Luoyang
Chou Hsing ascendió sin detenerse tres largos tramos de la inmensa escalinata de piedra que daba acceso al Salón de Justicia de la Censura. Chou no era un hombre robusto; normalmente, daba muestras de debilidad y se cansaba enseguida, pero en esta ocasión había cubierto una buena distancia a la carrera por las terrazas del Secretariado, ante la perplejidad de los centinelas y la sorpresa de los funcionarios del Tribunal Supremo con quienes se cruzaba, antes de empezar siquiera a subir las escaleras. Aquel día, Chou Hsing era un hombre diferente. Saturado de vigor y energía animales, sus piernas lo transportaban, insensibles, por la empinada escalera de mármol.
«Posee no sólo la inteligencia de un pájaro, sino también su fragilidad y poco peso», había dicho de él Lai Chun-chen, el director del Gabinete de Castigos e Investigaciones de la Censura. Un comentario muy adecuado, ciertamente. Parecían las palabras que emplearía Lai si condescendiera a describir a Chou ante los miembros de su pequeña camarilla. ¿Y quiénes formaban ésta?, se preguntó Chou. Probablemente, los sobrinos de la emperatriz que ocupaban altos cargos en la Censura. Aquellos tipejos hipócritas y despreciables no lo habían mirado nunca con buenos ojos y, desde luego, eran la clase de basura con la que se aliaría el director Lai para conspirar contra él. En efecto, ¿no había visto últimamente a los tres paseando juntos por los jardines con inusitada frecuencia? ¿No había visto sus cabezas muy juntas, desgranando murmullos? Sobre todo, la del sobrino mayor, Wu Cheng-ssu. Éste era el peligroso.
Pero los conspiradores no habían contado con Chou Hsing, el enclenque. ¡Les iba a dar una buena lección!
«Y, gracias a esa ligereza, ¡con qué naturalidad y facilidad surcará los aires!», se suponía que había añadido Lai, en referencia a él. «Por lo menos, servirá para este propósito. Sí. Ese pequeño tonto volará. Es un buen modo de demostrar sus cualidades… ¡De que demuestre ser, al menos, un tonto útil!». A Chou no le costaba esfuerzo imaginar la actitud altiva y satisfecha de Lai al pronunciar aquellas palabras. ¿De modo que ése era el trato que reservaba a su ayudante más fiel?, se dijo Chou, presa de un nuevo acceso de cólera. ¡Ya le enseñaré yo lo tonto que soy!
Ascendió el último tramo de escaleras en cuestión de segundos, saltando los peldaños de tres en tres. Se sentía joven y fuerte como un soldado… y todo por aquellas palabras, que le devoraban las entrañas como diez mil lombrices voraces. La cólera alcanzó su corazón, cuyo poderoso latir notó en la garganta. Chou llevó la mano a su daga por encima de la tupida tela de brocado y cerró los dedos en torno a la empuñadura tallada. Con aquel contacto, ligero pero siniestro, Chou Hsing se recordó que no podía confiar nunca en su superior. Nunca lo había hecho.
«No dudo de que las alas de seda y pergamino sobre el armazón de bambú lo elevarán como una pluma en la brisa… Enviaremos su cuerpo minúsculo e insignificante a flotar con los insectos y las aves…». Y a continuación, según le habían contado a Chou, Lai añadió aquellas ofensivas palabras finales: «… donde por fin podrá, quizá, relacionarse con otros de su mismo nivel de inteligencia».
Chou Hsing atravesó las grandes puertas tachonadas de adornos metálicos que conducían a la sala de recepción del despacho de Lai Chun-chen, director del Gabinete de Castigos e Investigaciones de la Censura. Por último, penetró en el despacho principal. El director Lai estaba exactamente donde esperaba encontrarlo a aquella hora avanzada del día: reclinado en su diván, de espaldas a la puerta y con la cabeza vuelta en actitud pensativa hacia el patio, perfectamente cuidado, que ya empezaba a quedar en sombras. Como de costumbre, Chou tendría que hablarle a la espalda de su superior. Sus conversaciones siempre transcurrían así. Pero, de repente, el vigoroso esfuerzo realizado se cobró su precio; el pecho le ardía, estaba sin aliento, el corazón le latía furiosamente contra las costillas y ya no notaba el contacto de sus pies con el suelo.
Chou descubrió con perplejidad que, pese a las semanas de preparación, estaba perdiendo el ánimo. Se quedó paralizado a la entrada del salón, a unos cuarenta pasos del diván. Necesitaba desesperadamente dominarse antes de abrir la boca y dirigirse al director Lai Chun-chen en un tono de voz normal. Tras un instante interminable, Lai asintió ligeramente con aquel gesto suyo, tan irritante, con el que indicaba que se había percatado de su presencia en el salón y lo instaba a exponer lo que tuviera que decir. Chou Hsing no podía retrasarse más.
—Yo… tengo algo… algo para usted, maese… maese Lai —logró murmurar Chou, enfurecido y humillado ante el tartamudeo y la falta de energía de su voz. Lai, sin embargo, no pareció notar nada fuera de lo normal.
—Creo… —continuó Chou, tratando de dominarse—. Creo que lo encontrará muy importante. Muy instructivo.
El director asintió de nuevo, con gesto lento y pensativo. Lai tenía por costumbre hablar muy poco, o nada, mientras escuchaba a Chou. Tal vez sólo fingía interés en lo que tenía que decirle, reflexionó éste. Tal vez había fingido desde el principio de su asociación. Esto, en el mejor de los casos. En el peor, quizá Lai se hubiera estado burlando de él a sus espaldas desde el primer momento. Sí; así había sido, probablemente. La idea provocó una nueva descarga de cólera en el pobre Chou.
Al comprobar que Lai no estaba dispuesto a reconocer su presencia más que con aquellos gestos de asentimiento, Chou Hsing se acercó al diván del director y se detuvo a seis pasos de él. Permaneció allí largo rato con la mirada fija en la nuca de Lai, admirándose de que el cabello de su superior conservara el aspecto sedoso y vigoroso de su juventud mientras el suyo empezaba a ralear y ya tenía bastantes canas. Sólo era visible la coronilla de Lai; el cuello y los hombros quedaban ocultos bajo el grueso cuello de armiño de su casaca. Pero eso no sería ningún inconveniente. Chou recorrió la estancia con una mirada cauta. No había nadie presente; sólo los guardias en la antesala.
—Sí —dijo con voz calmosa—. Creo que lo encontrará muy interesante —añadió. Lai echó la cabeza ligeramente hacia atrás, esperando a que continuara—. Tengo aquí… algo insólito que acaba de llegarnos hoy.
Chou rebuscó entre las ropas. Empezaba a recuperar la confianza. Cuando creyó detectar cierta expectación en la postura de su mudo interlocutor, sonrió para sí y extrajo un pequeño carrete de alambre de orfebre de un bolsillo interior. Desenrolló el brillante alambre, lo estiró tensándolo entre sus manos y afirmó los extremos en torno a las muñecas y a lo ancho de las palmas. A decir verdad, el ofendido funcionario había practicado aquel movimiento un millar de veces durante los últimos días, mientras su mente evocaba los irritantes comentarios que su superior había hecho acerca de él.
—¡Aquí está, maese Lai Chun-chen! —masculló al tiempo que pasaba rápidamente el alambre de oro por delante del rostro de Lai, rodeaba su cuello y tiraba hacia arriba con todas las fuerzas que le quedaban, antes de que su superior pudiera gritar o emitir el menor gemido—. ¡Un descubrimiento antiguo, muy antiguo… —jadeó Chou, exultante—, pero que sigue siendo tan bueno… como la primera vez… que se utilizó!
Con los dientes apretados por el esfuerzo, siguió tirando del alambre, aplicando hasta el último gramo de fuerza que le quedaba. En un instante, y sin el menor sonido, el director del Gabinete de Castigos e Investigaciones de la Censura de la emperatriz, Lai Chun-chen, estaría muerto. Entonces, Chou colocaría la daga en las manos de Lai, hundiría el arma en su cuello y lo rajaría de parte a parte, de modo que las señales de estrangulamiento quedaran borradas. Así, todos los funcionarios judiciales estarían de acuerdo en que se trataba de un caso evidente de suicidio. Seguramente, la emperatriz se disponía a destituirlo del cargo, pensarían.
Por fin la cabeza de Lai colgaba inerte. No había habido lucha, ninguna resistencia. Chou retorció el alambre con más fuerza. Allí sucedía algo raro.
Lo que tenía atrapado con el mortífero alambre no era carne. Soltó el hilo de oro y rodeó el diván para ver la cara de la figura sedente. Y se encontró ante la cabeza articulada de un maniquí que le devolvía la mirada con una ridícula sonrisa pintada.
Entonces advirtió el delicado hilo de seda negra que colgaba de la barbilla de «Lai». La mirada de Chou siguió el hilo hasta el suelo, donde pasaba a través de un ojete de metal, avanzaba junto a la alfombra y volvía a levantarse a través de otro ojete para desaparecer en una rendija decorativa de un biombo. Mientras Chou contemplaba el biombo con aire embobado, el hilo de seda se tensó y volvió a aflojarse. La cabeza bajó y se alzó de nuevo. ¡Había asentido!
—Maese Chou, me sorprende usted —dijo una voz cadenciosa y cargada de ironía que le resultaba familiar y que sonaba detrás del gran biombo de teca con incrustaciones de jade—. ¡Vaya, vaya! ¿Esa es manera de saludar a un viejo amigo? —La voz soltó una risilla—. Del capítulo Primero, volumen Uno, de La ciencia de los procesos: «… uno sólo ve lo que desea ver». Fin de la cita. Una vez más, maese Chou, ha demostrado usted que nuestras observaciones y escritos en común tienen validez. Lamento mucho que esta prometedora asociación tenga que terminar. Pero lamento más aún que los rumores acerca de sus planes para asesinarme hayan resultado tan ciertos. ¡Es un hombrecillo tan predecible!
Chou iba a decir algo cortante, o trataba de pensar en algo, cuando escuchó un chasquido metálico y notó una punzada en la parte posterior del cuello. Llevó atrás una mano y palpó las aletas redondeadas de un dardo de ballesta que sobresalía de la carne. La otra mano se alzó hasta el calor que le rezumaba de la garganta y tocó la punta afilada que asomaba justo debajo de la barbilla. Apartó la mano rápidamente y se miró los dedos, brillantes con el espeso carmesí de su propia sangre.
—Y a mí me han contado —murmuró con voz ronca y dificultosa— que usted pensaba hacerme volar como un pájaro…
Chou Hsing cayó de rodillas.
—¿Qué? —exclamó Lai.
—Que se proponía… elevarme en una de sus… cometas portadoras de hombres… para hacerme estrellar contra el suelo —jadeó Chou con su voz agonizante.
—¡Maese Chou! —La perplejidad y la alarma de Lai parecían auténticas—. Yo nunca he dicho tal cosa. ¡No tenía tales planes para usted! ¡Se lo digo de verdad, amigo mío!
Lai hizo una pausa, pensativo.
Chou Hsing se derrumbó hacia delante y de su garganta violentada surgió un áspero y terrible barboteo. La frente se estrelló contra el suelo con un golpe sordo. Lai continuó hablando al cabo de un momento.
—Me parece que nos han enfrentado como… como a un par de codiciosos monitos demonios de las pintorescas narraciones jataka del Buda. Ciertamente, ésta es la lamentable explicación de lo que ha sucedido, maese Chou. Alguien ha disfrutado contemplando cómo nos lanzábamos el uno al cuello del otro. Alguien… y creo que sé quién.
De su voz había desaparecido todo rastro de ironía; estaba serio, meditabundo e irritado.
Chou Hsing levantó la cabeza con sus últimas fuerzas. Boqueando como un pez, intentó articular unas palabras, pero Lai habló primero:
—No pensaba que fuera a decirlo nunca, pero te voy a echar de menos, viejo amigo. Pero no me considero culpable de lo sucedido. En realidad, no ha sido mi mano la que te ha matado.
Chou se arrastró por el suelo unos pocos palmos hacia el biombo tras el cual había acechado el director Lai. Se atragantó en su esfuerzo por hablar, pero ya era demasiado tarde para palabras, y lo que se disponía a decir, fuera lo que fuese, se perdió para siempre.
El nuevo stupa y su jardín refulgían bajo el luminoso sol de finales de otoño. Wu observó con distraído interés cómo un puñado de obreros daba los últimos toques a la construcción. Detrás del stupa se hallaba el almacén de Hsueh Huai-i, un edificio inmenso que ocultaba un secreto que Hsueh no revelaría hasta el día de una celebración grandiosa y espectacular. Pese a que cada día entraba y salía del misterioso edificio un centenar de artesanos a los que se había tomado juramento de guardar secreto, ni Wu ni su madre presionaban al lama para que les revelara detalles. Las dos mujeres permitirían gustosas que el tibetano las sorprendiera. Además, Wu tenía otras cosas en que pensar.
La cúpula del Tribunal Supremo de la Censura, el máximo órgano de gobierno de Wu, empezaban a desmoronarse. La primera vez que Hsueh lo había señalado, no le creyó, y él dijo que le ofrecería una pequeña demostración. Lo que la emperatriz tenía entre las manos, apuntó, era un puñado de pequeñas ratas ambiciosas y voraces e iba a mostrarle lo fácil que resultaba inducirlos a volverse unos contra otros. Los instrumentos que un día sirvieran a Wu habían dejado de tener utilidad. Si eran capaces de devorarse entre ellos con facilidad, sólo sería cuestión de tiempo que se volvieran contra su soberana. Y Hsueh demostró que la primera parte de su tesis era muy acertada.
Hsueh apenas tuvo que sacudir el cubil para que Lai y Chou cayeran el uno sobre el otro como dos víboras escamosas y siseantes, agitando las lenguas. ¡Qué patéticamente fácil resultó! ¡Y eso que Lai Chun-chen y Chou Hsing habían sido grandes amigos! Era evidente que las cosas se habían salido de cauce. Y ahora corrían rumores al respecto de que Lai estaba formando una alianza malsana con los dos sobrinos de Wu en la Censura. Pero la emperatriz y Hsueh habían dado con el remedio para aquella enfermedad insidiosa. Era una idea que los sorprendió por su sencillez y su evidente valor.
Ahora que se había completado la limpieza del viejo régimen, ahora que habían barrido los últimos rastros y Wu era una gobernante estimada y afianzada, la emperatriz podía permitirse colocar aquí y allá, en cargos cuidadosamente escogidos, a algunos de los funcionarios confucianos honrados que había destituido años antes. Era un movimiento estratégico excelente. Wu y Hsueh estudiaron todos sus aspectos, y resultaba muy sensato. Desde luego, no existía el menor peligro de otra Rebelión de los Estudiosos, pues la emperatriz ya había demostrado las consecuencias de tamaña estupidez. No, le aseguró Hsueh: aquellos hombres eran exactamente lo que necesitaban. Serían servidores concienzudos y expertos, callados y trabajadores, tan abrumados por el hecho de ser devueltos a la administración que ni se atreverían a pensar en crearle a la soberana el menor trastorno. Por supuesto, habría que efectuar una selección muy cuidadosa y sería preciso someterlos a vigilancia, pero allí tenían la solución evidente a sus problemas. Wu y él, aseguró el lama, eran perfectamente capaces de mantener la disciplina entre los funcionarios confucianos. En cambio, a hombres como Lai Chun-chen o el difunto Chou Hsing, o como los sobrinos de la emperatriz, no había modo de disciplinarlos, y tampoco se podía confiar en ellos. Desde luego, no era la clase de gente con la que se construían los grandes gobiernos. Sus desagradecidos sobrinos tenían ambiciones, señaló Hsueh con sarcasmo. Era preciso que la soberana edificara para el futuro.
Y, así, Wu ideó algo, un proyecto nuevo y prodigioso. Además de volver a llamar a ciertos funcionarios clave, dio orden al Ministerio de Nombramientos Civiles para que revisara el sistema de los Exámenes para el Funcionariado Imperial. Los exámenes se harían más rigurosos para facilitar el proceso de selección de los servidores mejores y más útiles para su gobierno. El Chin Shih y el Ming Ching —los dos grados superiores de los candidatos— se fundamentarían con mucho más énfasis en el resultado académico y mucho menos en los antecedentes familiares.
Esto, no obstante, era sólo la primera parte del plan. A continuación, la emperatriz decretó que, en adelante, se celebrara un tercer examen: además del riguroso examen de los conocimientos de los clásicos, de política y de prosa de los candidatos a través del Chin Shih y del Ming Ching, en el futuro se realizaría también el Jataka, una prueba de conocimientos en el campo del budismo: textos, filosofía, ética, arte, literatura, biografía, sánscrito, sutras…
Los tradicionalistas se quejarían y criticarían la decisión, pero al final aceptarían y el Jataka, como los otros exámenes confucianos, se convertiría con los años en una parte más del orden del mundo. ¿No andaba diciendo siempre el historiador Shu que las tradiciones empezaban con individuos?
La emperatriz informó al complacido Hsueh Huai-i que iba a ser cofundador y organizador de este nuevo Jataka: un examen que comprobara el conocimiento de los textos budistas entre los funcionarios imperiales.
Al oírla, Hsueh se postró de rodillas y, besando con devoción la mano de la mujer, declaró que dicho examen anunciaría la nueva era de Wu, el Advenimiento del Buda Futuro. La previsión de la emperatriz, afirmó, provocaría un acomodo gradual de las antiguas instituciones de gobierno chinas al nuevo clima moral y religioso que ella propugnaba. Y los cimientos de esta nueva era, que quedaría asociada para siempre a su nombre, serían el sentido práctico, la humanidad y la razón.
Wu sintió entonces aquel ardor profundo, antiguo y satisfactorio que le había calentado la sangre en su juventud, y dio un insinuante apretón a la mano del monje mientras pensaba que hacía mucho tiempo que no disfrutaban el uno del otro, pero Hsueh se limitó a echarle una mirada distraída. Últimamente, siempre parecía cansado y ocupado en sus proyectos secretos, sus celebraciones y demás asuntos. Wu lo comprendía, desde luego, y ocultó su frustración, por el momento. En otra ocasión. Pronto, se prometió.
La emperatriz dio a conocer sus decisiones a la semana siguiente. Un decreto de palacio estableció que las sentencias reflejaran la nueva era de piedad e impusieran castigos severos pero justos. Los sobrinos de Wu fueron enviados al exilio con una condena a trabajos forzados de por vida en una de las unidades militares fu-p’ing de las provincias fronterizas del norte. Esta pena, además, no podría ser objeto de indulto. Pero, con todo, la sentencia de los sobrinos resultó, en comparación, muy suave. Wu ordenó también la destitución de Lai Chun-chen, reo de crueldad excesiva, de su cargo del Gabinete de Castigos e Investigaciones de la Censura, aunque el ex director seguiría conservando el título durante el resto de su vida, junto con un accesorio elaborado a la medida para él por los herreros imperiales: una máscara de hierro con el interior cubierto de salientes, diestramente colocados de modo que impedían buen número de posturas a su portador, entre las que se contaban las que propiciaban el descanso, la relajación y, naturalmente, el sueño.
Como señaló Wu, fue un encargo sencillo para los herreros de palacio; el propio ex director Lai les proporcionó todo lo que necesitaban, junto con planos detallados y dibujos esquemáticos, para la construcción y colocación del artilugio: todo estaba en las páginas de su tratado en varios volúmenes La ciencia de los procesos: El instrumento de atrapar.
Peor que la propia máscara, sin embargo, era la presencia constante de los guardias a su lado, día y noche. Se daba la ironía de que ésta había sido la contribución de Chou a ese tormento, era él mismo quien había tenido aquella excelente idea. Además de ocuparse de las cuestiones necesarias para la supervivencia del portador de la máscara, la presencia de los guardias servía para evitar que se quitara la vida.
Pero Wu reveló a Shu, a la señora Yang y al lama Hsueh que el terrible castigo de Lai Chun-chen se debía, en realidad, a un delito distinto, el más imperdonable de todos. Si bien en la proclama pública su crimen había recibido la denominación oficial de «crueldad excesiva», en realidad había sido sentenciado por un delito mucho más terrible. Lai Chun-chen había trasgredido la norma más inviolable establecida por la emperatriz Wu. Había traspasado los límites de la corrección y el decoro en el palacio imperial. Al dar muerte a su amigo y colega, se había atrevido a verter sangre entre los sagrados muros del sereno palacio de la Paz y la Piedad. Es una lástima, comentó la emperatriz a su madre más tarde, que todos aquellos hombres trataran invariablemente de hacerse los importantes. Ah, ¿es que sabían hacer otra cosa?, murmuró en respuesta la señora Yang.
Qué fastidio, coincidieron ambas.
—Madre Yang, ¿adivináis qué me propongo hacer con esta espléndida efigie sagrada? —preguntó Hsueh en tono burlón. El brillo de su mirada parecía celebrar el secreto que guardaba.
—De modo que éste es el monumento al Buda en el que has estado trabajando en condiciones tan clandestinas, con tal discreción y secreto que no has querido ni mencionar el asunto en mi presencia. Es extraordinario, lama. Realmente extraordinario. Nos traerá grandes bendiciones.
La señora Yang levantó la vista hacia la enorme talla, casi incapaz de creer lo que veía. Aquélla era la razón de que se hubiera levantado aquel enorme almacén especial, una estructura de dimensiones gigantescas. Era la primera vez que penetraba en su interior y contempló con asombro los altísimos andamiajes y el gran techo abovedado.
Hsueh cruzó los brazos y dio un paso hacia atrás.
—Ciento veinte palmos de longitud y sesenta de altura, señora —dijo con orgullo—. El gran Buda, reclinado sobre su costado derecho con las piernas extendidas y colocadas, como veis, una encima de la otra —explicó, y su voz profunda resonó en la inmensidad del almacén. Después, con los brazos extendidos por encima de la cabeza como si quisiera abarcar la estatua entera, Hsueh añadió—: Esta fue la postura de meditación del Buda mientras aguardaba su muerte terrenal. Ha sido preciso más de un año de trabajo de quinientos de los mejores artesanos del imperio para terminarlo. —Acarició con amor la madera laminada y pulida y dejó que su mirada vagara lentamente hacia arriba, hasta las rodillas del gran Buda, que colgaban sobre sus cabezas como el resalte de un acantilado—. Teca, caoba y palisandro, con incrustaciones de plata, jade, oro y nácar.
—Es… es fabuloso… bellísimo… extraordinario… —La señora Yang no encontraba palabras—. Casi no puedo creer lo que ven mis ojos, lama. —Estaba verdaderamente anonadada. Empezó a rodear la base de la estatua y dijo—: Lo digo en serio, Hsueh, no doy crédito a lo que veo. Haremos construir un palacio de mármol y jade para albergarla para la posteridad. Aquí mismo. Lo edificaremos en torno al almacén y luego desmantelaremos éste.
—No será necesario —intervino Hsueh, interrumpiendo con suavidad la visión extasiada de la mujer. Tras una breve pausa, preguntó—: ¿Sabéis para qué encargué la construcción de esta efigie, señora? Es el llamado «Buda en el Momento de su Tránsito Terrenal» —explicó, subrayando las dos últimas palabras.
Del otro lado de la estatua, tras la que había desaparecido la señora Yang, sólo le llegó el silencio. Después, con un gritito sobresaltado y el golpeteo presuroso de sus tacones, la madre de la emperatriz reapareció y miró a Hsueh con expresión alarmada.
—¿No pretenderás decir que destruirás este… esta obra de arte inmortal…, este increíble acto de homenaje al Buda?
Hsueh inclinó la cabeza en señal de mudo asentimiento y levantó las manos hacia el techo como en una ofrenda.
—Precisamente en acto de homenaje y de devoción a él procederemos a la destrucción de lo que ha costado tan gran esfuerzo, señora. Es muy sencillo. Muy sencillo. ¿Para qué querría el Buda riquezas materiales de cualquier clase, aun las más refinadas obras de arte? ¿Riquezas, en su nombre? En cambio, el sacrificio de nuestros empeños terrenales… ¡Ah!, ése es un asunto muy distinto. Es una demostración de que hemos seguido sus enseñanzas, de que comprendemos el carácter pasajero de todas las cosas, de la vida, de todos los deseos y ataduras terrenales. La «muerte» de este Buda simbolizará la muerte del Sakyamuni, del propio Buda histórico; su momento de iluminación, su entrada en el nirvana y su figura de precursor de la llegada de la era del Buda Futuro. Todo está muy acorde con las escrituras. Y he decidido que el día que señalen los historiadores como fecha de la muerte del Buda quede marcada por un gran incendio público.
La mirada dubitativa de la señora Yang dio paso a un leve destello de aprobación.
—Una idea espléndida, lama. Muy inspiradora. Pero nos hemos acostumbrado a no esperar menos de ti, nuestro brillante instructor.
—Señora, no soy nada sin mi estimada y brillante protectora —declaró Hsueh—. Aunque, por supuesto, toda mi inspiración se debe al propio Bienaventurado, como vos sabéis.
—Por supuesto.
—Aunque supongo que la mayor parte de nuestros símbolos pasará inadvertida a los no iniciados, estoy seguro de que producirán todo el provecho posible. Y nuestro día del fuego sagrado será mucho más. Será la fecha que marque el inicio de nuestra nueva era de gobierno esclarecido. Pero eso no es todo —añadió, con los ojos encendidos como si ya estuvieran contemplando las llamas sagradas—. ¡Pensad, señora! La primera partida del Buda de la tierra anuncia también su retorno en sus muchas y variadas reencarnaciones en toda clase de animales extraños y de gobernantes terrenales. Esto es lo más importante, ¿no? —concluyó, con un tono que se complacía en el misterio.
Finalmente, al tiempo que posaba la mano en la suave madera con gesto amoroso, Hsueh murmuró:
—Con la muerte de este Buda, quedará expedito el camino para Maitreya, el Buda Futuro, y para el advenimiento de la Nueva Era.
La muerte del Buda
Ananda, la prima del Iluminado, había preparado la cama del Buda entre los dos árboles sala. Y se echó a llorar. Todavía no había llegado la estación de las flores, pero los árboles sagrados estaban envueltos en los colores mágicos de sus capullos paradisíacos como grandes ovillos de sedas transparentes y miríadas de gemas y diademas. Y los pétalos de estos capullos paradisíacos, un arco iris de fragancia y de luz, descendían sobre el cuerpo del Bienaventurado como si los propios árboles sala derramaran lágrimas a imitación de Ananda, sin recordarlas enseñanzas del Maestro: «No lloréis, no lamentéis mi muerte. Porque mis ataduras terrenas quedan rotas. Estoy liberado. Mi alma vuela». Y, en lo alto, las apsaras y los gandharvas hacían que en los cielos resonaran dulces melodías. (…).
El Buda medita y de su aparente estado de trance pasa al nirvana. Yace recostado sobre su lado derecho, con las piernas extendidas, una encima de la otra. Está rodeado por sus discípulos, que lloran también a pesar de las advertencias póstumas del Bienaventurado. Pero nadie derrama lágrimas más sentidas que las de la prima del Buda, cuya fidelidad y cuyo afecto incansable están muy lejos del estado de desapasionamiento (…)