven del consejo—. Desafiarnos es desafiar a vuestro padre. ¡Más aún! ¡Nosotros somos vuestro padre! —declaró, levantando las manos y agitándolas en dirección a Kao-tsung—. Vuestra esposa es una emperatriz perfecta. Vuestro padre la amaba. Y también el pueblo.
—La emperatriz está libre de todas las malas características femeninas —terció el viejo Han-yuan—. No es ambiciosa, ni vana, ni intrigante. No es celosa. Es inocente, agraciada y recatada. Y es hermosa. ¡Y os ha dado un hijo! —añadió, agitado, elevando el tono de su voz vieja y cascada—. ¿Cómo se os ha ocurrido esa idea?
Kao-tsung no respondió. Permaneció sentado, mascando con gesto nervioso.
—No tengo que dar explicaciones a nadie —dijo por último—. Si quiero destituir a la emperatriz, no tengo por qué dar cuenta de mis motivos. Debería bastaros a todos con saber que los tengo.
—¡Ah, joven estúpido! —exclamó Lai-chi al oírle—. ¡Mirad a la cara a vuestro padre y repetid eso! ¿Acaso no os importa la posteridad? ¿Y la familia de la emperatriz? ¿Deseáis su enemistad durante generaciones? ¿Dónde creéis que descansa la estabilidad del buen gobierno? ¿En los deseos de un joven egoísta? —preguntó con pasión.
—Por lo menos, pensad en el pueblo —planteó Wu-chi en un tono más contenido, al tiempo que posaba la mano en el brazo tembloroso de su colega para apaciguarlo—. La plebe… son como niños, en cierto modo. Necesitan saber que la vida de quienes los gobiernan es firme, que no está sometida a los caprichos de la indecisión humana y del destino como las suyas. ¡Sois responsable ante ellos!
—En otras palabras —corroboró Min-tao, asintiendo—, vuestra vida no es vuestra. Haríais bien en recordarlo: Pertenecéis al pueblo, al recuerdo de vuestro padre, a la historia…
—Esperad —intervino Ho-lin, que no había abierto la boca hasta aquel momento y había permanecido sentado con sus ojos viejos y cautos fijos en Kao-tsung—. Tengo una pregunta para el joven emperador. ¿Acaso tiene ya prevista una… una sustituía? ¿Desea desembarazarse de la emperatriz por algún defecto de ésta, o simplemente se propone reemplazarla por otra mujer?
Kao-tsung se movió en su asiento.
—Es un asunto personal —respondió con voz tensa, rehuyendo la mirada del anciano.
—Creo que sería mejor que nos pusierais al corriente —dijo Ho-lin.
—Sí —le apoyó Lai-chi, con voz irritada todavía, pero ya más tranquila—. Será mejor que nos lo contéis todo.
—Es Wu Tse-tien —respondió Kao-tsung a regañadientes—. Deseo que mi consorte Wu sea la nueva emperatriz.
—¡Wu Tse-tien! —exclamó Han-yuan, mirando en torno con incredulidad—. ¡Pero… pero si fue consorte de vuestro padre! ¡Ya es bastante penoso que os acostéis con ella! Eso ya es un escándalo terrible, ¡pero hacerla emperatriz…! ¡Destruir un voto matrimonial sagrado e instituir en su lugar una relación corrompida, para… para dar satisfacción a vuestras… a vuestras pasiones inmoderadas… a vuestras necesidades egoístas y vulgares… a vuestras…! —balbuceó, sin saber cómo terminar.
—Sería, simple y llanamente, incesto —sentenció Min-tao en tono rotundo, al tiempo que se ponía en pie con esfuerzo—. Por mí, podéis acudir al mausoleo de vuestro padre y orinar en él. No pienso escuchar una palabra más.
Tras esta declaración, el anciano dio media vuelta y abandonó la sala. Los demás consejeros se dispusieron también a levantarse de sus escaños entre murmullos y movimientos de cabeza.
Kao-tsung se levantó y empujó su silla hacia atrás con un gesto de exasperación. Sui-liang rodeó la mesa y lo asió por el brazo. El más anciano de sus ministros contempló al joven emperador con un brillo de fervor en sus ojos viejos y lacrimosos.
—Recordad lo que estáis haciendo —lo apremió—. Recordad que podéis contármelo todo. ¡Cualquier cosa! ¡Para eso estoy aquí! ¡Por encima de todo, soy vuestro amigo! —Se acercó más a su oído y le susurró en tono confidencial—: No he sido siempre el viejo marchito que ahora tenéis ante vos. ¡Yo también fui joven una vez!
Durante unos instantes, Kao-tsung contempló al anciano casi como si diera crédito a tan estrafalaria declaración, pero la mirada no se prolongó. Se sentía incapaz de articular palabra. La expresión del viejo amigo de su padre era tan franca, tan implorante, tan llena de confianza en que el joven emperador recapacitaría, que Kao-tsung se encontró paralizado. Lo único que podía hacer era sacudir la cabeza con aire apenado. Wu-chi se acercó al viejo consejero Sui-liang y le puso la mano en el hombro. Sui-liang retiró la suya del brazo del emperador, cruzó una mirada con Wu-chi y asintió.
—Sui-liang tiene razón —dijo Wu-chi a continuación—. Y podéis hablar conmigo, también. Vendréis a visitarme en privado, ¿verdad? Vendréis a contárselo todo a Wu-chi antes de tomar cualquier decisión precipitada. Estoy seguro de que lo haréis —y dio un afectuoso apretón en el brazo a Kao-tsung antes de marcharse.
Abatido, el emperador volvió a sentarse. Comprendía que los ancianos tenían razón. Era imposible. El dolor y el trastorno que se avecinaban si continuaba con sus proyectos serían verdaderamente terribles. Wu tendría que conformarse con otras cosas. La ascendería de rango… a Consorte Favorita, tal vez. Incluso le construiría un palacio, si quería. Y podían tener más hijos. Perder a su primogénita la había trastornado, evidentemente, pero con el tiempo se recuperaría. Estaba decidido: le diría que era imposible.
Pero no lo hizo inmediatamente; permaneció allí sentado largo rato, incapaz de levantarse de la silla. Se sentía como el durmiente que quiere despertar pero no consigue que sus brazos y sus piernas le obedezcan.
Wu escuchó con exquisita calma y perfecta compostura a Kao-tsung mientras éste le comunicaba su decisión. Sus habitaciones habían recuperado el orden y también ella volvía a estar acicalada y radiante, con los arañazos de los brazos ocultos bajo largas mangas.
—Tenemos que pensar en mi padre —decía Kao-tsung—. Los dos lo queríamos, ¿verdad? Para un seguidor de Confucio, sería la peor demostración de ingratitud filial y un insulto imperdonable a la memoria de su padre empezar a deshacer su obra después de su muerte. Conforme hablaba, el emperador se relajó. Wu le prestaba atención, sus palabras parecían adecuadas. Su discurso era firme y sensato. Ella se daba cuenta de que su petición era inaceptable.
—Sé que no me pedirías nunca que insultara la memoria de mi padre —concluyó—. Sé que tú también lo querías.
Kao-tsung esperó, acariciando con ternura la mano de Wu entre las suyas.
—Sé quién mató a la pequeña —dijo ella entonces.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó él, sorprendido y alarmado—. A la niña no la mató nadie. Se murió, sencillamente. Eso dijo el médico. A veces sucede. La fuerza de la vida es frágil, no está enraizada con firmeza y… y se mueren…
Wu levantó los ojos y, en aquel instante, Kao-tsung notó que le abandonaba toda su fuerza y toda su determinación.
—Mi hija no «se murió, sencillamente» —declaró en un tono de voz que lo dejó helado—. La asesinaron.
—Pero… pero… ¿quién? —inquirió sin convicción, con el corazón galopando de pánico. Ella lo miró un momento antes de responder.
—La emperatriz.
—¿Qué? —exclamó él, al tiempo que soltaba su mano—. ¡Estás loca!
—Es verdad —insistió Wu; bajó la voz hasta convertirla en un susurro y añadió—: Tengo pruebas. Alguien la vio.
Kao-tsung se puso en pie, anduvo hasta el extremo opuesto de la estancia y regresó.
—Estás volviendo el mundo del revés en mi cabeza —dijo—. ¡Me harás pensar que me estoy volviendo loco! ¡La emperatriz una asesina!
Se sentó otra vez y sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Tengo pruebas —repitió ella—. Pero estoy dispuesta a perdonarla. —Kao-tsung alzó la mirada con incredulidad—. He pensado un modo de ocultar el hecho de que es una infanticida. Yo también pienso en la memoria de tu padre. No haré nada en absoluto para que esto se difunda. Sería el peor escándalo posible. Estoy dispuesta a hacer el sacrificio, pese a lo mucho que me gustaría vengar la muerte de mi hija —declaró, con un timbre de dolor en la voz—; estoy dispuesta a hacerlo por ti.
Wu bajó el rostro hacia él con humildad.
—Pero no alcanzo a comprender… —empezó a balbucear de nuevo el emperador, impotente.
—Lo que haremos —continuó ella— será sellar un pacto entre nosotros. Guardaremos el secreto de este hecho espantoso para siempre. La emperatriz debe ser depuesta, desde luego, pero comunicaremos al mundo un motivo completamente distinto. Algo que no arroje manchas sobre la memoria de tu padre, que nadie pueda discutir y que la elimine con el mínimo conflicto y el menor descrédito posibles.
—¿A qué te refieres? —quiso saber Kao-tsung, anonadado.
—Muy sencillo —dijo Wu, tomando la mano del emperador y llevándosela al pecho—. Harás una simple declaración pública. Dirás que has contraído una aversión física hacia la emperatriz.
—¡Ah! ¡Ahora si que estoy completamente loco! —exclamó él, retirando la mano—. ¡Estoy seguro de que preferiría que la llamaran asesina! ¡No merece tan terrible insulto!
—¿Que una asesina no merece un insulto? —replicó Wu con ardor—. ¿Merece la muerte, pero no un insulto? ¿La mujer que ha matado a mi hija… a tu hija… no merece un insulto?
—¡Pero no puedo creer que sea una asesina! —exclamó Kao-tsung a gritos.
—¡Chist! —susurró Wu y le tapó la boca.
—No puedo creerlo —repitió él con voz grave y áspera.
—No sabes de qué es capaz una mujer celosa —replicó ella con tono apenado—. Yo, sí. —Cogió la mano de él otra vez—. Ahora me toca a mí implorar. Piensa en la ignominia. La escogida para emperatriz por tu padre, una asesina. Qué desdoro para su memoria. Qué descrédito para tu familia. Te evitaré todo eso. —Movió la mano imperial arriba y abajo por su pecho—. De lo contrario, me veré obligada a revelar la verdad, pues no puedo permitir que una asesina continúe en el trono. Mi conciencia no me lo permitiría.
Kao-tsung se quedó mirándola con los ojos desorbitados y moviendo la boca, aturdido y sin palabras.
—Haz la declaración —añadió ella con tono tranquilizador— y pronto habrá terminado todo felizmente. Pero permíteme una sugerencia, algo que te facilitará las cosas a ti y a ella.
—¿A qué te refieres? —preguntó él, atontado.
—Díselo tú mismo, primero.
Wu-chi marchaba silencioso y pensativo al lado de Kao-tsung, cogiéndole el brazo con afecto. El contacto paternal de aquellos dedos hacía que Kao-tsung deseara contarle el asunto al anciano y, después, renunciar a todo y huir a esconderse. No podía apartar de su cabeza los suaves sollozos de la emperatriz. Los había oído a través de la puerta cuando la había dejado: un sonido grave, prolongado y espasmódico que lo había sacado de sus casillas porque, por un instante, lo había tomado por una risa. Pero había aplicado el oído a la puerta y, al instante, se había dado cuenta de su error. Entonces se había retirado, lleno de vergüenza y de confusión, porque de algún modo había llegado a convencerse de lo que Wu había sugerido. Incluso había experimentado cierta aversión a la emperatriz al verla sentada ante él, escuchando sus palabras. El dolor y la humillación que ella había expresado le habían resultado odiosos y por su cabeza cruzó el pensamiento de que, realmente, no le importaba no volver a tocarla nunca más.
Después había acudido a Wu-chi porque no sabía adonde más ir, y ahora los dos paseaban por el jardín privado del anciano.
—En el amor, es mala táctica dar a la mujer todo lo que quiere —le comentaba Wu-chi con aire sabio y juicioso—. Vuestro padre lo sabía y yo lo sé. Y estoy seguro de que vos, en vuestro fuero interno, lo sabéis también. Cumplid todos los deseos de una mujer, y su respeto por vos se verá mermado. ¡Tenedla siempre un poco insatisfecha! —Siguieron andando en silencio unos instantes—. Tal vez creáis que hacéis feliz a Wu Tse-tien plegándoos a sus deseos, pero os equivocáis. En realidad, contribuís a su descontento. Ella querrá más. ¿Y qué podéis darle, más allá de hacerla emperatriz? Decidme. Ya no le quedan más peldaños que ascender, de modo que ya veis: no haríais sino darle una vida de frustración, y no de satisfacciones.
Ante la mención del nombre de Wu, las palabras de Wu-chi produjeron en Kao-tsung el mismo efecto que el agua al fluir sobre una roca.
Se sentía denso e impenetrable. Cuanto más hablaba el viejo, más acusada era la sensación. El deseo de confesar le abandonaba y se sentía más sólido por momentos.
—Si deseáis hacerla feliz —continuó Wu-chi—, mostrad mano firme. Es lo que desea de verdad. Las mujeres son seres contradictorios. Carecen de la franqueza natural del hombre. Si no conseguís entender este hecho, os encontraréis absorbido en las tortuosas complicaciones del pensamiento femenino y…
—Es demasiado tarde. —Kao-tsung cortó bruscamente el discurso de Wu-chi. El anciano lo miró con severidad.
—¿A qué te refieres? ¿Qué significa demasiado tarde?
—La emperatriz me ha dicho que desea renunciar voluntariamente. —Wu se detuvo en seco y se volvió a mirarlo. El emperador continuó—: No desea seguir siendo mi emperatriz. Hemos dejado de ser… compatibles físicamente. —Kao-tsung rehuyó la mirada del anciano.
—¡Ah, alocada juventud! —exclamó Wu-chi con tristeza. La paciencia y la solicitud habían desaparecido por completo de su voz—. Entonces, no nos dejáis más opción. Tenía la esperanza de evitar esto. Tenía la esperanza de apelar a vuestro buen juicio. Ahora veo que carecéis de él. Por lo tanto, debemos protegeros de vuestra propia estupidez, como habría hecho vuestro padre. Yo y los demás miembros del Tsai-hsiang —anunció, al tiempo que soltaba el brazo del joven emperador— censuraremos vuestra decisión.
—No podéis hacer nada, Wu-chi —respondió Kao-tsung—. No podéis recurrir al trono. ¡El trono soy yo!
—¡El trono es Tai-tsung, vuestro padre! —replicó el anciano.
—Mi padre está muerto.
—Su cuerpo, tal vez, pero os aseguro que él vive todavía. Os conocía bien. Dejó una serie de provisiones para evitar eventualidades como ésta.
—Está muerto —repitió Kao-tsung.
—No mientras yo siga respirando —declaró Wu-chi con voz irritada—. Si vuestro padre estuviera ante vos en este momento y os ordenara que desistierais de vuestros propósitos, lo haríais.
—Pero no está —dijo Kao-tsung con tono paciente.
—¡Sí que está! ¡En mí! ¡Su voluntad vive en mí! En su lecho de muerte, me transfirió su responsabilidad con respecto a vos. Tengo un documento de su propio puño, una carta que él escribió para vos, su hijo. ¡Y la carta dice que debéis obedecerme como si fuese el propio Tai-tsung!
El anciano miró fijamente a Kao-tsung para observar el efecto de sus palabras. El joven emperador permaneció mudo, desconcertado, y contempló a Wu-chi como si realmente estuviera viendo a su padre. Sus miradas se encontraron durante unos instantes llenos de tensión. Por fin, Kao-tsung exhaló un suspiro.
—No —dijo a continuación—. Nadie, ni siquiera mi padre, puede seguir ejerciendo su voluntad desde la tumba. El documento de mi padre tiene validez sólo si yo lo consiento. Su voluntad sólo vive si yo lo acepto. Sin mi sanción, sin mi conformidad, no es más que un pedazo de papel. ¡Ahora, el emperador soy yo! ¡Mi padre ha muerto!
Wu-chi lo miró de hito en hito.
—¿Dónde habéis adquirido esta terquedad? ¡Jamás os había visto desplegar tal firmeza! ¡Jamás! ¡Qué lástima que esté enfocada en la dirección errónea! ¡Y qué lástima que vaya a destruiros!
Kao-tsung dio media vuelta para marcharse, pero la voz del viejo amigo de su padre lo siguió mientras abandonaba el jardín:
—Min-tao tenía razón. Seríais muy capaz de presentaros en el mausoleo de Tai-tsung y orinar en él.
El día que la emperatriz debía abandonar el palacio, Kao-tsung se aseguró de estar a buena distancia, en una expedición de caza por el coto imperial. Sin embargo, no estaba nada concentrado en lo que hacía y, después de desaprovechar buenas oportunidades de acertar a los faisanes que pasaban volando, entregó el arco al palafrenero y se limitó a cabalgar por los caminos umbrosos.
A Kao-tsung no le había gustado la actitud inexpresiva que mostraba el palafrenero aquella mañana. Por lo general, el hombre era locuaz y sociable, pero aquel día evitaba la mirada del emperador cuando éste se volvía hacia él. Lo mismo sucedía desde hacía días con todos sus servidores y criados. Los eunucos apenas abrían la boca y Kao-tsung había notado que muchas de las criadas tenían los ojos enrojecidos e hinchados. Todas las mujeres de palacio parecían afectadas de similar manera. La noche anterior, se había detenido ante la puerta de los aposentos de las mujeres y había captado con irritación un sinfín de sollozos y de suspiros. Allí donde posaba la vista, el emperador encontraba rostros apenados y vacíos, miradas ausentes y ojos que rehuían los suyos.
La única que aún lo miraba abiertamente era Wu. Mientras se desarrollaba el proceso de repudio de la emperatriz, la mujer había dedicado toda su atención a su amante. Aquella misma mañana, le había confiado que ya estaba recuperándose, física y anímicamente, y había acompañado sus palabras con una caricia de sus largas uñas, que recorrieron el costado del cuello de Kao-tsung provocándole un hormigueo de placer. Pues bien, podían llorar y apartar la mirada, pensó el emperador, podían implorar y razonar cuanto quisieran.
Y podían presentar todas las peticiones que les viniera en gana. Dos días antes, el Consejo de los Seis le había entregado solemnemente una larga lista de respetados altos cargos, la mayoría de los cuales había sido miembro del gobierno de su padre. Debajo de cada nombre había un elocuente párrafo que expresaba la opinión del funcionario acerca de la actuación del emperador. Graves y altisonantes, estos escritos mencionaban todas las consecuencias posibles, desde la erosión de la unidad del cuerpo gubernamental hasta el descontento —incluso la rebelión— entre la plebe. El documento recogía descripciones espantosas de la disolución moral del emperador, cuyos terribles efectos no podrían paliarse en generaciones.
Todos los comentarios habían resultado bastante perturbadores, pero uno de ellos, un escrito especialmente áspero de un viejo ministro retirado, se había limitado a hablar del espíritu acongojado de su padre tratando en vano de poner su mano fantasmal en el hombro del hijo descarriado. Aquello dejó helado a Kao-tsung, y sólo el contacto de la bella Wu pudo evitar que sus articulaciones, sus músculos y su voluntad se agarrotaran por completo. Y, mientras se ocupaba de ello, Wu le había comentado que haría bien en recordar que Tai-tsung la había tenido en especial estima cuando era una de sus consortes. A él también le gustaba que lo tocara, le había susurrado. De aquella manera. Seguro que el padre no podía culpar a su hijo por apreciar lo que a él le había dado tanto goce, añadía Wu al tiempo que le empalaba en un agudo éxtasis.
Más tarde, Kao-tsung había recuperado el documento, arrugado y manchado de sudor, de entre las ropas revueltas de la cama. Lo había alisado y enrollado. Un día volvería a sacarlo, para demostrarles a todos lo equivocados que estaban.
Las sombras de la tarde empezaban a alargarse. Cabalgaría durante una hora más y luego, al amparo del crepúsculo, regresaría a palacio tranquilamente. La emperatriz ya habría partido y la nueva emperatriz lo estaría esperando.
A veces, la emperatriz Wu Tse-tien se sentía alborozada. En otras ocasiones, se descubría llena de cólera. Y no siempre era capaz de diferenciar ambos sentimientos. La ira, cuidadosamente avivada como una llama podía convertirse en una fuente de placer que inundaba todo su ser con una energía de intensidad embriagadora.
Wu sabía cultivar los resentimientos dentro de sí, y les permitía enconarse y madurar hasta extremos peligrosos. No lamentaba aquella ira; al contrario, se enorgullecía de ella. Era una bendición gloriosa; era su poder y su tesoro.
La emperatriz Wu estaba sentada en el extremo de su diván de día y se sentía revitalizada. Aquella mañana tenía un antojo. ¿De qué? No estaba demasiado segura. Había dormido sorprendentemente bien. Se reclinó en el asiento para que el sol le calentara el rostro y se sumió en el recuerdo de algunos de sus accesos de furia más escogidos. En aquel momento estaba serena, pero se permitió una pequeña dosis de cólera, una mera traza, para estimularse.
En el camino de la felicidad sólo quedaba un último obstáculo. Durante las horas nocturnas lo había olvidado, entretenida y agitada por sus sueños; ahora, en cambio, volvió el recuerdo. Eran seis obstáculos, para ser precisa: seis ancianos sumamente molestos para los que no había lugar en ninguno de sus sueños. Tendrían que desaparecer.
Wu Tse-tien se incorporó y se enfundó con rapidez en una túnica. Por aquella mañana, ya tenía bastante de tomar el sol lánguidamente. Sus movimientos se hicieron más firmes y decididos. Acudió a la puerta y llamó a la doncella; luego, sin dar tiempo a responder a la pobre muchacha, llamó a gritos a varios miembros más de su servicio doméstico. Buscad a mi esposo, les gritó. ¡Ahora!
El sonido de su propia voz la estimuló, provocándole un estado de inquietud e impaciencia. Tenía que hablar con él de inmediato. Lo que debía hacer requería la presencia de Kao-tsung y le ardía por dentro, peor que cualquier impaciencia que hubiera experimentado nunca. Emprendería una búsqueda. Pondría patas arriba el palacio y los salones de gobierno; los arrasaría, si era preciso.
Ya hacía rato que había concluido la audiencia matinal en la sala de la Gran Armonía. Era casi mediodía. ¿Dónde se había metido el emperador?
Cuando le llegó la noticia de que todavía estaba en la audiencia, Wu se enfureció. El lugar de Kao-tsung estaba junto a ella. La sesión se había prolongado mucho más de lo habitual. Wu recordó que la noche anterior, mientras ella se entregaba al sueño, Kao-tsung le había estado hablando de problemas con el almacenamiento de grano, de unas inundaciones o de algún asunto en la provincia de Kiansi, pero ella no había prestado atención a sus palabras. Ahora se daba cuenta de que eran aquellos asuntos los que retenían al emperador.
Cada instante que pasaba, su irritación iba en aumento. Deambuló como una furia por sus aposentos. No se trataba únicamente de su ausencia en aquel momento —un asunto menor—, sino del creciente convencimiento de que cuando Kao-tsung no estaba a su lado era porque la evitaba. El emperador de China sólo podía estar en dos lugares: a su lado o ausente. Y lo segundo era, decididamente, un fastidio y se hacía intolerable por momentos.
Pensó en la audiencia matinal y en el mar de ancianos con túnicas que rodearía a Kao-tsung con rostro serio y llenos de gravedad, cada uno con su correspondiente escrito largo y tedioso entre los dedos, como zarpas, de sus manos viejas y arrugadas para proceder a su lectura, punto por punto, y luego a su discusión, estudio y disección palabra por palabra. La cólera de Wu estaba alcanzando un grado embriagador y satisfactorio.
Dejó vagar la mirada. Los objetos empezaban a irritarla. Sillas, lámparas, jarrones, estatuas…; su atolondrada alegría pedía un castigo. Derribó varios incensarios de bronce y candelabros, que produjeron un gran estruendo metálico al caer. El ruido atrajo a los criados, que acudieron corriendo a la estancia. Sólo entonces supo qué hacer.
—¡Decidle al emperador que estoy muy enferma! —ordenó, apoyándose con una mano en una mesa mientras se llevaba la otra al pecho.
—Pero… señora… ¡el emperador está en plena audiencia matinal! Quizás el médico podría…
—¡Al diablo con los médicos! —gruñó ella—. ¡Los médicos…! ¡Que se vayan al infierno montados en sus difuntas madres! No me importa dónde esté. ¡Decidle que la reina está muñéndose!
—Sí…, desde luego…
El mayordomo, muerto de miedo, retrocedió con los demás criados apelotonados detrás de él. Wu avanzó hacia ellos con aire amenazador, blandiendo un pesado jarrón de flores.
—¡Traedlo enseguida! —gritó—. Enviad mensajeros al salón de la Gran Armonía. ¡Decidles que lo traigan aquí ahora mismo!
Los criados se escabulleron por la puerta, empujándose unos a otros a causa del pánico. Wu arrojó el jarrón al suelo embaldosado mientras los sirvientes huían perseguidos por sus gritos enfurecidos:
—¡Traedlo! ¡Traedlo aquí ahora mismo! Me estoy muriendo, ¿entendéis?
Nunca, que se tuviera noticia —ni siquiera en tiempos de guerra— se había interrumpido la sacrosanta audiencia matinal, el solemne mar de túnicas de colores turquesa, púrpura o dorado de los cientos de magistrados perfectamente formados en filas según su rango. Incluso la noticia de una defunción en la familia reinante se guardaba hasta que el emperador se levantaba de su trono del Pavo Real tras el velo y daba por concluida la audiencia.
Los eunucos de su servicio doméstico personal trasmitieron las palabras increíbles de la inminente tragedia a su jefe, el cual, incrédulo, informó a los altos consejeros en las antesalas imperiales. Un infortunado mensajero ascendió sin aliento los tres tramos de escalera hasta la sala de la Gran Armonía y, tras cruzar las grandes puertas, irrumpió en el largo pasillo central y, de inmediato, se postró de rodillas con las manos en el suelo. Al otro extremo de la vasta y concurrida estancia, directamente delante de él, el Hijo del Cielo presidía la reunión y el mensajero bajó la frente hasta el suelo en demostración de respeto. Sentado en su trono al fondo del largo pasillo central de la sala, un Kao-tsung perplejo cuchicheó algo a su consejero. Este descendió entonces los peldaños del estrado, pasó junto a la figura arrodillada de un ministro que en aquel momento presentaba su memorial al trono y ordenó al mensajero postrado que se acercara al emperador. Todos los rostros se volvieron para seguir a aquella figura solitaria y el crepitar de las sedas se vio acompañado de una oleada de murmullos que se extendió por la sala, un grave runrún de voces especulativas.
—El Hijo del Cielo te ordena que hables. Nuestro Divino emperador tiene mucha curiosidad por saber qué noticia puede ser tan importante como para interrumpir la asamblea matinal —proclamó el consejero.
El mensajero se postró de rodillas nuevamente. El emperador movió la cabeza con incredulidad y el consejero le indicó que se levantara. El hombre lo hizo, con la vista fija en los pies de Kao-tsung.
—He venido a decir al augusto Hijo del Cielo que su muy venerada emperatriz está muñéndose…
—La corte está hecha una furia —dijo Kao-tsung por último, sin alzar la voz, cansadamente, sentado al borde del diván en el que yacía Wu.
—¿Una furia? —repitió ella, boca abajo, como si no terminara de entender el significado del término.
—Como poco después del funeral de mi hija y del repudio de mi primera emperatriz…
—¿Tu primera qué? —replicó ella, como si ésta última fuera otra palabra misteriosa, desconocida para sus oídos.
—Mi primera esposa imperial —se corrigió él—. Tú eres la única auténtica emperatriz, por supuesto. Pero me cuesta entender qué quieres de mí —dijo en tono paciente, mientras volvía a sentarse.
Ella se hundió de nuevo entre los almohadones.
—Lo único que importa es que estoy enferma —dijo Wu—. Te necesito a mi lado. Los acontecimientos de los últimos meses… —Dejó que sus ojos se llenaran de lágrimas. Él tomó sus manos y se las llevó al rostro, mientras sus ojos empezaban a nublarse también. Wu emitió un suspiro desgarrado—. Pero te pasas toda la mañana en la audiencia, como si yo no existiera.
—Las inundaciones de Kiansi… —Kao-tsung inició una débil protesta con voz contrita.
—Pero yo… yo estoy inundada de pesar —sollozó ella, echándole los brazos al cuello.
—Hay mucho sufrimiento —murmuró él entre los cabellos de Wu—. La gente muere a miles… los diques han cedido a causa de las lluvias…
—Los campesinos sólo pueden morir una vez —replicó la mujer—. La suya es una muerte fácil comparada con la de mi corazón. El sufrimiento de los grandes es más profundo, proporcionado a nuestro lugar en el universo. Es nuestra carga como criaturas esclarecidas… Yo podría padecer para siempre bajo el dictado cruel de los viejos consejeros de tu padre…
Wu se echó hacia atrás y miró a Kao-tsung tristemente.
—¿Qué querrías que hiciera? —preguntó él con impotencia—. ¿Renunciar al cargo? ¿Renunciar al Consejo de los Seis, que comparte mi carga? Me tienes desconcertado.
—Preferirías renunciar a mí, ¿verdad? —preguntó ella con pesar, con el rostro bañado en lágrimas—. Te librarías de mí con la misma tranquilidad y arbitrariedad con que lo hiciste de la pobre emperatriz. ¡Y sólo porque no la encontrabas deseable físicamente!
—¿Porque yo no la encontraba deseable…? —Kao-tsung estaba perplejo.
—El Cielo te ha concedido oídos como a todos los animales. Utilízalos.
—¿Qué yo no encontraba deseable físicamente a la emperatriz? ¿Me he vuelto loco? ¡Estas palabras surgieron de ti!
—¿Ah, de modo que era yo quien no la encontraba deseable físicamente? ¿Yo quien experimentaba aversión por su piel? Supongo que era yo quien dormía con ella… ¿No es eso lo que insinúas?
—Pero… —balbuceó él, y no continuó.
—Y supongo que fui yo quien la despidió —continuó Wu—. ¿Acaso la historia recogerá que una mera consorte puso en la calle a una emperatriz porque olía mal? Las generaciones futuras no creerán que los inferiores ejercieran tal poder sobre el gran Hijo del Cielo. —Sacudió la cabeza—. El gran Kao-tsung, dirá la historia. Una mujer y seis viejos le decían qué hacer. Estos hechos resultan realmente asombrosos por el trasfondo misterioso que sugieren, dirán los historiadores.
Kao-tsung se puso en pie una vez más y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Lo retuerces todo hasta hacerlo irreconocible! ¡No consigo entenderte!
—Te olvidas de mi dolor y de mi angustia. Sólo hablas de los tuyos. —Las lágrimas brotaron de nuevo.
Kao-tsung, desesperado, anduvo hasta la ventana y volvió sobre sus pasos sin saber adonde huir, mientras se restregaba las palmas sudorosas de las manos en los muslos.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó finalmente—. ¡Por favor, dime qué es lo que quieres!
—No es preciso que me levantes la voz, esposo mío —respondió ella, casi con mansedumbre—. Sólo quiero lo que tú quieres. Deseo lo que sea mejor para el Imperio.
—¿Y qué es?
—Librarlo del Consejo de los Seis de tu padre —contestó Wu con indiferencia—. De esas seis viejas tortugas desagradables. De esos ancianos que no me aceptan como emperatriz legítima, que no me quieren a tu lado —añadió con aire apenado.
—Los consejeros son prudentes, eso es todo —los disculpó el emperador.
—¡Los consejeros son unos entrometidos! —replicó ella—. Envenenan a la aristocracia de la corte contra mí. —Hizo una pausa y recuperó el dominio de sí misma—. Pero no es ésa la razón de que deban desaparecer. No; tienen que marcharse porque es un rito de transición que tu padre exige de ti. ¡Porque es una manera de demostrarle a Tai-tsung que eres un verdadero emperador!
—¿Mi padre…? —Esta vez, Kao-tsung se quedó absolutamente anonadado.
—¿Acaso él no obligó a abdicar a su propio padre? Ahora, tú debes hacer lo mismo. Tienes que obligar a abdicar al fantasma de tu padre. —Wu le cogió las manos y empezó a retroceder hacia el diván—. Y el fantasma de tu padre no reside en un solo lugar, sino en seis —musitó, atrayendo al hombre hacia ella.
Llegados de toda la ciudad e incluso del resto de la provincia en respuesta a un llamamiento general efectuado por la nueva emperatriz, Wu Tse-tien, los artesanos se arremolinaban ante las puertas del palacio.
Todos los presentes consideraban que aquélla era la oportunidad que podía cambiar sus vidas. Ojalá su boceto despertara el interés de la emperatriz, pensaba cada cual; ojalá fuera el suyo el escogido. El anuncio efectuado semanas antes había llevado a más de un artesano a las bibliotecas de los monasterios budistas para instruirse lo más deprisa posible. Otros, por supuesto, estaban ya preparados tras vidas enteras de estudio.
Lo que deseaba la emperatriz —y lo que tan fervientemente esperaba proporcionarle cada aspirante— era un diseño único y original, nunca visto, para un stupa, una capilla votiva budista.
Corría el rumor de que el santuario sería para un miembro de su familia. Otros decían haber oído que era en memoria del difunto emperador Tai-tsung, quien a su vez había encargado la construcción de muchos stupas para honrar a los hombres que habían caído ayudándole a conseguir sus victorias guerreras. Algunos opinaban que no, que sería una afrenta por parte de la emperatriz dedicar un santuario al fallecido emperador. El espíritu de éste ya debía de agitarse, dispuesto a volver a los viejos huesos que descansaban en el mausoleo, levantarse de la tumba y presentarse en palacio, enfurecido. ¿Acaso la mujer no había deshonrado a Tai-tsung, no se había burlado de él al convertirse en emperatriz?
Cuando por fin se produjo el anuncio, nadie terminó de creérselo. De entre cientos de bocetos para el stupa, se había seleccionado uno, y al afortunado elegido para la construcción se le había comunicado la identidad de la persona cuyo recuerdo conmemoraría el monumento. Siguiendo la tradición de Tai-tsung, el difunto padre del emperador Kao-tsung, que erigió sus capillas votivas en honor de los valerosos soldados que entregaron su vida en los campos de batalla, se erigiría un stupa magnífico y glorioso dedicado a una chiquilla de apenas diez días que ni siquiera tenía nombre: la primogénita de Wu Tse-tien, muerta en la cuna.
La gente movía la cabeza y se hacía la misma pregunta una y otra vez: ¿quién es esa mujer?