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Año 667, finales de primavera

Luoyang

A lo largo de su vida, el magistrado Di había sido invitado a muchas casas ricas y elegantes, casas de proporciones espléndidas y de mobiliario lujoso; pero todas ellas le parecían ahora chozas de adobe comparadas con la opulencia que lo rodeaba. Disponía de diez enormes estancias para él, de un jardín privado rodeado de tapias con estanques como espejos y varias esculturas, de cinco grandes camas, mullidas y fragantes, entre las cuales podía escoger cada noche, de baúles llenos de brillantes túnicas de seda bordada y de criados dispuestos a atender su más pequeño deseo a cualquier hora del día o de la noche.

El Debate del Pai había terminado, Luoyang estaba en pleno revuelo y el «brillante» magistrado de Yangchou había sido convocado a palacio. Poco después de la conclusión de los debates llegó a manos de Di una carta del emperador en la que Kao-tsung se declaraba muy impresionado por su fama, por el memorial que había remitido al trono antes de que se iniciara la asamblea y, sobre todo, por el tumulto que se produjo en el salón cuando el magistrado —una verdadera leyenda ya en la ciudad y fuera de ella— se levantó para pronunciar su discurso. El emperador le escribía que estaba impaciente por conocerlo y que había un asunto de cierta importancia que deseaba discutir con él. La carta concluía con una invitación.

Decir que Di estaba confundido, intrigado y lleno de expectación sería quedarse muy corto. Allí estaba, en palacio, como invitado de honor y con la perspectiva de una inminente entrevista con el emperador, cuando el partido confuciano acababa de ser declarado perdedor oficial de lo que se suponía que había sido un debate no oficial, lo cual sin duda tendría unas repercusiones tan devastadoras para el imperio como los peores terremotos e inundaciones.

Sí, todo aquello resultaba muy curioso. A la conclusión de los debates, el recuento final de votos fue elevado al trono en la forma, previamente determinada, de una petición: quinientos treinta y nueve votos a favor de la posición clerical y sólo trescientos cincuenta y cuatro para el planteamiento confuciano. El propósito de aquella asamblea había sido puramente simbólico. Por lo menos, así se había entendido: un foro destinado a poner de manifiesto el estado de opinión predominante en la nación y a ofrecer el sello de garantía de una opinión ponderada en torno a la gran cuestión del conflicto entre la fidelidad al Dharma y la lealtad al estado, a la familia y al emperador.

Entonces, con desconcertante rapidez y de forma totalmente inesperada, la exención del deber de lealtad para con imperio entre los budistas había sido transformado en ley. ¡En ley! ¡Sellada y aprobada, aparentemente, por el propio emperador! Aquello sólo era posible por la influencia de la emperatriz, decía la gente. Sólo ella podía impulsar al Hijo del Cielo a un acto tan contradictorio. Otros descartaban tal razonamiento, calificándolo de absurdo; ¿por qué iba la emperatriz a apoyar una política oficial que reforzaba la autocracia religiosa y provocaba la pérdida de autoridad del emperador —y, en consecuencia, de ella misma— sobre una parte considerable de la población? Sin embargo, aquellos que habían visto a Wu después de la celebración del debate y la humillación del partido confuciano decían haber apreciado un destello socarrón y satisfecho en su mirada, pese a la clara pérdida de poder que sufriría.

¿Por qué, entonces?

Di tenía su propia teoría. Para él, la explicación resultaba obvia y le costaba entender que no lo fuera para los demás. Era muy sencilla:

Wu estaba rebosante de contento ante el revés que había sufrido el viejo sistema confuciano atrincherado en el poder. El confucianismo, por tradición histórica, establecía que la mujer permaneciera en el lugar que le era propio, subordinada al hombre; ahora, en aquella nueva atmósfera y con sus fuertes vínculos con un budismo fortalecido, la emperatriz no podía sino hacerse más influyente. Había perdido pero, en realidad, había ganado. Todo era muy sencillo, pensó Di. Por supuesto que estaba contenta. ¡Por supuesto!

Tomó asiento ante el enorme escritorio adornado de su grandiosa antecámara en el palacio imperial, desde la cual se dominaba el exquisito jardín primaveral. En la soledad de la enorme y tranquila estancia, Di llenó página tras página de su diario con impresiones de los debates y de aquellos últimos días vertiginosos. Era la tarde previa a su cena con la familia imperial; la invitación había llegado por fin aquella mañana. El magistrado estaba excitado y meditaba sobre los muchos chismes que le habían contado acerca de las excentricidades de la familia real. Sin duda, las historias debían de exagerar, pensó mientras limpiaba el pincel y alisaba las cerdas con aire pensativo. Era propio de la condición humana ampliar, distorsionar y embellecer las cosas. Aquella noche, hablaría con el emperador y averiguaría la verdad.

Y, por supuesto, tenía un gran interés en conocer a la emperatriz.

ANOTACIÓN EN EL DIARIO, SIETE HORAS DESPUÉS:

He oído rumores sobre aberraciones, pero no pueden modificar lo que ahora sé con certeza. Anoto aquí lo que he presenciado con la esperanza de que cuanto escribo me sobreviva y con el conocimiento cierto de que, si estas frases fueran descubiertas antes de mi muerte, sin duda sería ése mi último día de vida.

Acabo de volver de una cena en palacio. Ha sido un acontecimiento que nunca olvidaré, mi presentación a la Augusta Familia y la primera oportunidad que he tenido de observar de cerca el fenómeno que representa nuestra Divina Emperatriz, Wu Tse-tien, esposa del Hijo del Cielo. Debo mencionar que también he conocido, brevemente, a la Descendencia Imperial, que fue conducida a nuestra presencia por sus ayas para saludar al «invitado de honor». La Emperatriz ha dado no menos de cinco príncipes al Padre Imperial; los mayores son un par de gemelos de buen porte, de unos trece años, que se parecen mucho a la Emperatriz. Aunque es una mujer de aspecto refinado y delicado, tiene la fortaleza de un buey, pues está grávida otra vez y sigue conservando una salud de hierro. Los hijos son un puñado de principitos consentidos y adorados, y en lo más hondo, en lo más recóndito de la mente, me pregunto si Kao-tsung será el padre de todos ellos. Uno de los príncipes, un pequeño de un año aproximadamente, tiene la tez oscura. Sin embargo, la presencia de los niños ha sido efímera, pues los han despachado enseguida tras dar las buenas noches.

Ha sido una velada íntima, con la asistencia del círculo más allegado. Además de la Emperatriz, del Emperador Kao-tsung y de la madre de la Emperatriz, la señora Yang, estaba aquel tipejo, el historiador, cronista y adulador Primer Secretario, Shu Ching-tsung (el cual, una mera prolongación de la mente y la lengua de madre e hija, expresaba su aprobación con movimientos de cabeza y acogía con gorjeos cualquier comentario gracioso). Y citaré aquí, por mor de la precisión histórica, la presencia de un variado conjunto de monjes, abades y santones estrafalarios. Todos ellos forman parte de un entorno que, sin duda, cambia constantemente; son símbolos del estado de ánimo femenino, indicadores del estado especial de «trascendencia» alcanzado esta semana.

Con trascendencia o sin ella, el Hijo del Cielo, el Divino Emperador de China, producía la impresión de ser incapaz de comer por sí solo sin considerables dificultades y estropicios. No estoy muy seguro de cuánto hay en ello de comedia urdida para captar la atención de la reina y cuánto de exhibición del estado lamentable al que se ha visto reducido. La maniobra para llamar la atención es eficaz, ciertamente, aunque no estoy seguro de que el resultado sea siempre el que se propone el Hijo del Cielo, o de si éste sabe realmente lo que se propone. Esta noche, creo que el Emperador ha conseguido lo que deseaba, pues la Emperatriz le ha dedicado mucha atención.

Aunque habíamos tenido un día caluroso, con la caída de la tarde la Emperatriz declaró que sentía frío y ordenó a los eunucos que encendieran los braseros del comedor. Kao-tsung, que parece encontrarse en un estado permanente de sofoco, se quejó entonces, con el tono de un niño malcriado, enfermizo y egoísta, de que tenía demasiado calor. Su reina le dijo que estaba equivocado, que en el comedor no hacía calor en absoluto. Para corroborarlo la Emperatriz preguntó a los demás si tenían calor y todos lo negaron. Pero el Hijo del Cielo parecía decidido a plantar cara a su esposa. Sin prestar atención a los demás, le preguntó a su esposa, con tono exigente y sorprendente energía, por qué había insistido en encender los braseros y los kang, las estufas de ladrillo.

Entonces —ruego a la posteridad que preste atención— presencié un episodio del deporte favorito de la Emperatriz: a la pregunta de su Divino Esposo de por qué había ordenado encender los fuegos, ella declaró que, sencillamente, había atendido a la queja del propio Kao-tsung, de que tenía demasiado frío para disfrutar de la espléndida cena, y se volvió a los demás para que confirmasen lo que decía. Todos aprobaron con gestos amistosos y gruñidos considerados esta exposición de los hechos. Yo, al no ser más que el «brillante joven magistrado de Yangchou», un invitado insignificante de allende los muros de la Ciudad Prohibida, me vi forzado a no decir nada en absoluto.

Entonces, nuestro Padre Imperial descargó una palmada sobre la mesa con la mano buena e insistió en que él no había dicho en ningún momento que tenía frío. Ahora, Kao-tsung babeaba ligeramente, bien de cólera o porque había perdido el control de sus músculos y ya no podía concentrarse en dos cosas a la vez. ¿Frío? ¿Frío?, exclamó ella, saltando de su asiento, y añadió que el pobre debía de estar aterido a causa de la fiebre. Deprisa, ordenó a los criados, atended el fuego y cubrid al Emperador con una colcha gruesa. La enfermedad le ha afectado la razón, es evidente, pues el pobre no puede recordar siquiera que ordenó encender los braseros. Los eunucos, pobres criaturas confusas, cumplieron los deseos de su Emperatriz e intentaron cubrir con la colcha a su enfermo Emperador. Con el brazo útil, Kao-tsung se la quitó y la arrojó al suelo. Allí se quedó, pues los eunucos se retiraron rápida y sumisamente ante su explosión de ira. En ese momento, él se puso a aullar (escribo «aullar» porque creo que no hay otra palabra para describir el sonido que emitía) que estaba asándose con el maldito calor que ella había causado. La Emperatriz le respondió que su tono era indigno y que consideraba injusto que la increpara por esforzarse tanto en complacerlo y en ocuparse de su comodidad. Entonces, él dijo que ya no sentía calor, que estaba helado. La Emperatriz, entonces, se volvió hacia nosotros y observó: «Ved, mi pobre esposo querido es presa de la fiebre y está sumido en una confusión completa. Pasa del frío al calor con la arbitrariedad de un péndulo». Tras esto, se levantó y colocó una mano en la frente de Kao-tsung; pasado un instante declaró que estaba demasiado caliente y que era preciso enfriarlo.

Pero fue lo sucedido a continuación lo que me hizo dudar de mi propia objetividad. ¿Es cierto lo que vi, o estaba bebido? Creí estar soñando. La Emperatriz repitió que debían enfriarlo y ordenó a los criados que desnudaran a su Imperial Marido. Kao-tsung protestó enérgicamente, lo cual sumió a los criados en un atormentador conflicto. Algunos eunucos no hacían otra cosa que deambular en círculos, estrujándose las manos regordetas y sollozando como viejas, pero Wu se mostró inflexible; su tono de voz me erizó el vello de la nuca. Si fuera poeta, diría que su voz era capaz de hendir las montañas y de invertir el curso del poderoso Yang-tse, pero como no lo soy, comentaré sólo que los criados cumplieron lo que ella ordenaba. Contra sus propios deseos y los de él, aferraron al Emperador por las ropas. Sin embargo, muy pronto empecé a dudar de la sinceridad de la resistencia de Kao-tsung. Parecía debatirse con valentía, golpeando a los eunucos con su brazo bueno como quien espanta insectos. Mis compañeros de mesa se reservaban sus opiniones y continuaban conversando como si no sucediera absolutamente nada fuera de lo corriente alrededor de ellos, pero estoy seguro de haber detectado en los ojos de la señora Yang una expresión de cálida aprobación de la conducta de su hija. Y mientras Kao-tsung se debatía, Wu siguió insistiendo con ternura y suavidad en que era por su propio bien.

Al final, las ropas del Hijo del Cielo formaban un montón en el suelo y el Emperador quedó sentado a la mesa completamente desnudo. No dijo nada más a su Imperial Esposa y se dedicó a comer con fruición.

Los demás, después de aguardar a que él comenzara, lo imitamos. La Emperatriz, entre bocado y bocado (Wu muestra siempre un apetito voraz, igual que su madre; en la mesa, ninguna de las dos hace ascos a nada), siguió atosigando a su esposo con breves observaciones. «¿Ves cuánto mejor te sientes ahora, querido mío? La comida te ayudará a bajar la fiebre». Y así, un comentario tras otro. El se limitó a refunfuñar de vez en cuando. No sabría decir si eran respuestas o meros ruidos producidos al comer, pero el Emperador parecía absolutamente concentrado en su cena y ajeno a la torcida lógica de su Divina Esposa.

Los ascetas empezaron a llenar los vacíos de la conversación, a soltar su habitual parloteo especulativo y filosófico sin pies ni cabeza y a plantear de vez en cuando una pregunta, como si de una ofrenda sagrada se tratara, a su distinguida protectora, la señora Yang, quien durante la escena anterior se había comportado como si lo que sucedía estuviera en completa armonía con el normal comportamiento de la Familia Imperial. Durante el resto de la cena me sentí un poco incómodo y costó esfuerzo probar bocado, pero la emperatriz no tardó en concentrar la atención en mí y mostró un gran interés por mi carrera como «brillante y destacado» (son sus palabras) cazador de charlatanes religiosos en Yangchou, y me halagó sin tregua cuando no se dedicaba a asediar a su esposo. Wu Tse-tien, que no se había percatado de mi incomodidad, se deshizo en atenciones para hacerme sentir apreciado. Decir de ella que es un ser con muchas facetas apenas le hace justicia.

He hecho cuanto he podido para reflejar fielmente los sucesos de esta velada, pero no espero que la posteridad crea lo que voy a añadir ahora como conclusión de mi relato. Sin embargo, esto es lo que he presenciado y, por tanto, estoy obligado a llevarlo al papel con lo demás.

Cuando la cena ya se acercaba a su fin, que me pareció tan lejano como el propio fin de los tiempos, creí… no, estoy seguro de que vi al Emperador y a su Divina Esposa dirigirse una fugaz sonrisa clandestina.

Casi se me olvida mencionar aquí un detalle que parece insignificante en comparación con el resto de acontecimientos de la velada: cuando por fin se me presentó la oportunidad de marcharme, el Emperador —desnudo y con la boca llena de comida— se volvió a mí y me informó que recibiría un nombramiento oficial. Cuando me dijo de qué se trataba, le di las gracias y me retiré a mis aposentos en un estado de confusión e incredulidad como pocas veces he experimentado.

—Por supuesto, comprende usted la naturaleza del nombramiento —comentó Wu-chi a Di mientras se pasaba el índice por el labio superior, pensativo.

—Del doble nombramiento —lo corrigió Di—. Hubo otro, aparte de éste.

Cara a cara, por fin, con el «Viejo Tonto», Di contempló con respeto y admiración al último miembro superviviente del Consejo de los Seis del difunto emperador Tai-tsung, al hombre que había escapado de las manos de la Emperatriz como el animal que se escabulle de la trampa en el instante en que la puerta va a cerrarse definitivamente.

Wu-chi le había contado a Di toda su desconcertante historia, lo cual hizo que la extravagante cena imperial de un par de días antes adquiriese un carácter profundamente siniestro en el recuerdo de Di.

—Cierto, pero es el primero el que nos interesa. No habría sido nombrado para ese cargo si ella no hubiera querido que lo ocupara. —El anciano miró al exterior. Los jardines del monasterio del Loto Puro, al norte de la ciudad de Luoyang, estaban radiantes de color aquella espléndida tarde primaveral. Una bandada de azulejos reñía por un puñado de brillantes bayas rojas que colgaba de un arbusto—. Su nombramiento como presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios no se habría producido si ella no estuviese de acuerdo.

—Yo creía que en ciertos asuntos Kao-tsung ejercía aún un poco de poder —respondió Di, pero tan pronto como lo dijo, comprendió lo absurdo que sonaba y supo cuál sería la respuesta de Wu-chi.

—No, a menos que ella se lo conceda —dijo el viejo consejero con tono categórico—. Seguro que no esperaba usted otra cosa…

—No sabía qué esperar.

—Claro que no. Pero ya empieza a conocerla mejor, ¿verdad? Hubo una época en que yo la conocía muy bien. La conocía muy a fondo, sí. —Su voz se apagó, entristecida—. Aunque han pasado muchos años y ya no tengo el placer de ser testigo de su… de su determinación, sobre todo, conozco muy bien su escrupulosidad.

Di miró a su alrededor con una mueca dubitativa. Wu-chi movió la cabeza y sonrió.

—Dentro de este recinto monástico no hay espías. Llevo aquí tanto tiempo que conozco el alma de todos los monjes tan bien como sus caras. Aquí no hay charlatanes ni criminales que busquen refugio. Excepto yo —soltó una risilla discreta—. Cuando me enteré de que el gran Di estaba en la ciudad, supe que era hora de que nos conociéramos por fin, de modo que lo he convocado utilizando únicamente mi nombre budista. Ni siquiera los sicarios de Wu pueden enterarse. Su nuevo cargo como presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios lo coloca en la nada envidiable situación de tener que recibir mil y una peticiones del estamento clerical, siempre bajo la estrecha vigilancia de la emperatriz, pero confiaba en que reconocería mi carta.

—Por supuesto —asintió Di—. Yo mismo habría dado con usted, en cualquier caso. Pero… respecto a mi nombramiento, ¿debo considerar que no ha sido decisión de Kao-tsung y que…?

Sin dar tiempo a que el magistrado terminara la frase, el viejo se puso a hablar con voz firme y potente, sin prestar atención a las contraventanas abiertas en par en par ni a los monjes que paseaban, meditaban o cuidaban los jardines en las inmediaciones. Sus ojos siguieron la tímida carrera de una ardilla a través del patio.

—Conozco por amarga experiencia que Wu es la mano que guía cada paso del emperador. Él es su marioneta. Aunque usted, joven y brillante magistrado y erudito confuciano, represente la oposición, el viejo bloque de poder confuciano que siempre ha estado maldispuesto hacia ella, la emperatriz está encandilada con usted. Es la única explicación. Dígame, ¿no percibió la… la satisfacción de Wu por su presencia?

El viejo consejero apartó la mirada de la ventana y la volvió hacia Di. Este recordó con detalle la atenta mirada de la emperatriz, sus ojos profundos e imperturbables, una sima en la que los incautos podían precipitarse fácilmente, y experimentó un extraño estremecimiento de temor, de excitación y confusión. La expresión de su rostro y su silencio revelaron a Wu-chi todo lo que éste quería saber. El viejo dirigió de nuevo la atención a la escena que se desarrollaba al otro lado de la ventana.

—Lo imaginaba —se limitó a decir—. Por la razón que sea, la emperatriz está intrigada con el brillante magistrado de Yangchou capaz de resolver cien misterios. A primera vista, parece muy extraño —continuó, mientras sus ojos seguían a dos monjes que, enfrascados en un animado debate, pasaban junto a la ardilla oculta, inmóvil entre las raíces de un gran árbol. Wu-chi miró luego a Di y le dedicó una sonrisa—. Pero es muy sencillo, amigo mío. Usted le gusta. ¿Quién sabe? —añadió tras una pausa—, quizás incluso desee acostarse con usted. —Al advertir el estremecimiento del magistrado, continuó—: La cuestión es si se trata de algo así de simple o de otra cosa que sólo conoce su enrevesado intelecto. Tenemos que considerarla capaz de todo, de absolutamente todo.

—La emperatriz es un misterio para mí —reconoció Di, al tiempo que movía la cabeza—. No la comprendo.

—Y no le resultará más fácil entenderla con el tiempo, se lo aseguro. Si ahora cree que su Wu resulta desconcertante, tenga en cuenta una cosa que me había reservado hasta este momento. Sin duda, estará usted al corriente de que el cargo de presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios está vacante por la muerte de su anterior titular…

—¡Por supuesto! He sido nombrado para ocupar ese vacío.

—¿Pero conoce con detalle cómo se ha producido esa vacante? ¿Conoce las circunstancias precisas de la muerte de su predecesor en el cargo? —preguntó el anciano de un modo que causó un estremecimiento de inquietud en el magistrado.

—El presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios era un hombre profundamente corrupto —apuntó Di, con cierta vacilación—. Tuve un encuentro con él en una fiesta en Yangchou, hace algún tiempo. Un tipejo insípido y desagradable. Estaba involucrado en las actividades clandestinas de los grupos budistas en Yangchou. Y, por lo demás, era un individuo nervioso, impaciente e incómodo.

—Sí, todo eso es verdad, magistrado Di, pero…

—Me contaron que se ahorcó poco después de que cerrara mis investigaciones.

—¡Ah…! ¡Muy lógico! ¡Una explicación muy sencilla! ¡Y también increíble! —El anciano alzó las manos complacido, absolutamente encantado con su juego de misteriosas insinuaciones. Luego, de pronto, se puso muy serio—: ¿Pero no se da cuenta de que eso, precisamente, es lo que ella quiere que usted piense? —preguntó—. Escuche, Di, aunque las cosas han cambiado mucho desde que yo estaba en palacio y mis contactos se hacen más tenues con cada año que pasa, todavía tengo mis fuentes de información internas. Aún sigo al corriente de lo que sucede. Mientras yo siga vivo, el Consejo de los Seis existirá.

Di asintió distraídamente mientras recordaba al orondo y grasiento presidente. Casi le inspiraba lástima.

—Los agentes de la emperatriz hace mucho tiempo que han abandonado mi búsqueda; probablemente, me dan por muerto. Piensan que ya he sido pasto de los gusanos como los otros. Pero sigo vivo para revelarle que, cuando la emperatriz Wu se enteró de que el gran magistrado Di Jen-chieh acudiría a su infame Debate del Pai, quiso buscarle un buen cargo. —El anciano clavó la mirada en Di—. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Pero lo que resulta evidente es que, antes de ofrecérselo, quería conocerlo personalmente. Dígame, ¿en qué momento exacto de la velada con la familia imperial le informaron del nombramiento?

—Fue casi lo último que me dijeron después de muchas horas de extravagancias.

—Exactamente lo que yo pensaba —murmuró Wu-chi—. En algún momento de la cena, después de haberlo examinado, Wu concedió su tácito permiso al emperador para que le anunciara la designación. Quizá le gustaron sus ojos.

Al observar la expresión firme e imperturbable del anciano. Di comprendió que hablaba completamente en serio.

—La emperatriz es una experta en estos asuntos. Puede deshacerse de una persona y reemplazarla por otra sin más problemas ni remordimientos que un decorador que cambia un jarrón por otro en una peana de palisandro. Obligó a quitarse la vida al anterior presidente, Fu Yu-i, porque ya no le era útil.

—¿Y yo lo soy?

—La Divina Esposa Imperial actúa según designios misteriosos. Se me escapa el motivo por el que quiere al concienzudo magistrado de Yangchou, perseguidor de budistas, como presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios… o de lo que quede de esta institución después de la victoria clerical —apuntó Wu-chi antes de hacer una pausa para seguir la carrera de la ardilla a través del patio hasta la seguridad relativa del siguiente árbol—. Pero, desde luego, usted ha despertado su interés. Así pues, no nos corresponde a nosotros estudiar sus motivos, sino sólo seguir su tortuoso camino lo mejor que podamos. Y ahora, magistrado Di, forma usted parte, una parte envidiable, de ese camino. Ahora luce usted dos sombreros —continuó Wu-chi—. No sólo es presidente del Gabinete Nacional de Sacrificios, sino que es también el juez civil superior de la capital del distrito de Luoyang… siempre, por supuesto, que decida aceptar este último cargo. Y le ruego que reflexione con calma antes de tomar una decisión porque, si acepta, descubrirá que nuestra espléndida ciudad es un lugar muy diferente de Yangchou. Sí, muy diferente. Ahora, tiene usted una nueva amante —añadió con una sonrisa nostálgica—. Lo único que puedo aconsejarle es que la corteje con mucho cuidado.