Año 669, enero
Luoyang
Según los que estudian las antiguas doctrinas clásicas del Libro de Ritos, se ha llevado a cabo siempre una distinción entre las ceremonias que son femeninas y las que son masculinas. Cuando se trata de llevar a los participantes ante el altar femenino o ante el masculino, los participantes se han atenido siempre al género que les es propio: devotos masculinos para las deidades masculinas y devotas femeninas para las divinidades femeninas. Entonces, ¿por qué no se sigue esta norma cuando se lleva a cabo la ceremonia más importante en el mantenimiento del orden y de la relación entre el cielo y la tierra, la Feng Shan? Esta ceremonia —un viaje a los picos sagrados donde se puede adorar a la Divinidad de la Tierra— ha sido llevada a cabo por todos los gobernantes y sus séquitos desde los tiempos más remotos, cuando toda la historia quedaba registrada en las conchas de tortugas. Y, sin embargo, ¿no es esta ceremonia, en esencia, un acto de adoración a la Divinidad de la Tierra? ¿Y no es esa Divinidad femenina? Pero en ningún momento de la historia se ha permitido la asistencia de una mujer. ¿No es éste un gran descuido que precisa ser corregido? ¿Y no es justo que tan gran responsabilidad recaiga únicamente en la Hija del Cielo, la Divina Emperatriz Wu Tse-tien?
—¿La «Hija del Cielo»? —preguntó Di, incrédulo, arrojando la proclama imperial sobre la mesa.
Aquel día, el magistrado superior y principal investigador de Luoyang estaba sentado tras el escritorio de su despacho de presidente del Gabinete Nacional de Sacrificio. Llevaba puesto su otro gorro, según la expresión del viejo consejero. Y, a causa de su alta posición en la burocracia imperial, Di estaba entre los pocos que habían sido honrados con un conocimiento previo del anuncio «histórico» de que la emperatriz sería la primera mujer en dirigir un ritual sagrado que ya tenía una antigüedad de mil años cuando nació Confucio. Di no se sintió especialmente perturbado por aquella flagrante violación del protocolo y el decoro, aunque sabía que todos los confucianos que permanecían en el gobierno estarían farfullando de indignación. Suspiró. Ojalá la audacia de la emperatriz se limitara a pequeñas jugarretas como aquella.
No, Di no tenía tiempo ni interés para dedicar a la proclama de la emperatriz. Ante él estaba el plano de la ciudad de Luoyang y, marcado en él, la situación de la casa de la señora Yang, donde se habían producido las cenas fatales. Di comprobó con satisfacción que la casa no formaba parte del recinto imperial.
Según el código legal T’ang, el lugar quedaba bajo su jurisdicción como magistrado superior de Luoyang. Sin embargo, sabía que su investigación chocaría con la santidad de las Divinas Puertas imperiales. Sería el asunto más delicado y peligroso que había llevado nunca. Los trámites serían como caminar por una habitación a oscuras bajo cuyos muebles yacen enroscadas las serpientes.
—Señor Hsueh —dijo Di—. Esta será una prueba singular de vuestro temple. Entre los budistas vinhayana, la señora Yang es considerada una divinidad; para ellos, es una demiurga.
—Le entiendo muy bien, presidente Di —respondió Hsueh con una sonrisa irónica y una leve inclinación de cabeza—. Un asunto muy delicado y una dama muy influyente.
—Recuerde que usted no sabe nada ni sospecha nada.
—Desde luego, magistrado. Comprendo nuestra situación.
—Ignoro que descubrirá —le aleccionó Di—, pero ya he pensado el pretexto que utilizará para llegar a su puerta. Le he proporcionado unas credenciales impecables como hombre santo del Tíbet, de modo que dudo de que le nieguen el paso. Pero, por si no es suficiente, le he procurado la credencial más extraordinaria.
»Verá, maese Hsueh, me he aplicado al asunto. Durante los últimos días me he esforzado por dar con la razón… no, con el medio —se corrigió Di, formando una esfera con las manos delante del rostro—, con el medio perfecto para acceder a la finca de la madre de la emperatriz. Pero antes de que le cuente de qué se trata, quiero oír su acento tibetano más cerrado e incomprensible. ¿Podrá volver a esa otra vida de hace tanto tiempo, verdad?
—¿A mi vida de muchacho? —preguntó el mago, divertido—. Mmm. No será difícil. Lo intentaré, desde luego, magistrado.
—Recuerde lo más importante: este pretexto que le conducirá hasta la señora Yang —susurró Di, inclinándose hacia delante en actitud conspiradora, aunque estaban completamente a solas— no sólo debe atraer su codicia y su vanidad, sino conducirle a usted a una dependencia concreta de la casa.
—Reverendo padre, no me he acordado de preguntarle por su nombre tibetano.
—Y yo he sido muy negligente al no habéroslo dado antes, señora —respondió el «lama». Hsueh Huai-i con una sonrisa encantadora—. Sin embargo, resulta muy difícil de pronunciar para una lengua china. Mi idioma es capaz de combinaciones de sonidos muy raras. Ngogpa —dijo con tono de importancia—. Significa el lama de Ngog, señora. Pero hay más. —Hizo una pausa sugestiva—. Ngogpa Lhag-tong-pa-nyid. Lama Ngogpa Lhag-tong-pa-nyid —repitió con su marcada entonación tibetana.
—¿Y significa…? —La señora Yang lo observó con curiosidad y placer.
—Significa «el lama de Ngog que posee el conocimiento de la Conciencia Superior y la claridad del Vacío de Pensamientos». —Hsueh observó durante un momento la expresión admirada de la señora Yang. Era evidente que había conseguido su objetivo de causar una profunda impresión—. Es la mejor traducción que puedo hacer, señora. Inevitablemente, se pierde mucho en el cambio de palabras… —añadió con un encogimiento de hombros—. Pero vos, como nadie, comprenderéis a qué me refiero. Debo tomar prestadas palabras del léxico de los taoístas. Son las que más se acercan, pero incluso éstas se quedan cortas.
—Hay tanto que no podemos conocer —respondió la señora Yang, y sacudió la cabeza—. Es toda una lección de humildad.
—Todo verdadero conocimiento lo es, señora —asintió Hsueh—. Pero eso me lleva al gran regalo que os he traído. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Lo que me dispongo a revelaros es un poco de verdadero conocimiento sólo para vos, para vuestros ojos y oídos solamente.
Hsueh se volvió a la mesa en la que se encontraba la caja; hasta aquel momento, la señora Yang había hecho caso omiso, resueltamente, de aquel objeto misterioso y tentador. El tibetano abrió la caja, sacó de ella el relicario en forma de chorten y lo colocó con infinita delicadeza sobre la mesa. La señora Yang mantuvo el rostro impasible, pero notó que el corazón se le aceleraba: ante ella tenía un recipiente cilíndrico de oro con un profundo repujado que mostraba con gran riqueza de detalles el vuelo de unos gansos. En la tapa, la imagen del Buda reclinado, Gautama —el auténtico Buda histórico—, estaba flanqueada por las imágenes erguidas de Indra y de Brahma.
—Es realmente hermoso, lama Hsueh —dijo la señora Yang con gran comedimiento—. ¿Puedo tocarlo?
—Por supuesto, señora. —Hsueh le acercó el chorten.— Pero la belleza exterior de este antiguo recipiente no es nada en comparación con lo que contiene. —La señora Yang levantó el objeto, lo sostuvo de manera que la luz que penetraba por la ventana lo iluminara de lleno y lo estudió con todo detalle—. Es una copia, señora, de otro más antiguo: el Gran Relicario de Kanishka del stupa votivo de Loriya Tangai, en el valle de Swat, en Gandhara, al norte de la India. A la muerte del Gran Buda, sus seguidores dejaron su tierra natal en la región de Doab y se trasladaron a los valles de Gandhara, de clima más suave…
—Lama Hsueh, ¿qué significan estos gansos? —preguntó la señora Yang, alzando por fin la vista hacia él mientras acariciaba con el pulgar y el índice la suave superficie labrada de las alas extendidas de una de las aves.
—Su vuelo representa la difusión de la ley de Buda, el Dharma, a tierras lejanas.
—¡Qué maravillosamente adecuado para nosotros y nuestra Ciudad de la Transformación!
—Ciertamente, señora. Pero tengo algo aún más espléndido y, como vos decís, adecuado para la Ciudad de la Transformación, que es la auténtica razón de que haya venido a abusar de vuestra amabilidad…
—No es ningún abuso, lama. Nos halaga que alguien de tan gran sabiduría se digne concedernos su gracia —respondió ella, animándolo a seguir. Hsueh le dedicó una ligera reverencia.
—Dentro de ese chorten —murmuró en un susurro— hay un secreto tan grande que no me atrevo a confiarlo a nadie más que a vos, la mayor devota del Buda Gautama de toda la China.
Hsueh procedió a abrir la tapa del relicario con dolorosa lentitud. Con extremo cuidado, extrajo del recipiente sagrado un cilindro de arcilla y lo colocó sobre su base. El cilindro, rojo y azul, llevaba grabadas en torno a la parte superior unas inscripciones que formaban pequeñas hileras de caracteres sánscritos.
—Éste también es un bello objeto, lama —comentó ella, disfrutando del pequeño juego de intriga. Hizo girar el objeto sobre la base y observó la expresión satisfecha del forastero de destacada estatura—. Muy bello —repitió, como si creyera que en esto consistía el misterioso regalo que el monje le había anunciado.
—Permitidme, señora. —Hsueh extrajo la tapa del cilindro—. Está muy bien disimulado. Un trabajo muy habilidoso de un artesano desconocido. El hombre tal vez imaginó que si había alguien lo bastante astuto como para descubrir el relicario sagrado y llegaba hasta el extremo de extraer el cilindro de arcilla, se detendría al llegar allí, frustrado, creyendo haber encontrado sólo otro molinillo de oraciones más, con sus inscripciones habituales. Pero…
La mano del monje desapareció en el interior del cilindro y extrajo de él un cubo azul transparente que encajaba a la perfección en un agujero cuadrado del interior del engañoso cilindro. El cubo era completamente claro, liso y sin imperfecciones, como un bloque de hielo. La señora Yang notó que, a pesar suyo, los ojos se le abrían como platos.
—Cristal, señora. Un hermoso cristal azul, quizá llevado de Macedonia a tierras de la India a través de la región septentrional de Gandhara por el gran conquistador Sikander [5]. —Hsueh aproximó el cubo a la señora Yang con cuidado reverente—. Sosténgalo a la luz y observe el interior.
—Qué cristalino. Muy bonito, pero… —Hizo una pausa, acercó el rostro al cubo y frunció el entrecejo—. Pero observa: parece tener una imperfección, una especie de grieta en el interior, tal vez. —La señora estudió el cristal con los ojos entrecerrados y lo acercó a Hsueh—. Ahí, lama. En el centro.
Hsueh permaneció inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y la expresión implacable.
—Fijaos bien, señora. He dicho que os traía el mayor tesoro y no engaño a la madre de nuestra Divina Emperatriz y máxima protectora del Dharma. Eso del centro no es una imperfección. Eso es el tesoro del que hablo.
La señora Yang estudió de nuevo el cristal.
—Es blanco. ¿Es… un hueso? —Hsueh descruzó los brazos en el instante en que la mujer le dirigía una mirada sobresaltada—. ¡Cielos, lama, dime que sólo es la reliquia de un gran maestro… de un gran lama o monje muerto hace siglos!
—No puedo deciros tal cosa, señora.
—Pero hay mucha gente que reclama estar en posesión de una reliquia del Excelso.
—Mucha gente afirma tal cosa, es cierto. —Hsueh juntó las yemas de los dedos—. Pero también es cierto que todos ellos son víctimas de su propia tontería o de los engaños de otros. Sólo existe un fragmento del que se conozca su autenticidad. Sólo uno que los antiguos seguidores reconocían como verdadero. Cuando esos primeros seguidores del Buda Gautama dejaron la tierra natal del Buda en la sofocante región meridional de Doab y se trasladaron al norte, a la zona de Gandhara, de clima más fresco, empezaron a llevar una existencia mucho más organizada. Allí se construyeron grandes monasterios y stupas del budismo Mahayana, edificios que se levantaban casi mil palmos del suelo, rematados con hileras de parasoles dorados y con los interiores decorados con filas y filas de Budas y bodhisattvas pintados con brillantes colores. Pero únicamente en un muro del gran stupa de Gandhara, hoy en ruinas, estaba oculto este relicario que contiene el único resto del Maestro cuyo origen está certificado en los textos antiguos.
Hsueh retrocedió un paso y efectuó una profunda inspiración, como si la revelación le hubiera dejado sin fuerzas.
—¡Cielos, lama! ¿Pero cómo ha llegado a tus manos? —preguntó la señora Yang mientras acariciaba el gélido cubo sagrado.
—Es una historia muy larga, señora, que preferiría ahorraros. Sólo diré que llegué a la conclusión de que los gandharanos habían olvidado el verdadero mensaje, desdibujando la figura del único Buda con sus innumerables metáforas de santos bodhisattvas, diosas y demonios… Este hueso, señora, es el símbolo último de la ley del único Buda verdadero, el Dharma, la única norma que nos rige, en último término. Y consideré que debíamos hacer lo que fuera preciso, todo lo que fuera preciso… —repitió en tono insinuante.
—¿Me estás diciendo que hubo pérdida de vidas…? —preguntó ella con solemnidad.
—Quizá pague por mis transgresiones a lo largo de muchas reencarnaciones, señora —murmuró el tibetano—. Quizá…
—¿Quizá, qué, lama? —lo apremió la mujer.
—Quizás… Esto me resulta un poco difícil… —dijo él, juntando las manos como en una plegaria y mirándola directamente a los ojos—. Aunque el budista siente veneración por toda vida, tal vez es preciso hacer una excepción cuando se trata de proteger el Dharma. Probablemente sea la única excepción… —Hsueh dejó caer estas palabras como piedras a un estanque.
—¡Oh, sí! Creo que tienes razón, lama —respondió la señora Yang sin la menor vacilación—. Ésa es, quizá, la única excepción. Yo misma he lidiado con este concepto tan difícil de digerir. Si resulta absolutamente necesario. Incluso nuestro código de respeto por toda vida, que tenemos por inviolable, queda subordinado a nuestro deber principal de proteger la Ley Dhármica. —El monje la estudiaba minuciosamente mientras la escuchaba y la señora Yang se sintió capaz de contárselo todo. ¡Todo! La mujer descubrió un inesperado y profundo sentido en lo que ella misma estaba diciendo; sus palabras proporcionaban todo un nuevo significado a su pasado—. La pérdida de vidas por esta causa superior sería, en último término… —buscó con delectación la palabra exacta— …justificable.
Tan pronto como lo hubo dicho, el propio sonido de la palabra, su eco en la mente, envolvió a la madre de la emperatriz en un cálido bienestar.
—Tal vez, mi señora, tal vez. En cualquier caso, algún día lo averiguaré, ¿no? Con todo, sea cual fuese el destino kármico que me aguarda, merecerá la pena si ello significa que puedo depositar este regalo a vuestros pies. Pagaría con mil existencias por tener ese privilegio. Ahora, señora, en calidad de guardiana de la única reliquia verdadera del cuerpo físico del Buda, vuestra posición en el imperio y en el reino terrenal de Buda es aún más eminente que antes. Y, en consecuencia, vuestras obligaciones para con vos misma y para con vuestra familia son aún mayores. Os ruego que me permitáis ayudaros en ellas.
—Por supuesto, lama —asintió ella, complacida.
—Vuestra casa es vuestro templo, señora. En ella se encuentra ahora el centro del universo budista terrenal del Jambudvipa. Si me permitís, os ayudaré a convertirla en un refugio aún más perfecto para la contemplación y la exaltación de lo inefable, en un cristal refractor de la luz divina aún más perfecto, si queréis. Todo debe ajustarse con precisión: el alineamiento de las propias piedras de vuestro jardín, el ángulo con el que entran por la ventana los primeros rayos del sol matinal, la sutil gradación de colores de una estancia a la siguiente, los tonos utilizados para realzar la belleza ya perfecta del rostro de la señora. —Hizo una pausa y paseó la mirada por la suntuosa sala; a continuación, levantó el dedo índice con gesto decidido—. Y me gustaría empezar por la cocina.
—¿Por la cocina, lama?
—Hace un momento hablábamos del respeto por todos los seres vivos. Debéis permitirme acceder a la cocina, señora, para que pueda aleccionar a vuestro personal sobre los métodos adecuados para mantener una alimentación estrictamente vegetariana.
—¿Sabe, Hsueh, que el apreciado historiador de la corte, Shu, no me es desconocido?
—Por favor, no me diga que es amigo suyo.
—Claro que no —se rió Di—. Aunque parece que estábamos destinados a ser colegas de un modo u otro. No puede decirse que seamos coetáneos; en realidad, me lleva más de ocho años.
—¿Y cómo entró en contacto con ese caballero?
—Sucedió hace muchos años, cuando, como tantos otros jóvenes esperanzados, llegué a Luoyang durante una hermosa primavera para someterme a la prueba más intensa que se ha ideado para el cuerpo, la mente y el espíritu.
—¡Ah! Los exámenes trienales de ingreso en la Administración Imperial… —Hsueh empleó un tono de voz que sugería que la idea misma de los exámenes le resultaba pintoresca y divertida.
Aprovechando el espléndido día, inusualmente cálido para principios de enero, el magistrado y su amigo paseaban por un solitario parque rústico salpicado de arboledas, al norte de la ciudad, el día siguiente a la visita de Hsueh a la señora Yang.
—Sí, Hsueh, los Exámenes Trienales, que determinan quién no conseguirá un puesto en la administración. Una experiencia que tiene la suerte de haber podido evitar, amigo mío…
—No crea que mi preparación y mi iniciación han carecido de penalidades y rigores —apuntó el mago—. Me he sometido a pruebas que ni siquiera sería capaz de imaginar.
—Por supuesto, maese Hsueh. Por supuesto —se apresuró a asentir el magistrado.
—Pero háblame del historiador Shu —dijo Hsueh.
—No sé si él me recuerda, pero yo, desde luego, lo tengo muy presente. Esa primavera de hace tantos años, cuando llegué aquí por primera vez, Shu estaba también; pero no era la primera vez que él se presentaba. Aquella era su tercera y última convocatoria. Ya había suspendido las dos anteriores y el número máximo de exámenes que se permite a un aspirante es de tres. Si el candidato fracasa por tercera vez…
—Se ve en la obligación de echar mano de otros recursos —apuntó Hsueh.
—Con qué concisión lo ha expresado, maese Hsueh. Y con qué precisión. En cualquier caso, a muchos de los presentes no se nos escapaba la presencia de los aspirantes con algunos años más que el resto, los de aspecto más nervioso, que volvían para su tercer y último intento y se mezclaban con los más jóvenes en un esfuerzo por absorber un poco de su energía o, quizás, ese dato que marcaría la diferencia en la ocasión.
—¿Y el historiador Shu estaba entre ellos?
—En efecto. Lo recuerdo muy bien porque se acercó a varios candidatos más jóvenes y les ofreció recompensarlos generosamente si hacían el examen por él. Yo fui uno de los que recibió la propuesta. Pero creo que nadie la aceptó, por tentadora que fuese, y Shu se vio obligado a presentarse él mismo por tercera vez.
—Y supongo que suspendió.
—En efecto. Pero, como se puede ver, el fracaso no lo ha detenido. Hablábamos de otros recursos: evidentemente, el historiador Shu los tiene en abundancia.
—Desde luego —respondió el mago con un seco bufido.
—Ya le he contado cómo es que me acuerdo de él. Es menos probable que él me recuerde a mí porque sólo era uno de los muchos jóvenes candidatos a los que tentó. Lo que no he decidido todavía —continuó Di, pensativo— es si me conviene o no recordarle que ya nos conocíamos.
—¿Va a reunirse con él? —preguntó Hsueh con entusiasmo socarrón. Di se encogió de hombros al tiempo que se detenía junto a un pequeño lago sereno y encantador cuya superficie, congelada durante tantas semanas, empezaba a fundirse bajo el cálido sol.
—Teniendo en cuenta la información que me ha traído de la casa de la señora Yang —comentó el magistrado mientras contemplaba el lago—, creo que debo hacerlo. —Se volvió hacia el mago—. Ahora necesito lo que en nuestro oficio denominamos «pruebas concluyentes». Estoy seguro de que recuerda usted la proclamación de la emperatriz como «Hija del Cielo».
—Mal podría olvidarlo.
—En palacio tuvieron consideración con mi cargo. La mayoría recibió copias impresas, pero a mi despacho llegó un original salido del pincel del propio historiador Shu, cuyo sello llevaba estampado [6]. Allí vi algo, algo muy pequeño pero que me hace arder en deseos de ver otras de las obras de «arte» de nuestro amigo.
—¡Caramba! ¡Magistrado Di, qué sorpresa tan agradable y propicia! —exclamó el hombrecillo, incorporándose de un brinco—. ¡Bienvenido, bienvenido!
El historiador, con un gesto ampuloso, invitó a Di a pasar a su despacho. Con una amplia sonrisa, Di le agradeció la amabilidad.
—Sin duda, maese Shu, esperaba usted mi visita en el instante menos pensado, —comentó el magistrado—. Sí, seguro que, desde que nos encontramos de nuevo en esa cena extraordinaria a la que tuvo la amabilidad de invitarnos la emperatriz, esperaba verme aparecer en cualquier momento.
—¿Encontrarnos de nuevo? —preguntó Shu, desconcertado—. No recuerdo que nos hayamos visto nunca, hasta esa velada.
—No, claro que no se acuerda. No hay ningún motivo por el que debiera hacerlo —murmuró Di, al tiempo que ocupaba un cómodo asiento junto al gran escritorio de Shu, decorado con hermosos motivos tallados—. ¡En cambio, hay muchos por los que yo debo recordarlo a usted!
Mientras decía esto, el magistrado mantuvo la cálida sonrisa y el tono de voz escrupulosamente amistoso.
—¡Por favor, magistrado, me consume la curiosidad! —Shu revolvió unos papeles y ordenó a un sirviente que trajera té antes de instalarse en su asiento y alisarse la ropa con un sonoro crujido de las telas de seda fina. Ya acomodado, miró a su visitante con una sonrisa de expectación en los labios.
—Los exámenes trienales, maese Shu. Hace casi veinticinco años. —Di observó que la sonrisa del historiador se debilitaba un poco, aunque mantenía la mueca de expectación. Se inclinó hacia delante como hace quien repasa sus recuerdos antes de contar una historia maravillosa y continuó—: Recuerdo la noche en que nos dejaron salir de las celdas después de tres días agotadores durante los cuales unos pocos habíamos vivido en una permanente zozobra y muchos otros sabían perfectamente que habían suspendido. Esa noche, sin embargo, antes de que se publicaran los resultados, lo cual no sucedería hasta pasado bastante tiempo, la mayoría de nosotros terminamos rebosantes de alegría y de vino por el mero hecho de haber abandonado por fin nuestras salas de tortura. Lo único que nos importaba en aquellos momentos era respirar, hablar, reír y beber como seres libres. Con el alboroto que armamos con nuestros cantos, nuestros brindis, vítores y discusiones sobre las preguntas y problemas que nos habían planteado durante los días de examen, seguro que tuvimos a toda la ciudad en vela. Esa noche, maese Shu, usted y yo compartimos una jarra de vino. Y es por esa jarra por lo que lo recuerdo tan bien entre los cientos de aspirantes. —Di sonrió y movió la cabeza, pensativo, como si evocara la escena; Shu esperó con una sonrisa que era un reflejo de la del magistrado—. Esa noche, usted y sólo usted permanecía tan tranquilo y sereno como una estrella en el cielo, mientras los demás estábamos casi locos de agitación. Recuerdo que entonces me pregunté por qué sería. Más tarde, lo descubrí.
Di empezaba a sentirse cómodo con la narración y advertía que, a pesar de la circunspecta sonrisa de Shu, tenía ante sí a un hombre cautivado por una buena narración. Era lógico que lo estuviera, pensó Di. El magistrado se había preocupado de leer todo lo que había escrito Shu desde su nombramiento como historiador personal de la emperatriz y de su madre y sabía que el hombrecillo era, ante todo, un cuentista de primera categoría.
—Muchas semanas después, cuando se publicaron los resultados, algunos se felicitaron y otros iniciaron el largo camino de vuelta a casa cargando con el peso del fracaso, como si portaran sobre sus hombros el peso de la propia muerte. Y recuerdo el rumor que corrió entonces por la ciudad y que nos dejó sin aliento de envidia e incredulidad.
En efecto, tal rumor se había difundido por esas fechas, aunque no se había demostrado nunca que tuviera fundamento. Pero Di estaba seguro de que Shu también lo había oído y lo recordaba. Dedicó su sonrisa más franca al historiador, como si le invitara a terminar la narración, y murmuró en tono conspirador:
—Estoy seguro de que lo recuerda…
—Le aseguro que no tengo la menor idea, magistrado —respondió Shu con franqueza no fingida.
—Nadie podía darle crédito y sin embargo, al parecer, era cierto. Uno de nosotros, uno entre los miles de aspirantes que habían participado en los exámenes oficiales de aquella primavera, y por primera vez a lo largo de los siglos, había alcanzado lo que normalmente estaba reservado únicamente a los dioses: la perfección, maese Shu. Un resultado perfecto en las pruebas trienales. Entonces llegó a mis oídos y a los de algunos amigos míos que el hombre que había realizado tal proeza estaba celebrándolo en cierta taberna de la ciudad. Nos guardamos la noticia y nos escabullimos del resto del grupo sin decirles nada porque no queríamos provocar una estampida, y acudimos a la taberna para echar un vistazo por la ventana a aquel individuo que había conseguido lo que ningún hombre consiguiera jamás, ni antes ni después. —Di miró a Shu como si lo estuviera observando a través de esa ventana. Historiador, se dijo, ahora voy a regalarte una de esas historias que tanto te gustan—: Y lo vi, maese Shu. Vi a ese hombre y lo reconocí; era el bebedor sereno e impasible con el que había compartido una jarra pocas semanas antes. —Hizo una pausa, bajó los ojos y volvió a levantarlos hacia Shu—. No ha cambiado usted tanto como para que no lo reconociera cuando lo vi sentado a la mesa imperial aquí, en Luoyang, un cuarto de siglo más tarde.
Shu se sonrojó, hinchó los carrillos y balbuceó como una doncella tímida.
—¡No, no, magistrado! Se equivoca usted. Seguro que no cree de verdad que fuese yo… —murmuró en tono poco convincente. Era evidente que deseaba vehementemente que Di continuara creyéndolo—. Hice bien el examen, desde luego, pero no tanto —añadió, sin abandonar la sonrisa de contento.
—No importa —replicó Di—. No voy a insistir. Su modestia es la de un verdadero caballero. —Se echó hacia atrás en la silla y contempló con admiración al gran erudito—. Pero, aunque usted no lo quiera reconocer, yo sé que es cierto. ¡Y no le culpo por querer ocultarlo! ¡Si la gente lo supiera, no lo dejaría en paz ni un instante! —Cuando el pobre Shu ya se disponía a iniciar otra débil protesta, Di alzó una mano para acallarla—. No se preocupe, su secreto está a salvo conmigo. No le contaré una palabra de esto a ningún ser viviente. ¡Pero siempre tendré la íntima satisfacción de saber con quién estoy hablando!
—Bien, señor Di, yo… —Shu estaba casi aturdido de felicidad. Di insistió, sin darle apenas ocasión de pensar.
—Se decía que no sólo su erudición era impecable, sino también su caligrafía era sublime. Yo también he hecho mis incursiones en el arte de la caligrafía aunque, por supuesto, soy un simple aficionado. Hoy he acudido a verle con la esperanza de que quizá tendría el honor de…
Se detuvo como si comprendiera que, sencillamente, estaba pidiendo demasiado de un hombre tan agradable y humilde.
—¡No, por favor! ¿De qué se trata, magistrado? —preguntó Shu, impaciente.
—Hoy he acudido con la esperanza de que tal vez me permitiría contemplar algunos ejemplos de sus elegantes trazos.
Di sabía que Shu, en efecto, estudiaba caligrafía y se tenía por un practicante distinguido. Los halagos apenas esbozados, referidos a algo que al menos tenía un ligero fundamento, dieron el resultado que Di esperaba. Shu se levantó de su sillón como impulsado por un resorte, corrió a un armario y lo abrió para dejar a la vista unos estantes llenos de pergaminos enrollados y atados. Tomó varios y los depositó con impaciencia en el escritorio, delante de Di. Al momento, empezó a desenrollarlos y a sujetar las esquinas con figurillas, cajas y conchas.
—Verá que soy un simple estudioso concienzudo y competente, y no un maestro —comentó con la debida modestia.
—¡Qué va! —exclamó Di, examinando ávidamente los documentos conforme el historiador los abría ante él. Como esperaba, algunos de ellos eran los documentos originales de las diversas proclamas e historias espurias que tanta fama le habían dado. Sus ojos se pasearon rápidamente sobre los pergaminos y examinaron la esquina inferior derecha de cada uno de ellos. Allí había poemas, incluso. ¡Shu, poeta!, pensó Di. Increíble. Hojeó los documentos con veneración, como si fueran objetos sagrados, y maldijo para sí. Había uno en concreto que deseaba ver, pero no lo encontró entre aquel montón. Sencillamente, no estaba.
—¡Aaah! —exclamó como si fuera el trabajo más incomparable que había visto en su vida—. Lo que sospechaba.
La caligrafía no era mala, en realidad, aunque tampoco tenía una calidad que inspirara admiración. Pero Di no dejó que aquello lo detuviera. Shu, desde luego, no iba a protestar.
—Por favor, magistrado, dígame lo que ve.
—Se trata de esa cualidad esquiva que el maestro de caligrafía no puede enseñar; el maestro sólo puede proporcionar a sus alumnos una buena técnica y un grado de práctica que permita, si uno posee esa cualidad innata, expresarla y darle vida. Muchas veces, en el trabajo del calígrafo más competente en cuanto a técnica se aprecia que, si bien los trazos son agradables a la vista, resultan… carentes de alma. Pero aquí, aunque usted quizá no sea consciente de ello, señor Shu, los trazos poseen una expresividad que concuerda perfectamente con el contenido de las palabras. Vea —continuó, y levantó una proclama relacionada con los proyectos urbanísticos de la emperatriz y con el cambio de nombre de la ciudad—: en éste, el contenido emocional de las pinceladas es ligero, festivo y alegre. En éste otro —Di indicó la proclama que informaba de la muerte del desdichado príncipe heredero Jung— los trazos casi lloran sobre el pergamino. ¡Percibo perfectamente su pesadumbre!
A aquellas alturas, Shu estaba tan emocionado que le brillaban los ojos.
—Sí —reconoció—. Cuando escribí esas líneas, estaba llorando. Es un milagro que las lágrimas no corrieran la tinta del pergamino.
—Las lágrimas se notan en cada trazo, Shu. —Di hizo una profunda inspiración y añadió—: Si éstos eran sus sentimientos al escribir sobre la muerte de un joven, imagino su dolor al tener que hacerlo sobre la pérdida de una muchacha joven y hermosa.
—¡Ah, señor Di! —Shu movió la cabeza en gesto apenado—. Era como si hubiese humedecido el pincel con mis propias lágrimas, en lugar de emplear agua.
Di reprimió su impaciencia mientras Shu se dirigía otra vez a los estantes y volvía con otro pergamino, que depositó ante Di al tiempo que comentaba que le resultaba demasiado doloroso abrirlo con sus propias manos.
El magistrado desenrolló el documento. Era el original del anuncio de la ejecución de los sobrinos y la muerte de la sobrina de la emperatriz, Ho-lan, hija de la duquesa. Los ojos de Di se desviaron hacia la esquina inferior derecha del pergamino antes incluso de que estuviera desplegado del todo. Vació sus pulmones y comentó con aire compasivo:
—¡Ah, Shu! Cuánto debió de costarle incluso acercar el pincel a la hoja. —El historiador movió de nuevo la cabeza con callada pesadumbre—. ¿Pero qué es esto? —preguntó Di, levantando un escrito en el que se había fijado momentos antes—. ¿Un poema? ¿También es usted poeta? «Oda a la luna de octubre» —leyó en voz alta—. Sí, ésa fue una luna excepcional. Yo mismo estuve a punto de escribirle unos versos, y le aseguro que no soy ningún vate. Fíjese en estos trazos de aquí —se apresuró a añadir—. Me trasmiten paz, serenidad e inspiración. Y pura espontaneidad.
Clavó su mirada en Shu y el historiador asintió con vehemencia:
—¡Es cierto! ¡Muy cierto! ¿Sabía, magistrado, que escribí este poema durante la noche, al aire libre y sin más luz que la de la propia luna llena iluminando el pergamino? ¡Ah, fue como un sueño!
—Y su corazón aún estaba alegre y relajado. No observo indicios de la pesadumbre que aparecería más tarde, del pesar que se observa en sus últimas pinceladas. Entonces todavía estaba usted… sereno —dijo Di, sin dejar de mirar penetrantemente a su interlocutor.
—¿Qué? —replicó Shu tras un breve instante de vacilación—. Sí, claro. Tiene usted razón —reconoció—. Aún no me sentía conmovido. Mi ánimo todavía era ligero y despreocupado, todavía era capaz de tan frívolo placer. Tiene razón —repitió con un movimiento de cabeza—, no tenía conciencia del dolor que se avecinaba. ¿Cómo es posible que esos asuntos nos asalten sin que percibamos su proximidad, su olor? —preguntó a Di.
El magistrado se encogió de hombros.
—La pesadumbre nos acecha con el sigilo y la astucia de un animal de presa —respondió, asombrado de su propia chabacanería.
—Eso mismo he oído decir de la inspiración, señor Di —comentó Shu con regocijo—. ¡Que puede saltar sobre uno como un tigre!
Di reflexionó y sonrió.
—Sí, señor Shu. ¡Como un tigre!
—Ese hombre es un gran improvisador, hay que reconocerlo —susurró Di—. Hila sus historias con la facilidad con que una araña teje su tela.
—O con la rapidez con que una rata roe el papel —replicó el monje con el mismo tono susurrante—. Mantenga quieta la lámpara, señor Di.
Hsueh refunfuñó por lo bajo y, a continuación, Di escuchó un chasquido metálico; la cerradura cedió y la puerta del despacho del historiador Shu giró sobre sus silenciosos goznes.
Era absolutamente milagroso. Puertas y cerraduras no tenían secretos para el mago y se fundían ante él como fantasmas al amanecer. Y desplazarse con Hsueh era hacerse auténticamente invisible; el monje era capaz de penetrar en un charco de sombras y desaparecer, o de quedarse absolutamente inmóvil y convertirse en una pieza de mobiliario. Y siempre, indefectiblemente, aprovechaba los descuidos momentáneos de los demás para moverse. El guardia solitario que hacía la ronda en torno al edificio no había sospechado nada.
—Su metáfora es mucho más oportuna, amigo mío —reconoció Di, y levantó la lámpara mientras penetraban en la estancia. Se encaminó directamente al pupitre de escribir del historiador Shu, levantó la tapa haciéndola girar sobre las bisagras y sostuvo la lámpara sobre lo que había dentro: pinceles, pastillas de tinta, ralladores, apoyamanos… y la cajita adornada que era el objetivo de su búsqueda—. Aquí está, señor Hsueh —susurró—. Una prueba de asesinato que uno podría esconder en la palma de la mano. Al menos, estoy seguro de que es eso lo que vamos a encontrar.
Dejó la lámpara junto a él, sacó un paquete de la bolsa que llevaba al cinto y lo desenvolvió con destreza sobre la gran mesa del despacho. Contenía un pedazo de pergamino, dos frasquitos, un pincel y un retal de tela. Abrió la cajita repujada que había sacado del pupitre y extrajo de ella el sello de jade del historiador. Lo sostuvo bajo la luz y lo examinó un momento; después, abrió uno de los pequeños frascos, mojó el pincel en su contenido, embadurnó la superficie del sello y lo estampó en el pedazo de pergamino.
Se acercó a los estantes en los que Shu guardaba sus poemas y proclamas, recogió los documentos, los transportó hasta el charco de luz que formaba la lámpara y los desenrolló con cuidado y con rapidez, uno tras otro, refunfuñando de impaciencia hasta dar con los dos que buscaba: el poema a la luna llena y el anuncio de la triste muerte de la sobrina de la emperatriz. Acercó a la luz el poema y el pedazo de pergamino en el que acababa de estampar el sello del historiador y los examinó con expresión concentrada. Después, acercó el anuncio de la defunción y la comparó con los otros dos documentos. Cogió el sello, lo embadurnó otra vez, efectuó una segunda impresión y la comparó con el poema y con el anuncio, estudiándolos con detenimiento durante largos minutos.
—Una prueba de asesinato que uno podría esconder en la palma de la mano, señor Hsueh —repitió con satisfacción al oír la respiración del monje junto a su hombro izquierdo—. ¿Lo ve?
Di señaló la marca del sello al pie del poema y cogió los pedazos de pergamino en los que él mismo había estampado el sello.
—Hay una imperfección —apuntó Hsueh—. Falta un fragmento. ¿Es esto lo que advirtió usted en la marca de la proclama de la emperatriz como «Hija del Cielo»?
—Exacto. Como si el sello hubiera caído al suelo y se hubiera descantillado. Pero fíjese aquí. —Di sostuvo el anuncio fúnebre bajo la luz y Hsueh entrecerró los ojos.
—¡Está intacta! —musitó.
Di superpuso la marca reciente sobre la antigua y las levantó para mirarlas al trasluz.
—Sí. Y todas estas minúsculas rayas, muescas e irregularidades en la impresión indican que fue estampada con el mismo sello que se empleó para el poema… antes de que nuestro torpe historiador lo dejara caer al suelo, lo pisara o lo que fuese.
—Creo que empiezo a comprender…
—El poema fue escrito en octubre. La muchacha murió en noviembre. El anuncio oficial se efectuó a finales de ese mes. Y ahora tenemos la prueba de que fue escrito antes de que apareciera la desportilladura en el sello del historiador. Antes de que se escribiera el poema. —Di miró al mago y los ojos pesarosos de éste le dijeron que comprendía perfectamente su razonamiento—. Semanas antes de su muerte —concluyó.
—La idea no me gusta en absoluto, señor Di. Una muchacha que convive inocentemente con ese trío, las mujeres y el historiador, y come en su mesa y comparte conversaciones y risas con ellos… y, mientras tanto, el anuncio oficial de su muerte ya está redactado en un documento, oculto en algún cajón. No, señor; la idea no me gusta en absoluto. —Al cabo de un momento, su expresión de pena fue sustituida por otra de fría astucia—. ¿Cómo puede estar seguro de que el poema fue escrito en octubre? Ese insoportable charlatán es capaz de cualquier cosa. Podría haberlo escrito la semana pasada, anteayer mismo.
—Tiene razón, Hsueh. Mediante halagos, lo induje a que me hablara del poema. Lo escribió bajo la propia luna llena que lo inspiraba, y no semanas después. Yo lo creí y me parece que aún soy capaz de distinguir cuándo el historiador Shu me está diciendo la verdad y cuándo me cuenta una de sus tabulaciones. Pero, naturalmente, con eso no bastaba. Era un dato importante, pero no suficiente. Necesitaba una prueba irrefutable. Así pues, me he dedicado a revisar viejos ejemplares de las gacetas poéticas que se publican regularmente en la ciudad, hasta que he encontrado su poema. Efectivamente, fue publicado en octubre. Justo después de esa luna llena extraordinaria. —Di se rió discretamente—. He descubierto eso… y también otra cosa completamente irrelevante en este asunto, pero muy reveladora del carácter de nuestro amigo y muy propia de él.
—¿De qué se trata, magistrado?
—Shu publicó el poema bajo un seudónimo. Por pura modestia, naturalmente. —Los dos hombres sonrieron. Di cogió el retal de tela que había dejado sobre el escritorio, lo humedeció con agua del segundo frasco y limpió meticulosamente todo rastro de tinta del sello del historiador antes de devolverlo a su estuche—. Después, en el siguiente número de la gaceta poética, aparecía un comentario elogioso acerca de esos versos; era un breve párrafo que rebosaba admiración por el genio literario de aquel poeta anónimo. E iba firmado por el historiador Shu.
Sin embargo, a Di no le duró mucho la sonrisa. Una sombra había cruzado por su mente; una sombra triste y amenazante.
—Ho-lan… —musitó, pronunciando el nombre de la muchacha muerta en voz alta por primera vez. Un bonito nombre.
Dos días después de su expedición al despacho de Shu, Di vio amanecer después de su segunda noche fría y gris sin conciliar el sueño y comprendió que, pese a no haber conocido a la muchacha, el fantasma de Ho-lan se había convertido en una presencia tan persistente como lo había sido, tantos años atrás, el espíritu del jardinero ajusticiado.
De modo que tampoco ella iba a dejarle un momento de descanso, pensó mientras se levantaba de la cama, cansado como si lo hiciera de un sepulcro donde hubiera permanecido cien años. Se encaminó directamente al escritorio y redactó una nota para cierto funcionario, uno de los últimos confucianos que quedaban en la corte, según Wu-chi, cuyo nombre le había facilitado el viejo consejero.
La nota, que sería entregada por un mensajero privado, era muy breve; en ella sólo decía que deseaba tratar un asunto algo «delicado» relacionado con la madre de la emperatriz.
Di estaba entusiasmado y, a la vez, atemorizado. Tenía una cita con el hombre al que había escrito, el director de la Censura, el organismo judicial superior del imperio. Di no sabía si habría modo de llevar ante la justicia a una persona tan distinguida como la madre de la emperatriz, pero tenía la imperiosa necesidad de tratar el asunto con alguien de confianza. La madre de la emperatriz… El pensamiento, no podía ocultarlo, le causaba escalofríos. Se sentía como si estuviera cruzando un puente de madera destartalado mecido por el viento. ¿Y la emperatriz…? Casi no se atrevía a pensarlo. La señora Yang, se recordó Di mientras acudía a la cita, era una simple ciudadana. No era miembro de la realeza. Y, como habitante de la ciudad, estaba bajo su jurisdicción.
Estaba bajo su jurisdicción, bajo su jurisdicción, se repitió a cada paso. Pero, para ser sinceros, ¿estaba aquella mujer, realmente, bajo la jurisdicción de alguien?
El magistrado tenía una prueba. Una prueba excelente. Si alguien se presentase ante él con una prueba semejante, sin duda iniciaría diligencias de inmediato. En primer lugar, estaba el interesantísimo descubrimiento realizado por el monje durante su visita a la casa de la señora Yang: ésta poseía un juego de cazuelas, platos y otros utensilios que guardaba separado de todo lo demás y cerrado con llave en un arca de la cocina. La señora Yang le dijo a Hsueh que eran los enseres utilizados para preparar la postrera cena de su difunto marido, los platos que habían contenido esa cena y los últimos palillos con los que se había llevado la comida a la boca. No podía permitir que los usara nadie más, había declarado la mujer.
Pero Hsueh aseguró a Di que había oído hablar de utensilios semejantes que, impregnados de veneno, mataban al desdichado que comía en aquellos platos o que tomaba guisos cocidos en sus pucheros. Sí, tales cosas no eran en absoluto inauditas en el lejano oeste. Él mismo, le aseguró a Di, conocía más de un caso. Y la señora Yang, desde luego, podía tener acceso a recursos tan exóticos.
Una prueba importante, pero no suficiente para acusarla de asesinato, sobre todo sin tener los propios platos. Hsueh se ofreció a entrar en la casa a escondidas, abrir la caja y llevar su contenido a Di, pero éste decidió que era demasiado arriesgado. Si la señora Yang sospechaba algo, se escabulliría de sus manos como un gato por una ventana y la perderían sin remedio.
Di se dijo que sólo iba a establecer contacto con aquel funcionario e intentó tranquilizar su pulso acelerado. No se disponía a hacer nada precipitado o arriesgado. Sólo iban a hablar, eso era todo. Iba a tantear el terreno, de forma discreta y sensata.
¿Y la emperatriz? La pregunta surgió de nuevo, insistente, y de nuevo la apartó de su cabeza. No estaba en absoluto preparado, todavía, para darle vueltas. Sin embargo, se formaron en su mente unas imágenes inquietantes: una recién nacida, muerta en su cuna. Movió la cabeza en un vano intento de apartar aquellas imágenes, como una mujer sacudiría el polvo y los pelos de una alfombra vieja. Una recién nacida, muerta en su cuna.
No, se dijo por enésima vez. Sencillamente, era imposible.
—Lo siento mucho, magistrado Di —murmuró el escribiente de ojos acuosos—. Ignoro adonde ha ido el consejero de la Censura.
—Ayer me dijiste que estaba enfermo —murmuró Di con impaciencia cuidadosamente medida—. Me indicaste que volviera hoy. ¿Todavía se encuentra mal? ¿No ha dejado ningún mensaje para mí?
—Lo ignoro —dijo el hombre, encogiéndose de hombros.
—Entonces, tal vez vaya a su casa. ¿Dónde vive?
—No está en su casa, magistrado.
—No está en su casa, no está en su despacho… ¿Dónde se ha metido, pues?
—Ha salido de viaje.
—¡De viaje! ¡Teníamos una cita! ¡Ayer estaba enfermo y hoy se marcha de viaje! ¿A dónde? ¿A dónde ha ido?
—A visitar a su anciana madre, magistrado. Es todo lo que sé.
—¿Dónde? ¿En esta ciudad? ¿En otra?
—No lo sé, señoría.
—Su anciana madre… ¿vive aún o ya está muerta? —preguntó Di.
—Señoría… —El escribiente estaba desconcertado.
—No importa —dijo el magistrado, y se dispuso a marcharse—. Si ves al consejero, me gustaría que le hicieras una pregunta de mi parte.
—Por supuesto, magistrado —dijo el funcionario.
—Pregúntale si él está vivo o muerto —murmuró y abandonó el despacho.
Dio otro tirón a la puerta, sin creer todavía en lo que tan evidente era para sus sentidos: estaba cerrada. Y el despacho contiguo, que ocupaba otro alto funcionario confuciano, estaba silencioso y quieto como una tumba. Levantó la cabeza para abarcar en toda su altura la recia puerta de madera tallada y experimentó un momentáneo impulso infantil de aporrearla y darle puntapiés. Adelante, hazlo, parecían desafiarlo, burlones, los paneles adornados y majestuosos. Nosotros no sentiremos nada pero, para ti, será muy doloroso.
Bien, se dijo el magistrado mientras ascendía fatigosamente los peldaños hasta sus aposentos, siempre había sabido que era lento y torpe de entendederas, pero al final conseguía aprender. Había puertas que ni siquiera el mago sería capaz de abrir.
Se había dado de bruces contra cuatro de ellas hasta entender finalmente que no había en la ciudad de Luoyang un solo funcionario que quisiera escuchar sus sórdidos asuntos.
La mera mención del nombre de la señora Yang había viajado como una vibración a lo largo de un hilo de araña y todos los funcionarios se habían esfumado. Era evidente que se había extendido entre ellos la consigna de no dejarse atrapar por el magistrado Di. Lo rehuían como a un mendigo costroso que divaga en una esquina con sus harapos pestilentes.
Sentado bajo la agradable luz de la lámpara con el pincel preparado, pensó en el último funcionario al que había intentado ver. Di llegó incluso a entrar en el despacho, pero cuando se aprestaba a hablar el tipejo lo había interrumpido con suma cortesía, diciendo que debía atender una llamada de la naturaleza y que regresaría en un segundo.
Cuando ya había transcurrido casi una hora sin que el hombre volviera, Di se levantó de su asiento y se marchó, sintiéndose absolutamente ridículo.
ANOTACIÓN DEL DIARIO
Mis experiencias de los dos últimos días me han ilustrado sobre algunas cosas relativas a la naturaleza de la ley. Cosas que hasta hoy entendía sólo en abstracto, pero que ahora son tan reales como el suelo que piso: sin concurrencia, no hay derecho. Una ley puede estar escrita, puede constar en libros y códigos pero, si no tiene detrás la fuerza de muchas voluntades, no existe. Un concepto elemental, lo sé, pero cuyo sentido se me escapaba hasta hoy. El monje, al menos, me ha prometido su firme apoyo. No estoy completamente solo.
Mientras tanto, continúa llegando a la ciudad, sin descanso, un torrente de sutras hallados en las excavaciones de Tunhuang. Hoy, mientras caminaba por las calles, casi todas las conversaciones que llegaban a mis oídos trataban de la naturaleza del infierno y del paraíso. En cierto momento me detuve porque me golpeó la certeza de que el infierno y el paraíso no son dos lugares distintos, sino que están mezclados, entrelazados de forma inseparable, y que existen precisamente aquí y ahora, en este mundo.