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Año 670, finales del verano

Luoyang

—No hay confusión posible —aseguró él, tras estudiar su rostro detenidamente—. Llevo observándoos bastante tiempo, pero soy un hombre cauto y conservador. No me precipito a afirmar nada sin haberlo comprobado. Estoy absolutamente seguro —insistió, al tiempo que volvía el rostro de la mujer hacia la brillante luz solar que entraba por la ventana.

La madre, sentada cerca de ellos, sonrió afectuosamente.

—Yo también lo aprecio —asintió—. Los dos lo advertimos hace algún tiempo, pero nos prometimos guardar silencio hasta estar seguros.

—Sí, hasta estar seguros —confirmó él.

Wu esperó, reconfortada por los halagos y ardiendo de impaciencia, sumida en la exquisita ansiedad provocada por su madre y su amante.

—Y ahora ya no queda lugar a dudas —continuó éste sin dejar de estudiar su rostro, tan cerca de ella que Wu notaba su aliento en la piel—. Os estáis volviendo más joven.

—Qué tontería —protestó ella, deseosa de oír más.

—No, es cierto —intervino su madre—. ¿Quién podría verlo mejor que tu propia madre? Te observo desde el día en que naciste. Te conozco como nadie. Y te aseguro que el tiempo retrocede, los años se desprenden de ti. Es un fenómeno gradual, igual que lo es el proceso de envejecer, pero te aseguro que es absolutamente real.

—Absolutamente —asintió él—. Y creo que yo también estoy en condiciones de apreciarlo, ¿no? —añadió con una sonrisa insinuante—. Aunque, desde luego, no hay ninguna visión más clara que la de una madre…

El hombre dirigió su sonrisa a la señora Yang, que se la devolvió. Wu se sintió rebosante de calor, de vigor y de omnipotencia, y la asaltó un apetito voraz de futuro cargado de promesas.

—Absolutas tonterías —repitió, sumando su sonrisa a las demás.

—¡Ah, pero hay más! —continuó el hombre, dando más seriedad a su voz y a su expresión. Retiró la mano de la barbilla de la emperatriz y retrocedió un paso para contemplarla con veneración—. Hay muchísimo más. Pronto comprenderéis el significado de este fenómeno y sabréis que es completamente real. Estaba esperando el momento oportuno para revelarlo. Mejor dicho, vuestra madre y yo lo esperábamos, pues llevamos algún tiempo trabajando juntos en esto. Todo empezó el día que vi en la calle al viejo monje desdentado y lleno de arrugas que vendía sus escasas y raídas pertenencias pero que, pese a todo, despedía un fulgor más intenso que el del sol.

—Me niego a seguir escuchando estas bobadas —dijo Wu, feliz y satisfecha.

—Un resplandor más brillante que el del propio sol —insistió él—, y yo, aunque cegado por él y con un dolor cada vez más intenso conforme me acercaba, llegué hasta él. Porque supe que tenía que hacerlo. —Se volvió hacia la señora Yang con la cabeza todavía inclinada en un gesto de veneración—. Pues bien, mi emperatriz, aprecié esa misma luz en torno a vuestra madre. Era ella, la gran protectora, la destinada a proporcionar a este humilde fraile el refugio y la absoluta tranquilidad sin las cuales no habría podido conseguir el estado de meditación que se requería para penetrar en las sagradas escrituras que el destino puso en mis manos.

—De modo que es eso lo que habéis estado haciendo… —dijo ella al tiempo que dirigía una sonrisa a su madre—. Penetrar en escrituras sagradas…

—No podéis haceros una idea de la dificultad, mi señora. Imaginad, si os place, un texto que es como una caja dentro de otra caja, y ésta dentro de otra. Pero cada caja que aparece cuando se destapa la anterior está compuesta de símbolos cada vez más misteriosos, expresados en una lengua que, incluso en su forma más sencilla, está repleta de giros, dobles sentidos, engañosas insinuaciones y puntos muertos. No sólo he conseguido abrir cada una de las «cajas» —afirmó al tiempo que se erguía, exhibiendo su impresionante estatura, y ensanchaba el pecho con aire orgulloso—, sino que he vuelto a cerrarlas y ordenarlas, para estar seguro de que todo encajaba. Existe una buena razón para que vuestro cuerpo experimente el retroceso del tiempo, para que los años se desprendan de vos. —Con una mirada penetrante el hombre anunció—: Es hora de revelar al mundo el sutra de la Gran Nube.

¿Existía algún territorio más glorioso y tentador que el futuro? En aquellos momentos, el deseo y la impaciencia ardían en su interior como un incendio que amenazaba con consumirla. Wu ansiaba hincar el diente en el futuro, en el banquete de infinitas posibilidades que se extendía ante ella, en la vida misma y en la carne de su amante, cuya mirada le prometía un festín, y a la que respondió con una sonrisa radiante y descarada.

—Pura basura —insistió.

Muchos meses después de terminados los stupas. Di cayó por fin en la cuenta de que la construcción de aquellos monumentos no era nada en comparación con el alcance del nuevo proyecto de la emperatriz: un templo, casi del tamaño de un ala del propio palacio, destinado a ser el santuario principal y sede central de la secta de la Nube Blanca. En su calidad de presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios, debería haber conocido todos los detalles de la nueva secta: el nombre de su abad, el número de monjes con que esperaba contar, sus preceptos y sus medios de financiación. En efecto, la nueva institución religiosa debería obtener la licencia a través de él y de su Gabinete de Sacrificios, pero lo único que Di conocía del futuro templo era el nombre —el Caballo Blanco— y el hecho de que participaban en su construcción por lo menos un millar de obreros. Sus repetidas peticiones de una reunión con el abad de la nueva secta habían sido desoídas. Di habría ido a verlo sin previo aviso, pero no sabía dónde encontrarlo… Fuera de la alcoba de la emperatriz, por supuesto, porque allí incluso al gran Di le resultaría imposible acceder.

Visitó los templos de la ciudad y sus alrededores que habían aceptado el ofrecimiento de formar parte de la Nube Blanca, pero los abades —algunos de los cuales parecían bastante íntegros y sinceros, para sorpresa de Di— no pudieron decirle gran cosa, salvo que habían recibido una generosa dotación económica e instrucciones de esperar. ¿Esperar qué?, había preguntado Di. Nuevas instrucciones, le habían respondido vagamente, y la divulgación del sutra de los sutras, que tendría lugar muy pronto.

¿El sutra de los sutras?

Sí, le habían contestado; el sutra que reemplazaría a todos los demás y sería el anuncio de un nuevo mundo.

Más tarde, cuando se detuvo a observar la construcción, comprobó que no había confusión posible. El templo del Caballo Blanco estaba tomando un aspecto exótico, parecido al de los stupas ancestrales. El arquitecto que había diseñado los planos era el mismo que había proyectado los monumentos a los antepasados. Un día, hizo un experimento. Levantó las manos de modo que ocultaran a su vista todo lo que rodeaba el templo. No era difícil imaginar aquel edificio exótico alzándose solitario sobre una cumbre remota en una tierra extranjera. Y sin embargo, allí estaba, creciendo incongruentemente en la familiar tierra de Luoyang como una orquídea en un huerto de coles. El efecto era tan evidente que se asombró de que el pueblo no reparara en ello.

Las visitas del magistrado al monasterio eran cada vez más frecuentes. Allí encontraba verdadera paz y sosiego en un mundo que cada día, cada hora, se hacía más caótico.

En esta ocasión, el abad Liao se había sumado a Di y a su amigo. El magistrado no era el único que tenía el templo del Caballo Blanco en la cabeza. El abad, siempre tan sereno, estaba visiblemente inquieto.

—Un emisario de la secta de la Nube Blanca vino a visitarme la semana pasada —anunció, ceñudo—. No se dan por vencidos tan fácilmente.

—Pero usted dejó claro en su carta que no están interesados en adherirse a ellos, ¿verdad? —preguntó Di.

—Desde luego —respondió el abad—. Lo dejé muy claro. En términos que no ofrecían lugar a dudas. Les agradecí su generoso ofrecimiento pero les aseguré que nos satisface continuar como hemos estado durante siglos. Les escribí que somos una orden especialmente sencilla y conservadora y que no deseamos cambiar.

—¿Cómo quedaron las cosas tras eso? —preguntó Di con curiosidad.

—Yo creía haber trasmitido mis intenciones con claridad y sin que pudieran tomarlo a mal. No esperaba volver a tener noticias de ellos. Y, desde luego, no esperaba una visita. —El abad miró a Di y a Wu-chi—. Esta vez me han hecho otra propuesta, una oferta que ellos deben de juzgar irresistible. Antes nos ofrecían riqueza; ahora, poder.

—¿Poder? —repitió Di, incrédulo.

—Sí. El emisario me dijo que la emperatriz regente y el abad de la Nube Blanca han decidido reorganizar las circunscripciones y prefecturas de todo el imperio. Las fronteras se modificarán y las regiones se denominarán «parroquias». Y cada parroquia estará bajo el cuidado benevolente de un templo local de la Nube Blanca. El enviado me sugirió también que nuestro monasterio estaba muy bien situado para presidir una de las parroquias más populosas y productivas de los alrededores de Luoyang.

—¡«Parroquias»! —exclamó el magistrado—. ¿Qué más le contaron, abad Liao? ¿Qué tamaño tendrán esas parroquias? ¿Cuánta gente, cuántas granjas tendrá cada una? ¿Habrá que pagar al imperio una tasa especial, además de los impuestos anuales vigentes? —El investigador que llevaba dentro había despertado de improviso.

—Magistrado Di —comentó el abad con una débil risilla—, hace usted muchas preguntas sagaces. Por desgracia, no conozco las respuestas porque he rechazado la oferta. Y, desde luego, no les permití llegar a tales detalles.

—¡Oh, desde luego! ¡Desde luego! —asintió Di—. Y actuó usted muy bien, abad. Y dígame —lanzó una penetrante mirada al monje—, ¿cómo han quedado las cosas esta vez? ¿Han aceptado de buen grado su segunda negativa?

—El emisario se mostró amable —respondió Liao—, pero no tuve la impresión de que vayan a dejarme en paz. De hecho —en los ojos del abad se leía la preocupación—, dijo que volverían en unas pocas semanas para tratar el asunto otra vez. Y añadió que, durante ese tiempo, el mundo será testigo de un milagro que disolverá todas las dudas que aún pueda abrigar. —Era la primera vez que Di veía tambalearse la ecuanimidad del buen abad—. ¡Un milagro, señor Di! —repitió—. Debería sentirme contento, interesado y curioso, pero la idea sólo me produce miedo. —Permaneció pensativo un instante antes de añadir—: Y la próxima vez que se presenten, vendrá con ellos el propio abad del templo del Caballo Blanco.

—¡El abad en persona! —exclamó Di. ¡Por fin, una oportunidad!—. Mi buen abad —dijo con entusiasmo—, ¿permitiríais a un magistrado errante entrar en vuestra orden por un breve tiempo? —Liao lo miró sin comprender todavía—. Cuando ese abad del Caballo Blanco llegue aquí con su séquito de la Nube Blanca, yo también querría estar presente. Como un miembro de la comunidad —explicó Di.

—Por supuesto, magistrado —asintió el abad Liao—. ¡En realidad, agradeceré mucho que lo haga!

—Excelente, excelente. —Di ya empezaba a esbozar planes.

Wu-chi había asistido a la conversación sin decir palabra. Por fin, hizo un comentario, con el tono de quien recuerda algo muy lejano en el tiempo.

—Un milagro —murmuró—. No me gusta nada la idea.

Di lo miró y notó que a él también le invadía la inquietud. Un milagro, nada menos.

No quedaba nada que hacer salvo esperar. ¿Y qué podía ser más enloquecedoramente vago que esperar a que se produjera un milagro?

Una tarde, unas tres semanas después de la visita al monasterio, Di entró en una taberna situada en una calle concurrida y bulliciosa y se sentó a leer una carta de uno de los príncipes Li «retirados» a los que había ayudado a encontrar cobijo en Yangchou.

Lejos de la atmósfera represiva de Luoyang, los estudiosos iban perdiendo el miedo. Se reunían a menudo para charlar y, como era muy lógico, el tema de conversación más frecuente era la emperatriz. Wu era una verdadera inspiración para ellos. Aquellos hombres, que jamás en su vida habían levantado una espada o tan siquiera la voz, cuyas manos delicadas estaban más acostumbradas al pergamino, a las tazas de té y a los pinceles de escribir que al frío metal y que probablemente ignoraban el color de su propia sangre, hablaban de rebelión. Y querían que el magistrado Di participara en ella y fuera su contacto en la capital. Todo esto se lo comunicaron en términos velados, por supuesto, con el lenguaje casi incomprensible de quienes habían recibido una buena educación, que constituía prácticamente otro idioma pero resultaba perfectamente claro para el magistrado.

Ojalá hubiera podido viajar a Yangchou para hablar con ellos cara a cara, pensó Di. No había modo de saber si la insurrección que proyectaban era verosímil o un patético delirio. ¿Tenían algún plan sólido, alguna posibilidad real? ¿O, cuando todo terminara, la emperatriz utilizaría sus huesos como palillos de dientes?

Contempló de nuevo la carta. El autor era un conocido suyo, Li Cheng-yeh, un erudito de mediana edad a quien el menor esfuerzo físico costaba siempre unos jadeos tremendos. El magistrado movió la cabeza, admirado. Esa misma noche escribiría una respuesta cauta en el mismo lenguaje simbólico. Les diría que esperasen, que estuviesen vigilantes y completamente seguros de sus fuerzas antes de intentar cualquier movimiento. En un acto de prudencia, Di decidió también enviar otra carta, a su casa en Yangchou, para indicar a sus esposas que estaba disponiendo lo necesario para el traslado de la familia a Ch’ang-an. A las mujeres les alegraría la noticia. Allí vivían la mayor parte de sus parientes y también parte de la familia de Di. El magistrado quería a los suyos lejos de una ciudad en la que podía estallar una rebelión.

Enrolló la carta y pagó al tabernero. Se disponía a pisar la calle cuando percibió un sonido familiar, pero absolutamente fuera de lugar, que se alzaba sobre el ruido callejero y al propio tiempo un ligero revuelo. Retrocedió un paso en el umbral de la taberna para evitar tropezar con dos jóvenes que pasaban corriendo; cuando volvió a asomarse, vio más gente, sobre todo jóvenes, que bajaban por la calle precediendo a una comitiva de túnicas de color azafrán y cabezas rapadas. Di apreció al instante que aquellas cabezas afeitadas se alzaban claramente por encima del resto de la multitud. Pertenecían a hombres de una estatura inusual. Lo que estaba oyendo, y que había escapado a su comprensión hasta aquel instante porque era el último lugar donde esperaba oírlo, era el canturreo de los monjes. Rítmico e imponente, el cántico se hizo más fuerte cuando los monjes se acercaron por la abigarrada avenida principal, desfilando como soldados. La proximidad de los monjes, su estatura y su aspecto temible —rostros severos y sombríos como los de un ejército conquistador— hacían que la gente se apartara de su camino. Sólo los jóvenes y los pilluelos de la calle, presas de la excitación, los acompañaban entre gritos y carreras, abriendo paso a la comitiva.

Los monjes no desviaban la mirada en ningún momento, como si la calle bulliciosa no existiera. Era un coro experimentado de unas cincuenta voces, y el grupo parecía marchar en trance. Cuando la comitiva estuvo a unos veinte pasos de Di, éste empezó a reconocer las palabras de la salmodia. Se unió al grupo de muchachos que flanqueaba a los procesionarios y avanzó con ellos a la carrera, no porque se dejara llevar de un impulso pueril sino porque los monjes se movían a tal velocidad, con las enormes zancadas de sus largas piernas, que se habrían alejado rápidamente, y Di quería oír todo lo que cantaban al ritmo del disciplinado traqueteo de un centenar de pies.

«¡ELLA HA VUELTO A ESTE MUNDO DE CONDENACIÓN! ¡LA LUZ DE SU CUERPO ES PÚRPURA Y DORADA! ¡SU HALO SON CINCO MIL BUDAS TRANSFORMADOS! ¡SU LUZ BRILLA SOBRE LOS CINCO CAMINOS DE LA EXISTENCIA! ¡UN RAYO DE LA RAÍZ DE SU CABELLO CIEGA EL MUNDO! ¡LA LUZ DE SU SABIDURÍA NOS LIBERA DE LA CREACIÓN! ¡ELLA VIENE A NOSOTROS DESDE LA TIERRA DE WU-HSIANG! ¡WU-HSIANG, LA TIERRA DEL NO PENSAMIENTO, VIENE A NOSOTROS! ¡AVALOKITESVARA RENACIDO! ¡LUZ ILIMITADA, EL DIVINO BODHISATTVA! ¡LUZ ILIMITADA, EL DIVINO BODHISATTVA! ¡LUZ ILIMITADA, CAKRAVARTIN RENACIDO.

Di avanzó con ellos varias manzanas antes de abandonar el cortejo, jadeando por el esfuerzo de mantener aquel paso acelerado. Se hundió en la multitud, asombrado, y siguió con la vista la imponente columna de cráneos rapados que se alejaba y cuyo canturreo se fue apagando hasta ser inaudible. Envuelto ahora por el excitado parloteo de la gente, se volvió a la persona más próxima a él, un anciano situado justo a su espalda. El magistrado aún trataba de encontrar las palabras adecuadas cuando el anciano respondió a su tácita pregunta.

—Discípulos de la Nube Blanca —dijo el hombre sucintamente. Di dio un último vistazo a las cabezas que desaparecían a lo lejos y se volvió de nuevo hacia su informador—. ¿No se ha enterado? —continuó el hombre—. Hoy se ha producido un milagro.

—¿Un milagro? —repitió Di, estupefacto.

—Sí. Parece que, durante una pequeña ceremonia de consagración de un ala del templo del Caballo Blanco, una talla sagrada del Buda que habían traído de la India se ha transformado en una bandada de inmaculadas palomas blancas. Las aves han volado hacia el cielo y la estatua ha desaparecido. —El anciano se encogió de hombros—. Ha habido decenas de testigos. Mi hermano estaba allí, casualmente, y lo ha visto todo con sus propios ojos.

Di se sentía como si hubiese sido presa de la fiebre durante una semana entera. Llevaba unos días con los nervios a flor de piel, esperando una llamada a su puerta o a su ventana en mitad de la noche, o una carta deslizada en sus manos en medio de una multitud. El «milagro», que estaba en boca de casi toda la ciudad, no podía ser sino una señal de Hsueh Huai-i para hacerle saber que estaba vivo y que se había infiltrado en la secta de la Nube Blanca. El truco del tibetano era sumamente astuto y trasmitía gran cantidad de información. Que sus habilidades como prestidigitador fueran utilizadas para crear milagros no sólo revelaba que se hallaba dentro de la secta sino que, indudablemente, había alcanzado una posición de cierta importancia en ella.

Excitado, Di repasó las perspectivas. Sin duda, Hsueh estaba en contacto con el abad del Caballo Blanco, el «mentor espiritual» de la emperatriz. Probablemente, Hsueh sabía todo lo que había que saber del funcionamiento interno de la Nube Blanca, sus proyectos, su alcance y su jerarquía de poder; quizás Hsueh ya conocía la situación y la extensión de sus puntos débiles, de sus aspectos vulnerables, y al día siguiente podía formar parte de la comitiva del abad de la secta. Sin duda, el tibetano reconocería al magistrado bajo cualquier disfraz que éste adoptara. Era posible que incluso pudieran cruzarse alguna señal.

El día siguiente era el señalado para que Di acudiera al monasterio a asumir su papel de anónimo contemplativo. Se preguntó qué clase de hombre sería el abad de la Nube Blanca. ¿Un simple títere de la emperatriz, como Kao-tsung o como el difunto nagaspa? ¿O un verdadero reto para la mujer? Desde luego, la emperatriz aprestaba las zarpas y desplegaba sus alas como no lo había hecho nunca hasta entonces. Como había apuntado acertadamente Wu-chi, el fuego de la emperatriz estaba siendo alimentado por aquel hombre. Fuera quien fuese, era muy audaz, desde luego, al presentarse con aquel sutra espurio e ilegítimo que cualquiera que estuviese familiarizado con las escrituras sagradas reconocería como una obra apócrifa inspirada en un gran número de fuentes. Sí, un hombre audaz y, a su manera, valiente, pensó Di. ¿Qué clase de valor se requería para acostarse en la cama de la emperatriz?

Ya era noche cerrada y Di había preparado una navaja muy afilada, un poco de jabón y una jofaina de agua caliente. Cuando cogió la navaja agradeció por segunda vez en pocas semanas que sus esposas se hallaran lejos y no tuviesen que soportar de nuevo la visión de su marido con la cabeza afeitada. Al atacar el primer mechón, le vino a la memoria un difuso recuerdo de las caras sonrientes y burlonas de sus hijos en el jardín de Yangchou cuando le habían visto por primera vez con la cabeza desnuda.

Era evidente que el buen abad del monasterio del Loto Puro no había pegado ojo. Sus facciones, normalmente alegres, se afilaban de preocupación y bajo los ojos le habían aparecido grandes bolsas violáceas. A Di le indignó el que una persona tan honrada y bondadosa se viera tan perturbada.

El magistrado había llegado cuando aún era de noche y, según el plan preestablecido, se sumó a los monjes mientras se dedicaban a las oraciones matutinas. Wu-chi permanecería recluido todo el día; aunque sabía que la emperatriz ya había dejado de buscarlo e ignoraba su paradero, la proximidad de aquellos representantes suyos le había producido una gran inquietud.

Nadie sabía a qué hora se presentaría la delegación de la Nube Blanca.

Después de las plegarias matinales. Di compartió el sencillo desayuno de los monjes y pasó la mañana trabajando en el huerto del monasterio. Le agradó mucho el calor del sol en la espalda mientras trabajaba y observó a los insectos que realizaban sus propios quehaceres con laboriosidad y diligencia. La breve vida de un insecto era toda trabajo, reflexionó. Otros animales tenían sus momentos de placer y de relajación. Incluso las activas ardillas se tomaban un tiempo libre en su tarea para retozar en las copas de los árboles. Y el búfalo tenía sus ratos para dedicarse a rumiar y descansar, cuando no tenía el látigo en el lomo y el yugo en el cuello. Él mismo había visto pájaros que chapoteaban en los charcos poco profundos por el puro placer de hacerlo. Pero los insectos no conocían tal respiro. Diseñados por la naturaleza como trabajadores infatigables, no había uno solo entre ellos que se desviara de la norma.

Descubrió un escarabajo panza arriba que agitaba las patas inútilmente mientras las hormigas lo atacaban y enderezó al bicho con la ayuda de un palito. El insecto se alejó con rapidez, como si no lo sorprendiera en absoluto que la providencia le hubiera echado una mano, cuando podría perfectamente no haber reparado en él y haberlo pisado. Di reflexionó que, sin duda, era así cómo los dioses —si existían— intervenían en las vidas de los hombres: siguiendo el impulso del momento.

Llevaba la mayor parte de la mañana trabajando en silencio. Se secó el sudor de la cabeza, extrañamente pelada, y enderezó la espalda un momento para aliviar la rigidez de sus músculos. En aquel mismo instante vio la figura del ayudante del abad Liao que se acercaba con las facciones pálidas como un pergamino y la mano levantada. Sin apresurarse. Di dejó el azadón y se encaminó junto con otros monjes hacia los aposentos del abad, donde se recibiría a los visitantes.

Los invitados aún no habían llegado; por lo tanto, los monjes debían de tener un vigía atento a la carretera que conducía al monasterio. Pero Di sabía que la comitiva se acercaba a la verja porque alcanzaba a oírla; el mismo cántico agresivo y rítmico que había escuchado en las calles de la ciudad la semana anterior invadía ahora la atmósfera bucólica y apacible del lugar. Al pasar con el grupo de monjes bajo la sombra de uno de los frondosos árboles de enormes ramas, el sudor de la frente le produjo un escalofrío.

Mantuvo la mirada baja mientras la comitiva se acercaba con su caminar acompasado. Cuando alzó los ojos, vio un batallón de una decena de monjes de estatura extraordinaria que atravesaba en diagonal el acceso al monasterio, ofreciendo su perfil al grupito de monjes entre los que se encontraba él. El sol arrancó un destello de algo que brillaba en la cabeza de la comitiva. El breve fulgor tuvo un eco en la mente de Di. En aquel instante, el magistrado descifró el enigma de aquellos monjes esculturales: habían sido seleccionados para complementar la gran estatura de su líder, el abad del templo del Caballo blanco, fundador y jefe de la secta de la Nube Blanca y amante de la emperatriz. Del hombre que marchaba a la cabeza del cortejo, con un collar de oro sobre sus ropas sencillas de abad.

Di se rezagó y se ocultó en el quicio de una puerta, en cuya fría sombra permaneció mientras recuperaba el aliento y esperaba a que su corazón desbocado se tranquilizara. No creía que Hsueh Huai-i lo hubiera visto pero, con el tibetano, uno no podía estar seguro. Verdaderamente, podía decirse de él que tenía ojos capaces de ver a través de las piedras.