15

Año 667, comienzos del verano

—¡Ya veis cómo me sigue esta gente!

Los ojos negros del larguirucho extranjero parecían concentrados en los de Di mientras decía aquellas palabras, como si las dirigiera precisamente a él. Di, entre las últimas filas de la multitud en el mercado, sabía que era improbable que el hombre le estuviera hablando a él en concreto. Buena parte de la habilidad de un actor callejero consistía, como bien sabía el magistrado, en hacer sentir a los espectadores que la actuación iba dirigida a cada uno de ellos.

—¡Me siguen y se arremolinan en torno a mí como gallinas tontas, como corderillos tras las ubres de su madre! —Los ojos del desconocido permanecieron fijos en Di durante un momento antes de estudiar a los espectadores que se apiñaban a su alrededor, uno a uno y a ninguno en concreto, con una mirada penetrante y ardiente—. ¡Como chacales hambrientos que han captado en el viento el olor de la carroña! —gritó.

La gente retrocedió unos pasos entre risillas y murmullos. Di se dio cuenta de que el hombre tenía enganchada a su audiencia. Los espectadores eran suyos. Despertaba en ellos la mezcla adecuada de intriga y repulsión: los asustaba lo suficiente para excitarlos… pero no tenía la menor intención de ahuyentarlos. El hombre agitó sus largos brazos por encima de la cabeza y las mangas de sus ropas estrafalarias se le deslizaron hasta los codos huesudos.

—Y si os cogiera de la mano y os condujera a ese canal de ahí y os dijera que saltarais, ¿lo haríais? ¿Eh? —Un murmullo de noes se alzó entre los más valientes—. ¿No? —dijo el hombre con gesto pesaroso—. Yo creo que sí. ¡Y si os llevara ante las mayores tallas de las cuevas de Lungmen y os colocara sobre la cabeza del Buda colosal y os dijera que saltarais, creo que también lo haríais!

Cuando volvió a hablar, su voz sonó tan potente como el trompeteo de un elefante.

—¡ESTÚPIDOS! —exclamó—. ¡No sólo creo que lo haríais! ¡Estoy seguro de ello! Porque si no fuera así, ¿qué lugar habría en el mundo para hombres como yo?

Aquel tipo era un verdadero artista, reflexionó Di, en absoluto un actor callejero vulgar. El magistrado no había visto jamás tal poder sobre una multitud, ni semejante exhibición de audacia sin freno.

—Ahora, marchaos. —La gente retrocedió entre algunos empujones—. Pero tú, muchacho, quédate ahí… No te muevas de donde estás.

El individuo bajó la voz de nuevo, al tiempo que sus ojos se clavaban en un joven campesino de ropas sucias y gastadas situado a unos pasos. El joven se quedó paralizado. A su alrededor, la gente retrocedió y el muchacho se encontró súbitamente solo.

—Tú y yo nos conocemos, ¿verdad? —dijo el extranjero; con los ojos entrecerrados fijos en el muchacho, le estudió y asintió, pensativo—. Sí. Sí, nos conocemos bien, estoy seguro. Y veo que tú lo sabes tan bien como yo. No es que nos hayan presentado, no. Nada tan superficial como eso. El nuestro es un conocimiento que viene de antiguo. ¡Nos conocemos —insistió, al tiempo que adelantaba el brazo con un movimiento sinuoso hacia el rostro sonriente y asustado del joven— como la mangosta conoce a la cobra!

La mano del extranjero, grácil como la de una bailarina sagrada, se agitó en el aire ante los ojos del campesino.

—Con cada buen pensamiento —declaró, modulando la voz hasta convertirla en un susurro grave y teatral—, una flor crecerá de las losas del suelo.

Sus ojos negros centellearon con malicioso humor mientras una flor de papel de colores chillones se abría entre las sandalias del joven. El muchacho, anonadado, bajó la vista a sus pies y retrocedió de un brinco.

—Pero en la misma medida y por las leyes de equilibrio del universo —continuó el hombre—, una plaga de ratas sucias, repugnantes e infestadas de piojos correrá sobre tus pies desnudos si tus pensamientos son malos…

El prestidigitador saboreó las últimas palabras como si fueran un bocado delicioso. Con cara de auténtico pánico, el joven campesino lanzó una rápida mirada hacia sus pies, pero esta vez no sucedió nada.

—Tal es el manifiesto poder del pensamiento —continuó el mago—. Y… —Sus ojos se iluminaron como si acabara de encenderse una brillante linterna que proyectaba su luz a través de las pupilas—. A veces, si sabemos aprovechar los ríos que fluyen por el universo invisible y perforar el pozo invisible, los mundos ocultos nos recompensan con las demostraciones más inesperadas y fantásticas.

Mientras el hombre continuaba su actuación, el número de espectadores aumentó. La gente dejaba lo que estaba haciendo para abrirse paso a codazos y empujones entre la multitud que, poco a poco, empezaba a acercarse otra vez al hombre. Los de las últimas filas se ponían en puntillas y estiraban el cuello para echar una ojeada al extraño mago.

Decididamente, no era chino, pensó Di. Un mago ambulante y adivino del lejano occidente, oyó comentar a la gente, que aquel día ofrecía su espectáculo en aquel pequeño parque de la avenida. No les costaba nada presenciarlo, aunque el mago cobraba una moneda de cobre por ver el futuro de cada persona. Una mísera moneda de cobre por asomarse al camino aburrido y gris de una vida insignificante.

—¡Retiraos… guardad la distancia, por favor! —imploró—. Dejadme espacio para respirar. Si os acercáis tanto, me priváis de las esencias vitales del aire. Además, tengo que concentrarme. ¡Resulta muy difícil!

El prestidigitador era muy alto y delgado y habría resultado desgarbado de no poseer una cierta elegancia vigorosa. Sus facciones eran angulosas y atractivas; su piel, oscura y cobriza como la de otros extranjeros occidentales que Di había conocido. Pero eran sus ojos, con aquella extraña luz, lo que atraía a la gente y mantenía su atención.

—Debo concentrarme en el joven caballero que se ha presentado ante mí —dijo el mago al tiempo que alzaba la mano hacia la multitud con un gesto imperioso e impaciente—. Y necesito de cada uno de vosotros silencio absoluto para poder escuchar y ver los años que se extienden en el futuro. Ahora, ni un susurro. Ni un aliento… por favor…

La multitud observó en silencio al hombre alto, envuelto en su blusa de vivos colores, que se cernía sobre el joven campesino de corta talla y mal vestido. El mago dio la impresión de crecer. Era como observar a una espléndida araña de jardín abatiéndose sobre una mosca. El mago se inclinó sobre el muchacho y empezó a cuchichearle al oído. Desde su posición, Di vio que los ojos del campesino, dos estrechas rendijas, vibrantes de incertidumbre, se abrían de pronto como platos, perplejos.

Aquel día, Di recorría las calles de Luoyang como lo había hecho en Yangchou, en calidad de magistrado civil superior pero vestido con ropas de calle corrientes y no con la indumentaria oficial del cargo. Y aunque también era presidente del muy mutilado Gabinete Nacional de Sacrificios, nunca pensaba en sí mismo más que en su calidad de juez civil. Después de algunas dudas, había decidido aceptar este último cargo y permanecer en Luoyang durante un tiempo, un par de años o quizá tres. La oportunidad de vivir y trabajar en la capital, tan cerca del gobierno y del gran corazón pulsante del imperio, no era algo que uno pudiera rechazar… sobre todo, cuando mediaba el interés de una criatura como la emperatriz Wu.

Respecto al otro cargo, la única prerrogativa que le quedaba al gobierno y, por lo tanto, al presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios era el derecho a supervisar las leyes relativas a la ordenación de monjes y sacerdotes y también, en raras ocasiones, la posibilidad de expulsar a quienes abusaran de su condición. Aquella mañana, como magistrado civil. Di tenía que presidir una querella relativamente sencilla sobre lindes de tierras, pero el asunto podía esperar. En aquel momento, Di estaba fascinado por el individuo que tenía ante él.

El aire se llenó entonces con un redoble de tambor, unos golpes y un destello de blancura, plumas… alas… ¡pájaros! ¡Y asombrosa e increíblemente, el mago desapareció!

La gente retrocedió asustada, tropezando y trastabillando en su esfuerzo por escapar de lo que estaba sucediendo, fuera lo que fuese. Di no se movió de donde estaba; desde su posición, al principio, había tenido la impresión de que el propio mago estallaba en un revuelo de luminosa blancura. Enseguida, observó a la multitud. Casi todos los espectadores seguían tratando de alejarse, y Di no tardó en localizarlo. Estaba casi seguro de que era él. ¡Pero la ropa era distinta! A pesar de ello, estaba seguro: ¡era el mago, no cabía duda! ¿Cómo había hecho para cambiar de ropa en un abrir y cerrar de ojos?

Entonces, cayó en la cuenta. Gracias a la maniobra de distracción, mientras todo el mundo estaba atento a los pájaros, el hombre se había limitado a hacerse a un lado y, hábilmente, había vuelto del revés la chaqueta, dejando a la vista otro diseño y otro color. En aquel momento, el mago se encorvó y la transformación fue completa. De pronto, parecía un anciano confuso, impaciente por alejarse del epicentro del tumulto.

¿Y los pájaros? Al menos un centenar de palomas blancas como la nieve revoloteaban sobre el lugar que hasta entonces ocupaba el mago.

¿Pero cómo…?, empezaba a preguntarse Di, cuando un último grupo de aves se unió al resto de la bandada batiendo las alas. El magistrado miró en la dirección de la que venían y comprendió. Era sencillo y, al mismo tiempo, tremendamente complejo.

Ocultas entre los matorrales y rocas del otero cubierto de hierba donde el prestidigitador había instalado su «escenario», había una serie de cajas con aspecto de trampas, perfectamente camufladas. Otra cuestión era cómo hacía el mago para abrir las cajas desde donde estaba, pero Di no tuvo ninguna duda de que habría una explicación racional.

Era ingenioso. La ilusión del mago dependía únicamente de las reacciones previsibles y de la tendencia inmutable de la gente a ver lo que espera ver. Y de la habilidad del mago para desviar su atención durante brevísimos instantes. Brillante. Decididamente brillante. Di se frotó la barbilla. ¡Las cosas más sencillas siempre lo eran!

La misteriosa bandada blanca se dispersaba ya, batiendo las alas para posarse en las copas de los árboles y bajo los aleros de los edificios cercanos. Con cautela, la multitud empezó a reagruparse entre comentarios y ademanes que señalaban a las milagrosas palomas del paraíso, restos del gran mago que se había convertido en un revuelo de plumas.

—¡Mirad! ¡Mirad! —exclamó en ese momento una voz resonante, que hizo que todas las cabezas se volvieran. Una figura alta y delgada dominaba la escena desde el tejado de un edificio de dos plantas. La multitud se quedó boquiabierta—. ¡Contemplad, mis pobres amigos engañados, a este miserable charlatán que tenéis entre vosotros! —continuó el mago. Tenía los brazos extendidos, los puños cerrados y la chaqueta vuelta del revés para dejar a la vista los colores chillones que lucía cuando había desaparecido. Los espectadores emitieron un murmullo cuando el hombre se acercó al borde del tejado y abrió la mano para dejar caer al suelo un puñado de monedas de cobre deslustradas—. No tengo corazón para quedarme el dinero que os he sacado con engaños y dejar sin él los estómagos hambrientos de vuestros hijos. ¡Habéis sido engañados! Y estoy seguro de que no es la primera vez… ¡ni será la última! Pero, ahora, recoged vuestras monedas. Hay catorce monedas, y recuerdo los rostros a los que pertenecen —añadió, como advertencia—. ¡Vamos, adelante! ¡El dinero os corresponde por derecho! —Desde su atalaya, paseó la mirada por los presentes—. Pero, en principio, esas monedas pertenecen al hombre que es lo bastante listo como para dejaros sin ellas —declaró—. Y es muy justo. Que os sirva de lección. ¡Coged vuestro dinero y marchaos!

Pero la gente permaneció quieta, reacia a ser engañada de nuevo. Todos contemplaban las monedas como si éstas fueran a quemarlos o a morderles las manos.

Di se sentó en la hierba y sonrió. Aún quedaban ladrones lo bastante sutiles como para no tener que abrirle la cabeza a uno para robarle la bolsa, se dijo.

Una hora después, el magistrado había olvidado sus compromisos de la tarde y estaba sentado con el mago en un pequeño jardín de té. Una vez terminada la actuación y dispersada la multitud, Di cruzaba una calle cuando tropezó con el prestidigitador, que venía en sentido contrario. Siguiendo una inspiración, Di se acercó a él, lo felicitó por la actuación y se presentó. El hombre se llevó una agradable sorpresa y le propuso compartir un té.

Sin duda, pensó Di, cualquier cosa que pudiera averiguar de aquel hombre excepcional merecía el cambio de planes. Di estudió su rostro, agradable y expresivo.

—Hubo un tiempo —decía el espigado extranjero, en el pequeño jardín, mientras se inclinaba hacia Di y miraba a su alrededor— en que el cargo de presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios tenía un peso real, ¿verdad? Mucho antes de que le fuera adjudicado a usted. Y mucho antes de que el presidente Fu-Yu-i y su piara de cerdos corrompieran el cargo… corrompieran la institución hasta hacerla irreconocible. ¿Sabe, magistrado?, estuve en la sala durante todo el Debate del Pai y seguí hasta la última palabra su brillante alocución. Aunque sobre el papel soy miembro del partido opositor, yo, mejor que nadie, aprecié y comprendí sus referencias a la delincuencia instalada en la iglesia. También estoy al corriente de su trabajo en Yang-chou y de cómo siguió el rastro pestilente de esos corruptos, disfrazados tras el nombre sagrado de Buda, hasta la misma puerta del presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios.

—Y más allá. Me siento muy halagado de que haya seguido mi pobre trabajo —respondió Di al tiempo que estudiaba las facciones del extranjero; los ojos, sobre todo. Hablar con él era casi como caminar cerca de un vertiginoso precipicio.

Resultaba interesante observar al mago de cerca después de verlo actuar desde cierta distancia. La arquitectura oscura y leñosa de su rostro contradecía la evidente juventud y la fuerza clástica y relajada de sus brazos y piernas. Unas profundas arrugas surcaban su cara desde la nariz hasta las comisuras de los labios y otras, como trazos más finos, surgía de los rabillos de los ojos. Di decidió que podía tener cualquier edad entre los veinticinco y los cuarenta. Su cara era muy expresiva, por decir poco, igual que sus dedos largos y gráciles que revoloteaban y danzaban sobre la áspera superficie de la mesa mientras hablaba. Di pensó que, de no ser por su destacada estatura, aquel hombre podía disfrazarse, si quería, con un mero cambio de expresión. Incluso sin volver la chaqueta del revés.

El hombre no olía como un mendigo mugriento, pero tampoco como alguien que viviera en una buena casa y se lavara con jabón perfumado todos los días. Probablemente, se recogía en alguno de los templos de la ciudad. Di apreció que bebía y comía con una afición muy poco ascética.

Mientras hablaban. Di estudió los diferentes semblantes que adoptaba su interlocutor y se preguntó cuál sería el verdadero. El mago le había contado que, además de ser lo que él mismo calificó como «un prestidigitador ambulante pasable», era también un maestro artesano, diseñador de templos y jardines, y dominador de otro tipo de ilusionismo: era proveedor de cosméticos poco corrientes. Sólo él, declaró, podía obtener lociones y cremas exóticas capaces de eliminar de verdad todos los rastros de la edad de la cara de una mujer e invertir el curso del tiempo de modo que se hiciera más joven con cada año que pasara. Era un buen oficio, le aseguró al magistrado; una vez que cruzaba la verja de la casa de un cliente con el propósito de diseñar un jardín o un pabellón, estaba dispuesto a apelar al auténtico poder de la casa: la vanidad de las mujeres del amo.

—Igual que el taoísta con sus elixires, prometo conservarlas jóvenes. La diferencia es que yo puedo conseguirlo —declaró con confianza mientras hacía tamborilear los dedos largos y delgados sobre la mesa del jardín.

Pero ante todo, le reveló a Di, era un monje tibetano, discípulo de una orden tántrica profundamente esotérica, y en aquel estadio de su viaje espiritual había recibido el encargo de salir al mundo a contrarrestar el daño hecho por los falsos profetas de la palabra sagrada.

—Usted y yo nos dedicamos al mismo trabajo —dijo al magistrado—. Lo único que sucede es que yo lo enfoco desde el oeste, por así decirlo, mientras que usted lo hace desde el este.

Di se quedó considerablemente intrigado. Aunque todo cuanto decía el mago tenía algo de críptico, no detectó ninguna impostura.

—A decir verdad —continuó el tibetano, que utilizaba el nombre chino de Hsueh Huai-i—, he acudido a la ciudad atraído por el Debate del Pai y, más en concreto, para oír al gran Di Jen-chieh. Mal servicio se hace usted, magistrado, ¿no? Su labor no puede tacharse en absoluto de pobre. Respecto de los que explotan la debilidad y las supersticiones de los crédulos, no puedo sino desearles grandes padecimientos en la próxima reencarnación. —Entrecerró los ojos, apoyó la barbilla en la mano y sus largos dedos repiquetearon esta vez contra la mejilla—. Es triste además de perverso, ¿no?

Esta vez, la extraña interpelación final tuvo un tono lúgubre e inquisitivo.

—Estoy de acuerdo, amigo mío. —Di sirvió una taza de té verde caliente al monje y llenó otra para él.

Hsueh Huai-i dio un sorbo a la infusión y se apoyó lánguidamente contra el muro, murmurando con voz queda como si mostrara su acuerdo con alguna voz interior al tiempo que cruzaba las manos detrás de la cabeza. Di no pudo evitar el recuerdo de los suaves arrullos de las palomas e imaginó al mago hablando a las aves en su propio idioma, ordenándoles que salieran de sus jaulas. El monje levantó la mirada hacia las vigas mal desbastadas de la techumbre del jardín.

—Éste, magistrado, es el aspecto que debería tener el techo de un monasterio.

—¿Es decir…? —preguntó Di y siguió su mirada.

—Sencillo. Primitivo. Sin vestigios dorados de riqueza terrenal. Esa riqueza y ese poder son un engaño, una ilusión, una mentira, una contradicción con los principios de la verdadera fe budista y una abominación. ¿Dónde está la lógica?

—¡Sí, dónde! —respondió Di. La conversación y el hombre que tenía delante se hacían cada vez más interesantes. ¿No acababa de ver al mago dar una lección sobre supersticiones y charlatanerías a los campesinos, al tiempo que se ganaba su exigua paga? ¡Y bien que se la había ganado! Algunos de los presentes no quisieron recuperar su moneda, que acabó en la bolsa del hombre. Pero una actuación como aquélla tenía un gran mérito.

—Y tales riquezas monacales, tantas gemas relucientes, tanto oro, tantos iconos y demás, lejos de ser una metáfora de la verdad y un reflejo de reinos superiores, no hacen sino confundir y cegar a los pobres e ignorantes.

—Y a los que no lo son tanto… —murmuró Di en tono irónico, pero Hsueh no le dejó continuar.

—Ya sé, magistrado. No sólo entre los campesinos encontramos gente débil y crédula. Proceden de todas las clases sociales, ¿no?

—Así es, desde luego. —El magistrado contempló al perspicaz extranjero que tenía ante él—. Y todos se adhieren a una religión de supersticiones, a una multitud de dioses y diosas y demonios y espíritus malignos a los que se debe aplacar o exorcizar.

—Mmm… Una visión terriblemente inocente y estúpida de lo inefable, pero la única que sus mentes pueden comprender —respondió el tibetano; enderezó el cuerpo y posó las manos en la mesa.

Admirablemente expresado, pensó Di.

—Un médico del alma diría que los canales de los chakras están atascados en el ignorante —apuntó.

—¡Mmmmmmm! Una imagen tosca pero útil, magistrado. Si le sirve de algo visualizarlo así… —Con una sonrisa, el mago recuperó su postura relajada, con las manos detrás de la cabeza—. El pecado capital es manipular la fe del inocente por lucro. No hay lugar para la riqueza o el provecho materiales a costa del semejante. Clérigos corruptos… monasterios ostentosos… —La mano descendió velozmente y golpeó la mesa con indignación, haciendo saltar las tazas—. Todo eso es tan incongruente, tan innatural como… ¡Como un cerdo volando!

»Iré al grano, señor Di —añadió entonces el monje—. La actuación de esta tarde ha estado dedicada a usted. Ha sido mi tarjeta de visita, si quiere. No deseaba ser un simple admirador más que se presentara con alabanzas y adulaciones. Quería llamar su atención, primero. Ofrecerle un, digamos, pequeño regalo.

Di cambió de postura en el duro banco para aprovechar un rincón calentado por los últimos rayos de sol. Ya era tarde y la mayoría de la gente a su alrededor se había marchado. Pensó en lo sucedido aquella tarde y en la posibilidad de que el extranjero hubiera organizado aquella actuación a su paso para que Di no pudiera evitar verla. ¿Era posible? ¿O el hombre improvisaba porque tenía sentado ante él al magistrado Di? No había modo de saberlo. Di sonrió. La lección sobre credulidad que había dictado desde lo alto del tejado… ¿también eso iba dirigido a él?

—Bien, señor Hsueh, se lo agradezco mucho —respondió—. Y tiene usted mi atención, se lo aseguro.

El monje sonrió.

—Apenas llevo unas semanas en la ciudad —dijo—, pero ya he conocido al menos tres abades poco escrupulosos. Uno está difundiendo un falso sutra y sacando provecho con ello. Otro dirige un santuario de ladrones a los que saca de los trabajos forzados a los que han sido condenados y los envía luego, vestidos con la indumentaria ascética, a hurtar bolsas y cometer otras pequeñas raterías. El tercero preside un convento que, en realidad, es un burdel. Ha convencido a sus jóvenes adeptas de que realizan una especie de sacramento con sus ricos clientes. Naturalmente, todos los beneficios son para él. Y hay otros. Muchos otros. —Exhaló un profundo suspiro y movió la cabeza—. Y, tras el resultado del reciente debate, podemos estar seguros de que aumentará el número. ¡Los pillos acudirán como cucarachas!

—Ahora tiene usted toda mi atención, Hsueh —afirmó el magistrado al tiempo que se inclinaba hacia delante con gran interés. El monje también acercó la cabeza.

—Piense, señor Di, en lo que usted y yo podríamos lograr si uniéramos nuestras capacidades y nuestros recursos. Tenemos la misma misión. Yo, el monje y mago, y usted, el investigador infatigable y presidente del Gabinete de Sacrificios y magistrado civil superior de Luoyang. Su trabajo en Yangchou fue brillante. Su labor en Luoyang lo será tres veces más. Todo el mérito se lo llevará usted, aunque sé que eso no le interesa. Mi satisfacción será únicamente llevar a cabo mi misión espiritual. —La extraña luz en los ojos del monje adquirió un poco más de brillo mientras hablaba. Después, titubeó—. ¿Proyecta usted quedarse en la ciudad cierto tiempo, verdad?

—Sí —confirmó Di—. Una temporada, al menos. Y como el plazo es indefinido, mi familia desea quedarse en Yangchou. —Reflexionó sobre la extraordinaria propuesta que acababa de hacerle el hombre—. Voy a sentirme bastante solo.

—Bueno, ahora tiene un amigo, ¿no? —apuntó el monje con afabilidad—. Y un socio y colega, si lo desea. —Bajó la voz y, con una sonrisa de complicidad, añadió—: Un espía…

Di contempló al altísimo tibetano.

—Se está haciendo tarde —dijo con tono terminante, al tiempo que se incorporaba de la silla—. ¿Querrá hacerme el honor de compartir la cena conmigo? Tenemos mucho de que hablar.

—Desde luego, señor Di. Muy honrado.

El mago se puso en pie, desplegando toda su estatura.

Año 668

Tras casi un año de separación de su familia. Di la echaba de menos cuando su cabeza no estaba ocupada directamente en el trabajo. Pero dado que dedicaba a su trabajo prácticamente todos los momentos del día, no le quedaba mucho tiempo para añorarla. Sólo cuando estaba a punto de sumergirse en el sueño, avanzada la noche, en sus aposentos sencillos pero cómodos de una hospedería del centro de la ciudad, se permitía pensar en sus esposas, en la hijita que había comprado al indio e incluso en sus hijos, a quienes no veía desde hacía cuatro años, cuando se marcharan al oeste a cumplir el servicio militar. Di mantenía el contacto con sus esposas a través de cartas largas y minuciosas. La niña, que ya contaba cinco años, las tenía felices y ocupadas; a veces, el magistrado abrigaba la sospecha de que las mujeres estaban muy satisfechas con su ausencia.

Pero era preferible que estuvieran lejos, en Yangchou, pues no habrían hecho otra cosa que quejarse del mucho tiempo que en esos días dedicaba a trabajar y sólo a trabajar. El monje tibetano tenía mucha razón. En el año transcurrido desde el Debate del Pai, los abusos de los clérigos habían proliferado como los hongos tras una lluvia abundante. Iban desde los pequeños y poco importantes a los más refinados e ingeniosos. Una decena de abades, por lo menos, tanto delincuentes habituales como advenedizos, junto a gran cantidad de secuaces, habían sido encarcelados y sus monasterios, cerrados. Hsueh tenía razón acerca de ellos.

Y Hsueh Huai-i había estado en lo cierto, también, acerca de la eficacia de una asociación entre el magistrado y él. Hsueh se movía con sinuosa facilidad a través de la sociedad de monasterios y clérigos, se infiltraba, hacía amigos y reunía información con unos procedimientos tortuosos, propios de un prestidigitador, que provocaban la admiración de Di. Las detenciones y juicios progresaron con rapidez. Tan pronto un abad corrupto o un falso santón era sentenciado, Hsueh se lanzaba a otro caso como un perro tras la liebre. Su placer por «purificar» la fe se equiparaba perfectamente a la satisfacción de Di por librar de corrupción a la sociedad.

A Di, Hsueh le resultó también un compañero muy satisfactorio; un buen amigo, pero que sabía respetar su intimidad, y un excelente colega intelectual con el que mantenía animados debates y discusiones hasta avanzada la noche. Hsueh quería aprender cuanto pudiera sobre derecho civil, historia y funcionamiento del gobierno. Del monje, Di conoció detalles fascinantes sobre diversas sectas esotéricas del budismo en las altas montañas del oeste y llegó a tener una idea mucho más clara de la doctrina y las prácticas budistas en sus formas más puras, incorruptas.

A Di no le habían vuelto a invitar a palacio, pero recibió diversas alabanzas de la emperatriz en las que encomiaba su «distinguido trabajo», y lo consideraba verdadero amigo de la fe, combatiente de la verdad, etcétera. Hsueh se mostró especialmente irónico con aquellas misivas y comentó que Wu era, probablemente, la peor transgresora religiosa de todos. Según él, se habían filtrado unos rumores absolutamente fantasiosos a través de los muros de la Ciudad Prohibida. Por lo que había oído, la emperatriz se entendía con varios «hombres santos» ante las mismas narices del pobre y disminuido Kao-tsung, con lo que apaciguaba apetitos carnales y espirituales de un solo golpe. «… O de otros tantos golpes», se había apresurado a añadir con aspereza.

Entonces, Hsueh lo miró muy serio y declaró que había un nido de sabandijas y de gusanos en especial que le gustaría limpiar: el de los falsos santones que habían accedido al círculo íntimo del emperador, desde donde su ponzoña podía derramarse sobre la sociedad y contaminar la pureza de la fe de todos.

Y Di replicó que tenían mucho trabajo que hacer y que no debían proponerse objetivos inalcanzables. Además, añadió, burlándose un poco del monje, ¿no empezaba a estar un poco atado a su guerra contra los charlatanes? ¿No era él quien había dicho que la vida era ilusión, que el estiércol en la bota y la perla en la mano eran lo mismo? Hsueh sonrió al oír aquello y dijo que así era, en efecto, pero ¿sabía Di que existía una categoría especial de seres iluminados que tomaban la decisión consciente de colocarse en medio del mal, ponérselo encima como un gabán y neutralizarlo desde dentro? ¿Y que si fracasaban, si el mal los vencía, había un plano especial en el infierno reservado precisamente para ellos?

Di y Hsueh mantuvieron muchas conversaciones estimulantes y provocadoras. Entre el tibetano y Wu-chi, en su santuario al norte de la ciudad, Di consiguió mantener a raya la soledad. Visitó a Wu-chi y al buen abad, maese Liao, con la mayor frecuencia posible, y mantuvo estrictamente el juramento de silencio, sin revelar ni siquiera a Hsueh a quién iba a ver, aunque a menudo deseaba hacerlo. Más adelante, tal vez, se dijo.

Sus viajes al monasterio del Loto Puro resultaban siempre rejuvenecedores. Mientras estaba allí, sus nervios y sus pensamientos agitados parecían relajarse un poco y aligerar la presión a que lo sometían. Di siempre tenía preparado un aposento especial en el monasterio. Le encantaba observar la excepcional amistad que unía al abad Liao y a Wu-chi. El anciano consejero se complacía en emplear un tonillo de ligera irritación y suficiencia con su amigo, quien lo toleraba con infinita paciencia y buen humor, siempre dispuesto a dar un paso más para asegurar el bienestar del anciano. Formaban una especie de viejo matrimonio, pensó Di, en el que ambos conocían perfectamente sus respectivas manías y se sentían seguros con sus pequeños arreglos y diálogos.

Di agradecía al buen abad y al monje Hsueh que le mostraran los principios de la fe pura e incorrupta. Ésta era ahora mucho más que un mero concepto abstracto y daba un nuevo sentido a su trabajo.

Mientras tanto, podían apreciarse también por todas partes los efectos de las buenas obras de la emperatriz. Wu estableció programas para dar de comer a los pobres, fundó una decena de orfelinatos y declaró una amnistía fiscal para los necesitados en todo el imperio. El pueblo la adoraba. Di reflexionó largo y tendido sobre aquellas buenas obras, sobre los estrafalarios rumores oídos por Hsueh, sobre lo que le había comentado Wu-chi y sobre lo que él había visto con sus propios ojos, y le dio muchas vueltas en la cabeza al enigma de quién era la esposa del Hijo del Cielo.

¿Qué era Wu, en realidad?