Sencillamente, resultaba excesivo. Volvió hasta el umbral de la puerta que había dejado atrás y miró afuera, con las manos en las sienes. Cuando dio media vuelta para entrar de nuevo en la casa, descubrió con sorpresa que las piernas le temblaban como las de un viejo borracho.
Tenía que encontrar sentido a todo aquello, como fuese. Había cinco adultos —la madre, el padre, la abuela, el abuelo y otro hombre mayor, un tío, probablemente— y un niño, un crío de unos once años, todos ellos muertos y, con la excepción del pequeño, boca abajo en el suelo, en fila, con los brazos encogidos en torno a la cabeza como escolares sesteando en sus pupitres. Los adultos yacían en charcos de sangre, completamente vestidos. El niño estaba desnudo y tenía la mitad del cuerpo pintada de verde con brochazos gruesos y toscos; no se apreciaba sangre ni otras señales de violencia en el pequeño, que yacía boca arriba con los ojos abiertos y fijos en el techo. En las proximidades, uno al lado del otro, estaban los dos perros falderos de la familia, limpiamente degollados. El suelo y las alfombras eran un caos de huellas sangrientas de pies desnudos que se entrecruzaban y toda la estancia estaba hecha trizas.
—Recordad las instrucciones —previno Di a los alguaciles que, unos en cuclillas junto a los cadáveres y otros batiendo minuciosamente la estancia, procedían a tomar nota de los detalles—. No mováis nada y tened mucho cuidado. Todavía no sabemos qué tiene importancia y qué no. Hasta que lo averigüemos, todo la tiene.
El hombre que mandaba a los alguaciles, un tipejo áspero de pronunciada joroba, se acercó al magistrado.
—¿Qué os parece, magistrado? ¿Estamos ante un acto de brutalidad pura y sin sentido, o…?
—No lo creo —respondió Di.
—No. Yo, tampoco —lo secundó el jorobado—. Pero si no supiera que es imposible, diría que ha pasado por aquí una jauría de leopardos hambrientos. —Los dos pasearon la mirada por la confusión de muebles volcados, jarrones hechos añicos, libros, flores y biombos destrozados y cortinas rasgadas—. Leopardos —repitió, y dejó caer los brazos, desalentado.
—Pero, naturalmente, en Ch’ang-an no hay leopardos —respondió Di, sin prestar atención—. ¿Qué hay de los sirvientes?
El alguacil se encogió de hombros.
—Todos vivos. Todos ilesos. Dicen que no han visto ni han oído nada. Al despertar esta mañana, han encontrado asesinada a la familia.
Al oír estas palabras, a Di se le ocurrió una idea desagradable.
—Averigua si esta familia, o alguno de sus miembros, ha participado en los Ritos de Quitar Barreras —dijo a su ayudante.
Cuando el jorobado comprendió lo que insinuaban las palabras de su superior, le dirigió una mirada penetrante.
—Sí. Una idea excelente —murmuró.
Di se concentró en el cuerpo del niño muerto, desnudo y pintado a medias. Después, contempló los destrozos de la estancia con una mirada valorativa. A primera vista, uno podía suponer que el desorden era resultado de una lucha a muerte, pero después de observar con más detenimiento lo que tenía ante él, se convenció de que no era así, en absoluto. Allí había una violencia y una depredación que parecían… vengativas, orgiásticas. Como si matar a los moradores de la casa no hubiera sido suficiente satisfacción; como si la habitación entera y todos sus objetos inocentes tuvieran que sufrir también. Lo que le resultó más escalofriante fue el contraste entre el frenesí de la destrucción y el cuidado con el que habían sido tratados los cadáveres; sobre todo, el del niño. Este tenía el aspecto de haber sido preparado cuidadosamente para algún oscuro rito funerario. Di tomó nota mentalmente: ritos funerarios. Era un punto de arranque.
—¿Qué hay de las otras habitaciones? —preguntó.
—Nada —le informó el jorobado—. Nada en absoluto. Ningún destrozo, nada fuera de sitio. El resto de la casa está limpio y pulido como si la propia matriarca la hubiera preparado para una fiesta.
—No he visto nunca nada comparable —comentó el magistrado—. He visto muchos robos y actos de venganza entre familias y entre clanes, pero nada que se parezca a esto. Nada.
—Yo, tampoco —corroboró el alguacil.
Di avanzó un paso, hincó la rodilla y empezó a rascar la extraña pintura verde del cuerpo del chiquillo para recoger una muestra en una vasija, que dejó aparte con cuidado. A continuación, repartió pinceles, tazones con agua y pequeñas pastillas de tinta negra y roja entre los alguaciles. Mientras él dibujaba un esbozo general de la estancia situando las posiciones relativas de los cuerpos, los ayudantes trazaron con tinta en el suelo de madera y en las alfombras el contorno exacto de los cuerpos yacentes. Muy pronto, sería preciso levantar los cadáveres y Di quería valerse de todas las ayudas posibles en sus recuerdos.
Una vez terminados los contornos, Di autorizó la retirada de los cuerpos.
Dos de los alguaciles se acercaron a regañadientes al cuerpo de la abuela. Cuando intentaron apartar los brazos de la cabeza, apreciaron que ya estaban muy rígidos. Di dedujo que la muerte se había producido bastantes horas antes; probablemente, la noche anterior. Los dos hombres se dispusieron a alzar el cadáver, rígido como una estatua de madera, y Di apartó la vista. Siempre había experimentado un especial desagrado ante la penosa imagen del rigor mortis, que consideraba una broma innecesariamente cruel por parte de la naturaleza. Mientras se afanaba de nuevo con el pincel en el esbozo de la habitación. Di percibió un silencio y una pausa en la actividad que se desarrollaba a su espalda.
—Magistrado, tiene que ver esto —anunció el jorobado con un tono de incredulidad en la voz.
Di se volvió. Los hombres tenían la mirada fija en la anciana, a la que habían dado la vuelta y que ahora yacía boca arriba, con el rostro enmarcado todavía por sus brazos. Tenía los ojos abiertos, con la mirada fija en el techo, y la boca contorsionada en una sonrisa terrible que iba, literalmente, de oreja a oreja.
—¿Qué es esto? —susurró Di e hincó la rodilla junto al cuerpo—. Es… esto es espantoso —añadió.
Alguien había rajado las comisuras de los labios de la anciana hasta dejar las muelas a la vista y luego había enrollado y cosido la carne con un hilo fino de seda negra en una parodia de labios para crear aquella sonrisa diabólica. Si la desdichada vieja bruja hubiera sonreído un poco más, pensó el magistrado, la cabeza se le habría partido en dos.
—Los otros —indicó entonces, al tiempo que se ponía en pie. Los alguaciles dieron la vuelta al cadáver más próximo y al siguiente. Todos presentaban el mismo aspecto. Sólo el chiquillo se había salvado de aquel horror. ¡Dioses!, pensó Di; hacía apenas un instante había comparado el frenesí de caótica destrucción con el cuidado mostrado en pintar el cuerpo del niño. Aquellas bocas cosidas significaban horas de trabajo concienzudo. Un mensaje, evidentemente.
¿Pero cuál?
Una vez retirados los cuerpos, Di y sus hombres batieron la casa, los jardines y los edificios auxiliares en busca de cualquier indicio. Pero el hallazgo más extraordinario —que había estado allí, ante sus mismísimas narices, desde el primer momento— fue descubierto por pura casualidad cuando ya iba a ser borrado irremediablemente. ¿Cómo era posible que hubiera pasado inadvertido al montón de alguaciles y ayudantes que participaban en la investigación? Peor aun, ¿cómo había conseguido, casi, escapar al ojo «inimitable» del famoso magistrado de Yangchou?
Había sido una cuestión de ángulos de luz. Aquello había estado allí, en el suelo del pasillo que conducía al resto de la casa desde la estancia donde habían aparecido los cadáveres, mezclado con las huellas sanguinolentas impresas en todas direcciones, y sólo la casualidad había hecho que Di lo viera al dirigir una última mirada al pasadizo.
La primera vez que había inspeccionado el corredor ensangrentado, la luz matinal que entraba por las rendijas de las persianas lo había deslumbrado. Di no había apreciado ningún detalle significativo en las huellas ya secas, que parecían una mera continuación de las impresiones de pies desnudos de la estancia principal.
Pero cuando volvió a examinar la zona antes de cerrar la investigación por aquella jornada, la luz había cambiado considerablemente y el sol ya no se reflejaba en la madera encerada del suelo. Y entonces vio lo que antes se le había pasado por alto: una hilera de huellas en forma de media luna impresas con sangre que salían de un gran charco central de sangre seca. Di se acercó y observó con atención las huellas. No eran en absoluto círculos al azar o marcas como las que dejaría el tacón de una bota impregnado de sangre, cuya forma recordara vagamente la media luna. No, las huellas del suelo eran nítidas y completas: algo había pasado a través del gran charco de sangre. Pero lo verdaderamente insólito no era esto, sino el hecho de que no correspondían a pisadas humanas.
Eran huellas de pezuñas. Demasiado grandes para pertenecer a una cabra, pero… Miró a su alrededor. El estrecho pasillo era demasiado pequeño para dar cabida a un animal mucho mayor. Entonces, Di se adentró en el pasillo, abrió todas las persianas que encontró y se arrodilló para observar de cerca un rectángulo de caoba bañado por la luz, ya mortecina. Sí, no había duda. Eran marcas de pezuñas. Pezuñas de caballo. Sin herrar.
Ch’ang-an, la capital occidental, era la ciudad más populosa de la tierra. Con sus millones de activos habitantes y su próspero comercio, la ciudad era punto de confluencia de carreteras, canales y ríos en un radio de dos mil li y constituía una enorme vorágine de pueblos, nativos y extranjeros; una ciudad donde lo más cosmopolita y refinado coexistía con costumbres y supersticiones tan exóticas como las que podían encontrarse en las tupidas selvas o en las altas montañas de otras tierras. Ch’ang-an era una joya de múltiples facetas que descomponía la luz infinita del ingenio y de la imaginación en una gama de colores que le proporcionaban fuerza y magnificencia.
También el miedo humano se manifestaba en diversos colores y texturas. El temor infundado e irracional era terreno abonado para los malentendidos que surgían allí donde coexistían diversas nacionalidades, y en aquella ocasión, avivadas por los rumores relativos a los detalles de aquel episodio brutal y extravagante —el asesinato de una de las familias más ricas de Ch’ang-an—, las insinuaciones y la xenofobia se extendieron por la ciudad como un incendio.
Cada nacionalidad, cada grupo de inmigrantes temía a los demás y sospechaba de ellos. Los pueblos turcos de las tierras mongolas septentrionales —sogdian, khitan, juchen, uigur, hsi— odiaban a los pueblos meridionales, los hua, man y miao de Lingnam y de las tierras altas de Nam-Viet.
Entre los propios sureños, los miao desconfiaban de los pueblos hua, pero miraban aún con más recelo a los diversos «bárbaros» de las gargantas boscosas de Lingnam. Para cada pueblo, la magia del otro era negra y malévola. Y a este gran caldo hirviente de humanidad había que agregar los inmigrantes sasánidas recién llegados del lejano imperio Persa, con las extrañas ideas dualistas del zoroastrismo acerca del bien y del mal.
El suceso desató la imaginación en la ciudad. Algunos detalles de la escena del múltiple crimen, ya de por sí terribles, se filtraron y fueron exagerados y distorsionados. Proliferaban los rumores de actos de magia inmundos; nadie estaba libre de sospechas.
Según unas versiones, en lugar de las bocas, lo que había sido rajado de parte a parte era el vientre de las víctimas, y los intestinos aparecían en torno a los cuerpos como una soga sanguinolenta o colgados del cuello como guirnaldas de flores, o extendidos en el suelo y dispuestos en forma de indescifrables símbolos del taoísmo hermético. Según otra versión, a los cadáveres les faltaban las cabezas, separadas de los cuellos de forma tan limpia que parecían no haber sido cortadas, como si hubieran abandonado los cuerpos por propia voluntad. Asimismo, corrió la voz de que las huellas de animales habían aparecido también en paredes y techos.
Di no tenía modo de poner freno a las espantosas fantasías que aterrorizaban a la ciudad. Aunque nunca llegó a saber con certeza de dónde procedían aquellos rumores, el magistrado tuvo la impresión de que los primeros indicios señalaban a los pueblos más occidentales, los persas en particular, que eran los más extraños y ajenos a los nativos. Los sasánidas, con sus peculiares creencias zoroastrianas, tenían fama de contar con varios expertos en magia negra —los hechiceros yatus— capaces de invocar a demonios malévolos del inframundo.
En el poblado panteón de los mazdeístas estaba el demonio Azhi-Dahaka, una entidad perversa que poseía tres cabezas, seis ojos y tres bocas y de cuyos hombros surgían serpientes. Según mantenían ciertas facciones, era probable que algún hechicero persa lo hubiera invocado, en un acto de venganza personal. Sí, tal teoría parecía encajar, pues entre las muchas perversidades de Azhi-Dahaka estaba la de tener que alimentarse de cerebros humanos cada día, ¿y no era cierto que a todos los cadáveres de la casa les faltaban los sesos? Y una vez saciado su espantoso apetito, ¿acaso el terrible diablo no se esfumaba, sin más, por el mismo portal de humo —creado por la orden mágica del yatus que lo había llamado— por el que había entrado? Esto explicaba muchas cosas para las que las autoridades civiles parecían no tener respuesta.
Los rumores tenían su lógica. Algunas facciones señalaban a los judíos y a su dios severo y celoso, que exigía sacrificios. ¿Acaso ese dios no insistía en que el verdadero devoto olvidara a todos los demás dioses por él? ¿Y acaso no se precisaba un sacrificio humano como prueba de esa fe inconmovible? Y, naturalmente, estaban los tibetanos, que traían con ellos sus extrañas costumbres de montañeses, su pantomima de la muerte y de la condición de mortales. Según algunas voces, los asesinatos eran la idea que tenían los tibetanos de una broma divertida.
Todos aquellos rumores persistían, precisamente, porque las autoridades civiles no tenían nada mejor que ofrecer. El despacho del magistrado superior no sabía qué hacer. El interrogatorio de los numerosos amigos y socios de la familia muerta no reveló nada. Ni motivos de venganza ni dificultades ni tratos oscuros que pudieran llevar al asesinato. No parecía cosa de rivalidades de clan y el motivo tampoco era el robo. Di no logró determinar que la familia tuviera enemigo alguno. Una familia confuciana, bien considerada y generosa, de excelente linaje.
Todo aquello condujo al magistrado a la única posibilidad alternativa, que al principio le había parecido promisoria pero que se había ido difuminando conforme profundizaba en ella: los «Ritos de Quitar Barreras». Di imaginó que, al cambiar de papeles, habían surgido resentimientos largo tiempo reprimidos. Sin embargo, no había el menor indicio de que la familia hubiese celebrado el ritual o de que la servidumbre no fuera leal a sus dueños o no estuviera satisfecha con ellos. Las preguntas de Di no dieron ningún resultado, salvo confirmar que los criados no habían oído nada, que no se habían percatado del menor alboroto y que apenas lograban recordar detalles de la velada previa a los asesinatos. Después de interrogar minuciosamente a cada uno de los sirvientes, el magistrado llegó a la conclusión de que ninguno de ellos ocultaba nada. Con todo, seguía desconcertándole por completo la extraña vaguedad de sus declaraciones, como si todos ellos hubieran bebido demasiado. ¿Cómo era posible que se hubiera producido una serie de asesinatos tan brutales y sangrientos bajo aquel techo y nadie hubiera notado absolutamente nada?
Allí donde él no consiguió averiguar nada, la gente de Ch’ang-an mostró una gran inventiva y abundantes recursos; con asombroso vigor e ingenio, nuevas historias se apresuraron a cubrir el vacío de las investigaciones del magistrado superior. Perdido el interés en los persas y judíos de ojos redondos, los teóricos pasaron a otros terrenos más atractivos.
Los inmigrantes de las tribus selváticas de Nam-Viet creían que las rachas de desventura sólo podían corregirse recurriendo a maestros chamanes que realizaran los sacrificios adecuados. Aunque las víctimas de estos sacrificios chamánicos eran, normalmente, cerdos o vacas, los chinos de la ciudad no estaban convencidos de que se detuvieran allí. Así pues, la cuestión de los sacrificios humanos se planteó de nuevo, con más fuerza que nunca. Los chamanes viet negaron enérgicamente las acusaciones. Ellos jamás derramaban sangre humana, declararon.
Pues si no eran los chamanes, dijo entonces la gente, tenía que ser cosa de los adeptos del ku, la expresión incuestionablemente más oscura y terrible de la siniestra magia ritual de los viet, nacida de lo que apenas era una civilización humana, de un mundo cálido y remoto en el cual la noche negra y sin estrellas bullía de espíritus de la naturaleza tan diversos y venenosos como las criaturas que saltaban, se deslizaban, reptaban y volaban en la espesura. Los demonios del ku eran invocados desde el abismo más profundo, febril y delirante de la mente humana.
En el vivero de la magia ku se encontraban los espantosos fantasmas reptilianos de la calamidad. Aunque nadie sabía por qué tales fuerzas habían de abatirse sobre la devastada familia, cualquiera podía ver que aquélla era la respuesta al misterio. Todo encajaba. Una vez liberado, el espíritu reptiliano penetraba en la víctima y la mordía por dentro, paralizándola, lo cual explicaba que los criados no hubieran visto ni oído nada. Después, la víctima permanecía plenamente consciente, pero inerme, mientras el espíritu invasor devoraba sus entrañas, se movía dentro de él y, con la cola espinosa, desgarraba el interior de la garganta y la cavidad abdominal y por último su cráneo, que después relamía hasta dejarlo por dentro tan limpio como una piedra pulida de un río. Y, una vez muerta la víctima-huésped, la criatura se materializaba y abandonaba el cuerpo por la boca. ¿Y no mostraban todos los cadáveres de la familia las bocas desgarradas?, comentaba la gente entre cuchicheos.
Entonces empezó a correr el firme rumor de que todas las víctimas habían aparecido descabezadas. Y de allí surgió el mito más espeluznante: el de las cabezas voladoras. Su imagen escalofriante mantuvo a Di sin pegar ojo toda una noche, admirándose de la profundidad de la imaginación humana. Y lo peor era que la historia no procedía de alguna tierra extranjera lejana y bárbara. Tenía su origen en el corazón «civilizado» del propio imperio chino.
Según las gentes de las junglas montañosas de Lingnam, en el sur de China, en el cuello de la persona afectada aparecía una fina línea roja, casi imperceptible, delgada como un hilo de seda. Si algún miembro de la familia hacía caso omiso de aquella primera señal y no aplicaba de inmediato la magia curativa adecuada, la herida se ampliaba hasta que la cabeza se separaba del cuello y, en algún momento antes del amanecer, las orejas se metamorfoseaban en enormes alas palmeadas y la cabeza salía volando en silencio a través de una ventana abierta y se perdía en la noche para dedicarse a merodear por la jungla junto a las aves de presa. Entonces, sobrevolaba las selvas frondosas y se zambullía con un silbido bajo las aguas de los ríos torrenciales y del mar; más veloz que el halcón y que el águila, la cabeza surcaba los vientos entre cumbres vertiginosas, desfiladeros angostos y amplias cavernas, y se dedicaba a cazar y a devorar durante el resto de la noche. Por fin, una vez saciada, volvía a unirse al cuerpo antes de que rompiera el día. Y el estómago de la víctima quedaba ahíto como si hubiera participado directamente en el festín mágico.
Y la familia asesinada, según los comentarios en las calles y tiendas de té, había sido encontrada con los estómagos reventados y atiborrados de carroña. ¿Podía haber prueba más clara?
Por supuesto, también los taoístas poblaban las callejuelas con gran número de trasgos, duendes y criaturas mágicas de su propia cosecha, algunas de las cuales no se podían ver directamente, sino sólo a través de reflejos. Muchas personas empezaron a llevar encima pequeños espejos de bolsillo; los había que siempre caminaban hacia atrás sin dejar de observar por el espejo, en permanente busca de la presencia disimulada de demonios al acecho, cuyo reflejo sería visible.
La ciudad había enloquecido de superstición y xenofobia y Di no tenía nada —ni claves, ni teorías viables, nada— con que contrarrestarlas. Con ánimo abatido, reflexionaba sobre lo mucho que se habían apartado de la sociedad racional tan querida por los corazones confucianos.
Incluso su propia madre había insistido en que un palanquín la condujera al mercado dos veces por semana para ponerse al día de los chismes y para incrementar su tintineante colección de cuentas, abalorios, espejos, discos, monedas, bolsas, raíces, pezuñas, polvos y talismanes. Y aunque Di discutía con ella y apelaba a la vergüenza que significaba que la digna y venerable madre del magistrado superior de Ch’ang-an y reputado confuciano se entregara a tan manifiestas supersticiones, ella hacía oídos sordos a sus protestas con su irritante gesticulación de costumbre y aducía como prueba de la eficacia de su método el haber llegado a una edad avanzada.
Después, traía a colación el tema de la absoluta ineficacia de su hijo para solucionar unos crímenes. Inevitablemente, lo hacía en público y con voz estentórea típicamente materna cuando su respetuoso hijo la acompañaba en sus compras por el mercado del oeste, que no conocía demasiado bien. Y el pobre magistrado Di, mortificado, no podía hacer otra cosa sino sonreír ante los transeúntes que le dedicaban reverencias y fingían discretamente no haber oído nada.
Por supuesto, nada de aquello contribuía a mejorar el ambiente hogareño. Con frecuencia, Di cenaba pronto y volvía a su despacho con la excusa apenas hilvanada de algún asunto pendiente. Desde luego, tales asuntos no escaseaban, pero Di se descubría sentado en la oscuridad, pensando sin hacer nada, contemplando las calles que se divisaban desde su ventana.
Sólo una cosa lo impulsaba a seguir adelante: sabía que nunca podría resolver el asesinato a menos que descubriera el modus operandi, y éste sólo aparecería con una segunda matanza. Di esperaba que sucediera lo impensable.
Así pues, esperó.
Una mañana, Di llegó a su despacho tras una larga noche durante la cual las preocupaciones y el soplo continuo de los poderosos vientos de Ch’ang-an conspiraron para privarlo de descanso. El magistrado ayudante lo recibió con una mirada de exasperación y, de mala gana, dejó un sobre imperial de aspecto muy oficial encima de la mesa de su colega. Lo había traído un mensajero a primera hora de la mañana.
Di estudió con recelo los sellos de cera perfectamente impresos en el sobre y buscó el abrecartas de plata y jade entre los montones de papeles desordenados.
Lo acometió un acceso de aprensión. ¿Pero por qué reaccionaba con tal intensidad ante un sobre aún por abrir?, se preguntó. ¿Era por la sensación que le producía al tacto? El sobre era grueso y pesado, pero tal cosa no era inhabitual en los comunicados oficiales. Entonces, ¿era quizá su limpia presencia allí, sobre el escritorio, claramente fuera de lugar, casi amenazador en medio del cómodo caos de Di? ¿Era su olor, tal vez? El sobre no despedía más aromas que los de la seda y el pergamino. Todo olor a tinta había desaparecido hacía tiempo y, sin embargo, el magistrado alcanzó a percibirlo. Cuando abrió el sobre con el filo cortante de la navaja, el sonido delicado y peculiar del papel de calidad al rasgarse le dijo cuanto necesitaba saber: que trescientos li la distancia que separaba la Ciudad de la Transformación de Ch’ang-an, ya no eran suficientes.
Habían transcurrido dos días desde que abriera el sobre y desplegara las páginas de minuciosas instrucciones y los planos detallados, pero Di todavía estaba seguro de que su rostro aún mostraba la misma expresión de perplejidad del primer momento.
Según las instrucciones, tenía que erigirse en el centro exacto de la ciudad de Ch’ang-an un enorme pilar de «hierro blanco» rematado en una espléndida esfera de cristal de cuarzo; trescientos cincuenta palmos de reluciente hierro colado que se elevarían para mayor gloria celestial de la emperatriz Wu y del advenimiento de la era de Maitreya, el Buda futuro.
¿Pero cómo hacer para levantar tanto metal, tanto hierro y tanta plata, y cómo moldearlo para darle una forma tan refinada e impecable? ¿Y cómo hacer para encontrar, extraer y procesar el mineral necesario en tan poco tiempo? ¿Y quién iba a realizar el trabajo? ¿Acaso la emperatriz pensaba enviar un ejército de operarios especializados para colaborar en el proyecto? En caso de ser así, tendría que ser una brigada ya experimentada en la erección de tales pilares. Di imaginó una procesión de monjes de la Nube Blanca, cientos y cientos de anacoretas de elevada estatura, con la cabeza rapada y el rostro cadavérico, que descendía hacia la ciudad, obsesiva y disciplinada, y luego la salmodia incesante que surgía de sus gargantas mientras fundían y pulían el metal, lo repujaban y lo levantaban, con algún nuevo y perverso objetivo metafísico.
Pero no. La realidad era mucho peor. La tarea de reunir la mano de obra necesaria le había sido encomendada a él. Como en los grandes proyectos de obras de antaño, le correspondía al magistrado superior de la ciudad reclutar el ejército de trabajadores voluntarios. Pero esta vez no tenía que recurrir a los brazos exhaustos de los ciudadanos corrientes, sino a los condenados a trabajos forzados de las cárceles, con el propósito —decían las instrucciones imperiales— de rescatar a los delincuentes del degradado plano del pecado terrenal a través de aquella tarea sagrada.
Con todo, había otra posibilidad. En aquellos momentos, ya no quedaban en los campos de Ch’ang-an y en las zonas colindantes presos suficientes ni para empezar tal empresa. El entusiasmo de Di por devolver a la mayoría de los prisioneros a sus familias actuaría ahora en su contra. ¿De dónde iba a sacar la mano de obra?
Avanzada la tarde del vigésimo día posterior al asesinato de una de las familias más respetadas de Ch’ang-an, Di se encontraba en su despacho, concentrado en la elaboración de un plan para reunir los obreros necesarios para levantar hacia el cielo un ridículo pilar de hierro colado. Había llegado a la conclusión de que el único recurso era trabajar con el Ministerio de Defensa y la Junta de Tributos para conseguir soldados capturados en las recientes campañas tibetana y coreana. Era lo único con lo que podía contar, dadas las prisas.
Decidió repasar la lista de tributos y, por la mañana, despachar un mensajero a las instancias superiores de la prefectura. Esa noche no volvió a casa hasta muy tarde.
A primera hora de la mañana siguiente, un criado joven cogió tímidamente un brazo de Di y lo sacudió con suavidad, como si estuviera hecho de papel.
—Amo Di…, amo Di… —susurró el sirviente. A continuación, sacudió por el hombro al magistrado con un poco más de energía. Di soltó un gruñido, entreabrió un ojo durante un instante y dio media vuelta para caer de nuevo en un profundo sueño. A regañadientes, el joven criado alargó la mano otra vez, titubeante pero consciente de la presencia del grupito que aguardaba con impaciencia en el pasillo a su espalda, del cual formaban parte las dos esposas del amo. Al parecer, nadie había querido ocuparse de despertar al magistrado, de modo que se había encomendado la tarea al criado de menor categoría, el cual no tenía más remedio que obedecer.
—¡Despiértale! —susurró el mayordomo desde la puerta—. ¡Ya están subiendo las escaleras!
Las esposas de Di se arrebujaron en sus ropas para combatir el relente de aquella hora temprana. Todos los braseros estaban apagados. Tres alguaciles, a las órdenes del jorobado, entraron en la antecámara hablando en voz alta, pero se detuvieron antes de penetrar en la alcoba al advertir que su superior aún dormía.
—¿Cómo es que todavía duerme? Dejadme paso. Dejadme verlo.
La voz cascada y estentórea procedente del pasillo no dejaba lugar a dudas; su propietaria proclamaba con toda claridad que tomaba las riendas del asunto.
—¡Di Jen-chieh, despierta ahora mismo! —exclamó, inclinada sobre el hijo con su ancianidad inexpugnable.
A continuación, alargó la mano salpicada de manchas, agarró un puñado de cabello de la coleta despeinada del durmiente y le dio un enérgico tirón maternal, al tiempo que le hablaba directamente al oído.
—Están asesinando tu ciudad —murmuró.
Con un alarido, Di despertó bruscamente y descubrió a poca distancia de los suyos un par de penetrantes ojos negros iluminados por las lámparas. Sobresaltado, echó la cabeza hacia atrás y se dio un doloroso golpe contra la cabecera de la cama.
—¡Maldición!
Di miró más allá del rostro adusto de su madre y distinguió a sus esposas y a los alguaciles.
—Magistrado Di, señor —murmuró el alguacil jorobado—, disculpe esta inexcusable intromisión en su intimidad, pero… —levantó las manos en gesto de impotencia—, no sabíamos qué hacer…
—Están asesinando tu ciudad, eso es lo que he dicho —repitió la madre—. ¿Qué piensas hacer, magistrado superior? ¿Seguir durmiendo?
—Mi pobre marido ya no duerme a ninguna hora —intervino la primera esposa.
—Pues ahora me parece que lo hará menos todavía —replicó la madre.
—Ya estoy despejado —declaró Di, al tiempo que se incorporaba en el lecho. Todo vestigio de sueño había desaparecido ya.
El criado reapareció con una bandeja, que depositó en la mesilla de noche. Di estaba sentado ahora al borde de la cama con los brazos recogidos en las mangas de la túnica y los pies resguardados en las zapatillas mientras el grupito congregado a su alrededor lo observaba. El aliento flotaba en el aire gélido alrededor de sus rostros como nubes de pensamientos horribles que todavía no se habían convertido en palabras.
—No te lo quieren contar, Di Jen-chieh —continuó la anciana y pronunció su nombre con la dura familiaridad de una madre—, porque es culpa de todos ellos. La última vez ya advertí que esto volvería a suceder si no te ocupabas de esos persas bárbaros.
—Ya lo sé, madre —dijo Di en tono conciliador mientras el criado le ponía una taza de té en las manos. Sopló en el pequeño cuenco humeante y tomó un sorbo con cautela al tiempo que miraba a los alguaciles, colocados detrás de su madre y sus esposas—. ¿Es que nadie me va a explicar lo sucedido? ¿De cuantos se trata?
—La familia Ch’en eran cinco —apuntó el jorobado tras unos instantes de cortés espera por si la madre de Di quería decir algo—. Y también…
—Había más, alguacil —lo interrumpió bruscamente la enérgica vieja—. Dile al magistrado a cuántos han matado esos nigromantes persas. En la casa estaba de visita un grupo de seis miembros de la familia Lao, para concertar una boda. Dos de las familias más antiguas y distinguidas de Ch’ang-an.
—¿Persas? —preguntó Di en tono incisivo.
—Nada de persas —intervino la primera esposa con tono irónico—. La imaginación de tu madre está poblada de persas.
—¡Bah! —masculló la anciana—. ¿Qué sabes tú de eso, muchacha? Eres demasiado joven y tonta para saber cómo han cambiado las cosas desde que han empezado a instalarse extranjeros en Ch’ang-an.
—Sé mucho más de lo que cree —replicó la esposa de Di, pero la madre ya había vuelto a concentrar su atención en él y ni siquiera la escuchaba.
—Nada de esto habría sucedido si mi hijo hubiera prestado oído a las palabras de su anciana madre. Lo he prevenido cada día contra esos bárbaros y su brujería.
—¡Silencio… por favor! —imploró el magistrado—. Ten la amabilidad, alguacil —añadió, dirigiéndose al jorobado, que dirigía la escuadra—, ¿cuántos muertos y qué es esa mención de los persas?
—En total, once personas, incluida la familia Lao, que dormía en las habitaciones de los invitados.
—¿Y los criados? —preguntó Di. El jorobado se encogió de hombros y puso cara de frustración.
—Igual que la otra vez. Nada. No vieron ni oyeron nada. Han encontrado los cuerpos esta madrugada, antes del alba.
Di recibió la información impasible.
—¿Ha quedado todo precintado? —inquirió con seriedad, al tiempo que se ponía en pie.
—Se ocupa del asunto el tribunal de investigaciones del barrio de la Serpentina. El ayudante es un hombre muy competente.
—Bien. Muy bien. ¿Y el… el estado de los cuerpos? —Di acompañó la pregunta con una rápida mirada a sus esposas. Las mujeres no se movieron. Era evidente que querían enterarse. Desde luego, su madre no se movió de donde estaba.
—Mutilados —explicó el alguacil a regañadientes, apurado, como si hablara de alguna aberración sexual delante de las damas—. De manera horrible y extraña. Irreconocibles. Hay muchos detalles que…
—¡Pues claro que esos desdichados están mutilados de manera horrible y extraña! —repitió la madre—. ¿Qué otra cosa esperabas, Di Jen-chieh? ¡Me llamarás vieja estúpida, pero ya te advertí acerca de esos persas y sus siniestros chamanes!
—Madre, te agradezco tu valiosísima ayuda —murmuró Di cortésmente—. Ahora, si me disculpáis, tengo que vestirme.
Con un bufido de indignación, la anciana abandonó la estancia. Las esposas de Di se retiraron también mientras el mayordomo se aproximaba con ropas y una jofaina de agua caliente.
—¿Ha habido algún testigo? —preguntó Di a sus hombres mientras se enjuagaba el rostro apresuradamente—. Decidme que esta vez hay algo que podemos aprovechar. ¿Cómo se ha descubierto el crimen?
El jorobado torció el gesto y se frotó la barbilla con las manos.
—Los vecinos llamaron a los alguaciles del barrio porque encontraron al viejo mayordomo de la familia corriendo por las calles presa de la histeria y balbuciendo algo incomprensible. Así se ha descubierto la carnicería. Salvo esto… —dejó la frase a medias.
—Sí. Como la otra vez —corroboró el segundo alguacil, y el tercero asintió con la cabeza—. Nadie vio ni oyó nada. Según parece, todos los posibles testigos dormían mientras se producían los hechos.
—¿Y ese mayordomo chillón ha revelado algo? —insistió Di—. ¿Algún detalle?
—Bueno, el hombre vio algo… Es decir… —El jorobado se detuvo, titubeante—. Dice que vio algo antes de saltar por el balcón. Afortunadamente, la caída fue amortiguada por el agua del estanque de las carpas. En ese punto, el estanque no es demasiado profundo, pero el fondo está enfangado.
—¿Qué es lo que vio? —dijo el magistrado, impaciente, mientras luchaba torpemente para enfundarse la ropa. ¿Tendría que arrancarle la información a su alguacil por la fuerza?
—Vio… vio una zarpa de siete espolones que atravesaba su pared. Eso dijo. El resto resultaba incomprensible.
Di observó un momento al jorobado y terminó de ponerse el jubón. Señaló la puerta y murmuró:
—¿Vamos, señores?