Año 675, otoño
Ch’ang-an
ANOTACIÓN DEL DIARIO
Hoy he interrogado a amigos y parientes de un muerto, el patriarca de una tercera familia asesinada. De madrugada, me han mandado recado de acudir a la casa e inspeccionar los cuerpos del hombre y de su familia. Y, aunque los he observado a todos —esposa, hijos, ancianos progenitores y una hija pequeña— durante largo rato, sigo sin saber cómo eran sus facciones, pues los muertos estaban decapitados y sus cabezas habían sido sustituidas por las de otros tantos cerdos. Los cadáveres estaban sentados o apoyados en el mobiliario en una espantosa caricatura de una reunión familiar, con las ropas arregladas y los brazos y las piernas cuidadosamente dispuestos. El padre, el cabeza de familia, estaba sentado con las ropas abiertas por delante, dejando a la vista su gran panza, apoyado en la mesa que tenía ante él y salpicado con una profusión de manchas rojas. Me he alegrado de que al hombre le faltara la cabeza porque, así, sus ojos, aunque sin vida, se ahorraban tener que contemplar la escena. Mientras tomaba buena nota de todo lo sucedido, volví a tener la siniestra sensación de que las fuerzas del caos se reían a mis espaldas, celebrando la broma.
Tras el hallazgo de la primera familia asesinada, se me había metido en la cabeza —y allí había quedado como un huésped incómodo— que sólo un segundo episodio semejante me proporcionaría algún indicio útil. Algo surgiría: un dato, una pista, una pauta de actuación, un error por parte de los autores. Y cuando mi «deseo» fue atendido y me vi arrancado de la cama para dirigir las investigaciones iniciales del segundo caso, ¿qué fue lo que descubrí? Otra familia asesinada, por supuesto. Pero esta vez, en lugar de mostrar aquella sonrisa infernal de oreja a oreja, los cuerpos estaban completamente desnudos y las cabezas rapadas. Y a todos les faltaba la nariz.
Tampoco en esta ocasión hubo testigos, ni quedó ningún rastro tangible, como un arma o una prenda de vestir. Y, aparentemente, tampoco faltaba nada.
Pero ese «deseo» mío ha sido atendido en abundancia. Ahora, tengo un tercer crimen y, en efecto, existen elementos comunes a los tres, pero me da la impresión de que ahora sé menos cosas de esta pesadilla que cuando empezó. Las tres familias eran acomodadas y vivían en el mismo barrio de la ciudad, y en los tres casos murieron todos los miembros de la familia. No se observan señales de que se haya forzado la entrada y sólo han devastado ciertas estancias escogidas de cada casa. Y siempre aparece una multitud de huellas de pies descalzos. Y, por supuesto, las marcas de pezuñas. Empiezo a pensar que son pezuñas infernales.
Cuando reconocí las huellas de un caballo entre la sangre en la primera casa, me quedé perplejo, pero tras un estudio detallado llegué a la conclusión de que el pasillo donde las había encontrado era, aunque por muy poco, lo bastante espacioso como para que un caballo pasara por él, y lo mismo sucedía con los huecos de las puertas a ambos extremos. Muy bien, me dije entonces, alguien había paseado a caballo por la casa. ¿Por qué no?; después de cuanto había visto aquello era posible. Me ocupé de inspeccionar las pezuñas de los caballos de tiro de la familia y no descubrí el menor rastro de sangre seca. Además, eran demasiado grandes con relación a las huellas de la casa. Así pues, llegué a la conclusión de que el caballo que había dejado el rastro lo habían traído los asesinos.
En el segundo caso no había tanta sangre pero, como en el primero, aquí y allá localicé las huellas de pies humanos descalzos. Al principio no encontré huellas de pezuñas, pero por fin las descubrí, no en la estancia donde estaban los cadáveres, sino en el comedor, cruzándolo en toda su anchura. Advertí que allí había espacio más que suficiente para que pudiera entrar un caballo a través de las grandes puertas dobles de ambos lados. Salí afuera para ver si encontraba más huellas en la tierra blanda, y descubrí unos senderos de losas de piedra que conducían hasta las puertas. Observé un charco de sangre en el exterior, ante una de las puertas… y las marcas de pezuñas empezaban en el charco y se adentraban en la casa. Era un charco de sangre solitario, sin salpicaduras ni chorretones a su alrededor, lo cual me llevaba a la odiosa conclusión de que la sangre había sido vertida allí deliberadamente y el caballo, montado o conducido a pie, había sido obligado a cruzarlo para entrar en la casa. El autor quería que las huellas quedaran visibles y se había tomado ciertas molestias para asegurarse de ello. Cuando entré de nuevo en la estancia, comprendí que no podía tratarse de un caballo corriente: la sala estaba llena de muebles, con numerosas mesas y estanterías cargadas de objetos delicados —estatuillas, jarrones, tallas de madera…—, pero el animal había sorteado los obstáculos sin romper nada. Sólo había una posible explicación: tenía que ser un caballo bien entrenado; probablemente, un animal de feria como los que se veían en las exhibiciones ambulantes.
En este tercer crimen había sangre en abundancia y ningún indicio de que hubiera sido necesario derramarla de forma premeditada antes de que el caballo la pisara. Las huellas estaban por todas partes, zigzagueando entre las otras. Y esta vez era evidente que el caballo no se había limitado a rondar por una sola habitación; el rastro iba de la primera estancia a prácticamente todas las demás de aquella ala de la casa —y también en esta ocasión sin estropear ningún objeto— y regresaba al escenario de los asesinatos para pisar de nuevo la sangre y así lograr —me veo obligado a deducir— que las huellas fueran visibles.
Como es lógico, investigué las tendencias religiosas de esas familias, pero no encontré nada extraño a primera vista. En una de ellas, la anciana abuela tenía un pequeño altar budista en su alcoba, mientras que el resto de la familia era confuciana. En las otras familias, algunos miembros mostraban cierto interés por el taoísmo o por el budismo, mientras otros no parecían tener preferencia por ninguna. Por este lado, la investigación no ofrece grandes perspectivas.
La ciudad está sumida en un frenesí de especulaciones cada vez más agitado. He observado que una animación nueva y extraña impregna las actividades y las conversaciones de las gentes. Cuando hablan de los crímenes, les brillan los ojos y alzan la voz y, llevadas del entusiasmo, prodigan los ademanes. No hay confusión posible: disfrutan de la situación. Y como la mayoría de ellos se consideran víctimas harto improbables, aguardan con impaciencia el siguiente golpe. La excepción, naturalmente, son los ricos que viven en ciertas partes de la ciudad. Para ellos las cosas son menos abstractas, y están asustados, irritados y muy impacientes por ver apresados a los asesinos. Pero, con sinceridad, creo que la mayoría de los ciudadanos se llevaría una decepción si mañana anunciáramos que el misterio está resuelto.
Por supuesto, nunca han vivido una época parecida ni han tenido famas tanto que comentar. Tampoco yo, a decir verdad. Tras la noticia de que la emperatriz ha encontrado un modo de sortear el último obstáculo de su camino, y que, por lo tanto, podemos hablar de ella y pensar en ella como «nuestro emperador», todos sabemos que no estamos viviendo tiempos corrientes… ni, según parece, en un lugar cualquiera. Han sido esos gigantescos pilares los que me han confirmado esto último, y me demuestran que mis poderes de deducción no se han debilitado en demasía. El monolito imperial que se está erigiendo aquí, en Ch’ang-an, no será el único. Por supuesto, había oído hablar del que están levantando en el antiguo emplazamiento de la casa del viejo príncipe Li I-yen, en Luoyang. Y, cuando supe que hay un tercero en construcción en la ciudad de Pienchou, en el extremo oriente, consulté un mapa del imperio y vi que las tres ciudades —Ch’ang-an, Luoyang y Pienchou— forman un eje en sentido oeste-este. Estudié el mapa con detenimiento y escogí dos ciudades más, una al norte de Luoyang y otra al sur, como probables emplazamientos de otros dos pilares. Las indagaciones de un enviado han demostrado que estoy en lo cierto. Aunque en esos lugares todavía no se ha iniciado la construcción, los funcionarios municipales ya han recibido órdenes de empezar a reunir los hombres y los materiales necesarios. El propósito de los pilares es tan obvio que casi se me escapa. En las escrituras se menciona repetidas veces el reino budista de Jambudvipa, con cuatro esquinas y un centro. La emperatriz —o debería decir el Divino Soberano del Sagrado Espíritu— no hace sino definir su reino en la tierra.
¿He dicho que vivimos en un mundo extraño? Rectificaré mis palabras: somos ciudadanos de un mundo que se ha vuelto totalmente loco.
Una hora después de abandonar la casa, en la cabeza del magistrado Di resonaban todavía los penetrantes chillidos furiosos de sus esposas y de su madre. La anciana estaba segura, completamente segura, de que la siguiente familia que exterminarían iba a ser la suya. Lo había visto en un sueño. Nuestros cuerpos serán reducidos al tamaño de muñecos mediante la magia negra, afirmó, para añadir de inmediato que pensaba preparar el equipaje y marcharse aquella misma mañana. ¡Vieja insoportable!, replicó a gritos la primera esposa, lo único que sabes hacer es extender el desorden y la agitación. ¡Adelante, márchate! ¡Yo misma te ayudaré a llenar los baúles! Entonces intervino la segunda esposa: ¡No le hables así a una anciana! ¡Es la madre de tu esposo! ¡Tu falta de respeto es nauseabunda y abominable!
Por favor, había suplicado Di; esto no nos beneficia de ningún modo. ¡Debemos tratarnos todos con el debido respeto! Tenemos criados armados de guardia, noche y día. ¿Y si los asesinos son los criados?, le dijo su madre. ¿Y si las armas destinadas a proteger nuestras vidas son las que emplearán para ponerles fin?
A eso precisamente me refiero, insistió la primera esposa con exasperación. No podrás apaciguarla. No conseguirás satisfacerla.
No es razón suficiente para echarla a la calle, argumentó la segunda esposa.
¿Y tú?, preguntó la primera, dirigiéndose a Di. ¿Cuándo vas a capturar a esos asesinos para que todos podamos volver a dormir con tranquilidad?
¿Y cuándo, añadió la segunda, vas a tomarte la molestia de ser un buen hijo y sentarte con tu anciana madre para calmar sus temores? ¿No tienes respeto por los viejos?
Di, entonces, hizo entrar a los criados armados, pidió a su madre que los mirara a los Ojos y le dijera si seguía pensando que eran unos asesinos. Luego envió a los sirvientes a sus puestos con órdenes estrictas de no permitir que su madre abandonara la casa, y se marchó, con el alboroto de la discusión entre las mujeres audible todavía mientras cerraba la verja del jardín y salía a la calle. Sólo su hija adoptiva, una chiquilla callada y tranquila de casi catorce años, permaneció al margen del altercado y se limitó a susurrarle a Di, cuando éste ya salía, que debería quedarse con la abuela para intentar calmar sus miedos.
Varones, pensó Di; otros hombres tienen hijos varones, sensatos y respetuosos con sus padres, para ayudarle a llevar la carga. ¿Dónde tenía él a los suyos? Muy lejos. Lo último que había sabido de ellos era que servían en el ejército, en empleos poco destacados, en las extensiones yermas del occidente del imperio. Aparentemente, seguían vivos, aunque llevaban varios años envueltos en el silencio. Desde luego, no estaban allí para ayudar a su padre, reflexionó el magistrado mientras se sumaba al tráfico pedestre matinal de uno de los grandes paseos de la ciudad.
Las calles, cuya vitalidad y bullicio solían alegrarle el ánimo, le produjeron en esta ocasión una sensación de fatiga mientras se abría paso entre los miles de personas y pensaba en los minutos, horas, días y años de sus tediosas vidas, que terminaban todas de la misma manera.
Bien, se dijo, esta mañana estás de un ánimo excelente, desde luego. Pero al menos todavía tienes la cabeza unida al cuerpo y los auxiliares de los alguaciles no han tenido que recoger tu sangre. Aún hay algunas cosas de las que alegrarse.
Captó un apetitoso olor a comida al acercarse al barrio de los vendedores y notó una pequeña oleada de algo que se parecía levemente a esperanza, ánimo o interés.
Había comprado un bollo cargado de especias y había dado el primer bocado cuando escuchó el cántico de los monjes. El sonido no resultaba inusual o inesperado en Ch’ang-an desde la construcción del nuevo templo del Caballo Blanco. Al magistrado lo pilló por sorpresa porque se había olvidado de él en aquellos momentos. Esperó, mientras la comida que tenía en la boca se convertía en una masa grasienta e insípida que mascó concienzudamente antes de tragarla. Por puro reflejo, se llevó de nuevo el bollo a la boca, porque estaba verdaderamente hambriento. Entonces, vio la comitiva que entonaba la salmodia.
En lugar de los monjes altos, aguerridos y de facciones marcadas que esperaba ver abriéndose paso entre la multitud, apareció una columna de los ejemplares humanos más deformes que había visto jamás, despierto o en sueños. Paralizados de estupor, Di y la gente que lo rodeaba contemplaron el cortejo de cráneos deformes, frentes abultadas, hombros gibosos, piernas zambas, rostros asimétricos y mandíbulas sobresalientes que pasaba junto a ellos al ritmo casi fúnebre del sutra de la Gran Nube.
Cuando la procesión hubo pasado, el magistrado engulló el pedazo de bollo que tenía en la boca y notó que la masa descendía hacia su estómago con lentitud y como si fuera una roca de bordes afilados. Una cosa era ver a seres deformes de uno en uno, o en parejas, incluso, y otra muy distinta toparse con dieciséis de ellos a la vez y escuchar de sus bocas en ruinas las coplas espurias de la Gran Nube. Bien, se dijo, tenía que admitir que en aquel cisma religioso había al menos un factor redentor: proporcionaba un refugio a aquellos patéticos seres.