Año 669, febrero
Luoyang
Sólo podía haber sido la noticia de la gravedad de Kao-tsung tras su última afección lo que había provocado las pesadillas. Di había sentido crecer su inquietud durante los últimos días, desde la llegada de la carta de Hsueh Huai-i. ¿Por qué? ¿Qué importaba ya, a aquellas alturas, si el emperador estaba vivo o muerto? Pero Di conocía la respuesta: por muy débil e incapacitado que estuviera, Kao-tsung era un último vestigio —un símbolo, aunque sólo fuera ceremonial— de gobierno oficial confuciano.
Esta vez, Kao-tsung había sufrido una grave recaída. El día anterior, Hsueh le había escrito que el emperador quizá no se recuperase. El tibetano decía que, si bien la presencia de Wu le resultaba insoportable y se mantenía alejado de ella cada vez que visitaba a su madre, no podía evitar que llegaran a sus oídos los lamentos, los gritos y las quejas de la emperatriz.
Di consideró que, sin duda, la muerte de Ho-lan había sido demasiado para el emperador. La resistencia que pudiera quedarle en el cuerpo debía de haberse derrumbado junto con su voluntad y su espíritu. Era de admirar, había comentado en cierta ocasión a Di el anciano consejero Wu-chi, que el emperador hubiera sobrevivido tanto tiempo. En realidad, se había apresurado a añadir Di con su conocimiento de primera mano, era un milagro.
A Di le preocupaba la segundad de Hsueh y dudaba de si había sido acertado permitirle que emprendiera aquella misión encubierta. Un par de semanas antes, el monje había entrado en la casa de la señora Yang y desde entonces vivía bajo su techo como solían hacer muchos «hombres santos», estudiosos y peregrinos. Era un invitado de honor, el gran «lama». Hsueh, encargado de actuar como consejero espiritual de la madre de la emperatriz, de aleccionar a su personal de cocina y de ayudar a la señora en sus planes de construcción de jardines y templos.
No había vuelto a ver al mago desde entonces, pero el hábil Hsueh mantenía bien informado al magistrado. Casi todos los días llegaban cartas llenas de detalles e informaciones fascinantes sobre la vida en la residencia de la madre de la emperatriz. ¿Y qué pensaban hacer con las pruebas que pudieran encontrar? Tampoco tenía respuesta para aquello, pero una cosa sí sabía: ahora, era incapaz de volverse atrás. No tenía alternativa. Simplemente, tenía que averiguar lo sucedido.
La noche anterior, Di había conseguido dormir, pero tuvo una noche desagradable y agitada, llena de sueños de incendios. En uno de ellos estaba en palacio, hablando con el emperador, mientras las llamas avanzaban sobre los suelos pulidos. Después, saltaba hacia la elevada cama, cuyas ropas empezaban a arder. Di tiraba ansiosamente de los brazos paralizados del monarca pero no conseguía mover al pobre hombre.
En aquel momento, había despertado. Sus pies se posaron en el frío suelo, y pidió un té caliente al camarero de la hospedería.
Con el té llegó una nueva carta de Hsueh. Impaciente, rompió el lacre y leyó. Las últimas noticias eran realmente interesantes.
Kao-tsung, demasiado débil ahora como para ofrecer la menor resistencia a su esposa, había intentado abdicar… pero ella no se lo había permitido.
¿No se lo había permitido? ¿Que a un emperador no le permitía abdicar su esposa? Era extraordinario.
Una nueva mañana. Se llevó el tazón de té verde a los labios, casi escaldándose las yemas de los dedos. Sopló levemente sobre la superficie humeante, reflexionó sobre lo extraño de todo aquello y se preguntó qué novedades traería la siguiente carta del tibetano desde la mansión de la señora Yang.
Kao-tsung contempló al joven príncipe imperial Hung, que ya contaba quince años, sentado junto al lecho. Era un muchacho atractivo, se dijo; sí, un joven bien parecido, de hablar dulce y respetuoso. No se parecía en nada a él. Quizá la boca, un poco. Los ojos, en cambio, eran definitivamente los de su madre, oscuros y profundos, pero sin su… su intensidad.
El muchacho se inclinó hacia el emperador hasta mezclar su aliento con el de su doliente padre. Kao-tsung estaba seguro: la peculiar profundidad oscura de sus ojos no denotaba la locura de su madre, sino que reflejaba la vitalidad del joven. Un príncipe popular y de buenos sentimientos, pensó el emperador. Un joven querido por el pueblo por su naturaleza bondadosa y su amor filial.
—Padre… padre… —susurró el joven príncipe al tiempo que se inclinaba aún más hacia Kao-tsung, recostado entre almohadones—. Padre… no os esforcéis por hablar.
Debería intentarlo, pensó Kao-tsung, pero sólo conseguiría emitir sonidos guturales y babear. Era mejor no probarlo. ¿No veía el muchacho todas aquellas manos que le limpiaban la barbilla con las toallas perfumadas?
—Padre, sé que podéis oírme —continuó el joven príncipe—. Escuchad, pues, y respondedme con movimientos de cabeza. No tendréis inconveniente para eso, ¿verdad?
Con un gesto, Kao-tsung indicó que, en efecto, no lo tenía.
—Padre, tengo miedo de mi madre. —El muchacho susurró estas palabras con gran seriedad. Kao-tsung asintió otra vez—. Lamento mucho que estéis tan enfermo y rezo por vuestra recuperación. Pero tenéis que ayudarme en todo lo posible. Tenéis que ayudarme ahora, padre, a pesar de todo. —Hung hizo una pausa y movió la cabeza—. Vuestra enfermedad llega en mal momento, —añadió con una ligera sonrisa y un matiz humorístico en la voz. «A pesar de todo», pensó Kao-tsung e intentó devolverle la sonrisa.
»Porque voy a ser enviado al norte, al palacio de verano, para completar mi educación —continuó el muchacho—. Partiré dentro de una semana. Así lo quiere mi madre… —Hizo una nueva pausa, como si reflexionara unos instantes, y se corrigió—: Así lo ordena. Tengo que profundizar el estudio de los clásicos con vuestro antiguo tutor. —Kao-tsung asintió; ésta había sido la tradición de su padre y de su abuelo—. Así pues, padre, no dispongo de mucho tiempo. Temo que mi madre recuerde cierto asunto del pasado y ordene la muerte de las dos doncellas.
Kao-tsung movió la cabeza y frunció el entrecejo en una expresión de desconcierto. Era cuanto podía hacer.
—Entonces, no recordáis lo sucedido, ¿verdad? Hace tanto tiempo y esas mujeres eran tan poco importantes que, sencillamente, todo el mundo se olvidó de ellas. Absolutamente todo el mundo, al parecer. La gente humilde, padre, parece capaz de escurrirse a través de los enredos de la vida. Esto que os cuento sucedió mucho antes de que yo naciera. —Hung debió de captar la perplejidad en los ojos de su padre—. Esas mujeres eran los infortunados restos de la destitución de la predecesora de mi madre; unas víctimas accidentales, que fueron encerradas y olvidadas. Os hablo de las doncellas del servicio personal de vuestra primera emperatriz —añadió Hung a modo de explicación—. Probablemente, os preguntaréis cómo ha llegado a mi conocimiento tal injusticia.
Kao-tsung movió la cabeza como si sintiera curiosidad por la respuesta. Pero el emperador no estaba preguntándose cómo había sucedido lo que le contaba su hijo. Demasiado bien lo sabía. Alguien que no podía continuar amordazando su conciencia —algún criado eunuco, un carcelero que les llevaba comida, tal vez otra sirvienta— había conseguido llevar el asunto a conocimiento del Joven príncipe, compasivo e inteligente.
—Fue hace más de un año, padre, pero no he tenido oportunidad, con mi madre tan cerca y… —Hung interrumpió su cuchicheo y permaneció callado unos instantes—. Luego vino lo de vuestra enfermedad y pareció que no habría nunca ocasión. Veréis —continuó y se inclinó de nuevo hacia su padre—, hay un eunuco, un criado del círculo íntimo de la familia imperial, que se ha ocupado del cuidado de esas mujeres durante todos estos años. Una de las mujeres estuvo muy enferma y él la ayudó haciendo acudir a un médico, pero, naturalmente, el criado temía por su vida…
¿Y quién no?, pensó Kao-tsung, pero no pudo sino asentir lentamente mientras miraba a su hijo sin parpadear.
—Esas mujeres han estado encarceladas todos estos años. Liberadlas antes de que mi madre recuerde su existencia. Dentro de cuatro días debo marcharme. Traeré a los carceleros imperiales ante vuestro lecho y prepararé vuestro sello. Si aún no estáis en condiciones de hablar, podréis confirmar el decreto imperial mostrando vuestro asentimiento, y yo actuaré de intermediario. Mis manos estamparán el sello. —Con aquella propuesta, al muchacho se le iluminaron los ojos de esperanza y también de satisfacción por su ingenio frente a tantos obstáculos—. Y les daremos dinero y una escolta para que pongan tierra de por medio antes de que a mi madre se le ocurra volver a pensar en ellas. Mi madre ha estado muy ocupada, pero la intuición me dice que no tardará en recordarlas, pues la noticia de las visitas del médico habrá trascendido ya. Y pronto llegará a sus oídos, y entonces…
Kao-tsung asintió. El muchacho tenía razón; ella en realidad nunca olvidaba nada. Igual que los bibliotecarios imperiales que tenían archivados pergaminos que nadie tocaba en muchos años, Wu podía recurrir en cualquier momento a su archivo de recuerdos. Con ella, nunca se sabía. No se podía confiar en nada. Uno dejaba de esperar que todo saliera bien; sencillamente, abandonaba toda esperanza. Así, se ahorraba la zozobra.
Kao-tsung esbozó una sonrisa al tiempo que Hung se levantaba de la silla y posaba una mano en su hombro. Aunque nadie salvo él podía saberlo, la sonrisa del emperador era de lástima por el muchacho. ¿Cómo habría podido explicarlo, aunque hubiese tenido voz? Qué firmeza de carácter, qué manera de entrometerse en los asuntos de su madre… aunque quizás… Era preciso actuar enseguida. No era necesario saber nada más. En cuanto a los carceleros, al médico y a los criados informantes, todos ellos serían despedidos y recibirían una pensión. Tal vez, entre los accesos de furia de Wu, la gente humilde pudiera, sencillamente, hundirse de nuevo en el anonimato.
Con la tercera carta de Hsueh en lo que iba de semana, la insistente preocupación que Di había intentado apartar de su cabeza por considerarla demasiado fantástica había crecido hasta convertirse en un mal presagio.
Las dos primeras cartas del tibetano relataban las súplicas del noble muchacho a su padre por la vida de las dos sirvientas y la posterior liberación de éstas, disfrazadas y al amparo de la noche. Hsueh no revelaba a Di cómo había tenido conocimiento de aquellos secretos; seguramente, por los canales habituales que difundían tales cosas: criados, alguien que pasaba por un corredor o que había pegado el oído a una pared, unas palabras sueltas de una conversación escuchada por azar… Pero se conocían muchos detalles, demasiados, y esto le resultaba muy inquietante al magistrado. Porque, fuera cual fuese la vía por la que habían llegado a oídos de Hsueh en casa de la señora Yang, era más que seguro que también habían llegado a los de la emperatriz.
En la tercera carta, el tibetano incluía el resumen de una proclama interna de palacio. Diversos signos meteorológicos, que se sumaban a la preocupación por el bienestar del príncipe Hung y a los problemas de la familia imperial con asesinos ocultos entre los muros de la propia Ciudad Prohibida, hacían necesario enviar al príncipe y a su séquito al norte, al palacio de verano en la provincia de Hopei, cuatro días antes de lo proyectado y por una ruta distinta de la prevista inicialmente.
Di alzó la vista de la carta y apareció de nuevo en su mente la desagradable imagen de una recién nacida muerta en la cuna.
Cuando recibió la quinta carta de Hsueh, el hijo del emperador y su séquito ya habían emprendido la marcha con las bendiciones de Wu y de la señora Yang. Y el cielo encapotado y plomizo, que llevaba semanas amenazando lluvia pero se negaba obstinadamente a descargarla, contribuía a incrementar la ansiedad del magistrado. El oscuro temor que invadía a Di creció hasta que le pareció tan palpable como el manto de humo que se extendía en el viciado aire estival de Luoyang hasta el blanco edificio de los tribunales, de paredes desconchadas, situado al sur del mercado central de la ciudad.
Kao-tsung se incorporó hasta quedar sentado en el lecho de su sala del trono menor, donde aguardaba aquella mañana al visitante especial que le había pedido audiencia. Iba ataviado con elegantes vestiduras oficiales y las ropas de cama habían sido dispuestas a su alrededor de modo que disimularan su aspecto pálido y demacrado. El brillo del sol matutino le hizo parpadear. Había decidido volver a ser el emperador, aunque sólo fuera durante unas horas, pero se daba cuenta dolorosamente de su aspecto arruinado y desvalido bajo la luz inmisericorde. Un calor desagradable inundaba la parte izquierda de su rostro, el costado que aún se arrastraba detrás del otro.
—Las cortinas —susurró al criado que permanecía a su lado, muy atento. Este masculló unas secas órdenes y los otros criados se dispersaron a toda prisa por la estancia de alto techo cerrando postigos y bajando a medias las cortinas para amortiguar el resplandor implacable. Mejor así; pero no he ganado mucho, se dijo Kao-tsung. Notó que el lado bueno de su rostro se contraía en una mueca de insatisfacción.
—¿Desplazamos la cama, majestad? —preguntó el criado, solícito.
—Sí. Ahí —susurró él. Acompañó su respuesta de una débil indicación con la nariz, señalando un punto en el otro extremo de la estancia.
—Pero… los biombos, majestad. Están en medio del paso. Son muy pesados y están fijados al suelo.
—Quitadlos —respondió. Todos se apresuraron a obedecer, aunque Kao-tsung creyó captar cierta sorpresa: no estaban acostumbrados a que su emperador les diera órdenes.
A decir verdad, no estaban habituados a escuchar su voz. Y tampoco él. Le había vuelto de improviso un par de días antes, surgiendo de su garganta ronca y áspera, la tarde que había recibido aquella noticia como una patada en la entrepierna.
Y aquella mañana se disponía a recibir a un visitante. Un visitante de importancia cuya petición de audiencia lo había movido a luchar por sobreponerse a la enfermedad y a la pena.
Estaba impaciente por ver al audaz magistrado de Yangchou que había solicitado ser recibido por el doliente emperador. Wu se había marchado a pasar unos días en casa de su madre, donde podría llorar en paz y en soledad, había asegurado. Y entonces había sucedido algo extraordinario: tan pronto dejó el palacio, llegó la petición del magistrado. Kao-tsung estaba asombrado: Era como si, de algún modo, hubiese sabido que la emperatriz iba a ausentarse.
El día que recobró la voz —con un lamento de dolor que los había sorprendido a él y a quienes lo rodeaban— había sido la fecha aciaga en que supo el precio que su hijo había pagado por su valor y su compasión. El cortejo, según se dijo, se dirigió al palacio de Hopei por una ruta no anunciada. A pesar de viajar en un carruaje cerrado, rodeado por una escuadra de élite de lanceros y arqueros, el príncipe Hung fue alcanzado por una flecha asesina que, no se sabía cómo, atravesó el carruaje y la cabeza del joven, de sien a sien. El mensajero más experimentado, a lomos del caballo más veloz, llevó la noticia a la ciudad rápidamente. Cuando llegó a Kao-tsung, unos tres días después, éste había presentido ya la proximidad de un anuncio aciago, pues esa mañana se había despertado con la frente bañada de un sudor húmedo y frío, tras un sueño en el que oía el ruido de cascos al galope.
—Augusto Padre, si lo permitís, quizá vuestro humilde siervo pueda ayudaros a descubrir la naturaleza de esta calamidad que se ha abatido sobre la familia imperial.
Di presentó su petición formal en voz baja, con los ojos entrecerrados para que no lo deslumbrara el sol matinal que se filtraba entre las cortinas. Bajo la luz, las doradas ropas imperiales de Kao-tsung resplandecían y añadían una palidez sobrenatural a su ya enfermiza tez. La última vez que Di viera al emperador había sido a la luz de unas velas. No había nada tan inclemente como la luz del día, se dijo el magistrado. Los estragos de una vida con la emperatriz eran evidentes en el rostro de Kao-tsung.
—No sé cuánto tiempo puede llevarme descubrir al traidor infiltrado en el séquito del príncipe. Augusto Padre, pero es posible conseguirlo. —Di hizo una pausa—. Sobre todo, si no dejamos que pase más tiempo. No debemos retrasarnos. El tiempo es nuestro peor enemigo —insistió. Hizo un esfuerzo para dominar el creciente tono de urgencia de su voz.
—En todas las cosas —susurró Kao-tsung.
—En todas las cosas, sí. Y, sin duda, en ciertas investigaciones, Augusto Padre —dijo Di. Y los dos sabían adonde podían conducir las investigaciones en último término, añadió para sí. Pero mantendrían las formas en aquel juego delicado de insinuaciones y rodeos.
—¿Qué es lo que quieres, investigador Di? —articuló con esfuerzo el emperador. Di se inclinó hacia delante para oír mejor al enfermo—. Ya no estoy en disposición de ofrecer mucho.
—Tal vez pudiéramos empezar a remediar tal situación —apuntó Di, temiendo que sus palabras sonaran a promesa vacía.
El emperador movió la cabeza en un cansado gesto de negativa.
—Cualquier investigación será paralizada. Morirá antes de florecer. —Se encogió de hombros—. No hay órgano de gobierno que la pueda respaldar. No hay órgano de gobierno sano —se corrigió.
—Ésta es una de las razones por las que estoy aquí. Augusto Padre —aseguró Di. Bajó la voz y recorrió con la mirada la gran sala vacía—. Deseo contribuir a restablecer ese cuerpo de gobierno, ese órgano sano al que os referís.
El emperador miró a Di con ojos débiles e incrédulos, como si el magistrado hubiera sugerido invitar a los dioses a bajar de los cielos. —El Consejo, Augusto Padre. El Consejo de los Seis— susurró Di en una voz tan baja como la del emperador.
Sus palabras causaron una profunda reacción en Kao-tsung: sus ojos se desorbitaron y las aletas de la nariz vibraron como si aspirara una fragancia maravillosa. Un débil soplo escapó entre sus dientes.
—¿Puedes hacer tal cosa? —preguntó.
—Creo que quizá pueda. Con vuestra ayuda.
—¿Seis hombres buenos…? —empezó a preguntar Kao-tsung; después, sacudió la cabeza de nuevo—. No los encontrarás.
—He hablado con muchos —respondió Di, pero se detuvo. No era una contestación lo bastante rotunda y volvió a formularla—: He escuchado los crecientes murmullos. Creo que, con vuestro apoyo, podría conducir ese descontento.
—Descontento… —murmuró Kao-tsung—. Nada nuevo. Pero el miedo es otra cosa.
—Sí, Augusto Padre, pero creo sinceramente que ahora hay algunos dispuestos a responder a la llamada después de tantos años. Y esos pocos serán el principio —añadió Di con vehemencia—. Cuando sepan que cuentan con vuestro respaldo, otros los seguirán.
—¿Y tú? —Kao-tsung alzó la mirada al rostro del magistrado.
—Nunca mandaría a un hombre a un lugar al que yo no estuviera dispuesto a ir primero. Estoy preparado para asumir el vulnerable cargo de presidente del Consejo reformado. Si vos me consideráis merecedor del mismo. —Tras estas palabras, Di se sintió aturdido y el aire le pareció enrarecido—. Debo ser sincero, Augusto Padre. Existe mucho miedo entre los funcionarios con los que he hablado. Mucho miedo, como bien decís. Pero creo que, entre los dos, podríamos hacer que lo vencieran.
Por un instante, el magistrado se preguntó si el emperador habría oído lo que acababa de decir. Su expresión se había vuelto sombría y remota y su mirada estaba a muchas leguas de distancia. Di lo observó con inquietud, temiendo que su mente se hubiera ausentado y ya no regresara.
—¿Pensaréis en ello? —preguntó, inquieto, al tiempo que buscaba algún asomo de respuesta en su mirada.
La distancia desapareció lentamente de los ojos del emperador como una fina corteza de hielo en un charco. Kao-tsung asintió despacio, hundió la barbilla en el pecho y suspiró profundamente antes de levantar la cabeza. Con torpe movimiento de un dedo, indicó a Di que se acercara. Se produjo un largo silencio mientras ambos hombres se estudiaban. Por fin, el emperador habló con una voz casi inaudible.
—Estudiaré tu petición. De una investigación sobre la muerte del príncipe. Y también tu propuesta de restablecimiento del Consejo de mi padre. —Se detuvo. El esfuerzo de pronunciar tantas palabras seguidas lo hacía jadear como si hubiera subido un tramo de escaleras—. Pero… —Una nueva pausa—. Debo advertirte de la verdadera naturaleza de mi enfermedad… —Di contuvo el aliento—. Sería un crimen contra el hombre que el Hijo del Cielo se preocupase y no hiciera nada. Pero… —El emperador movió la cabeza, apenado—. Pero me temo que esto es muchísimo peor, investigador. Mi enfermedad es un crimen contra el propio cielo. Porque ni siquiera me preocupa.
Esa noche, en su cuarto de invitado de palacio. Di no se atrevió a descansar la cabeza en la almohada. Esperó a que llegara la mañana y la respuesta del emperador.
Al amanecer, los asistentes llevaron a la habitación té, frutas y pastas. También le entregaron un sobre con el sello imperial de Kao-tsung y de la Casa de los T’ang de Li. Mientras uno de los criados aguardaba, Di abrió la misiva. Era concisa y clara:
Al estimado magistrado Di Jen-chieh:
La familia imperial aprecia tu preocupación en estos momentos de profunda y dolorosa tragedia, pero te informa por la presente de que no habrá más investigaciones de la muerte repentina y misteriosa del príncipe Hung camino de Hopei. El departamento de Seguridad Interna de palacio, la Guardia Palaciega Yu-lin, seguirá llevando todas las pesquisas de forma concienzuda e imparcial. Por otra parte, cualquier futuro intento de restablecer los órganos de gobierno imperial disueltos sería considerado un gesto herético que indicaría falta de confianza en la organización imperial y poner en tela de juicio la credibilidad del Hijo del Cielo. Tal gesto, por tanto, sería considerado un intento de traición y, como bien sabrás, la traición se castiga con la muerte.
Se escuchó un revuelo de cuero y metal. Cuatro hombres con la armadura de la Guardia Yu-lin y adornados con los símbolos imperiales hicieron acto de presencia. La escolta de Di. Tras ellos, unos portadores traían un palanquín. Di se llenó los bolsillos con frutas y un par de bollos y tomó a toda prisa unos sorbos de té demasiado caliente que le abrasaron las entrañas. Con un gesto rechazó la silla que aguardaba para llevarlo hasta su carruaje. Prefería cruzar las inhóspitas terrazas por su propio pie. Los guardias rodearon al honorable magistrado y todos abandonaron los aposentos.
Mientras descendía la escalera de caracol con los cuatro pares de recios pies resonando delante y detrás de él, Di se asombró de dejar el palacio aún con vida. ¿Cómo se había enterado la mujer? Llevaba dos días fuera, pero se había enterado de todo: de la visita de Di y de la propuesta hecha en una estancia en la que sólo había dos personas.
Cuando salieron a la pálida luz del sol invernal, Di aspiró el aire profunda y agradecidamente y montó en el carruaje que lo esperaba.
Carta de Hsueh:
Maese Di, he sabido que el gran magistrado de Yangchou fue huésped de palacio en fechas muy recientes y que pidió audiencia al Hijo del Cielo. Ignoro los detalles, pero confío en que me los revelará cuando volvamos a compartir unas copas de vino.
Tengo noticias de hechos de palacio posteriores a su partida que quizá no hayan llegado aún a sus oídos. Pero no voy a hablarle de ello todavía. Discúlpeme por mostrarme tan misterioso, pero le pondré al corriente mañana mismo. Reúnase conmigo en el lugar donde hablamos por primera vez. Preséntese entre el final de la hora de la liebre y la entrada de la hora del dragón. Hasta entonces, magistrado, y lleve cuidado.
Lleve cuidado. Las palabras se repitieron susurrantes en su mente mientras cruzaba con paso rápido la plaza del mercado. La ciudad aún no había despertado del todo y el cielo aún era rosa y frío. Hacía ya tres semanas que Di no veía a su colega. Se preguntó por qué Hsueh habría escogido aquellas palabras; luego, se dijo que eran una mera fórmula de despedida y que no debía buscarle más significados.
¡Llevar cuidado! El mundo era ciertamente un lugar muy peligroso, reflexionó. Uno estaba expuesto a la destrucción desde el instante en que nacía. Una broma cruel incorporada en nuestra naturaleza, como las palancas de la clepsidra que, indefectiblemente, hacen que el mecanismo describa un círculo completo. Y ante tal hecho inevitable, para consolarse y dar sentido a su existencia, los hombres buscaban la segundad última, la salvación, la liberación del ciclo de sufrimiento y muerte que es este mundo. Pero ni siquiera en el tema de la salvación podían los hombres ponerse de acuerdo y se dividían en muy dispares escuelas de pensamiento. Desde su asociación con Hsueh, Di tenía muy presentes aquellos temas, y lo que había aprendido del monje era un fuerte estímulo intelectual.
La escuela más antigua del pensamiento budista, el Hinayana, afirmaba que la salvación era una joya muy rara y sumamente escurridiza, reservada a unos pocos. Sólo se alcanzaba a través de la constante y rigurosa aplicación de conocimientos y disciplinas de naturaleza muy esotérica. Esta salvación no esperaba con los brazos abiertos al hombre corriente, sencillo pero perseverante, al sufriente común que avanzaba dando tumbos por este mundo lóbrego y hostil, reflexionó Di. Y no era coincidencia que el Hinayana fuera la forma de budismo más habitual entre los aristócratas de la sociedad terrenal. Como siempre, tales gentes preferían no tener que mezclarse con la plebe. La señora Yang era un ejemplo perfecto de ello.
Pero en el centro de las escuelas de pensamiento budista más populares, como el Mahayana, había un concepto mucho más atractivo: la salvación estaba al alcance de casi todos, no sólo de la élite. Era una fe pública, llena de bodhisattvas, seres que ya habían alcanzado la iluminación y podían, si así lo querían, abandonar la tierra para siempre y disfrutar de la dicha eterna del Paraíso Occidental, el reino del Buda Amitabha. En lugar de ello, estos seres esclarecidos escogían quedarse y recorrer este mundo triste y miserable tratando de ayudar a conseguir la salvación incluso al más humilde de sus congéneres.
Mientras atravesaba el animado mercado con sus olores y sus ruidos, Di intentó imaginar qué se sentiría siendo uno de aquellos seres iluminados que renunciaban voluntariamente a un mundo de perfección para vagar entre la enfermedad y dolor de este mundo como un marinero por unas costas hostiles y primitivas.
Este mundo ruidoso, sucio, bullicioso y complicado, pensó mientras cruzaba la agitada plaza central del mercado. En sus años de magistrado, Di había visto prácticamente todas las manifestaciones posibles de estupidez, crueldad y fealdad humanas.
Dado el estado de cosas, casi era posible creer en la Era de la Ley de la Degeneración Final de los budistas, en la que se suponía que se encontraba el mundo en estos tiempos, a la espera de la profetizada llegada de Maitreya, el Buda futuro. Una época tan alejada del momento de la muerte del Buda que sus enseñanzas se habían descompuesto, deteriorado, habían sufrido el inevitable desgaste del paso del tiempo; una época en que la forma y la materia, llenas de un vigor y una vitalidad engañosos y decadentes, conducía inevitablemente a un mal final.
¿Pero qué le parecería a él, al magistrado Di, un mundo libre de tentaciones, de corrupción, de deseo, de sufrimiento, de amor y de odio, de mujeres, de vejez, nacimiento, muerte y todo lo demás? Le sonaba a un mundo desprovisto de retos. Reflexionó profundamente sobre ello. Sin la imperfección y la calidad de incompleto, sin la inevitabilidad de la muerte, sin un tiempo acotado de existencia como horizonte para el hombre, sin el dolor, ¿cómo tendría sentido la vida y todas sus acciones?
La salvación. Para los ricos y felices significaba más gloria y exaltación. Para los pobres y los trabajadores, la liberación del sufrimiento en la otra vida y la ayuda en ésta. Un espejismo, un mito. Era un mito muy comercial aquella salvación adquirible. Pero muy poco convincente para él. Cuando entraba en el último callejón camino de la tetería, notó la solidez de las losas rotas y desiguales del pavimento bajo sus pies. Al hacerlo, algo dentro de él le susurró que aquél era el único mundo que habría jamás.
Y había más que suficiente, pensó.
El jardín de té ya estaba concurrido a primera hora de la mañana. Los que trabajaban en las tiendas del mercado desde antes del alba ya llevaban allí un buen rato. Di prefería el anonimato de la gente, el ruido y el bullicio. Tuvo que acercar el oído al tibetano para captar todas sus palabras.
—Magistrado, ustedes, los chinos, hablan de las bendiciones del cielo —apuntó Hsueh.
—Nosotros, los chinos —lo corrigió Di, recordando a su interlocutor que ya era tan chino como él—, también decimos que el cielo trae su contrario.
—Entonces, es ese contrario a lo que me refiero cuando hablo de ella.
—¿La madre o la hija, Hsueh?
—Ya no veo diferencias entre ellas. Sólo son dos rostros de la misma entidad. —Permaneció sentado en actitud pensativa—. Dos rostros de Chamunda, la diosa aniquiladora. Una visión de la muerte y la destrucción en las tradiciones budista y tántrica tibetana. Pero los rostros de sus víctimas siempre aparecen serenos.
Di enarcó las cejas en una mueca de interrogación.
—Sí, magistrado, serenos. Muchas veces, la diosa aparece representada en esculturas o pinturas arrancándoles los brazos o las piernas y devorando sus entrañas, con la barbilla embadurnada en sangre y las tripas colgando de su boca. Pero los artistas siempre se esmeran en dar la expresión más plácida y beatífica a los rostros de las víctimas. A veces, hasta sonríen. Sólo la diosa diabólica parece experimentar algún tipo de angustia.
—Serenos y apacibles —murmuró Di.
—Según parece, porque la idea de morir a manos de la diosa es una liberación. —Hsueh bajó la mirada a su taza de té como si reuniera fuerzas—. Le dije que tenía noticias.
Di esperó. El monje levantó los ojos.
—Kao-tsung ha nombrado regente en funciones a la emperatriz.
—¡Regente en funciones! —exclamó Di por lo bajo, incrédulo.
—Sí. En adelante, será ella quien presida la audiencia matinal en su lugar.
—Entonces, el gobierno está en sus manos —murmuró Di—. ¿Cuánto calcula usted que durará Kao-tsung, ahora? El emperador puede darse por muerto…
Hsueh asintió. Se llevó el tazón de té a los labios, hizo una pausa y lo levantó por encima de su cabeza.
—Por Chamunda —brindó antes de beber.