Año 675, finales de octubre
Alrededores de Luoyang
Di se hallaba al abrigo de las ramas de un elevado pino ante la pequeña estación de postas a doce li al sur de Luoyang. Algunas gotas dispersas de lluvia caían del cielo encapotado y gris. El magistrado podría haber esperado dentro, pero prefería evitar cualquier contacto innecesario con desconocidos. Además, estaba demasiado impaciente. Sus ojos no se desviaban del punto donde el camino emergía de entre los árboles.
El carrito tirado por el burro que transportaba a Wu-chi y al abad Liao aparecería en cualquier momento.
Hacía algunos meses, Wu-chi había escrito a Di para comunicarle que él y Liao proyectaban realizar una discreta expedición a las cuevas de Longmen, en las afueras de la ciudad, para observar la marcha de las monumentales obras de la emperatriz. En la carta, el viejo consejero le proponía que se disfrazara y los acompañara. El magistrado había estado tentado de hacerlo. Como director del Gabinete de Sacrificios, tenía la obligación de acercarse a las cuevas a contemplar las obras de la emperatriz y registrar lo que viera para la posteridad, pero los asesinatos y aquel monolito infernal habían ocupando últimamente todo su tiempo.
Ahora que el pilar ya estaba casi terminado y seguía sin pistas en la investigación, Di había decidido acudir. Llevaba un tiempo esperando a que se produjera una cuarta matanza, si tenía que ocurrir, pero algo en su cabeza le decía que si se quedaba no sucedería nada. Regresaría a Ch’ang-an en apenas unos días y estaba necesitado de alguna distracción y consumido de curiosidad por ver los Budas gigantes de Wu, que permanecerían allí eternamente. Sin embargo, todas estas razones eran poco importantes en comparación con la que lo había decidido a efectuar el viaje, sin esperar más: en su última carta Wu-chi insistía en su invitación y mencionaba que pronto cumpliría ochenta y tres años. Habían transcurrido más de cuatro años desde su partida de Luoyang y no habían vuelto a verse desde entonces, pensó Di al leer aquello. Si no acudía esta vez, quizá no volviera a ver con vida a su viejo amigo.
Di y Wu-chi, disfrazados de mendicantes, se sentaron uno frente a otro detrás del abad Liao, que sujetaba las riendas. Cada vez que el carrito tirado por el burro daba un bandazo en las roderas del camino, las rodillas de los dos hombres se entrechocaban.
—Cada vez que nos encontramos, vamos vestidos de monje —comentó Di con una sonrisa—. Empiezo a pensar que pertenecemos realmente a alguna orden religiosa.
Ya habían hablado de los asesinatos de Ch’ang-an, y Di expresó su frustración y su desconcierto. También habían hablado del pilar, y el abad Liao se refirió al avance de los trabajos en el monolito que se levantaba en Luoyang. Di les reveló lo que sabía acerca de otros monumentos semejantes que estaban erigiéndose en el imperio y les expuso su conclusión de que Wu estaba marcando los límites de su imaginario reino budista. Resultó que el pilar de Luoyang ya estaba terminado; el de Ch’ang-an, explicó el magistrado, sólo estaba completado en sus tres cuartas partes y, cuando él había dejado la ciudad, los ingenieros todavía aguardaban instrucciones.
—Debo confesar —comentó el abad Liao— que, en realidad, dejando aparte el hecho evidente de que su construcción es una pérdida de dinero y de trabajo, ese pilar empieza a gustarme.
—Siempre has sido un viejo tonto —declaró Wu-chi—. Ingenuo y fácil de impresionar. Precisamente es para gente como tú para quienes efectúa sus maravillas la emperatriz.
—Lo digo desde un punto de vista estrictamente estético. Es un añadido bastante atractivo a la silueta de la ciudad.
—Me alegro de que el viejo príncipe Li, cuya casa fue derribada para dejarle espacio, no pueda oír lo que dices —murmuró Wu-chi.
Comentaron el destino de Lai y de Chou y de los sobrinos de Wu y estuvieron de acuerdo, aunque con muchas dudas y reservas, en que el amenazador reino del terror quizás estaba perdiendo fuerza. Sus interlocutores contaron a Di lo que sabían de las grandes exhibiciones del lama Hsueh, según los relatos que habían oído de testigos presenciales; sobre todo, el incendio del gigantesco Buda reclinado y otros «milagros» que se habían producido en la capital. Di no pudo por menos que sacudir la cabeza ante lo absurdo y costoso de todo aquello.
—Me pregunto cuándo se cansará la emperatriz de ese lama Hsueh… —dijo Wu-chi de improviso, en tono sombrío.
—Esas exhibiciones estrafalarias quizá sean un enérgico esfuerzo de ese hombre para evitar que suceda tal cosa —apuntó Di—. Pero si ha habido alguna vez alguien con suficientes recursos como para evitar el aburrimiento imperial, es Hsueh.
—Magistrado, debería ver lo que yo mismo tengo que hacer para evitar que nuestro viejo consejero se aburra con mi compañía —comentó el abad, volviendo la cabeza, y todos se echaron a reír, expresión que últimamente. Di casi había olvidado.
Al abad se le escapó una rienda y se inclinó hacia delante con un gruñido, tanteando el pescante para recuperarla. El burro continuó su camino al mismo paso, impertérrito.
—¿Para qué las riendas, amigo Liao? —comentó Di—. El borrico es, sin duda, un buen budista. Conoce el camino a las cuevas sin necesidad de ayuda.
Al contemplar una de las mayores figuras de Buda sedente —el Buda Vairocana, símbolo de la creación, que presidía una corte de discípulos bodhisattvas, reyes, semidioses celestiales y temibles guardianes Lokapala—, costaba creer que los escultores pudieran conseguir tal delicadeza de formas en el vuelo de las ropas de una estatua tan gigantesca. Era como si la arenisca de los grandes farallones, tallada en un nicho de ciento cincuenta palmos de altura, hubiera sido transformada en pliegues de seda suave y lujosa y en vestimentas de lino.
Mientras pasaban ante hileras de nichos ocupados por figuras budistas talladas, Di comentó a Wu-chi y al abad que existía una profunda diferencia de estilos entre las esculturas antiguas y las nuevas. Las primeras parecían más anchas y rígidas, mientras que las añadidas en tiempos de Wu resultaban mucho más elegantes y esbeltas y de curvas más pronunciadas. Sin duda, algo tenía que ver en ello la vanidad de Wu, que probablemente había querido que las figuras se parecieran a ella. Quizá también el tibetano había intervenido en la orquestación de aquellos cambios sensuales y femeninos, apuntó Di; los demás se mostraron de acuerdo.
Cuando llegaron a las capillas excavadas en las cuevas, el sol se había ocultado definitivamente tras una montaña de nubes amenazadoras y los pocos peregrinos que quedaban se habían acurrucado en algunos de los miles de pequeños nichos bajos en previsión de que lloviera. Las paredes de estos nichos, no mayores que una puerta, estaban cubiertas de filas de figurillas, versiones en miniatura de las estatuas gigantescas, de un palmo de altura. Aparte de Di, Wu-chi y el abad, sólo se veía a un puñado de mendicantes paseando bajo sus paraguas por la avenida que discurría al pie del extenso farallón rocoso. A lo largo de éste había ahora sesenta o setenta mil figuras escultóricas sentadas o de pie. La emperatriz había añadido varias decenas de miles a las ya existentes, hasta llenar cada nicho y cada rendija. Sin embargo, aquel día el trabajo estaba prácticamente paralizado. Aquí y allá, un par de artesanos se aplicaban todavía con el mazo y el cincel, pero eso era todo. Bajo el cielo amenazador, incluso los cientos de vendedores cerraron sus pintorescos tenderetes de figurillas, hierbas medicinales, pócimas curativas y preparados mágicos, recogieron sus mercaderías y desaparecieron. Pocos estandartes ondeaban todavía ante las puertas de la entrada.
Encima de sus cabezas, el cielo plomizo se volvió casi negro y la luz como el hierro al blanco que se colaba entre las enormes nubes de tormenta bañó con un extraño color la pared de arenisca. Los rostros sublimes y los gestos gráciles de las estatuas sufrieron una sutil transformación y se hicieron desconcertantes, algo siniestros incluso, se dijo el magistrado. Igual que las nubes cada vez más densas, las frentes y las refinadas coronas esculpidas se cernían sobre unos ojos distantes, contemplativos y misteriosos. Pero en ciertos momentos, bajo la luz cambiante, esos ojos parecían mirar con fijeza y severidad.
Hilera tras hilera de ceñudos seres celestiales, hasta donde alcanzaba su vista, lo miraban con una atención inexorable y sombría. La pared de la montaña y sus miles de sublimes esculturas no le proporcionaban nada trascendente. Allí no había compasión. Todo aquello era demasiado, y Di sintió caer sobre él la superstición de los ignorantes como un opresivo peso metafísico. Cuando las gruesas gotas que prometía el cielo empezaron por fin a salpicar el camino pavimentado, se sintió aliviado. El retumbar de unos truenos lejanos confirmó las intenciones del firmamento. Unas manchas oscuras aparecieron en la seca piedra amarilla. El repiqueteo de las gotas en los adoquines aumentó cuando a los sonidos distantes se añadió una descarga más cercana. Se oyó otro trueno lejano. El aire era fragante y parecía cargado de presagios. Muy pronto, habló el dragón y el estampido del trueno hendió el cielo y las ramas de los pinos se agitaron al viento, plateadas. El firmamento se encendió con destellos de luz brillante y las gotas sueltas se convirtieron en una sólida muralla gris.
Se cubrieron con las capuchas. En aquel momento era casi imposible ver nada a través de aquel torrente gris. El magistrado distinguió apenas dos o tres siluetas que corrían por el camino para buscar refugio en uno de los nichos escavados en el acantilado. Hablando a gritos para hacerse oír en el estruendo de la tormenta, el abad comentó a Di y al viejo Wu-chi eme tenían mucha suerte de llevar con ellos a un buen guía. No sólo los llevaba a un buen abrigo, sino también a una de las cuevas más famosas. Casi habían llegado, anunció. Antes de que estallara la tormenta, los había estado conduciendo lentamente en aquella dirección.
Cuando llegaron al santuario rupestre preferido del abad, estaban calados hasta los huesos, pero se olvidaron enseguida de sus ropas empapadas. Durante unos instantes, los tres hombres se quedaron inmóviles y asombrados, chorreando agua sobre el suelo de roca lisa. En el lugar se hallaba un individuo menudo, un monje. El hombrecillo los saludó y les dijo que se ocupaba de las lámparas y de las ofrendas votivas para que, incluso en los días de cielo cubierto, las obras excepcionales que contenía la estancia fueran visibles en todo momento para los visitantes. Sobre todo, las obras de las salas interiores. El abad Liao asintió con gesto de saber a qué se refería, se volvió hacia Di y le dijo que en la capilla más sagrada de aquel recinto excavado en la roca habían unas obras maravillosas y únicas. Eran imágenes, añadió el abad con un asomo de placer en la voz, como no podían contemplarse en ningún otro lugar.
En el centro del pasillo de entrada al sanctasanctórum, dividiendo el espacio en dos estrechos pasadizos, había hileras de deliciosas figurillas de apsaras de sensuales curvas entre una profusión de flores y hojas de palmas talladas, yakshas, devas, músicos, aureolas, rollos de pergamino, dragones, pájaros y animales de todas las clases imaginables.
En los muros a ambos lados había espléndidos frescos con procesiones de Budas, hombres a caballo, palanquines y cortesanos que avanzaban por un firmamento poblado de flores celestiales, nubes de festones floridos y criaturas angélicas.
—Todo esto es delicioso, mi buen asistente —dijo el abad al cuidador del santuario—, pero hemos venido aquí para ver el arte de la capilla sagrada.
—Sí, su gracia.
El cuidador del lugar, delgado y calvo, hizo una respetuosa reverencia y entregó al viejo abad una lamparilla de aceite de alfarería al tiempo que penetraban en la estancia a través de la estrecha abertura. En la capilla interior reinaba la luz mortecina de las velas votivas que oscilaban en los altares excavados en las paredes. El aire era fresco y sosegado. Además del olor rancio del agua y de la piedra y de sus propias ropas mojadas, había un residuo de incienso, como si todavía permaneciera en el aire el aroma de alguna barrita quemada hacía mucho tiempo. Era diferente del olor embriagador de la mayoría de las ofrendas de los templos y a Di le resultaba remoto y agradable. El abad se había adelantado unos pasos y se hallaba en aquel momento junto a un grupo de figuras talladas en el centro de la pared del fondo de la gran cavidad.
Las figuras aparecían en diversas posiciones: alzando los brazos, agachadas, corriendo o saltando. Debían de ser bodhisattvas, feroces matadores de demonios, se dijo el magistrado mientras se acercaba. O tal vez ángeles o reyes celestiales, pensó, a la espera de que el abad levantara la lámpara.
El viejo Liao pasó por detrás de Di y la luz de la lamparilla proyectó sombras alargadas del magistrado y de Wu-chi en la pared del fondo. Di captó un destello en los hombros barnizados de una de las figuras.
—Ya estamos… dejadme que ponga la lámpara aquí —dijo el abad, al tiempo que la colocaba en un resalte cerca de las peanas de las estatuas—. Y alcánzame unas cuantas velas para el altar —indicó a Wu-chi—. Estas obras son espléndidas. Pero lo más impresionante es el efecto que produce el conjunto. Es mejor ver las dieciséis figuras a la vez. En realidad, así es como hay que contemplarlas.
El viejo abad exhaló un suspiro de admiración cuando volvió a contemplar las estatuas al tiempo que cogía las velas que le daba el antiguo consejero imperial. Después, continuó hablando:
—El artista no querría que nos perdiéramos el ritmo global de esta obra maestra, el efecto que producen sus maravillosos arhats o lohans, sus discípulos, si prefiere llamarlos así.
Di fue a recoger más cirios con los que iluminar las figuras mientras el abad y Wu-chi disponían las otras en el suelo, en semicírculo. El abad continuó sus entusiastas explicaciones:
—Fijaos en cómo el artista ha distribuido el grupo de dieciséis… sí, creo que ése es el número exacto, según los sutras…, de las dieciséis figuras para ocupar el espacio de la manera más armoniosa. Allí donde un arhat-discípulo se inclina hacia la derecha, aparece otro que lo hace hacia la izquierda. Donde aparece uno bajo, hay otro alto, de forma que ambas figuras se complementan para llenar el espacio. Se podría decir que parecen… parecen colaborar en algún extraño asunto celestial del cual no sabemos nada. Así, maese Di —añadió con una sonrisa—, muy bien. Coloque esas velas aquí delante y venga con nosotros.
Di hincó la rodilla y colocó las velas en el lugar en donde indicaba Liao; después, se incorporó y rodeó las velas hasta colocarse ante las tallas, donde el abad contemplaba la obra como si fuera suya y acabara de terminarla.
—Como le explicaba a Wu-chi, magistrado —comentó, pronunciando el título de Di en un susurro—, lo más asombroso es el carácter grotesco, la cualidad maravillosamente mítica y fantástica de sus facciones. Las figuras son a cuál más rara.
Di se plantó ante las dieciséis estatuas de piedra negra pulida, espléndidamente trabajada. Alzó la vista a los rostros; era la primera vez que los veía con claridad, y se quedó paralizado, extasiado. Se percató de que el aire escapaba de su nariz con un silbido y que los ojos parecían a punto de saltarle de las órbitas, pero fue incapaz de articular palabra. Liao y Wu-chi lo contemplaron con curiosidad. El abad, evidentemente, no esperaba que aquellas obras de arte tuvieran un efecto tan perturbador en el magistrado.
—Como decía… —Liao trató de retomar el hilo de lo que estaba contando. Sin embargo, era incapaz de apartar los ojos de Di, cuya sorpresa inicial parecía haberse convertido en estupor—. ¡Ah…! Estas dieciséis figuras tan extrañas y deliciosas representan a los arhats… —Se interrumpió, verdaderamente alarmado en esta ocasión. Entrecerró los ojos y se inclinó hacia el magistrado, que continuaba mudo—. ¿Se encuentra bien, maese Di?
El magistrado había empezado a mover la cabeza a un lado y a otro. El abad y Wu-chi se miraron alarmados, creyendo quizá que su acompañante sufría alguna clase de ataque.
—Maese Di —murmuró Wu-chi—, ¿está seguro de que no le sucede nada?
Apoyó una mano solícita en el brazo de Di, y se sobresaltó cuando éste levantó las suyas bruscamente y asió apremiante por ambos brazos al viejo consejero.
—Me temo… —Di se volvió al abad, quien se estremeció ante el resplandor de los ojos de Di a la luz de las velas—. Me temo que debo regresar a Ch’ang-an. —Soltó a Wu-chi y añadió—: ¡Inmediatamente!
Sin dirigir una mirada más a las esculturas, dio media vuelta, abandonó la cueva y salió bajo el diluvio.
Había esperado encontrar muestras de opulencia, pero, al contrario, se sorprendió ante la atmósfera ascética que se respiraba en el recinto y los alrededores del nuevo templo del Caballo Blanco, en Ch’ang-an. Una atmósfera que no se debía sólo a que el monasterio fuera tan reciente y a que sus terrenos estuvieran todavía poco asentados tras la construcción, o a que los jardines aún no estuvieran terminados.
Allí reinaba la tranquilidad, como en todos los monasterios que había pisado a lo largo de su vida. Pero no era la serenidad contemplativa que había experimentado en el del Loto Puro, mientras paseaba con el abad y el apacible murmullo de la vida cubría sus silencios: el viento en las ramas, el canto de pájaros e insectos, el roce de las ropas del abad al caminar, acompañado quizá del lejano tintineo rítmico del martillo del herrero del monasterio y, a distintas horas del día, la salmodia de los monjes en oración, que serenaba el ánimo. Allí, más de una vez, se había recostado bajo un árbol con los ojos cerrados y se había deleitado con el sonido de su propio corazón, que latía con golpes sordos contra sus costillas.
No, se dijo, en el monasterio del Caballo Blanco reinaba otro silencio muy distinto, forzado. Varios monjes, en pequeños grupos o solos, pasaron ante él con paso apresurado y con los ojos fijos en el suelo. El aspecto severo y utilitario del lugar y el desfile de sus disciplinados monjes a paso ligero proporcionaban al monasterio un aire de instalación militar o de prisión. Di sabía que el monasterio de Luoyang era un oasis de tolerancia; en cambio, el recién erigido en Ch’ang-an era un puesto avanzado, en todos los sentidos de la palabra. El magistrado tenía la clara sensación de estar invadiendo territorio enemigo. Pero eso era precisamente lo que hacía, recordó.
Observó con cautela y disimulo a los monjes que pasaban. Muchos de los rostros tenían facciones juveniles, y también una expresión que sugería un pasado de pobreza y penalidades. Di conocía aquella expresión porque la había visto en el rostro de jóvenes soldados. La vida les había ofrecido poco y por eso buscaban el austero refugio de la milicia, donde al menos tendrían ropa, comida y orden. También había algunos monjes de más edad con aspecto endurecido y reservado, como el de gente que había pasado por la cárcel. A Di no le costó esfuerzo imaginar de qué otras vidas habían escapado algunos de aquellos hombres para buscar refugio en la secta de la Nube Blanca.
Y estuvo seguro de percibir cierto orden jerárquico. La mayoría de los monjes eran de estatura normal. Los otros, aquellos monjes altos que producían la impresión de réplicas de Hsueh Huai-i, también eran visibles aquí y allá, pero se movían sin mezclarse con los otros, con un aire de arrogancia y de inconfundible presunción que emanaba de ellos como un aroma. Incluso sus ropas eran distintas; Di notó que estaban hechas de buen paño, que contrastaba con la tela áspera de la indumentaria de los otros, y tenían un corte y una confección muy cuidados. Desde su altivez, los imponentes monjes no se dignaron mirar siquiera hacia Di, para satisfacción de éste. Los otros monjes continuaron su apresurado ir y venir sin levantar la vista del suelo. Hasta el momento, nadie le había dirigido la palabra ni le había puesto impedimentos de ninguna clase; como si no existiera en absoluto.
Avanzaba por el amplio paseo central con la esperanza de poder encontrar la biblioteca del monasterio sin tener que preguntar a nadie cuando vio, entre los rostros vulgares de un pequeño grupo de monjes que se acercaba, unas facciones que le resultaron familiares, empezando por una frente grotescamente hinchada que sobresalía como un lomo de nieve a punto de deslizarse montaña abajo. El resto de la cara del individuo era poco menos que embrionario bajo el abultamiento y sus ojillos miraban desde las sombras. También éste pasó ante Di sin mirarlo mientras el magistrado apretaba el paso y hacía un enérgico esfuerzo por mantener la expresión imperturbable.
Continuó en dirección al templo principal mientras estudiaba los rostros que pasaban a su lado. Vio expresiones ceñudas y otras dulces; vio narices chatas, nances largas y narices ganchudas, ojos muy separados y ojos muy juntos, cicatrices, arrugas, dientes blancos y negros, labios rollizos y labios finos, caras anchas y caras estrechas, rostros de huesos prominentes y otros suaves y carnosos, frentes estrechas y aplastadas o altas y redondeadas… Ninguna de aquellas caras era hermosa, pero todas resultaban corrientes, ninguna rebasaba los límites de la normalidad en cuestión de facciones humanas.
Se disponía a cruzar la puerta del templo principal cuando ésta se abrió de improviso y apareció un monje que pasó tan cerca de Di que el disfrazado juez apenas logró contener una reacción de rechazo. Cuando uno observaba el rostro del individuo, producía la impresión de que cada mitad perteneciera a una persona distinta y las dos hubieran sido ensambladas por los dioses en una broma macabra. Y cada mitad de aquel rostro parecía andar buscando la mitad que le correspondía de verdad: un ojo estaba dos dedos más arriba que el otro y, además, cada uno de ellos miraba en una dirección completamente distinta; la pobre nariz arrancaba como si fuera a desviarse a la izquierda, pero cambiaba de idea bruscamente a mitad del recorrido para torcerse a la derecha mientras la mandíbula sobresalía hacia un lado, arrastrando la boca con ella. Detrás de él asomó otro hombre cuyo rostro había sufrido evidentes y tremendas quemaduras: había perdido los párpados, de modo que sus ojos eran dos espantosos globos saltones, y el tejido cicatricial había tensado los músculos de la boca de tal forma que sus dientes amarillentos quedaban a la vista en una mueca permanente, en una especie de sonrisa escalofriante. Perplejo, Di sostuvo la puerta para que pasaran, y los dos individuos desfilaron ante él sin dedicarle una mirada. Cuando el juez entró en la sala fresca y casi a oscuras, el corazón le latía con fuerza.
Definitivamente, Di estaba seguro de haber visto a aquellos tres hombres monstruosos con anterioridad. Una vez, en carne y hueso; la otra, tallados en piedra. Y también tuvo la certeza de que, si se quedaba en el monasterio el resto del día, terminaría por tropezar con trece hombres en cada uno de los cuales encontraría una extraordinaria semejanza con alguno de los espeluznantes arhats que había contemplado en la capilla de la cueva.
Era como si se hubiera insuflado vida a las figuras de la cueva, como si éstas hubieran descendido de sus nichos para seguirlo hasta Ch’ang-an. Pero Di sabía que, en realidad, era todo lo contrario. Los hombres con los que acababa de topar eran tres de los dieciséis a los que había visto y compadecido cuando, semanas antes, pasaban con sus salmodias por las calles de la ciudad. Y ahora el magistrado estaba seguro de que los dieciséis habían sido escogidos minuciosamente por su asombroso parecido con las figuras míticas. Dieciséis parecidos tan perfectos sólo podían indicar que se habían presentado centenares de aspirantes. Miles, probablemente, pensó con repulsión y fascinación a la vez.
Tras dejar la discreta escolta de alguaciles a suficiente distancia como para que, esperaba, oyeran su llamada, encontró la biblioteca, pero enseguida descubrió que dentro de sus muros ya no era invisible, como parecía serlo en el exterior. Sus andanzas sin control terminaron cuando el bibliotecario del monasterio surgió de entre las sombras para preguntar si podía ayudarlo en algo.
El abad Liao le había aconsejado qué pedir y cómo hacerlo. Di inclinó la cabeza y pronunció las palabras que había preparado con tanto cuidado.
—Estoy de peregrinación, siguiendo mi vocación. Busco una orden en la que ingresar. He sido atraído hasta aquí desde muchos cientos de li de distancia. He oído que este templo posee una de las mejores colecciones de reliquias y textos del imperio. —Esto último era cierto; las colecciones bibliográficas de casi todos los demás templos de Ch’ang-an habían sido expoliadas y sus tesoros más valiosos, robados. Di hizo una breve pausa e inclinó la cabeza de nuevo en una humilde reverencia, disponiéndose a presentar su petición—: No sé si mi peregrinaje resultará infructuoso. Mi corazón arde en deseos de contemplar el más extraordinario de los tesoros, las hojas del árbol sagrado de la bodhi.
El bibliotecario lo miró con aire pensativo.
—Muéstrame las manos —dijo. Di obedeció, titubeante. Con un bufido, el guardián del lugar anunció—: Lo siento, no están lo bastante limpias. No debes tocar nada. Pero puedes mirar. Te acompañaré y responderé a tus preguntas.
Tras esto, dio media vuelta e indicó al falso peregrino que lo siguiera.
Era cierto; Di no tenía las manos precisamente limpias, y las llevaba así adrede. Como toque final de su personificación de mendicante viajero se había embadurnado de mugre oscura la palma de las manos y debajo de las uñas. Era un detalle muy fácil de olvidar. Un asceta peripatético que dormía donde encontraba refugio y que dependía de la generosidad de los extraños no podía tener las manos tiernas, limpias y sonrosadas de un burócrata o de un escribiente. Estuvo a punto de preguntar si podía lavárselas, pero decidió no hacerlo. Había tenido suerte de llegar hasta allí, se dijo. Sabía que en Ch’ang-an no era tan famoso como lo había sido en Luoyang y confiaba en que su disfraz bastara para encubrirlos pero era preferible no tentar a la suerte, y echó a andar dócilmente tras el bibliotecario.
—Tengo entendido que las hojas del árbol de la bodhi son raras, casi tanto como la visión del rostro del Buda viviente —dijo, empalagoso, dirigiéndose a la nuca del bibliotecario, pues éste no hizo el menor caso de sus palabras y se limitó a continuar caminando—. Ya he visitado varios templos que no conservaban ninguna. Quizás aquí tampoco las haya. Sería muy comprensible y, desde luego, nadie podría tener en menos estima el templo del Caballo Blanco por esta causa —balbució. Su acompañante continuó sin dar señal de haberlo oído.
El bibliotecario condujo a Di por unos pasadizos fríos, oscuros y recién barnizados, entre estantes en los que se apilaban incontables libros. Los marcadores de sedas de colores que colgaban de ellos se agitaban bajo la leve brisa que levantaba el paso de los dos hombres. Di quedó impresionado al ver una colección especialmente antigua del Kanjur, la recopilación de las palabras del Buda en ciento cuatro volúmenes que tan difícil resultaba de encontrar. La reconoció porque su amigo, el abad del Loto Puro, tenía una; los nítidos caracteres del título destacaban claramente en el marcador de seda amarilla. El magistrado se preguntó qué estantería habría quedado vacía, privada de su mayor tesoro, en otra parte.
El bibliotecario se detuvo bruscamente y Di estuvo a punto de tropezar con él. El hombre señaló una mesa.
—Quédate ahí. Por favor, guarda las manos en las mangas —ordenó a Di. Este obedeció mientras el hombre abría la cerradura de un armario y sacaba de él vanos portafolios de gran tamaño, planos, atados con cinta de seda. Los dejó sobre la mesa con veneración y levantó los ojos un momento para confirmar que Di tenía las manos fuera de la vista. Quizá debería atárselas, pensó Di, aunque no dijo nada.
El hombre abrió la cubierta del portafolio. El magistrado se preguntó de nuevo qué colección habría sido saqueada: dentro, comprimidas entre retales de seda resistente, se encontraban las gráciles curvas de las hojas de un árbol de la bodhi, el árbol bajo el cual el Buda había encontrado la iluminación. Y en cada hoja había un dibujo de bellos trazos, un retrato, tal como el magistrado esperaba, pues se lo había confiado su amigo el abad. Eran aquellos rostros y el breve texto que acompañaba cada retrato, y no las hojas en sí, lo que Di deseaba ver; por eso no se había referido a ellos.
Los retratos pertenecían a los dieciséis arhats de la mitología budista. Mientras que sus correspondientes contrafiguras de piedra eran seres espantosos, de pesadilla, los rostros pintados sólo resultaban feroces y gesticulantes, sin llegar a la deformidad; con todo, las semejanzas fundamentales eran manifiestas. Allí estaba el hombre de la frente hinchada y el de la mandíbula saliente. Estaba el arhat de las cejas espantosas y el tipo de los ojos saltones y siempre abiertos, y otro con el rostro delgado como la hoja de un puñal. Y la misión concreta de todos ellos, según el texto, era dar muerte a los devadhatta, los enemigos del dharma. En aquel momento, mientras estudiaba las hojas pintadas y absorbía todos los detalles y leía las minúsculas inscripciones, evitó cualquier comentario sobre los retratos, como si no viera los rostros que lo miraban, como si todo su interés se concentrara solamente en las hojas.
Hizo unas cuantas preguntas ociosas al bibliotecario sobre el clima de los lugares donde crecía el árbol de la bodhi, cuánto tiempo vivía, si era posible que las hojas que tenía ante él en aquel momento procediesen del árbol original, cómo habían sido recuperadas, etcétera. El bibliotecario respondió a sus preguntas en tono medido y pedante. Di sólo escuchó el murmullo de su voz, sin prestar atención a sus palabras porque algo había captado su atención. Estaba contemplando un antiguo cuadro tonka que su acompañante había dejado a la vista involuntariamente mientras pasaba las láminas.
Era una descripción del continente metafórico de Jambudvipa que mostraba las cuatro esquinas del reino budista. Sólo tuvo unos instantes para contemplarlo, pues el bibliotecario no tardó en cubrirlo con otra página, pero fue suficiente para observar la tortuosa línea negra del rincón superior izquierdo, que parecía una vena en la frente de un hombre encolerizado, y para leer la inscripción: «El río oscuro del peligro que fluye desde el reino de los devadhatta.»
—Bien, maese Di, de modo que ha decidido romper su «retiro» —dijo su amigo, el erudito y maestro budista de extraordinaria memoria, mientras Di lo escoltaba hasta el estudio de su casa de Ch’ang-an y cerraba la puerta tras ellos. El magistrado no tomó asiento, sino que deambuló por la estancia con paso inquieto, impulsado por un sentimiento de urgencia que no lo había abandonado un instante desde que dejara la biblioteca del monasterio del Caballo Blanco, esa misma tarde.
—La decisión no la he tomado yo —replicó Di—. Alguien la ha tomado por mí, más bien.
—Es cierto —asintió su amigo, comprensivo—. A veces parece que estamos en manos de unas fuerzas mucho más poderosas que nosotros, que superan nuestras limitaciones humanas pero que nos utilizan, que utilizan nuestras vidas, nuestras mentes y nuestros cuerpos para sus propósitos.
Di contempló unos segundos a su amigo sin decir nada. Era como si estuviera mirando a través de una ventana abierta por un momento el universo infinito, negro y misterioso. Durante aquel breve instante, tuvo la sensación de que las palabras del hombre estaban cargadas de verdad. Parpadeó y concentró de nuevo su atención en la página de notas y garabatos que tenía sobre la mesa. Tenía que encajar todo aquello como fuese. Aunque esas fuerzas poderosas los utilizaran de aquella manera, se dijo, la responsabilidad seguía siendo de los humanos y constituía una pesada losa sobre sus hombros.
—Preciso su extraordinaria memoria y sus conocimientos, amigo mío —declaró el magistrado—. Podría pasarme semanas, meses enteros, revisando las sagradas escrituras antes de encontrar lo que estoy buscando. O tal vez no lo encontraría nunca. Pero creo que no me sobra el tiempo. Los arhats y los devadhatta… —continuó. Era la primera vez que pronunciaba aquellos términos en voz alta—, ¿qué son esos seres, además de los protectores y los enemigos del dharma, respectivamente?
—Los devadhattas… —murmuró su amigo, despacio y con expresión pensativa—. Podría decirse que son una metáfora de la fragilidad humana. Se dice que, como enemigos del dharma, se levantarán durante el periodo de la Ley Degenerada, el periodo siguiente a la era de la Ley Verdadera. En esta última, que se inició en el momento en que el Buda consiguió la iluminación, las enseñanzas del sabio estaban frescas y los hombres eran puros y fieles. En la era de la Ley Degenerada, las enseñanzas han sido corrompidas por el paso del tiempo y por la falibilidad humana, y la influencia de los devadhattas se extenderá gradualmente. Será en este periodo cuando regrese el Maitreya, el Buda Futuro, y cuando se alcen los arhats para destruir a los devadhatta.
—¿Y cuánto tiempo abarcan esas eras? —quiso saber Di.
—Un millar de años cada una. Han transcurrido ya mil doscientos, aproximadamente, desde que el Buda alcanzó el nirvana. —Con un encogimiento de hombros, el amigo del magistrado continuó—: Eso nos coloca hoy, en este momento de la historia, en plena era de la Ley Degenerada.
—¿Y los arhats…? —preguntó Di y miró a su interlocutor con inquietud, como si fuera un oráculo, como si todas las respuestas estuvieran en su rostro.
—Según la ley y las profecías, éste podría perfectamente ser su momento —respondió, e hizo una pausa, pensativo—. Si aceptamos que el advenimiento del Maitreya es inminente —añadió, al tiempo que arqueaba una ceja—, los arhats también deberían estar entre nosotros, dedicados a destruir al enemigo y a colaborar en la limpieza de un mundo corrompido.
—«Si aceptamos que el advenimiento del Maitreya es inminente…» —repitió Di.
—A lo largo de la historia, los arhats han experimentado una evolución compleja —continuó su amigo—. En otro tiempo eran descritos como criaturas hermosas y graciosas, como sublimes reclusos. Como auténticos discípulos del Buda. Sólo muy recientemente, en los últimos sesenta años, han adoptado la apariencia de vengadores temibles y repulsivos. De hecho, en una ocasión llegué a hablar con el hombre cuya obra consolidó esta visión. ¿Recuerda a Hsuan-tsang?
Hsuan-tsang, el celebrado peregrino y traductor que había llevado a China tantos textos sagrados arcanos desde las tierras remotas de la India y del Tíbet. Era un nombre que Di no olvidaría, seguramente, mientras le quedara aliento en el cuerpo. En cualquier momento el magistrado podía evocar la figura del anciano monje, frágil y encorvado, casi al final de su larguísima existencia, exhortando a las masas en el debate del Pai, acompañado de las voces de los fieles que retaban al propio cielo.
—Fue Hsuan-tsang quien difundió la idea de que se cernía sobre nosotros la era de la Degeneración de la Ley y quien tradujo ciertos escritos de oscuro significado que describían definitivamente a los arhats como criaturas retorcidas y deformes —continuó su interlocutor—, pero eminentes y selectos en su fealdad por el modo en que ésta los destacaba de la masa. Las descripciones detalladas del viajero y erudito fueron la fuente de inspiración de los artistas que pintaron los retratos en las hojas del árbol de la bodhi y que tallaron las figuras de las cuevas. Había dieciocho en total, todas distintas, y hacían alarde de su fealdad como si fuera belleza.
Di recordó las actitudes de los monjes deformes: orgullo, arrogancia, altivez… Como si, después de una vida de sufrir el desagrado o la lástima de los que se cruzaban con ellos, alguien les hubiera otorgado una categoría regia. Algo nada tranquilizador.
—¿Dieciocho? —preguntó Di. El detalle había estado a punto de pasársele por alto—. No he contado más que dieciséis en cada uno de los casos: dieciséis estatuas, dieciséis retratos y dieciséis hombres de carne y hueso.
—Los chinos siempre han mantenido en dieciocho el número de arhats —dijo su amigo—. El de dieciséis siempre se ha asociado a escuelas de pensamiento más esotérico. En concreto, a las tibetanas.
Di continuó deambulando de un extremo a otro del estudio. Los tibetanos… ¡Por todos los dioses! Se volvió bruscamente hacia su amigo y le comentó:
—¿Recuerda la conversación que tuvimos hace unos meses? Hablábamos de la auténtica profundidad de la fe de la emperatriz, de su madre y del monje. Usted decía que el poder terrenal contribuye a alentar las ilusiones de inmortalidad, de divinidad; que, cuando uno experimenta una cierta omnipotencia, llega a pensar que una fuerza omnipotente ocupa su vida. Y también dijo que nunca podríamos saber en qué medida estaban convencidos realmente de su condición divina. Que, con toda probabilidad, ni ellos mismos lo sabían. Creo que empezamos a tener respuestas a algunas de nuestras preguntas. Creo que ya podemos esbozar el esquema general de cómo el monje, Hsueh Huai-i, ha ido alimentando las ilusiones de divinidad de la emperatriz, bocado a bocado, mediante pulcras recetas preparadas especialmente para ella por quien tanto conoce sus gustos, sus apetitos y sus peculiaridades. Fíjese, amigo mío. Primero, Hsueh sienta la base con ese apócrifo sutra de la Gran Nube y sus tonterías acerca de una mujer gobernante. Después, sin la menor vergüenza, urde esa palabrería del Comentario de la Lluvia Preciosa. Después, convence a la emperatriz de que es Kuan-yin y Avalokitesvara encarnados en un solo cuerpo y dispone el mundo que rodea a Wu para que mantenga esta ilusión. Y, por fin, le insinúa que es más que una simple discípula bodhisattva, ¡prácticamente, la está induciendo a creer que ella es el propio Maitreya, el Buda Futuro!
—Pero el sutra de la Gran Nube no es ninguna falsificación —respondió su amigo. Di lo miró sin comprender a qué venía aquello.
—Claro que sí —replicó—. Esas tonterías que los monjes cantan por las calles. Esas palabras que Hsueh Huai-i «descubrió» entre las pertenencias que compró al viejo mendigo.
—¡Ah, estamos ante un hombre muy ingenioso! —dijo el amigo del magistrado—. Es capaz de inventar un buen cuento para conseguir un efecto teatral, de aprovecharse de la credulidad de los oyentes igual que el pábilo de una lámpara utiliza el aceite y de jugar con las palabras hasta ordenarlas como más convenga a sus intereses, de modo que queden arraigadas en la conciencia popular. Pero la verdad es que las palabras que cantan los monjes del Caballo Blanco son una derivación de un sutra auténtico. Un sutra antiquísimo. Probablemente, somos muy pocos los que lo hemos reconocido. Es una escritura muy arcana y misteriosa, pero también auténtica.
Desconcertado, Di contempló a su amigo mientras éste cerraba los ojos como hacía siempre que sondeaba en su inmensa memoria. Después, empezó a recitar. Di se acomodó en una silla y prestó atención, extasiado:
El Venerable ha dicho que cuando el Bhagavat renazca eliminará todo el mal. Si hay hombres arrogantes y recalcitrantes, serán enviados jóvenes devas con vara de oro para castigarlos. El Venerable quiere que Maitreya construya para él una Ciudad de la Transformación con un pilar de plata blanca en lo alto y una inscripción debajo. Encima de la torre sonará el Tambor de Oro para proclamar este mensaje a todos los discípulos. Y su redoble será escuchado por todos los creyentes aunque estén a diez mil li de distancia, pero quienes no crean en esta ley no oirán nada aunque estén en la habitación contigua.
Una madre santa gobernará a la humanidad y su imperio proporcionará la prosperidad eterna. Será una verdadera bodhisattva y recibirá un cuerpo de mujer para transformar a todos los seres. Un Buda tocará su cabeza con el don de la profecía y ella enseñará y convertirá en todos los lugares que gobierne. Destruirá las heterodoxias y las diversas doctrinas perversas. Conseguirá una cuarta parte del reino del Chakravartin y obtendrá la máxima soberanía y la existencia independiente.
El pueblo prosperará, a salvo de la desolación, de la enfermedad, de la preocupación, del temor y de la catástrofe. Todas las tierras de Jambudvipa quedarán bajo su dominio y no habrá oposición de lugares lejanos. Allí donde pueda urdirse una sedición, ésta quedará en nada.
Y esa madre santa gobernará desde la tierra de Wu-hsiang, también llamada del No Pensamiento. En esa tierra habrá un curso de agua llamado Río Negro. En la época del declive de la Ley Verdadera, surgirá un ejército de demonios a lomos de los malos vientos levantados por las aguas de ese río y Mara intentará destruir y confundir la Ley Verdadera.
»Será un hombre inferior quien descubra esta inscripción. Pero la mujer que la lea será esa sabia gobernante.
Cuando el amigo de Di abrió los ojos al finalizar su declamación, dio la impresión de salir de un trance. El propio Di se había sentido casi extasiado mientras escuchaba las palabras del sutra. Allí estaba la fuente de toda la inspiración de Hsueh: el pilar, las inscripciones «descubiertas», el manifiesto destino de Wu como gobernante imperial. Mil preguntas le vinieron a los labios cuando abrió la boca para hablar, pero una se adelantó a todas las demás:
—¿Mara? —preguntó—. ¿Quién… o qué… es Mara?
—Mara, o Kamadeva. Es el caudillo del ejército de demonios destructores de la Ley. Es otra manera de referirse a los devadhattas: el ejército de demonios de Mara.
—¿Un ejército de demonios? —inquirió—. ¿Qué referencia hay en esas escrituras sagradas a tal ejército?
—Hay algunas, muy breves y muy misteriosas. Incluso a mí me será difícil recordarlas. Será preciso que realice cierto ejercicio destinado a estimular la memoria. Debo sondear hasta el punto exacto. Los pasadizos de mi mente —dijo con una sonrisa— son como los corredores de una biblioteca vieja y húmeda. Los escritos están allí, cuidadosamente almacenados e intactos, pero comprimidos bajo su propio peso. Uno podría perder mucho tiempo yendo y viniendo por esos pasadizos en busca de un documento en concreto. Pero hay medios más eficientes de hacerlo.
Resultó una actuación extraordinaria. El hombre cerró los ojos y se quedó inmóvil como un muerto; después, se incorporó de la silla lentamente y, medio en cuclillas, giró despacio, como si contemplara el paisaje de un mundo sólo visible a través de sus párpados firmemente cerrados. Mientras lo observaba, a Di le vino a la mente la vivida imagen de un denso bosque, poblado de criaturas que correteaban y revoloteaban en todas direcciones, silenciosas y furtivas, y que abandonaban sus escondrijos de vez en cuando para cruzar un retazo de cielo o un claro en la espesura durante unos instantes, desafiando al ojo del cazador a localizarlos. El hombre se detuvo varias veces en sus giros, como si hubiera visto u oído algo, pero enseguida reanudó su lento movimiento, escrutando el bosque invisible. De repente, lanzó un grito tan brusco y estentóreo en la estancia silenciosa y en penumbra que el magistrado dio un respingo.
—«Y ENTONCES SE SENTÓ EN UNA POSTURA FIRME E IMPASIBLE, CON LOS BRAZOS Y LAS PIERNAS RECOGIDOS EN UN OVILLO COMO UNA SERPIENTE DORMIDA, Y EXCLAMÓ: “¡NO ME LEVANTARÉ DE ESTA POSICIÓN EN LA TIERRA HASTA QUE HAYA CONSEGUIDO MI MÁXIMO OBJETIVO!”» —exclamó. Tras esto bajó la voz hasta convertirla en un susurro y, todavía en cuclillas y con los ojos cerrados, continuó recitando las palabras sagradas, recuperándolas de su memoria, le pareció a Di, como si extrajera una cuerda de nudos de un barril—. «Entonces, los moradores del cielo estallaron en una alegría sin par… los rebaños de animales y las aves no emitieron grito alguno; los árboles movidos por el viento no hicieron el menor sonido cuando el Santo volvió a su asiento, firme en su decisión…».
El amigo de Di alargó una mano, localizó la silla a su espalda y se sentó de nuevo. Ya había encontrado el camino a las palabras que estaba buscando.
—«… y cuando el Gran Sabio, nacido de una estirpe de sabios regios, se quedó sentado allí con el alma completamente resuelta a conseguir el conocimiento más alto, el mundo entero se alegró; pero Mara, el enemigo de la buena ley, tuvo miedo…».
Di se había desplazado hasta su pupitre de escribir y tomó el pincel. Con un esfuerzo considerable para no perder palabra de cuanto su amigo recitaba, empezó a llenar una hoja de pergamino con caracteres, de arriba abajo.
—«… el que llaman en el mundo Kamadeva, el poseedor de varias armas, el de las flechas de flores, el señor del curso del deseo, el que también llaman Mara, el enemigo de la liberación. Sus tres hijos —la Confusión, la Diversión y el Orgullo— y sus tres hijas —la Codicia, el Placer y la Sed— le preguntaron la razón de su melancolía y él les respondió: “Ese sabio ahí sentado, protegido por la coraza de la determinación, se propone conquistar mis reinos. Si consigue vencerme y dar a conocer al mundo el sendero de la bendición última, todo este reino mío quedará vacío.” Tras decir esto. Mara evocó a su ejército, y al instante sus seguidores se congregaron en torno a él bajo diversas formas y armados de flechas, árboles, dardos, garrotes y espadas, dispuestos a conseguir la derrota del sabio».
El pincel de Di apenas conseguía seguir el relato. Anotó a toda prisa la última frase y aguardó mientras su amigo recobraba el aliento con una profunda inspiración.
Después, procedió a una descripción minuciosa, vivida y llena de detalles escabrosos de las criaturas hasta que, en las sombras de la sala en la que se hallaban Di y su interlocutor, casi empezaron a tomar forma, entre respiraciones sibilantes y roces de ropas, los demonios que formaban las legiones del ejército del señor del Deseo. Durante unos instantes, de puro aturdido y extasiado, Di se olvidó de escribir, pero muy pronto recobró la lucidez y su pincel voló sobre el pergamino.
Horas más tarde, Di permanecía sentado a solas en su estudio, sumido en sus pensamientos. Aquella noche, cuando se marchaba, su amigo dirigió una larga mirada al magistrado antes de cruzar la puerta de la casa y pronunció unas palabras que Di no podía sacarse de la cabeza. El erudito empleó un tono que permitía tomar sus palabras tanto en sentido literal como irónico. Según él, en todo aquello parecía haber un aspecto que ninguno de los dos había previsto. «Al parecer, maese Di, el verdadero arhat, el fiel protector de la Ley en esta era de declive, es usted». Éstas habían sido sus palabras. Después, con una sonrisa, cruzó el umbral y dejó a Di con sus papeles, sus anotaciones apresuradas, diez mil preguntas y una sensación sin nombre ni forma que en aquel instante, horas después, empezaba a definirse e inquietarle.
La noche posterior a la visita del erudito, Di ordenó que no le molestaran y que reinara el silencio en la casa para poder concentrarse. Se tapó los oídos con retales de tela para aumentar el aislamiento. Ante él tenía un plano de la ciudad de Ch’ang-an. Había reescrito y organizado todas las notas y tenía desplegado sobre la mesa el sutra que había escrito la noche anterior. También tenía preparados más pergaminos en blanco, pincel y tinta.
Tomó el pincel, lo empapó de líquido y lo posó ociosamente en la esquina superior izquierda de la página mientras rumiaba. Pronto observó que una línea negra, sinuosa como una serpiente, fluía de las cerdas entintadas.
Creyó escuchar un leve ruido en la puerta del estudio y alzó la vista un momento, pero debía de haberse confundido. Había sido muy explícito en lo referente a no ser molestado. Volvió a concentrar la atención en sus pensamientos y los dejó fluir como si flotaran en aquel río simbólico. El oscuro río del peligro: el río de las pasiones, del nacimiento y de la muerte.
De pronto, volvió a levantar la cabeza. Esta vez estaba seguro de que alguien arañaba la puerta desde el otro lado. ¿Por qué no podían respetar sus deseos? ¿Por qué, cuando se trataba de tener paz y silencio, soledad y concentración, siempre era preciso negociar? Mejor le habría ido si no hubiera dicho nada y se hubiese limitado a retirarse a su estudio y cerrar la puerta. Al informar de su necesidad de tranquilidad, prácticamente se había garantizado una perturbación de la misma, como mínimo.
Muy bien, se dijo, no haría caso. Empezó a leer el sutra del Demonio Kirita con un murmullo que llenó su cabeza a causa de los tapones de los oídos.
Instantes después, Di se incorporaba y se quitaba los tapones, rojo de irritación. El ruido de arañazos dejó paso a un golpeteo, firme e insistente. Acudió a la puerta y la abrió.
Al otro lado estaba su madre, con una expresión que impulsó a Di a tragarse todos los insultos que se disponía a soltar. Y justo detrás de ella, con un ademán tan lleno de excusas como el de un perro que hubiera hecho algo atroz, se encontraba el alguacil jefe, su leal jorobado. Y, tras él, dos musculosos guardias.
—Ha habido otro asesinato —murmuró Di.
—No, magistrado. No ha habido otro asesinato —le aseguró el alguacil. Di se dio cuenta enseguida del error, pues los dos escoltas no pertenecían al cuerpo de alguaciles, sino a la guardia imperial.
No fue preciso que le dijeran más. Sabía que los dos guardias no estarían allí a menos que se dispusieran a detenerlo. Estudió las posibilidades: la carrera hasta las puertas de la terraza que se abría a su espalda y luego por el jardín, la escalada de la tapia y la huida por las oscuras callejas del barrio. En otra época, cuando era más joven y fuerte, probablemente lo habría intentado. Ahora era consciente de la inutilidad de tal esfuerzo. Además, la cara compungida y suplicante del jorobado indicaba que al pobre hombre le costaría la cabeza, literalmente, volver con las manos vacías.
—Lo lamento, señor… —El jorobado inició una excusa, pero Di lo interrumpió.
—Olvídalo —dijo con voz tensa, al tiempo que abandonaba el estudio y cerraba la puerta tras él, preocupado ahora por los papeles que había dejado en el escritorio—. Ya me lo contarás más tarde —añadió con un tono más amable, al tiempo que permitía que los guardias lo sujetaran por los brazos—. Vamos allá.