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Año 668, principios de invierno

Luoyang

Los parientes son una molestia —murmuró la señora Yang—. Una no los escoge, pero tiene que cargar con ellos. Son un peso muerto, circunstancias fortuitas y desafortunadas de la vida.

Se reclinó en el diván de su pabellón del jardín y acarició con una mano la sotabarba de su gran gato del Himalaya, que dormitaba en su regazo. Hacía un día insólitamente cálido y soleado, aunque el otoño ya había quedado bastante atrás, y por ello Wu y su madre estaban tomando el refrigerio de media tarde al aire libre, en el pequeño cenador.

Su madre tenía razón. Los parientes tenían que ser observados, dirigidos y controlados en todo momento. En aquel preciso instante, Wu estaba preocupada por una clase especial de parientes, próximos pero prescindibles: dos sobrinos y una sobrina.

—De veras —insistió la señora Yang, mientras rascaba enérgicamente al gato detrás de las orejas de tal modo que el animal movía la cabeza con expresión extasiada—. La historia está llena de ejemplos. Algún día tendremos que encomendar a nuestro servicial historiador Shu que nos haga una crónica de los casos.

—Tendría que estudiar un volumen enorme de documentos, madre —comentó Wu sin levantar la vista y sin dejar de picotear en los deliciosos platos dispuestos sobre la mesa.

—Hay tantas historias de parientes codiciosos, inútiles y peligrosos que se entrometen en las vidas de otros por falta, simplemente, de un destino claro para ellos.

—¡Es imperdonable! —masculló Wu, con la voz amortiguada por un lichi en salmuera—. ¡Inexcusable!

—¿Ha habido alguna mejoría? —preguntó la señora Yang con sarcasmo. Tras expulsar bruscamente al gato de su regazo, se incorporó hasta quedar sentada en el diván.

—Ninguna que pueda apreciar —respondió Wu—. El nagaspa, por supuesto, afirma lo contrario, pero no alcanzo a ver que haya exorcizado al fantasma de mi infortunada media hermana, la duquesa. Si acaso, su presencia se hace más notoria. —Pensativa, la emperatriz ensartó una fruta—. Mi sobrina, Ho-lan, se parece más a su madre cada día que pasa.

—Desde luego que sí —respondió la señora Yang—. A sus quince años, se está haciendo una mujer. La muchacha ha heredado la feminidad de su madre.

—No, madre. Hay mucho más. El parecido de Ho-lan con mi media hermana no se limita a esa simple semejanza.

—No, tienes razón —asintió la señora Yang—. Y me alegro de que te hayas percatado. Has heredado mi perspicacia, hija. —Atrajo al gato con una pequeña tira de pescado seco. El animal se levantó sobre las patas traseras al tiempo que la mujer levantaba el pescado delante de él. Después, la señora Yang lo puso fuera del alcance del minino, incitando a éste a avanzar a dos patas, con las delanteras extendidas como pequeñas aletas. Era un truco del cual la señora Yang se sentía especialmente orgullosa y que nunca dejaba de provocar las risas de Wu. A la señora Yang le complacía hacer reír a su hija; a veces, la emperatriz se mostraba demasiado seria, arisca incluso. Continuó incitando al gato a avanzar.

Wu se reía ya abiertamente; pocas veces había visto al animal mantenerse en dos patas tanto rato. La madre soltó también una carcajada. Los esfuerzos denodados del animal y su postura forzada resultaban verdaderamente absurdos. La señora Yang bajó el pescado tentadoramente y volvió a levantarlo de un tirón en el último momento, haciendo que el gato se tambaleara como si estuviese ebrio. Las risas aumentaron de tono hasta que la señora Yang se apaciguó.

—No soporto ver sufrir a mi cariñito un segundo más —declaró, y dejó caer el pescado al suelo. Recuperando de inmediato su posición natural, el animal capturó el pescado entre las fauces—. Los parientes se parecen mucho al gato. Son pequeños actores voraces que ansían lo que sostenemos ante ellos y siempre desean más. Pero no son en absoluto tan encantadores y entretenidos como ese animal. —La señora Yang se agachó a mirar bajo la mesa, donde el gato se relamía después del festín—. ¿Verdad que no, gatito? ¡Claro que no! —comentó con la vocecilla solícita que sólo utilizaba con el animal.

Después, se enderezó y miró a su hija con seriedad.

—Tu padre me ha dicho que veríamos al espíritu de tu media hermana empezar a consumir el de su hija. Me ha revelado que, poco a poco, tu sobrina Ho-lan se convertirá en su malograda madre. —Mientras hablaba, la señora Yang vio ensombrecerse los ojos de su hija, como si alguien hubiera corrido una cortina sobre una ventana; era la expresión que adoptaba cada vez que surgían en la conversación determinados temas, como el de la difunta duquesa—. Y eso es lo que está sucediendo —añadió.

—Eso explicaría muchas cosas —comentó Wu tras una breve pausa.

Con una especie de visión premonitoria, la emperatriz había advertido algo en el modo en que Kao-tsung miraba a su sobrina cuando lo visitaba, aunque estaba segura de que ni el propio Kao-tsung se daba cuenta del sutil efecto que la muchacha causaba en él. A menudo, Wu captaba las cosas antes que él.

La chiquilla tenía una especie de dulzura ingenua, un asomo de inteligencia festiva que irritaba especialmente la sensibilidad de Wu. Y todo ello formaba parte de la creciente semejanza con la madre. Holán estaba floreciendo. Y era una flor espléndida, cuando habría bastado con que fuera una hierba vulgar. Wu se estaba cansando de los hechizos y encantamientos del nagaspa, claramente inútiles en aquella situación. Se llevó una ciruela azucarada a la boca y masticó el fruto gomoso y excesivamente dulce. Las sobrinas eran ya suficiente molestia con su particular feminidad, pero ¿qué decir de los sobrinos?

¡Parientes!

Llegaron del lejano oeste, de la provincia de Sechuan. Habían enviado una carta al Padre Imperial, pero Kao-tsung no llegó a leerla porque Wu la interceptó y consultó con su madre y con el consejero Shu. Entre los dos la ayudaron a redactar la respuesta. Al fin y al cabo, se trataba de un asunto de familia y los dos sobrinos no formaban parte de la familia de Kao-tsung.

Los muchachos tenían diecinueve y veintitrés años y estaban emparentados con la emperatriz a través de la primera esposa de su padre. En realidad eran sólo medio parientes y constituían otro molesto recordatorio de la vida del padre de Wu antes de contraer matrimonio con la señora Yang. La emperatriz y su madre se parecían mucho y había algo en especial que compartían: ambas se tomaban a mal el hecho de que el universo contuviera cosas que escaparan a su control. Los dos sobrinos recién aparecidos no sólo eran una evocación de aquella otra vida del padre de Wu, también eran un inconveniente.

—Los parientes son baúles de más en un carro que ya va sobrecargado —comentó la señora Yang una tarde, poco después de la llegada de los sobrinos—. Y los parientes lejanos —añadió con sarcasmo— son una carga más que excesiva. ¡Ni siquiera van en el carro que les corresponde!

—Pero, madre —apuntó Wu—, ¿no podrían ser bendiciones disfrazadas?

La señora Yang meditó su respuesta.

—Podrían serlo, sí —reconoció—. Existe una remota posibilidad.

Los jóvenes venían, presuntamente, a rendir homenaje ante el altar de su difunta tía, la duquesa Ssu-lin. Y, aunque los jóvenes habían llevado el luto desde que se anunciara su muerte, hacía algunos años, no habían podido realizar el largo viaje a la capital y a la Ciudad Prohibida hasta aquel momento.

Los sobrinos fueron recibidos con prodigalidad y buen trato y se les asignaron unos lujosos aposentos en la reciente ampliación del ala oeste de palacio, en el Salón de la Piedad Terrena del Buda. Y aunque Wu tuvo buen cuidado de tratarlos como príncipes (trato al que, claramente, no tenían derecho), los jóvenes eran arrogantes y desdeñosos. Aunque mantenían las formas y se mostraban respetuosos ante Wu, sin violar jamás el protocolo ni el decoro, era evidente que la emperatriz no era de su agrado.

Después de verlos una única vez, la señora Yang dijo que advertía en su mirada un abierto rechazo. Wu replicó que seguramente no había para tanto, pero se dio cuenta —aunque no se lo dijo a ella para no perturbarla— de que los muchachos veían a la señora como una entrometida completamente innecesaria.

El mayor de los dos, a sus veintitrés años, era bajo y robusto y de facciones ordinarias. Se parecía bastante al historiador y consejero Shu, pero sin el encanto de éste. Con los ojos saltones, la nariz aplastada como la de un pez y un rostro descolorido y demacrado, carecía de atractivos. Y con su manera de hablar arrastrada y evasiva, se hacía odioso enseguida. El menor, en cambio, a sus diecinueve, era esbelto, de estatura mediana y rostro cuadrado y regular, casi atractivo. Quien tenía el aire más despectivo era el feo, pero Wu consideró que, probablemente, el más peligroso de los dos era el más joven.

Éste tenía la irritante costumbre de levantar las cejas de una en una mientras escuchaba hablar a otros; una costumbre, declaró Wu, que ponía de manifiesto que desconfiaba de todo el mundo. Un insulto, simple y llanamente. Las dos mujeres estuvieron de acuerdo en ello.

A ambas les parecía que aquellos jóvenes parientes habían acudido a la corte con el único propósito de husmear, de averiguar cuanto pudieran acerca de la duquesa. ¿Y qué había que averiguar?, preguntó Wu a su madre. Al fin y al cabo, a veces la gente se muere, sin más. ¿Por qué iban a fisgonear? La atmósfera de sospecha, decididamente incómoda y desagradable, que aquel par de individuos había creado resultaba imperdonable y absolutamente innecesaria. Las alusiones y la rivalidad habían penetrado en los pacíficos dominios de Wu. Era necesario poner coto a todo aquello antes de que se fuera de las manos.

Fue entonces cuando la señora Yang anunció que deseaba reunir a la familia para una cena por todo lo alto.

La fiesta se daría en la propiedad de la señora Yang en la ciudad, una novedad frente al aislamiento de palacio, y estarían más cerca del túmulo funerario de la duquesa. Una orquesta de músicos imperiales especialmente seleccionados acompañaría la cena en honor de los sobrinos. Estarían sólo los cuatro; el emperador se quedaría en palacio, decidieron, pues su estado de salud lo convertía en una molestia y su presencia irritaba los nervios de Wu.

Kao-tsung no se daba cuenta de que tenía los dedos de la mano útil en la boca y estiraba con ellos las comisuras de los labios en una mueca estrafalaria que hacía que le cayera la saliva por la barbilla. Tampoco se daba cuenta de esto último; no fue consciente en absoluto de dónde tenía los dedos hasta que, de pronto, cerró las mandíbulas con fuerza al leer las palabras de la proclama de Wu en un pequeño pergamino desenrollado que descansaba en sus rodillas. Soltó un grito y apartó la mano de la boca.

Notó el sabor de la sangre y se pasó el dedo, que le dolía terriblemente, entre los labios. Te estás convirtiendo en uno de esos viejos atontados que van por ahí tambaleándose y haciéndose daño, se dijo. ¡Oh, el pobre Kao-tsung, ese viejo débil!, dirán. ¿Dónde está? ¿Qué hace? Se muerde los dedos. Está ahí sentado y se muerde los dedos y se moja los pantalones y el viejo tonto ni se entera.

Apretó con fuerza el dedo dolorido entre los labios y leyó por segunda vez las palabras que ya habían aparecido en una proclama pública y en un decreto imperial en los diarios oficiales, a lo largo y ancho de Luoyang, la capital.

Diciembre de 668

Con Considerable Pesar, el Reino de la Piedad de Buda ha tenido que dar paso al Reino de la Venganza del Buda Colérico. La Divina Emperatriz, Wu Tse-tien, anuncia esto con Gran Tristeza, tras haber Enviado a la Ejecución a dos parientes del Reino, sobrinos de la Casa Real de Wu en segundo grado, por el Lento Envenenamiento de la Duquesa Ssu-lin, amada media hermana de la Emperatriz, y por el Asesinato Insidioso, mediante una parecida y sutil Administración de Veneno, de la hija de la Duquesa, la Hermosa e Inocente Ho-lan, que no había Visto aún su Decimosexto Aniversario.

Los motivos de los dos asesinatos no están Plenamente Aclarados de momento, y tampoco se sabe si los sobrinos Actuaban de Acuerdo con Otros, ajenos a la Familia Imperial. Para Dar Respuesta a estas incógnitas, miembros de la Policía Secreta de la Guardia de Palacio Yu-lin de la Emperatriz llevarán a cabo una Investigación. Pero dado que la Duquesa no tenía más Descendencia que su Hija y no había Otros Herederos Varones de su fortuna, se cree que los sobrinos perseguían, mediante el Engaño y el Asesinato Cruelmente Calculado, eliminar rivales en la Línea de Sucesión.

Lloramos la muerte de nuestra sobrina Ho-lan, llevada en un Momento de Alegría a la casa de la amada Matriarca Imperial, la señora Yang. Pero tenemos una Razón para el Regocijo ante la presencia de una milagrosa Oca Blanca como la Nieve que fue vista Ascendiendo al Cielo Azul Invernal desde el Alero del Pabellón en el Momento de la Partida del Alma de Ho-lan. Éste es un claro signo del Cielo de que su Alma ha Viajado a la Tierra Pura de la Felicidad del Buda.

Di dejó de leer, bajó el papel y miró a Hsueh, que había atendido con sumo interés.

—¿A qué huele esto? —preguntó Di al monje. Hsueh frunció los labios, pensativo.

—A flores de melocotón, no —respondió.

—¡Desde luego que no! —asintió Di—. Estoy muy interesado en saber más detalles de la muerte de la duquesa Ssu-lin.

—Sucedió hace varios años.

—Los años no significan nada para quien ha muerto injustamente, amigo mío. Es algo que conozco por experiencia.

—¡Mmm! —murmuró Hsueh, concediéndole la razón—. Hubo otra muerte que tampoco olía bien, ¿sabe? Fue poco antes de su llegada a la «Ciudad de la Transformación». Un joven, también. El anterior príncipe heredero, Jung.

—¡Ah, sí! La «conspiración». Oí hablar del tema.

—Y, por supuesto, muchos ancianos. —Hsueh se encogió de hombros—. Y al menos un presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios.

Di alzó la vista con una sonrisa vaga.

—Sólo uno, de momento, ¿no es eso?

—Mmm…

—Amigo mío —dijo Di con gran parsimonia—, una vez me contó que entre sus habilidades de mago estaba la de moverse entre los ricos y poderosos. ¿A qué ricos, a qué poderosos se refería?

Hsueh devolvió la mirada a Di sin parpadear.

—Ninguno lo es demasiado para mí. Dígame que vaya y lo haré. El magistrado ensayó una nueva sonrisa y empezó a notar una extraña excitación.

—Al fin y al cabo, la señora Yang es una gran protectora del budismo. Y usted es monje y erudito.

—En efecto. Y ella también es una mujer hermosa de cierta edad —añadió Hsueh con una sonrisa de complicidad—. Y yo también soy un proveedor de los cosméticos más refinados de éste o de cualquier imperio.

—Mmm… —Di hizo una buena imitación del murmullo del monje y ambos se echaron a reír.

—Amigo Di —dijo entonces el monje—, ¿sabía que hace muchos años la primogénita de la emperatriz Wu, una niña de apenas diez días, fue encontrada muerta en la cuna?

Di lo miró un instante; después, movió la cabeza.

—No. Me niego a pensarlo siquiera, Hsueh. Sería… sería sencillamente imposible.

Hsueh se encogió de hombros.

—Yo no hago más que ofrecerle la información.

—No —repitió Di con firmeza, tras reflexionar—. Es sencillamente imposible.