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Año 664

Luoyang

El emperador Kao-tsung se agachó a recoger una zapatilla de seda del sendero del jardín, se la llevó a la nariz, aspiró su olor y cerró los ojos. Pasó los dedos por el interior y apreció la suave textura de la seda. Después, levantó la vista y la paseó por el desierto jardín, sereno, florido y cálido bajo el sol primaveral.

Guardó la zapatilla en un bolsillo y continuó su marcha en silencio, apoyando el bastón delante de sí con gran cuidado. Al llegar a una encrucijada, se detuvo; el sendero de la izquierda descendía en una suave pendiente hacia un huerto de árboles frutales ornamentales y el de la derecha serpenteaba entre arbustos en flor y conducía finalmente a un pequeño y apartado pabellón de piedra. Tras unos momentos de vacilación, se volvió hacia el primero, examinó las hojas y las flores que colgaban sobre el camino a ambos lados y estudió el suelo en busca de los pétalos que pudieran haber caído con el roce de una túnica. A poca distancia, vio algunos esparcidos sobre unas piedras.

Avanzó hacia los pétalos escrutando el suelo con minuciosidad. Pocos pasos más allá, vio algo brillante. Se agachó y recogió una delicada horquilla para el cabello adornada con piedras preciosas.

Siguió el sendero hacia los árboles, cuyas copas eran una nube de capullos en flor que se mecían con la actividad de diez mil abejas que se afanaban en libar. Kao-tsung sabía que el zumbido monótono de los insectos podía disimular el murmullo de las voces de los amantes; contuvo la respiración y aguzó el oído. ¿Había oído una risa grave, breve y descarada? El emperador se apoyó en uno de los árboles.

La risa se dejó oír otra vez; luego, se interrumpió bruscamente. Kao-tsung avanzó con movimientos furtivos hacia donde le parecía que había sonado la carcajada; después, se detuvo y miró a su alrededor con cautela. Dio una lenta vuelta sobre sí mismo y las hileras de árboles parecieron desfilar con precisión geométrica, alejándose en todas direcciones mientras él completaba el giro. Se detuvo. Allí, al final de una hilera, donde los árboles ya no obedecían a un orden y empezaba el auténtico bosque: un movimiento, algo entre las hierbas altas, un desplazamiento casual, irreflexivo e inconsciente, de un pie o una mano cuyo poseedor no sabía que lo acechaban. Después, una vez más, la risa grave y abrupta.

Avanzó junto a la hilera de árboles, tan pegado a ellos como era posible; el corazón le latía aceleradamente y un sudor frío empezaba a perlarle la frente. Desde aquella distancia, el murmullo de las voces ya se distinguía claramente del zumbido de las abejas y llegaba, grave y nítido, a los atentos oídos de Kao-tsung.

Sus ojos distinguieron el borde una alfombra, un montón de ropas revueltas y un codo que, de vez en cuando, se convertía en un brazo gesticulante. Un brazo masculino.

Kao-tsung se acercó y el murmullo de la conversación se hizo ininteligible a causa de su propia respiración y de los latidos acelerados de su corazón. Apoyado pesadamente en su bastón, tembloroso, contempló los dos cuerpos desnudos que yacían sobre la alfombra extendida en la hierba bajo el árbol.

Wu, tendida de costado y apoyada en un codo, alzó la vista hacia él en aquel instante; el hombre de piel oscura, que yacía boca arriba, volvió la cabeza y miró también al emperador. A continuación, miró hacia el otro lado y tomó en su mano uno de los pechos de Wu. Ella sonrió y pasó la lengua por el hombro de su amante. Kao-tsung sacó la zapatilla del bolsillo y se la llevó a la nariz.

Wu acarició al hombre unos instantes más; luego, miró de nuevo a su marido. La mano acariciadora se detuvo en el pecho del amante, dio allí unos enérgicos golpecitos y se retiró. Lánguidamente, sin prisas, el hombre se incorporó hasta quedar sentado, se desperezó, recogió sus ropas y se puso en pie. Sin dirigir siquiera una mirada al emperador, se colgó las ropas del brazo y se alejó desnudo, deteniéndose de vez en cuando a rascarse o a oler una flor en una rama. Wu rodó sobre la alfombra hasta quedar boca arriba y esta vez dirigió una sonrisa tentadora a Kao-tsung, el cual había dejado caer el bastón mientras tiraba de sus propias ropas, que, de pronto, se habían vuelto obstinadas, tercas y nada colaboradoras.

—Podría curarlo por completo, ¿sabéis? —comentó el nagaspa a la emperatriz—. Podría recuperarlo por completo, como si no hubiera estado enfermo jamás.

—Mi pequeño hechicero… —murmuró Wu con calidez.

—Pero tendría que buscar el modo de compensar su debilidad esencial, por supuesto. Lo he observado detenidamente. Aunque él jamás me permitiría tocarlo, a menudo he deseado poder medir la distancia precisa entre sus ojos, la amplitud de su cráneo de sien a sien y el ángulo que forma la frente con el perfil de la nariz.

—¿Y qué conseguirías con ello? —preguntó Wu al tiempo que avivaba la llama de la lámpara, lo cual hizo bailotear las sombras de la gran estancia casi vacía. Era la habitación destinada a ellos, una de las incontables dependencias olvidadas del palacio, la que el hombre había escogido después de una minuciosa búsqueda durante la que, según sus explicaciones, percibió las oscilaciones magnéticas e interceptó los campos de vibraciones. Era el lugar al que acudían para que la emperatriz pudiera renovarse, donde ambos potenciaban mutuamente su ch’i absorbiendo, así decía él, la potencia de los cielos y provocando el regocijo y el estremecimiento de placer cósmico de los dioses.

—El alma dirige el crecimiento de los huesos, señora —dijo el nagaspa.— Y revela su propósito, su intención, su karma, en la conformación de los huesos. Sobre todo, de la cabeza. ¡Ah, la cabeza sola nos dice tantas cosas! Muchas veces he sostenido un cráneo en mis manos y he percibido la esencia viva y pulsante lo que era en vida esa persona. ¡Prácticamente, he conversado con ella!

—¿Y qué crees que podrías descubrir de mi marido? —quiso saber Wu, quien procedió a encender una barrita de incienso en la llama de la lámpara y a colocarla en el pequeño altar instalado ante ellos.

—Ya he descubierto bastante, sólo con observarlo. Aunque es necesario efectuar las mediciones para precisar los detalles, con la práctica es posible interpretar la cabeza de un hombre con sólo mirarla. La esencia vital no es abundante en vuestro esposo. Parte de su alma ya está mirando hacia el otro mundo. Además —el nagaspa se encogió de hombros—, es un gobernante incompleto. Parte de él está ausente, como si hubiera nacido sin un brazo o una pierna. Vos, señora, habéis ocupado el lugar de ese miembro que le falta. El emperador no podría gobernar sin vos —declaró, mirándola a los ojos con fervorosa intensidad.

A continuación, alzó las manos hasta la cabeza de Wu como si midiera algo y colocó las yemas de los dedos en sus sienes con tanta delicadeza que apenas rozaban la piel de la emperatriz. Con el índice y el pulgar como calibradores, comprobó la distancia desde el puente de la nariz hasta el límite del cuero cabelludo y midió la anchura de su rostro de pómulo a pómulo. Mientras palpaba la parte superior del cráneo y la zona posterior, el hombre entrecerró los ojos como si evaluara los datos. Ella aguardó el veredicto sin apartar la vista de sus ojos y con una sonrisilla paciente en los labios.

—Lo que yo pensaba, señora —murmuró el hombre al tiempo que bajaba las manos con ademán respetuoso—. Sois vos quien hace completo a vuestro marido, como hombre y como gobernante.

—¿Cómo puede saber tanto alguien tan joven? —exclamó ella, con afectación.

El hombre enderezó la espalda, cerró los ojos e inhaló por la nariz con gesto imperioso.

—Sólo este cuerpo es joven, señora —respondió, al tiempo que abría los ojos de nuevo—. Como vos, mi espíritu tiene más edad. Y los dos estamos aquí con un propósito. Vuestro marido conoce y no conoce vuestra grandeza de espíritu. Él no es uno de los elegidos.

Las palabras de halago provocaron en la emperatriz un profundo sentimiento de importancia y de magnificencia. De sus labios escapó un suspiro ante el peso de sus responsabilidades al tiempo que saboreaba un cálido e intenso estremecimiento de admiración por ella misma.

—El mundo entero lo sabe —continuó él—. El mundo entero es consciente de vuestra grandeza. Y vos lo hacéis grande a él. En una visión me fue revelado un nombre. Al principio, no estaba seguro de a quién se refería, pero ahora sé con certeza que era a vos y a vuestro marido, el emperador.

—¿Cuál es ese nombre, hechicero mío? —dijo con una sonrisa indulgente.

—Es un título para vos y vuestro esposo, que sois en verdad sabios gemelos, gobernantes gemelos: los Dos Santos, mi reina —anunció con una mirada cargada de augurios.

Ella lo observó con solemnidad durante unos instantes; luego, echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas. La expresión seria e importante del nagaspa se transformó en una mueca ofendida.

—¿Por qué os reís, señora? —preguntó con un ligero tono quisquilloso.

—Porque es demasiado absurdo —contestó ella, al tiempo que movía la cabeza—. Incluso para mí. Es como una mujer que llevara cosméticos inapropiados, un corpiño demasiado ajustado o una peluca mal colocada. Jamás podría pronunciar esas palabras, u oírlas decir en mi presencia, sin llevarme la mano a la boca para contener una risilla tonta. —Adoptó una expresión de fingida seriedad, como si fuera un ministro de la corte exponiendo una petición—. Los Dos Santos —probó a decir, pero no pudo evitar una mueca burlona en los labios y se echó a reír de nuevo, al tiempo que agitaba las manos en gesto de disculpa al observar la frustración del nagaspa.— Lo siento, hechicero mío. No pretendo irritarte, pero esto es… es demasiado estúpido. ¡Espera! Yo también tengo un nombre para ti.

—No estoy muy seguro de querer saberlo —respondió él, malhumorado.

—¡Al contrario! ¡Te gustará mucho! —insistió la emperatriz. Se inclinó hacia delante y añadió, insinuante—: Tú eres mi Mono Divino.

El joven sentado entre los altos muros de su recoleto jardín alzó la vista del texto que estaba traduciendo y entrecerró los ojos para que no lo deslumbrara el sol. Al principio, no alcanzó a distinguir quiénes eran las dos mujeres que habían aparecido frente a él. Antes incluso de identificarlas, apreció que eran casi idénticas y, durante un extraño segundo, pensó que tal vez sufría una rara alucinación. Entonces, una de las mujeres habló y él, con un sobresalto, a pesar de que no la había visto en diez años reconoció a su madrastra, la emperatriz.

Aquel día iban a empezar las ceremonias de inicio de las excavaciones para la construcción de nuevos palacios conmemorativos del cambio de nombre de la ciudad. Se rumoreaba que un contingente de funcionarios confucianos, escandalizados por la idea de otorgar un nombre budista a la nueva capital, proyectaban presentarse para manifestar su desaprobación. Era un nombre absurdo, decían los funcionarios, un trabalenguas desenterrado durante las excavaciones en las cuevas de Tunhuang y traducido bajo el patrocinio de la señora Yang.

El rumor corrió entre el pueblo con la rapidez de un incendio impulsado por los vientos estivales y dio la impresión de que todos los habitantes de la Ciudad de la Transformación pensaban acercarse cuanto fuera posible a las ceremonias. Por curiosidad, desde luego, y también porque las celebraciones estatales significaban a menudo comida, bebida y regalos para el vulgo. Pero, sobre todo, porque era una oportunidad de ver a la emperatriz Wu, que para algunos parecía haber reemplazado en el cielo al sol y la luna.

¿No era la emperatriz, en verdad, la reina del pueblo?, se preguntaban unos a otros. ¿No había llevado la tierna solicitud femenina a la tarea de gobierno? ¿No posaba su mano en el hombro del pueblo como la tendría una madre amante en el de su hijo? ¿Y no ofrecía magia y esperanza con su invocación de un nombre sagrado? Los dioses, el propio Maitreya bendito, debían de estar satisfechos con la recién bautizada ciudad.

Algunos, naturalmente, no mostraban el mismo entusiasmo. Si la emperatriz sentía el deseo de dar un nuevo nombre a la ciudad, ¿por qué no recurría a las fuentes chinas tradicionales? ¿Por qué era preciso utilizar el que, al fin y al cabo, era un nombre extranjero? ¿No podía ofrecer la misma magia y la misma esperanza con un nombre taoísta?

Otros, incluso, eran más que escépticos; los había que se mostraban abiertamente sarcásticos y declaraban que si la emperatriz fuera a visitarlos a sus casas y se ofreciera a fregarles los suelos, ni se levantarían de sus asientos para recibirla.

Cuando llegó la hora de la ceremonia, la mayor parte de los habitantes de la ciudad se apiñaba tan cerca de los límites del palacio como le estaba permitido. Sonaba una música festiva y una larga fila de guardias a caballo espléndidamente uniformados, con el aire de guerreros de Kuan-yin, mantenían el orden frente a las primeras filas de personas. Todos los edificios, muros y farolas cuya altura permitía una buena visión estaban completamente cubiertos de gente. Los que no estaban lo bastante cerca o no habían tenido la fortuna de conseguir una buena atalaya se abrían paso a codazos y pisotones en un vano esfuerzo por llegar más adelante; otros esperaban pacientemente, sabedores de que lo único que les llegaría serían los comentarios de los situados en las primeras filas, que viajarían prácticamente a la velocidad del pensamiento hasta los últimos componentes de la multitud.

Corrían ya las primeras informaciones de los prolegómenos. Un grupo de funcionarios de edad avanzada, no más de veinticinco o treinta, estaban reunidos a un lado del estrado y allí leían, uno a uno, comunicados de protesta por el cambio de nombre de la ciudad. No había encendidas exhibiciones de oratoria ni invectivas agitadas: sólo un grupo de ancianos que, con calma, firmeza y determinación, leían sus protestas en voz alta a quien los estuviera escuchando. ¿Y acaso la emperatriz no demostraba su tolerancia y su paciencia con ellos? Aunque en torno a los viejos confucianos había un contingente de guardias que los observaba, los funcionarios no recibieron órdenes de dispersarse ni fueron molestados. Se les permitió decir lo que querían aunque, entre la música y los comentarios excitados de la multitud, sus palabras sonaban tan débiles e insustanciales como si fueran pronunciadas en plena tormenta.

Cuando la música aumentó de volumen y la muchedumbre se movió hacia delante, corrió la voz de que el emperador y la emperatriz habían llegado en un espléndido carruaje. El emperador, aunque cojeaba un poco y se apoyaba en un recio bastón, caminaba sin ayuda con la emperatriz a su lado. Los acompañaba un hombre joven, un muchacho pálido de expresión desconcertada y tímida. La gente se preguntaba quién era. ¿Tal vez el famoso historiador Shu? No; el muchacho era mucho más joven. Y Shu era un personajillo arrogante y presumido, en absoluto tímido; por el modo en que el muchacho parpadeaba y miraba a su alrededor con perplejidad, se diría que era una pobre criatura que acabara de emerger de un sótano oscuro a la claridad del día; alguien que quizás había tenido muy poca compañía humana durante mucho tiempo. Parecía tan asustado que casi producía la impresión de que, en cualquier momento, daría media vuelta y se ocultaría de nuevo en el carruaje.

Pero la emperatriz, al parecer, lo tenía asido por el brazo con fuerza y lo conducía hacia el lugar donde, junto con el emperador, bendecirían la tierra de la que habrían de surgir los nuevos palacios. Según lo establecido en el decreto, Transformación empezaría allí e irradiaría hacia fuera a través de la ciudad; sus vidas serían nuevas, el cielo bajo el que caminaban sería nuevo y sus espíritus serían nuevos.

Entonces, un nuevo rumor corrió entre la multitud. Un rumor que la gente, de algún modo, sabía cierto: el joven era un príncipe. ¿Cuál de ellos? ¿Uno de los hijos de la emperatriz? No, ninguno de ellos. El joven no era otro que el príncipe Jung, el anterior príncipe heredero, el hijo olvidado de la emperatriz repudiada. Imposible, decían algunas voces. ¿No llevaba muerto varios años? Muerto, no, respondían otros, sino alejado y prácticamente preso, recluido en un ala remota del palacio. Resultaba difícil de aceptar que aquél fuera el muchacho en torno al cual se había urdido, en otro tiempo, una conspiración. ¡Pero si no debía de ser más que un chiquillo cuando todo aquello había sucedido! Era evidente que, ahora, todo quedaba olvidado. ¡Qué magnanimidad la de la emperatriz Wu al traer al hijo de su rival y en otro tiempo enemigo y presentarlo junto a ella ante la multitud!

¿Acaso no enseñaba a todos, con su gesto, el sentido de la Transformación?

Aquella primavera fue excepcionalmente benigna, con cielos azules, vientos cálidos y una sensación de promesa en el aire. Los nuevos palacios crecían casi como seres vivos. Los habitantes de la ciudad convirtieron en una excursión habitual el ir a observar sus progresos. Y todos los días, no sólo el de la ceremonia, hubo comida y regalos para los asistentes. Los días inusualmente templados se hicieron muy pronto más calurosos; una mañana, al despertar, la gente se encontró con que la suave primavera había dado paso al calor rotundo y bochornoso del verano. Y aún no estaban en junio.

El calor había llegado para quedarse y se instaló sobre la Ciudad de la Transformación como una dama obesa en una silla. El humor relajado de la primavera quedó completamente olvidado y la gente se volvió irritable y descuidada. En los barrios más pobres, donde los vecinos siempre tenían que sufrir mucho más de cerca los rigores de la naturaleza y donde la proximidad constante de otros seres humanos era una causa de continuos roces, los ánimos se inflamaron, se produjeron reyertas y los alguaciles no dieron abasto. Se contaba que una mujer había arrojado una olla de sopa hirviendo a la cara de su marido antes de intentar arrojarse al río y se sabía de al menos tres «hombres santos» que deambulaban por las calles afirmando ser el Buda reencarnado, entre la rechifla y las bromas crueles de grupos de muchachos.

La obra de palacio seguía su progreso y, mediado el verano, los muros exteriores estaban levantados y su nueva y enorme silueta dominaba el horizonte. Sin embargo, el flujo de regalos y convites para el pueblo, una vez copioso, se había reducido, igual que el caudal de los muchos ríos de la ciudad. Algunos se marchaban con disgusto después de que les entregaran un puñado de pastelillos rancios; un hombre escupió en el suelo al encontrar restos de un insecto en el que acaba de morder. Pero la feracidad de los ríos era insólita, más aún si se consideraba el escaso nivel de las aguas perezosas. Los pescadores recogían en sus redes cantidades inusuales de grandes peces rojos, cuyo tamaño parecía aumentar con el transcurso del verano. Algunos comentaron que el pescado era un bocado exquisito, aunque parecía perder sabor conforme aumentaba el tamaño; algunos de los más grandes resultaban francamente desagradables. Pronto, los pescadores devolvían al agua los mayores. Pero cuando los peces empezaron a alcanzar el tamaño de un hombre, algunos fueron sacados del agua como meras curiosidades. Un tipo emprendedor empezó a despellejarlos, afirmando que había descubierto un modo de conservar la frágil piel, con la que pensaba hacer exóticas prendas de vestir para la emperatriz y convertirse en un hombre rico, famoso y distinguido.

Una mañana de finales del verano, muy temprano, un grupo numeroso de gente se congregó en las orillas del río más caudaloso de la ciudad. Todos miraban hacia el lecho, donde las escasas aguas nauseabundas formaban charcos poco profundos. Aquí y allá, diversos desperdicios —huesos, fragmentos de ollas, zapatos viejos, pedazos retorcidos de metal oxidado— yacían en el fango pestilente que ya difundía su hedor bajo el cálido sol. Pero no eran estos interesantes detritos lo que llamaba la atención. Lo que atraía la mirada de la gente era el enorme pez rojo, largo como tres hombres, que se agitaba en el último palmo de agua, abriendo y cerrando las agallas carnosas casi obscenamente y con un ojo vidrioso vuelto hacia el limpio cielo azul.

El calor se prolongó más allá de la entrada del otoño, hasta un día de principios de octubre en que los cielos se abrieron y la lluvia repiqueteó sobre los adoquines y llenó los ríos. Ese mismo día, apareció en las gacetas que circulaban por la Ciudad de la Transformación un comunicado del historiador Shu. Entre las capas populares había poca gente que supiera leer y escribir y, a lo largo del día, esos pocos instruidos se vieron obligados a releer numerosas veces en voz alta el comunicado; cuando lo hacían, la gente se arremolinaba a su alrededor, cubierta con parasoles y sombreros goteantes, y prestaba atención a las lamentables palabras al tiempo que sacudía la cabeza con gesto pesaroso y bajaba la mirada al pavimento resplandeciente. ¡Ah!, suspiraban; era un hecho triste y lamentable, pero necesario, pues se había evitado una crisis y los emperadores estaban a salvo. Gracias fueran dadas al bendito Maitreya, el emperador y la emperatriz estaban a salvo.

Comunicado del Historiador Shu.

Con Profundo y Supremo Dolor, el Emperador y la Emperatriz nos informan de que se ha Evitado Oportunamente una Catástrofe. En la Atmósfera Tolerante de la Corte, donde los Disidentes siempre han podido Decir lo que han querido, se ha descubierto una Conspiración Traidora encabezada por el Destituido Príncipe Heredero Jung; éste, impulsado por el Sentimiento de Culpa y la Cobardía, se ha Dado Muerte, ahorcándose. Esta ha sido una Prueba Especialmente Penosa para la Emperatriz, la cual, como es Sabido y Manifiesto, había Ofrecido su Amistad al anterior Príncipe Heredero. No obstante, la Emperatriz recurre a sus Abundantes Reservas de Ecuanimidad para Sobreponerse a la Pesadumbre y a la Traición. La Transformación, como podemos ver, entrañará en ocasiones Dolor, pero debemos Sobreponernos a él y Mirar Sólo Hacia el Futuro.

Así lo dicen el Emperador Kao-tsung y la Emperatriz Wu, los Dos Santos que Velan por Nuestras Vidas.