19

Año 669, otoño

Luoyang

—No es idóneo, señora.

—Tiene que serlo. ¡Compruébalo otra vez! —exigió la señora Yang.

—Sí, hazlo. Vuelve a medir la cabeza del muchacho.

—Como vos digáis, mi divina emperatriz. Pero estoy seguro de los resultados. No puedo… —El hombre movió la cabeza con irritación y dejó la frase a medias.

—Utiliza esto. —Wu indicó los extraños calibradores de brazos curvos depositados en la mesilla baja—. Mídelo con esto.

—Sí, nagaspa, emplea los calibradores. Hazlo otra vez. No has marcado correctamente el ápice de la frente.

La señora Yang presionó enérgicamente el cráneo del príncipe con el dedo. El muchacho, que acababa de cumplir los dieciséis años, apartó la mano de la mujer con gesto irritado. La señora Yang hizo caso omiso de su resistencia.

—La frente no empieza ahí, nagaspa. ¡Es aquí! ¡Aquí! —Volvió a presionar la cabeza de Hsien, esta vez en un punto distinto, con tal fuerza que el príncipe se encogió, atemorizado—. ¡Es aquí donde empieza la frente! —insistió ella—. ¡No aquí!

Descargó un nuevo golpe en el cráneo del muchacho con la yema del dedo para dar más énfasis a sus palabras, al tiempo que dedicaba una mirada de reprobación al amante de Wu, aquel indio musculoso y de corta estatura.

—Madre —dijo la emperatriz—, ten cuidado con el muchacho. Le estás haciendo daño.

—Tonterías —replicó la señora Yang—. Tu nagaspa es un fraude. Eso no es la frente; es la línea del cuero cabelludo. El muchacho tiene un cabello tan tupido… —La mujer agarró un mechón y tiró de él.

—Esta vez fijaos bien, señora —dijo el nagaspa con impaciencia mal disimulada mientras manipulaba el extraño artilugio de medición sobre la frente del joven príncipe imperial—. Coloco este extremo de los calibradores donde vos indicáis. Ya lo veis… aquí… y aquí… y…

—hizo girar el brazo libre del artilugio hasta un punto entre los ojos del muchacho, justo sobre el puente de la nariz —aquí— terminó con aire pomposo.

A continuación, el indio procedió a interpretar las marcas del pequeño instrumento de geomántico:

Ben… Bing… Li… I… Ahí lo tenéis, señora. Las dimensiones, como ya os he dicho, no son las idóneas. El príncipe Hsien tiene unas medidas inadecuadas. En absoluto parecidas a las de su desdichado hermano, el difunto príncipe Hung.

—Pero tus números no predijeron la infortunada muerte de éste —dijo la señora Yang con desdén—. ¿Y esperas que ahora creamos en tus mediciones, nagaspa?

—Es cierto —asintió Wu—. Tus números no decían nada, monje.

—El príncipe Hung tuvo una muerte desgraciada e impredecible. Una muerte ajena a los parámetros de los méritos y las causas. Por eso no aparecía en los cálculos —replicó el nagaspa con aire ofendido. Hizo una pausa y miró a la señora Yang con una falsa expresión dolida—. Además, lo cierto es que detecté cierta irregularidad en él, pero tan leve que no consideré necesario mencionar el hecho. En cualquier caso, los números del muchacho no mienten, señora. —El nagaspa volvió la mirada a la emperatriz en busca de apoyo, pero Wu se encogió de hombros. El indio continuó—: El príncipe Hsien no es idóneo para gobernar. Os he mostrado que la forma de la cabeza, los planos del rostro y, ahora, las mediciones no hacen sino corroborar que no es apto para el puesto. Jamás estará en condiciones de llevar las divinas riendas del gobierno terrenal.

Mientras realizaba esta declaración, sus dedos continuaron explorando el territorio de la cabeza del príncipe a través del pelo.

En aquel instante, la mano del muchacho se alzó bruscamente, agarró al nagaspa por la muñeca, recia y musculosa, y le retorció el brazo.

—Ya estoy harto de tu palabrería, monje —masculló el príncipe—. ¡Aparta esas manos detestables de mi cabeza!

—Me hacéis daño, príncipe. Os dejáis llevar demasiado por ese mal genio vuestro… —respondió el nagaspa con tacto, al tiempo que se desasía de un enérgico tirón.

—Ya tengo bastante de tanta pomposidad y tontería —dijo el muchacho a las mujeres.

—Y yo también tengo suficiente de su insolencia infantil ante mis irrefutables verdades. No es apto para gobernar —replicó el nagaspa con seca vehemencia—. Demasiadas francachelas con las doncellas del servicio. Demasiadas expediciones a los prostíbulos de la ciudad. El muchacho tiene muy poca disciplina y demasiada libertad. Si os interesa mi opinión…

—¿A quién puede interesar o importar algo de tan poco valor, charlatán? —soltó el príncipe.

Wu pensó con orgullo que Hsien era el espejo perfecto de su madre. Aquella sesión con los calibradores había sido idea de la emperatriz, un regalo de aniversario para el muchacho, pero estaba resultando muy distinta del entretenido pasatiempo, del juego de salón que todos habían esperado. Era evidente que el nagaspa se había decidido a hacer un movimiento atrevido para recuperar preeminencia, para reafirmarse ante los ojos de Wu. Qué aburrido, pensaba ella. Todos terminaban por hacerse aburridos.

—¡Silencio! ¡Callaos los dos! —exclamó la señora Yang, y su mirada taladró alternativamente al nagaspa y al príncipe.

—Como decía, señora, en mi opinión, el muchacho… —intentó continuar el nagaspa, sin hacer el menor esfuerzo por disimular la creciente cólera que trasmitía su voz.

—¡Calla, monje! Aquí, tu opinión no le importa a nadie. Tú no cuentas para nada —intervino la emperatriz—. Lo único que es irrebatible es tu boca.

—No he oído ese comentario descortés, mi divina emperatriz. —El nagaspa se cubrió las orejas y sacudió la cabeza—. Simplemente, haré como si no se hubiera producido —continuó con una terquedad arrogante que a Wu, últimamente, empezaba a resultarle insoportable—. Os decía que el muchacho expulsa sus fuerzas vitales sin la menor preocupación por su equilibrio interior. Mal puede comparársele con su ejemplar hermano, el ilustrado príncipe Hung. Los rumores sobre los dudosos contactos del joven príncipe Hsien fuera de los muros de palacio, en la ciudad plebeya, han tenido un eco considerable. —La indignación y la santurronería farisaica pugnaron por imponerse en la voz del nagaspa.— Los rumores vuelan…

Wu lo interrumpió con una risotada.

—¿Y a quién le importa lo que diga o piense la chusma, monje?

La señora Yang oía el diálogo con expresión de hastío. Wu se acercó a su hijo adoptando una actitud maternal y solícita, y desplazó al nagaspa, que se trasladó al extremo opuesto de la mesa y empezó a guardar su instrumental en la bolsa con movimientos bruscos.

—Todos nos sentiremos mejor cuando hayamos tenido tiempo de relajarnos y de reflexionar sobre…

—¡Silencio, monje! —exclamaron Wu y Hsien al unísono. Luego se miraron y se echaron a reír.

—Empieza tu danza de mago y esfúmate de mi vista —dijo el príncipe, agitando la mano hacia el furioso nagaspa, que cerró su bolsa con gesto enérgico y abandonó la estancia.

El príncipe Hsien tenía una memoria extraordinaria. Podía revivir con todo detalle el día de la coronación de su madre y recordaba claramente a su ama de cría conduciéndolo de la mano por la amplia escalinata que ascendía hasta el trono. La imagen era nítida e inmediata, acompañada de todas las sensaciones concomitantes: olores, texturas… Incluso recordaba su torpeza al subir los peldaños con sus cortas piernecitas. Y aún tenía muy presente a su madre con la cabeza inclinada, el brillo de sus cabellos, y también el peso de la corona, fría y engastada de piedras preciosas, en sus manitas.

Tener unos recuerdos tan vivos de todas las cosas era, sin duda, una maldición. Su memoria era capaz de evocar el olor del elefante procesional de la coronación y la fragancia de las flores como si se difundieran por la estancia en aquel momento. Y, pese a que entonces contaba apenas un par de añitos, el príncipe recordaba haber pensado que algo iba mal. Se había sentido ridículo. Era un chiquillo que apenas hablaba pero, de algún modo, se había sentido ridículo participando en una de las actuaciones teatrales de su madre, mucho antes de estar en disposición de comprender hasta qué punto era absurda.

Y había otras cosas que recordaba con perfecta claridad de sus primeros años; por ejemplo, el modo en que las estentóreas carcajadas de su madre podían metamorfosearse en alaridos de dolor. Y también a la inversa, con la misma facilidad. Cuando era muy pequeño, solía observarla mientras sometía a su padre a aquellos zarandeos emocionales, llevando al pobre de acá para allá, y el muchacho sabía que eran aquellas maniobras de su madre lo que había provocado los ataques del emperador y su terrible deterioro. En numerosas ocasiones la había visto hacer reír o llorar a su indefenso padre con tal intensidad que al príncipe le resultaba insoportable. Hsien recordaba que, de pequeño, estaba convencido de que a su pobre padre le estallaría la cabeza como un odre demasiado lleno. Era un temor tan real que, a veces, se acurrucaba en un rincón para protegerse cuando Kao-tsung pasaba cerca de él.

¿No era la emperatriz, con su absoluta falta de conciencia, como el hombre que nace sin vista, sin brazos o sin piernas? ¿Se debía aquella carencia a un olvido de la naturaleza, a un cruel defecto de nacimiento? ¿O se trataba de algo que había arraigado y crecido dentro de su alma? No sabía qué responder. Al entrar en la adolescencia, incapaces de hacer nada, Hsien y su hermano fueron testigos de cómo su madre y su abuela eliminaban a tías y primos y otros parientes sin inmutarse. Y lo más terrible era que ni la madre ni la abuela llegaron a conocer a ninguna de sus víctimas. Estas ni siquiera les interesaban lo suficiente como para conocerlas personalmente o para odiarlas. Hsien lo había visto todo. Presenció todos los engañosos pavoneos de su madre y su abuela, todos los gestos de complacencia consigo mismas, los bufidos de indignación, las lágrimas fingidas que brotaban de sus ojos. Y sabía, en lo más profundo de sí, que la razón de que comprendiera tan bien a su madre era que no había nadie que se pareciera más a ella. Todo el mundo decía siempre que él era el auténtico hijo de su madre, su heredero, y Hsien sabía que era verdad.

Y, ahora, era su hermano quien había muerto. ¿Una emboscada en el trayecto al palacio de verano? Lo dudaba muchísimo. Poco después de la muerte de su hermano, Hsien oyó al magistrado Di Jen-chieh, el famoso cazador de budistas, conversar con su padre. El muchacho se había ocultado tras la puerta; los eunucos no dijeron nada porque les advirtió que guardaran el secreto. Estaba intentando ayudar a su padre, les confió. Los criados también estaban de parte del pobre emperador, pues habían sido testigos de la tiranía de Wu durante muchos años.

Su padre hablaba tan bajo y el magistrado se inclinaba tanto hacia el oído del emperador en sus cuchicheos que Hsien apenas alcanzaba a descifrar lo que decían. Se perdió algunas palabras, pero captó lo suficiente para comprender que, con la protección que ofrecía el séquito de su hermano, la eventualidad de una emboscada era prácticamente imposible. Y, desde luego, no se trataba de ningún golpe palaciego porque Hung no era una amenaza para nadie. Hung no tenía enemigos ni poder; nunca había sido el hijo escogido. Había muerto, simplemente, porque se había atrevido a intentar enderezar un mal cometido hacía mucho tiempo y liberar a dos infelices sirvientas olvidadas.

Y lo peor era que, si bien había mostrado indiferencia hacia sus otras víctimas, Wu quiso de verdad a Hung. Lo llenó de atenciones y había mostrado siempre un gran interés por su educación, alabando sus aptitudes y buscando los mejores tutores para él. Sí, su madre quería a Hung. Hsien estaba seguro de que el sentimiento era auténtico, igual que lo había sido su amor a Kao-tsung. Era esto lo que hacía de su muerte un crimen tan espantoso: igual que su risa podía convertirse en alaridos de dolor, su amor, con toda su intensidad, podía convertirse en… ¿en qué? El príncipe no encontró palabras.

Por eso lo había recorrido un escalofrío al constatar que el afecto que le demostraba a él también era auténtico. ¡Con qué rapidez lo había respaldado frente a su amante, aquel santón del norte de la India, su estúpido nagaspa, bailarín y medidor de cabezas! Hsien odiaba y despreciaba al «monje» mucho más que a cualquier otro de la colección de charlatanes místicos del oeste. Aquel musculoso nagaspa no era más que un adulador saltarín, engreído, entrometido, pretencioso y, con arreglo a las circunstancias, arrogante o lisonjero. Esperaba que su madre se hubiera hartado por fin del tipejo. Él, desde luego, sí.

Una mañana temprano, al final de la hora del tigre, una levísima pincelada de luz rosada iluminaba las losas pulidas y relucientes de humedad del sendero conocido como la Vía de la Santidad y de la Transformación, que zigzagueaba entre la espesura de pinos y bambúes. El camino formaba parte de una zona forestal silvestre, pero bien cuidada, en el extremo septentrional de los parques del palacio imperial. Cada mañana, al amanecer, se procedía a barrer a conciencia las agujas de los pinos, las hojas y los excrementos de animales y a fregar las losas para que los monjes, monjas y abades que frecuentaban el palacio pudieran llegar por accesos incontaminados a los templos, stupas, salones de meditación y santuarios de piedra que Wu había hecho levantar en aquel marco.

Aquella mañana, el grupo habitual de cinco eunucos se afanaba en barrer el sinuoso sendero de piedras. Uno de ellos estaba trabajando unos pasos por delante de los demás en un lugar donde el camino se hacía muy tortuoso antes de descender por una empinada pendiente a una hondonada cubierta de follaje. Poco antes de la cuesta, el eunuco descubrió unas gotas oscuras y gruesas de algo que parecía sangre. Sí, era sangre. ¿De algún animal, quizá? De un ciervo o un rebeco, probablemente. En las zonas más remotas del parque no faltaban los depredadores, tanto animales como humanos. El criado empapó la escoba de paja en el agua del cubo que sostenía su ayudante y empezó a fregar las piedras, siguiendo el reguero errático de gotas que conducía ladera abajo hasta una zona de tupidos arbustos junto al camino empedrado. Poco después, lanzó un sorprendente grito de vieja aterrorizada. El ayudante, que venía unos pasos detrás del barrendero, se acercó a la carrera; de pronto, dejó caer el cubo y se quedó paralizado, incapaz de apartar los ojos de lo que tenía ante sí.

Aquello no era la carnicería azarosa de la naturaleza. Al contrario, era una escultura de mutilación creada meticulosamente y escenificada con la crueldad y el humor repulsivo que son prerrogativas del corazón humano.

Junto al camino empedrado, arrodillado en la postura de un monje dedicado a la oración, se encontraba el cuerpo de un hombre, sin la cabeza. Esta yacía a un paso del cuerpo, si es que se trataba de la cabeza del suplicante. Podía haber otra víctima en las inmediaciones.

Fueron los escalofriantes detalles de la crueldad del asesinato, más que la muerte en sí, lo que comentaron las voces nerviosas de contralto de todos los eunucos del servicio imperial. Parecía que aquellos que habían perdido también una parte de su cuerpo mostraran siempre una morbosa fascinación ante quienes padecían un infortunio semejante.

El cadáver había sido recogido muy pronto, de modo que muy pocos alcanzaron a ver el espantoso espectáculo. Los relatos trasmitidos de boca en boca, adornados y repetidos una y otra vez por las malas lenguas de tantos eunucos excitados, perdían indefectiblemente precisión y objetividad, pero la crueldad descarnada y pérfida del hecho quedaba de manifiesto con terrible claridad.

Por todo el palacio, los eunucos murmuraban que había algo encima de la cabeza cortada. Cuando los demás les hacían la pregunta obvia, si la cabeza llevaba puesto un sombrero o gorro de alguna clase, los que difundían la jugosa noticia afirmaban que no se trataba de ningún gorro. Contaban que los ojos de la infortunada víctima estaban abiertos y vueltos hacia arriba, con la mirada fija para siempre en el último objeto que habían contemplado: un aparato de medir de dos brazos, muy inusual, que abarcaba la circunferencia de su cráneo.

¿Un qué,? preguntan, curiosos, los eunucos del palacio. Un instrumento, era la respuesta de quienes habían oído la noticia «de primera mano», acompañada de enérgicos gestos de asentimiento. Sí, sí, eso era, respondían con entusiasmo. Según lo que habían oído, era un aparato de medición con unos extraños símbolos marcados en el metal.

¿Como un compás de calibración?, preguntaban los otros con incredulidad. Sí, como un compás de calibración. No había mejores palabras para describir el incomprensible tocado del muerto.

Unos guardias flanqueaban al príncipe imperial en su silencioso trayecto hasta los aposentos de su madre. Hsien mantuvo la mirada al frente hasta llegar al vestíbulo; entonces bajó los ojos al suelo de pizarra, negra y fría.

La emperatriz estaba junto al escritorio, con la vista fija en la distancia, mucho más allá de los muros de palacio. Luego dio la impresión de mirar a su hijo sin verlo mientras el muchacho era conducido al centro de la sala. La abuela del príncipe, la señora Yang, estaba sentada en un diván en un rincón, frente a una enorme pantalla de cinabrio y nácar con escenas de la vida temprana del joven Buda.

La figura diminuta del historiador Shu, con los ojos discretamente apartados de la escena, estaba sentada en las inmediaciones, revolviendo papeles detrás del pupitre de escribir con sus activas y ceremoniosas manitas. Shu se había convertido en un experto en sortear las corrientes coléricas de Wu, lo cual significaba que sabía cuándo debía ocuparse de sus propios asuntos.

—Detenedlo ahí —ordenó la emperatriz—. Que no se acerque más.

Estudió detenidamente al príncipe, de pies a cabeza, y continuó hablando en el tono calmoso que siempre provocaba en el historiador Shu un estremecimiento, no del todo desagradable, de inminente peligro.

—Éste no es el hijo que he criado, ¿verdad? —La emperatriz paseó la mirada en torno a la estancia como si buscara una respuesta. Los ojos de Shu pasaron rápidamente del muchacho a su madre antes de volver a su «trabajo».

Pensó que el príncipe parecía haber pasado toda la noche luchando con un demonio o con un fantasma. El cabello le colgaba en mechones enredados y tenía los ojos hundidos en las profundas cuencas de su rostro consumido por la falta de sueño. El semblante que Shu vio cuando el príncipe entró en la estancia no era el de un muchacho de dieciséis años, sino el de un chico agotado y asustado. El joven príncipe Hsien se había enfrentado a algo muy oscuro, pensó Shu. Y parecía haber perdido.

—Tú, mi brillante hijo, al que tanto he ayudado a educar… —continuó la emperatriz. Shu alzó los ojos furtivamente para examinar al muchacho y volvió una vez más a su fingido trabajo. Reconocía la calma amenazadora de la voz de Wu, que presagiaba algo terrible, y se dijo que resultaba especialmente ominosa porque no tenía la menor idea de qué se proponía la emperatriz. Shu estaba presente porque Wu lo había mandado llamar. La emperatriz no le había dado la menor indicación de por dónde llevaría las cosas en aquella ocasión y esto tenía a Shu sobre ascuas.

—Tú, príncipe Hsien, el brillante escritor de historia y de poesía, el estudiante tan prometedor, has decidido ahora escribir tu propia historia. —El muchacho no se movió ni miró a su madre—. Creías que tu lugar en la historia no estaba suficientemente asegurado y has empezado a actuar a tu gusto, ¿no es eso? —La voz de Wu se mantuvo suave y monocorde.

El historiador miró a la señora Yang. Creyó ver un destello socarrón de reconocimiento en sus ojos.

—Creías que tu lugar en la historia no estaba suficientemente asegurado… —repitió la emperatriz, con voz un poco más alta—. ¿Entonces…? —añadió—. Hijo mío… Eres hijo mío, ¿verdad?

Shu vio que el príncipe apretaba las mandíbulas, sin apartar la mirada de las frías piedras a sus pies.

—¿Eres mi hijo? —preguntó Wu con los ojos muy abiertos y en un tono ahora suplicante. El historiador inspiró profunda y silenciosamente y apiló en montones inútiles los papeles que tenía ante sí.

—¿Por qué? ¡Por favor, dime por qué! —susurró Wu con sus ojos penetrantes fijos en los del muchacho—. ¿Por qué tenías que hacerme esto?

Hsien permaneció inmóvil, como esculpido en piedra. El único movimiento que Shu logró detectar fue el de su garganta, como si tragara o contuviera unas palabras con un poderoso esfuerzo.

—¿Por qué habrías de hacer esto? ¿Por qué habrías de traicionar a tu propia madre? —suplicó ella en un susurro, con un derroche de pesar en las tres últimas palabras. Shu escuchaba con atención ese tono angustiado que tan bien sabía fingir la emperatriz—. Soy tu madre. Te he dado la vida y te he alimentado. —Hizo una pausa y su rostro adquirió un tono encendido de ira. Contempló a Hsien con una mueca forzada que quería ser una sonrisa. Al cabo de un largo rato, volvió a hablar—. Pero dime algo. Hazme entender. Tal vez te entienda.

Shu observó los músculos de la mandíbula de Wu y trató de imaginar por un momento lo que se sentiría al ser molido por aquella dentadura blanca y fuerte. El historiador echó una medida de tinta negra en el agua y preparó ociosamente sus pinceles. Ya estaba, se dijo. Se había acabado la calma.

—HÁBLAME. ¡VAS A HABLARME —exclamó Wu con un grito que sobresaltó a todos los presentes. Incluso la señora Yang dio un respingo. De inmediato, la emperatriz avanzó hasta el muchacho, le echó la cabeza hacia atrás tirándole de los cabellos y le abofeteó las mejillas con fuerza. Antes de que el príncipe bajara la cabeza, lo abofeteó de nuevo hasta que brotó un hilillo de sangre de la nariz y luego otro de la comisura de los labios—. RESPONDE A TU MADRE!

Lo golpeó un par de veces más, y Shu frunció el entrecejo con cada sonoro bofetón. El historiador dejó caer accidentalmente los grumos de la barra de tinta en el cuenco de la piedra de amolar. Tuvo que pescar los pedazos en el agua y el pringoso negro de humo le teñía los dedos mientras Wu proseguía con sus gritos.

—¡ERES UN ASESINO! ¡UN ASESINO! ¿ME OYES? Tú has matado al nagaspa. Has asesinado al sabio y bondadoso monje. Mi hijo es un asesino. No un valiente guerrero, no. Mi hijo, el príncipe. ¡Es un asesino! Ataca por la espalda, cuando la víctima está indefensa. ¡MI HIJO HSIEN ES UN COBARDE ASESINO!

—¡No, madre! ¡No soy un asesino! —replicó Hsien por fin.

—¡SILENCIO! ¡ERES UN COBARDE ASESINO! ¡ERES UN COBARDE ASESINO FURTIVO!

—¡NO ES VERDAD! —replicó Hsien en el mismo tono que ella, al tiempo que, con la manga, se secaba la sangre del labio magullado—. ¡No he matado a nadie! Yo… ni siquiera sabía que el nagaspa había, salido a hacer ejercicio por el camino del parque tan temprano.

Hsien estaba pálido y parecía asustado, pero Shu también vio en él determinación.

Wu taladró al muchacho con una mirada tan dura que provocó el asombro del historiador.

—¿Y cómo sabías que el nagaspa había tomado ese camino?

—Todo el mundo está enterado de ello, madre —chilló el muchacho—. ¡Menos los sordos!

—Quizá yo lo esté. ¿Todo el mundo, dices? Pues yo no estaba enterada de que el cuerpo del nagaspa había sido descubierto junto al camino. —Se volvió a Shu—. ¿Y tú, historiador?

Shu fingió, absurdamente, que no había prestado atención hasta aquel instante.

—Lo siento, mi emperatriz, ¿qué habéis preguntado? Tenía los pensamientos en otra parte. —Con un gesto vago de la mano, el historiador indicó los papeles que tenía frente a él.

—¿Estabas al corriente de que el nagaspa tenía la costumbre de llevar a cabo un paseo por el camino del parque de buena mañana?

—Madre —intervino el príncipe—, yo no he dicho que…

—¿El camino…? —preguntó Shu.

—El sendero empedrado que cruza el bosque, historiador. Ya sabes cuál. El Camino de la Santidad y la Transformación.

—Sí, por supuesto. Un bellísimo sendero para la contemplación y la meditación en un ambiente de serenidad —dijo Shu con su parloteo irrelevante—. Pero debo reconocer que no estaba familiarizado con las costumbres del nagaspa. No suelo meterme en los asuntos de otros, ¿sabéis? —Enrolló varios de sus papeles y los ató con un cordel de seda—. De todos modos, no me sorprende que alguien tan cuidadoso de su bienestar físico como el nagaspa saliera a pasear tan temprano; el aire es especialmente agradable a esa hora de la mañana, mi señora. Al amanecer, el polvo y los humos de la ciudad no alcanzan todavía los bosques de palacio.

—Ahora haré la misma pregunta a mi madre —dijo Wu.

Desde el fondo de la estancia, la señora Yang asintió y se encogió de hombros.

—Ignoraba dónde habían encontrado a ese pobre desgraciado —declaró con todo desdeñoso, como si hablara de un perro sarnoso cuyo cuerpo rígido se hubiera descubierto en un callejón—. Lo único que he oído es que fue un asesinato y que su cuerpo fue profanado.

Wu se volvió hacia Hsien.

—Ya lo ves —dijo—. Ninguno de nosotros tiene más información sobre el asunto. Tú, en cambio, sí. ¿Cómo es eso, príncipe Hsien? ¿Cómo lo explicas? —La rabia había abandonado de nuevo su voz.

—Yo tampoco conocía las costumbres del nagaspa, madre. Sólo sé dónde ha sido encontrado esta mañana. Como todo el mundo.

El tono suplicante de Hsien recordaba el de su madre momentos antes. Cuánto se parecía el príncipe Hsien a la emperatriz, reflexionó el historiador; todo lo contrario que Hung, su difunto hermano. Hsien era rápido y resuelto, capaz de fingir sin que lo pareciera y hábil en manipular y viciar las emociones de otros con las suyas. El muchacho era el verdadero reflejo de su madre. Y el historiador se dio cuenta de que esto era también lo que veía su madre… y lo que, estaba seguro, más la irritaba.

—¡Ya basta, Hsien! ¡Basta de esto! —replicó Wu—. Ya sabes por qué te han traído aquí. Olvida al nagaspa. Eso no es tan importante como el otro asunto. Aunque no puedo perdonar el hecho, debería haber comprendido que eras capaz de cometer un asesinato. ¡Pero esto…! —continuó con disgusto, al tiempo que señalaba los papeles apilados en el pupitre delante de Shu—. No puedo creer que quisieras hacerme esto. No quería creerlo, me negaba a aceptarlo. Les dije a todos que no podía ser verdad, que mi propio hijo era incapaz de fomentar una rebelión contra su madre. ¿Pero qué encuentra mi fiel guardia palaciega Yu-lin cuando entra en tus aposentos? —Wu cerró el puño y golpeó la mesa como si aporreara un enorme tambor—. ¿QUÉ ES LO QUE DESCUBRE?

El muchacho hundió la cabeza y clavó de nuevo la vista en el suelo. Esta vez parecía dispuesto a rendirse a su madre, pensó Shu. O quizás el príncipe se preparaba a escuchar las inevitables acusaciones contra él. Hsien mantuvo un silencio abatido mientras su madre indicaba al historiador que retirara los documentos oportunos del montón de papeles. Cuando los tuvo en sus manos, Shu miró a la emperatriz, cuidando de mantener un aire impasible e inexpresivo mientras alisaba meticulosamente las páginas y esperaba a que Wu le diera nuevas indicaciones.

—Levantad la cabeza del traidor —ordenó la emperatriz a los guardias—. Obligadle a mirarme.

Los dos guardias forzaron la cabeza del muchacho tirándole del cabello, como antes había hecho su madre, y la echaron tan atrás que el príncipe quedó mirando al techo. A continuación, el guardia que lo sujetaba por la trenza desordenada aflojó ligeramente la presión mientras el otro tomaba la cabeza del muchacho entre las palmas de sus manos y, con firmeza, la movía hasta dejarla mirando al frente. Al príncipe le vibraban de ira las aletas de la nariz. Pero, a pesar de todo, Hsien consiguió dirigir los ojos en cualquier dirección, menos hacia su madre.

—Ahora, mírame —ordenó Wu—. El historiador leerá las acusaciones —decretó con calma y con firmeza. Shu se enderezó ceremoniosamente.

—Por la más grave violación de los Códigos Legales Civiles de la T’ang-lu Shu-i —entonó Shu con su tono oficial más pomposo—. Artículo veinte, capítulo dieciséis, por la tenencia y depósito, por la posesión y acopio de armas militares con la intención de fomentar un golpe, de provocar la insurrección y la rebelión contra la casa regente, legítimamente establecida y señalada por el cielo… En relación con… —Shu se apresuró a buscar la continuación en la página siguiente—. En relación con el descubrimiento de unas cincuenta espadas de hoja ancha, un centenar de dagas de cuerno de rinoceronte, sesenta y tres lanzas, el mismo número de hachas de guerra, ciento veintidós arcos, cuarenta ballestas cargadas, trescientas flechas de punta de hierro, treinta y dos corazas de cuero, cotas de malla iranianas y sasánidas en número de… —Shu se detuvo al advertir la mirada de impaciencia de la emperatriz—. ¿Su majestad no desea que siga? —Shu dio a sus palabras un tono ligeramente dolido, como si la compilación de las listas hubiese sido un gran logro literario.

—Es suficiente, maese Shu, para demostrar la peligrosa traición que rebosa del corazón del muchacho. —Esta vez, Wu habló como si se refiriese a un perfecto desconocido—. Lee el último párrafo, consejero.

Shu tomó otro pergamino y efectuó una profunda inspiración antes de arrancar.

—Este alijo, que comprendía armamento suficiente como para poner en peligro a la guardia palaciega Yu-lin y, por tanto, la seguridad de la familia imperial y la estabilidad del imperio, fue descubierto en los pabellones destinados al príncipe imperial Hsien, y en sus establos.

—Príncipe Hsien, ¿tienes algo que decir en tu favor? —Wu cortó en seco la lectura del historiador. Su hijo la miraba ahora sin pestañear—. ¿Tienes algo que alegar?

El muchacho entreabrió ligeramente los labios. Shu se preguntó qué se propondría. ¿Presentar una disculpa? ¿O una maldición? También en aquello era como su madre: amenazadoramente obstinado. Llevaba la sangre de la emperatriz. Pero Hsien no emitió el menor sonido. Se limitó a humedecerse los labios con la lengua. Nada más. Continuó observando a su madre como si tratara de comprender de una vez por todas al portento que le había dado la vida. Seguramente, el muchacho no consideró ni por un momento que la sombra pálida y vaga que tenía por padre tuviera papel alguno en aquel hecho.

En ese momento, Shu creyó captar algo en los ojos del príncipe. Hasta entonces no había estado seguro; a decir verdad, nunca podría estarlo del todo. Pero en aquel momento creyó ver un destello asesino. No tenía relación con la muerte del estúpido nagaspa danzarín de la emperatriz; era la manifestación de una amenaza.

Y, sin la menor duda, era aquello lo que Wu captaba también.

Lo que vio el historiador, lo que creyó advertir, no era siquiera esa primera llama que surgiría si tuviera combustible y aire suficientes. Era, sencillamente, la primera pavesa incandescente cargada de posibilidades en los ojos sombríos e impasibles del joven. Una pavesa que podía dar lugar a una llama saltarina o apagarse en un ahogo de humo y ceniza. Quizá las acusaciones tenían fundamento. Quizá lo que creía ver en los ojos de Hsien en aquel instante era la esencia más íntima del asesino: el príncipe de dieciséis años capaz de matar a su madre.

Era una situación difícil. Con el emperador enfermo y otro príncipe imperial muerto, era preciso nombrar un nuevo heredero, y la infortunada designación recayó en el mayor de los cuatro hijos restantes de Wu, un muchacho de sólo trece años llamado Chui-tsung. Que el cielo protegiera al desdichado príncipe.

El día anterior, Hsueh había pedido excusas por lo esquemático de la información que tenía que comunicarle, pero había formulado la atrevida promesa de ampliarla aquel mismo día.

Mientras esperaba en el pabellón, Di se sirvió otro tazón de té verde y estudió con impaciencia los rostros de la gente. Hechos y preguntas daban tumbos en su cabeza. El príncipe Hsien había sido desterrado de por vida a la isla de Hainan, pero no había llegado nunca a su destino. El muchacho se había suicidado.

¿Era cierta alguna de las extraordinarias acusaciones formuladas contra Hsien?

¿El joven príncipe imperial había fomentado una rebelión contra su madre? ¿Y realmente había terminado con la vida del nagaspa? ¿O acaso la emperatriz y la señora Yang le tomaron inquina al príncipe por otras razones? ¿Acaso descubrieron que el muchacho había colaborado con su difunto hermano en conseguir la liberación de las sirvientas encarceladas? ¿No era posible que las dos mujeres, hartas del pobre nagaspa, ordenaran su eliminación y luego le echaran la culpa al príncipe? ¿No había comentado Hsueh que la señora Yang se había referido a las discusiones cada vez más frecuentes entre la emperatriz y su amante indio en los últimos meses?

¿La muerte del príncipe Hsien había sido, de verdad, un suicidio?

Di miró bajo la tapa de la tetera, vertió los restos humeantes de la infusión en el cuenco y tomó un sorbo, pensativo, filtrando el líquido entre los dientes para retener los posos. Miró de nuevo a su alrededor en busca de la alta figura del monje y mago.

Fuera de los jardines, el mercado bullía de actividad con los compradores de última hora de la mañana. Los gañidos de los perros y los cantos rítmicos de los buhoneros formaban una extraña música que flotaba sobre los sonidos habituales de la multitud. En aquellos momentos, Di disfrutó de la zarabanda, cuya normalidad le, resultó reconfortante. Era un canturreo, una tonada que decía que, mientras el mundo girara en desorden, el mercado seguiría siendo siempre el mercado.

Descubriera lo que descubriese, pensó Di con aire lúgubre, al menos lo legaría a la posteridad. No estaba seguro de si podría hacer algo respecto a aquellos terribles sucesos durante su vida, pero la verdad acabaría por conocerse aunque fuese mucho después de su muerte. Y el monje le había prometido su colaboración. El magistrado se lo agradecía. No le habría gustado verse metido en aquel asunto sin ayuda.

De nuevo, miró a su alrededor y se preguntó qué disfraz utilizaría Hsueh en esta ocasión. La vez anterior había llegado cargando al hombro unas jaulas de aves chillonas. Cuando observó que el té ya estaba frío, pidió otra tetera y siguió esperando, retorciendo la tela de las mangas entre los dedos.

Di tardó mucho tiempo en convencerse de que el monje no iba a aparecer. La expectación dio paso a una impaciencia nerviosa cuando la hora de la cita quedó atrás. Y cuando la tercera tetera ya había perdido su calor y el aire se enfriaba conforme crecían las sombras, la impaciencia se convirtió en inquietud. El monje no había faltado a ningún encuentro. Sin embargo, Di aguardó hasta que el propietario del establecimiento empezó a encender las lámparas. Entonces, se levantó del duro banco y abandonó el local con la certeza de que algo no iba nada bien.

Habían pasado tres días desde la cita frustrada. La jornada anterior, Di había enviado un mensajero para que dejara la tarjeta de visita de un ficticio «devoto adepto» en la hospedería budista de la señora Yang. El criado de la puerta había aceptado la tarjeta con gesto brusco, sin una palabra y sin indicar siquiera si el «lama». Hsueh se había alojado allí alguna vez.

Sentado en su otro despacho, en el Gabinete Nacional de Sacrificios, mientras revisaba las licencias y los títulos de tierras de dos nuevos monasterios, Di temió que el monje Hsueh Huai-i se hubiera convertido en otra víctima del implacable Wu.

Pero quizás el tibetano andaba detrás de algo, se dijo esperanzado. Quizás había llegado a un punto de sus investigaciones en que tenía que ser aún más discreto y no podía ponerse en comunicación con nadie. El magistrado quería mantener la fe en las capacidades extraordinarias del monje. Perder la confianza en el tibetano sólo le perjudicaría.

Año 669, diciembre

Aún sin los ojos y los oídos de Hsueh Huai-i, quien ya llevaba casi tres meses desaparecido, Di debería haberse enterado enseguida de lo sucedido dentro de los muros del palacio. Pero el cortejo fúnebre que había recorrido el Sendero del Espíritu hasta las tumbas de la familia Li lo había hecho bajo el secreto de la noche, de modo que el mundo no fue informado del acontecimiento hasta que todo hubo concluido. Solamente los más allegados y los criados y funcionarios palaciegos encargados de llevar a cabo la mínima ceremonia estuvieron presentes en el acto. Cuando al fin aparecieron por la ciudad los muy modestos pasquines que informaban de la muerte, el cuerpo ya estaba frío bajo las puertas selladas de la tumba, en el seno del túmulo funerario.

No se concedió al pueblo la oportunidad de llorar tan terrible pérdida. Di vio en ello una clara demostración de lo distorsionados que estaban los asuntos entre el cielo y la tierra. Según parecía, se había convertido en requisito imperial rehuir las formalidades oficiales y los rituales confucianos en favor del subterfugio y de la oscura autocracia y de cuanto le conviniese a Su Muy Augusta Majestad y a su Muy Augusta Madre. ¡Cuánto deseaba que apareciese Hsueh para conversar con él de aquellos temas! El magistrado no había reparado hasta entonces en cuánto había llegado a confiar en la perspicacia, la visión y la amistad del monje.

El emperador, a dos años todavía de su quincuagésimo aniversario, había muerto, y el jovencísimo, asustado e inofensivo Chui-tsung había sido nombrado su sucesor. Pero Di tenía serias dudas de que el chiquillo llegara a empuñar el cetro imperial o a sentarse en el Trono del Pavo Real alguna vez. Corría el rumor de que el nuevo «emperador» de China se encontraba encerrado en un ala oscura de palacio, a solas y sin amigos, como les había sucedido a tantos otros miembros de la familia imperial. Y mientras el muchachito coronado, Chui-tsung, permanecía aislado del mundo —probablemente, recibía incluso la comida a través de una reja—, su madre, la regente en funciones, era ya la única gobernante del imperio Chino.

Larga vida a la emperatriz Wu Tse-tien, escribió Di aquella noche en su diario. Y larga vida a todos nosotros.