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Año 675, finales de invierno

Luoyang

El caldero de sopa hirviendo fue transportado sobre un sólido brasero de hierro alimentado con carbón, instalado sobre un resistente carrito. De la superficie oscura, aceitosa y enturbiada del caldo se alzaba un vapor denso que difundía los aromas del jengibre y del ajo, de la cebolla tierna, del puerro, de la alubia y de la seta. Lai Chun-chen, responsable de la Policía Secreta de la emperatriz, aspiró la fragancia profundamente e invitó a su primer ayudante, el subdirector Chou Hsing, a imitarle. El director Lai dedicó una sonrisa obsequiosa e imprecisa a su colega.

—¡Deliciosa! —Las aletas de la nariz de Lai vibraban complacidas ante aquellos aromas que abrían el apetito—. Absolutamente deliciosa. ¿No le parece a usted, maese Chou?

—Sí —respondió Chou Hsing sin mucha convicción, al tiempo que sorbía el aire con gesto indiferente—. Sí. Una combinación excelente. ¿Pero por qué tanto caldo en un caldero tan grande?

—Porque mis cocineros todavía no han terminado de aderezar la sopa —respondió Lai con parecida indiferencia.

Chou Hsing echó una mirada a los dos hombres altos y corpulentos que habían traído el carrito con el caldero y que en aquel instante permanecían en silencio, impávidos, entre el vapor que se alzaba de su agitada superficie. Su aspecto no era en absoluto el de dos cocineros.

—Comprendo, director Lai —mintió Chou—. ¿Pero a qué viene un recipiente tan enorme? —insistió, picado por la curiosidad.

—Porque se necesita espacio para el ingrediente final.

—¿Y ese ingrediente es…?

—Sí —respondió Lai a su colega—. Falta la carne.

—¿Y qué clase de carne va a añadirle? ¿Tocino? ¿Un cerdo entero, quizás? —El subdirector Chou dejó sobre la mesa sus palillos de palisandro y nácar y enseñó los dientes en un ensayo de sonrisa que anunciaba la inminencia de una carcajada.

Lai Chun-chen no dijo nada; se limitó a ladear la cabeza con aire inquisitivo mientras observaba a su colega como si apreciara lo inadecuado de su vestimenta. Tras un silencio largo e incómodo en el que la sonrisa de Chou se difuminó hasta convertirse en una tenue sombra, el director Lai murmuró:

—¡Qué presuntuosidad por mi parte, maese Chou! Es cierto que no lo sabe, ¿verdad?

Chou Hsing se encogió de hombros. Para entonces, ya se le había borrado por completo la sonrisa y empezaba a sentir una inquietud indefinible.

—Me invita usted a cenar para celebrar nuestros respectivos ascensos y luego me exige que adivine los ingredientes de cada plato —respondió Chou Hsing—. Desde luego, hace usted que me gane a pulso cada bocado, señor director —añadió en un intento de mantener el tono ligero de la conversación. Sin embargo, el esfuerzo había empezado a fatigarle y, tras estas palabras, los dos permanecieron sentados en silencio. El único sonido de la estancia procedía del caldero. Al cabo de un rato, murmuró—: Lo siento, pero no se me ocurre…

Su superior bajó la mirada un momento y luego lo miró con una gran sonrisa.

—El ingrediente que falta en la sopa es usted, maese Chou —anunció Lai Chun-chen con rotundidad.

—¿Yo…? —Chou lanzó una breve mirada al caldero y volvió a fijarla en su jefe—. Eso tiene mucha gracia, se lo aseguro —murmuró.

Pero en aquel mismo instante advirtió en los ojos de Lai un pestañeo, como una señal, en dirección a los dos cuidadores del caldero. Estos, de inmediato, avanzaron silenciosamente desplazando jirones de vapor a su paso.

—No bromeo, maese Chou —declaró Lai con un gesto de sinceridad—. A decir verdad, pocas veces he hablado más en serio. —Hizo una pausa y dirigió una mirada cargada de intención a su interlocutor—. Pero quiero que me conteste a una pregunta…

—¡Esto es ridículo! —protestó Chou Hsing. Se esforzó por recuperar un tono de dignidad ofendida, pero no pudo borrar el temblor de su voz—. ¡Ridículo! —repitió, tratando de dar énfasis a la exclamación.

—¿Tuvo usted tratos con el líder rebelde Li Ching-yeh, antes de la Rebelión de los Letrados? —preguntó Lai—. Con ese hombre cuyo cráneo ha adornado las verjas del monasterio del Caballo Blanco durante los últimos cuatro años, junto a los de sus camaradas.

Chou Hsing abrió unos ojos como platos, sin dar crédito a lo que oía.

—Muy superficiales. Sólo tuve una entrevista con él. ¿A qué viene todo esto?

Lai Chun-chen indicó a los dos hombres que se acercaran a la mesa y tomaran posiciones detrás del enclenque subdirector de la policía secreta de la emperatriz.

—No le creo —declaró, en tono todavía amistoso—. Su relación era más que superficial. ¿Cuántas veces? —insistió, como si se interesara por la salud de su interlocutor.

—Sólo una, se lo repito. Ese hombre era un primo lejano de la familia del difunto emperador… No sé nada más —balbució el hombrecillo con indignación, alzando un poco la voz—. Un primo lejano. Alguien sin importancia.

—Tampoco nosotros somos importantes, maese Chou. No lo somos hasta que nos rebelamos contra el legítimo gobierno imperial de la emperatriz. Pero sigo sin creerle.

—¡Hágalo, pues! ¡Créame! —exclamó el subdirector al tiempo que retiraba su asiento de la mesa.

—Lo lamento, maese Chou. No sé por qué no doy crédito a sus palabras, pero así es. —El tono de Lai era de auténtico pesar. Movió la cabeza con abatimiento y continuó—: Y, por desgracia, no me quedan energías para seguir preguntando. Ya hemos interrogado a demasiadas familias aristocráticas cuyos miembros, dotados de una excelente educación, han ocupado con desidia los cargos superiores de la burocracia del estado. Y ya no puedo continuar con este juego.

Lai Chun-chen bajó la mirada a sus manos y exhaló un suspiro de exasperación; después, contempló de nuevo a su colega, que permanecía sentado con ademán desconsolado.

—¡Desnudadlo! —ordenó Lai a los dos «cocineros», con tono brusco e imperioso.

Uno de ellos puso las manos sobre los hombros de Chou Hsing. El hombrecillo se encogió al contacto con ellas. Pálido de miedo y de incredulidad, intentó levantarse de la silla, pero las poderosas manazas lo obligaron a sentarse de nuevo.

—¡Yo…! ¡Yo no sé nada de todo esto…! Yo… —Su respiración era tan acelerada que casi no podía hablar. El más corpulento de los dos ayudantes, el que le había impedido levantarse, agarró el jubón del subdirector y lo rasgó por la abertura de la cabeza.

—¡Basta de esta locura! ¡El padre del rebelde me… me hizo un favor hace muchos años…, eso es todo! —exclamó Chou Hsing con un jadeo desgarrado.

Lai Chun-chen no se mostró impresionado con las palabras de su colega. Tampoco hizo el menor ademán para detener a los dos ayudantes.

El hombrecillo intentó quitárselos de encima, pero agitar sus débiles brazos era inútil frente a la tremenda fuerza de los hombres. El primero continuó tirando del jubón, que sólo se sostenía ya por una costura medio desgarrada de un brazo. El otro rasgó la larga túnica de Chou desde el cuello hasta el dobladillo de los pies mientras el subdirector pugnaba por levantarse. El que se ocupaba del jubón, después de arrancarlo, deslizó los brazos bajo las axilas del hombrecillo, entrelazó los dedos de sus manazas tras la nuca y empujó, forzando la cabeza de Chou hacia abajo hasta que la barbilla tocó el pecho. El otro bajó a tirones la ropa interior de fina seda hasta los tobillos de Chou y le inmovilizó las piernas pese a su resistencia. Por último, entre los dos, levantaron del suelo al subdirector.

—Su padre me ayudó antes de mi nombramiento en la policía secreta de su majestad imperial —gimió Chou Hsing. Desnudo, con la respiración entrecortada, su pecho se alzaba y se hundía violentamente con el esfuerzo.

—Por eso… por eso… —jadeó. Los dos hombres lo levantaron hasta unos palmos de la sopa hirviente. Una sandalia de cuero, rota, colgaba del dedo gordo de su pie derecho.

—«Por eso… por eso…», ¿qué intentas decirme? —preguntó Lai.

—Que intenté… que intenté… —Pero la boca seca de Chou fue incapaz de articular las palabras. Se humedeció los labios y probó de nuevo—: Que por eso intenté ayudar a su hijo… un poco…

Los dos hombres izaron al subdirector hasta dejarlo suspendido directamente encima del caldero, con el vapor ardiente mojando su espalda huesuda.

Chou volvió la cabeza hacia Lai Chun-chen, que seguía sentado a la mesa plácidamente.

—¡Sólo quería devolverle el favor, eso es todo! Envié unos agentes para ofrecerle una vía de escape antes de que las tropas imperiales cayeran sobre ellos. ¡Pero sólo a Ei Ching-yeh! ¡A los demás, no! El exilio. No volvería a tener poder nunca más. Sólo salvaría la vida. ¡No soy ningún traidor!

—¿Eso es todo? —preguntó Lai con toda calma.

—¡Sí, sí, es la verdad! ¡Le juro que es toda la verdad!

—Bien, ahora le creo. —La voz del director había recuperado su tono amistoso—. No es usted un traidor, maese Chou. Alabo su esfuerzo por devolver un favor. —Hizo una seña con la cabeza a los dos ayudantes—. Dejadlo en el suelo.

Chou Hsing resopló profundamente mientras era depositado sin miramientos sobre sus pies. Allí se quedó, con las piernas temblorosas, mojado, desnudo y humillado.

—¿Ha visto qué sencillo era el interrogatorio? Ni amenazas de torturas lentas, ni la aplicación real de tales torturas, cuyo dolor nubla las mentes. Al contrario, tal como usted mismo apuntaba en su primer tratado sobre la tortura y la extracción de información, la técnica más sencilla: ¡la certeza de la inminencia de una muerte brutal y terriblemente dolorosa! —Lai enarcó las cejas con una expresión radiante y triunfal—. Sólo estaba comprobando la eficacia de esa técnica.

El subdirector seguía inmóvil ante él, tembloroso y abrumado, agarrado a la colcha que los ayudantes le habían echado sobre los hombros. Lai levantó su copa y brindó en dirección a Chou Hsing.

—Vamos, brinde conmigo por nuestro ascenso a la Junta de Castigos e Investigaciones que ha creado recientemente la Censura. —Bajó la copa. No obtuvo respuesta de Chou Hsing; el hombrecillo no reaccionó. Lai continuó hablando sin inmutarse, en tono amistoso y algo irónico, como si todo aquello hubiera sido una gran broma—. ¡Vamos, vamos, maese Chou! Vivimos una buena época y hay mucho de lo que estar agradecido. Bajo la administración del Primer Secretario, el historiador Shu Ching-tsung, y del consejero espiritual de nuestra emperatriz, el gran lama Hsueh Huai-i, nos espera una nueva era en la eficacia del gobierno. No volveremos a sufrir la pérdida de energías, inútil y frívola, de nuevos episodios como la Rebelión de los Letrados, ¿verdad? Será mucho más fácil detectar y perseguir a los enemigos del estado antes de que se conviertan en una molestia. ¡Las urnas! Es una bendición poder formar parte tan esencial de este instrumento para la estabilidad y el bienestar del reino. ¿No nota usted, también, la vibración de esa Nueva Era que nuestra emperatriz proclama que corre por sus venas?

Lai dedicó una nueva sonrisa a su subordinado.

Aún plantado en mitad de la sala, con su cuerpo enclenque envuelto en la colcha, Chou Hsing movió por fin la cabeza y taladró a Lai con una fría mirada de odio.

—¡Está bien, está bien! ¡Ya es suficiente! —continuó Lai—. Vuelva a la mesa y tome asiento, maese Chou.

Chou Hsing continuó temblando de pura rabia.

—Debe de estar usted hambriento —le dijo el anfitrión, tras emitir un chasquido con los labios—. Ni siquiera hemos probado la sopa.

Mal nacido, masculló el subdirector para sí. Después, volvió a la mesa y tomó asiento, pues realmente estaba hambriento.

Wu-chi dejó el pincel, se frotó los ojos y, bajo la suave luz crepuscular releyó la carta que se proponía despachar a Ch’ang-an al día siguiente. El consejero no utilizaba nunca el correo estatal para sus misivas, sino que las confiaba exclusivamente a monjes mendicantes y peregrinos de paso que le presentaba el abad Liao.

… ¿Es que ahora el yin es yang y el yang es yin? No lo sé. Pero sí estoy seguro de que el mal está infiltrándose en las capas superiores de nuestra sociedad como el aceite en el agua.

Sé que esto no es nuevo para ti, amigo mío, pero desde que tomaste la sabia decisión de abandonar la «Ciudad de la Transformación», hace casi cuatro años, la situación ha empeorado sin cesar.

Apenas queda un rincón donde uno pueda encontrar la paz. Ni siquiera en este bastión tranquilo y tolerado del verdadero budismo. Hasta ahora, mi buen abad ha conseguido mantenerse al margen de la Nube Blanca, pero con gran esfuerzo. Cada mes, un emisario de un monasterio cercano que se ha sumado a la secta con entusiasmo acude a cobrar un oneroso diezmo por el privilegio de «ocupar» la tierra en la que ha estado desde hace siglos el Loto Puro.

Delincuentes, amigo mío. Hay delincuentes por todas partes. Ocupan los cargos superiores del gobierno del imperio. Hombres poseídos de astucia animal y de ingenio brutal…

Wu-chi levantó la vista un momento. Ya no podía leer ni escribir sin descansar los ojos cada pocos minutos. Supongo que es porque han visto demasiadas cosas en más de ochenta años de vida, se dijo. Sencillamente, los había gastado. Los cerró un instante, apretando los párpados con fuerza, antes de volver a concentrarse en el escrito.

Los nuevos responsables de nuestros destinos son Lai Chun-chen y Chou Hsing, dos bandidos de baja estofa que en una época dirigieron la policía secreta de la emperatriz. Merced a la mediación de los sobrinos de la emperatriz en la Censura (a los que creo que tuviste el placer de conocer) y, por supuesto, del lama Hsueh, esos dos individuos son ahora los arquitectos jefes de una Junta de Castigos e Investigaciones recién reorganizada que forma parte de la instancia superior de la Censura. Parece que la razón y la piedad son las primeras víctimas de este «órgano de gobierno del estado santificado».

Continuaré la carta esta noche. Para entonces, según me ha dicho mi buen abad, habré tenido el privilegio de ver con mis propios ojos cansados una de esas benditas urnas de las que tanto hemos oído hablar últimamente y podré contarte lo sucedido sin ahorrar detalle…

Unos ojos muy cansados, realmente, se dijo Wu-chi al escuchar los pasos del abad Liao en la escalera, con la colación vespertina que los dos habían compartido cada noche desde hacía ya casi veinte años. Dejó a un lado pincel y tintas e hizo todo lo posible para animar el semblante, por consideración a su amigo.

Wu-chi contempló impasible la escena que se desarrollaba ante él. Al parecer, ni siquiera aquel monasterio era inmune. Para alegría de la cincuentena larga de chiquillos sucios de mirada cándida que se había reunido en el patio del monasterio para recibir la primera comida del día, escasa pero compasiva, una de las urnas de la emperatriz estaba siendo instalada ante las verjas de la entrada principal, en el exterior. No era una simple urna, le había comentado el abad Liao con abatida ironía y vacilante ecuanimidad, sino un «Receptáculo de la Verdad». Éste era el nombre que recibían.

Las urnas estaban siendo distribuidas por los puntos neurálgicos del reino, donde quedaban instaladas con el propósito de reunir información. Cada persona se había convertido en una posible fuente, en un posible informador o enemigo del estado.

Uno no solamente podía informar de los amigos, parientes o vecinos, sino que tenía la obligación de dar noticia también de otros fenómenos.

El mundo natural del cielo y la tierra ya no era la interacción básica del yin y el yang; no había sucesos fortuitos. Todo debía ser interpretado según su importancia como un presagio que señalaba el Destino Divino de Wu de gobernar en la Era de Maitreya. El pueblo debía estar alerta ante sucesos como el descubrimiento de rocas con extrañas inscripciones en los ríos, el avistamiento de bandadas de aves en formaciones que recordaran ideogramas, condiciones climáticas inusuales, arcos iris cargados de presagios, lunas con halos sobrenaturales o incluso nabos cuya forma recordaba al Divino. Un hecho o una cosa se consideraba un presagio, evidente o disimulado, si confirmaba las conclusiones aprobadas oficialmente.

A mí también se me ocurren unos cuantos presagios, pensó Wu-chi mientras escuchaba los jadeos de los hombres que levantaban la pesada urna de bronce para instalarla en su peana. Sí, señor, unos cuantos.

Con unas palmadas, el abad Liao aquietó a la tropa de chiquillos que conduciría al refectorio del monasterio, donde se distribuiría la comida diaria de pastelillos de arroz y caldo de verduras que aliviaría el vacío de sus estómagos. Wu-chi acompañó al abad y a los niños al interior y dejó a los obreros en pleno trabajo.

—La misericordia es una virtud extenuante —comentó el abad al viejo consejero con voz fatigada cuando entraban en el comedor. Wu-chi le dirigió una sonrisa. Sabía cuánto le afectaba a su amigo y protector pensar en los pobres y desamparados de Luoyang en aquella época del año.

Más tarde, cuando los niños se hubieron marchado y los obreros terminaron de instalarla, Wu-chi y Liao examinaron la urna de bronce. El viejo abad tiritaba bajo el manto que cubría sus hombros.

—Ahora, todos somos delincuentes del estado —dijo Wu-chi mientras contemplaba el recipiente. Parecía inofensivo e incluso vulnerable, solitario al lado del camino sobre su pequeña peana de mortero; no evocaba en absoluto la espada afilada y penetrante del gobierno cada vez más brutal que en realidad representaba.

La boca de la urna estaba dividida en cuatro compartimientos, con sus correspondientes inscripciones. Una de las aberturas era para recibir informes conocidos como «autorrecomendaciones», una segunda era para «críticas al gobierno» y otra para «agravios e injusticias». En la cuarta abertura, la de mayor tamaño, la inscripción indicaba «calamidades, tramas secretas, planes y presagios».

—Una mezcla interesante, ¿verdad? —comentó por último Wu-chi, dando unas palmaditas en el borde de la ranura más grande—. Planes, calamidades y presagios. Es evidente que el gobierno, si podemos calificarlo de tal, no ve ninguna diferencia entre interpretar conspiraciones contra él y leer presagios llovidos del cielo.

Wu-chi recordaba a Lai Chun-chen y a Chou Hsing de sus tiempos en la policía secreta. Eran hombres toscos y brutales cuya única característica identificadora era su gris vulgaridad. La crueldad hacía su nido casi siempre en corazones vulgares y mediocres.

Pero Lai y Chou, pese a toda su banalidad, eran claramente hombres de acción y de ideas. Así se lo había comentado el abad a su amigo apenas hacía unos días. Eran autores de un volumen concluido hacía muy poco y que había recibido grandes elogios, titulado La Ciencia de los Procesos: el Instrumento de Indagación, un manual claro y conciso de métodos de tortura y de obtención de confesiones forzadas. La obra, basada en la larga experiencia personal de ambos como jefes de la policía secreta de la emperatriz, estaba repleta de títulos irónicos y poéticos para las técnicas que detallaba en sus páginas; así, el «Estertor del cerdo moribundo», el «Detener todos los pulsos» y la «Súplica por la ruina de la familia». El tema central de aquel tratado, una innovación radical responsable de la fama de los autores y de la adulación que en aquellos momentos recibían, era un método nuevo y experimental: la provocación del agotamiento nervioso de la víctima.

Con esta técnica, el torturado no tenía una sola marca en su cuerpo y, sin embargo, lo confesaba todo rápidamente. Lai y Chou habían descubierto que la perspectiva de sufrir un dolor terrible era mucho más eficaz que el propio dolor. Era eficaz y limpia. Y las urnas también habían sido idea de ellos.

Wu-chi descubrió que las urnas tenían otro propósito, además de «informar» a Wu y de proporcionar presagios. También ofrecían a la emperatriz y a sus secuaces una manera de encontrar muchos hombres útiles. Éstos ofrecían sus servicios a través del conveniente medio de las urnas.

La emperatriz empezó por otorgar empleos y nombramientos a los que le caían bien, a Shu o al «lama». Hsueh Huai-i. La mayoría de esos atrevidos personajes resultó ser, por supuesto, un puñado de mentirosos y delincuentes. No tardó mucho en correr la noticia de que si uno tenía el valor y la audacia de presentarse y conseguía impresionarla, la emperatriz le concedería un empleo prestigioso. Al poco, la corte estaba envuelta en un vapor ponzoñoso de informaciones y contrainformaciones en competencia.

La mayor parte de la información de Wu-chi procedía de uno de sus cada vez más escasos contactos en la corte. A través de él había sabido de un caso especialmente desagradable de intento de autopromoción y de sus terribles consecuencias. Aunque aquel suceso en particular les parecía espantoso y casi increíble al anciano consejero y al abad, no era sino un ejemplo de tantos. Según la información, el Tribunal Supremo de la Censura había puesto en práctica recientemente un mecanismo singular inventado por Lai y Chou con el propósito de estimular las delaciones anónimas: quienes decidieran formular denuncias que podían dar lugar a condenas, podrían también declarar ante el tribunal anónimamente.

En concreto, según había contado a los dos monjes, mudos de perplejidad, un anciano escribiente ya retirado que había visitado el monasterio unos días antes, el «acusador» o «informador» podía ser conducido ante el tribunal oculto en una caja que se desplazaba sobre ruedas. Mientras los «magistrados» le interrogaban, el informador podía observarlos a través de unas estrechas rendijas abiertas en la caja sin ser visto ni identificado por nadie. Pero el auténtico golpe de genialidad era la extraordinaria «Voz del Búho Atronador».

La caja era invención de Lai y de Chou, pero rumores fidedignos (los tres hombres habían sonreído ante tal denominación) mantenían que el inventor de la «Voz» no era otro que el temible tibetano, el lama Hsueh Huai-i.

La Voz del Búho Atronador, había continuado el visitante, era un complicado artilugio mediante el cual un informante oculto en la caja podía disimular la voz no sólo frente a aquellos contra los que declaraba, sino también frente a los miembros del tribunal. Al fin y al cabo, siempre cabía la posibilidad de que el acusador señalara con su dedo a alguno de sus componentes.

Según el visitante, la Voz era un invento sumamente ingenioso. Consistía en una serie de tubos aflautados con lengüetas y de estrechas bocinas de bambú, todo ello contenido dentro de una protuberancia —cuyo aspecto recordaba la cabeza picuda del Dios Búho— en el exterior de la caja rodante. Quienes rodeaban ésta alcanzaban a entender las palabras que pronunciaba el acusador/delator oculto en su interior, pero la voz que emanaba del pico resultaba tan apagada y distorsionada, tan envuelta en zumbidos y murmullos, que resultaba totalmente irreconocible. Y, mediante la manipulación de los tubos aflautados desde el interior de la caja, también se podía levantar o bajar el volumen de la voz.

El caso que explicó el viejo amanuense a sus anfitriones del monasterio era el de un candidato a informador especialmente odioso que, al parecer, creyó que podría conseguir un ascenso en el corrupto escalafón del nuevo Tribunal Supremo de la Censura mediante la delación de un traidor. El error del denunciante fue sobreestimar el grado de depravación que sus superiores estaban dispuestos a tolerar.

El informante fue conducido ante el tribunal en la caja equipada con el Búho Atronador, a través del cual expuso a los jueces, con la voz distorsionada, que su padre había sido un funcionario de alto nivel de uno de los muchos departamentos del Secretariado. En su calidad de funcionario confuciano, el padre se había opuesto a que la emperatriz dirigiera el imperio. Desde la posición ventajosa de su alto cargo, el padre del informante proporcionó todo el apoyo moral posible a los funcionarios desafectos y a los líderes de la familia Li que organizaron la abortada Rebelión de los Letrados, aunque sin llegar a unirse a ellos abiertamente.

Y en el momento en que el informador hizo su revelación más extraordinaria, la sala del Tribunal Supremo de la Censura guardó tal silencio que habría podido oírse una baya de arándano rodando sobre las losas de la terraza. El individuo, en efecto, declaró que su propia madre había ocultado a su padre de las autoridades durante años.

Aquello era más de lo que incluso el infame tribunal de Lai y Chou podía digerir. Así, se comunicó al delator que había incriminado a su propia madre que el tribunal tendría que tomarse cierto tiempo de deliberación hasta alcanzar una decisión y que, mientras tanto, el individuo permanecería en su escondite. A continuación, la caja y su miserable ocupante fueron conducidos al patio exterior y dejados allí. Tras varias semanas de deliberaciones, se pronunció un veredicto de culpabilidad para la madre acusada. Según se decía, los gritos y súplicas del hombre de la caja, distorsionados por la Voz del Búho Atronador, se prolongaron durante diez días. En otra sentencia, posterior a la muerte del denunciante, éste fue declarado culpable de transgredir los límites del respeto filial. Ambos veredictos quedaron anotados en los registros del tribunal. Así funcionaban los nuevos órganos judiciales de la emperatriz Wu.

—Y sin duda —había añadido el viejo amanuense a modo de conclusión—, vuestras mercedes estarán al corriente de lo que ha sido de nuestras misericordiosas y moderadas leyes T’ang relativas a la pena capital. Ahora, bajo las directrices de Lai, los fiscales de circuito de todo el imperio pueden ejecutar a un preso en el acto, sin juicio previo y sin necesidad de sentencia. Así es también la nueva justicia de Wu.

El abad y Wu-chi llevaban ya un buen rato contemplando la urna cuando el primero comentó que estaba bajando la temperatura y que dos ancianos como ellos no deberían quedarse al relente tanto tiempo. Wu-chi despertó de sus aturdidos pensamientos y estaba a punto de replicar que era muy capaz de cuidar de sí mismo cuando comprobó que, en efecto, ya era casi de noche y recordó que todavía le quedaba por terminar la carta.

Wu-chi tomó del brazo al abad Liao y, juntos, emprendieron el regreso hacia el monasterio. El abad lo hizo hablando sobre la cena deliciosa que el cocinero había preparado para aquella noche, con uno de los platos favoritos de Wu-chi; éste, por su parte, meditaba cómo terminar la carta a Di. Finalmente, decidió repetir minuciosamente la historia que les acababa de contar el amanuense; era un relato espeluznante y horroroso, pero no carente de cierta justicia poética que con seguridad su buen amigo el magistrado sabría apreciar.