Año 671, primavera
Luoyang
Debo prestar atención a las voces, se dijo Wu en un susurro. Sí, debía aprender a escucharlas. Tenía que confiar en su facultadle oírlas. Cerró los ojos y se dijo que debía prestar atención a lo que le contaba Hsueh Huai-i.
Éste le había susurrado solemnemente que, al principio, habría muy poca diferencia entre el sonido de sus propios pensamientos y el del espíritu de Buda que ahora moraba en ella. Hsueh fue muy claro al respecto. En algún momento —ella sabría cuándo— dejaría de ser un misterio; las dos voces que pugnaban por hacerse oír en su cabeza se harían tan diferentes y reconocibles como el retumbar grave de un tambor y el tañido nítido y perfecto de una campana de bronce. En ese momento, desaparecería toda confusión. El ruido de la codicia y el egoísmo —la voz de sus propios deseos rastreros, mundanos y corruptos— continuaría martilleando en su cabeza, pero habría otra, que sonaría muy lejana, como el eco de la campana de un templo tras las montañas envueltas en la bruma. Empezaría pequeña y débil, aguda, casi inaudible, hasta que su pureza cristalina se abriera paso entre el estruendo de las cascadas y de los rápidos caudalosos, entre los murmullos de las ramas de los pinos y entre los ecos solitarios de los vientos aullantes que azotaban los picos lejanos. La campana del templo, nítida y pura: ping… ping… ping…
El tibetano imitó aquel sonido característico con tal perfección —elevando la voz hasta que adquirió un auténtico tono metálico y acompañando cada «tañido» con un sonido grave en lo más hondo de la garganta que recordaba la resonancia decreciente de la campana— que Wu casi se convenció de que, realmente, había una campana en la estancia.
Fue en aquel preciso instante cuando tuvo la certeza de escuchar aquella voz. Estaba allí, detrás de todo lo demás, serena, clara, solitaria y persistente como la campana del monasterio de Hsueh. ¡Allí la tenía! Y a través de ella hablaba el Verdadero Espíritu del Budismo. Con el tiempo, aquella voz pura le indicaría claramente todo lo que tenía que hacer. Pero tenía que darle tiempo, y no disponía de él: los rebeldes habían empezado a organizar su sublevación desde la ciudad de Yangchou, en el canal. Una sublevación poco importante, pero que despertó su ira y le hizo recordar los comentarios de su madre acerca de los parientes molestos. Pero en esta ocasión la molestia procedía de la parentela de otro (de su difunto esposo, para ser precisa).
Quinientos funcionarios destituidos, la mayoría por debajo del sexto nivel, se unieron a los príncipes menores de la familia imperial Li en su exilio. Los príncipes consiguieron organizar un ejército de cien mil hombres, pero éste todavía no había salido de la poblada confluencia del Gran Canal con la boca del Yangtse para marchar hacia el norte. Las primeras observaciones de sus espías decían que el liderazgo del movimiento ya estaba tambaleándose y las disensiones entre los príncipes ya eran manifiestas. Pero esos mismos espías no siempre eran capaces de distinguir a la milicia imperial local de las fuerzas rebeldes. Y lo mismo les sucedía, al parecer, a los ciudadanos corrientes.
Sin embargo, en opinión de Wu, todo aquel asunto —un desafío menor a su autoridad— carecía de importancia. La emperatriz decidió afrontar la crisis —la primera que se producía en el mandato del «emperador». Chui-tsang— con la calma que le producía prestar oído a aquella voz interior. Con paz interior, serenidad de ánimo y gran generosidad, conocería todas las respuestas; todas las incógnitas se harían trasparentes. Entonó su mantra personal y secreto, el que Hsueh le había dado, y su grave murmullo le llenó la cabeza. Y en el mar de ecos vio que la planta nacida de la semilla de la virtud búdica se abría en la flor gloriosa de la acción búdica…
Shu carraspeó y continuó su lectura:
—«… y así, esa mujer ha actuado por malicia y con una intención a la vez astuta y malévola».
—¡No, no, no! —dijo Wu al historiador con un tono lánguido que lo desconcertó—. ¡Empiezas a irritarme de veras, Shu!
La emperatriz entrecerró los ojos con disgusto.
—Lo lamento, mi señora —murmuró Shu—. ¿Os referís a la proclama de Li Ching-yeh, el líder rebelde, que os estoy leyendo textualmente?
—«¿Os referís a la proclama de Li Ching-yeh, el líder rebelde?» —se burló Wu—. No, Shu, es tu dentadura desigual, tu nariz ganchuda, tus ojillos desagradables y tu barbilla temblorosa —continuó ridiculizándolo—. ¡Es tu voz, estúpido!
—¿Mi señora?
—¿Shu?
—No comprendo.
—Claro que no. Porque tú eres incapaz de oír tu propia voz —fue la respuesta de la emperatriz.
—Bien, yo… —empezó a balbucear Shu, pero ella lo cortó.
—¡Ah, Shu! Lo que sucede es que lees la proclama de ese traidor de Yangchou con tal tono de respeto…
—¿A mi señora no le gusta cómo leo? —preguntó el historiador con aire dolido.
—A tu señora no le gusta que le des tanta credibilidad a esa tontería leyéndola con ese tono tan pomposo y oficial —declaró Wu con insistencia.
—En este caso, quizá sería más conveniente para todos si yo…
—¡Bah! —volvió a interrumpirlo ella—. ¡Lees ese… ese… papel como si realmente creyeras lo que dice!
—… si me permitierais dejar aquí la lectura y retirarme a mi casa —continuó Shu—. Hasta que su majestad haya descansado, tal vez, o…
—No, historiador —replicó Wu cansinamente—. No te irás. Seguirás leyendo.
—Entonces, ¿cómo desea mi señora que lo haga?
Wu descargó sendas palmadas sobre la mesa con exasperación.
—¡Ah! ¡No me importa! ¡Vamos, sigue adelante y termina de leer ese despreciable pergamino como te dé la gana! ¡Pero evita darle ese condenado tono de importancia! —añadió con una mirada furiosa.
Shu aguardó hasta estar seguro de que la emperatriz había terminado.
—¿Puedo continuar? —preguntó con cautela.
—Sí, sí, desde luego. Continúa leyendo, Shu. Estoy impaciente por conocer ese… ese «manifiesto» —añadió con una risilla despectiva.
Con un nuevo carraspeo, Shu reemprendió la lectura desde el punto de la hilera vertical de caracteres rojo sangre en que descansaba su dedo:
… esa mujer, Wu, que ha usurpado el trono a base de falsedades, es peligrosa e inflexible por naturaleza. En realidad, procede de una familia de extracción plebeya…
—¡No quiero oír nada más! —Wu se levantó de su asiento, se inclinó y arrancó el documento de las manos de Shu—. Todo esto es absurdo, Shu, pero a juzgar por tu voz, cualquiera diría que compartes esas palabras. —Clavó su mirada en los ojos del historiador y preguntó sarcásticamente—: ¿Las compartes, Shu?
Tras esto, arrojó el manifiesto sobre la mesa delante del hombrecillo.
—Señora…
—No me lo digas, Shu. —Wu se llevó las manos a los oídos—. No quiero oír nada más. Me trae sin cuidado lo que vayas a decir.
Shu renunció a responder. Tomó de nuevo el pergamino y continuó la lectura:
Al principio, esa mujer formaba parte de la servidumbre de rango inferior de Tai-tsung, a quien ayudaba a cambiarse de ropa. Cuando alcanzó la edad madura, llevó el desorden al palacio del príncipe heredero, el difunto emperador Kao-tsung, ocultando su relación íntima con él. A continuación, conspiró disimuladamente para ganar favor en los Aposentos Privados y, siempre maniobrando en las sombras, consiguió desacreditar, con métodos sutiles y disimulados, a las demás mujeres…
—Porque era preciso hacerlo —exclamó Wu y, de nuevo, golpeó la mesa con fuerza—. Estaban alrededor de él como cerdas malolientes que se revolcaban en su propia mierda pastosa, Shu —añadió, complacida con la mirada de reprobación que habían despertado sus palabras en el rostro del historiador—. ¿Por qué no habla también de eso?
Cruzó los brazos ante el pecho, desafiante, y volvió el rostro hacia la ventana con expresión fría. Shu esperó.
—¿Y bien? —dijo ella.
—¿Oh…? Sí —contestó Shu y, de nuevo, encontró el punto—. Sí, hum…
… a las demás mujeres. Mediante argucias, halagos y perversas artimañas, engañó al emperador. Usurpó el emblema del faisán de emperatriz y atrapó a nuestro Kao-tsung en un incesto igual que había traicionado a Tai-tsung, su padre, con su relación secreta…
—¡Oh, cierra la boca, Shu! ¡Basta ya! —exclamó la mujer. Guardó silencio un momento, enfurruñada. Cuando volvió a hablar su tono fue el que uno utilizaría para dirigirse a un niño poco despierto—. No usurpé el emblema del faisán. Soy emperatriz porque mi esposo imperial, Kao-tsung, me necesitaba. No habría podido desempeñarse solo. La nación me necesitaba. Gobernamos como los Dos Santos, como los Dos Sabios. No había otro remedio. Todo el mundo sabe lo que he sacrificado por la pesada carga del gobierno del imperio.
—Por supuesto, señora. Todos lo sabemos, ciertamente —asintió Shu, obsequioso—. Pero… quizá sería mejor —sugirió— que su majestad leyera el resto de… del… hum… del «manifiesto» por sí misma.
—No, Shu. No, no, no —replicó ella con infinito cansancio—. Quiero que lo leas tú. Por favor —añadió.
—Dejadme ver, pues. Aja, sí…
Luego, con su corazón de serpiente y su instinto de loba…
Wu, esta vez, escuchó desde su asiento con calma impasible. El historiador apresuró la lectura con la esperanza de eludir las objeciones de la mujer y llegar pronto al final del documento.
Siempre ha favorecido a perversos aduladores al tiempo que destruía a sus funcionarios probos y leales. Sospechamos que es responsable del asesinato de miembros de su propia familia. Tan odiada por los dioses como por los hombres…
El historiador contuvo el aliento tras de estas últimas palabras. Al ver que la emperatriz no decía nada, se apresuró a seguir.
… ni el cielo ni la tierra pueden soportarla. Aún hoy, esa mujer alberga oscuras intenciones y proyecta usurpar el trono imperial. Y el amado príncipe heredero, el futuro emperador Chui-tsung, hijo del difunto gobernante, permanece encerrado en un palacio aislado. Y esa mujer ha desterrado a todos los miembros de la casa de Li y ha despedido a sus funcionarios honrados y ha entregado los cargos más importantes del estado a su grupito de bandidos y bribones… En nombre de los príncipes huérfanos y del Hijo del Cielo, la tierra de cuya tumba todavía no está seca, levantamos la justa bandera de la rebelión por nuestra casa regente de Li, para recuperar la confianza del mundo entero, para purificar el imperio de los ominosos presagios de catástrofe y para restaurar la tranquilidad en los altares de tierra y grano… para liberar al imperio de esta ilegítima casa de Wu…
Había terminado. Esperó, mientras aquellas palabras de censura flotaban incómodamente en el aire.
—¿Y qué te parece todo esto, Shu? ¿Enterarte de que no eres más que un vulgar bandido? —preguntó ella por fin, con una inflexión maliciosa en la voz.
—No me parece nada, mi señora. No había caído en la cuenta de que ese odioso rebelde, Li Ching-yeh, pudiera referirse a mí —respondió Shu con aire digno.
—¡Ah, mi querido Shu! Ahí te equivocas —se burló Wu—. En realidad, creo que no se refiere a otro sino a ti.
—Lleva así desde que llegó la noticia —explicó Shu mientras el tibetano lo apartaba de un empujón—. Sigue ahí sentada. Sus últimas palabras fueron un comentario respecto a que todo el mundo la ha traicionado, que no puede confiar en nadie, que…, que… —el historiador alzó la voz tras el monje, que ya estaba a medio pasillo gracias a sus largas zancadas—. ¡Dice que el propio cielo ha enviado de vuelta sus muertos!
Hsueh encontró a la emperatriz recostada en el diván y a su madre sentada al borde de la gran cama endoselada de Wu con una expresión de disgusto.
—¡Oh, lama Hsueh, me alegro tanto de verte por fin! —dijo la emperatriz, y en sus ojos melancólicos surgió una chispa de luz.
—Yo también, monje —añadió la señora Yang con solemne gratitud—. Creí que no te encontrarían nunca.
—Lo lamento, señoras; me he apresurado a venir tan pronto como he sabido que me buscabais. He estado retirado para dedicarme a la meditación y a la traducción. —Frunció el entrecejo en una mueca de disculpa—. ¿Y cuándo ha llegado esta última… mmm… —el tibetano buscó con gran cuidado las palabras más oportunas—, esta proclama traidora?
—Anoche, a última hora, lama —explicó la señora Yang—. La carta procedía del puesto avanzado de los rebeldes en Yangchou. Pero nuestro historiador Shu no quiso despertar a la emperatriz.
—¡Ah, sí, el historiador Shu! En el vestíbulo, ese hombrecillo me ha farfullado algo acerca de que el cielo nos traiciona, o algo parecido.
—Que el cielo nos devuelve sus muertos —declaró Wu, alzando la vista hacia el monje—. Lo que he dicho es que el cielo nos devuelve sus muertos. ¡Eso es lo que ha sucedido, Hsueh!
—Verás, lama —intervino la señora Yang. Se incorporó del lecho y alisó unos papeles, arrugados y húmedos de estrujarlos entre sus dedos toda la mañana—, los rebeldes declaran estar encabezados por el príncipe heredero Hsien. Lee.
—Pero, señora… El pobre príncipe Hsien murió trágicamente por su propia mano. ¿Qué es esto?
—Continúa leyendo, lama —indicó la señora Yang.
—Sí, Hsueh. Ahora, lee esto. —Wu le ofreció un segundo papel que había conservado en la mano, perfectamente enrollado. En él sólo había dos columnas de caracteres bien delineados de gran tamaño—. Hasta nuestros espías en las inmediaciones de los campamentos rebeldes han visto al chico. Han comprobado que se trata de Hsien. Y los ciudadanos con los que han hablado también lo han visto.
—¿Esos ciudadanos de Yangchou reconocerían sus facciones?
—Sí. Hsien tenía la costumbre de ir allí cada año para presenciar la poderosa subida de la pleamar y, como es lógico, los ciudadanos aguardaban su visita anual con alegría y expectación. Su rostro era familiar para todos —explicó la emperatriz.
—Dicen que el príncipe heredero ha vuelto para vengar a la casa de Li —apuntó la señora Yang. Hsueh estudió las páginas de la proclama.
—Naturalmente, esto tiene una explicación evidente —dijo el monje al tiempo que levantaba la vista de los papeles—. Que el príncipe Hsien, sencillamente, no llegó a quitarse la vida. Al fin y al cabo, el cuerpo que fue entregado para su inhumación en el panteón imperial estaba… ¿cómo podría decirlo con palabras delicadas…? Estaba en condiciones demasiado lamentables para establecer una identificación completa. —El tibetano miró a Wu—. Vos disteis por sentado que estabais enterrando a vuestro hijo.
—Estoy segura de que era Hsien. Era mi hijo. Estoy segura. Y sólo puede haber otra explicación.
—Lo ves, lama Hsueh. Mi hija quiere convencerse de eso. —La señora Yang levantó las manos y se dejó caer otra vez sobre la cama—. Se niega a aceptar la posibilidad de que sus informadores de Yangchou estén equivocados, de que exista un doble… ¡pero no aquí, muerto y enterrado en el panteón familiar, sino ahí abajo, en Yangchou, utilizado como bandera por esos traidores! La emperatriz prefiere aceptar lo imposible.
—El doble perfecto no existe —replicó Wu—. Y si el cabecilla de la rebelión no fuese de verdad mi hijo, mis informadores habrían sabido distinguirlo. ¡Mis espías lo conocían! ¡Y yo, también!
—Entonces, todos tus generales deben de estar conspirando contra nosotras, hija —apuntó la señora Yang—. Son ellos quienes han difundido esta noticia alarmante para socavar tu cordura. Es la única explicación que nos deja tu lógica, aparte de la posibilidad de que el cielo nos devuelva sus muertos —terminó con un estremecimiento de disgusto.
Wu rechazó la idea inaceptable de la traición con un gesto de la mano. El tibetano insistió:
—Bien, si hemos de descartar la traición y es verdad que no existe un doble, sólo nos queda esa otra explicación: que Hsien, en efecto, ha vuelto de entre los muertos. ¿No os resulta inconcebible tal idea, mi señora? —preguntó con tono mordaz.
—Me resulta menos inconcebible una intervención sobrenatural que la idea de ser traicionada por mis espías y generales, a los que he escogido personalmente.
Hsueh alzó una mano. Sus ojos se iluminaron como cada vez que le venía un golpe de inspiración.
—Esos rebeldes están mal instruidos y cortos de suministros; su ejército está constituido por gente heterogénea y, según los informes de ayer, ha quedado atrapado en una pequeña lengua de tierra en el estuario del Yangtse, ¿me equivoco? La victoria es inevitable e inminente, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Wu con irritación.
El brillo de los ojos maliciosos del tibetano se hizo aún más intenso cuando extendió los dedos de ambas manos y juntó las yemas en un garboso gesto de concentración.
—Bien, pues ahí va mi respuesta. A todas nuestras preguntas. Si es cierto que el cuerpo de nuestro pobre y desdichado Hsien está poseído por un demonio, sugiero cierto… cierto antiguo remedio tibetano para los casos más rebeldes de posesión —apuntó, enigmático—. Y si no existe tal demonio, sino un mero sosia traidor que se hace pasar por el difunto príncipe, vuestras dudas quedarán despejadas para siempre, os lo prometo. ¡De un modo u otro, lo sabréis! En cuanto a los otros, los líderes, esos burócratas y eruditos desafectos que han dirigido este juego estúpido de desobediencias al trono imperial, sugiero el mismo tratamiento. Para completar el asunto.
Hsueh dio una palmada, con una sonrisa de satisfacción. Wu y su madre, intrigadas, se miraron, con una muda pregunta: ¿cuál sería aquel «viejo remedio tibetano» al que se refería?
—¿Confiáis en mí, señoras? —continuó, implorante—. ¿Confiáis en mi alta magia? Las puertas del templo del Caballo Blanco se convertirán en el centro de la verdad para todo el que vuelva la mirada hacia ellas, tanto para los virtuosos como para los condenados. Y la verdad servirá de ejemplo, de elemento disuasorio para los, llamémoslos así, demonios díscolos.
Tras estas palabras, Hsueh depositó las páginas de la proclama en las manos de la emperatriz. Wu percibía ahora con claridad la voz que le hablaba desde aquel rincón en lo más hondo de su ser y le decía que el monje Hsueh Huai-i era el verdadero jefe de sus ejércitos, la única fuerza eficaz frente a las legiones de demonios que se alzaban a su alrededor.
Sí. Confiaba en él.
Di no había tenido más noticias de su corresponsal en Yangchou. Cautela y discreción, le había aconsejado el magistrado en su última carta. Pero, mientras escribía aquellas palabras, había reflexionado sobre lo absurdas, inadecuadas e insustanciales que resultaban. Como el chirrido de un grillo en pleno vendaval.
Ahora, su única fuente de informaciones eran los rumores. Unos decían que los rebeldes habían renunciado a su campaña; habían comprendido lo inútil de su causa y habían depuesto las armas en un acto de sensatez. Otros cuchicheos hablaban de que los letrados se habían convertido en guerreros vengadores, que habían formado un ejército de mercenarios y habían hecho retroceder a las tropas imperiales hasta, prácticamente, obligarlas a arrojarse al mar; pronto, las columnas rebeldes marcharían sobre Luoyang para tomar el palacio. Otras voces afirmaban que, muy al contrario, las tropas imperiales estaban despachando sumariamente la patética «rebelión» de los pedantes y que aplastaban a aquellos criminales advenedizos como lo que eran: meros insectos. Estáis todos equivocados, decía otra facción. La auténtica verdad es que la emperatriz, movida por la infinita piedad del divino bodhisattva que llevaba en su interior, ha ordenado a las tropas imperiales que muestren contención y clemencia para convencer a los rebeldes de que no hay motivo para luchar y que devuelvan a los alzados en armas a Yangchou, severamente castigados pero agradecidos de conservar la vida.
Al oír esto último. Di se había permitido una pequeña brizna de esperanza. El magistrado estaba seguro de que, abandonada a sus propios impulsos, Wu se bebería la sangre de sus enemigos y hasta se bañaría en ella. Quizás alguien ejercía cierta influencia en la emperatriz para moderar su temperamento voraz. Tal vez Di se había equivocado de medio a medio en lo que había pensado al ver a Hsueh encabezando la comitiva de monjes. Tal vez se había dado por vencido demasiado pronto.
Unos guardianes de aspecto siniestro llevaron las veintiséis cajas ante la emperatriz. Era una mañana radiante y deliciosa; el sol brillaba después de una noche de mansa lluvia y el mundo parecía nuevo y lozano. Wu presenció cómo los hombres procedían a colocar las cajas sobre las losas del suelo del patio y le sonrió a Hsueh, que se encontraba a su lado. La emperatriz se sentía benevolente y victoriosa, justa y humilde, todo a la vez. Sentía agitarse la vida a sus pies como las infinitas olas del mar rompiendo en la orilla.
El monje hizo una señal; un guardián se agachó y abrió la tapa de una de las cajas, que había sido colocada ligeramente aparte de las otras. Con rostro inexpresivo, el guardián introdujo la mano y extrajo una cabeza cortada, que sostuvo en alto por los cabellos. Wu la observó detenidamente. Unas gotas de sangre oscura salpicaron las losas.
—Ése no es mi hijo —declaró—. El parecido es notable, pero no se trata de él. —Se volvió hacia el monje—. Gracias, lama Hsueh, por traerme la verdad.
El tibetano hizo otra indicación. El guardián devolvió la cabeza a la caja y cerró la tapa. Hsueh sonrió a la emperatriz.
—Y ahora, mi señora, con vuestro permiso, escoltaré a los «prisioneros» al templo del Caballo Blanco.
—Desde luego, lama —asintió ella—. No los hagamos esperar. Seguro que están impacientes por cumplir su destino.
Había amanecido un día espléndido tras una noche de lluvia pero, con la llegada de la tarde, habían aparecido nubes y un viento frío. Di se aproximó al templo donde lo había citado un mensajero y lo hizo como acostumbraba últimamente: a pie y sin compañía. El mensaje decía que en la batalla final contra la facción de Yangchou levantada en armas se habían tomado prisioneros, cuyo destino aún tenía que ser decidido. Para ello iba a celebrarse una especie de juicio. Di no consideraba que un templo fuese el lugar más adecuado para ese acto, pero, naturalmente, en aquellos días nada era como debería ser. El magistrado no creía que su presencia tuviera relevancia, pero no quería volver la espalda a aquellos prisioneros, como harían sin duda tantos de sus colegas. Él asistiría.
El viento barría las losas del pavimento y esparcía desperdicios en torno a sus pies mientras caminaba. Cuando avistó las puertas del templo del Caballo Blanco, las gotas de una llovizna fina empezaban a empaparle el rostro y la ropa.
Una multitud se había congregado allí y no tardó en ver por qué: las puertas estaban engalanadas como para una festividad. Gran número de gallardetes de seda de colores chillones, destinados sin duda a ondear vistosamente con la brisa, colgaban mojados y desconsolados. También había guirnaldas de flores que remataban las púas afiladas de las verjas metálicas. Aquel día, Di llevaba su capa y su tocado de magistrado, de modo que no tuvo dificultades para abrirse paso hasta la entrada. Llevaba en la manga una daga de doble filo. En realidad, no creía que un arma tan pequeña pudiera servirle de mucho, pero no había querido acudir completamente desarmado.
Comprobó con satisfacción que no era el único funcionario. Diez o doce de ellos, al menos, formaban un grupito, mojado y de aspecto abatido. Di los saludó con una inclinación de la cabeza y se encaminó hacia ellos. Cuando abrieran la verja para dejarlos entrar, pensó, exigiría delante de todos que quedara abierta. No tenía el menor deseo de quedar encerrado.
La lluvia se hizo cada vez más insistente y empezó a formar charcos bajo los pies de los presentes. Cuando Di ya empezaba a pensar que habían sido víctimas de una oscura broma, la puerta del templo se abrió y emergió una procesión de monjes entonando cánticos. Detrás de ellos apareció una columna de guardianes imperiales. Di contó veinticinco, pero hasta que no estuvieron casi junto a la verja no alcanzó a ver que cada guardián portaba una caja.
Un monje abrió la verja sólo lo suficiente para que sus colegas y los guardianes pudieran salir en fila de a uno. Los monjes, sin dejar de canturrear, se desplegaron a ambos lados mientras los hombres de la guardia, con expresión pétrea, se alineaban hombro con hombro delante de las verjas, que se cerraron tras ellos. La multitud aguardó mientras el cántico proseguía, con un sonido que parecía atraer la lluvia. Por fin, a una señal de uno de ellos, las voces de los monjes cesaron.
—Estamos aquí para proceder a un juicio rápido y justo contra nuestros prisioneros de guerra —anunció el monje a continuación—. La emperatriz, en su infinita bondad, les concede el favor de ser oídos antes de que se decidan sus destinos.
Di no veía a los prisioneros por ninguna parte. ¿Ya qué venía aquella ridícula ceremonia bajo la lluvia?
Entonces, los guardianes se acercaron a las verjas con las cajas.
—El primero que será juzgado en el día de hoy es Li Ching-yeh, principal impulsor de la rebelión contra nuestra divina emperatriz —dijo el monje. Di reconoció el nombre: era el de su corresponsal en Yangchou.
Acto seguido, un guardián dio un paso adelante, abrió la caja que había depositado en el suelo y extrajo un objeto que, durante unos breves y confusos momentos, la mente de Di se negó a identificar. Sólo cuando el guardián lo hubo colocado en lo alto de la verja, clavado en una de las crueles púas de hierro negro que la remataban, reconoció el magistrado las facciones de Li Ching-yeh.
Entonces, el monje se dirigió a la cabeza:
—Ahora procederé a leer las acusaciones contra ti.
Por la noche, Di y el resto de la ciudad conocían todo lo sucedido: la emperatriz había enviado trescientos mil de sus soldados más aguerridos y experimentados, sedientos de sangre, para que aplastaran la rebelión con una violencia innecesaria. No satisfecho con que los eruditos y sus soldados mercenarios abandonaran las armas, se dispersaran y huyeran vergonzosamente derrotados, el ejército de la emperatriz se dedicó a darles caza. También asaltaron Yangchou, y después de hacer sólo veinticinco prisioneros, mataron todo lo que se movía.
ANOTACIÓN DEL DIARIO
Mañana abandono Luoyang después de haber escrito una declaración formal en la que manifiesto mi deseo de ser trasladado a otra ciudad. He escogido Ch’ang-an, la capital occidental, a trescientos li de aquí. He escogido esa ciudad porque es un centro de gobierno y me propongo permanecer cerca del poder, por muy envilecido que esté, y porque no creo que sea prudente regresar a Yangchou, la base de la infortunada rebelión. Y, por supuesto, porque mi familia ya está instalada en Ch’ang-an. Estoy más que impaciente por reunirme con ella.
¿Infortunada? Es un adjetivo demasiado suave. ¡Pensar que llegué a alimentar la esperanza de que la emperatriz podía mostrar misericordia y moderación! He aquí un ejemplo del poder extraordinario, imperecedero y obstinado de la esperanza, incluso cuando los hechos se empeñan en demostrar su inutilidad.
Recuerdo la terrible confusión que sentí en el monasterio, acurrucado en el hueco de la puerta. Cuando observé que Hsueh Huai-i no era uno más de la hermandad, sino el propio abad del Caballo Blanco, me escondí aturdido, pensando en traición, en peligro, en la seguridad de mi amigo el Viejo Tonto… Pensando en todo ello más rápido que el pensamiento. Ahora me felicito por mis reflejos, pero en los días siguientes empecé a dudar y hasta volví a caer en la esperanza. Bueno, me decía, no debes dar por sentado que Hsueh se ha descarriado sólo porque fomente una religión espuria y porque se acueste con la emperatriz. Quizás haya alcanzado un nivel de simulación que tú, con tus absurdos disfraces superficiales, no puedes ni concebir. Quizá lo estás infravalorando por completo. Quizás el tibetano ha decidido realizar el sacrificio máximo, penetrar en el propio corazón de la enfermedad que atenaza a la Casa Imperial con su mortífero abrazo para destruir el mal desde dentro, probablemente a costa de su propia vida. Y cuando me llegó el rumor de que la emperatriz estaba practicando la doctrina de la misericordia en sus tratos con los rebeldes de Yangchou, me dije: es la influencia de Hsueh; le ha llegado el momento de salir a la luz.
Ahora sé qué valor tiene un rumor. Y me he enterado de un detalle que, probablemente, es el colmo de la crueldad: los veinticinco prisioneros llegaron con vida a Luoyang. ¿Misericordia y compasión? No lo creo. Ciertamente, mi amigo Hsueh Huai-i se ha dejado ver.
Pero, naturalmente, yo no sabía nada de esto cuando acudí al templo del Caballo Blanco para asistir al «juicio». Fue allí, plantado bajo la lluvia, mientras veía gotear la sangre sobre guirnaldas y gallardetes, cuando tuve mi momento de comprensión lúcida y perfecta: no debía seguir esperando noticias de maese Hsueh porque allí, ante mis ojos, tenía su mensaje. El instinto me decía que diera media vuelta y huyera, que escapara de allí y no me detuviera nunca. La mayoría de mis colegas optó por hacerlo, pero yo me quedé hasta que las veinticinco cabezas quedaron clavadas en las picas y terminó la lectura de las «acusaciones» contra cada uno de ellos. ¿Por qué me quedé? Por la misma razón que me impulsó a acudir. Porque no podía abandonarlos. Y allí permanecí un rato, todavía, después de que los monjes y los soldados se marcharan. Contemplé los rostros muertos e indefensos de aquellos hombres, a los que había conocido en vida; observé sus pobres bocas abiertas, sus pobres ojos levantados al cielo o ferozmente fijos en el suelo y sus cabellos mojados y sucios, pegados al cráneo, y comprendí algo más: que si no dejaba Luoyang enseguida, pronto sería mi cabeza la que dominara la escena, empalada en una pica de hierro delante del templo del Caballo Blanco.
En todo esto hay un detalle interesante, que no sé si puede resultar importante y que, en otros tiempos y lugares, habría considerado simplemente un intrigante vestigio de conocimientos esotéricos. Investigué un poco y descubrí que, entre los tibetanos, la separación de la cabeza y el resto del cuerpo es, entre otras cosas, una manera de asegurarse de que el cuerpo no será poseído por ningún espíritu ni se levantará de entre los muertos.
¿Otro mensaje de Hsueh? No sé qué pensar.