Año 670, primavera
Luoyang
Wu dormitaba en su baño como si se propusiera quedarse allí el resto de su vida.
—¡Ah, madre! Es como si hubiera nacido por segunda vez. ¡Vuelvo a estar viva! —declaró, pasándose las manos por el cuerpo en el agua caliente—. Estaba encarcelada, encerrada, como una criatura recluida dentro de un horrible caparazón óseo cuya carne no ha visto la luz jamás.
La señora Yang, sentada cerca de ella, se limitó a sonreír.
—Como una pobre tortuga que tratara de cruzar un camino —continuó Wu— y la rueda del carro le pasa por encima y le rompe la concha.
—Qué imagen tan horrible —comentó la madre afablemente.
—Sí. El ruido es espantoso y siniestro y el dolor resulta casi insoportable, pero de algún modo la criatura encerrada en ella sobrevive y he aquí que emerge renovada. ¡Ah!, qué asombroso el modo en que la naturaleza hizo a la mujer. Necesitamos el contacto de un hombre para ponernos en acción… —Se acarició las caderas y los pechos mientras hablaba, paladeando los recuerdos—. Sí, eso es. Necesitamos el contacto de un hombre, y cuanto mayor es su habilidad, mayor es nuestro movimiento y mayor es la distancia que recorremos. ¡Y yo que creía haber encontrado hombres habilidosos en mi vida! ¡Ah, madre! —exclamó con un suspiro.
—¿Te he conducido alguna vez en la dirección equivocada? —preguntó la señora Yang con tono festivo y cómplice.
Wu se volvió y miró a su madre desde el agua.
—No. Nunca. Y debo agradecértelo. Podrías habértelo quedado para ti y yo nunca habría conocido…
—Bueno, querida, hay bastante para las dos, ¿verdad?
Wu sonrió al oír las palabras de su madre. Las miradas de ambas se encontraron.
—Más que suficiente —dijo, y las dos se echaron a reír.
Y el hombre era brillante, además. En comparación con él, el pobre nagaspa muerto se quedaba penosamente corto. Wu descubría ahora que el nagaspa, con sus pretensiones de erudición, había sido un pálido reflejo del nuevo. La pericia del nagaspa como amante, aunque aceptable, tampoco resistía la comparación. Aunque, por supuesto, la oportuna aparición del indio en un momento en que su esposo estaba tan obstinadamente enfermo y cuando la situación estaba haciendo mella en su alma, había parecido un regalo del cielo. Ahora lo comprendía. Era un proceso que se desarrollaba de forma continua: cada vez que ella entraba en un nuevo estadio glorioso de su vida, aparecía un hombre (cada vez más experto, más efusivo, más capaz de satisfacer sus crecientes necesidades).
Wu intentó evocar los primeros tiempos con Kao-tsung, cuando creía que éste era todo lo que necesitaría o desearía jamás. Entonces era joven, un simple capullo de rosa cuyos pétalos apenas empezaban a abrirse. Después, cuando hubo florecido, desplegándose más abiertamente a la lluvia y al sol (así le gustaba imaginarlo), encontró al nagaspa. Todo estaba muy claro. A los demás —los esporádicos encuentros con monjes, mendicantes, estudiosos, peregrinos y algún que otro sirviente, cuyos nombres y rostros apenas podía recordar—, a los que no encajaban tan claramente en su placentera imagen de sucesión y destino, Wu los englobaba en una categoría especial de diversiones y entretenimientos y no dejaba que le emborronaran su imagen ideal.
Ahora, Kao-tsung había desaparecido y ella no sentía más que alivio. Y respecto al nagaspa… Bien, le costaba reconocerlo, pero ciertos aspectos del indio habían empezado a irritarle los nervios. La voz, por ejemplo. Durante el último año había adquirido poco a poco un tono quejumbroso, como si hubiera percibido que el desarrollo natural de las cosas iba a dejarle muy pronto en la cuneta. Y en lugar de retirarse con elegancia una vez cumplido su trabajo, había pugnado indignamente por mantener su posición. Una posición que, al fin y al cabo, había sido un regalo de ella, y el indio debería haber sabido que no la conservaría eternamente. Por supuesto, la emperatriz había sentido un poco de lástima por él. Por lo menos, no era un mero charlatán. Sin duda, había percibido las poderosas vibraciones de su sucesor, que ya se acercaba montado en la ola del destino. También ella las había notado. Sabía que algo extraordinario y asombroso movía ya el aire a su alrededor, se cernía sobre ella, acudía a ella.
Sí, el nuevo también era brillante. Había traído consigo el trabajo al que se dedicaba: su traducción de unos sutras que sólo se conocían en el sánscrito original. La vía por la que los sutras habían llegado a sus manos era un ejemplo de las misteriosas obras del destino. Según le había contado, el hombre trabó conocimiento con un viejo monje —un peregrino que había viajado a la India tantas veces durante los últimos sesenta años que ya no era capaz de contarlas— que en esos días proponía a los transeúntes que le compraran todas sus posesiones terrenales —un hatillo de ropas andrajosas, un cuenco de mendigar, un molinillo de oraciones, unos cuantos utensilios, una caja de madera y un borrico decrépito— por una única moneda de cobre pues, según proclamaba a todo aquel que quisiera escucharle, se disponía a ir al encuentro de la muerte muy pronto. Cuando el nuevo amigo de la emperatriz pasó por el lugar, aceptó la oferta porque, le dijo a Wu, había visto una luz extraña en torno al peregrino.
Y en el interior de la caja forrada de cuero raído estaban los sutras. Naturalmente, se puso a traducirlos de inmediato. Y fue entonces cuando vio que su destino era abrirse camino hasta ella, le había asegurado el hombre a la emperatriz con toda solemnidad. Todavía era pronto para revelar lo que había descubierto. Sí, demasiado pronto. La traducción todavía no estaba completa. Necesitaba más tiempo, y Wu había pensado: «Te daré todo el que precises».
La emperatriz sentía el deseo incontenible de honrar a aquel hombre, a ella misma, a su madre y a todo ser viviente con el que entrara en contacto. Decididamente, dentro de ella estaba creciendo algo, una manifestación tangible de lo que, hasta entonces, habían sido meras abstracciones. Sólo con la visión nítida y penetrante que ahora poseía era capaz de comprender lo aislada y apartada de estos principios que había permanecido sin darse cuenta de ello. Su nuevo amigo le explicó que el espíritu viviente del Buda se expresaba a través de ella, desafiándola no sólo a pensar o a hablar sobre él, sino a identificarse con él. Era el principio más profundo del budismo, que se manifestaba en el mundo a través de sus manos y de sus ojos, de su vida. Algo que no le sorprendía en absoluto, comentó el hombre enigmáticamente. Cuando terminara sus traducciones, lo sabría sin la menor duda, había añadido con una mirada punzante que atravesó a Wu, despertando en ella una desconocida excitación, intensa y profunda.
Sí, pensó la emperatriz con vehemencia, constituiría un ejemplo para todos los seres vivientes del imperio. Estaba dispuesta a dar vida a aquel principio que era el núcleo, el corazón palpitante del budismo. Ésta era su verdadera vocación, su propia esencia vital, la confirmación de sus derechos de nacimiento: el pathos, la compasión, el respeto por la vida…
Rara vez había experimentado Di tal frustración. Si en algún momento había necesitado del desaparecido Hsueh Huai-i, era ahora, aunque sólo fuese para ahorrarse una buena caminata. Durante los últimos días había deambulado por toda la ciudad; tenía los pies doloridos y estaba cansado e irritado. El magistrado se había dedicado a visitar los remotos emplazamientos del proyecto de edificación múltiple más reciente de la emperatriz. Di había querido ver con sus propios ojos la última extravagancia de la soberana.
Podría haber ido en carruaje, por supuesto, pero con ello habría perdido la inestimable ventaja de caminar inadvertido entre la multitud, confundido con ella y oyendo las conversaciones. La gente de la calle tenía mucho que decir y, si uno escuchaba con atención, podía entresacar informaciones valiosas.
Di no acababa de entender cómo o por qué, pero la gente corriente siempre conocía de algún modo si no la verdad completa, al menos partes y fragmentos de ella. Desde luego, el magistrado había obtenido de estas conversaciones más de lo que había sacado de sus colegas funcionarios, que respondían a sus preguntas con miradas inexpresivas y con una vaguedad enfurecedora. Todo el mundo había oído hablar del enorme proyecto de la emperatriz, por supuesto, pero nadie relacionado con los canales oficiales parecía capaz de decir exactamente qué estaba construyendo o por qué. Si aún tuviera a Hsueh a su lado, pensó Di, ya lo sabría.
Con todo, el magistrado realizó unos descubrimientos fascinantes, si bien enigmáticos. Los edificios eran diferentes de cuanto se hubiese levantado nunca en Luoyang. Su origen budista resultaba evidente, pero eran distintos de los stupas que Di estaba acostumbrado a ver. Las inconfundibles siluetas extranjeras recortadas contra el cielo produjeron en Di un sentimiento de profunda inquietud, como si las tropas de un ejército invasor hubieran montado un campamento entre ellos.
Al salir a la calle aquella mañana, el magistrado no sabía cuántas de aquellas extravagancias se estaban construyendo a lo largo y ancho de la ciudad. Pero los mirones que había encontrado en la primera obra, justo en medio de uno de los parques más bellos de Luoyang, le indicaron el emplazamiento de otra, en una reserva forestal en un extremo de la ciudad. De allí, la gente lo envió a la siguiente, y así sucesivamente. Di observó al pie de cada obra a centenares de trabajadores forzosos que se afanaban como hormigas, de modo que la estructura prácticamente crecía ante sus ojos.
Llegó a contar siete de aquellos «templos ancestrales», como los llamaba la gente. Con ellos, la emperatriz honraba a sus antepasados al tiempo que expresaba su fe. Y cuando los edificios estuvieran terminados, se producirían las celebraciones de rigor, con comida y regalos para todos. Otro rumor, inquietante y extraño, decía que la emperatriz se proponía incorporar a su familia a un centenar de ciudadanos corrientes, a los que otorgaría su nombre y convertiría en sobrinos, tías o abuelos honoríficos, y que ellos serían los guardianes de los templos familiares durante el resto de sus vidas.
Un dudoso honor, reflexionó Di mientras se retiraba a descansar para, a la mañana siguiente, estar en condiciones de viajar al monasterio en el que residía Wu-chi. Por lo que había visto, ser miembro de la familia de la emperatriz era tan peligroso como bañarse en un río bajo cuya superficie merodeaban los cocodrilos.
Cada vez que entraba en el monasterio del Loto Puro, Di experimentaba aquella sensación de paz, de refugio, de tranquilidad. Si el verdadero espíritu del Buda residía en alguna parte, tenía que ser allí. Las frías piedras grises, los monjes en oración, la bienvenida humilde y amable del abad… Todo aquello le hacía sentir como si el mundo quedara definitivamente atrás en el momento en que las verjas se cerraban a su espalda.
El abad Liao le había susurrado a Di, con la solicitud de una madre que hablara de su hijo, que Wu-chi estaba descansando. El consejero necesitaba todavía una hora más de reposo, añadió, pero se alegraría de recibirle cuando despertara. Mientras tanto, el magistrado tenía la biblioteca a su disposición.
Así pues, Di estaba sentado en la soledad, agradablemente rancia, de la sala larga y estrecha con sus estanterías repletas de volúmenes, rollos, documentos y textos sagrados, tanto traducidos como en sus idiomas originales. En esta ocasión, el magistrado estaba interesado en los escritos de peregrinos que hubieran viajado al extremo occidente y a las tierras montañosas y hubiesen dejado descripciones detalladas de lo que habían visto.
Sus esfuerzos tuvieron más éxito del que esperaba. Un volumen contenía originales dibujos de la arquitectura budista de diversas localidades. Una imagen a pincel de un stupa le llamó de inmediato la atención por lo familiar de la silueta y los detalles ornamentales. Y la inscripción bajo la estampa decía que era tibetano.
Di leyó el texto que la acompañaba pero no encontró nada significativo. Lo único que alcanzó a apreciar fue que la emperatriz se decantaba progresivamente por las expresiones más esotéricas de su fe. Las expresiones más firmes y concentradas, las más extranjeras. Cada vez menos chinas. Alzó la vista al ventanuco cubierto de telarañas junto al techo de la habitación. La tendencia de la emperatriz ya era, en sí, un hecho bastante preocupante, pero Di no dejó de preguntarse si tenía algún significado oculto que se le escapaba. De nuevo, maldijo la ausencia de Hsueh Huai-i. Su desaparecido amigo podría haberle ahorrado un montón de tiempo y de molestias en aquel asunto. Hsueh habría reconocido de inmediato el origen del diseño de los templos. Y si había alguien que pudiese saber si tal diseño contenía secretos arcanos, era su amigo, el monje.
—Para mí no es tan misterioso —declaró Wu-chi después de recibir a Di en su pequeño patio privado, donde estaba sentado al sol calentando los huesos después de la siesta—. Es muy sencillo. La emperatriz está construyendo templos a los antepasados en honor del clan Wu. Hay siete. El siete es el número cuyo uso está estrictamente reservado a la familia del emperador.
Wu-chi hablaba con indiferencia, con los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia el sol para gozar de sus pálidos rayos. Su tono de voz era tan calmado que, por un instante, a Di se le escapó el sentido de sus palabras.
—¿Entonces, sólo estamos asistiendo a una exhibición de extravagancia y de presunción?
—Estamos asistiendo a algo más —respondió Wu-chi—. La familia Wu, hasta sus más antiguos antepasados, es elevada a la realeza.
—El anciano consejero abrió los ojos y observó la mueca de perplejidad de Di. —Veo que ni siquiera usted la habría creído capaz de tal audacia, pero debe comprender que yo sí la conozco.
Di, aturdido, no fue capaz de articular palabra.
—Sí —continuó Wu-chi—. E incluso voy a hacer una predicción. Pronto, muy pronto ya, tendremos noticias del temible historiador Shu, ese asombroso hombrecillo con su sorprendente capacidad para predecir el futuro o alterar el pasado.
—Pero la familia Li, la dinastía del emperador… —balbuceó Di.
Wu-chi se encogió de hombros:
—Destituir a los muertos es cosa sencilla. Y, como hemos comprobado, los vivos tampoco significan ningún inconveniente para ella.
—¿Pero a qué viene toda esta… —Di vaciló y bajó la voz, cohibido— esta presuntuosa exhibición de imaginería espiritual extranjera?
—¿Se refiere a su profesión de fe budista? —lo ayudó el consejero—. No le preocupe lo que diga aquí —lo tranquilizó—. Entre estas paredes, nadie tomará a mal sus palabras. Mi buen abad deplora la trapacería y los excesos más que nosotros, si tal cosa es posible.
—Desde la muerte del emperador, todo el asunto se ha desbocado —declaró Di—. ¡Templos tibetanos en la capital de la China! ¡Los salones de gobierno rebautizados con nombres impronunciables para unos labios chinos! Supongo que estará al corriente de eso.
—Creo que conozco la respuesta a su pregunta. Sin duda, ha oído que la emperatriz no ha… no ha dormido sola desde la muerte de Kao-tsung y el asesinato de su amante charlatán, ¿verdad?
—Pues no. Lo ignoraba —respondió Di con voz apagada—. Desde hace un tiempo, he perdido contacto con mi fuente directa de información y me temo que, abandonado a mis propios recursos, me entero con mucho retraso de lo que sucede en palacio.
—Yo aún conservo algunos contactos —le confió el viejo consejero—. Además, habría reconocido los síntomas. Alguien aviva el fuego de la emperatriz. Y las llamas se alzan hasta el mismo cielo. Wu tiene un nuevo mentor espiritual —añadió con tono irónico.
Los dos hombres permanecieron sentados en silencio durante unos instantes. Un pájaro trinaba en una rama sobre sus cabezas y hasta sus oídos llegaba el sonido distante de las oraciones de los monjes tras los elevados muros del patio.
—Sí, me he enterado del cambio de nombres —continuó Wu-chi—. Y, según he oído, se prepara otro. Es lógico que en una época de renovación y celebración como la que vivimos —dedicó una sonrisa a Di, que respondió con una débil mueca— se proclame un nuevo lema en el reino. Pronto dejaremos atrás el periodo de Wen Ming, de la «Iluminación Eminente», y entraremos en el glorioso presente de Kuang Chi.
—«Del Descubrimiento de Reliquias» —murmuró Di en tono sombrío—. No me gusta en absoluto cómo suena.
—A mí, tampoco —asintió el consejero—. Pero supongo que el historiador Shu está encantado con el nombre.
Los stupas ancestrales se completaron con tal rapidez que parecían producto de un sueño. Cuando Di supo que toda la ciudad iba a asistir a las ceremonias oficiadas por la emperatriz en el emplazamiento del primero, en mitad del mayor parque de Luoyang, decidió asistir también. Corría la voz de que ese día serían incorporados a la familia imperial los primeros afortunados, de modo que todo el mundo se presentaría vestido con sus mejores galas, en la esperanza de atraer la atención de los emisarios de la emperatriz, que circularían disimulados entre la multitud a la busca de candidatos idóneos. Di decidió que acudiría vestido con ropas raídas para eludir cualquier posibilidad de ser escogido. Y quizá no estaría de más babear y desvariar un poco, pensó sombríamente. Sin duda, habría allí marginados, locos, mendigos y ladrones; un acontecimiento de aquel alcance siempre los hacía salir de sus escondrijos. Por un día, el magistrado sería simplemente uno más de la cofradía.
Cuando terminó de disfrazarse, agradeció que sus esposas estuvieran en Yangchou y no pudieran ver hasta qué punto y con qué facilidad se había transformado en un ejemplo de los despojos humanos que habitan todas las ciudades.
El parque y las calles y vericuetos que conducían a él estaban abarrotados de gente. Por todas partes había padres con sus hijos, chiquillos inmaculados y vestidos con atractivos colores que eran transportados en alto como brillantes estandartes, como diciendo «¡Mirad! ¡Aquí tenéis un principito como no habéis visto otro!». La atmósfera era más que festiva y estaba cargada de una excitación inusual. Di, a su pesar, tuvo que concederle su mérito a la emperatriz. Era ella quien había creado aquel ambiente al conceder a la gente corriente, al menos por un día, la ilusión de que tenía su mágica posibilidad de alcanzar la realeza. Di pensó con ironía que sus hijos serían aderezos ideales para la familia de la emperatriz.
A diferencia de las familias, el magistrado tenía la ventaja de poder moverse solo. Las miradas pasaban de largo cuando tropezaban con él y todo el mundo se apartaba a su paso, evitando claramente su contacto si no era imprescindible.
Notó que se acercaba al lugar porque el aire empezaba a impregnarse de aromas deliciosos y de notas musicales y la multitud estaba cada vez más apelotonada. También advirtió que había hecho acto de presencia un ejército de ladrones. En una jornada como aquella, los hurtos eran cosa fácil y las desapariciones, rápidas.
El magistrado siguió sus actividades con interés, complacido del anonimato que le ofrecía el disfraz. Esta vez no estaba bajo la obligación de llamar a los alguaciles, de efectuar detenciones o de intervenir de ninguna manera. Observó cómo un muchacho flacucho, de apenas once o doce años, se acercaba a un hombre y le quitaba la bolsa del cinto, segando el cordón con tal habilidad que la víctima no se daba cuenta de nada.
Por un instante, le recordó al pequeño asesino que lo había asaltado en su despacho hacía tantos años. El muchacho percibió el interés de Di, le dirigió una breve mirada con sus ojos penetrantes de roedor y, tras observar su aspecto, se alejó con toda calma hasta desaparecer en el bosque de gente.
Di aún no había apartado la vista del lugar por donde se había esfumado el muchacho cuando notó que alguien le pisaba el borde de la túnica andrajosa; la tela desgastada amenazó con rasgarse y el tirón estuvo a punto de arrancarle una manga. Se volvió y se encontró con un tipo ebrio y desastrado cuya indumentaria se hallaba aun en peor estado que la suya. El individuo inició una disculpa elocuente y caballerosa, pero Di sólo prestó atención a las primeras palabras. Su mirada estaba fija más allá del borracho, por encima de la cabeza de éste.
A unos cuarenta pasos, alguien muy alto se desplazaba contra la corriente de la multitud; el hombre, cuyas ropas parduscas contrastaban con los colores festivos de quienes lo rodeaban, sólo ofrecía a la mirada de Di la nuca y los hombros.
—¡Maese Hsueh! —oyó que exclamaba su propia voz. Intentó zafarse del borracho, que aún seguía con sus profusas disculpas. El individuo trastabilló y se enredó de nuevo con la túnica. Esta vez casi lo tiró al suelo. La costura de la manga, ya debilitada, terminó por rasgarse y la tela se desprendió en parte antes de que Di pudiera rescatar el borde de la prenda de entre los torpes pies del beodo.
Con una maldición. Di apartó al tipo a empujones y estiró el cuello desesperadamente. Volvió a ver durante un instante la parte posterior de la cabeza del hombre alto, alejándose como si la muchedumbre agolpada en torno a él no existiera. En vano, Di trató de abrirse camino. El gentío parecía cerrarse obstinadamente a su alrededor, y le impedía avanzar.
Recurrió al empleo de codos y rodillas de modo muy poco considerado. Con ello sólo consiguió aumentar la resistencia, pues los demás le devolvían los empujones, acompañados de insultos. Di se puso de puntillas y oteó el horizonte en todas direcciones, pero era como si el hombre alto no hubiera estado nunca allí. Por fin, frustrado y furioso, sintió deseos de encontrar al borracho que le había pisado la túnica y darle una buena paliza.
La gente seguía mirándole con disgusto. Entonces recordó su disfraz y el aspecto que debía de ofrecer. Tranquilízate, se dijo entre dientes, con las mandíbulas apretadas. Te estás volviendo loco. Un momento antes, estaba completamente seguro de que el hombre al que acababa de ver era Hsueh Huai-i, pero ahora ya no se sentía seguro de nada en absoluto.
Delante de él, el stupa se alzaba hacia el cielo y una oleada de expectación recorría a la multitud. La gente repetía las palabras que se decían en la ceremonia, pasándolas hacia atrás por encima del hombro para que otros las recogiesen y continuaran la cadena. El historiador Shu estaba pronunciando un discurso magnífico, comentaban. A regañadientes, Di abandonó su vana búsqueda del monje y prestó atención a las palabras del personajillo:
—La emperatriz, en su infinita benevolencia y para celebrar la Nueva Era que sin duda se avecina, para hacer más fácil la vida de la gente común en el espíritu de esta Nueva Era, para demostrar que la piedad y la compasión son hechos vivos y no meras palabras, establece en este día sus Siete Actos de Gracia. En favor vuestro, su inmensa familia, la emperatriz decreta que se reduzcan los impuestos, se redistribuya la tierra, se limiten las levas militares, se declare la amnistía en las cárceles, se manumita a siervos y esclavos, se entregue a cada familia arroz para seis meses y se proceda a abolir la pena capital.
»Aunque hoy sólo seréis escogidos unos pocos, la emperatriz desea haceros saber que, en su corazón, ella os tiene a todos vosotros por verdaderos miembros de su familia, del antiguo y glorioso clan Wu, el cual, según ha descubierto vuestro humilde servidor, el historiador Shu, se remonta hasta la familia reinante de la antigua dinastía Chou, en los inicios de la gloriosa historia del imperio, hace muchos milenios. En honor de estos descubrimientos, la emperatriz y el joven emperador han declarado que la dinastía gobernante sea conocida en adelante como dinastía Chou.
Di quedó aturdido, mudo de perplejidad, mientras en torno a él estallaba un rugido atronador. ¿Era así cómo sucedía? ¿Era así cómo terminaban las dinastías? ¿Era posible que Wu se limitara a declarar que los T’ang habían muerto y con eso bastara?
Mientras corría hacia la cita, el magistrado se sintió como un ratón escurridizo. Aquel día, en los salones de gobierno reinaba un ambiente de miradas de soslayo, gestos inquietos y conversaciones susurradas que se interrumpían bruscamente. Di casi estuvo por mirarse la ropa, preguntándose por un instante si no se habría puesto, por error, el disfraz de mendigo.
Una equivocación que hubiera podido cometer fácilmente, tal había sido su prisa y su excitación cuando, aquella misma mañana, había recibido la respuesta del presidente de la Censura concediéndole la audiencia solicitada. Era el mismo tipo que, la vez que concertara una cita con el magistrado, había decidido inesperadamente hacer una visita a su madre. Di no abrigaba muchas esperanzas, pero tal vez el hombre hubiera recuperado la sensatez. Sólo había tenido un encuentro con él y, por tanto, desconocía su carácter, pero sabía que era mejor darse prisa, antes de que el hombre decidiera cerrar la puerta, escapar por la ventana o emprender otro viaje.
Observó con torva satisfacción los rostros inquietos de los funcionarios con los que se cruzó mientras subía la escalinata. Aquello no se parecía en nada a la atmósfera de gozosa celebración que reinaba el día anterior en el parque. Por cobardes que fueran, todos aquellos hombres habían pasado la vida dedicados a las tareas de gobierno y parecían darse cuenta del terrible insulto que la emperatriz les había propinado a todos y de las falacias que amenazaban la urdimbre misma de sus existencias. Al menos, algunos de ellos lo entendían. Y, sin duda, había otros que todavía se movían envueltos en una bruma protectora de complacencia. En cuanto a los demás, murmuró entre dientes mientras se acercaba a la puerta de la Oficina de la Censura, ojalá su inquietud se transformara en una buena jaqueca.
El magistrado fue conducido a presencia de dos hombres bastante jóvenes a los que tomó por ayudantes del que iba a ver. Uno estaba sentado tras una mesa y el otro, de pie a su lado. El primero exhibía una sonrisa afable.
—Bienvenido, magistrado Di. Nos alegramos mucho de verlo. ¿Le apetece un té?
—Sí, gracias —respondió Di con cierta brusquedad—. Pero antes, una pregunta: ¿el presidente de la Censura me espera en su despacho, como me ha asegurado que haría?
Los dos jóvenes intercambiaron una mirada.
—Está en el despacho, ciertamente —respondió el que estaba sentado—. E impaciente por verlo, señor. Y también lo está el Primer Secretario, que ha sabido de su visita y ha querido estar presente en la reunión. ¡Hay muchos asuntos importantes que tratar!
¡El Primer Secretario también! Otro hombre que Di había tratado apenas un par de veces. El magistrado no se esperaba aquello en absoluto, pero no le pareció mal. Al contrario: tanto mejor. Era el momento de protestar, y de hacerlo enérgicamente. Si conseguía reunir aunque sólo fuera un puñado de hombres rectos en torno a él, redactaría un memorial y apelarían al trono.
—Excelente —dijo Di y se instaló en una silla—. Haced el favor de decirles que estoy impaciente por reunirme con ellos.
Los dos ayudantes se miraron de nuevo. Esta vez, fue el que estaba de pie quien sonrió.
—¡Pero, maese Di! —respondió—. ¡Los tiene ante usted en este mismo momento!
Di se quedó mirándolos, desconcertado.
—¿A qué se refiere, exactamente? —preguntó con cautela.
El joven sentado tras la mesa se encogió de hombros.
—Yo soy Wu San-ssu, presidente de la Censura, y éste es Wu Cheng-ssu, el Primer Secretario. Mi hermano —añadió, casi como si se le ocurriera de pronto.
—Nuestros predecesores se han retirado —dijo el que estaba de pie.
Di se levantó de su asiento bruscamente, apartando la bandeja con el servicio de té qué le ofrecía un criado en aquel instante.
—¿Puedo preguntaros qué parentesco tenéis con la emperatriz? —preguntó con frialdad.
—¡Ah! Somos sus sobrinos, claro —respondió el que estaba de pie. Di dio media vuelta y se dispuso a abandonar el despacho—. ¡Maese Di! ¡No se vaya tan pronto, por favor! Hay muchos asuntos importantes que debemos tratar.
—No tengo nada que tratar con vosotros —declaró el magistrado. Abrió la puerta de un empujón y salió de la estancia, pero los dos hermanos salieron también, pisándole los talones.
—¡El retiro de los príncipes Li! —exclamó la voz de uno de ellos mientras Di avanzaba con paso enérgico por el pasillo. Al oír aquello, el magistrado se detuvo y volvió la cabeza. Miró a los dos hermanos, percibió, incongruentemente, el gran parecido entre ambos y esperó a que expusieran lo que tuvieran que añadir.
—¡Sin la colaboración de usted, no puede llevarse a cabo con la dignidad y la delicadeza que se merecen! —El que había ocupado el asiento tras el escritorio del despacho mostraba ahora una ancha sonrisa—. ¡Usted es el único que puede hacerlo, magistrado! Esos príncipes necesitan su ayuda… y la emperatriz lo consideraría un favor personal.
—El exilio y la degradación, Wu-chi. Eso es lo que significa el «retiro» en la jerga de la emperatriz. Hay veinte príncipes, primos, sobrinos y otros miembros de la familia del emperador encarcelados como delincuentes comunes y pendientes de ser enviados al infierno húmedo y bochornoso de la isla de Hainan, tres mil li al sur de aquí, junto con un gran grupo de funcionarios y estudiosos «jubilados» que se han declarado incapaces de seguir trabajando con la emperatriz. Yo he intervenido en las gestiones o, mejor dicho, se me ha permitido intervenir. He tenido que encontrar un lugar para cada uno de ellos en un plazo ridículamente breve, bajo la amenaza de ser enviado a Hainan con los demás si no lo conseguía. La emperatriz sabía que no tendría más remedio que consagrarme a ello si quería salvar a esos desgraciados. Seguro que le ha complacido mucho demostrarme que podía tirar de los hilos y hacer bailar a Di Jen-chieh como a cualquiera. Finalmente, he conseguido enviarlos a Yangchou e instalarlos en las fincas de algunos amigos míos acomodados. Sí, los he «rescatado», pero todo ha sido una burla refinada. Se ha mofado de ellos y de mí —terminó de contar el magistrado con gesto abatido.
—¿Acusaciones de conspiración, supongo? —apuntó Wu-chi. Di asintió y el viejo consejero añadió con voz cansada—: Esa mujer está desmantelando a los T’ang piedra a piedra. Elimina a los herederos legítimos de la familia del emperador y los reemplaza por pretendientes bufonescos de su propia familia y por gente de la calle, al tiempo que atribuye categoría de realeza a sus antepasados plebeyos. Pero la burla que usted ha sufrido, amigo mío, es poca cosa en comparación con las que tuvieron que padecer mis colegas. —Wu-chi permaneció sentado sin añadir nada, sumido en sus recuerdos. Por fin, continuó—: En realidad, me sorprende que la emperatriz se muestre tan magnánima. Estoy seguro de que rebosa admiración por ella misma y por su ánimo compasivo. —Tras otro momento de reflexión, añadió—: Últimamente, da la impresión de estar de un humor excelente. Me he enterado de los Siete Actos de Gracia que su majestad imperial ha concedido tan benévolamente a su pueblo. Este «retiro» de los príncipes Li es sin duda, desde su punto de vista, otro acto equiparable de gracia y de clemencia. ¡Y tiene mucha razón al considerarlo así! Al fin y al cabo —añadió con un encogimiento de hombros—, podría haberse limitado a matarlos. Sí, la emperatriz muestra un estado de ánimo muy expansivo y magnánimo. Y, por supuesto, nosotros sabemos por qué.
Di no respondió, pero se le escapó un gruñido. Aquél no era un tema en el que quisiera profundizar o reflexionar con más detalle.
—Mi abad me ha contado que el «mentor espiritual» de la emperatriz le ha escrito una carta recientemente —expuso Wu-chi con su tono tranquilo e informal, que siempre sorprendía a Di. El magistrado miró a su amigo:
—¿Se refiere a su…? —No conseguía dar con la palabra adecuada.
—A su santón. Su amante —apuntó Wu-chi, conciso.
Sus palabras provocaron de inmediato la alarma de Di.
—¡Espero que esa carta no tuviera que ver con usted!
—No, no. Nada que ver —lo tranquilizó el consejero—. Por lo que a Wu se refiere, llevo muchos años muerto. No; la carta contenía una propuesta a mi buen abad. Parece que ese… ese hombre santo, ese monje, se propone fundar una secta para honrar la gran Nueva Era en la que estamos entrando. La idea cuenta con todo el apoyo y todas las bendiciones de la emperatriz y, al parecer, el monje está visitando o poniéndose en contacto con gran número de monasterios de la ciudad y sus alrededores. Los está reclutando, por así decir.
—¿Y me equivoco si doy por sentado que ese «reclutamiento» lleva aparejada una sustanciosa dotación económica?
—No se equivoca, en efecto. Una cantidad muy generosa. Y, a cambio, los monasterios sólo estarían obligados a acoger entre sus muros a los novicios de la nueva secta. Y, por supuesto, a introducir un cambio gradual hacia un nuevo orden de existencia, hacia un nuevo cuerpo de enseñanzas. No parece mucho pedir, ¿verdad?
—¿Y qué ha respondido el abad?
—Ha declinado el ofrecimiento con su impecable humildad y elegancia de costumbre.
—Sin duda, otros abades menos humildes y elegantes habrán actuado de otra manera.
—Sin duda.
—¿Y bajo qué nombre, si puedo preguntarlo, se conocerá a esa gloriosa nueva secta?
Wu-chi reflexionó unos instantes.
—El nombre es de lo más inocente. Suena dulce y tierno como el verso de una mujer. Y se le va de la cabeza a uno con facilidad. Deje que me acuerde… ¡Ah, sí! La Nube Blanca.
—La Nube Blanca —repitió Di, despacio—. Bien, amigo Wu-chi, quizás a usted todo esto le parezca un pequeño capricho impulsado a la deriva por la brisa. Pero a mí me sugiere el alarido de una flecha, salida del arco de un demonio del infierno, que corta el aire en pos de mi corazón.