Año 653
Yangchou
Con paso rápido, Di se sumó al flujo de humanidad que avanzaba por el paseo principal. Aquella noche había dormido mal, impaciente por ver amanecer y lleno de curiosidad y expectación. Había hecho llevar la carta de citación al mayordomo de la casa del ministro de Transportes el día anterior y al cabo de una hora le respondían que sería recibido por la mañana. No fue hasta que el sueño se negó a visitarle cuando, finalmente, comprendió hasta qué punto se le había metido dentro, hasta el fondo del alma, aquel primer caso. Y, sin embargo, ahora se disponía a seguir hurgando en el asunto. Caminó a buen paso bajo el aire agradable de la mañana y dejó atrás la fatiga rápidamente. Abandonó el paseo principal y tomó una calle ancha, llena de vendedores y de bullicio.
Concentrado como estaba en sus pensamientos, tardó en advertir que lo seguían. Con rítmico golpeteo de sus uñas un perrillo flaco marchaba tras él con el hocico pegado a sus talones. Di probó a aminorar el paso y luego volvió a apretarlo, aún más deprisa que antes. El perro, una criatura patética sin el menor atractivo, se mantuvo a poca distancia con un trotecillo esforzado de sus cortas patas. Di continuó el juego durante casi media manzana más antes de darse por vencido y volverse, por fin, hacia el animal. Se agachó, extendió una mano suplicante y emitió unos ruiditos, incitándolo a acercarse más.
Observó que en el interior del animal se desarrollaba una gran batalla. Deseaba acercarse, pero no conseguía reunir el valor preciso para decidirse. En lugar de ello, metió la cola entre las piernas y se retiró, sin dejar de dirigirle miradas ansiosas con sus ojos tristones. Tras varios intentos, Di se dio por vencido, se incorporó y continuó la marcha. Sus pensamientos volvieron una vez más al asesinato, a la dentadura del jardinero y a las extrañas tallas religiosas. Al cabo de unos cien pasos, se dio cuenta de que tenía de nuevo al perro pegado a sus talones. Se detuvo y volvió la cabeza.
—De modo que quieres algo de comer, ¿no?
El perro se detuvo también y se encogió, siempre con la cola entre las patas y la cabeza gacha. Pero esta vez, al comprobar que Di mantenía su posición, no retrocedió.
—Tú ganas. Te buscaré algo que llevarte a la boca. —Echó un vistazo a su alrededor y estudió los tenderetes situados a ambos lados de la calle. Se le contrajo el estómago y cayó en la cuenta de que él también estaba hambriento—. Me recuerdas mucho a mis hijos, ¿sabes? —Di dejó caer en su mano algunas monedas de la bolsa—. Esto no será muy distinto a desayunar con ellos. Esos pequeños también se pegan a los talones de su padre mientras éste los alimenta. Después, si te he visto, no me acuerdo.
Más tarde, cuando los dos hubieron comido, Di continuó su camino y el perro le siguió, a distancia pero sin vacilar.
Di se permitió una pequeña fantasía, una ensoñación en la que veía a sus dos pequeños gateando hacia él, sucios y ateridos, famélicos y muy, muy sumisos después de haber sido arrojados a la calle quince días antes.
Mientras aguardaba en uno de los espaciosos jardines de la extensa y lujosa propiedad del ministro de Transportes, Di posó su mirada en cuatro muchachas, gráciles como ciervas, reunidas a unos cien pasos de distancia bajo el brillante follaje otoñal de un árbol gigantesco.
—El amo era un auténtico conocedor —decía el administrador de la casa—. Sólo le interesaba el mejor género en todo. Los objetos de calidad dudosa le traían sin cuidado —añadió en tono concluyente, con aire engreído.
Di, con los ojos todavía en el grupo sentado bajo el árbol, reconoció el rostro del mayordomo, una imagen plana sin rasgos distintivos en la periferia de su campo de visión, vuelta hacia él con expectación, a la espera de las alabanzas de Di al excelente gusto de su difunto amo.
—Estoy seguro de ello —asintió, obligándose a concentrar de nuevo la atención en el hombre.
—Sin duda, cuando le he acompañado a través de la casa, habrá observado la calidad del mobiliario —prosiguió el administrador con seriedad—. El amo sólo permitía a un grupo escogido de servidores cuidar de los muebles y las obras de arte. Exigía que lleváramos guantes de seda cada vez que tocábamos algo.
—He notado que apreciaba especialmente los objetos de importación —comentó Di—. Parece que tenía un gran interés por… por piezas extranjeras inusuales.
—¡Oh, sí! —declaró con orgullo el mayordomo—. Mi amo me había encomendado personalmente el cuidado de las piezas excepcionales. Tenía que ocuparme de que las mezclas de aceites y ceras estuvieran en buen estado, sin adulterar, y de que se utilizara la más indicada para cada mueble. Era muy importante, ¿comprende usted? Mis instrucciones eran que las superficies de las mesas brillaran hasta que uno se viera reflejado en ellas.
—¡Fascinante! —exclamó Di, con una expresión forzada de interés en el rostro, aunque sus pensamientos vagaban muy lejos de las ceras y los brillos de las mesas—. La tarea debe de haber sido una gran satisfacción para ti, ¿verdad? Y, sin duda, las estatuas también requerían una atención especial —añadió, alentándolo a continuar—. Sobre todo, las piezas más antiguas.
—Desde luego —asintió el otro—. El mismo me aleccionó sobre los cuidados que debían recibir. Naturalmente, mi amo no tenía a la vista las obras más extraordinarias por su rareza o por su antigüedad.
—¡Vaya! —exclamó Di—. ¡Esa colección privada debe de ser verdaderamente excepcional!
—La conservaba en una sala especial —explicó el mayordomo con orgullo—. ¿Le gustaría verla?
—¡Desde luego que sí! —respondió Di—. Te lo agradezco.
Abandonaron el jardín y tomaron un sendero de losas agradablemente ornamentado. Cuando se acercaban a la entrada de la casa, dos chiquillas se hicieron a un lado, cogidas de la mano, y contemplaron el paso del imponente desconocido. Di sonrió a las pequeñas, que eran de la edad de sus hijos, más o menos. Una de ellas le devolvió la mueca con coquetería y Di admiró su boquita, un capullo de rosa perfecto; la otra chiquilla mantuvo una expresión solemne. Lo que necesitaba eran hijas, reflexionó el magistrado mientras volvía la cabeza para lanzar una nueva sonrisa a la chiquilla de bonitos hoyuelos. Los hijos le sacaban a uno de sus casillas.
Ya en la casa, cruzaron las estancias frescas, oscuras y llenas de olores que habían pertenecido al ministro de Transportes. En el interior de la mansión, perfectamente ordenada y decorada con gusto exquisito y armonioso, reinaba el silencio; incluso Di, ajeno a la casa, podía percibir la notoria ausencia del amo de aquella propiedad. Las pisadas del magistrado y de su guía apenas se oían sobre las gruesas alfombras.
—La sala privada está al otro extremo de las dependencias —indicó el mayordomo con un susurro—. Ocupa un espacio rodeado de roca por tres lados, de modo que el lugar siempre se mantiene fresco y a una temperatura constante.
Mientras hablaba, una hermosa joven salió de una habitación y se coló en otra, cruzando el pasillo delante de ellos; antes de desaparecer, la muchacha dirigió una breve mirada a los dos hombres al tiempo que el mayordomo le dedicaba una respetuosa inclinación de cabeza.
—Verá, señor, —continuó el mayordomo—, los cambios extremos de temperatura, si se producen con demasiada frecuencia, perjudican las piezas. Sobre todo las de madera. Se secan, se cuartean y pierden el lustre.
—En efecto —asintió Di, esforzándose en mantener en su tono de voz un asomo de interés por lo que le contaba—. Lo que dices es muy cierto.
La muchacha había dejado en el aire un delicado aroma a agua de flores que percibieron al cruzar su estela; Di lanzó una mirada a hurtadillas hacia la puerta de la izquierda, por la que había desaparecido la muchacha, con la esperanza de verla otra vez.
—Al ocuparnos de objetos de mucha antigüedad, cargamos con una responsabilidad muy grande —añadió mientras estiraba el cuello, pero se llevó una decepción al encontrar solamente otro pasillo vacío.
Di se andaba con tiento con lo que decía y procuraba ser lo más ambiguo posible. Aunque en esta visita llevaba el gorro y la túnica de magistrado y se había presentado como tal, no había hecho la menor referencia a sus sospechas ni a la extraña colección, indudablemente ilícita, que había descubierto en el despacho del ministro. En lugar de ello, había escogido una vía indirecta —hablando en términos generales de objetos robados del despacho del ministro con ocasión del asesinato, de inventarios y demás— que, esperaba, lo conduciría al terreno adecuado. Sin embargo, tendría que actuar con mano firme, pues la conversación ya había mostrado una pronunciada tendencia a atascarse en callejones sin salida e irrelevantes. Di tenía la sensación de que sólo había conseguido evitar una conferencia exhaustiva sobre las virtudes de las diferentes fórmulas de las ceras embellecedoras.
Salieron del edificio principal y atravesaron otro jardín bajo un sol que resultaba muy brillante en contraste con el interior de la mansión, casi en penumbra. Di oyó unas voces infantiles entonando una cancioncilla. Se volvió hacia donde sonaban las voces, protegiéndose los ojos de la luz, y distinguió media docena de cabecitas relucientes que apenas asomaban sobre los bajos arbustos ornamentales que rodeaban un pequeño claro. Un coro de chiquillas, cantando en un luminoso rincón secreto del jardín. Di lo contempló, encantado. ¿Sus hijos se sentaban alguna vez a cantar juntos? ¡No! Sólo se juntaban a conspirar para provocar la discordia y el caos.
—Las pequeñas, por supuesto, no están sujetas a la observancia del luto —explicó el mayordomo en tono de disculpa—. No alcanzan a comprender realmente que no volverán a ver a su padre.
—Claro que no. ¿Cómo van a comprenderlo? —asintió Di, comprensivo—. ¿Por qué estropearles la diversión? No tardarán mucho en descubrir las penalidades de la vida.
Penetraron en otra dependencia de la hacienda y llegaron ante una imponente puerta de madera. El mayordomo levantó el pestillo casi con reverencia, como si fueran a entrar en un templo. La sala —una cueva, en realidad— estaba a oscuras; el criado encendió una lámpara y dirigió una sonrisa a Di.
—Éstos son sus tesoros especiales. Muy antiguos y excepcionales.
Di miró en torno y distinguió figuras de caballos y jinetes, de elefantes y de toda suerte de monos demonios. Eran piezas antiguas y selectas, poco comunes y de origen evidentemente extranjero, indias en su mayor parte. Pero no había ninguna muestra del misterioso arte erótico religioso.
El mayordomo sostuvo en alto la lámpara con orgullo de propietario en sus facciones. Di se adentró en la estancia e inspeccionó diversas piezas entre murmullos de aprobación para que el individuo no se sintiera decepcionado.
—Estas obras indias tienen una calidad extraordinaria —apuntó—. Extraordinaria. Siento una gran predilección por el arte indio —añadió, como si acabara de descubrir tal preferencia en aquel mismo instante—. Me parece haber visto otras figuras que debían de tener la misma procedencia. Estaban en el despacho del ministro. Una colección muy interesante. ¿Hay más piezas de ésas aquí? —inquirió—. Más obras… de esas que se guardan muy en secreto, digamos. Escenas realmente exóticas, me refiero.
La expresión satisfecha del mayordomo dio paso a una tensa mueca de desaprobación. Era evidente que comprendía muy bien a qué se refería el magistrado.
—Señor —respondió—, estoy seguro de que lo comprenderá. El ministro era un hombre de mundo, degustador experto de muchas cosas. Sus intereses eran muy amplios pero, con sus hijas en la casa, mal podía guardar esas… esas obras de arte bajo este techo. Sólo estuvieron aquí el tiempo imprescindible para separarlas del resto de objetos y embalarlas para su traslado. Sería absolutamente intolerable que unas niñas vieran… esas cosas —concluyó débilmente, con aire turbado.
—¡Oh! ¡Desde luego! —se apresuró a exclamar Di—. Por eso las guardaba en el despacho. Claro, claro… —murmuró, al tiempo que le venía a la cabeza una pregunta, una curiosidad que no se le había ocurrido hasta aquel momento—. ¿Cuántas hijas ha dejado el ministro? —Di había visto al menos diez chiquillas en el breve transcurso de su visita. ¿Y la muchacha del pasillo?
—Treinta y siete —respondió el mayordomo con orgullo.
—¡Treinta y siete! —repitió Di, asombrado—. ¿Y cuántos hijos?
—Ninguno, magistrado. Sólo hijas.
—¡Treinta y siete hijas y ningún varón! —exclamó Di, incrédulo—. ¿Cómo es posible? ¿Cuántas esposas tuvo tu amo?
—Sólo dos, señor.
—¿Dos esposas, treinta y siete hijas y ningún hijo? Las mujeres debían de quedar medio muertas de tanto parir —comentó—. Y ningún hijo varón. ¡Perdona que lo diga, pero todo esto es muy extraño!
El mayordomo mostraba de nuevo un aire apurado.
—Bueno, señor, verá… En realidad, no ha habido ningún parto. El ministro no tiene…, mejor dicho, no tenía… descendencia propia. Todas esas hijas son adoptadas.
—¿Que no tenía descendencia y adoptó sólo hijas?
Esta vez, la revelación dejó a Di absolutamente perplejo. El mayordomo se encogió de hombros.
—Las prefería a los chicos. Una cuestión de gustos. A mi amo le agradaba estar rodeado de mujeres.
Di reflexionó un momento y recordó sus propios pensamientos cuando, cruzando el jardín, había oído aquellas tiernas vocecillas. La idea, pues, no era del todo incomprensible, aunque él no la había tomado demasiado en serio; sus hijos eran una prueba penosa para él, le hacían envejecer prematuramente… pero eran sus hijos, su más preciada posesión. ¿O no?
—Bien, los orfanatos deben de estarle muy agradecidos —apuntó—. ¡Treinta y siete! ¡No resulta fácil colocar a las niñas… y menos en una casa tan buena como ésta!
—¡Oh!, mi amo no las sacaba de los hospicios —contestó el criado—. Se las traía un caballero.
—¿Un caballero? ¿Qué clase de caballero?
—Un caballero… de color —respondió el mayordomo con un balbuceo.
—¿Qué significa «de color»? ¿Era un africano, un moro?
—¡Oh, no, no! Era un indio, creo. Acudía dos o tres veces al año con una selección exquisita de chiquillas, algunas de ellas niñas de pecho y ninguna mayor de dos años. Se presentaba con diez o doce y el amo las estudiaba detenidamente. Después, escogía. A veces una, a veces tres y, en ocasiones, ninguna.
—¿Y las que no quería?
—Se marchaban con el caballero. No sabemos adonde iban, o qué era de ellas.
—¿Y de dónde procedían? —insistió Di.
—Tampoco lo sabemos. El amo no nos comentó nunca nada y nosotros no le preguntamos.
—¿Y no tienes idea de quién era el caballero? ¿Conoces su nombre o algo de él? ¿Parecía tratar bien a las niñas? —Las preguntas brotaban ahora de su boca sin cesar y su actitud era la de un funcionario que hacía el inventario de artículos olvidados.
—No, no —respondió el mayordomo, sonrojado—. Es decir, sí, las trataba muy bien. Con gran solicitud, en realidad. Todas estaban limpias, bien vestidas y bien alimentadas, de eso no cabe duda. Y las trataba con dulzura. Pero ignoro cómo se llamaba y cualquier otra cosa de él. Sencillamente, un buen día llegaba, pasaba a los aposentos privados del amo con las niñas y volvía a marcharse. Un par de veces al año; tres, en ocasiones. Es lo único que sé.
—Pero tú lo viste —insistió Di—. Sabes qué aspecto tenía.
—Lo lamento, magistrado —respondió el mayordomo—, pero para mí todos los indios son iguales. No sabría distinguir uno de otro. Quizás estuviera relacionado con algún monasterio de la ciudad. En ellos hay muchos indios… —añadió con un hilo de voz.
Di perdió la paciencia. El criado no le resultaba de ninguna utilidad. Se admiró de la complacencia de la gente y de su absoluta falta de curiosidad; estaba seguro de que, de haber sido él un miembro del servicio doméstico del ministro, si un extraño visitante indio se presentase dos veces al año con un surtido de niñitas para que el dueño de la casa escogiera algunas, habría averiguado cuanto hubiese podido acerca del hombre, aunque sólo fuera por pura curiosidad. Las propias chiquillas habrían podido decirle de dónde venían, si no fuera porque habían llegado siendo tan pequeñas.
—¿Era viejo? ¿Joven? ¿Gordo? ¿Delgado? –insistió. —¿Cuántos años ha durado el asunto? Algunas de las muchachas parecen ya mayores.
El mayordomo se esforzó en recordar.
—No era joven ni viejo. No era delgado, pero tampoco se le podría llamar gordo. —Excelente, pensó Di, aunque no dijo nada. ¡Aquello sí que era una descripción detallada!—. Llevaba ropas chinas, si eso le sirve de algo —continuó el criado—. Y el asunto ha durado diez años… por lo menos. Acaso más, pero yo sólo llevo diez años en la casa. Sí, la hija mayor del amo tiene diecisiete años, de modo que me aventuraría a decir que ha durado todo ese tiempo.
—Supongo que no tienes idea de dónde sacó tu amo esa colección de arte indio que guardaba en el despacho, ¿verdad?
—Desde luego que no, magistrado —respondió el hombre, muy estirado, con una nueva mueca de desaprobación—. Ni he querido tenerla.
Para abandonar la casa del ministro, Di desanduvo su camino por pasillos, estancias y jardines. Del interior de la casa le llegaron unas risillas y el rumor de unos piececitos que corrían; en el jardín, el pequeño coro seguía cantando.
El perro aguardaba a Di exactamente donde lo había dejado. Cuando vio que Di cruzaba la verja de la entrada, alzó bruscamente la cabeza; después, se incorporó y trotó tras él.
El magistrado se preguntó dónde podría averiguar algo acerca de un caballero indio, ni joven ni viejo, ni gordo ni delgado, que había pasado por la ciudad durante por lo menos diecisiete años. Anduvo un buen trecho sumido en reflexiones, con el roce chirriante de las uñas del perro en los adoquines tras sus talones. Se le ocurrió una idea. Tal vez, después de todo, el mayordomo no había resultado del todo inútil. Al menos, era un punto de partida.
Di cambió de postura. Le dolía terriblemente la rabadilla y el tosco carro de bueyes le sacudía los huesos de tal modo que una serie de pequeñas y precisas punzadas de dolor recorrían su espinazo hasta la nuca. Se agarró a una carga de leña en un esfuerzo por mantener una posición que no le resultara demasiado dolorosa, al tiempo que intentaba evitar que algunos pedazos de madera le cayeran encima.
Por rústico y destartalado que fuese, el carro del campesino seguía siendo preferible a tener que caminar los cinco últimos li que separaban las puertas occidentales de la ciudad del monasterio de la Nube dorada. Aquel día, los pies no le habrían llevado mucho más lejos. Y, como había hecho en todo momento, el perrillo seguía trotando infatigable junto a la gran rueda trasera derecha, a su lado o inmediatamente detrás de ella. A veces, Bribón —tal era el nombre que Di había decidido poner al animal— desaparecía de la vista y Di tenía la certeza de que, si volvía la cabeza, vería su cuerpo aplastado en mitad de la carretera; pero luego el perro reaparecía, ileso, moviendo sus cortas patas más deprisa que nunca para volver a colocarse a la altura del carro.
Al salir de la casa del ministro de Transportes, aquella mañana, Di había vuelto a casa, se había cambiado de ropa y, siguiendo la débil pista que le había proporcionado el criado, había pasado el resto del día visitando cuatro monasterios budistas, incómodamente situados en los rincones más remotos e inaccesibles de la ciudad. Hasta aquel momento, no había descubierto nada salvo una creciente sensación de que la búsqueda era inútil.
Y aquellos pequeños monasterios habían demostrado tener algo más en común: eran cochambrosos, deprimentes y descuidados, con las pinturas murales desconchadas y el revoque de las paredes agrietado, los lienzos del altar descoloridos y los iconos raídos y deslustrados por el tiempo y el exceso de manoseo.
Los monasterios no habían proporcionado a Di más que la oportunidad de echar una mirada de cerca al proceso de decadencia que provocan el abandono y la indiferencia. Los monjes que había encontrado allí, dedicados rutinariamente a los rituales diarios entre los muros casi en ruinas, no habían oído nada de un forastero. Ninguno de ellos había enarcado siquiera una ceja o había cambiado un ápice su expresión ante los medidos comentarios de Di, entre los cuales había dejado caer —con lo que consideraba una exquisita despreocupación— un par de menciones a un caballero de color, un indio. Di no siempre era capaz de discernir cuándo alguien le ocultaba algo, pero en esta ocasión creía poder asegurar que los monjes no mentían.
El mayordomo tenía razón: muchos de los indios que circulaban por China lo hacían bajo los auspicios de algún establecimiento budista. Si el hombre que Di buscaba no era una excepción, resultaba más que probable que viajara bajo el patrocinio de un monasterio que pudiera pagar el desplazamiento y los honorarios con alguna finalidad exótica y esotérica relacionada con la religión: llevar nuevas enseñanzas, restaurar alguna vieja reliquia, descubrir nuevos textos o traducir unos sutras, todo lo cual, como sabía Di, estaba muy en boga en aquellos momentos. El indio, fuera quien fuese, tenía que haber aparecido en algún momento previo al inicio de la relación clandestina que había establecido con el difunto ministro de Transportes, y después de ver los pequeños y ajados monasterios del interior de la ciudad, tal vez había decidido emprender el trayecto hasta el de la Nube Dorada, emplazado en el campo, que era mucho mayor y estaba mejor provisto.
Naturalmente, cabía la posibilidad de que el escurridizo caballero de color no tuviera nada que ver con los budistas y que el dolor de pies de tanto caminar fuera en vano, pensó cuando el árbol retorcido que señalaba su destino apareció en el camino polvoriento. En efecto, el monasterio de la Nube Dorada era visible desde el camino, como le había asegurado un labriego, pero después de lo que había visto durante el día, no esperaba encontrarse con algo semejante.
Era un recinto enorme y majestuoso situado en medio de unos campos de cultivo que se extendían de un extremo a otro del largo valle orlado de árboles. Desde la posición de Di, junto al camino, unos aleros adornados como los de un palacio asomaban entre los árboles aquí y allá. Hermosas pasarelas rojas y doradas salvaban los riachuelos encajonados entre rocas. El conjunto de aquel enorme y refinado monasterio estaba desde luego diseñado por el hombre, pero con tal exquisitez que enaltecía la naturaleza que lo rodeaba. Era un lugar sumamente grato y lleno de auspicios geománticos. Delante de Di se abría un camino que descendía hacia allí, tentador. Tras sacudirse el polvo de la ropa, inició la bajada con Bribón pegado a los talones.
Mientras se acercaban al monasterio, Di pensó que era extraordinario que hubiera pasado la vida sin casi prestar atención, a aquella religión budista que, aunque de procedencia extranjera, había penetrado hasta tal punto en la mente, el corazón y la fibra mítica de China que se había entretejido con ellos como en un tapiz: un sistema, o una multitud de sistemas, según el entender de Di, que de algún modo conformaba los pensamientos, actos, costumbres y vidas de un número enorme de chinos. Si tenía en cuenta este arraigo y la difusión de las instituciones budistas por todo el imperio, Di había tenido, sorprendentemente, pocos encuentros con ellas. El budismo había estado siempre ahí, sin más. Al pensar en ello se dio cuenta de que cuando entraba en casa de alguien rara vez reparaba en los iconos budistas de los altares familiares. Tales cosas, como las piedras en un campo o las hojas en un sendero en otoño, eran tan corrientes que le resultaban prácticamente invisibles.
Antes de entrar en el recinto del monasterio de la Nube Dorada, Di hizo un alto y se sentó en un banco bajo una arboleda de viejos troncos de corteza áspera. El perro aguardó a sus pies, jadeante, con la larga lengua rosa colgando de su boca. Cuando observó lo que sucedía tras la verja principal del monasterio, Di se llevó una nueva sorpresa: en contraste con los otros establecimientos, éste bullía de actividad. Numerosos monjes cruzaron ante sus ojos, yendo y viniendo de una dependencia a otra; otros, en pequeños grupos, conversaban y se reían. Di distinguió también a muchos devotos solitarios que caminaban con la cabeza inclinada. A la vista de toda aquella actividad, se habría dicho que se adoraba algo, que allí se veneraba a alguna deidad; pero, aunque Di apenas conocía nada del budismo, al menos sabía que tal impresión era falsa.
Bribón levantó la cabeza con cautela e irguió las orejas. Se acercaba alguien; una figura oronda envuelta en una túnica azafrán avanzaba por el camino que arrancaba de la puerta del monasterio, adornada con azulejos.
—¿Vienes hambriento, peregrino? —preguntó el hombre cuando estaba aún a cincuenta pasos del magistrado.
Si los devotos que había encontrado a lo largo del día rezumaban humildad y frugalidad, éste exudaba ostentación y engreimiento igual que un pescado dejado al sol despide enseguida su fetidez. Di se puso en pie para saludarlo. Cuando estuvo más cerca, el monje emitió unos chasquidos de desaprobación.
—¡Esas ropas! ¡Ah, en qué estado llegas!
Continuó acercándose mientras movía la cabeza en gesto de negativa. Era un individuo pomposo, firme, con una cara redonda en la que lucía una sonrisa amplia e hipócrita. El perro se incorporó y se retiró detrás de Di.
—Vienes muy sucio, viajero. Necesitas una muda limpia… ¿Un baño, tal vez?
Sólo entonces se dio cuenta el magistrado de su aspecto desaseado tras tanto caminar y arrodillarse en capillas mugrientas frente a innumerables imágenes de bodhisattvas salvadores sentados sobre sus elefantes y leones. ¡Bien! Su sencillo disfraz callejero era mucho más convincente. Con todo, resultaba extraño que aquel asceta mostrara tanta preocupación por la presencia de Di. Sin duda, los peregrinos cansados y cubiertos de polvo debían de ser una presencia muy común en un monasterio tan grande y tan rico, aparentemente, como aquel enorme complejo de la Nube Dorada. Sobre todo si se tenía en cuenta su situación retirada, en aquella carretera rural, a considerable distancia del centro de Yangchou. ¿A qué venía, entonces, el interés del monje por él? Di aún no había penetrado en los terrenos del monasterio.
—¿Vienes de muy lejos? —continuó el hombre sin apenas una pausa. Su voz no estaba modulada solamente por la afabilidad y la cortesía; una pátina superficial de preocupación encubría de forma poco convincente una marcada e inconfundible curiosidad.
—Muchas gracias, pero estoy perfectamente —respondió Di—. Sólo un poco cansado, como comprenderás. En los últimos días he caminado una gran distancia para ofrecer mis plegarias y quemar este… este… —Di hurgó en el bolsillo del chaleco, extrajo un paquete arrugado de incienso barato y lo mostró en la palma de la mano—, este incienso ante los altares de los bodhisattvas todomisericordiosos. —Di dejó que la mano le temblara un poco y puso una nota de ansiedad en la voz. Con tiento: en aquel truco no se debía sobreactuar. Lo fundamental era la sutileza.
—Pareces inquieto —dijo el monje con un movimiento de preocupación de su cabeza rapada—. ¿Puedo ayudarte en algo?
Se produjo un breve silencio durante el cual Di permaneció con la mirada fija en el suelo como si se debatiera entre hablar o no hacerlo.
—No… —dijo por fin, con cierto titubeo.
—¿No? ¿Absolutamente nada?
—Es sólo que… que tengo miedo de no poder cumplir el encargo de mis amigos.
—¿Temes defraudarlos? ¿Cómo es posible?
—Vengo de muy lejos para ofrecer plegarias en el templo de la Nube Dorada y el viaje ya les ha costado gran parte del patrimonio.
—¿Esos amigos de los que hablas te han enviado en una misión?
—Sí.
—Pero debe de haber otros templos budistas más cerca de vuestro pueblo.
—Los hay, en efecto —respondió Di—, pero me dijeron que en el templo de la Nube Dorada mis plegarias podían ser más… ¿cómo lo diría…?
—¿Más efectivas? —le ayudó su interlocutor con entusiasmo—. ¿Es eso lo que intentas decir?
Di asintió en silencio y sus ojos estudiaron de nuevo el suelo, con actitud humilde.
—Entra a rezar a la Gran Sala —indicó el monje, al tiempo que tomaba del brazo a Di—. Soy el abad de la Nube Dorada y te doy la bienvenida. —Di se dejó conducir dócilmente al interior del recinto monacal—. El perro puede venir contigo —añadió el abad—. El también necesitará comer un poco, sin duda.
—Sí, muchas gracias —respondió el magistrado, al tiempo que devolvía al bolsillo la magra bolsa de incienso.
Cuando hubieron cruzado las puertas adornadas con azulejos, el abad soltó el brazo de Di y éste lo siguió a través de un espléndido jardín budista entre rocas. Un sinfín de senderos sinuosos transcurrían entre arboledas de pinos retorcidos, rocas arenosas y bosquecillos de bambú que emitían un suave murmullo y se reflejaban en los estanques oscuros. Los cuatro Reyes Celestes, guardianes de los cuatro puntos cardinales, estaban elegantemente dispuestos bajo las densas sombras de los pinos en las esquinas del jardín. En el centro de éste, vuelta hacia la entrada para observar a todo el que pasara por allí, se hallaba el Maitreya feliz, el Buda del tiempo futuro, sobre un elevado estrado de loto, con una vieja estaca nudosa en la mano, el rostro sonriente y un gran vientre abombado. Encaramados sobre los grandes hombros del Buda risueño y sobre su panza fláccida había un puñado de arhats, de discípulos, representados en forma de niños pequeños. Cuando llegaron al fondo del jardín, Di observó una gran Kuan-yin de madera cubierta de rico pan de oro, reclinada con esplendor sibarítico junto al curso serpenteante de una corriente de agua artificial. Di reconoció los personajes del panteón budista gracias a las someras investigaciones que había realizado aquella mañana, antes de ponerse en marcha. Pero una cosa era verlos como dibujos que acompañaban un texto y otra muy distinta encontrarlos casi vivos en aquel marco imponente.
—¿Y cuál es la naturaleza de tu piadosa misión, si se puede saber? —preguntó por fin el abad.
¡Ah, amigo mío!, se dijo el magistrado. Di estaba convencido de que su interlocutor no resistiría mucho tiempo sin hacer la pregunta, pero le habría concedido un centenar de pasos más antes de que se decidiera.
—He venido a rezar por la hija pequeña de los queridos amigos que me han enviado —explicó. Estudió a su acompañante en busca del menor cambio en su expresión, de algún gesto de vacilación ante aquellas palabras. Pero si su declaración sorprendió al abad, éste demostró tener un dominio admirable de sí mismo.
—¿Está muy enferma la chiquilla? —preguntó sin una pausa, con la voz llena de preocupación. Al acercarse a la entrada de la sala, el perfume dulzón y sofocante del incienso asaltó el olfato de Di, abriéndose paso entre el intenso olor terroso de los pinos y el de las rocas húmedas.
—Ignoramos su estado.
—¿No sabes si está enferma? —El abad rodeó con el brazo los hombros de Di y sus facciones adoptaron una expresión en la que se mezclaba la preocupación y la pena—. ¿Acaso… acaso está poseída por los demonios?
—No, no, desde luego que no —respondió Di—. ¡Esperamos que no! No parece que se trate de nada parecido. La pequeña ha desaparecido. La han raptado.
—¿Raptado?
—La niña tiene apenas dos añitos.
—Apenas dos añitos… —repitió el abad, al tiempo que movía la cabeza con aire apenado—. Casi una niña de pecho…
—Sí —corroboró Di con parecido abatimiento—, casi un bebé. ¿Quién podría querer una criatura tan tierna? ¿Qué utilidad puede tener una niña, una hembra, para la prosperidad de nadie… y, sobre todo, una niña tan pequeña?
Di se contempló las manos con aire abatido. El abad añadió un comentario en actitud compasiva:
—A veces, el mundo es extraño y cruel, ¿verdad? A veces se muestra lejano e indiferente a nuestra sensibilidad de criaturas de moral recta. —Di asintió con tristeza a las palabras del abad, levantando esporádicamente los ojos hacia el rostro de éste—. Aunque este mundo es una mera ilusión material, resulta muy convincente y nosotros somos sus sufridos habitantes —continuó el monje mientras ascendía la escalinata hacia la Gran Sala—. Si éste es un mundo de ensueño, resulta muy tangible y rico, ¿verdad? Pero tú has venido para librarte de las realidades más ásperas… para elevar tu espíritu…
—Para rezar por el retorno de la pequeña, sana y salva —le corrigió Di con firmeza.
—¡Desde luego, desde luego! No es preciso mencionar el auténtico propósito de tus plegarias. La pequeña… esa chiquilla… Los misericordiosos bodhisattvas comprenderán lo que guardas en tu corazón. Sólo tienes que invocarlos.
El abad abrió los brazos para indicar en un amplio ademán el espléndido interior de la sala. La suntuosa exhibición de riqueza superaba todo cuanto Di había visto en su vida. Sobre el magnífico altar, que ocupaba toda la pared del fondo, se hallaban cuatro enormes estatuas bañadas en oro que representaban, sentados con las piernas cruzadas, a los cuatro grandes bodhisattvas santos del budismo chino: Kuan-yin, Wen-shu, P’u-hien y Ti-tsang. Detrás de cada una de estas resplandecientes deidades había una gigantesca aureola de plata y oro batidos. Cada uno de los radiantes semicírculos de metal precioso estaba profusamente repujado con escenas decorativas de ángeles y demonios y de leyendas de la vida de Buda y de sus santos. Y alrededor de estas escenas había cientos de delicadas flores talladas, símbolo de la iluminación divina, como las tan habituales llamas, en cuyas hojas y pétalos aparecían incrustadas incontables piedras preciosas fuera de lo común.
Al otro extremo de la Gran Sala, en un recinto cerrado por unas barandillas, se hallaban las tres encarnaciones del Buda sagrado —el pasado, el presente y el futuro— con los labios entreabiertos en unas sonrisas enigmáticas y diabólicas bajo los ojos saltones en los que ardía un conocimiento inalcanzable. Sumido en aquel imponente simbolismo, Di percibió claramente el orgullo de propietario del abad, tan inconfundible como si estuviera mostrándole la casa lujosa y espléndida de un hombre acaudalado. En cierto modo, lo era, reflexionó.
Cuando entraban, pasaron ante ellos varios monjes con la cabeza baja en gesto reverente y con un murmullo grave, tan apagado que las palabras resultaban incomprensibles. El grupo cruzó la Gran Sala y desapareció por la puerta de una capilla trasera situada entre las cuatro enormes imágenes de los bodhisattvas, hacia las cuales se volvió el abad con un gesto amoroso.
—Ellos te escucharán. Pero antes dime quién te habló del monasterio de la Nube Dorada. —El abad había vuelto a posar la mano en el hombro de Di—. Nos creíamos una comunidad apartada… no tanto en la distancia física como en la de nuestras mentes y corazones. Éste es un monasterio contemplativo, un lugar de estudio y aprendizaje. Un recinto de clausura, casi. Nos ocupamos de una extensísima biblioteca de sutras y de textos antiguos y mantenemos un museo, un depósito de artefactos raros.
—Entonces, ¿no recibís muchos peregrinos y devotos? —preguntó Di, interesado en las últimas palabras del abad. «Depósito de artefactos raros», había dicho. Muy interesante, teniendo en cuenta todo lo que había visto.
—No es frecuente —respondió el abad—. Lo único que vemos por aquí es a algún viajero esporádico, como tú. No es habitual que alguien que no pertenece al monasterio… en fin…
El monje se encogió de hombros. ¿Pertenecer? Di advirtió que el intento de mostrarse cordial había llevado al abad a irse de la lengua.
—Necesitarás agua caliente y ropa limpia —dijo su guía, como si hiciera un esfuerzo para recuperar sus maneras afables.
—No; os agradezco vuestra hospitalidad, pero elevaré mis ofrendas e invocaciones y luego continuaré mi camino… —respondió Di con aire humilde.
—Entonces, ¿tienes algún lugar adonde ir cuando te marches, amigo mío?
—Mi cuñado y su familia residen en Yangchou y se han ofrecido a alojarme. Él es ebanista, miembro del gremio. Hace unos trabajos de marquetería excelentes. Yo también tengo cierta experiencia en ese oficio. Pienso ofrecerme como aprendiz en su taller y, de ese modo, compensarle por tenerme en su casa. Seguro que necesita colaboradores, porque el negocio le funciona muy bien. —Para terminar. Di añadió—: Según he oído, aquí no hay escasez de trabajo. Últimamente, muchos hombres ricos construyen sus casas en Yangchou, ¿verdad? —preguntó, como si buscara una confirmación.
—¡Desde luego! —respondió el abad con satisfacción—. Los canales han traído un comercio floreciente. Mucha gente se ha beneficiado de ello bajo la mirada misericordiosa de la dulce bodhisattva Kuan-yin. Pero dime —preguntó, esta vez con firmeza, y miró directamente a los ojos a Di—, ¿cómo es que tus apesadumbrados amigos, por el retorno de cuya hija rezas ahora, te enviaron precisamente a este monasterio? ¿Cómo han sabido de nuestra existencia esos desgraciados padres?
Allí estaba la oportunidad que Di esperaba. Tomó impulso y se aventuró:
—Por un caballero indio —respondió, estudiando con detenimiento el rostro del abad—. Mis amigos recuerdan el día que lo conocieron… Para nosotros es muy raro ver extranjeros, y más aún acoger en nuestro pequeño pueblo a un caballero de color, y de tierras tan occidentales. Allí solemos desconfiar de forasteros de esta clase, tan diferentes de nosotros. Pero, como he dicho, esos amigos míos están realmente abrumados de dolor por la desaparición de la chiquilla.
—¿Un caballero indio? —repitió el abad, como si reflexionara sobre algún dato de interés, pero irrelevante—. ¿Y ese caballero indio… mencionó este monasterio? ¿Has visto en persona a ese… extranjero tan… peculiar?
—No, sólo he oído a mis amigos mencionarlo.
—¿Pero ese hombre sugirió a la familia que acudiera a nosotros?
—insistió el abad en tono paciente, como si intentara resolver un acertijo ingenioso y desconcertante.
—Dijo que acudiéramos al monasterio de la Nube Dorada para liberarnos de la carga de este dolor. Los padres necesitaban hacer algo en su aflicción. Necesitaban elevar plegarias y ofrendas.
Toda la narración de Di había sido un mosaico de fragmentos, una creación que pretendía resultar creíble, compuesta de retales y piezas del misterio, de la que esperaba sacar algo tangible.
—Al parecer, el caballero sentía un especial afecto por las niñas —continuó—. Y dijo que en este lugar las plegarias por la niña serían escuchadas, sin la menor duda.
—¡Por supuesto! Ese caballero no se equivocaba. Desde luego que lo serán. Desde luego. —Ahora, el abad parecía algo inquieto, algo distante, como si dejara hablar a su lengua mientras su mente se ocupaba en otra cosa—. La misericordia de los Cuatro… su misericordia es infinita y todopoderosa. Ellos escuchan todas las plegarias: las de quienes ruegan por un niño, las de los propios niños… —Dejó la frase sin terminar—. Pero ahora tendrás que perdonarme. Debo dejarte para que realices tus meditaciones y ofrendas —anunció por fin. Su actitud de indulgente paciencia había desaparecido y su aspecto era ahora el de quien se ha demorado demasiado y ya sólo desea marcharse cuanto antes. Di no pudo resistirse a hacerle una pregunta directa.
—¿Conocéis a ese caballero indio, abad?
El monje movió la cabeza con aire ausente.
—Debo dejarte para que realices tus meditaciones y ofrendas —repitió—. Ya que no vas a quedarte aquí, desearás volver a Yangchou antes de que anochezca, supongo. El camino es muy oscuro.
Di contempló al abad. Aunque su rostro parecía delatar cierta inquietud, Di se contuvo e intentó no leer demasiadas cosas en él. Lo que parecía una actitud abstraída muy reveladora, llena de significados ocultos, podía deberse simplemente a un retortijón de estómago que le recordase que se acercaba la hora de la cena. Por lo que había observado de aquel hombre rollizo y complaciente, era un individuo que cultivaba con esmero sus hábitos y rutinas.
—Te deseo suerte —dijo el abad con una sonrisa afable y se dio la vuelta.
Di sacó la bolsita del incienso del bolsillo mientras sus ojos seguían al abad. Al falso devoto le pareció ver que el monje apresuraba el paso al marcharse. ¿O se trataba, simplemente, de aquel mismo caminar pomposo y arrogante que Di ya había apreciado en él? Exhaló un suspiro. No sabía más de lo que ya conocía cuando se había puesto en marcha aquella mañana. También él estaba hambriento. El ofrecimiento de comida que el abad le había formulado un rato antes con tanta afabilidad, parecía haber caído en el olvido. Sin embargo, pese al cansancio y al desánimo que sentía, aún no podía marcharse.
Sabía que debía continuar la pantomima de las ofrendas y las plegarias. Debía dar por sentado que le observarían mientras permaneciera en el monasterio. Vio un pequeño quemador de incienso en forma de buey al pie de la bodhisattva Kuan-yin. Levantó la tapa, vació de ceniza la base con un soplido y colocó los pequeños conos perfumados, menos uno, en un semicírculo en el interior. Acercó el vértice del cono restante a la llama de una vela y lo utilizó para prender los demás. Después, apagó las llamitas con otro soplido y las puntas emitieron su resplandor, como un distante semicírculo de fuegos de campamento. Introdujo el último cono en el quemador y colocó de nuevo la pesada tapa de bronce. Un humo colorado surgió en volutas de los ollares del buey, y también se alzó de una hilera de pequeños orificios abiertos en el dibujo decorativo que cubría el lomo del animal. Sin mirar a su alrededor, Di se arrodilló respetuosamente y empezó a musitar una cháchara incomprensible, elevando sus balbuceos al cielo entre el humo del incienso.
Di extrajo una de las tallas religiosas de la caja, la estudió unos momentos y la colocó en una estantería, sobre el escritorio. En el suelo había varios fardos como el ya abierto.
Había hecho embalar con sumo cuidado la colección del ministro de Transportes y la había mandado llevar a su despacho. Era evidente que en la casa del ministro no había lugar para las piezas, y su sucesor, que ocuparía el despacho del difunto la semana siguiente, había expresado el deseo de que fueran retiradas de inmediato. Además, pensó Di, las tallas seguían constituyendo una prueba.
Pero la razón más importante era que se había despertado su curiosidad desde su ronda de los monasterios. Quería saber más sobre el misterioso pensamiento de la India, donde lo sagrado y lo profano parecían tan entremezclados.
Di quitó la paja de una de las cajas abiertas y dejó a la vista una porción de un friso tallado. Un grupo confuso de figuras se abrazaban, copulaban por delante y por detrás y se arrodillaban para realizar felaciones. En medio, un hombre gozaba con una yegua. Di contempló la escena un rato antes de levantar la pieza y apoyarla contra una pared. Era interesante, pero no le producía el mismo efecto que las tallas de parejas, las cuales le resultaban mucho más incitantes.
En una de ellas, un hombre de espaldas fuertes y proporciones heroicas abrazaba a una mujer delicada y voluptuosa que apretaba los pechos contra su cuerpo mientras rodeaba su cintura con una pierna ágil y flexible. El hombre le sostenía la pierna con una mano mientras con la otra acunaba la barbilla de la muchacha, alzando su rostro para contemplarla. Di examinó algunas otras y estudió las miradas francas de los amantes, las manos que acariciaban piernas, brazos y pechos con delicadeza y ternura; los gestos de aquellas figuras eran tan… humanos. No se le ocurría otro modo de describirlos. Y lo emocionaban profundamente. Dirigió de nuevo la mirada al friso apoyado en la pared; la obra presentaba una sexualidad indiscriminada, orgiástica, casi ritual, una fuerza desatada y sin control. Las parejas de amantes, en cambio, sugerían dulzura, gozoso coqueteo, un erotismo concentrado que resultaba mucho más de su gusto.
No era que Di no hubiera visto poco arte erótico a lo largo de su vida. Los maestros pintores chinos solían dedicar su atención a la descripción gráfica y vigorosa del acto amatorio. Incluso estaba al corriente de que existía una concepción de la sensualidad como forma de meditación religiosa; había oído hablar de las intrigantes prácticas esotéricas de ciertas sectas taoístas que se sumergían en el vasto flujo incesante del río de la vida, según decían, a través del sexo. Sin embargo, sus seguidores eran tachados a menudo de intrusos sociales y religiosos, de oportunistas detestables que se revolcaban en la concupiscencia y satisfacían sus apetitos carnales bajo el disfraz de la contemplación espiritual. Di tenía la sensación de que, en la India, el concepto era radicalmente distinto. Era como si los artistas que habían realizado aquellas tallas hubieran tropezado con una rica veta de inspiración divina. Se llevó a la nariz una pieza de madera labrada y aspiró su leve fragancia, imaginando por un instante que se trataba del aroma de la propia India.
Quizás algún día iría allá. Por lo que había oído, un franco erotismo impregnaba todos los estratos de la sociedad india. Se preguntó si sería cierto lo que le habían murmurado: que en la India uno apenas podía tomar aliento, probar bocado o ver pasar una nube por el cielo sin una intensa percepción de la dimensión erótica de cada acto. Parecía que la manifestación de una sexualidad vigorosa y constante era poco menos que obligatoria para mantener el orden en el mundo. Los primeros textos hindúes estaban llenos de referencias a que las sensuales escenas de pasión entre humanos servían de estímulo a las deidades para tener relaciones sexuales, cargando así el universo de energía divina, como el cielo en la tormenta. Un recurso muy expeditivo, pensó Di.
Los autores de la obra que tenía ante sí habían estado verdaderamente inspirados. Di reconoció en las actitudes de los hombres y mujeres tallados sus propios deseos irrealizados y sus momentos culminantes, los raros instantes de su vida en que el abrazo sexual había sido sublime, trascendente, armonioso. Sí, comprendía muy bien el origen del poder de aquellas obras de arte. Y empezaba a comprender que resultara perfectamente apropiado que una confesión religiosa apelara a estas emociones en sus devotos.
Encendió una lamparilla y la colocó en el escritorio. Aún no había oscurecido, pero el día había sido nublado y ya empezaba a caer la tarde. Con cuidado, levantó la tapa de otra caja y quitó el relleno; en la paja había lingams de todas las formas y tamaños y con diversos grados de refinamiento o de tosquedad. Levantó varios y los instaló sobre el escritorio, apuntando hacia el cielo de forma muy realista.
El lingam ponía de relieve realmente la historia entera de la mentalidad de la India, pensó Di, estudiando la curva erecta, audaz, de uno de ellos. China tenía el yin y el yang, los principios masculino y femenino del universo, entremezclados y abrazados. Pero, en comparación con lo que ahora contemplaba, la forma china era tan seca, tan distante, tan… abstracta. En cambio, aquel simbolismo indio, hindú, era ardiente, apasionado, impregnado de energía. El lingam era, en realidad, un símbolo de un símbolo, pues el órgano viril erecto que imitaba ya era considerado una representación de la potencia divina.
En cierta ocasión, un erudito monje indio le había contado a Di que algunos devotos de aquella tierra lejana no se molestaban en venerar el símbolo secundario, el lingam, y adoraban directamente sus propios órganos erectos. El mismo monje le había hablado de salas especiales anexas a templos en las que se exhibían cientos y cientos de esas representaciones fálicas, y no había casa en cuyo altar familiar faltara una de ellas; allí era venerado, cuidado y ungido con manteca fundida y engalanado con guirnaldas de flores. Incluso había lugares de la India, le había cuchicheado el monje, en los que era costumbre que la novia fuera desflorada, no por el marido, sino por el lingam ritual; de este modo, la mujer pertenecía primero a la deidad y después a su marido.
Bien, pensó Di, el ministro de Transporte había tenido su propia colección de falos divinos, comparable a la de un templo. Y él mismo podía atestiguar su efecto abrumador. De todos modos, seguía intrigándole el interés del difunto por aquellos objetos y por el resto de las obras de arte eróticas; ¿también el ministro había sido sensible a sus efectos? ¿Había conservado las piezas a su alrededor porque lo estimulaban, lo excitaban, porque lo hacían soñar? ¿O acaso el sentido de la presencia de aquellas piezas se limitaba estrictamente a su rareza y erotismo, obras sin duda muy costosas y que proporcionaban un prestigio especial a su poseedor? Encendió otra lamparilla y se volvió hacia las espléndidas escenas expoliadas a algún templo.
Apsaras. Éste era el nombre que recibían las mujeres de las tallas, según le había dicho el monje. Eran una especie de cortesanas divinas cuya belleza, atractivo y habilidad en el arte del amor excedían los de las mujeres terrenales, como la sabiduría y el tiempo de vida de un dios superaban los de un mortal. Las apsaras, se decía, habitaban en el otro mundo, donde languidecían de deseo por los virtuosos difuntos, sin otro propósito que recompensarlos por toda la eternidad. Y la recompensa empezaba en la tierra, al parecer; era muy propio, ciertamente, que un hombre intentara hacerse un maestro en el arte amatorio, mientras desarrollaba esta existencia terrenal, si quería encontrarse en los brazos de las apsaras por toda la eternidad.
Se arrodilló sobre una talla que aún descansaba en su embalaje. Era la figura solitaria de una apsaras voluptuosa y exuberante que contoneaba sus sensuales caderas. El contorno de sus pechos, increíblemente erguidos, estaba perfilado por un collar que descendía, adherido a cada curva, hasta su vientre, donde unas suaves líneas horizontales sugerían una lozana distribución de grasa que acentuaba el profundo triángulo entre sus piernas. La figura estaba desnuda, sólo unas joyas decoraban la cabeza y los brazos, y también pies y tobillos, y su rostro exhibía una sonrisilla críptica. Toda su postura sugería que estaba dispuesta y esperando. Era la auténtica cortesana celestial. Di entrecerró un poco los ojos, intentando observarla no como un pedazo de madera tallada, vieja y seca, sino como un ser de carne y hueso. Se empeñó en imaginarle una suave piel morena, un destello del oro de sus joyas sobre esa piel, un cabello y unos ojos de profunda negrura. Di sonrió. Bajo la suave luz de la lamparilla, imaginar todo aquello no era nada extraordinario. Por un instante, alcanzó a verla como deseaba. Tenía la misma piel de la cortesana que un joven pariente del magistrado le había proporcionado para su decimoquinto aniversario, sin el conocimiento del resto de la familia. Era una mujer india y su piel olía a humo y a pachulí. Para el joven, había sido una noche larga y febril; todavía recordaba los menores detalles de aquellas horas con absoluta claridad.
Empezó a sacar la pieza de su embalaje, considerando que merecía ser colocada en un lugar de honor, y varias hojas de papel enrolladas cayeron al suelo, como si hubieran estado adheridas a la parte posterior de la escultura. Dejó ésta en un taburete y se agachó a recoger los papeles. Alisó uno de ellos sobre el escritorio, cerca de la lámpara, y leyó:
… sus muslos forman el altar del sacrificio; el vello entre ellos es la hierba sacrificatoria en la que se arrodilla el hombre; su piel es el licor sagrado que bebe el hombre hasta embriagarse; los dos labios entre los muslos son el lugar donde la vara enciende el fuego sagrado. En verdad, el mundo del hombre que practica el arte del amor consciente de todo esto es tan elevado como el de quien lleva a cabo el sagrado sacrificio de la libación de la fuerza…
Di levantó los ojos al tiempo que un torrente de sangre caliente afluía a su rostro desde todas los rincones de su cuerpo. Aquellas hojas de papel eran una traducción de algún texto sagrado indio; evidentemente, el difunto ministro de Transportes estaba interesado también en las imágenes verbales… ¡Y por el cielo que éstas eran aún más sugerentes que las tallas! Las esculturas no le habían producido, ni mucho menos, una impresión semejante.
Allí estaba el magistrado, a solas en su despacho, asaltado por punzadas muy tangibles de excitación física, con el rostro enrojecido y el pulso y la respiración aceleradas, y todo a causa de unas palabras en un papel.
Pensó en sus esposas. Aquella noche visitaría a una de ellas. Pero ¿a cuál? En aquel momento, la prerrogativa le correspondía a la segunda. Era ésta la que tenía el derecho a recibir sus atenciones y, a decir verdad, Di estaba comprometido con ella. Sin embargo, su primera esposa, una mujer más flexible e imaginativa, estaría más dispuesta a acompañarle adonde él quería ir esa noche. Si Di se decidía por ella, finalmente, tendría que asegurarse de compensar a su segunda esposa, y pronto. Cerró los ojos y dejó que desfilaran por su mente imágenes tentadoras. Se sentía potente y necesitaba con urgencia una sesión de relajación y revitalización. Esa noche, quizá pudiera ir con las dos. Sí, claro. ¿Por qué no? De nuevo, bajó la vista al papel: «… el lugar donde la vara enciende el fuego sagrado».
Si no hubiese captado el levísimo crujir de uno de los tablones del suelo detrás de él, el golpe le habría alcanzado de lleno en la parte posterior de la cabeza, pero su cuerpo reaccionó antes de que su mente tuviera tiempo de comprender qué sucedía. Se inclinó a un lado y recibió el impacto en el hombro derecho. Su mano se alzó en aquel mismo instante, agarró un pedazo de madera áspera y astillada y lo retuvo. Luego, llevó atrás la otra mano y cerró los dedos con fuerza en torno a una de las prendas que vestía el atacante. En este extraño abrazo, que impedía a ambos contendientes verse el rostro, dieron vertiginosas vueltas por la estancia derribando muebles y tallas con un estrépito tremendo. Di tiraba de la cachiporra con todas sus fuerzas, con el brazo en un ángulo torpe y débil; las astillas se le clavaban en los dedos y notaba el aliento cálido de su atacante en el cuello. Después, retrocedió hacia la pared y estrelló el cuerpo de su adversario contra ella una, dos, tres veces, hasta que el desconocido soltó el garrote, que Di arrojó lejos, y sin soltar la ropa del agresor, el magistrado se volvió para verle la cara al tiempo que lo inmovilizaba contra la pared con un brazo a la altura del cuello.
La sorpresa mayúscula que se llevó al mirar lo dejó paralizado durante, quizás, el lapso de tres latidos. Un muchacho de no más de doce o trece años, larguirucho y delgado, con el cabello corto y erizado, le devolvía la mirada con ojos desorbitados, jadeando y con los pies rozando apenas el suelo. Di relajó la presión del brazo para que el muchacho pudiera respirar. Esos escasos segundos en que bajó la guardia bastaron al otro. Clavó los dientes en el brazo de Di, se desembarazó de él, que lanzaba alaridos de dolor, y antes de que Di supiera qué había sucedido huyó por la puerta que daba al balcón. El magistrado se lanzó en su persecución, pero algo rodó bajo sus pies y Di se llevó un tremendo costalazo. Cuando consiguió incorporarse, dolorido, y salió al balcón para asomarse a la barandilla, el muchacho había desaparecido.
Tembloroso y con la espalda resentida, Di observó el despacho. La talla de la hermosa apsaras yacía, en la alfombra, boca abajo. Los lingam habían caído al suelo y rodado en todas direcciones. En uno de ellos había resbalado, naturalmente: un falo sagrado lo había derribado. Y Di podía considerar un milagro que no se hubiera abierto la cabeza. Con manos aún temblorosas, empezó a poner las piezas en orden con el temor de que alguna hubiera sufrido daños. Por suerte, no había nada roto; igual que aquellas obras de arte, su estado de ánimo también estaba en desorden. Cogió la apsaras y la contempló. La sonrisa de la escultura no había variado. Ninguna trifulca terrenal, ninguna pelea entre mortales podía perturbar su deseo eterno, inalterable.
En el extremo opuesto de la estancia, adonde la había arrojado, encontró la porra destinada a hundirle el cráneo; era un pedazo de madera pesado y basto, del grosor de un brazo y la mitad de su longitud, perfectamente adecuado para un golpe mortal mientras uno estaba sentado, absorto y desprevenido. Así era como había muerto el ministro de Transportes, precisamente. Di tuvo casi la certeza de sostener en sus manos la misma arma que había causado la muerte de aquel desgraciado. ¿Y el diablillo que había huido por el balcón? Sin duda, durante unos breves momentos, el magistrado también había tenido en sus manos al asesino.
Se miró las palmas. En la que había sostenido la porra debía de tener clavado un centenar de astillas. Empezaba a escocerle y a dolerle intensamente. Por la noche, cuando acudiera a alguna de sus esposas, sería para pedirle que buscara, con su infinita paciencia femenina, todas las mortificantes astillas, que las extrajera y que ungiera con bálsamo calmante las heridas con sus manos suaves y frías.
ANOTACIÓN DEL DIARIO
Empiezo a considerar que las magulladuras del hombro y la espalda, junto con los vendajes de la mano y el brazo, son una forma que tiene el jardinero muerto de reclamar mi atención. Ahora, su recuerdo me acompaña mientras estoy despierto. Me arrastro de un lado a otro renqueando como un viejo y, tanto si me levanto del lecho dolorosamente como si me agacho con esfuerzo para calzarme una zapatilla, o incluso cuando levanto un pincel para escribir, percibo su espíritu ultrajado en cada punzada y cada calambre. Lo único que he conseguido es confirmar mi teoría, pues, gracias a mis palos de ciego, es evidente que he atraído la atención de los verdaderos asesinos.
¿El muchacho que casi logra despacharme, cuyos dientes aún llevo marcados en el brazo? No puedo creer que sea el único autor; la complejidad de la vida del ministro de Transportes (aunque ésta sea sólo una sensación inconcreta e inquietante, envuelta en sombras) me lleva a pensar que el muchacho es, sin duda, un asesino a sueldo, un mono ágil y letal capaz de moverse sin ser percibido y de escabullirse por las rendijas, escalar balcones y escapar por los tejados.
Aunque me gustaría mucho, no puedo dedicar todas mis horas a este caso. Existen muchos otros asuntos que debo atender, pues he sido ascendido al cargo de primer ayudante del magistrado superior. Incluso hay varios casos más de asesinato. Después de lo que he visto, sé que debo aplicarme a ellos con especial diligencia. No puedo permitir que ningún inocente más caiga en manos del verdugo. Mis golpes y heridas mejorarán y, muy probablemente, el fantasma hambriento del jardinero quedará en un segundo plano, pero nunca estará ausente de mis pensamientos. Y buscaré entre la gente el rostro del joven asesino. Desde luego, a éste no lo olvidaré. Y también estaré más atento a los crujidos de los tablones a mi espalda, a las puertas que se abran con cautela y a la sensación de un aliento en la nuca.
¿Y si el muchacho hubiera conseguido su propósito y hubiesen hallado mi cadáver tendido sobre la alfombra? ¿Habrían hallado a algún otro jardinero a quien cargar la culpa, o habrían puesto todo su empeño en descubrir la verdad? Me da miedo pensar en la respuesta.