26

Luoyang

La comitiva se puso en marcha al amanecer, cuatro días después de la reunión privada del historiador Shu con los veinticinco geománticos. El propio día de la reunión, se habían difundido numerosas copias del prolijo anuncio oficial del historiador. El antiguo arte de Feng Shui, la infalible ciencia de la geomancia que adivinaba el emplazamiento más propicio para casas, edificios o tumbas, iba a ser sometido a la prueba definitiva. El historiador Shu se felicitaba de poder anunciar que veinticinco, nada menos, de los más distinguidos practicantes de aquel arte habían sido elegidos entre los cientos de ansiosos voluntarios que habían reclamado el privilegio de encontrar el más sagrado punto del universo.

La proclama del historiador reiteraba las etapas de la inexorable revelación de la divinidad de Wu: el sutra de la Gran Nube anunciaba que una gran mujer gobernante presidiría la inminente era de Maitreya, el Buda futuro, y el Comentario de la Lluvia Preciosa, la escritura de inspiración divina de la que era vehículo el lama Hsueh, emergía del sutra de la Gran Nube como un dragón del huevo para revelar que la bodhisattva divina profetizada en el sutra se hallaba entre ellos, en la persona de la emperatriz Wu.

El mundo sabe, decía Shu, que el centro de la tierra sagrada de Jambudvipa es Wu-hsieng, la tierra del No Pensamiento. En el centro de Wu-hsieng se encuentra nuestra preciosa Ciudad de la Transformación. Así pues, estamos en el centro del centro del centro. Pero debemos alcanzar una precisión aún mayor. La tarea de los geománticos consistirá en determinar el centro del centro del centro del centro. Cuando hallemos este punto, habremos encontrado el centro del paraíso. Y allí, en el pivote mismo del universo, empezaremos la construcción de un megalito que se mantendrá erguido eternamente.

Según el historiador, nadie sabía dónde podía hallarse aquel punto: podía ser en cualquiera de los grandes parques de la ciudad, en mitad del río, entre los edificios del gobierno o incluso en alguno de los barrios más pobres y superpoblados de la ciudad. Pero, con el esfuerzo concentrado de los veinticinco geománticos trabajando en equipo, terminarían por encontrarlo. Y ese día sería una fecha grande y memorable en la historia de la gloriosa dinastía Chou, una fecha que conmemoraría el advenimiento de la gran bodhisattva. Y así como las indicaciones del geomántico sobre el emplazamiento, el entorno, el agua y la orientación respecto a las ocho direcciones aseguraban un futuro propicio para el morador de una casa o una vida futura confortable para el ocupante de una tumba, también el imperio —y todos quienes lo formaban— se beneficiarían del esfuerzo conjunto de los veinticinco elegidos.

Cuando los adivinadores emergieron de las puertas de palacio bajo la débil luz de primera hora de la mañana, una multitud los aguardaba. El geomántico Ling-shih, un hombre de más de sesenta años que llevaba cuarenta y cinco practicando su arte, no volvió una sola vez la cabeza hacia los colegas que lo flanqueaban. Con rostro muy serio, los veinticinco sostenían ante sí su luopang, su compás geomántico.

El grupo avanzó en formación distendida, con la expresión concentrada y sin fijarse en la multitud. Tras los adivinadores venía un tambor, que marcaba el paso con una cadencia pausada y monótona, y un grupo de siete monjes orantes que, con la cabeza baja, entonaban una salmodia lánguida con voz grave. Una vez que dejaron atrás la verja del palacio, el grupo no mostró el menor titubeo, sino que se encaminó directamente hacia el oeste, lo cual provocó en la multitud el comentario generalizado de que el tirón de las venas del dragón debía de ser muy intenso, pues los geománticos no habían hecho la menor pausa para orientarse.

Así pues, la comitiva avanzó por el amplio paseo principal seguida por la multitud, con el tambor marcando el ritmo y los monjes concentrados en su canturreo. Detrás de ellos, la luz del sol naciente se filtraba entre los edificios y formaba largos haces dorados. Habían avanzado un centenar de pasos en aquella dirección cuando uno de los geománticos exclamó: «¡Ahora, la atracción viene del agua!». Todo el grupo se desvió hacia la derecha por una calle secundaria en diagonal, de modo que ahora caminaban en dirección noroeste, con el sol calentándoles el hombro derecho. «El tirón del agua se hace más intenso», proclamó la voz, y cambiaron otra vez de dirección, en esta ocasión hacia el norte, con el sol en el costado de la cara. El tambor aceleró su ritmo ligeramente, los monjes continuaron avanzando sin apenas entreabrir los ojos o levantar la cabeza y los geománticos mantuvieron su actitud inexpresiva y siguieron evitando cruzar la mirada con sus colegas o con miembro alguno de la multitud que se agolpaba alrededor.

Ling-shih no necesitaba ver el rostro de los demás geománticos para constatar el sonrojo que encontraría en ellos, pues él llevaba idéntica vergüenza sobre sus hombros, como una capa empapada y pesada. Aquel día, él y sus veinticuatro colegas se disponían a mancillar su honor, sus largas carreras y el buen nombre de su profesión… pero no había uno solo entre ellos que hubiese tenido el valor de no participar en el acto. Con la vista fija al frente, avanzaron en la dirección que les indicaba la voz estentórea como si el movimiento precediera a la voz, y no a la inversa.

Veinticinco geománticos con méritos suficientes para haber sido escogidos entre cientos de «ansiosos candidatos», pensó Ling-shih con amargura. En realidad, había sido la «invitación» a un encuentro con el historiador Shu Ching-tsung, enviada por el director del Gabinete de Castigos de la Censura, Lai Chun-chen, y el subdirector, Chou Hsing —entregada personalmente por dos miembros de la guardia imperial al amanecer de un día frío y ventoso—, lo que le había hecho abandonar su casa de mala gana. Una hora más tarde, él y los demás —un grupo silencioso, ceñudo, incrédulo y con la vista nublada— se hallaban en una sala rodeada de guardias imperiales a la espera del «encuentro» con el historiador.

Y cuatro días más tarde, aquella mañana, el geomántico podía escuchar las especulaciones de la gente de la calle. La comitiva se había desviado de la ruta que la habría conducido a los barrios más pobres de la ciudad; si continuaban la marcha hacia el norte como estaban haciendo, terminarían por zambullirse en el gran canal. ¿Era ésa el agua que los atraía? Todo el mundo sabía que las bendiciones procedían del norte, pero un curso de agua que cruzara de este a oeste podía comprometer tales bendiciones, decían algunos, mientras otros se inclinaban por la opinión contraria: que la proximidad del agua era siempre buen augurio.

Sin embargo, estas especulaciones no tardaron en resultar inútiles, pues la voz que surgía de las filas de adivinadores se dejó oír de nuevo: «¡El agua pasa a madera!», y el cortejo efectuó un brusco giro a la derecha por la siguiente bocacalle, con lo que avanzó en dirección al este, con los rayos del sol naciente justo en los ojos entrecerrados y en las agujas imantadas, que giraban y temblaban, de sus luopans. «¡El dragón avanza!», añadió la voz, y la multitud que seguía a la comitiva miró hacia delante y comprobó que, en efecto, el horizonte montañoso que aparecía a intervalos entre los edificios se asemejaba mucho al lomo encogido y sinuoso de un dragón. Entonces empezó a crecer de verdad la expectación, al tiempo que el tambor aceleraba su ritmo y crecía el volumen de los rezos de los monjes. El sol ascendía en el cielo, cálido y glorioso, y la multitud se agolpó en torno a la comitiva con el ansia creciente del cazador que se aproxima a su presa.

Tras las puertas cerradas de su casa, el viejo príncipe Li I-yen, de ochenta y cuatro años, primo de Tai-tsung, el padre del difunto emperador Kao-tsung, inició el ritual que llevaba a cabo todas las mañanas antes de abandonar la cama. Con cuidado, levantó la pierna derecha y la dobló por la rodilla; al hacerlo, la rigidez de la articulación le arrancó una mueca de dolor. Mantuvo la posición unos momentos, bajó la pierna y repitió el proceso con la izquierda, cuya rigidez aquella mañana era mayor. El dolor era casi insoportable, pero mantuvo la pierna flexionada y contó con los ojos cerrados mientras evocaba la imagen de unos viejos goznes que, oxidados y abandonados bajo la lluvia, protestaban con chirridos y gemidos al ser forzados por una mano firme. Finalmente, bajó la pierna, permaneció tendido unos instantes y levantó de nuevo la derecha. De haber podido elegir, sus viejas articulaciones, como las bisagras oxidadas, habrían preferido que se las dejara en paz hasta sumirse apaciblemente en la inmovilidad. Pero el príncipe no les permitía tal elección y se obligaba a someterlas a aquel doloroso ritual cada mañana, al despertar. Era el único modo de conseguir levantarse de la cama.

Ya había bajado la derecha, mucho más relajada ahora, y se disponía a levantar la izquierda, recalcitrante, cuando algo le hizo detenerse y aguzar el oído. Se quedó quieto. Había sido poco más que una vibración en el aire, un resquicio discordante que se había abierto durante un momento como una pequeña ventana, perturbando su concentración. Cuando quiso identificarlo, sólo reconoció los ruidos habituales de una casa que despertaba: un carrito empujado a través del jardín, un crujido de pisadas en el pasillo… El príncipe bajó la vista hacia su perrillo, un animal tan viejo como su amo en términos de edad canina, y éste le devolvió la mirada con sus diáfanos ojos negros, pidiendo permiso para subirse a la cama. El príncipe Li se dobló por la cintura con esfuerzo y cogió a su mascota por la caja torácica. Saltar al lecho era un esfuerzo excesivo para el perro. Y pensar que él ya era un viejo canoso cuando el animal apenas era un cachorrillo…

Se disponía a incorporarse, pues no tardarían en traerle el té caliente, cuando el perro se puso tenso, con la vista y el oído muy alerta, y volvió la cabeza bruscamente hacia el oeste. Su amo observó las orejas del animal, erectas y trémulas.

—¿Qué sucede, Ladrón? —murmuró el príncipe mientras le rascaba suavemente el hocico.

El perro hizo cuanto pudo por dirigir la atención a su dueño, bajó la cabeza y meneó la cola unos instantes, pero enseguida se puso en tensión otra vez y emitió un gañido impaciente que cambió de tono para convertirse en un ronco gruñido.

La gente estaba aturdida de excitación. La mayoría de quienes seguían la comitiva no había pisado en su vida aquella zona de la ciudad de inmensas fincas envueltas en la serenidad tras sus altas tapias. ¡Pero allí estaban en aquel momento, en animoso cortejo por las calles tranquilas con el beneplácito de la propia emperatriz, en una misión divina que no podía ser detenida! Las oraciones de los monjes se habían convertido en un canto lúgubre, el tambor batía a un ritmo acelerado y los adivinadores continuaban avanzando sin la menor vacilación.

—¡El dragón se despereza! —clamó la voz entre las filas. Los espectadores alargaron el cuello para tratar de distinguir en el perfil de las suaves colinas algo que recordara al dragón, la más poderosa de las criaturas del panteón de animales del geomántico. Lo que buscaban en aquel momento los adivinadores era la perspectiva desde la cual el terreno evocaba más intensamente el contorno del dragón, aunque los espectadores no alcanzaban a ver mucho más que árboles, tapias y algún que otro tejado elegante y amplio, más allá de los cuerpos que se empujaban y forcejeaban. Pero los geománticos, bien lo sabían, eran mucho más sensibles y observadores que ellos.

—¡El dragón se retira!

El grito hizo que la comitiva corrigiera su trayectoria, desviándose esta vez hacia la izquierda en una bifurcación de la calle.

Al paso del cortejo, se podía observar el rostro nervioso de los criados tras los portones entreabiertos y las mirillas que se cerraban a la curiosidad.

—¡El latido del dragón nos ensordece! —gritó la voz, en esta ocasión apremiante, al llegar ante las que debían ser las verjas más altas y refinadas de toda la ciudad. El tambor mantuvo el compás y, aunque no era más acelerado que antes, el rítmico batir sonó estentóreo y potente, decidido e irresistible; era el sonido del destino inminente. Pero la comitiva aún avanzó, hasta detenerse ante la puerta siguiente. ¿No había disminuido un poco el retumbar del tambor?, se preguntaron unos a otros los espectadores.

—¡El latido del dragón se debilita! —anunció la voz. La comitiva reanudó su marcha y llegó a la última verja de la calle. El sonido del tambor se hizo más pausado y menos potente—. ¡Ahora es aún más débil! ¡El dragón se retira! ¡Apartaos! ¡Dejadnos respirar!

La multitud retrocedió. Los geománticos y los monjes dieron media vuelta y el sonido del tambor se hizo más intenso mientras volvían por donde habían venido. El geomántico Ling-shih notó que el espanto le atenazaba el corazón. Estaban de nuevo frente a la verja alta y elegante donde el tambor había sonado con toda su fuerza.

Lo habían encontrado: allí estaba el centro del centro del centro del centro, el pivote del propio cielo.

Entonces se abrió la verja y salió a escape un perrillo. También asomó un hombre muy anciano y demacrado, aún en ropa de dormir, con el cabello y la barba sin peinar y expresión agitada.

—¡Ladrón!

El perro corrió hacia su amo, que lo levantó del suelo y lo retuvo contra su pecho. El animal ladraba frenéticamente. A una señal de un monje, el sonido del tambor cesó bruscamente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el monje al viejo.

—Soy el príncipe Li I-yen —respondió el aludido con voz temblorosa—. ¿Qué se os ofrece?

—Un gran honor ha recaído sobre vuestra casa en este día, príncipe Li —dijo el monje—. Pues se ha determinado que está emplazada en el divino centro sagrado del universo. Por decreto de la divina emperatriz Wu, la bodhisattva Kuan-yin encarnada, aquí se levantará el mayor edificio Jamás construido por manos humanas, que señalará este eje divino para siempre. En su infinita sabiduría y misericordia, la emperatriz te concede diez días completos para llevarte tus pertenencias y abandonar el lugar.

El anonadado príncipe permanecía paralizado de indignación, parpadeando e incapaz de articular palabra. El animal saltó entonces al suelo, se lanzó contra el monje y hundió los dientes en la pantorrilla huesuda y desnuda del religioso, que soltó un aullido de dolor. Y por mucho que el monje sacudiera la pierna, Ladrón se mantuvo firme, con las cuatro patas en el aire y el cuerpo ondeando como la bandera de un regimiento en plena batalla.

Dos semanas más tarde, nadie habría dicho que allí se había levantado una casa. Doscientos operarios trabajaron en el desmantelamiento como insectos en un cadáver. Por supuesto, se invitó al público a contemplar las tareas, y a los espectadores fueron a parar los restos de la casa. Con tantos miles de manos ansiosas por llevarse ladrillos, piedras, tejas, puertas talladas, vigas, listones, pasamanos, planchas de madera de los suelos y contraventanas, además de piezas de mobiliario, estatuas, alfombras, ropas, antigüedades, platos, utensilios de cocina y hasta plantas y árboles del jardín, el último vestigio de la casa del príncipe Li no tardó en desaparecer definitivamente.

En los trabajos reinaba una atmósfera de festividad religiosa y la gente acudía allí de excursión; muchos pasaban todo el día en el lugar, se llevaban la comida y, a menudo, una carretilla para volver a casa con algún botín. Presenciaron con interés los trabajos de allanamiento y excavación. ¿Y qué ha sido del viejo príncipe?, preguntaban algunos. Corría la voz de que se había marchado; que había aceptado de buen grado la idea de trasladarse a un clima más cálido. En los últimos años, se comentaba, los huesos lo molestaban mucho.

Una de las atracciones que ofrecían las obras —y que emocionaba a la concurrencia— eran los representantes de la emperatriz que solían visitarlas. En una plataforma elevada, apartada de la multitud, tenían lugar importantes conversaciones entre el funcionario y los arquitectos e ingenieros encargados del proyecto. Mapas y planos eran desenrollados y discutidos con minuciosidad mientras la gente, extasiada, contemplaba la escena consciente de estar presenciando un momento histórico.

Aquel día en concreto, había más animación de la habitual porque se rumoreaba que el funcionario de la túnica de brillantes colores que había aparecido no era otro que el historiador Shu Ching-tsung. El hombre había saludado y sonreído a la multitud que se agolpaba al borde de la obra y algunas manos correspondieron al saludo. Los obreros se afanaban en horadar un profundo pozo y largas filas de operarios con carretillas retiraban tierra y piedras. En lo alto de la plataforma, se desarrollaban los prolijos diálogos de costumbre.

Todas las cabezas estaban vueltas hacia arriba, contemplando la escena como si la conversación de la gente importante fuera alguna extraña forma de teatro —y así era, en efecto—, cuando se alzó un grito desde el pozo. El ingeniero jefe, que en aquel momento se encontraba conferenciando con los demás en la plataforma, se excusó y muy pronto estaba descendiendo por el terraplén salpicado de piedras. Los espectadores se abalanzaron hacia delante para intentar ver algo. Se oyeron nuevos gritos. Se había descubierto algo. ¿Qué?, ¿qué?, preguntaba la gente. Una piedra. Una losa. Una placa de piedra de la altura de un hombre. Pero no una simple piedra.

Una piedra con una inscripción.

La gente casi fue presa del delirio ante lo extraordinario de lo que sucedió a continuación. El historiador Shu descendió de la plataforma, se remangó las ropas de brillantes colores y bajó con precaución por el terraplén hasta el hoyo. Los obreros limpiaron la piedra de restos de tierra y el historiador hincó la rodilla en el suelo y la examinó durante largos minutos cargados de ansiedad. Por último, se puso en pie y dio una orden al ingeniero, que aguardaba a su lado. El hombre se apresuró a escalar el terraplén, al tiempo que profería unos gritos.

Traductores, pidió a sus ayudantes situados arriba. Despachad un mensajero a palacio para que acudan enseguida traductores. El historiador Shu ha declarado que la inscripción no está en chino.

¿No está en chino?, repitió la gente.

No. No está en chino. Es sánscrito.

—¿Y qué harás si aceptan? —preguntó la señora Yang a su hija mientras ésta mantenía los brazos en alto para que las costureras imperiales pudieran tomar medidas y marcar dobladillos—. ¿Qué harás si se presentan, esperando encontrar comida y entretenimiento?

—Si es así, les daré de comer y los entretendré. Aunque sabes perfectamente que no lo harán —replicó la emperatriz—. Pero léemelo otra vez.

La madre tomó asiento en el pequeño pupitre de escribir y alisó el pergamino:

Su divina majestad, la emperatriz Wu Tse-tien, tiene a bien formular una invitación, que sin duda aceptaréis, como es su ferviente deseo. Su majestad os invita a asistir a una ceremonia como no volverá a haber otra en cien años, para marcar el comienzo de la nueva y gloriosa era imperial…

Al llegar a este punto, la señora Yang hizo una pausa.

—¿Has decidido ya qué nombre vas a dar a esa era? —preguntó a su hija.

—¡Bah!, ¿qué más da? —replicó Wu, y bajó los brazos mientras las costureras aplicaban alfileres y enrollaban la reluciente pieza de seda azul con bordados—. Pon «era de las Preciosas Deyecciones del Dragón», si te place. O «era del Viejo Escroto Rasurado» —añadió ante la sonrisa de su madre.

—No, querida —dijo la señora Yang entre risas—. ¡La era del Viejo Escroto Rasurado es la que ahora termina! Pareces olvidarlo. Necesitamos algo completamente nuevo.

—Deja que el historiador Shu se encargue del nombre —contestó Wu—. Es su trabajo, ¿no? A mí me da absolutamente igual. Continúa leyendo.

La emperatriz desea que vuestra familia disfrute de un día glorioso de celebración y buena mesa…

Esta vez fue Wu quien interrumpió a su madre:

—Celebración y buena mesa. Eso está muy bien. Quizá deberíamos hacer hincapié en lo segundo. Tal vez podríamos decir algo acerca de que los cocineros imperiales desean preparar un plato especial, jamás visto, sólo para los asistentes. Esa clase de basura. El historiador Shu es un experto en estas cosas.

La madre hizo una pequeña marca en el documento con un pincel fino que tenía preparado para el caso y prosiguió la lectura:

… En el momento en que el imperio y el mundo entran en una época de indulgencia y gracia celestiales sin precedentes. Y esta celebración, en la que lo viejo y lo nuevo convergerán en paz y en armonía bajo un único cielo, no será posible ni deseable sin vuestra estimada presencia, para gozar juntos, para brindar por el futuro, para hacer la paz.

—¡Ah!, eso está muy bien: «no será posible sin vuestra presencia», «para hacer la paz» —comentó Wu con un tono de satisfacción, amortiguado unos instantes por la prenda a medio coser que se quitó por la cabeza—. Y también lo de «bajo un único cielo». Excelente. Eso y el énfasis en el banquete deberían bastar para convencerlos. —Envuelta en su bata y con el cabello desordenado, la emperatriz contempló a su madre—. ¿Qué pensarías tú si recibieras una invitación como ésta? ¿Te inspiraría confianza? ¿Enviarías inmediatamente un mensajero con una nota entusiasta y agradecida de aceptación? ¿O acaso… acaso pondrías reparos? ¿Sería posible que te mostraras quizás un poco… titubeante?

Su madre meditó la respuesta unos instantes.

—¿Te parezco idiota? —dijo luego.

El príncipe Li Cheng-i, de setenta y seis años de edad y primo del príncipe Li I-yen, sostuvo en sus manos temblorosas y llenas de manchas la carta que había llegado aquella mañana. La dejó caer sobre una mesa y la miró con repugnancia, como si supiera que en ella se anunciaba la hora y el lugar exactos de su muerte.

Su pobre primo, el príncipe Li I-yen, se había esfumado, junto con su casa y sus hermosos jardines, como si no hubiera existido nunca, como si sus ochenta y cuatro años no hubieran sido más que un breve sueño y su vida, una frágil alucinación. Donde tenía su hermosa mansión se levantaba ahora, como una lanza gigantesca y repugnante que empalara mortalmente la tierra, un pilar de hierro y plata cuyo vértice desaparecería entre las nubes cuando estuviera terminado. Li Cheng-i sólo había escuchado un rumor acerca de su primo, el viejo príncipe desaparecido, pero tan pronto como llegó a su conocimiento supo que era cierto: su primo ya no tendría que preocuparse más de que se le enfriaran sus doloridas articulaciones, ni tendría que contemplar cómo se le amorataban los dedos mientras el frío del invierno le robaba de los brazos y de las piernas el calor de su cada vez más escaso ch’i.

No, Li I-yen no tendría que preocuparse del frío nunca más. Ahora un sudor pegajoso le correría por la cabeza mientras nubes de insectos le chupaban la sangre. En el calzado le crecerían hongos verdes y negros de la noche a la mañana y aprendería a sacudir las ropas continuamente para no sorprender en ellas a alguna criatura peluda, venenosa y de patas como espinas establecida en las mangas o en el dobladillo. Y aprendería a conversar con los monos parlanchines y con sus hermanos, los sonrientes salvajes, si no deseaba padecer las calamidades de la jungla en total aislamiento. Y cuando la fiebre lo acometiera, como sucedería inevitablemente, se tumbaría en una estera y se agitaría y sudaría, incapaz de recordar que había pasado la mayor parte de su vida a tres mil li al norte de allí, en un lugar muy distinto, distinto de la isla verde y enfebrecida de Hainan, de retiro para viejos incómodos preferido por la emperatriz.

Eso, desde luego, si sobrevivía al viaje, al traqueteo de una interminable travesía en un tosco carro de madera… o, peor aún, a pie.

Sería un milagro que el viejo resistiera el viaje, y otro milagro que sobreviviera más de un mes en la isla. El príncipe Li Cheng-i reflexionó con amargura sobre aquella palabra, «milagro». Últimamente, el término había adquirido un mal sabor, como a carne podrida. En los últimos tiempos, cada vez que se escuchaba la palabra «milagro» era seguro que seguiría a ello alguna desgracia. Las repulsivas bufonadas del monje Hsueh Huai-i ya resultaban suficientemente atroces, pero no resistían en absoluto la comparación con el Milagro de la Piedra Parlante. Y, por supuesto, era auténtico. Una gran multitud fue testigo del descubrimiento de la losa en el centro del universo, en la tierra sobre la que se había levantado la casa de uno de los últimos príncipes T’ang, y vieron a los expertos traductores, tres venerables ancianos eruditos, descender al pozo y conferenciar allí con cuchicheos cargados de respeto y veneración. Y, por supuesto, todo el mundo oyó el grito que surgió entonces del hoyo. Se había producido el hallazgo de una extraordinaria reliquia divina: una piedra que había permanecido enterrada mil años, por lo menos. En aquella piedra estaban talladas unas frases. Unas frases que repetían milagrosamente, casi palabra por palabra, la profecía del Comentario de la Lluvia Preciosa del lama Hsueh Huai-i. El propio cielo, al parecer, otorgaba a la emperatriz el mandato para gobernar.

Si a los pequeños milagros cotidianos los seguían la humillación y la degradación, ¿qué catástrofe seguiría a uno de tales dimensiones?

La carta que acababa de dejar en la mesa, y que le provocara aquel temblor en las manos con sólo tocar el fino pergamino, llevaba el sello imperial. Era de la emperatriz en persona.

Sentado en el charco de luz tamizada que formaba la lámpara del escritorio de su alcoba, el príncipe Li Cheng-i mojó el pincel y contempló el pergamino en blanco que tenía ante sí. Le temblaba tanto la mano que no estaba seguro de poder escribir nada. Aquella tarde, el día después de que llegara la carta de la emperatriz, había recibido una misiva del príncipe Li Chu-tao, un primo lejano. Al leerla, detectó cierto temblor en los trazos del pincel, una manifiesta inseguridad que no podía achacarse únicamente a la edad avanzada de su pariente, que tenía ochenta y dos años. La misiva era una simple consulta, pero su lectura le hizo temblar las manos como si las tuviera unidas al extremo de unas cuerdas de las que tirara un titiritero invisible y malévolo.

«Mi estimado primo —decía la carta—, acabo de recibir una invitación verdaderamente insólita que ha despertado mi curiosidad. Desearía saber si tú has recibido una invitación similar, y también si algún miembro más de nuestro disperso y reducido clan ha sido distinguido con el mismo honor».

La respuesta que Li Cheng-i se disponía a dar —aunque, en aquel momento y con aquel temblor en la mano, escribir le parecía prácticamente imposible— era que, en efecto, otros miembros de la familia habían recibido la invitación. Por ejemplo, su propio hermano, quien también se había puesto en contacto con él de inmediato para consultarle si era prudente asistir a tal celebración. Y su hermano le había comentado que había recibido una nota de otro primo en la que le expresaba sus dudas.

Al día siguiente, avanzada la tarde, el príncipe Li Cheng-i se descubrió aguardando con expectación algún indicio de la llegada de un mensajero. Había despachado la carta al alba. En ella comunicaba a su primo que, en efecto, otros habían recibido la misma invitación, y concluía con varias preguntas: ¿había algún modo de declinarla con elegancia o, en realidad, no les quedaba más alternativa que asistir?

El príncipe pasó el resto del día deambulando, deteniéndose para aguzar el oído, tratando en vano de distraerse, pero no apareció ningún mensajero, ni siquiera después de la puesta de sol. Finalmente, Li Cheng-i se resignó a tener que esperar hasta la mañana siguiente y se acostó.

A media mañana del día siguiente, agotada la paciencia, cogió el pincel y escribió otra carta en la que rogaba respuesta a la primera. Todavía le temblaba el pulso, pero un par de copas de vino lo ayudaron a afirmarlo. Tras enviar esta segunda carta, decidió que necesitaba más vino. Esta vez no se trataba sólo de las manos; esta vez, todo su cuerpo era presa de temblores.

Avanzada la tarde, Li Cheng-i despertó de la siesta sobresaltado por el sonido de unos nudillos que llamaban suavemente a la puerta del estudio. Levantó la cabeza del pupitre de escribir con brusquedad y, desorientado por unos instantes, miró a su alrededor tratando de recordar dónde estaba y quién era.

—Claro, claro, por supuesto —susurró, mientras se apresuraba a levantarse y vestirse. Se había inclinado para recoger el gorro, que yacía en el suelo, cuando llamaron de nuevo a la puerta.

Era su primo, el príncipe Li Chu-tao, quien traía una expresión tan preocupada que Li Cheng-i, al verle, creyó estar contemplando su propio reflejo.

—No podía esperar más —declaró el príncipe Li Chu-tao con su voz débil y avejentada cuando la puerta se hubo cerrado a su espalda—. Al no recibir respuesta a mi nota, me ha invadido la inquietud. Y cuando he visto que tampoco contestabas a la segunda…

No terminó la frase; en lugar de ello, el recién llegado miró a su primo mientras su rostro se convertía en una máscara fláccida de fatiga y aprensión. El príncipe Li Cheng-i se preguntó durante unos instantes si unos ancianos como ellos, a quienes sólo quedaban unos pocos años en el mejor de los casos, debían experimentar el miedo a morir con la misma intensidad que cualquier joven con cincuenta años de vida por delante.

—Pero… pero sí que contesté —le aseguró a su pariente—. Te envié mi respuesta inmediatamente. Y he estado muy preocupado por las mismas razones que tú has apuntado.

Los dos primos se miraron. La inquietud que habían experimentado durante los dos últimos días se redujo hasta hacerse insignificante al tiempo que otra nueva, más oscura e infinitamente más perturbadora, ocupaba su lugar. Allí permanecieron los dos ancianos príncipes, presas de un temblor incontrolable y con sus viejos corazones acelerados en un vano impulso por escapar, por levantar el vuelo.

La emperatriz y el monje Hsueh Huai-i yacían desnudos, y la leve brisa que entraba por las puertas abiertas de la terraza secaba el sudor de sus cuerpos. Wu no encontraba palabras, no lograba expresarse. Su mente y su corazón estaban abiertos como aquellas puertas y eran capaces de percibir cómo el infinito se movía a través de su cuerpo, a semejanza de la brisa que fluctuaba en la estancia.

Cuando el monje empezó a hablar, la emperatriz no abrió los ojos, sino que dejó que la voz del tibetano se incorporara a la corriente que viajaba por su cuerpo.

Hsueh soltó una risilla de incredulidad.

—No lo habría creído posible, si no lo hubiera experimentado yo mismo —declaró y volvió a reírse—. ¿De dónde has salido? —preguntó a Wu con un susurro reverente mientras deslizaba el dedo desde la frente de la mujer hasta el cuello, recorriendo su rostro. Ella permaneció inmóvil y sin responder, como si estuviera muy lejos, en trance—. A mí no puedes ocultármelo. Yo sé quién eres —continuó el monje—. Y tu madre también lo sabe. Y creo que incluso tú tienes idea de ello.

El dedo del monje se paseó por el cuerpo de la emperatriz y ella vio mentalmente un leve reguero de luz que señalaba el recorrido del dedo. Esta era la sensación que experimentaba cada vez que él la tocaba. Wu se sentía sofocada de luz y de calor. Cuanto más tocaba su piel la de su amante tibetano, más luz y más calor la envolvían. Sí, Hsueh tenía razón al acusarla de no saber quién era ella misma.

—Y creo que hay algunos más que saben quién eres —añadió. El dedo se separó del cuerpo de la mujer y Wu notó que su amante se inclinaba hacia el lado opuesto. Escuchó el crepitar de unos papeles y, enseguida, el peso del monje al tenderse de nuevo a su lado—. Tengo un regalo para ti —anunció Hsueh.

Ella permaneció inmóvil, expectante. Y cuando el monje empezó a leer con la voz cascada de un anciano, la emperatriz tuvo que esforzarse por reprimir la risa.

—«Primo mío —leyó Hsueh—, no estamos solos. En efecto, hay más de nuestro clan que han sido objeto de tal «honor». Mi hermano, el príncipe Li Cheng-yu, me ha escrito para hacerme esa misma pregunta y para informarme de que el primo Li P’ie le ha consultado acerca del mismo asunto. Creo que es de extrema importancia que nos reunamos el máximo número de miembros de nuestra estirpe que sea posible. Debemos concertar una cita y delego la tarea en ti por tu mayor experiencia en tales cuestiones. ¿Nos concede el protocolo alguna salida para poder declinar la invitación, o no nos queda más remedio que aceptarla?».

El monje pronunció esta última frase con una voz temblorosa y senil tan convincente que Wu habría jurado que, de abrir los ojos en aquel instante, en lugar del cuerpo largo y musculoso, pleno de vigor, que apenas momentos antes había contemplado suspendido encima de ella, encontraría a un abuelo canoso y fláccido con el pecho hundido y las carnes marchitas.

—«Primo mío —continuó el monje con una voz distinta, también de viejo pero más grave y no tan débil como la otra, como si éste tuviera algunos años menos que el primero—, quizá no he transmitido adecuadamente la impaciencia que crece en mi interior y que me impulsa a suplicarte una respuesta pronta. Me parece que no podemos permitirnos despilfarrar el tiempo, dada la gravedad de la situación».

Ahora Wu pensaba que si abría los ojos vería a dos viejos sentados en la cama, con el entrecejo fruncido de temor.

Por fin, escuchó una tercera voz, pausada y medida, cargada de meditada dignidad:

—«Por la presente, declaro que rechazo de la forma más rotunda y firme los ofrecimientos o invitaciones de cualquier tipo procedentes del Palacio Imperial. Me mantengo terco e inamovible en mi posición e insto a los demás miembros de nuestro clan a recordar quiénes somos y a mantener una colaboración leal y sin reservas, sin la cual, me temo, ni el clan Li ni el propio imperio tendrán la menor esperanza de supervivencia».

La emperatriz escuchó de nuevo el crujido de los papeles al ser enrollados y notó que Hsueh se movía para depositarlos en la mesilla o en el suelo. Llena de deliciosa expectación, aguardó a que su dedo la tocara de nuevo y continuara el recorrido a lo largo de su cuerpo.

Unas pisadas recias resonaron en el pasillo que conducía al ala que ocupaba y el príncipe Li Cheng-i comprendió que aquél era el último día de su larga vida. Había llegado, como hacen finalmente todos los días, por el río constante del tiempo. Y ahora que por fin estaba allí, el pánico vertiginoso, el pavor profundo había desaparecido y le había dejado en una burbuja de calma y serenidad, en un lugar donde nada podía afectarlo. Se acomodó minuciosamente el tocado. La naturaleza proveerá, musitó, repitiendo las palabras que una vez le había dicho su padre, y dejó que sus manos resbalaran lentamente de su cabeza. Se arregló la pechera de la túnica y se volvió hacia la puerta. Él estaba preparado. Sólo esperaba que los demás lo estuvieran también.

Muchos ya habían presenciado ejecuciones con anterioridad, pero, sin duda, ninguno de los presentes aquel día había esperado ver aquello. Nadie había llegado a expresarlo en palabras, ni siquiera había llevado la idea al nivel del pensamiento consciente: las ejecuciones eran un castigo apropiado para gente joven, un final para quienes estaban en los mejores años de su vida.

Pero algunos de los hombres arrodillados en el suelo aquella húmeda mañana habían necesitado ayuda para doblar las piernas, había tenido que intervenir la guardia para que lo consiguieran. Lo que normalmente se hacía a empujones y patadas, se llevó a cabo en esta ocasión casi con respeto. De lo más profundo de los guardias emergía un sentido del decoro que los movía a tratar a los ancianos con algo que quería ser deferencia. Sus brazos musculosos colgaban a los costados y sus rostros crueles mostraban expresiones de incomodidad. Tal vez pensaban en sus propios abuelos.

Los espectadores se habían quedado boquiabiertos: once ancianos, algunos de ellos camino de los noventa, que habían vivido tantísimos años, que habían navegado con fortuna entre los incontables peligros de la existencia, iban a encontrar un brusco final para sus días. Un funcionario avanzó unos pasos y dio lectura a los cargos.

—Decrépitos e inoperantes príncipes de la derrocada casa de Li —leyó, dirigiéndose a los ancianos—. En este día vais a pagar por vuestras transgresiones, que son graves y que ofenden la sensibilidad del imperio y del propio cielo. Por el delito de conspiración para fomentar la traición y la rebelión, del cual vosotros mismos, enemigos del propio Dharma, habéis proporcionado abundantes pruebas con vuestro intercambio de execrables misivas, la todomisericordiosa y omnisciente bodhisattva encarnada ha decidido eliminaros de su reino.

Uno de los ancianos se levantó a medias sobre sus débiles piernas y escupió a los pies del funcionario. La multitud se preparó para la rápida represalia de los guardias que solía seguir a tal conducta, pero no la hubo. El funcionario, tras unos instantes de desconcierto, continuó leyendo.

—Así como la casa del viejo príncipe tuvo que caer para que la losa que yacía bajo la tierra pudiera salir a la luz para proclamar sus grandes y misteriosas verdades —entonó el funcionario—, así tienen que caer la casa de Li y la dinastía T’ang para dejar paso a la casa de Wu y a la dinastía Chou. —Volvió la mirada hacia los viejos postrados de rodillas y concluyó la lectura—: Y así debéis caer vosotros.

El hombre dio media vuelta y se alejó a toda prisa, con un revuelo de la túnica, como si tuviera una cita urgente en otra parte y ya llegara tarde. La multitud dio un paso adelante cuando el verdugo levantó su espada reluciente sobre la primera cabeza cana.

La emperatriz, la señora Yang y el historiador Shu paseaban por el jardín privado de Wu un hermoso día de cálido sol y suave brisa. Delante de ellos, marcando el paso animadamente con sus pezuñas y moviendo su pequeña grupa con determinación y estilo, trotaba un pequeño cerdo gris. El trío contemplaba con una sonrisa la divertida actitud del animal, pues éste no sólo parecía saber muy bien adonde iba, sino que iba ataviado con una pequeña capa y un gorro, réplica perfecta de la indumentaria de un alto funcionario confuciano.

El cochino continuó su marcha acelerada por el sendero hasta adentrarse en las arboledas agrestes del parque que se extendía en torno a los jardines. Allí, la vegetación se hacía cada vez más tupida.

—¿Adónde vamos? —preguntó la emperatriz mientras avanzaban a paso ligero tras el animal, aplastando las ramitas y plantas que encontraban en su camino. Allí no había ningún sendero, pero al cerdo no parecía importarle.

—A mí, no me miréis —respondió Shu con una sonrisa insinuante—. Preguntadle a él —añadió. Cuando el historiador, por fin, apartó una rama para que la emperatriz pudiera pasar y penetraron en un claro, Wu hizo una profunda inspiración con expresión de placer.

Era un pequeño jardín de piedras para la meditación, un rincón exquisito de tranquilidad y retiro completamente rodeado de árboles. Estatuas de piedra de Buda del tamaño de niños, de origen antiguo y exótico, poblaban el lugar en reposo intemporal con los brazos y las piernas cubiertas de musgo, como si llevaran siglos plantadas en aquel bosque. En lo alto de tres peldaños de mármol, se alzaba un diminuto templo de piedra con el espacio justo para que una persona se arrodillara a rezar ante el altar. El trío se detuvo y guardó silencio; los únicos sonidos eran los trinos de los pájaros y el mantra intemporal del murmullo del agua entre las piedras. La emperatriz miró a su alrededor con un destello en la mirada.

—No me lo agradezcáis a mí —se apresuró a decir el historiador—. Dadle las gracias a él —señaló al cerdo, que hozaba con decisión en un lugar próximo al templete. La emperatriz miró de nuevo a sus dos acompañantes; al ver la sonrisa de ambos, Wu llevó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, complacida.

El cerdo estaba desenterrando algo. Cuando lo hubo sacado a la superficie, empujó el objeto con el hocico entre gruñidos y resoplidos. Era una cajita adornada; el animal la hizo rodar de un lado para otro hasta que, con uno de los golpes, se abrió; dentro había una piedra plana del tamaño aproximado de una mano. El cerdo la olisqueó y la arrastró por el suelo. El historiador se agachó y examinó la piedra unos instantes.

—Parece que tiene algo escrito… —comunicó a sus acompañantes con expresión grave y extendió la piedra hacia el animal, que la tomó entre los dientes con delicadeza y subió al trote los peldaños que conducían al templo—. Creo que quiere leérnoslo —dijo Shu a la emperatriz, al tiempo que se incorporaba—. Podría ser algo de importancia.

El cerdo desapareció tras los muros del pequeño edificio. Entonces, una voz pareció surgir del interior del templete, potente y con una inflexión extraña, cadenciosa y formal, y con un peculiar ceceo. Era la voz que uno esperaría de un cerdo parlante.

—La fértil tierra negra revela la intención de los etéreos cielos azules —anunció la voz. A la emperatriz le brillaron los ojos de expectación—. Tan perfecto es el entendimiento que existe entre el cielo y la tierra que las propias rocas se abren paso hasta la superficie en busca de la luz del sol. La verdad nos sale al paso, llueve sobre nosotros, brota del suelo como las flores en primavera. La era dorada ya está aquí, pues entre nosotros se halla una criatura divina, el bodhisattva que encarna los aspectos masculino y femenino de la creación, Avalokitesvara y Kuan-yin en un único cuerpo, una forma femenina de excepcional y suprema belleza en cuyo interior habita una vigorosa entidad masculina. El Divino Soberano del Sagrado Espíritu se halla entre nosotros.

Con esto, el cerdo asomó el hocico por la entrada del templo, descendió los peldaños con el mismo trotecillo que había usado para subir y se detuvo ante la emperatriz, el historiador y la señora Yang, meneando el rabo en una cómica y clara expresión de que esperaba alguna recompensa. La emperatriz se deslizó sigilosamente hacia la parte trasera del templo con la intención de pillar por sorpresa al monje, pero en los escasos segundos transcurridos desde que el cerdo terminara su «lectura», el tibetano ya se había esfumado. Wu alzó la vista bruscamente a las ramas bajas de los árboles que bordeaban el claro a pocos pasos del muro posterior del templete y, aunque no vio ningún movimiento, ninguna punta de túnica desapareciendo tras las hojas, y no oyó el menor susurro de la vegetación o el chasquido de una ramita, estuvo absolutamente segura de detectar una vibración de las hojas a lo largo de las ramas mayores, un temblor apenas perceptible, como si acabaran de volver a su lugar.

Se detuvo, de espaldas al sol y sonrojada de dicha, en mitad de un mundo mágico de cerdos parlantes y de piedras místicas con su nombre grabado por la mano de la naturaleza. Aunque no podía verlo, el monje estaba en todas partes: en el aire lleno de vida, en el sonido del agua entre las rocas, en el rostro tallado en piedra de los Budas que contemplaban serenamente la eternidad con las manos levantadas en el mudra de la paz y de la compasión, en la grácil curva del tejado del pequeño templo, en las hinchadas nubes blancas que surcaban el cielo, en el deseo ardiente que se adueñaba de sus extremidades y de sus entrañas.

—¡Un cerdo extraordinario! —exclamó por fin, dirigiendo sus palabras al bosque silencioso y apacible— ¡Creo que sí me casaré con él!

El abad Liao, del monasterio del Loto Puro, se volvió hacia el sur, en dirección a la ciudad. El pobre abad tenía una expresión compungida y Wu-chi se dijo que parecía una persona completamente distinta del hombre que había conocido años antes, cuyo rostro nunca mostraba el menor signo de cólera o desesperación, ni una leve sombra de incomodidad. Aquel nuevo aspecto pesaba sobre sus facciones como una máscara y lo desfiguraba hasta convertirlo casi en un extraño. Pero cuando suspiró y habló, su voz le devolvió a Wu-chi una pincelada del hombre que recordaba, aunque sus palabras le resultaron las de un extraño.

—Te juro que huelo la sangre. El viento trae el olor desde la ciudad. ¿No lo percibes?

Se hallaban en un otero, cerca de las lindes del predio monacal. Estaban dando su paseo vespertino habitual cuando, de pronto, el abad se había detenido y había asido a Wu-chi por el brazo.

—Y no hablo en sentido figurado —continuó Liao—. La huelo de verdad. Conozco ese olor. De cuando era niño. Mi padre era matarife.

Olfateó la brisa de un modo que a Wu-chi le evocó un perro o un caballo: con la cabeza echada hacia atrás, las aletas de la nariz muy abiertas, muy concentrado. Al viejo consejero imperial, la estampa le resultó demasiado desalentadora; apartó la vista y la fijó en las colinas.

—Es un olor intenso, casi como el del mar, pero más salado —continuó el abad—. Metálico. Acre. Es… —dejó la frase en el aire—. No se puede describir. Uno tiene que experimentarlo.

Wu-chi olió el aire furtivamente, a modo de experimento, pero lo único que alcanzó a percibir fue un leve olor a humo de algún campesino que quemaba rastrojos en un campo próximo, a estiércol de vaca y a hierba segada.

—Confieso que no soy capaz —respondió Wu-chi—. Aunque debería serlo.

A decir verdad, al anciano consejero de los T’ang le sorprendía que la sangre no inundase todavía el terreno en el que estaban. Cada día traía nuevos anuncios de juicios ilegítimos, purgas, ejecuciones y destierros de familias enteras a las sofocantes junglas del sur, donde desaparecían sin dejar rastro. Cuando pensaba en la emperatriz, se imaginaba una sanguijuela oronda o una garrapata atiborrada de sangre, apática y de ojos rasgados. ¿Cuándo se sentiría saciada?

Y aquella mañana, en la ciudad, se había celebrado una ceremonia. Una coronación. Los dos hombres recibieron la noticia después de la colación vespertina, y quedaron tan anonadados que aún no habían sido capaces de comentarla. Por fin, fue el abad quien rompió el silencio.

—Esa mujer es un prodigio de habilidad. Acaba de superar el último obstáculo —meneó la cabeza—, el definitivo, el que parecía insalvable. La única barrera que le impedía alcanzar el dominio absoluto: el hecho de ser mujer. Ahora que se ha anunciado al mundo que es un ente masculino que ocupa un vehículo femenino, que es Avalokitesvara y Kuan-yin en un cuerpo, ha quedado eliminado ese pequeño impedimento. Wu ya no es una mera emperatriz; ahora, es algo completamente distinto. —Liao hizo una pausa y se estremeció como si acabara de captar otra vaharada de aquel viento sanguinario—. El nombre formal que ha adoptado hoy quizá sea el de Divino Soberano del Sagrado Espíritu, pero éste no es más que un seudónimo del título que debería llevar en realidad.

Los dos ancianos se miraron. El abad Liao no fue capaz de pronunciar sus siguientes palabras en voz alta. En realidad, apenas logró susurrarlas:

—¡Wu es el emperador de China!

Había otra cuestión, y los dos hombres que olfateaban el viento procedente de la ciudad eran reacios a hablar de ella. Se trataba de una noticia que acompañaba el anuncio de la coronación. La emperatriz, después de la ceremonia, había promulgado un decreto. De acuerdo con la doctrina de la compasión y de la piedad, había prohibido el sacrificio de cerdos en todo el imperio.