Año 675, principios del otoño
Ch’ang-an
Por primera vez en los cuatro años transcurridos desde que abandonara la ciudad, Di deseó poder regresar a Luoyang. No porque quisiera volver a instalarse allí, lo cual equivaldría a un descenso a los infiernos, sino porque ardía en deseos de poner en evidencia al que era, tal vez, el mayor charlatán que había conocido en su larga carrera como juez. Para conseguirlo, casi estaba decidido a regresar a la ciudad de las depuraciones, las torturas y el terror. En ocasiones, había contemplado tal posibilidad muy en serio, pero al pensar en la inquietud y la discordia que provocaría entre sus esposas, había resuelto rechazarla. Regresar a Luoyang implicaría peligros a cada paso, y el magistrado dudaba de que pudiera escapar con vida por segunda vez. En realidad, estaba convencido de que no lo conseguiría.
En las calles de Ch’ang-an estaba ocurriendo algo que mucha gente parecía considerar divertido y festivo, pero que al magistrado Di Jen-chieh le producía un efecto completamente distinto. Allá adonde iba, en los parques, en los anchos paseos o en las callejas oscuras, no había modo de evitar los corros de gente que se apelotonaba para contemplar los «milagros», que ahora se producían con la frecuencia de los estornudos.
Los espectadores permanecían mudos de asombro o soltaban risas y abucheos, según el grado de habilidad del hombre que concentraba su atención; del hombre… o del rapaz harapiento o de la mujer disfrazada de hombre. (Di estaba seguro de que así sucedía en más de un caso). Sus gestos extravagantes y afectados —el porte altivo, la mirada espiritual, ultramundana— los diferenciaban de los artistas callejeros habituales de Ch’ang-an, y a los ojos de Di los caracterizaba como meras caricaturas estilizadas de su ídolo y mentor, el monje Hsueh Huai-i. El magistrado estaba seguro de que la mayoría de ellos jamás había visto al monje; se imitaban unos a otros o modelaban sus muecas y miradas según las descripciones que de él hacían los poemas y canciones populares que circulaban por la ciudad. Hsueh era un héroe, una leyenda, un dios.
Aquella mañana, Di se encontraba en una loma cubierta de hierba del parque Serpentino, desde donde observaba el final de la actuación de un joven prestidigitador. El artista hizo aparecer monedas en el aire e insinuó a los espectadores que las piezas estaban demasiado calientes como para tocarlas… y Di vio a la gente lanzar un grito de dolor y dejar caer las monedas cuando el mago las depositaba en las manos extendidas. ¡Milagro!, exclamaba la multitud en torno a Di.
Durante las semanas anteriores, el magistrado había observado una gran variedad de actuaciones. Algunos ejecutantes, como el que acababa de ver, eran listos y hábiles; otros resultaban sencillamente patéticos, como el viejo que un rato antes, en un mercado, con ranas y serpientes escondidas en las mangas, trataba de convencer a los espectadores, entre las burlas de éstos, de que los bichos salían de los orificios de su cuerpo. O como el joven de la caja polvorienta, engorrosa y difícil de manejar, en cuyo interior se contorsionaba al tiempo que invitaba a algún miembro del público a atravesarlo con espadas. El muchacho lanzó un alarido de dolor y empezó a sangrar cuando una de las hojas afiladas, empujada por un espectador demasiado entusiasta que no le dio tiempo a esquivarla, le alcanzó la pierna.
Sí, los trucos del lanzador de monedas eran, ciertamente, superiores a los de éstos, pero… ¿un milagro? Movió la cabeza y se alejó del lugar. Era bueno y aceptable desear e incluso esperar manifestaciones divinas mientras uno se dirigía al mercado, ¡pero conformarse con unos trucos tan baratos, miserables y trillados! El milagro, se dijo Di, era que la gente se dejase engañar, aunque sólo fuera por un instante.
¿Y cómo se había llegado a la situación de que los charlatanes callejeros llamaran milagros a sus trucos y malabarismos y la gente se lo consintiera? La explicación era que eso mismo estaba haciendo el monje, a gran escala, en la Ciudad de la Transformación. Di había oído las historias y sabía que todo cuanto Hsueh había hecho, por fantástico, extraño y «milagroso» que pareciera, estaba al alcance de sus extraordinarias habilidades como prestidigitador.
Hsueh asombraba a las multitudes con trucos artificiosos de enorme efecto. Su especialidad era la levitación: gigantescas estatuas macizas del Buda se alzaban del suelo como si estuvieran hechas de vilano de cardo. Santos budistas y ángeles se materializaban entre las nubes y cruzaban los aires cantando el sutra de la Gran Nube con voces sobrenaturales, agudas y misteriosas. Lotos mágicos se abrían paso a través del pavimento y brotaban entre las piedras secas y florecían. Y de los capullos surgían aromas fragantes y notas musicales.
Pero lo más extraño de todo, según la gente, era lo de los templos. Unas semanas atrás, el monje había declarado que en una fecha muy próxima, y a la salida del sol, ciertos templos de la Ciudad de la Transformación y sus alrededores aparecerían marcados de forma indeleble como nidos de heréticos. Estad atentos a la señal, había dicho; cuando se produzca, no habrá duda posible. Y entonces, una mañana, once templos amanecieron misteriosamente pintados con sangre desde los cimientos hasta el tejado, embadurnados hasta el punto de que las ventanas estaban opacas y la sangre corría por las paredes y empapaba la tierra sobre la que se alzaban los edificios. La sangre era fresca y estaba todavía pegajosa, a medio coagular; despedía un hedor terrible y las moscas zumbaban en torno a los templos escarnecidos mientras los monjes se esforzaban por lavar los muros ante grupos silenciosos que los observaban con expresión acusadora. En todos los monasterios se habían establecido turnos de guardia nocturnos desde la advertencia de Hsueh Huai-i, pero nadie vio ni oyó nada esa noche. Todo estuvo tranquilo hasta que los rayos del sol dejaron a la vista el espeluznante «milagro».
Di avanzó contra el viento de Ch’ang-an, molesto y persistente, que cobraba fuerza conforme avanzaba la tarde y se preguntó con un estremecimiento de repugnancia de dónde habría sacado el tibetano tanta sangre. Una parte de su mente se preguntó si sería humana, pero descartó la idea. Aun con el número de muertes que se producían cada día en Luoyang, se dijo con firmeza, Hsueh y la emperatriz habrían tenido muchas dificultades para reunir las cubas de sangre necesarias para pintarrajear de aquel modo los templos disidentes de Luoyang; el ser humano, sencillamente, no contenía la suficiente y el monje era, ante todo, un hombre práctico. Sin duda, la sangre procedía de animales. De haber estado en Luoyang, lo primero que hubiera hecho Di habría sido visitar todos los mataderos de la ciudad. Allí habría descubierto la verdad. El magistrado notó en las manos y los pies la comezón del deseo de emprender una investigación; el impulso de poner manos a la obra era casi irresistible.
Fuera cual fuese la procedencia de la sangre, Di sintió un gran alivio al saber que el santuario de Wu-chi no había sido señalado. Probablemente, pensó el magistrado, gracias a la considerable distancia que lo separaba de la ciudad. Lo importante era el efecto; sin masas de gente boquiabierta que contemplaran el trabajo del monje mago, ¿qué utilidad tenía? Embadurnar de sangre todos aquellos templos en una sola noche debía de haber sido un gran esfuerzo, todo un reto incluso para el talentoso Hsueh, que no habría malgastado fuerzas en algo que no tendría muchos espectadores.
Di entró en una de las incontables y concurridas calles comerciales de Ch’ang-an, animada por los comerciantes que anunciaban sus productos a gritos mientras el viento cargado de arena azotaba sus tenderetes y hacía ondear banderas y cortinas. Allí estaba el bullicio jovial del comercio cotidiano, impertérrito ante los caprichos del tiempo que daban fama a la ciudad. ¡Ah!, si pudiera volver a Luoyang sólo por unos días, se dijo de nuevo el magistrado, presa de tal irritación que la gente se apartó instintivamente de su camino mientras avanzaba calle abajo. Ojalá pudiera asistir en persona a alguno de aquellos sucesos «sobrenaturales» que estaban convirtiendo al tibetano en un dios viviente, en una figura mítica, a quien un ejército de imitadores de baja estofa rendía homenaje en todos los rincones del imperio. Di no recordaba haber experimentado nunca un deseo tan intenso como el que en aquel momento le incitaba a ir a Luoyang para aplicar su mirada racional y empírica de confuciano a la mecánica de los trucos del monje y dejar al descubierto las palancas, cuerdas y poleas grasientas y absolutamente terrenales que ocultaba tras sus espejismos. Sin embargo, su ansia no podía producirle sino frustración pues sabía que no debía —ni podía— volver a Luoyang en mucho, muchísimo tiempo; tal vez nunca más. Como una profecía, la inquietante visión de su propia cabeza clavada en lo alto de una punta de hierro, contemplando con desolación las losas del pavimento empapadas de lluvia y de sangre, no lo había abandonado.
Durante los últimos años. Di había llevado una vida tranquila en la capital occidental. Desarrollaba con agrado su tarea diaria de sentenciar sobre casos civiles de poca trascendencia, agradecido de su soporífica vulgaridad, que le servía de bálsamo frente a los terribles recuerdos de sus últimos días en Luoyang. Dejó que la gente se convenciera de que el orador, en otro tiempo apasionado, que había denunciado de forma tan memorable los excesos de la iglesia en el Debate del Pai, ocho años atrás, había perdido su fuego. Ahora era un simple magistrado, perspicaz e imparcial, pero había perdido su antiguo vigor. Incluso se sabía que un destacado erudito y maestro budista visitaba su hogar con regularidad; corrían rumores de que el gran confuciano estaba tomando lecciones.
Di no desmintió los rumores. Dejó que la gente los creyera para poder dedicarse a su auténtica labor. A decir verdad, el budista era un aliado de inestimable valor para el magistrado. A través de él, Di mantenía su seguimiento de las actividades de abades inescrupulosos, pero ahora con discreción, clandestinamente. Siempre desde las sombras, procurando atraer la atención lo menos posible, estaba al corriente de todo lo que sucedía en la ciudad y en sus alrededores.
Precisamente a través de su amigo. Di había sabido, hacía poco, de que pronto habría un templo de la Nube Blanca en Ch’ang-an. La secta procedería simplemente a apropiarse de los terrenos de una de las órdenes verdaderamente compasivas de la ciudad, a arrasar los edificios y a construir otros nuevos en aquel estilo extravagante.
Y el maestro budista le había proporcionado algo más, otra manifestación de la creciente influencia de Hsueh: un fragmento de la obra maestra literaria más reciente del lama, que el hombre recitó de memoria. Ésta era una de las grandes dotes de su informador: con ver u oír algo una sola vez, le bastaba para recordarlo y repetirlo palabra por palabra. En este caso, era el único modo de que Di tuviera acceso a la obra, pues Hsueh Huai-i había establecido la prohibición de hacer copias escritas de su magna pieza, que llevaba por título Comentario de la Lluvia Preciosa. Esta sólo podía trasmitirse de forma oral. Di se había saltado la ley, tomando nota de las palabras conforme su amigo las pronunciaba.
Mientras le escuchaba, Di sintió crecer dentro de sí, a su pesar, un sentimiento de admiración. ¿Quién habría pensado que su viejo amigo Hsueh llegaría tan lejos, o que sus esfuerzos literarios revelarían un dominio tan extraordinario de la mitología popular y del oportunismo político?
La obra hablaba de la profecía de los devas (una referencia al sutra de la Gran Nube). Con un estremecimiento, Di recordó las palabras que canturreaban los monjes en las calles de Luoyang, acerca de una mujer que llegaría a gobernar el mundo.
El Comentario de la Lluvia Preciosa repasaba concienzudamente todos los aspectos de la vida de la emperatriz Wu —sus actos, las circunstancias de su nacimiento, incluso el color de las ropas que vestía— y sus correspondencias con referencias concretas de la profecía de la Gran Nube, lo cual venía a «demostrar» que la soberana era, indudablemente, esa mujer destinada a gobernar.
Esto último era un magistral segundo paso de Hsueh pues, naturalmente, esta profecía del sutra de la Gran Nube era la obra «descubierta» por el tibetano en la bolsa raída del mendigo.
Poco a poco, con la ayuda y el estímulo del lama Hsueh, la emperatriz estaba afirmando su condición divina. No era extraño que Wu se sintiera impresionada con la noción de su propia inmortalidad. El letrado budista le había contado a Di que, no satisfecha con desenterrar las obras de los antepasados, la emperatriz estaba decidida a que las suyas pasaran a la posteridad junto con ellas. Según el hombre, ya habían empezado los trabajos de talla de treinta y cinco figuras de Buda en las cuevas de Longmen, al sur de Luoyang. Tales Budas tendrían un tamaño tan enorme que diez hombres cabrían con holgura encima de la uña del dedo gordo de un pie.
Tras esto, el letrado había dirigido una mirada pesarosa a Di. Si la emperatriz era capaz de cambiar la forma de la propia tierra con un ademán, ¿quién podía recriminarle que terminara por convencerse de que era más que humana?
Más tarde, cuando su amigo e informador se hubo marchado y Di se quedó a solas en su estudio, recordó lo que otro hombre erudito le había dicho en cierta ocasión respecto a la naturaleza de la eternidad: «Cuando los Himalayas queden convertidos en polvo por efecto del roce de un velo de seda contra sus picos una vez cada mil años y ese tiempo se haya multiplicado por el número de estrellas que lucen en los cielos una noche clara de verano, habrá transcurrido una fracción de eternidad comparable a un grano de arena entre los que forman todos los desiertos del mundo».
Que absoluta inutilidad, pensó. Qué irrelevante. ¿Qué ha de hacer con eso una mente humana? ¿De qué le sirve tal concepto del tiempo al hombre empeñado en desarrollar su pequeña existencia, su minúscula porción de esa eternidad vasta y vacía? No era extraño que la gente se impacientara y quisiera tener a sus deidades aquí y ahora. Y tampoco era de extrañar que alguien con la suficiente arrogancia y audacia se decidiese a satisfacer tal demanda.
Una mañana, cuando Di se disponía a desayunar y luego salir de casa, unos nudillos llamaron a la puerta de su dormitorio. Con voz brusca, invitó a pasar a quienquiera que fuese. El magistrado estaba de espaldas a la puerta cuando oyó que se abría; mientras terminaba de ajustarse el jubón y el birrete y repasaba mentalmente los casos del día —el robo de unos animales de granja, la disolución de una sociedad comercial, otra esposa maltratada—, unos pasos se acercaron y unas manos depositaron una bandeja sobre la mesilla. Di se disponía a dar cuenta del té con pastas antes de iniciar la jornada cuando una voz familiar lo sacó de sus pensamientos.
—¿Querrás algo más, amo Di?
El magistrado se volvió, sobresaltado y descubrió a su segunda esposa junto a la bandeja del té, con la cabeza inclinada en una respetuosa reverencia. Aquello era realmente insólito. Ninguna de sus dos esposas le había servido nunca el té, ni había llamado jamás a su puerta antes de entrar en su alcoba. Pero lo más extraordinario era la indumentaria de su esposa, que lucía la túnica de las criadas de la casa.
—¿Qué es esto? —preguntó, perplejo.
—Es tu infusión matinal, amo Di —respondió ella sin levantar la vista. Por un instante, Di temió que la mujer, finalmente, estuviera perdiendo la razón. Entonces, ella lo miró, sonrió y exclamó—: ¡Es tan divertido! Hoy me encargaré de fregar los suelos de la cocina. Después, pelaré y cortaré verduras, limpiaré pescado para la cena o quizá sacaré el cubo de la basura al callejón. Hay que encerar los muebles, lavar y remendar la ropa… —Hizo una pausa, con una risilla—. ¡Es posible que incluso tenga que vaciar orinales! ¡Tengo que obedecer todas las órdenes que me den!
—¿Que te den? ¿Quiénes? —quiso saber Di, sin salir de su asombro.
—¿Quiénes? ¡Pues el mayordomo, los criados, el cocinero o quien sea, naturalmente! —respondió ella. Su marido la miró unos momentos más antes de caer en la cuenta.
—Por favor, no me digas que tú también tomas en serio las bromas extravagantes de ese charlatán —murmuró.
—Eres un soso —replicó ella y dio media vuelta para marcharse—. No tienes sentido del humor.
—¿Que yo no…? —preguntó Di, desconcertado—. No es a mí a quien falta sentido del humor. Es ese farsante oportunista sediento de sangre quien carece de él. O, mejor dicho, quien lo tiene tan distorsionado que nada le produce satisfacción a menos que se base en el dolor y en el miedo.
—¿Dolor y miedo? —dijo ella—. Yo no veo dolor, ni miedo. Es un ejercicio de tolerancia. Un experimento.
—Para muchos, será un ejercicio de humillación. Un experimento de ignominia.
—Sólo será por unos pocos días.
—Sus efectos se prolongarán mucho más allá de los pocos días de observancia.
—Eres un hombre sin curiosidad.
—Al contrario; siento una gran curiosidad por observar los efectos de tal debilitamiento deliberado del tejido de nuestra sociedad.
—¿Debilitamiento? Este ejercicio sólo puede impulsarnos a entender mejor a nuestros conciudadanos.
—Ésa es una opinión muy ingenua, querida —apuntó él al tiempo que se cubría con el birrete.
—¿Por qué ingenua? —quiso saber ella.
Di exhaló un bufido de exasperación.
—Porque los seres humanos son criaturas imperfectas que necesitan reglas, limitaciones y estructuras para actuar con algún asomo de productividad y de dignidad.
La mujer se encogió de hombros.
—Lo dicho, eres un soso que no sabe divertirse.
Di no encontró ninguna respuesta rápida a sus palabras, así que cogió una pasta y le dio un mordisco mientras su segunda esposa se disponía a abandonar la habitación.
—Espera —dijo él entonces, con voz seca—. ¿Te he dado permiso para retirarte?
La mujer se volvió y le lanzó una mirada de sorpresa, altiva e indignada. Di no era uno de esos maridos que daban órdenes a sus esposas, y tampoco las mujeres de su casa eran de las que tolerarían tal cosa. El magistrado sonrió y se encogió de hombros.
—Recuerda —se limitó a apuntar—. Un ejercicio, un experimento.
Ella lo fulminó con una mirada y abandonó la alcoba con paso enérgico. Al salir, cerró de un sonoro portazo. Di exhaló un suspiro y apuró el té.
Cuando ya se disponía a salir de casa le llegó desde la cocina la voz del mayordomo que le recriminaba a la segunda esposa su torpeza con los delicados tazones de té, acusándola de tratarlos como si fueran aperos de labranza y no como piezas irreemplazables con siglos de antigüedad. También captó la voz de la mujer, que murmuraba una disculpa. Lo último que escuchó antes de cerrar la puerta de la casa fue al mayordomo enumerando las tareas que había asignado a su ama para aquella jornada, entre las que estaban sacar al patio todos los vasos de noche de la casa, limpiarlos y dejarlos al sol para que se purificaran.
Di se alegró de haber dejado la casa antes de que su madre apareciese en escena, pues sabía que la tolerancia de la mujer ante una conducta tan estrafalaria sería nula. No; no había fuerza en la tierra que pudiera obligarlo a quedarse en casa aquel día.
Aquel día, por supuesto, era el primero de las tres jornadas de los «Ritos de Quitar Barreras», una supuesta festividad antigua «descubierta» por el historiador Shu y promulgada por el glorioso lama Hsueh Huai-i. Durante un breve periodo, los papeles se invertían y las barreras sociales desaparecían. Los criados daban órdenes a los amos, los hijos reprendían a los padres y las doncellas se dejaban hacer la manicura y arreglar el peinado por sus señoras. Los mozos de cuadra montaban los mejores caballos y los cocineros se sentaban a comer en las grandes mesas de madera enceradas, dispuestas con la vajilla más fina, e incluso devolvían la comida a la cocina si no les satisfacía. «Todos aprenderemos a ser más humildes, flexibles y tolerantes», había proclamado el monje.
No era que Di hubiese olvidado esas palabras, precisamente, pero no esperaba que la proclama resonara en su propia casa. Era evidente que su conocimiento de la naturaleza humana distaba mucho de ser perfecto; no había contado con reacciones de perverso entusiasmo como la exhibida por su esposa aquella mañana.
Al comienzo de su paseo por las calles no vio nada fuera de lo corriente. Sin embargo, más adelante, un carruaje de aspecto elegante se acercó traqueteando por una de las grandes avenidas. A su lado, montado en un caballo venía un hombre ya mayor, muy grueso, por cuyo rostro corrían regueros de sudor. Di supuso que en el carruaje, recostado en los almohadones y viendo pasar el mundo a través de la cortina de la ventanilla, iba el criado del hombre, el joven fuerte y ágil que normalmente montaba el caballo mientras el gordo viajaba en el mullido interior del vehículo. Seguro que era eso. Y Di imaginó que por la noche el gordo se daría un buen baño caliente que aliviara el dolor y las agujetas de su espalda y meditaría con humildad la lección de aquel día.
¿Y el joven criado? ¿Qué aprendería él? ¿Que los cojines de seda se acomodaban a su cuerpo como jamás lo haría una dura silla de montar de cuero? Cuando el ejercicio terminara, ¿renunciaría al lujo caprichoso con indiferencia filosófica, agradecido por el conocimiento que le había aportado la experiencia?
Cuando se acercaba a la plaza del mercado, Di notó que su paso se aceleraba. La curiosidad lo arrastraba. Los vendedores de alimentos y los granjeros llevaban allí desde el alba, pregonando toda clase de plantas y animales conocidos. A aquella hora de la mañana, los criados encargados de hacer la compra para la casa discutían, regateaban, porfiaban y declaraban el producto impropio para el consumo humano, mientras los vendedores replicaban y regateaban también, entre amigables insultos a sus clientes, a quienes llamaban tontos ignorantes y bárbaros del norte helado que no sabían distinguir el estiércol de búfalo del pastel de arroz.
Di siempre disfrutaba mucho en aquel ambiente y apreciaba el entendimiento tácito entre vendedor y comprador mientras llevaban a cabo el ceremonial que marcaba la tradición del mercado. Se encaminó a la zona más concurrida y no tardó en distinguir a una dama de la aristocracia con el cesto al brazo que parecía al borde de las lágrimas a causa de algún comentario de un viejo enjuto que vendía pollos. Cerca de ellos, una muchacha —sin duda, la doncella de la aristócrata— gritó algo por la ventanilla del palanquín que la había llevado hasta allí. Tras dirigir unos cuantos insultos experimentados y certeros al viejo, la transacción quedó cerrada y la dama del cesto reemprendió la marcha con paso derrengado detrás del palanquín cuyos portadores, dos jóvenes sonrientes, ya habían levantado del suelo. Di conjeturó que los muchachos también eran miembros de la familia; probablemente, hijos de la propia dama que los seguía. Y su sonrisa era de placer ante la frustración y el desconcierto de su madre.
Por supuesto, reflexionó el magistrado, los jóvenes se adaptaban mejor a tal cambio de papeles; dudaba mucho de que la dama que acababa de ver aguantara el resto del día sin darse por vencida. En silencio, agradeció que sus hijos estuvieran todavía muy lejos, cumpliendo sus obligaciones militares en Sechuan, y no allí, en la ciudad, participando de los «Ritos de Quitar Barreras» de Hsueh Huai-i. Sólo el cielo sabía qué clase de provecho picaresco habrían intentado sacar de la situación, qué suerte de ingeniosa destrucción habrían tramado.
Pero no, se dijo, no estaba siendo justo con ellos. No tomaba en consideración la vida ejemplar que ambos habían llevado durante más de una década (ejemplar, al menos, en comparación con lo que habrían terminado por ser, seguramente, si no se hubiera puesto coto a sus andanzas por Yangchou en el momento oportuno). Si bien sus hijos no se habían distinguido de forma especial durante el servicio de armas en la remota provincia occidental, tampoco habían sido arrestados, destituidos, licenciados, decapitados o ahorcados. Hacía ya mucho tiempo que a Di lo asaltara la visión de sí mismo en el tribunal dictando sentencia contra sus propios hijos.
Continuó su marcha a paso rápido a través del mercado y presenció algunas escenas interesantes, entre ellas la de un matrimonio que había llevado los ritos un paso más allá. La esposa llevaba la túnica, la capa y el gorro del marido y éste, con el rostro embadurnado de maquillaje, lucía un vestido de mujer, floreado y profusamente recamado. Cuatro pelos de barba rala que colgaban del mentón del hombre contribuían a dar un ridículo toque final al conjunto. La pareja disfrutaba sin reservas ante las miradas, las risas y los comentarios de la gente que la rodeaba. Di dobló la esquina de la calle secundaria que conducía a su despacho. Tal vez su esposa tenía razón. Tal vez era verdad que era un soso sin sentido del humor.
Al término de una jornada larga y olvidable durante la cual había intervenido en los detalles sin importancia de la vida de una decena de personas, Di volvió sus pensamientos hacia la velada que le esperaba. Su casa, sin duda, se encontraría en estado caótico. Seguramente, junto con la cena le sería servida una larga lista de quejas y protestas. Ya notaba los rugidos y gorgoteos de las tripas. Aunque estaba dispuesto a conceder, a regañadientes y sin mucho convencimiento, que el gran «experimento» social del monje tal vez fuera una diversión relativamente inocua, no tenía el menor deseo de seguir presenciándolo. Una cosa era segura: de aquello no iban a surgir revelaciones profundas ni grandes visiones espirituales.
Por otra parte, tampoco era probable que produjera efectos nocivos duraderos en la sociedad. Ante todo, se trataba de un escarnio, dirigido principalmente a los funcionarios confucianos de más edad y más conservadores. Para algunos de ellos, era más que una burla. Algunos de los funcionarios más ancianos que Di había encontrado durante el día (y, en especial, cierto magistrado superior) estaban convencidos de que aquello era el final del orden y de la razón y creían firmemente que el mundo se deslizaba sin remedio hacia el caos y la confusión. Di observó los ojos llorosos y preocupados del anciano magistrado y su expresión de dignidad ofendida y se preguntó si él no había ofrecido el mismo aspecto aquella mañana frente a su esposa.
El hombre le había asegurado que no pensaba regresar a su casa esa noche. No tenía la menor intención de ver a los criados sentados a la mesa principal, comiendo en sus platos y bebiendo de sus copas, y a sus hijas escanciándoles el vino y cambiándoles los platos.
Por lo tanto, había añadido su anciano colega, durante los días siguientes pensaba retirarse a una pequeña posada muy agradable que ya conocía, donde podría comer y descansar tranquilo. Su familia no volvería a verlo hasta que toda aquella bufonada infernal hubiese terminado. «No estoy dispuesto a alentarla o a ennoblecerla prestándole un ápice más de atención», había declarado con firmeza.
A Di le había parecido una idea excelente. Recordó un pequeño albergue delicioso con una vista sobre uno de los muchos parques de la ciudad. Qué agradable sería cenar allí y retirarse temprano, sin más discursos, discusiones o altercados. Qué pacífico y civilizado. Un respiro semejante no haría sino dar nuevas fuerzas a su actitud paciente y controlada, se dijo mientras salía del despacho.
Al llegar al local, comprobó con satisfacción que todo estaba como esperaba. Allí reinaba el orden y la tranquilidad. El dueño le dio la bienvenida y le sirvió una cena excelente en la galería al aire libre con la panorámica del parque cuidado y apacible, vestido con los colores del otoño, a sus pies. Allí podía estar todo el tiempo que quisiera sin que nadie lo molestara, sin tener que aguantar conversaciones, bajo la luz de la tarde que se desvanecía lentamente.
Recordó su estancia en Luoyang, donde había vivido sin su familia. Allí había tenido toda la soledad que podía desear, pero los recuerdos no eran de paz y recogimiento, sino de un aislamiento incómodo, de encierro, de una soledad que, sinceramente, esperaba no tener que experimentar nunca más. Había habido momentos, casi siempre en una calle concurrida o en una sala del tribunal llena de gente, en que había añorado profundamente a su familia. Y, para su sorpresa, no era la comida y la mesa lo que echaba de menos, ni las visiones de una intimidad cálida y acogedora, sino la sensación confortable y familiar, como los zapatos gastados que uno se calza sin el menor esfuerzo, de las discusiones y recriminaciones de costumbre. Recordó haber pensado que era allí donde había que buscar el verdadero desahogo: a salvo en el interior del pequeño reino de uno, recluido en los confines de sus disputas internas absolutamente predecibles. Y desde luego, ahora que su anciana madre residía con él, no andaban cortos de discusiones y riñas.
Hasta hacía poco, su madre viuda siempre se había negado a vivir con Di y con sus esposas. Había preferido quedarse en Ch’ang-an con la familia de la hermana de su difunto marido, mucho más joven que éste. Nada la haría abandonar la ciudad en la que había nacido, crecido y criado a sus hijos. Allí estaba enterrado su marido y allí moriría ella, decía, y yacería junto a su noble esposo bajo una estela sólida y firme. Así pues, cuando Di se trasladó a Yangchou, ella se negó a dejar Ch’ang-an pese a los deseos de su hijo. Además, decía siempre la madre, era evidente que «aquella mujer» —así se refería a la esposa principal de su hijo— no la quería en su casa. La casa era de él, replicaba Di cuando la oía, y procuraba exhibir su autoridad patriarcal. Una actitud débil e ineficaz que la anciana desechaba con un gesto de su mano huesuda. ¡Bah!, decía, los hombres no llevan la casa. No es su terreno. Y Di nunca sabía qué replicar a eso.
Sin embargo, tras la reciente e inesperada muerte de la hermana de su marido, la mujer, una anciana de ochenta y siete años terca y entrometida, había consentido finalmente en ir a vivir con Di y sus esposas y la pequeña que habían adoptado, ahora que se habían instalado en Ch’ang-an. Por suerte, la casa era grande y, gracias a ello, la atmósfera tensa que a menudo reinaba en ella tenía, por lo menos, espacio para diluirse.
Di estaba seguro de que aquella noche no escasearían las disputas entre los miembros de la familia. Pero, en esta ocasión, no sentía necesidad de asistir a ellas. El magistrado consideró este desinterés como un signo saludable.
Sólo podía significar que la inquietud que se había apoderado de él en Luoyang lo abandonaba y le devolvía la libertad de desear y buscar la soledad. Apenas había caído el crepúsculo, pero ya notaba que el sueño se adueñaba de él. Se puso en pie y se desperezó, anhelando el lujo de un descanso largo y profundo, sin sueños.
Hacía una buena mañana y Di se sentía lleno de un bienestar como no había experimentado en años. Le había producido un placer infinito despertar en la pequeña habitación del albergue y contemplar la inhabitual configuración de ramas enmarcada por la ventana.
Cuando salió a la calle tras un excelente desayuno, se permitió un leve sentimiento de benévola superioridad hacia la gente que encontraba a su paso. Sin duda, la noche anterior había habido gritos y voces airadas en muchas casas de la ciudad y él se regocijaba por lo listo que había sido permaneciendo al margen. Cuando volviera a casa aquella tarde, lo haría con ánimo alegre y tolerante.
Pasó ante un tenderete de melocotones, maduros y de magnífico aspecto; cediendo a un impulso, se detuvo a comprar unos cuantos al tiempo que se imaginaba ofreciéndolos a sus mujeres: esposas, madre e hija adoptiva.
Mientras depositaba las monedas en la mano del vendedor, pensó por un instante en el concepto abstracto de familia: gente que podía no tener nada en común, que podía llevarse mal incluso, pero que quedaba unida de modo inextricable por vínculos de sangre, de linaje o de matrimonio, y obligada a compartir el espacio bajo un mismo techo. Como el magistrado no llevaba cesto y la fruta no cabía en su faltriquera, el vendedor envolvió los melocotones con un retal de tela de buen tamaño.
No había llegado a la mitad de la escalinata que conducía a su despacho cuando, en el rellano de arriba, asomó la figura de uno de sus magistrados ayudantes. La expresión del hombre borró al instante de la cabeza de Di todos los pensamientos sobre familia, melocotones, esposas, mañanas agradables y ramas enmarcadas en una ventana bañada por la luz del sol. El magistrado se detuvo y el ayudante corrió peldaños abajo.
—¿Dónde estaba usted, señor? —preguntó el ayudante, sofocado. Sus siguientes palabras salieron atropelladamente de su boca mientras tomaba del brazo a Di y tiraba de él, instándolo a descender—. Llevamos buscándolo desde el alba. Su familia tampoco sabía su paradero. No hemos tocado nada. Hemos prohibido el acceso a la casa y al resto de la finca. Empezábamos a temer que usted también hubiera muerto. Sus esposas están convencidas de ello.
Di se detuvo y agarró al hombre por el brazo con gesto áspero.
—¿Ha sucedido algo en mi casa? —preguntó.
—No, no, no —respondió el ayudante—. Perdonadme. En vuestra casa no ha sucedido nada. Ha sido en otra casa, en una elegante mansión de los barrios del norte.
—¿Qué? —quiso saber Di—. ¿Qué ha sucedido?
El magistrado ayudante sacudió la cabeza como si no diera crédito a la palabra que se disponía a pronunciar.
—Un asesinato —dijo por fin.
—¿Un asesinato? —Di casi se sintió aliviado y soltó el brazo del hombre. Un asesinato no tenía nada de extraordinario. Por un instante, se preguntó si aquel ayudante suyo no sería, sencillamente, un novato inexperto.
—Pero no se trata de un… de un asesinato corriente —dijo entonces su subordinado. Di lo miró, esperando que añadiera algo más, pero el ayudante parecía absolutamente incapaz de encontrar las palabras adecuadas—. Tiene usted que verlo con sus propios ojos. Hay un carruaje que le espera en la salida de atrás.
El hombre señaló tímidamente una puerta al pie de la escalinata y descendió unos peldaños más, con Di pegado a sus talones. Entonces, se volvió y dijo:
—Una familia. Una familia entera.