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Año 667, primavera

Luoyang

—¡Suéltame, madre, haz el favor! —musitó el joven, mirando a su alrededor abochornado, y abrió por la fuerza la mano de la mujer, que se agarraba a la chaqueta de su hijo. Este trató de obligarla a ponerse en pie, pero ella se negó resueltamente a sostenerse y dejó que las piernas se le doblaran hasta volver a caer de rodillas. Sus ropas eran viejas y gastadas y Di alcanzó a ver la carne pálida de sus pantorrillas desnudas y el recorrido zigzagueante de las venas violáceas.

La ira y el apuro dieron un tono áspero a las palabras del joven.

—¡Suéltame! ¡Aparta las manos! Ya te he dicho adonde puedes ir, vieja. Te he traído aquí para que puedas ir con ellos. —Los ojos del joven se volvieron con inquietud hacia los grupos de monjes que, con sus ropas de vivos colores, conversaban en pequeños corrillos en la plaza abierta, detrás del gran salón de debates—. Compasión. Es lo que ellos conocen mejor. ¡Ellos te darán de comer!

La anciana hundió la cabeza y sollozó. El hijo continuó:

—No puedo alimentarte. ¡Apenas puedo mantenerme yo mismo! —Su voz se alzó con exasperación—: Eres vieja y estás enferma. ¡Ya no puedo ocuparme de ti! Vete. Márchate con ellos.

La madre continuó llorando y se agarró a él con más fuerza.

Una pequeña multitud de curiosos, simples transeúntes y participantes en los Debates del Pai que habían salido a estirar las piernas durante el descanso de la tarde antes de la sesión final, se había congregado en torno a ellos y formaba un semicírculo de dos o tres filas, atraídos por la patética escena.

—Por favor, no me dejes aquí. No me dejes, te lo ruego —suplicó la mujer con su voz vieja y cascada—. Trabajaré. Traeré comida para los dos, ya lo verás. Pero deja que me quede contigo…

—Estás demasiado enferma. No puedes hacer nada, lo sabes muy bien —replicó él con frialdad.

Intentó de nuevo desasirse de la mujer, que esta vez se había agarrado a los bolsillos de la chaqueta. La tela, gastada, se rasgó y la mujer cayó al suelo con un jirón de tejido deshilachado en cada mano. El joven quedó libre de nuevo.

—Eres todo lo que tengo —gimió la madre—. Por favor, por favor, ¡no me obligues a marcharme!

Avanzó de rodillas hacia su hijo, pero éste se apartó agilmente de ella y señaló al grupo de monjes budistas que presenciaba la escena.

—No —dijo—. Ahí los tienes. Ellos se ocuparán de ti.

Y, tras esto, se escabulló entre la gente sin volver la vista atrás.

El llanto sacudía los hombros huesudos de la mujer. La multitud se dispersó mientras dos monjes budistas se abrían paso hacia la anciana. Un monje ya viejo, con la cabeza rapada, hincó una rodilla y la ayudó con delicadeza a incorporarse. La mujer, temblorosa, parecía incapaz de mantenerse en pie y los monjes la sostuvieron, uno a cada lado, y le murmuraron unas palabras tranquilizadoras. Di había observado que la mujer tenía los ojos terriblemente amoratados. ¿Era posible que un hijo pudiera golpear así a su madre?, se preguntó mientras los monjes se llevaban a la mujer. La triste verdad era que la anciana estaría mejor, realmente, entre los religiosos y las monjas. Di había visto la confusión, la cólera y el sentimiento de culpa en la expresión del joven y sabía que su propia conciencia le daría, probablemente, una buena paliza. Durante un rato, al menos. El magistrado movió la cabeza con pesar. Nunca había presenciado una escena tan penosa. Dio media vuelta y abandonó la plaza.

Di iba a ser el último orador del partido confuciano y quien presentara las propuestas finales de los debates. Había preparado la intervención con gran esmero durante muchos meses y por fin tenía ultimada una composición —cuya copia envió a los emperadores— de prosa muy pulida, con un estilo moderadamente ampuloso; cada palabra había sido escogida y colocada con el cuidado de un orfebre al engastar una joya y juntas formaban una declaración de rechazo y un tratado histórico sobre los perjuicios de la intromisión de un orden extranjero. Era un discurso que podía perfectamente sobrevivirle y ser publicado y difundido durante generaciones. Sacó los papeles de la bolsa de cuero que colgaba bajo su brazo y los contempló durante unos instantes a la cálida luz de aquel día de primavera en Luoyang, antes de devolverlos bruscamente a su lugar. Algo iba muy mal.

Todavía quedaba bastante rato hasta que se reanudara la sesión de la tarde. No lejos de donde estaba había unos tenderetes de comida. La idea era tentadora; el frugal desayuno monacal de galletas de centeno secas y té que se había servido durante los debates no había resultado nada satisfactorio. Di echó a andar hacia el mercado, llevado por su olfato.

Mientras caminaba, acudió a su mente la imagen de la desdichada anciana y, naturalmente, le asaltó enseguida el pensamiento de cómo lo tratarían a él sus propios hijos cuando fuera anciano, si estaba a su merced. Fue entonces, mientras avanzaba junto al río respirando el aire fragante, perfumado con el aroma dulzón de las flores de los ciruelos, melocotoneros y cerezos exquisitamente cuidados, cuando decidió que nunca sería un viejo en su presencia. Y que, si resultaba preciso, sería preferible hacer como el perro y buscarse un rincón solitario donde echarse a morir.

Se abrió paso entre la muchedumbre de peregrinos y ascetas, de anacoretas budistas y lamaístas, de eruditos confucianos y de funcionarios que habían acudido a la capital para la gran reunión nacional y que abarrotaban posadas y habitaciones de huéspedes y se arremolinaban en los bulliciosos mercados, y se detuvo al llegar a un paseo que seguía el curso del río. Desde allí contempló en el agua el reflejo de la multitud de forasteros y la profusión de colores de sus indumentarias variopintas. Luoyang, ciudad de ríos y afluentes de curso zigzagueante, era también una ciudad de infinitos reflejos. Aunque parecía la misma que cuando la había visitado años atrás en un par de ocasiones, algo había cambiado: su mente y su espíritu estaban afligidos. Daba la impresión de que el odioso nuevo nombre de la emperatriz Wu Tse-tien para la antigua y hermosa capital —la Ciudad de la Transformación— empezaba a tomar cuerpo.

Allí donde iba, en los restaurantes, en las casas de té, en los parques, mercados y tabernas. Di escuchó en centenares de bocas las mismas conversaciones, que giraban en torno a preguntas que al magistrado le parecían un verdadero insulto a la añeja y agradable ciudad. ¿Los budistas debían respeto a las autoridades confucianas y al propio emperador? Más aún, ¿debía el monje, una vez pronunciados los votos de apartamiento de la sociedad de los hombres, seguir mostrando el más elemental respeto al fundamento básico del orden confuciano: honrar a los padres? ¿O por el contrario, en virtud de su religión, quedaba exento de cualquier obligación para con el emperador, el estado y la familia y sólo debía obediencia a su «ley superior»? ¿Estaba la Shanga, la comunidad budista de miles de monasterios, separada del resto de la sociedad, de su orden y de sus leyes? ¿La Shanga sólo debía obediencia (pai) al dharma, a su propio código interno de la ley budista?

Las conversaciones se formaban y deshacían como los incontables reflejos en el agua que corría bajo los arcos de los puentes. Mientras se abría paso hacia los tenderetes del mercado entre la gente que había acudido a los debates, Di sintió que lo llenaba una nueva y más profunda determinación. Había acudido al Debate del Pai para pronunciar su discurso, pero en aquel momento daba gracias a aquel hijo terrible y descastado que había abandonado a su anciana madre a unos extraños, y las daba también a sus propios hijos, pues le habían recordado lo que estaba en juego en aquel envite.

Si se dejaba a un lado el barniz esotérico, tal vez no había tanta diferencia entre los charlatanes religiosos y sus hijos. ¿Acaso éstos, y otros como ellos, no se consideraban al margen de las leyes que gobernaban a todos los demás? Y, pensándolo bien, ¿no podía cualquier infractor de la ley descargarse de responsabilidades por «motivos religiosos»? Su experiencia le decía que muchos delincuentes parecían creerse inspirados por unas normas superiores (o, al menos, diferentes). De una cosa estaba seguro Di: algunos criminales creían tener un derecho casi religioso a vivir fuera de la ley. ¿Qué diferencia había entre el estafador común y el falso profeta? Los dos eran timadores que ofrecían falsas esperanzas e inculcaban la fe en falsas verdades. Cada cual, a su modo, vivía de la esperanza y de la credulidad.

Di subió de dos en dos y hasta de tres en tres los peldaños de una empinada escalera que conducía a un hermoso puente de ladrillo con voladizos. Cuando alcanzó el punto más alto, en el centro del puente, tres pequeñas barcas de fondo plano se deslizaban silenciosas, una tras otra, por la rizada superficie del agua. Iban atadas como una reata de animales de tiro, con el cargamento cubierto con lonas.

Miró hacia abajo y estudió su reflejo en la estela de la última barca. Observó cómo la imagen del hombre que miraba hacia arriba desde las profundidades volvía a formarse con perfecta nitidez cuando las olas se calmaron. Cuando entrecerró los ojos pudo ver, devolviéndole la mirada, al anciano que un día sería.

Bajo las apariencias externas de aquel dogma extranjero había algo opaco, algo subterráneo, como la pasión secreta, oculta e hirviente de una mente muy perversa, muy astuta. Sí, sin duda había bondad, compasión y piedad entre los seguidores sinceros de la auténtica religión budista, pero un sistema de pensamiento transplantado desde un lugar lejano no podía evitar que se produjeran frutos extraños, híbridos, cuando era cultivado en lo que, al fin y al cabo, no era su suelo nativo. Según el parecer de Di, las debilidades y los defectos característicos de los chinos como pueblo, como civilización, encontraban expresión con excesiva facilidad en un sistema pensado para otro mundo, otro tiempo y otra mentalidad. ¿No acababa de ver a un joven sumido en la pobreza entregar a su madre anciana y enferma en manos de los budistas? En lugar de seguir el ejemplo de compasión que establecía el verdadero credo budista y ocuparse de su madre hasta su muerte, o de seguir la directriz de Confucio sobre la generosidad en la devoción filial, lo que habría producido el mismo resultado, el joven se había acomodado a su propia debilidad. Con sus actos, el joven demostraba que le parecía aceptable delegar sus responsabilidades en otros. Que era posible renunciar a la responsabilidad y al deber filial.

Mientras contemplaba las aguas, imaginó que algo se movía, que algo ascendía hacia la plácida superficie del imperio. Cuando hubo descendido la escalera del otro lado del puente, se consideró a suficiente distancia del gran salón del extremo del parque orlado de árboles y de las hordas de participantes que aprovechaban el descanso entre sesiones. Una idea poderosa empezaba a cobrar forma en su cabeza, como los fragmentos oscilantes de su reflejo en el río. Llevó la mano a la bolsa de cuero suave que colgaba bajo su brazo. El peso del pergamino doblado que contenía su discurso le resultó consolador; sabía muy bien lo que tenía que hacer. En aquel momento, las palabras empezaban a tomar forma también, una sombra de aquella nueva idea.

El magistrado compró dos bollos de masa frita en un puesto de un estrecho callejón y anduvo un buen trecho hasta la zona de la ribera del río menos concurrida para sentarse a comerlos. Un peldaño de piedra salpicado de hojas y flanqueado por dos pequeños leones de mármol tenía un aspecto prometedor, pero, junto a él, un banco tallado con respaldo parecía aún más confortable. Casi había llegado al banco, sosteniendo los bollos con cuidado en un pedazo de papel aceitoso para evitar aplastarlos, cuando advirtió una placa de obsidiana negra detrás del asiento.

Se inclinó para observarla mejor. La parte superior tenía grabado el perfil de un stupa y debajo había unas hileras de caracteres perfectamente ordenados, acabados con pan de oro. El texto ensalzaba la virtud y la compasión incomparables de las servidoras y representantes terrenales de Maitreya, el Buda futuro: la divina emperatriz Wu Tse-tien y su madre, la señora Yang, gran protectora de los sutras y de las enseñanzas budistas. El resto era pura palabrería abstrusa: «… y al reposar, uno descansa, lejos de un mundo de conflictos y sufrimientos, en el Reino Maravilloso, cada día más cerca de las glorias terrenas finales del advenimiento de la Gran Era de la Ley del Buda Futuro, el Dharma…».

El sol primaveral que se reflejaba en el agua brillaba también sobre la reluciente piedra negra y un velo de polvo y de telarañas blancas impedía ver la fecha en el extremo inferior de la placa. Di hincó la rodilla y depositó con cuidado en el banco el papel con los bollos. Luego limpió la esquina inferior de la piedra con la manga. La fecha era la que esperaba: la placa y el banco habían sido instalados hacía apenas unos meses. ¿En previsión de los debates, tal vez?, se preguntó. ¿Todo aquello se había hecho para establecer la atmósfera «adecuada»?

Y había algo más. Cada vez que andaba por las calles de Luoyang, podía oír en boca de la gente los nombres de la emperatriz y de su madre, a quien también se referían con veneración como la santa madre, la señora Yang, generosa y devota discípula del Buda. Y los bancos, pensó Di, como todo lo que había visto durante los últimos días —fuentes, jardines y demás—, eran una especie de testamento visible, unas ofrendas expuestas ante el pueblo. Por toda la ciudad abundaban las obras públicas —nuevas cocinas, hospitales y orfanatos— y cada una de ellas aparecía ineludiblemente unida a los mismos nombres venerables: Wu, Yang y el bendito Maitreya, el Buda del futuro. Y testamento de la compasión de la emperatriz eran sus obras de caridad entre el pueblo.

¿Pero qué opinaba de todo aquello el emperador?, se preguntó Di. Ahora que pensaba en ello, no había oído pronunciar en absoluto el nombre de Kao-tsung, salvo cuando lo invocaban por la mañana para iniciar los debates; en cambio, los nombres de las dos mujeres parecían surgir hasta en el canto de los pájaros en los frutales en flor.

En todo Luoyang, en los jardines y mercados, en las grandes avenidas, los canales y las callejuelas, el Divino Emperador, el Augusto Hijo del Cielo, estaba ausente. Di prestaba atención y no oía nada. Habría dado cualquier cosa por tener un par de ojos y oídos detrás de las sagradas murallas. La textura de Luoyang, la capital imperial —la Ciudad de la Transformación, se corrigió con ironía—, parecía estar cambiando ante sus ojos.

Di estaba muy hambriento. Casi había olvidado los bollos. El hambre que experimentaba en aquel instante y la inminente promesa de saciedad eclipsó gratamente, al menos por el momento, todas las reflexiones sobre política y corrupción, sobre charlatanes y sobre hijos desnaturalizados. Abandonó la posición en que estaba, agachado ante la brillante placa negra, y se sacudió el polvo de las rodillas. Después, se dejó caer en el banco a disfrutar de sus bollos fritos, agradecido al compasivo Buda por el humilde descanso que le proporcionaba. Agradecido a ella, de hecho, por su esplendidez. Por último, dio una voraz dentellada al bollo.

Extrajo las páginas del discurso del saquito de cuero que descansaba en el banco junto a él. Sin preocuparse de si tenía las manos grasientas, cogió los papeles que se disponía a leer ante la asamblea, muy concurrida y polémica. Una ligera brisa movía las esquinas de las hojas como unos dedos invisibles que quisieran pasar las páginas. Tomó otro bocado. ¿Qué era lo que había estado oyendo en aquella gran ciudad, en aquella Ciudad de la Transformación? ¿Qué era lo que lo envolvía todo? Era algo mucho más pérfido que la actividad depredadora de unos abades charlatanes, sus falsos sutras y sus promesas espurias de intervención divina y de salvación. No, se dijo; era mucho peor que todo eso. Era un suave y gustoso gemido.

Estaba teniendo lugar un matrimonio. Un enlace entre dos seres que no deberían haberse conocido nunca pero que, una vez en contacto, se sentían atraídos inexorablemente, para desgracia de ambos. La novia era el budismo y el novio, el estado confuciano. Ella era una criatura exótica y atractiva que lo seducía con el embrujo de su fragancia y tentaba su sensatez con peligrosos caprichos. Y él, que quizás había ido demasiado lejos por la vía de la racionalidad estricta y de la lógica, era especialmente vulnerable y se dejaba seducir. La Ciudad de la Transformación no tenía el nombre que debía, pensó Di. Aquella grata ciudad de parques y de erudición, sede del gobierno imperial y joya del reino, debería haberse llamado Ciudad de la Rendición.

Di ya no tenía intención de pronunciar otro ampuloso discurso en el debate, como hicieran muchos de los colegas confucianos que lo habían precedido. Ya era demasiado tarde para oratorias. Quedaba demasiado poco tiempo.

En aquel punto de su curso, el río era rápido y profundo. En una ciudad de ríos y verdes parques comprimidos entre estrechas callejuelas bulliciosas, nadie repararía en un poco más de basura.

Se levantó del banco y se acercó al borde del canal. Allí estaba otra vez, sobre los contrafuertes de ladrillo y mortero a la orilla del agua, mirando al viejo que le devolvía la mirada desde la profundidad de su mundo de empañada turbulencia. Qué adecuado, pensó Di. Aquél era el lugar.

Arrancó las páginas de su discurso, unas páginas en las que había trabajado casi un año entero, llenas de planteamientos eruditos y de alusiones históricas con una retórica sabiamente elaborada. En aquel momento, todo aquello parecía irrelevante, mera vanidad y autocomplacencia. Y Di dejó que volaran, una tras otra, hasta las rápidas aguas.

No leería su farragoso discurso. Di había decidido trasmitir una advertencia. Un aviso claro e inequívoco.

En los momentos previos, Di estaba tenso y expectante. Estudió los rostros de la sala y de pronto le parecieron más brillantes, más despiertos, dispuestos para algo. Una corriente palpable llenó la sala; un rumor de pies que se arrastraban, unas cuantas tosecillas mientras se despertaba una atención que le indicaba a Di que se preparaban para algo más que otra oportunidad de echar una cabezada al arrullo de una perorata. Así pues, parecía que gozaba de cierta reputación, reflexionó Di. Cuando se dio cuenta de que toda la sala se hallaba a la espera del discurso del magistrado de Yangchou, notó la garganta seca y un revoloteo como de un abanico de papel en el estómago. Sólo dispondría de aquella oportunidad ante los estamentos allí reunidos. Todos esperaban sin duda algo distinto del apreciado y diligente magistrado. Muchos habían regresado a la sesión de la tarde sólo para escucharlo, y no podía defraudarlos.

Con el anuncio de su apellido y rango, su grado y su título oficial, terminaron las formalidades. Di se levantó de su asiento en el fondo de la sala y se dispuso a emprender el largo desfile por el pasillo central hasta el estrado de oradores. Detrás de él, alguien empezó a dar golpes rítmicos sobre una mesa como si acompañara una tonada con un tambor weir. Otro de los presentes se unió al primero y pronto se sumaron otros grupos de tres o cuatro en varios puntos de la sala; luego, los grupos fueron de cinco, seis, ocho, diez, doce… El rítmico golpeteo aumentó hasta que el salón entero se estremeció con el atronador aplauso al «joven» magistrado de Yangchou.

Di avanzó con paso rápido por el pasillo y dirigió a los reunidos breves miradas furtivas. Los clérigos permanecían visiblemente quietos en medio de la conmoción; sus expresiones pasivas parecían dar a entender que habían previsto aquel alboroto. Di, desde luego, no. Mientras subía los peldaños hasta el estrado, se sonrojó. El tamborileo subió en un gran crescendo, para detenerse bruscamente en el momento en que alcanzó el último peldaño.

Contempló la sala, ahora tan callada y atenta que se podía oír hasta el más leve roce de la seda cuando alguien cambiaba de postura. La intensa luz del mediodía bañaba de lleno los rostros vueltos hacia arriba en el centro de la sala. Muchos utilizaban como visera la mano, la manga o unas hojas de papel. Di contempló la asamblea, inmóvil salvo los abanicos que revoloteaban aquí y allá. Cientos de ojos, algunos entrecerrados para no deslumbrarse, estaban vueltos hacia su rostro. Empezó a hablar y su propia voz le sonó aguda y metálica, la de un impostor.

—He oído decir que la fama de un hombre lo precede. Que mi humilde e inmerecida reputación me haya precedido como los tambores marciales de la provincia de Shensi… En fin… —Di se ruborizó de nuevo y titubeó unos instantes mientras pensaba sus siguientes palabras—. Es mucho más de lo que podía esperar o, en realidad, de lo que habría esperado nunca. He acudido con placer a esta muy honorable y venerable reunión esta espléndida tarde de primavera en la ciudad más bella de la tierra. Pero no he venido a contar historias agradables, sino a prevenir de un peligro para el tejido social. Al parecer, mis brillantes colegas no han sabido plantear el problema más acuciante; no han sabido plantear las auténticas cuestiones ante nosotros y ante este imperio.

La sala se agitó. Di esperó un momento antes de proseguir.

—Pero el no hacer mención de ellas no hará que desaparezcan. Lo que tratamos aquí no es una mera cuestión de deberes y obligaciones o de devoción filial. —Hizo una nueva pausa y dejó que el peso de la herejía calara en los presentes. Una oleada de murmullos se extendió por la sala; por todas partes, las cabezas se movían.

Dos monjes ataviados con espectaculares gorros de color amarillo intenso, cuyo tocado de plumas le sugirió a Di que pertenecían a alguna escuela budista esotérica, tal vez a alguna tradición lamaísta tibetana, descruzaron sus piernas, se levantaron y abandonaron bruscamente el recinto por la entrada de atrás, sin volver la cabeza. El magistrado aguardó a que hubieran salido y continuó:

—Al hablar de las enfermedades que atacan a la raíz del gobierno y de la ley, debo primero hacer referencia al estado de los asuntos humanos. Imploro a nuestro Augusto Padre Imperial que se apiade de las decenas de miles de súbditos que, en este mismo momento en que pronuncio estas palabras, están siendo engañados y estafados y cuyas vidas se hunden en el vacío; llevados por su deseo inocente y mal encauzado, siguen los dictados de esta religión foránea y sucumben ante las formas infinitas de sus ídolos, raptados a bordo de su «Preciada Balsa».

»Complejas pagodas y grandes salones rivalizan con las más espléndidas edificaciones imperiales, a costa de enormes esfuerzos humanos y con gastos sin precedentes en los últimos tiempos, que sangran los recursos de la nación. En cuanto a estos monasterios y conventos, muchos están fuera de la ley, pues se consideran por encima de requerimientos y obligaciones.

»Cuando os miro a cada uno de vosotros en esta gran asamblea, me asomo a vuestras conciencias y a vuestras almas y os hablo del verdadero gasto que estamos obligados a soportar. En esto no hay nada de magia, aunque hay miembros del estamento religioso que, en ocasiones, querrían hacernos creer lo contrario. No; no hay magia ninguna. Sólo una simple verdad: para el enriquecimiento de unos pocos, se empobrece a muchos.

Llegado a este punto, Di pudo apreciar que la última fila de monjes situada junto a la pared del fondo se levantaba de sus cojines y se encaminaba hacia los jardines de la parte de atrás.

—Si estos budistas no desean perjudicar a las masas, y estoy seguro de que no quieren, ¿cuáles son sus propósitos, entonces? La existencia humana sobre la tierra sólo dura un tiempo determinado, pero no parece haber límites en el dispendio que se exige de ella, aunque lo más frecuente es que sean las familias más pobres las víctimas de esta alucinación en masa, aparentemente mágica e hipnótica. Un grandioso engaño. Un juego de manos a una escala nunca vista hasta hoy. Incapaces de satisfacer la codicia sin límites de la iglesia, las masas, el cuerpo consumido y torturado de la nación, son seducidas, primero, y luego empujadas más allá de los penosos límites de su resistencia. Y nosotros, camaradas míos confucianos, colegas míos, eruditos y funcionarios… todos nosotros nos contentamos, parece, con seguir cómodamente instalados en nuestra complacencia mientras nos arrebatan de las manos una nación.

Una oleada de murmullos de sorpresa ante su vehemencia se extendió por la sala. Había captado su interés, se dijo.

—¡Vamos, atreveos a mirar a vuestro alrededor! —continuó—. ¡Todos vosotros! Os desafío a recorrer las calles de esta magnífica ciudad y mirar a vuestro alrededor con una visión incontaminada. No os gustará lo que veréis. Allá donde vayáis, los barrios y distritos, las calles y callejas y recovecos están repletos de toda suerte de secretos centros de culto budistas. Junto a cada muralla y bajo cada puerta de mercado se extiende una innumerable variedad de extrañas capillas, de pequeñas casas de los espíritus. Pequeños antros en donde se sorbe el alma de los hombres.

»Y hay otra cuestión. Un problema con el que me he topado demasiado a menudo. Los establecimientos monásticos que ofrecen refugio a los puros también proporcionan cobijo a los criminales. Los fugitivos de la ley, los criminales, asesinos y sinvergüenzas de todo tipo que quieren escapar al castigo corren a resguardarse tras las verjas de esos monasterios budistas, en la seguridad de que allí están a salvo. ¿Cuántas decenas de miles de delincuentes anónimos han escapado al castigo entre los acogedores brazos de esas instituciones? Las oportunas investigaciones de los tribunales de la capital y de las provincias río abajo han culminado ya con la captura de miles que intentan evadir la ley de esta manera. ¿Cuántos más quedan aún por detener? Y, en su falso papel de monjes y de abades, esos delincuentes —esos charlatanes— apelan a los deseos más bajos de los cuerpos de los hombres y no a la elevada metafísica de sus corazones y de sus mentes; de este modo, poco a poco, alma a alma, razón a razón, estamos siendo seducidos. ¡Seducidos!

Dejó que esta última palabra resonara en el aire; desde el fondo del salón respondió un rumor de murmullos irritados [4].

Fuera, se había levantado la brisa y las ramas de los árboles, con su delicado nuevo verdor, se mecían bajo su soplo; los rayos del sol centelleaban erráticamente a través del velo de follaje como los reflejos de un espejo movido por el viento. En esta ocasión, la oleada de insatisfacción se convirtió en un coro de toses que parecía haber surgido espontáneamente en las últimas filas de monjes sentados en sus cojines con la espalda contra la pared. Las toses se transformaron en una risilla contagiosa y escarnecedora que se extendió de un monje al siguiente hasta que todo el grupo de la última fila carraspeaba y resoplaba en burlona respuesta al gran orador confuciano del estrado. Las toses continuaron durante largos minutos mientras los monjes se mecían y se daban palmadas en la espalda unos a otros con un ruido que resonaba en toda la sala. En las primeras filas, alguien empezó a dar palmadas sobre su pupitre en una repetición del homenaje que había acompañado a Di hasta el estrado; el golpeteo se extendió entre los partidarios confucianos del magistrado, que lanzaban su andanada desafiante.

El golpeteo y las toses llenaron la gran sala y continuaron mientras Di permanecía inmóvil, incrédulo, contemplando a la multitud. Los confucianos levantaban los ojos hacia él con expresión arrobada mientras golpeaban los pupitres y el suelo. Alzó las manos para pedir silencio pero el tumulto continuó muchos minutos más con la misma intensidad, hasta que los cuatro monjes que habían iniciado la insurrección se echaron a reír a carcajadas, alternadas con carraspeos y abucheos. Los cuatro miraron a sus colegas, volvieron la cabeza hacia Di con una mueca cómica y se pusieron a patalear en una especie de vertiginosa danza infantil mientras se dirigían hacia la puerta de atrás. Un monje anciano y enjuto que hacía girar su molinillo de oraciones de madera sentado en las inmediaciones hizo un gesto de asentimiento con una sonrisa desdentada a cada uno de los cuatro cuando salían. Di mantuvo los brazos en alto, implorando orden; poco a poco, los golpes y las risas se apagaron y el gran salón quedó de nuevo en silencio.

—¿Qué me decís del hombre que no trabaja sino que consigue su sustento a costa de otros? ¿No es esto fraudulento? ¿Y qué me decís de aquellos cuyos medios sobrepasan con mucho a los de las gentes humildes y pese a ello deciden dedicarse a la explotación de esas gentes? Sólo puedo llegar a la conclusión de que este reino es en verdad un lugar de dolor y de sufrimiento, como nos dicen los budistas; pero también es un reino de falsos sufras y falsas reliquias, de falsas esperanzas y promesas que nos infectan como una plaga de pústulas virulentas.

Di alzó los ojos tras estas palabras para medir su efecto. A una pieza de oratoria nunca le iba mal un poco de retórica elaborada… pero sólo un poco, un leve barniz. Sabía que las lecciones tenían un efecto pasajero, a pesar de ello apenas se oía un murmullo en la enorme sala. Los tenía interesados. De momento, al menos. Incluso los clérigos que se habían quedado estaban callados ahora, pendientes de sus palabras como si los cogiera de nuevas la denuncia de las transgresiones cometidas por los charlatanes en nombre del budismo. Tal vez era así. Ahora, tenía que formular sus últimos razonamientos antes de perder la atención de ellos. Se frotó las palmas sudorosas contra los muslos y dirigió una mirada penetrante a la sala antes de continuar.

—Vemos una nación ahora en crisis, que se sumerge cada vez más en una tenebrosa sombra de superstición. A nuestro alrededor, todas las grandes rutas y cualquier sendero apartado está oscurecido por la seda negra de las túnicas budistas. Y parece que no queda nadie que ayude al estado en este tiempo de crisis… porque a nuestro alrededor, muchos hombres preeminentes están cayendo víctimas de esta enfermedad de la mente. Buenos hombres en cuyos sensatos consejos habíamos confiado, en otro tiempo.

»Si el budismo es una religión de compasión, los buenos budistas deberían adoptar esta compasión como el principio universal que los guíe. Y deberían presentar este ideal de compasión como un ejemplo, un paradigma de rectitud y de justicia para la gente común. Esta compasión debería estar en lo más profundo de sus corazones y de sus conductas. Si siguieran su dictado, no se apartarían de ella. Pero no lo hacen porque la religión está en manos de charlatanes… ¡De charlatanes que siguen la ley de la codicia para mantener sus vanos e insustanciales ornamentos!

Di hizo un nuevo alto. La sala permanecía en silencio, casi sin respiración.

—Si no plantamos ahora las semillas adecuadas, provocaremos la hambruna para nosotros y para el futuro. Sin la colaboración leal y diligente de nuestros funcionarios, la justicia no prevalecerá. Si desperdiciamos la riqueza oficial y permitimos que se agoten las fuerzas del pueblo, ningún rincón de la nación escapará a las amargas consecuencias. Y será demasiado tarde para salvarnos. Demasiado tarde. Los historiadores sólo hablarán de la gloria perdida del pasado…

Había terminado. Dirigió una nueva mirada a la sala; era evidente que los presentes esperaban algo más de él, pues ni siquiera cambiaron de posición en sus escaños y continuaron mirándolo fijamente. Sus ojos se volvieron hacia las puertas del fondo. Tras ellas, en el jardín, Di distinguió a un grupito de monjes sentados que parecían esperar a alguien; de vez en cuando volvían la cabeza hacia los árboles y la verja exterior, antes de enfrascarse de nuevo en una animada conversación.

Mientras se concentraba de nuevo en los rostros expectantes que tenía ante él, repasó sus palabras de conclusión, las más importantes de todas. Habían empezado a cobrar forma en su mente unas horas antes, cuando había limpiado la suciedad de la placa en el parque y había leído los nombres de la emperatriz Wu y de la señora Yang.

—La religión es superstición —dijo con una voz cautivadoramente grave y baja—. ¡Superstición! Y el gobierno es el imperio de la razón y de la ley. Una y otro no pueden dormir en la misma cama. Ello es imposible si el estado ha de seguir guiado por principios de orden y de idoneidad… y, sobre todo, de racionalidad. Como hombres una vez racionales, hemos llegado a dudar de nosotros mismos. Dudamos del imperio de la razón y de la ley. Y como dudamos, nos debilitamos y permitimos que nos conviertan en víctimas. Hemos permitido que nos encandilaran y nos hechizaran.

»¡Alerta! El gobierno no puede ni debe jamás someterse a los caprichos abstractos de la metafísica, ni debe confiarse el bien común a la subjetividad extravagante de unas enseñanzas misteriosas. El gobierno, con toda su imperfección, es territorio de los hombres, no de las divinidades.

Tras esto, Di descendió del estrado; el trueno que se levantó a su paso amenazó con ensordecerlo.

Quizá fue la presencia del afamado monje al final de los debates lo que inclinó la balanza contra el partido confuciano con tanta claridad, aunque Di había sabido desde mucho antes de su intervención de aquella tarde que, pese a la entusiasta acogida, la posición confuciana estaba ya perdida: la jerarquía monástica podría actuar a sus anchas, libre de obligaciones civiles para con el emperador, el estado y los padres. Pero Di no habría podido prever jamás la magnitud de la derrota. Para el magistrado, fue un desastre de primer orden, un insulto a los T’ang y a los milenios de civilización que los precedían. Pero los momentos finales de los Debates del Pai habían sido una exhibición de teatralidad que ningún confuciano habría podido igualar; en aquel aspecto, Di reconocía su inferioridad sin reservas.

Antes de que se apagara la ovación tras sus últimas palabras y Di hubiera abandonado la sala, los monjes se postraron de rodillas y bajaron la frente hasta el suelo. Pero no era al magistrado de Yangchou a quien reverenciaban. Tres notas largas, hondas y dolientes, como tremendos suspiros afligidos de los propios dioses, sonaron al otro lado de la puerta e hicieron que todos los comentarios y movimientos cesaran bruscamente en la sala. A continuación, la voz de un único monje pronunció el nombre del más ilustre discípulo del budismo.

Entonces fue introducido en la asamblea el gran Hsuan-tsang, transportado en su trono de plumas de pavo real como un sumo sacerdote o como el Buda reencarnado. Así era precisamente, suponía Di, como le consideraban. Toda la asamblea, hasta los representantes confucianos, guardaron silencio mientras el afamado peregrino era conducido hasta el estrado de oradores. Aquél era el hombre cuyos atrevidos viajes a tierras bárbaras, cuyas traducciones arcanas y revelaciones históricas, culturales y religiosas de los mundos misteriosos de la India y del Tíbet estaban en boca de cualquier budista chino.

Fuera, sonaron de nuevo las grandes notas melancólicas; esta vez, Di observó las enormes trompas tibetanas, de más de cinco metros de longitud, con sus cuellos curvos apoyados en el suelo. Nacidos en las remotas montañas, aquellos instrumentos estaban creados para enviar una voz que viajara de un encumbrado pico al siguiente, por encima de las nubes. Allí, en aquel jardín urbano, civilizado y lleno de verdor, su sonido llenaba el mundo.

A Di lo sorprendió durante unos instantes la vejez de Hsuan-tsang. Desde luego, había oído hablar del famoso monje y erudito peripatético, pero nunca se había imaginado al abuelo ajado y de pelo blanco que ascendía los peldaños con la ayuda de dos asistentes. Una frágil y venerable figura. Desde luego, no se parecía en nada a la imagen del hombre enérgico, de cabello negro, que Di se había hecho de él, pero al fin y al cabo las historias de sus largos viajes y de sus grandes traducciones corrían por China desde hacía décadas.

Nada en la indumentaria del anciano monje o en su conducta indicaba que fuese otra cosa que un caballero y erudito chino tradicional. Los monjes que habían salido de la sala volvieron a sus lugares en la última fila y se sentaron en los cojines con las piernas cruzadas. Todos, monjes y funcionarios por igual, contemplaron con extasiada atención al anciano, que levantó una mano enjuta, con la piel manchada, en señal de bendición. Después, Hsuan-tsang empezó a hablar con voz suave, pero sorprendentemente llena y vigorosa, con una energía controlada que insinuaba la rotura inminente de toda restricción.

—Nosotros, como pueblo, nos veremos más y más esclarecidos, en grado creciente. Este es nuestro destino.

Su respiración resultó audible en la pausa que siguió a estas palabras iniciales; las aletas de su nariz se ensancharon cuando hizo una profunda inspiración, y acto seguido expulsó el aire entre sus labios con un extraño siseo. También Di estaba fascinado, arrobado.

—Y mediante estos mismos pasos graduales, nosotros, como imperio de hombres, aprenderemos a negar nuestros egos y, en ese estado, a entrar en un mundo de CONOCIMIENTO DE LA BENDICIÓN DE NUESTRAS DIVINIDADES. —La voz cobró intensidad y fuerza—. CON EL ADVENIMIENTO DE MAITREYA, EL BUDA FUTURO, COMO NUESTRO GUÍA.

Las palabras del anciano llenaron el gran salón.

—NOS REFUGIAMOS EN LOS TRES PRECIOSOS —invocó Hsuan-tsang con ardiente fervor.

—NOS REFUGIAMOS EN LOS TRES PRECIOSOS —repitieron los budistas como un eco.

—COMPRENDEMOS LA TRIPLE GEMA DE ILUMINACIÓN —entonó el viejo monje con su gran voz.

—COMPRENDEMOS LA TRIPLE GEMA DE ILUMINACIÓN —canturrearon los devotos.

—BUSCO REFUGIO EN EL BUDA.

—BUSCO REFUGIO EN EL BUDA.

La salmodia a coro de los monjes difundía el poder de su hechizo espiritual en la enorme sala bañada por el sol. Di se sintió envuelto por el sonido, atravesado y casi paralizado. Las vibraciones penetraban hasta el tuétano, inmovilizándolo donde estaba.

BUSCO REFUGIO EN EL DHARMA.

BUSCO REFUGIO EN EL DHARMA.

BUSCO REFUGIO EN LA SANGHA.

BUSCO REFUGIO EN LA SANGHA.

REZO A MAITREYA, EL BUDA FUTURO, PARA QUE ME GUÍE.

REZO A MAITREYA, EL BUDA FUTURO, PARA QUE ME GUÍE.

REZO POR EL ADVENIMIENTO DE LA ERA DE LA LEY.

REZO POR EL ADVENIMIENTO DE LA ERA DE LA LEY.

REZO POR EL ADVENIMIENTO DE LA ERA DE LA LEY.

REZO POR EL ADVENIMIENTO DE LA ERA DE LA LEY.

REZO POR EL ADVENIMIENTO DE LA ERA DE LA LEY.

REZO POR EL ADVENIMIENTO DE LA ERA DE LA LEY.

Di y algunos confucianos más encontraron fuerzas para liberarse del hechizo y abandonar el salón. El cántico continuó a su espalda y la frase, extrañamente ominosa, se repitió una y otra vez, alzándose hasta el techo, y más allá, hasta el cielo.

No era una plegaría; era un ultimátum.