Año 662
Yangchou
—La salvación no es un asunto tan sencillo, maese Lao —dijo el abad mientras avanzaba despacio, pensativo, con una mano solícita en el codo del visitante—. No existe ninguna fórmula preestablecida, ningún ritual infalible, ninguna jaculatoria cuya repetición asegure la entrada en el paraíso. Es más bien como un conjunto de prendas de vestir. Las que a uno le sientan bien pueden resultar completamente inadecuadas para otros. Si quieres que te ayude debes abrirme tu mente y tu corazón. —Anduvo unos pasos en silencio y añadió—: Si estás dispuesto a ello…
Dejó la frase a medias al tiempo que entraban en el enorme Gran Salón.
Di recordaba la opulencia del lugar de su anterior visita, pero el brillo del oro resultaba casi cegador en esta ocasión. Los cuatro bodhisattvas seguían sentados con las piernas cruzadas en estado contemplativo, pero tras ellos la pared tenía ahora muchas hornacinas pequeñas, en cada una de las cuales se había instalado una figurilla de oro de Buda. Las otras paredes también tenían pequeños nichos, vacíos de momento, pero era evidente que el abad se proponía llenarlos.
—Estoy completamente dispuesto, vuestra gracia —respondió Di, fingiendo que apenas reparaba en el esplendor que lo rodeaba—. No habrá secretos.
Captó el leve suspiro de satisfacción del abad al escuchar sus palabras. Di estudió con curiosidad al extraño hombrecillo mientras llegaban a una puerta que el abad abrió con un gesto ampuloso. Era la misma puerta por la que el hombre había desaparecido años atrás, cuando Di había acudido al monasterio de la Nube Dorada vestido como un pobre campesino, en su búsqueda de un indio escurridizo, después de la extraña visita a la casa del asesinado ministro de Transportes. La última vez que Di había visto al abad, éste lo había dejado arrodillado ante la estatua de Kuan-yin, haciendo ofrendas a los pies indiferentes de la diosa.
Cómodamente sentado en los aposentos privados del abad, «maese Lao» aceptó el té que le ofrecía su amable anfitrión.
—De poco serviría, sin duda —decía el abad—, darte un fajo de plegarias, hacerte entonar unas palabras de sonido impresionante y despedirte. Lo cual, me temo, es precisamente lo que algunos de mis colegas estarían inclinados a hacer. Yo, no. Yo me tomo muy en serio la presencia de un hombre que viene a pedir guía espiritual de algún tipo. Mi conciencia no me permitiría tratar ningún asunto, por nimio que sea, sin volcar en él toda mi atención —aseguró mientras se servía un tazón de té, recogía las ropas en torno a sí y tomaba asiento.
Salvo, naturalmente, estuvo a punto de replicar Di, que quien acudiera a él vistiera ropas andrajosas y llevara los bolsillos vacíos, como había sucedido en su anterior encuentro.
—Eres un hombre de gran complejidad —continuó el abad con tono congraciante—. Sólo con mirarte me doy cuenta de ello. Advierto que has llevado una vida variada e interesante. Quien está sentado ante mí no es un hombre corriente.
Sí, pensó Di, eres un tipo muy astuto… un tipo que sabe que el modo más rápido de hacer que un hombre hable de sí mismo es halagarle.
—Mi vida tal vez ha sido… demasiado rica, demasiado variada —respondió con voz pesarosa.
—No dudes en contármelo todo —lo instó el abad—. Yo no he sido siempre el asceta sencillo que tienes ahora ante ti. También he vivido —añadió en tono confidencial—. Aunque percibo en ti unos grados de profundidad que alguien como yo no podría conocer jamás. Con la vida que ahora llevo, rodeado sólo de hombres, resulta posible a veces olvidar… —Se encogió de hombros—. Nunca llegué a casarme —continuó—, aunque ello no me privó de la experiencia. Sí, tuve una vida mundana. Igual que tú, sin duda. —Tras esto, levantó la vista e inquirió—: Eres un hombre casado, ¿verdad?
—¡Oh! Sí, desde luego. —Di se asombró del extraño giro que estaba tomando la conversación.
—Pero tu experiencia no se limita al matrimonio, supongo.
—No, no del todo —respondió Di con cautela.
—¿Sabes?, tengo una teoría —dijo el abad—. La vida terrenal es un océano grande y profundo en el que nadamos. En ese océano, o bien nos movemos para siempre en sus profundidades más oscuras, sin hacer caso de la luz mortecina que penetra las tinieblas desde arriba, o queremos más de esa luz y empezamos a nadar hacia ella. En este mar de la vida —continuó, bajando la voz—, nadamos más hondo y nos despreocupamos más del débil rayo de luz procedente de las alturas cuando participamos de… de la comunión de la carne. —Se humedeció los labios—. ¿Y quién puede culparnos por ello? —se apresuró a añadir—. ¿Quién puede recriminarnos? Esos momentos de dicha terrenal, ¿no son acaso una luz efímera en la oscuridad? ¿No creemos que la luz brilla de lleno en esos momentos? ¡Ah, sí! —Tomó asiento, aparentemente sumido en reflexiones—. Dime, maese Lao, ¿tú y tu esposa… o esposas…? —dirigió una mirada interrogativa a su invitado.
—Esposa —respondió Di, recordando que todos los ahogados habían tenido una sola.
—¿Y tú y tu esposa todavía sois… digamos… compatibles?
Di no sabía cómo tomar aquello. Meditó unos instantes.
—Cuando éramos jóvenes, nada podía separarnos. Pero el tiempo y la convivencia se han cobrado su precio… aunque, de vez en cuando, todavía podemos…
—¡Ah, sí, el tiempo y la convivencia! Los mayores enemigos del amor terrenal —comentó el abad—. Pero, sin duda, estarás al corriente de los diversos remedios que tiene la virtud de restaurar la pasión…
—¿Remedios? —preguntó Di, cauto.
—¡Sí, claro! Remedios de todo tipo: desde romper viejas costumbres hasta poderosos elixires para poseer una nueva mujer. —El abad hablaba con entusiasmo—. ¡Hay maneras, amigo mío! ¡Hay maneras! Yo mismo, una vez, fui proclive a, simplemente, encontrar nuevas mujeres como la mariposa vuela de flor en flor cuando ha libado su néctar.
—¡Vaya! —murmuró Di.
—Por supuesto —se apresuró a añadir el abad—, eso ocurría antes de que tomara los hábitos.
—Por supuesto —asintió el magistrado secamente.
—Las mujeres son criaturas interesantes —prosiguió su interlocutor—. Un hombre creerá que conduce a una mujer cuando, en realidad, es ella quien lo dirige a él. Estoy seguro de que comprendes a qué me refiero, ¿no? —Su expresión se hizo casi socarrona.
—Bien, podría decir que me he encontrado…
—Ella te conduce a las profundidades, amigo mío —lo interrumpió el abad con los ojos brillantes y los labios húmedos—. Te arrastra a las tinieblas. Te aparta de la luz. Pero es dulce mientras sucede, ¿no es verdad? Sí, muy dulce. Esa fue una de las razones por las que huí de la vida secular. Era susceptible, era muy impresionable. Pero no estamos aquí para hablar de mí, ¿verdad? Eres tú, amigo mío, quien merece toda mi atención.
Di aguardó, fascinado, lo que vendría a continuación.
—Eres un hombre de posibles, eso es evidente —dijo el abad—. ¿Puedo preguntar cuál es la fuente de tu prosperidad?
—Soy importador y proveedor de maderas raras —respondió Di—. Cualquier día de la semana, diez de mis barcazas como mínimo se mueven por la red de canales.
—Ah, sí —comentó el abad, pensativo—. Posees riquezas, lo cual significa que estás involucrado en el mundo y en todas las cosas mundanas. A diferencia de mí, que llevo una vida austera y ascética dedicada a la contemplación del infinito —añadió, como si no acabaran de cruzar una sala tan deslumbrante de oro que uno podía quedar virtualmente cegado por su resplandor y como si no estuvieran sentados en unos aposentos privados tan confortables y bien provistos como la casa de cualquier rico mercader.
—Es cierto —contestó—, soy rico. Pero lo que anhelo de verdad es otro tipo de riquezas.
—Entonces, tenemos que dirigir esos anhelos.
—En realidad —añadió entonces el falso comerciante—, he pensado en dejarlo todo y convertirme yo mismo en monje. Viajar a la India, tal vez, para peregrinar, estudiar y rezar.
Estudió con atención el rostro del abad para apreciar cualquier posible reacción, pero encontró poco más que disgusto.
—Muchos han optado por lo que dices, por supuesto —apuntó el abad casi con desdén—. Pero el hecho de vestir un hábito de tela áspera y derramar cenizas sobre tu cabeza no es ninguna garantía de alcanzar el paraíso. Resulta más difícil, me temo. Hay otros caminos. Te ruego que me permitas guiarte. Creo sinceramente que puedo ayudarte.
Di dejó escapar un suspiro calculado para hacer pensar al abad que «maese Lao» estaba profundamente agradecido de poder descansar su carga en otros hombros.
—Primero, permíteme una pregunta. Cuando tienes… hum, digamos… relaciones con tu esposa, ¿alcanza ella la… hum, la satisfacción completa? —Di notó que se sonrojaba abiertamente ante aquella pregunta tan personal, aunque era al ficticio señor Lao, y no a él, a quien la formulaba el abad. Contempló con creciente curiosidad el rostro de éste, que esperaba con atención su respuesta—. No te sientas avergonzado —añadió con tono tranquilizador—. Lo pregunto por muy buenas razones. Y no olvides que una vez fui…
—Sí, sí —se apresuró a decir Di—. Un hombre de mundo. Para responder a tu pregunta, debería decir que me parece que sí. Al menos, en ocasiones —concluyó, cohibido.
—¿Y no experimentas un mayor impulso de respuesta en ti, cuando eso sucede? —insistió el abad.
—Bien, quizá. Yo diría… en fin…
—Claro que sí. Claro que lo notas. Y ahí es, precisamente, adonde yo quería llegar. —Se contempló las manos con aire serio, como si se hubiera sumido en profundas meditaciones. Por fin, añadió gravemente—: Amigo mío, debemos empezar por alguna parte. Ahora que he tenido ocasión de conocerte un poco, empiezo a entrever el camino que debo ayudarte a abrir a través de la jungla de la vida terrenal. Sí, ya veo el camino —repitió y alzó la vista con una expresión de sinceridad. Después se levantó y se acercó a un estante de manuscritos. Escogió algunos, volvió a sentarse y colocó los papeles sobre la mesa con gesto de importancia—. Voy a darte unos escritos que deseo que leas y medites. Será necesario que te purifiques y te abstengas por completo de relaciones con tu esposa o, perdona mi atrevimiento, con otras mujeres durante las próximas semanas. Vuelve a verme dentro de diez días. Y debes tener cuidado de guardar en secreto los escritos, son sólo para ti. Es muy sencillo. No es demasiado pedir, ¿no crees? —dijo con voz alegre y estimulante. Posó la mano en el hombro de Di y, de pronto, adoptó una expresión grave—. Me complace que vinieras a verme. Percibo con gran intensidad que la misericordiosa Kuan-yin ha guiado tus pasos hasta mi humilde puerta. Y en el momento más oportuno. —Con estas últimas palabras, la mano en el hombro de Di ejerció una sutil presión, como si el abad intentara trasmitir el sentido de sus misteriosas palabras—. Además, presiento que vamos a ser grandes amigos.
En la intimidad del carruaje chirriante, Di se permitió por fin relajar la expresión que había utilizado como máscara durante la visita al abad. Tenía la molesta sensación de haber perdido, posiblemente, gran cantidad de tiempo y de esfuerzo. Había sido una experiencia grotesca, por decir poco, dejar que el extraño hombrecillo sondeara con tanta habilidad e insistencia los detalles de su vida íntima. Di, ciertamente, no estaba acostumbrado a hablar de tales asuntos con cualquiera, y responder a las preguntas del hombre, incluso en su papel del comerciante Lao, le había provocado tensión y apuro.
Observó el puñado de papeles que tenía en la mano, descorrió la cortina de la ventanilla para dejar entrar los últimos rayos de sol de la tarde y leyó como pudo, sacudido por el vehículo.
Resultó ser la historia de un joven príncipe de insólita nobleza al que su padre, un gran rey, adoraba profundamente. Un santón había anunciado al rey el destino del joven: liberar del dolor a la tierra y rescatar a las criaturas sufrientes del océano de pesar que es la vida. La narración mostraba con mucho detalle la vida protegida y feliz del joven en su infancia y adolescencia y cómo su presencia en el reino hacía que la prosperidad y la fortuna crecieran por doquier. El propio rey se convirtió en parangón de bondad y virtud, indultó a criminales condenados a muerte y reformó sus naturalezas, dejó a un lado las armas para practicar la serenidad perfecta, se despojó de todas las pasiones que significaban corrupción, evitó dañar a los seres vivientes, etcétera.
Entonces, un buen día, el joven príncipe decidió que era tiempo de conocer los magníficos bosques que rodeaban el reino.
El rey, al oír que su hijo deseaba llevar a cabo tal excursión, hizo los debidos preparativos, entre los cuales estaba apartar del camino a cualquier «persona achacosa»; el rey no quería que ninguna visión perturbadora estropeara la salida del príncipe, y así, «con gran delicadeza», alejó a los enfermos, a los decrépitos, a los lisiados, a los «mendigos escuálidos» y demás, de modo que el camino fuera sereno y hermoso para los tiernos ojos del príncipe. Pero los dioses, al parecer, tenían otros planes.
Di leyó con interés cómo habían colocado a un anciano encorvado y canoso junto al camino para que el príncipe lo viera; así fue como el pasmado joven conoció el fenómeno del envejecimiento. Después, los dioses colocaron ante su vista un hombre enfermo y tembloroso y, por último, un muerto. Así fue como el joven conoció la vejez, la enfermedad y la muerte, junto a la desagradable realidad de que todas las criaturas estaban sujetas a tales aflicciones. Su reacción al conocer el destino inevitable que aguardaba a todos los seres vivos fue de profunda agitación, «como el de un toro que ha oído la descarga de un rayo cerca de él». ¿Qué persona racional que conozca la existencia de la vejez, la enfermedad y la muerte puede caminar o sentarse como si tal cosa, o dormir, o mucho menos reír?, se preguntó el príncipe, desconcertado.
Una pregunta excelente, que él mismo se había hecho más de una vez, tuvo que reconocer Di. Alzó los ojos brevemente hacia el paisaje que se deslizaba tras la ventana antes de reanudar la lectura.
El príncipe, en un estado de ánimo sombrío y preocupado, llegó por último a un claro del bosque donde lo aguardaba un grupo de hermosas mujeres que trataron de seducirlo con todas sus artes. Seguían unas profusas descripciones de sus «pechos abundantes», sus «caderas cubiertas de finas gasas», sus «bocas rojas de aroma embriagador» y sus «ojos como lotos». Las mujeres se las ingeniaban para «tropezar suavemente» con él, para rozarlo con sus pechos en sus intentos de ceñirlo con guirnaldas de flores al tiempo que lo «castigaban» con palabras como «el gancho de un conductor de elefantes, suave pero reprobador».
Todo fue inútil; el príncipe, que acababa de conocer la vejez, la enfermedad y la muerte, no estaba de humor para aquella frivolidad. Alejándose de allí, regresó a palacio con ánimo abatido e informó a su padre, el rey, de que deseaba olvidarlo todo y seguir el camino religioso que pudiera liberarlo del ciclo de la vida y de la muerte. El padre, naturalmente, trató de detener a su amadísimo hijo confinándolo en palacio. Pero una noche los dioses decidieron intervenir e hicieron que todos cuantos rodeaban al príncipe, incluso las mujeres del harén, cayeran en un profundo sueño. Durante un rato, el príncipe deambuló por el palacio y contempló a las durmientes en su estado inconsciente, descuidadas, con los brazos y las piernas extendidas sin gracia aquí y allá, la boca abierta, roncando. Y pensó que las estaba viendo como eran de verdad. Y no experimentó otra cosa que desprecio, disgusto y lástima, hasta el extremo de que se sintió impulsado a hacer una declaración antes de montar a caballo y marcharse para siempre del palacio de su padre a través de unas puertas que le abrieron los propios dioses: «Tal es la naturaleza de las mujeres, impuras y monstruosas en el mundo de los seres vivos; engañado por sus ropas y ornamentos, el hombre se rinde embelesado a los encantos de la mujer. Si ese hombre fuera capaz de reflexionar sobre el estado natural de las mujeres y el cambio producido en ellas por el sueño, seguro que no alimentaría su insensatez; pero el hombre seducido está privado de su voluntad y, así, sucumbe a la pasión».
La luz se debilitaba. Di dejó el manuscrito y cerró la cortina. Era muy extraño, realmente. La sensación de incomodidad que le había dejado la sensualidad apenas enmascarada del abad aún lo afectaba. Se sentía ligeramente sucio al recordar las preguntas embarazosas, la insistencia en saber, la visión de los labios húmedos y los ojos brillantes del hombrecillo. Definitivamente odioso, pensó Di. Dudaba mucho de que el abad leyera escritos como el que había entregado a «maese Lao» con el espíritu distanciado del asceta estudioso y célibe.
Se acercaron a las puertas de la ciudad cuando caía el crepúsculo. Di estaba cansado del viaje y del esfuerzo por mantener su falsa identidad durante tantas horas y se preguntó con creciente disgusto si no habría perdido el tiempo y las energías para no descubrir otra cosa que a un viejo clérigo corrompido que se revolcaba en su lujuria alimentada por el aislamiento y la privación. Imaginó la biblioteca personal de escrituras sagradas del abad, con ciertas páginas marcadas y gastadas. No le costaba representarse mentalmente al hombre tras las puertas cerradas de sus aposentos, leyendo y releyendo las historias de jardines con mujeres de senos abundantes cuyas ropas se deslizaban de los hombros, o de harenes donde yacían dormidas, inconscientes e indefensas, y utilizando esos episodios como fuente de inspiración con fines muy distintos de aquellos para los que habían sido escritos.
—No es que considere a las mujeres responsables de su condición —dijo el abad—. Cielos, no. ¿Puede alguien considerar responsable a un animal por no hablar, a una roca por no moverse? Claro que no. Los animales, como las mujeres, son lo que son, sencillamente.
Habían pasado diez días y «maese Lao» estaba sentado de nuevo en el estudio del abad con un cuenco de té en la mano. El tema aquel día era la pobreza de todas las cosas terrenales en comparación con lo que aguardaba en el paraíso. Mujeres, en particular. El abad estaba en buena forma, locuaz y elocuente, y mezclaba lo que sin duda eran sus propias fantasías y obsesiones con sus interpretaciones personales de las sagradas escrituras.
—Pobres criaturas, es casi como si tuvieran un conocimiento instintivo de que, si le dan una oportunidad, el hombre justo se apartará espontáneamente de ellas en lugar de aproximarse. Es como si fueran conscientes de la existencia de sus contrafiguras del paraíso, las apsaras celestiales, a cuyo lado la mujer terrenal más hermosa es como una piedra vulgar junto a una perla. ¡Oh, no! Ellas no quieren que veas esas perlas, maese Lao, no quieren que adviertas la magnitud de sus imperfecciones. Dime, ¿has seguido mi indicación? ¿Te has abstenido de relaciones con tu esposa?
—Sí, Vuestra Gracia —respondió Di.
—¿Y cómo… reaccionó tu esposa?
—Creo que ha sido más difícil para mí que para ella. Vuestra Gracia. Me temo que, cuanto más estudiaba los escritos que me dio, más… interesado me sentía.
La expresión del abad fue radiante cuando oyó eso, aunque adoptó un tono admonitorio en sus siguientes palabras.
—Bien, desde luego no era ése mi propósito cuando te los di. Disciplinarte es cosa tuya. Confío en que, al menos, no se te haya escapado la lección que encierran esas escrituras.
—Desde luego que no. Vuestra Gracia —contestó Di—. La he entendido perfectamente. Es sólo que las descripciones de las mujeres eran tan…
—Deliciosas. Embrujadoras. Lo sé… —El abad se pasó la lengua por los labios de una manera que a Di empezaba a hacérsele irritantemente familiar—. Ahí quería ir a parar. ¡Se trata sólo del modo magistral en que están redactados esos textos sagrados! E, igual que has encontrado hermosas a las mujeres de esos relatos, ¿no te han causado la misma repulsión al leer el episodio en que el príncipe las encuentra dormidas y en posturas desgarbadas? ¿No has ido a ver a tu esposa mientras dormía y te ha causado la misma impresión?
—Bueno… —balbuceó Di, a quien la pregunta había pillado desprevenido. No pudo sino responder sinceramente en esta ocasión—: En realidad, la visión de una mujer dormida siempre me ha resultado bastante conmovedora.
—¡Ah, amigo mío, te queda un largo camino que recorrer! —El abad movió la cabeza, compasivo—. Me alegro de que hayas venido a mí. Hacerte sentir compasión por su desvalimiento es parte de la negatividad natural de una mujer. Es muy parecido a la atracción de los objetos mundanos, los lujos y placeres materiales. Todos tienen por propósito distraerte del mundo real que te aguarda. Imagina el día más espléndido, el más soleado y radiante que hayas visto nunca, las sedas más resplandecientes, la música más armoniosa, la comida más sabrosa, la mujer más bella que hayan visto nunca tus ojos, y a ti en medio de todo ello, en el cenit de tu juventud y vigor. Y piensa ahora que comparado con un día cualquiera en el paraíso, parecerías un viejo decrépito, un patético jorobado vestido con harapos y plantado bajo un cielo amarillento, lóbrego y desagradable, escuchando el chillido de los buitres mientras el hedor a putrefacción satura tu olfato. ¡Y la mujer sería una bruja espantosa, llena de piojos y de pústulas en los labios! ¡Así de hermoso es el paraíso, amigo mío!
Di estaba impresionado con la vivida descripción del abad, que le habría resultado divertida en otras circunstancias, pero empezaba a impacientarse. La perilla falsa empezaba a escocerle, los músculos de la cara le dolían de mantener la expresión de «Lao» y el trayecto hasta el monasterio se le hacía largo. Antes de dedicar más tiempo a aquel hombre, quería saber si estaba realmente tras la buena pista; tendría que hacer un esfuerzo por conducir la conversación en alguna dirección útil, enseguida. Creyó ver un modo.
—No me importaría si es hermoso o no. Vuestra Gracia, si allí pudiera volver a ver a mi hijo —comentó con aire apenado.
—¡Oh! Lo siento. —El abad empleó de nuevo aquel tono compasivo—. ¿Has perdido un hijo?
—Hace ya mucho tiempo. Era apenas un niño. Pero no me he recuperado nunca de esa pérdida.
—Comprendo que es doloroso —apuntó el abad—. Pero, sin duda, otros hijos te han ayudado a mitigar el dolor…
—No tengo más hijos. Ese era el único.
El abad escuchó esto y se sentó a rumiar un momento antes de hablar. Luego, apuntó:
—En cierto modo, eres afortunado. Tener descendencia es estar atado a este mundo. Y la cuerda es muy fuerte. Tengo la convicción de que la descendencia puede atarlo a uno al ciclo del eterno renacimiento. Lo tiene a uno involucrado en la vida terrenal, atento a ella. Cuando uno tiene hijos, está preocupado por ellos constantemente: por su salud, por su bienestar, por su futuro. —Tenía mucha razón, pensó Di mientras observaba al hombre—. De modo que quizá, si me perdonas por decirlo, la temprana desaparición de tu hijo podría ser tomada como una bendición. Al menos, para alguien como tú, un sincero aspirante al paraíso.
—¿Pero volveré a verlo?
—Es posible, es posible… —dijo el abad como si entonara un sutra—. Hay varias escuelas de pensamiento sobre este tema. Yo, personalmente, me inclino a creer que lo encontrarás. Es posible que bajo una forma distinta. En el paraíso, existimos en nuestra esencia más pura, más idealizada y evolucionada; no como los seres imperfectos que somos ahora. ¡Ten en cuenta que, en otra reencarnación, tú puedes haber sido el hijo y él, el padre!
Aquello le sonó a Di como una simple evasiva arrogante, pero su papel de acongojado «maese Lao» le exigió una mueca de piedad esperanzada.
—¿Tu esposa aún puede dar a luz? —preguntó entonces el abad, sorprendiendo de nuevo a Di. Desde luego, uno nunca podía predecir qué haría el otro en el momento siguiente.
—Bien… —titubeó—. Sí. Yo diría que sí.
—Razón de más para practicar la abstinencia, amigo mío. El círculo interminable de nacimiento y renacimiento; piensa en ello: ¡todo es a causa de las mujeres! Atraen al hombre a su espacio negativo, a su… su imperfección, ¿y cuál es el resultado? ¡Un nacimiento! ¡Otra alma devuelta al mundo para vivir, sufrir y morir! Es la naturaleza de la mujer. Es dulce, es encantadora, ¡pero es como la fosa excavada para atrapar al león! ¡Un hoyo oscuro y peligroso en el que un hombre puede caer sin darse cuenta! Y todo para atarte a este mundo. ¡Ten cuidado, amigo mío! —Movió la cabeza a un lado y a otro—. Este sería un momento verdaderamente pésimo para que te comprometieras aún más. No consideres imposible que una mujer sepa, en un plano intuitivo, que andas en busca de la Verdad e intente impedirlo. No es que vaya a hacerlo de forma premeditada, o tan sólo consciente. No, no. Y lo hará con la mejor de las intenciones. Sucede, simplemente, que está en su naturaleza poner impedimentos a un hombre, igual que está en la del cocodrilo devorar las cosas con un chasquido de sus mandíbulas, o en la del mono chillar y columpiarse de rama en rama. —El abad sacudió la cabeza con desconsuelo durante unos segundos y contempló a su visitante antes de ponerse en pie con un gesto que indicó a Di que la visita había concluido—. Voy a darte más material de estudio. —Sacó un fajo de papeles de un escritorio y los colocó sobre la mesa. Después, con la mano apoyada reverentemente sobre ellos, comentó—: Creo que estás haciendo excelentes progresos. Lo creo de veras. Muy de vez en cuando, llega alguien que, aunque aparentemente me busca para que lo instruya, revela ser el verdadero maestro, y yo el alumno.
Allí de pie, con la mano aún apoyada en los papeles como si tocara una reliquia del propio Buda, cerró los ojos con aire meditativo y las ventanas de su nariz vibraron cuando llenó los pulmones con una profunda inspiración y, acto seguido, expulsó el aire rítmicamente por entre los labios con un sonido siseante, como un yogui que llevara a cabo sus prácticas respiratorias. Di contempló la escena, absolutamente fascinado con la actuación del hombre.
Esta vez Di había salido del monasterio más tarde que en la visita anterior y ya estaba demasiado oscuro para leer en el carruaje. Una vez en casa, y después de quitarse los pelos de la barba del señor Lao, volvió a ocuparse de los papeles del abad. Era la continuación de la misma historia, la del príncipe.
Después de marcharse a los bosques, abandonando familia, amigos y reino, el príncipe conservaba todavía a su fiel sirviente, que lo había acompañado con la vana idea de convencerlo de que retrasara la partida. ¿Con qué objeto, respondió el príncipe a su criado, si el destino de todas las criaturas es partir finalmente, de todos modos? Animoso, el sirviente intentó apelar a las emociones del príncipe y a su sentido del deber y le recordó que su padre, el viejo rey, sin duda moriría de pesar, y le habló también de su madre, que con dolor le había dado vida, y de su joven y bella esposa y su hijo pequeño, que anhelaban su retorno. Pero la decisión del príncipe era irrevocable. Ser amigo, amante, marido, esposa, madre, padre, hermana o hermano, dijo el joven a su lloroso criado, significaba estar destinado inevitablemente a sufrir la separación y la pena; ¿de qué servía, entonces, retrasar lo inevitable? Con estas palabras, se despojó de sus ropas principescas, se cortó el cabello con la espada, se envolvió en una sencilla túnica de tela áspera y se internó más en los bosques sin mirar atrás, abandonando al criado y a su fiel caballo, ambos visiblemente compungidos. Di no pudo por menos que sonreír ante la idea de que un caballo llorase por su amo; estaba seguro de que la mayoría de las cabalgaduras se sentiría muy feliz de librarse de sus dueños humanos.
Al pobre criado, entretanto, le tocó volver a palacio sin el joven noble y soportar el peso del dolor abrumador de todo el mundo, desde el pueblo llano hasta el propio rey. Los padres del príncipe se lamentaron terriblemente, por supuesto, entre sollozos y gemidos, pero la más afectada era la joven y hermosa esposa del príncipe. ¿Por qué me ha abandonado?, imploraba. ¿Por qué no me ha llevado al bosque con él, como los antiguos sabios se llevaban a sus esposas? ¿Acaso espera gozar de los encantos de las ninfas de los cielos en lugar de los de quien lo ama?
Di se frotó los ojos cansados. El relato llegaba hasta allí. Aquello era lo que el abad quería que «Lao» leyera y estudiara.
El magistrado no estaba nada seguro de querer volver al monasterio para una tercera visita. Había escogido el lugar por razones que le parecieron bien fundadas, pero en aquel momento albergaba ciertas dudas de que fuera a descubrir algo más que el grado de lascivia del abad. Sus preguntas eran cada vez más personales y, en opinión de Di, irrelevantes.
Repasó el razonamiento que lo había conducido al monasterio de la Nube Dorada. En su primer encuentro con el abad, años atrás, la ambigüedad complaciente de aquel hombre le había producido una profunda impresión. Aquello, por sí solo, había sido un buen motivo para atraer a Di. Pero no el más importante. Las consideraciones sociales eran notoriamente rígidas en la ciudad; habría resultado extraño que un hombre de la acaudalada clase de los comerciantes, por opulento que fuese, tuviera contacto, por ejemplo, con el abad de un templo que acogiera a la clase funcionarial y, con toda certeza, no se acercaría nunca a un templo que estuviera abierto a los campesinos. No; el de la Nube Dorada era, decididamente, el que habrían frecuentado los hombres de la clase y la posición de los comerciantes ahogados.
Por supuesto, había otras posibilidades: un abad solitario o alguna suerte de santón, un heterodoxo sin vinculación con ningún templo en concreto. Era improbable, pero no imposible.
Si los difuntos habían acudido al monasterio, no lo habían hecho en sus carruajes y con sus propios criados; Di había llegado a tal conclusión después de interrogar a los criados de cada una de las casas. Probablemente, habían utilizado otros medios de transportes para mantener la discreción. Pero tal vez estuviera completamente confundido, tal vez los muertos no habían estado nunca allí y no habían tenido la menor relación con el monasterio de la Nube Dorada.
Una visita más, se dijo. Haría un postrer intento, se sometería por última vez al embarazoso interrogatorio y a los extravagantes desvaríos sexuales del abad. Si no aparecía algo sustancial con lo que pudiera trabajar, volvería su atención en otra dirección. Sólo había una cosa de la que estaba seguro aquella noche, mientras recogía los papeles, y era que sabía todo lo que le interesaba saber acerca de las peculiaridades del abad del monasterio.
Transcurría la última hora de la mañana y Di estaba pensando en dejar el despacho judicial y tomarse libre el resto del día. Sencillamente, hacía un tiempo tan espléndido que afectaba su concentración. El hermoso cielo azul del exterior lo distraía de las arduas y deprimentes tareas que tenía delante. Evocó los aromas tentadores de los tenderetes de comida y el alegre caos de la plaza del mercado y sintió el impulso de pasar la tarde deambulando por las calles para ver el bullicio. El trabajo matinal había resultado rutinario y sin importancia: una cuestión de impuestos, una querella civil, un caso de hurto de pequeña cuantía. Seguro que en el resto del día no iba a suceder nada que sus ayudantes no pudieran resolver.
Se asomó a la ventana y aspiró el aire. La decisión estaba tomada. Volvió al escritorio, ordenó los papeles que había estado leyendo, formó con ellos un bloque, los ató con un cordel y se dispuso a llevárselos con él. No había ninguna razón por la que tuviera que seguir sentado allí.
Empezaba a abrir la puerta del despacho para llamar a su ayudante cuando escuchó el llanto irritado de un niño de pecho y una voz de mujer que intentaba acallarlo.
La primera intención de Di fue retroceder y ocultarse en el despacho; titubeó unos instantes… y enseguida fue demasiado tarde. Lo habían visto. Una pobre familia campesina, el marido, la mujer y un niño pequeño, ocupaba un banco en la antesala. El hombre y la mujer habían levantado la vista al entreabrirse la puerta. La mujer se puso en pie de un salto y corrió hacia Di con una sonrisa y sosteniendo al pequeño como una ofrenda.
—Deseamos venderte esta niña —dijo—. Nos han dicho que tú la comprarías.
Di se quedó paralizado, con una mano en la puerta. La mujer sostuvo a la pequeña, de aproximadamente un año, frente al rostro del magistrado para que pudiera estudiarla. La niña, limpísima y con sus mejores galas, se agitó ante él.
—¿Y quién, si puedo preguntarlo, te ha insinuado algo así? —preguntó a la ansiosa mujer.
—Un hombre de nuestro pueblo —contestó ella con una sonrisa—. Nos dijo que una vez, hace muchos años, le pagaste sus impuestos.
«Maese Lao» y el abad paseaban con aire meditabundo por los terrenos del monasterio de la Nube Dorada, magníficamente cuidados. Afortunadamente, el abad parecía conducir la conversación por derroteros bastante diferentes a los de las visitas anteriores. A Di no le resultaba tan embarazoso hablar de los placeres y peligros de la riqueza como de la intimidad sexual.
—Que el príncipe del relato fuera un hombre de alta cuna, de gran riqueza y de elevada posición no es un detalle anecdótico —explicó el abad—. Es muy importante que entendamos a fondo este punto. Permíteme una pregunta, amigo mío. ¿Qué es lo primero que hace un buscador de la Verdad, si es sincero?
—¿Renunciar a las cosas materiales, a las cosas del mundo? —apuntó Di, no muy seguro.
—¡Exacto! —exclamó su interlocutor con entusiasmo—. Se despoja de sus ropas finas, se rasura la cabeza y duerme sobre el duro suelo. Pero no sólo quiero recalcarte la importancia del desapego del mundo; hay otra cosa mucho más sutil que quiero hacerte ver.
Habían atravesado los senderos del jardín y se encaminaron hacia el invernáculo abrigado que rodeaba el edificio principal del monasterio. Di captó débilmente el canturreo de los monjes en oración. El abad aflojó el paso mientras hablaba; de vez en cuando, se detenía por completo mientras insistía en esto o aquello, para reanudar enseguida el paseo. Di dejó toda la iniciativa a su acompañante, se detenía y reanudaba la marcha cuando el abad lo hacía. El religioso se detuvo en un claro, bajo un árbol, con los ojillos brillantes y moldeando el aire con sus manos mientras hablaba.
—La beatitud y la riqueza del príncipe tienen una profunda significación. La suya era la riqueza terrenal última, y renunció a ella. La riqueza, amigo mío, es una verdadera bendición, ¿sabes por qué? —preguntó, y reemprendió el paseo.
—Bien —aventuró Di—, hace más cómoda la vida.
—Es cierto. Pero, más allá de eso, estoy hablando de una bendición espiritual. La riqueza es una bendición espiritual. Probablemente, te parecerá una contradicción, ¿verdad?
—No lo sé, Vuestra Gracia, pero estoy muy atento a cuanto tengáis que decir —contestó Di y, ciertamente, así era.
—Sólo es una contradicción si uno permite que se le escape el verdadero significado de la riqueza. —El abad hizo un nuevo alto y volvió el rostro a su visitante. Cuando pronunció las siguientes palabras, les dio un marcado énfasis—. La riqueza que acumula una persona en su vida, o con la que nace, es una indicación de sus méritos. Es la manifestación terrenal de la riqueza y del valor de su espíritu. No es un mero accidente, amigo mío. Y no es algo de lo que avergonzarse. Hay quien te dirá que la riqueza es un obstáculo para la verdadera liberación espiritual, pero eso sólo es cierto si conviertes esa riqueza en un fin y no en un medio; es decir, si no sabes reconocer la simple verdad de que tu ropa, tu casa y tus posesiones son una medida de la grandeza de tu alma. Considéralo de esta manera: tu riqueza —apuntó mientras reemprendía la marcha— es un huevo espléndido del que un día eclosionarás.
Su paseo los había acercado al templo y las voces de los monjes llegaban claramente a la arboleda en que se hallaban. La serenidad de los jardines y el cántico ronco se fundían de la manera más deliciosa; Di se preguntó en qué medida su llegada a aquel lugar en ese preciso momento y en aquel punto de su discurso no respondía a un astuto plan del abad. Durante unos instantes, permanecieron en silencio. Di parecía sondear las profundidades del abad mientras éste contemplaba el suelo, pensativo.
—Tengo algo muy curioso que contarte —murmuró por fin el monje, con tono divertido—. No sabía si con ello te molestaría pero después de meditar y de darle muchas vueltas al asunto he llegado a la conclusión de que tienes que saberlo. Como mínimo, lo encontrarás interesante. Acompáñame.
Con una sonrisa, lo condujo al interior del templo. Entraron en silencio a la sala de plegarias en la que se hallaban los monjes, los cuales, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, entonaban con los ojos cerrados la salmodia que ya le resultaba familiar a Di.
—¿Ves al monje de la cuarta fila, el séptimo por la derecha? —susurró el abad. Di contó y vio a un joven corriente, con la cabeza afeitada como todos los demás, que se mecía ligeramente mientras entonaba la plegaria—. Casualmente, te vio en tu última visita. Unos días después, vino a verme y me confió que te había reconocido.
Di alzó la vista bruscamente, aunque mantuvo serena la expresión. ¿Lo había reconocido?
—Por sus sueños —continuó su cuchicheo el abad—. Verás, ese joven es huérfano. No conoció a sus padres. Pero durante años ha visto con frecuencia en sus sueños a un hombre que fue su padre en una encarnación anterior; su verdadero padre, dijo, el que fue bueno con él y no lo abandonó como el de esta vida. El joven no había dado nunca demasiada importancia a esos sueños. Los consideraba un mero artificio de su mente para darle consuelo. Hasta que te vio —añadió significativamente.
—¿A mí? —preguntó Di, desconcertado durante unos instantes.
—A ti. Me contó que te reconocía como ese padre de otra vida. —El abad se encogió de hombros—. Tal vez te gustaría conocerlo.
Di miró al abad. Casi no podía contener una radiante sonrisa de gratitud, pues en aquel momento cualquier duda que albergara acerca de si volvería o no al monasterio tras aquella visita —dudas que había mantenido hasta aquel mismo instante— se desvaneció con la misma rapidez que desaparece la arena del alféizar cuando cambia el viento.
—Sí —respondió—. Me gustaría mucho conocerlo.
Di releyó los textos del abad con gran cuidado y atención antes de pasar al nuevo material que le había entregado en la última visita. Tenía a mano el pincel y la tinta para copiar los párrafos interesantes. Todo el mundo se había acostado y la casa estaba en completa calma.
Mojó el pincel y copió un único párrafo:
Si la muerte es un atributo característico desde el momento de abandonar el útero, ¿por qué llamas inoportuna mi partida a la espesura? Me adentraría en el fuego o en las aguas más profundas, pero no entraría en mi casa sin haber llevado a cabo mi propósito.
La estancia a la que el abad condujo a Di estaba a oscuras y un intenso aroma a maderas perfumadas impregnaba la atmósfera. Mientras esperaba a que el abad encendiera una lámpara, Di permaneció en la negrura inhalando el agradable aroma, que le evocaba el estudio de su abuelo en la casa de éste, mucho tiempo atrás.
—Eres muy paciente —dijo el abad mientras rascaba repetidas veces un pedernal—. No tengo intención de mantenerte en las sombras eternamente.
Tras varios intentos más, la lámpara cobró vida con un fogonazo. A Di le llevó unos instantes acomodar los ojos a la luz. Durante un momento, tuvo la impresión de haber sido transportado al despacho del asesinado ministro de Transportes, donde se había quedado maravillado en la penumbra. Las cuatro paredes, desde la altura del hombro hacia arriba, estaban cubiertas por un friso continuo: mujeres, hombres y animales entrelazados en toda clase de abrazos imaginables; voluptuosas apsaras rodeaban con sus piernas a hombres de pecho extraordinariamente ancho, apretando sus senos contra ellos y abrazándolos con la cabeza inclinada hacia atrás en gesto de absoluta sumisión, o de pie con las caderas ladeadas lascivamente en una postura de abierta sensualidad. La sala tenía dos veces el tamaño del despacho del ministro de Transportes y estaba poblada de mesas, estantes y altares abarrotados de lingams y estatuas indias exóticas. Hasta el último rincón estaba ocupado: aquí, una apsaras adelantaba los pechos con una mueca en los labios; allá, una legión de lingams apuntaba rígidamente al cielo. La evocación del estudio de su abuelo que acababa de experimentar en la oscuridad se desvaneció como un sueño.
El abad se incorporó con una sonrisa orgullosa y observó a su invitado mientras sostenía la lámpara, consciente sin duda del efecto que producían las sombras oscilantes.
—Mi sala de meditación privada —declaró.
Di se volvió y sonrió al abad; en aquel momento, su gratitud no conocía límites.
—Qué magníficas obras de arte. —Di paseó de nuevo la mirada por la estancia, despacio, con aire valorador—. Decidme, Vuestra Gracia —preguntó a continuación—, ¿sería posible adquirir alguna de ellas?
El abad apretó los labios un instante antes de responder, como si se le acabara de ocurrir una idea absolutamente novedosa.
—A cualquier otro, le diría que no —dijo el hombrecillo, obsequioso—. Pero contigo haré una excepción. Al fin y al cabo, ahora eres prácticamente un miembro de mi familia.
Di lo miró con las cejas enarcadas.
—No pensaba decírtelo hasta más adelante. ¿Recuerdas al joven monje que te presenté en tu visita anterior? Quedó muy emocionado con la reunión y me ha dicho que desea ser tu hijo. Estaría muy honrado si lo adoptaras —añadió con otra sonrisa.
En adelante, todas sus reuniones tuvieron lugar en la «sala de meditación» del abad, y siempre a la luz de una única lámpara que provocaba aquellas sombras hipnóticas y conmovedoras. Y el abad empezó a ofrecer vino a su invitado. Un vino exquisito, de su bodega privada. En ningún momento permitía que la copa de maese Lao quedara vacía. Ahora, al abad gustaba de leer en voz alta. Tenía una entonación excelente y siempre parecía como si estuviera descubriendo el texto que recitaba.
A Di, muchas de las historias le resultaron familiares. Al abad le gustaba sobre todo leer largos párrafos de las descripciones de la Sukhavati, la Tierra de la Felicidad, el paraíso engalanado de joyas que había sido el tema predilecto del pobre Ojos de Diamante, el cual había desaparecido de Yangchou tras sus disculpas forzadas y al que nadie había vuelto a ver. Di había pensado en él más de una vez en los últimos tiempos; comparado con aquel abad. Ojos de Diamante parecía poco más que un pequeño empresario inofensivo.
El hombrecillo releyó la historia del príncipe, con gran dramatismo y con una sorprendente variedad de registros, dando una voz distinta a cada personaje. Primero fue un viejo rey que lamentaba la pérdida de su hijo; después, una joven esposa que suspiraba y sollozaba porque su marido la había dejado para no regresar, sin duda con la esperanza de gozar de las ninfas celestiales en lugar de su pobre carne mortal. Terminó el relato cuando el príncipe, completamente resuelto a llevar a cabo su propósito, cruzaba las «olas veloces» del río Ganges. Y leyó, con todos sus minuciosos detalles, unos antiguos escritos religiosos que describían la belleza y las sublimes habilidades de las apsaras sedientas de amor que aguardaban a los muertos virtuosos en el paraíso. Y Di permaneció sentado sorbiendo su vino y escuchando la voz del abad. Contemplaba las sombras que acariciaban las esculturas del templo y recordaba su fascinación en la penumbra del despacho del ministro de Transportes, junto al canal, y después en su propio despacho. Así estuvo hasta que el crujido de un tablón del suelo a su espalda le sacó de sus pensamientos. Entonces empezó a darse cuenta del poder del hechizo que el abad ponía en práctica y que, sin duda, había utilizado ya en otras ocasiones.
—Hoy voy a pedirte que te pongas a prueba —dijo el abad a «maese Lao» al inicio de su séptima visita. Estaban sentados en la sala de meditación, pero esta vez las manos del monje no sostenían un fajo de textos, sino que estaban apoyadas tranquilamente en las mangas de su túnica mientras hablaba con un tono de serena determinación—. No tengo ninguna duda de que ya entiendes la importancia de apartarte de las ataduras terrenales. Con el ejemplo del príncipe y su determinación inconmovible, incluso ante las súplicas de su propia familia, estoy seguro de que has captado la magnitud del sacrificio que se exige del verdadero buscador de la verdad.
Di asintió con aire pensativo. Estoy empezando a captar la magnitud del sacrificio que tú exiges, se dijo mientras observaba el rostro severo del abad.
—Hoy no habrá lectura. Esta vez, quiero que escribas algo. Quiero que te pongas en el lugar del príncipe que se retiró a los bosques. —Hizo una pausa, cerró los ojos e hizo varias respiraciones como un yogui—. Ya sé qué te estás preguntando: si te pediré que tú también te adentres físicamente en el bosque, como él. No, amigo mío. Lo que haré será iniciarte en los sacrificios simbólicamente. Quiero que empieces a acostumbrarte a estos conceptos. Se trata sólo de un ejercicio, una experiencia aleccionadora para un hombre de mundo como tú. Te internarás en la jungla, ¡pero en la de tu mente! —declaró, señalándose la cabeza con énfasis—. Continuarás tu vida habitual pero, por dentro, estarás apartado de ella en aspectos fundamentales. Este, amigo mío, será tu primer paso.
El abad empujó una bandeja de escribir y un pincel hacia su invitado.
—Escribe una nota en la que declares en términos concisos e inequívocos que renuncias a las trampas de esta existencia. Y piensa: ¿cuáles son las dos cosas que te atan al mundo, que te mantienen aquí? Las mujeres y las riquezas, amigo mío. Debes renunciar a ambas. Pero recuerda: esto debe ser tu secreto, el tesoro que lleves dentro de ti en todo instante, incluso cuando estás sentado con tu esposa o cuando realizas tus negocios. Será una contradicción gloriosa, una paradoja interior que actuará como el grano de arena dentro de la ostra, que con el tiempo da lugar a una bella perla.
Di, obediente, tomó el pincel de escribir y alisó una hoja de papel ante sí.
—Una cosa más. No debes redactar esa nota con el sentimiento de compensar a tu familia dejándole tus riquezas. La separación debe ser total. Recuerda, tu riqueza también es tu tesoro espiritual. No debes dejar jamás tal tesoro a una mujer.
—Pero, Vuestra Gracia… —preguntó Di con toda la ingenuidad de que fue capaz—, ¿qué habría de hacer con mi fortuna si fuera a retirarme al bosque? Hipotéticamente hablando, por supuesto.
El abad sonrió por primera vez en toda la visita.
—Bien, quizá deberías legarla a tu nueva familia espiritual —fue su respuesta, con un encogimiento de hombros—. A tu hijo adoptivo, por ejemplo.
—Vuestra Gracia —comentó Di mientras caminaban bajo el crepúsculo hacia el carruaje que lo esperaba—, tengo una cosa en la cabeza que desearía tratar con vos.
—Por supuesto —respondió el abad con tono amable—. Lo que sea.
—Bien —murmuró el falso señor Lao, escogiendo las palabras con infinito cuidado—, parece que teníais mucha razón acerca de la propensión innata de la mujer a poner obstáculos. Me habíais advertido, pero reconozco que en esa ocasión no di mucho crédito a vuestras palabras.
—¿Sí? —murmuró el abad, con visible interés.
—Últimamente, mi esposa está hablando con bastante nostalgia acerca de tener hijos.
El abad hizo unos rápidos chasquidos con la lengua.
—¿Qué te dije? Seguro que ha percibido tu búsqueda espiritual. La huele, incluso sin saber nada de ella conscientemente. Ten cuidado, amigo mío —dijo, sacudiendo la cabeza—. Mucho cuidado. Ya sabes a qué me refiero.
—Sí, desde luego que lo sé —replicó Di—. Pero tengo una idea que creo que podría ser excelente. Por supuesto, sólo es una idea. Nunca la llevaría a cabo sin haberla discutido antes con Vuestra Gracia. —Esta vez, fue él quien imitó el amaneramiento del abad; hizo una pausa y detuvo la marcha para pronunciar sus siguientes palabras—: ¿Qué os parecería una hija para mi esposa?
El abad pareció alarmado durante unos momentos, pero enseguida recuperó el dominio de sí.
—Amigo mío, no puedes correr el riesgo. ¿Qué te he dicho de la descendencia y de las relaciones con las mujeres? ¡Lo que buscas es liberarte de ataduras, no crearte otras nuevas!
—Pero una hija satisfaría sus anhelos sin atarme a nuevas responsabilidades. No sería lo mismo que tener otro hijo varón, para el cual tendría que realizar proyectos y sacrificios para asegurar su futuro. ¿Qué es una hija, en realidad, sino un bonito juguete, una florecilla?
El abad detuvo sus pasos y se volvió hacia «maese Lao».
—Hablas como si estuvieras seguro de que tu esposa daría a luz una niña sólo porque lo deseas. ¡No puedes correr el riesgo! —dijo en tono admonitorio—. ¡Ya has llegado demasiado lejos en tu búsqueda espiritual!
—¡Ah! Pero hay un modo. La doncella de la tía de mi esposa conoce a cierta anciana, una especie de chamanesa —apuntó Di, deleitándose ya con la repulsión que esa criatura suscitaría en el abad—. Dicen que puede proporcionar ciertos elixires que garantizan el nacimiento de un varón o de una niña.
—¿Y correrías ese riesgo?
Di captó la cólera y el disgusto que el abad intentaba reprimir. Naturalmente, lo último que querría el monje después de su cuidadoso trabajo sería que «maese Lao» tuviera de pronto un heredero. Habían llegado al carruaje y estaban junto a él bajo la luz menguante.
—¡La anciana tiene una fama excelente, Vuestra Gracia! ¡Dicen que no ha fallado nunca! Creo que es una buena idea. Ya le indiqué a mi esposa que se ocupe de los preparativos. Estoy absolutamente seguro de que mi búsqueda espiritual no se verá comprometida —anunció Di y dio media vuelta como si fuera a introducirse en el vehículo. El abad alargó la mano y lo asió por el brazo.
Los dos hombres se sostuvieron la mirada unos instantes. Di apreció cálculos y conjeturas en los ojos del abad; después, lo vio ensayar una sonrisa incierta.
—Tengo una idea mejor. —Di hizo un esfuerzo por mantener la voz baja y amable—. ¿Qué habría de malo en, digamos…, adoptar o en comprar una hija para mi esposa? —Se detuvo como si la idea le hubiera llegado de repente—. No me parece una idea descabellada —añadió con gesto pensativo—, pero no sabría cómo ocuparme de una cosa así, por dónde empezar a buscar. En cambio, esa anciana dice que no comete equivocaciones y…
El abad, que aún sujetaba con firmeza por el brazo a su acólito, lo interrumpió:
—Yo tengo contactos —dijo apresuradamente—. Yo te ayudaré a encontrar la niña perfecta para tu esposa.
Di sostuvo en sus manos el cuenco de porcelana más frágil y delicada que había visto nunca. Tomó un sorbo del té caliente, sazonado con extrañas especias, y depositó el cuenco sobre una mesa. Lo rodeaban varias esculturas indias y las paredes de la sala estaban cubiertas de sedas y tapices de la misma procedencia. El olor intenso, dulzón y ligeramente embriagador del incienso impregnaba el aire y sugería a Di algo destinado a enmascarar el olor a putrefacción que, según había oído, podía captarse en el aire de la India.
El hombre corpulento que le sonreía y le ofrecía más té llevaba ropas chinas, pero la piel de su rostro, con una marca roja en la frente, era oscura como la de un moro y sus cabellos, de un blanco deslumbrante.
—Tiene usted suerte, señor Lao —dijo el individuo con su voz melodiosa—. No sólo puedo ofrecerle un buen surtido, sino que puedo hacer que le resulte imposible decidirse. Así de deliciosas, perfectas y hermosas son las preciosidades que le voy a mostrar esta mañana.
El indio tenía unos marcados círculos de color ciruela bajo sus grandes ojos oscuros y hablaba de la forma más lasciva, como un amante de la buena mesa que comentara la cena que se preparaba. A Di no le costó esfuerzo imaginar la cálida camaradería que sin duda existía entre el hombre y el abad.
El individuo se levantó de su cojín con una sonrisa epicúrea; cada movimiento de sus brazos y piernas liberó en el aire una nueva oleada de perfume arrasador. Acudió a la puerta y dio unas palmadas; después, volvió al almohadón y se instaló en él como un pacha.
Cuatro mujeres indias que parecían la encarnación de las apsaras de las tallas del templo entraron en la estancia. Cada una llevaba en brazos o conducía de la mano a una niñita china, ninguna mayor de dos años, que miraban con aire solemne a los dos hombres sentados mientras las mujeres mantenían la mirada respetuosamente fija en el suelo. La belleza de las mujeres dejó boquiabierto a Di; al propio tiempo, escuchó al indio suspirar de placer a la vista de las pequeñas. Era sólo el atractivo de lo extranjero y lo exótico, pensó para sí mientras se volvía a su anfitrión con rostro sonriente.
—¿Desea que las desnuden para inspeccionarlas? —preguntó el indio, servicial, a su invitado—. Yo sólo ofrezco productos perfectos. Estoy realmente orgulloso de la calidad que puedo ofrecer.
—No será necesario. —Di acompañó sus palabras con un gesto de negativa—. La pequeña que escoja hoy será un regalo para mi esposa.
—Por supuesto —asintió él indio—, pero dentro de diez o doce años…
Dejó la frase sin acabar, pero levantó las cejas en una expresión insinuante. Di ocultó su desagrado y miró al hombre. El abad y su amigo extranjero eran hermanos de sangre bajo la piel, sin duda, pero había alguien más que el magistrado quería relacionar con su anfitrión; alguien cuyo poder e influencia eran amplios y profundos, le decía su intuición. Levantó el cuenco y tomó un sorbo de té.
—No, no será necesario —repitió Di—. El señor Lu Hsun-pei me aseguró una vez que sólo trata usted con el mejor género y me fío por completo de su opinión —declaró, recordando el nombre de su anfitrión de la fiesta, aquel hombre que, de forma tan arrogante, había intentado sobornarlo. Estudió al indio en busca de una reacción, pero el tipo permaneció impertérrito. O no conocía a Lu Hsuan-pei, y Di dudaba de que así fuera, o el efecto tranquilizador y balsámico del halago acalló la sorpresa que pudiera haber sentido ante la mención del nombre—. Él, igual que usted, es un hombre de gusto impecable —añadió. El indio guardó silencio un momento antes de responder.
—Desde luego —dijo entonces con una sonrisa.
Con calma, sin dar la menor muestra de su excitación interior. Di depositó el cuenco en la mesa.
—Creo que ya me he decidido —anunció, al tiempo que levantaba la mano y señalaba a una chiquilla que lo había estado observando con mirada firme desde el mismo instante en que llegara.
—¡Oh! ¡Excelente, excelente! —exclamó el indio con admiración—. Yo también la habría escogido a ella. Todas las pequeñas son deliciosas, pero cuando crecen pueden hacerse muy corrientes, incluso feas. Pero en ésta, la estructura ósea anuncia una gran belleza en el futuro. Yo… —Hizo una pausa. Un sirviente había aparecido en la puerta y le hacía señas con la mano. El indio se levantó y se excusó educadamente—. ¿Querrá perdonarme? Hay un pequeño asunto que debo atender. Sólo tardaré unos momentos.
A solas con las niñas y las mujeres, Di se sintió tímido y algo apurado. ¿Cómo lo verían a él todos aquellos ojos? Por supuesto, no tenían ante ellas al magistrado Di Jen-chieh, sino al señor Lao. Sus reflexiones fueron interrumpidas por el sonido de una discusión en la sala exterior. La cadencia melodiosa del indio se mezcló con otra voz cuyo tono malhumorado le resultó absolutamente familiar. Di prestó atención unos instantes, incrédulo, y captó algunas palabras sueltas: la discusión giraba en torno a un pago por los servicios prestados; el propietario de la voz irritada consideraba que no había sido recompensado como era debido, mientras que el indio aseguraba que, en realidad, le había dado el doble de lo que merecía. Incapaz de reprimirse, Di se levantó de su asiento, llegó hasta la puerta y avanzó unos pasos por el corredor, con sigilo, hasta tener una visión clara del visitante, que se hallaba de perfil y no reparó en el espía estupefacto que lo observaba desde cierta distancia. En realidad había dos visitantes, pero uno de ellos permanecía callado, repantigado en un asiento, y dejaba que su compañero se encargara de llevar la conversación.
Di había descubierto muchas cosas aquel día, pero lo que en aquel momento presenciaba era una desagradable novedad que en ningún momento había previsto, aunque, pensándolo bien, debería haberlo hecho, se dijo. Recobró el dominio de sí y retiró la cabeza antes de que uno de sus hijos mirara por casualidad hacia donde él estaba.
El abad se apoyó en Di pesadamente mientras los dos hombres avanzaban por la calleja en penumbra, estrecha y pestilente. Di percibió en el cuello el aliento del abad, cargado e impregnado de vino, y notó el brazo del hombre entrelazado con el suyo, conduciéndole con firmeza en una dirección u otra mediante sutiles presiones. Si hubiera estado borracho como creía el abad, pensó, probablemente no se habría dado cuenta siquiera de que lo estaba dirigiendo como si su brazo fuera un timón.
El magistrado soltó una risilla y trastabilló, arrastrando consigo a su compañero, que lo ayudó a sostenerse. Di alargó la mano libre para apoyarse contra la áspera pared antes de recuperar el equilibrio. La escena era realmente extraña: Di fingiéndose borracho ante un abad que, pese a sus pasos tambaleantes y a sus carcajadas estentóreas, estaba tan sobrio como él. Los dos hombres se observaban con atención a través de la inexistente bruma del alcohol. La única diferencia, amigo mío, pensó Di, es que tú te crees mi representación.
Llevaban muchas horas bebiendo, cada cual evitando hábilmente la embriaguez. Cuando el abad le invitó a una expedición a la ciudad, indicándole que antes colocara la carta de renuncia en el joyero de su esposa, Di supo que no sería una noche cualquiera y tomó media taza de repugnante aceite para proteger su estómago. En cuanto al abad, Di no estaba seguro de qué técnica utilizaba. El tipo era capaz de consumir copa tras copa de vino y producía la impresión de estar completamente ebrio, pero Di percibía el astuto dominio de sí que se ocultaba tras ella, y lo notaba también en el brazo amistoso que agarraba el suyo con despreocupación, pero amenazador.
Los dos hombres se habían encaminado hacia el este hasta adentrarse en los barrios más destartalados de la ciudad, siguiendo una ruta zigzagueante pero constante, con pausas en diversas tabernas de mala muerte. Lo que a un hombre bebido le habría parecido un vagabundeo al azar los condujo inexorablemente hacia la zona de solitarias orillas del canal en el que se habían ahogado los ricos comerciantes, arrastrados al fondo por sus pesadas bolsas de dinero. Di se llevó la mano a la suya, abultada, que llevaba atada a la cintura. El propio abad se había encargado de mantenerla llena toda la noche, asegurando a «maese Lao» que le pagaba cada copa de vino que tomaba y cada paso que daba porque, según él, con cada uno de ellos avanzaba arriesgadamente y se acercaba más a la gloria.
—Somos criaturas inferiores y despreciables, ¿verdad? —dijo el abad mientras arrastraba a Di entre risotadas y jadeos—. Y todavía vamos a caer más bajo —anunció con burlona solemnidad al tiempo que se detenía ante una puerta iluminada por una luz mortecina. Di reprimió el impulso de mirar a su espalda. Había prevenido a los dos alguaciles que los seguían a distancia que tuvieran el cuidado más extremo; el abad no debía notar en ningún momento su presencia. Sus subalternos habían seguido la orden muy bien… demasiado, incluso, pensó Di con inquietud. ¿Qué habían hecho, se preguntó, convertirse en humo? Llevaba casi una hora sin advertir el menor indicio de ellos. Estaba seguro de que lo habían perdido.
—Esta noche, caminamos con peligro —apuntó el abad—. Por una noche, dejas la seguridad y la comodidad de la vida que has conocido. Tu carta está en el joyero de tu esposa. Te propones retirarla antes de que ella la vea, pero ¿y si ella la encuentra antes de que vuelvas? ¿Y si no llegas a tiempo? Podría suceder, ¿te das cuenta? Cuando se haga de día, podrías estar inconsciente en la acera de algún callejón. Podrías estar perdido, incapaz de orientarte. Sabes que la carta está ahí, en tu casa, irradiando peligro. Ese peligro es tu poder, amigo mío, es tu secreto y de él sacas tu fuerza. Esa carta podría destruir la vida segura y agradable que has conocido hasta hoy y lo sabes. ¡Lo sabes! Pero corres el riesgo y ése es tu poder. Porque en tu mente, en tu mente, estás apartándote inexorablemente de todo ello. Esa es tu manera de vestir la túnica de saco y retirarte a los bosques. —Hizo una pausa y miró con severidad a su pupilo—. Y ahora —prosiguió—, ¿estás dispuesto a cruzar otra puerta?
—Totalmente dispuesto, Vuestra Santidad —asintió Di. Se tambaleó ligeramente y trató de dar la impresión de que le costaba un gran esfuerzo concentrar la mirada. El abad empujó la puerta y ésta se abrió.
El local en el que entraron era diferente de las tabernas que habían visitado durante la ronda. Estaba limpio y amueblado con gracia; a Di le recordó los vestidores de sus esposas, aunque los muebles estaban algo desvencijados y la alfombra, gastada y con calvas. El olor empalagoso del incienso indio llenaba el aire. Una mujer se levantó de una silla con una sonrisa cuando el abad cruzó el umbral. Era hermosa, con la piel oscura como la caoba, y vestía unas sedas deslumbrantes.
—Este es maese Lao —dijo el abad a la mujer—. Desea experimentar las alegrías del paraíso —añadió con una mueca socarrona. Se encogió de hombros y añadió—: Le he insinuado que sólo existe un camino seguro.
—Nos complace ofreceros nuestros humildes servicios —respondió la mujer con el mismo deje melodioso que el indio vendedor de niñas. Di se sonrojó a su pesar cuando ella lo estudió de arriba abajo.
—Pero… Espera —dijo el abad al tiempo que ponía la mano en el brazo de su pupilo—. Eres un hombre casado, ¿verdad? Sería… muy impropio de ti, me parece, que… —Una sonrisa iluminó su rostro—. ¡Bah!, creo que conozco la respuesta. Una copa de vino para nuestro amigo —pidió, volviéndose hacia la mujer—. Y, quizás, una visita a la «Sala de Purificación», ¿no te parece?
La mujer hizo una reverencia. Una copa de vino apareció en las manos de Di, quien fingió tomar un sorbo. El magistrado era reacio a engullir nada de cuanto le ofrecieran entre aquellas paredes. Un canal atravesaba serpenteante aquella zona de la ciudad, apenas a un par de bocacalles. Qué fácil resultaría drogar a un hombre y arrojarlo al agua discretamente…
—Purificación —susurró el abad al oído de Di con tono afectado, y comenzó a empujarlo hacia la puerta del fondo de la sala, que se abría a un pasillo a oscuras. Di llevaba una espléndida daga bajo el chaleco, pero deseó fervientemente contar también con la ayuda de sus dos alguaciles. En la oscuridad del pasillo, Di vertió la copa con disimulo y el vino corrió por la alfombra. Cuando abrieron la siguiente puerta, la copa estaba vacía; se la llevó a los labios como si apurase las últimas gotas. Después, contempló la estancia.
Tras una mesilla de escribir con papel, tinta y pinceles, había un hombre vestido con la indumentaria de un funcionario de la administración; en realidad, toda la sala estaba decorada para dar la impresión de un despacho oficial, le pareció al magistrado. El hombre y el abad se dirigieron sendas sonrisas y el segundo instó a Di a adelantarse.
—Te presento a maese Lao —dijo al hombre—. Desea divorciarse de su esposa.
Una hora más tarde, bajo el aire frío de la callejuela, Di hizo vanas inspiraciones profundas y, durante un fugaz instante, creyó que iba a vomitar. Aquellas habitaciones cerradas y calurosas, cargadas de humo oloroso, lo habían afectado; la cabeza le daba vueltas y sentía náuseas.
De haber existido el verdadero señor Lao, a aquellas alturas ya sería un hombre divorciado. Di reconoció vagamente al pequeño funcionario corrupto, adscrito a un servicio del distrito de poca importancia, que llevó a cabo la ceremonia y estampó su sello en los documentos después de que «maese Lao», con meticuloso y ebrio cuidado, redactara la declaración y le pusiera su propio sello. No importaba que el sello fuera, en realidad, el del magistrado Di Jen-chieh. El tipejo y el abad descubrirían su identidad bastante pronto. Luego, el abad felicitó a su pupilo y procedió con gran ostentación a añadir otro puñado de monedas a la bolsa de éste.
Concluido el trámite, dejaron el improvisado despacho para volver a la habitación donde aguardaba la mujer; allí. Di fue obligado a entrar en una pequeña alcoba con una muchacha india jovencísima, de fragante aroma. Cuando la puerta se cerró tras ellos y la muchacha ya iniciaba un movimiento tímido para despojarse de sus ropas, Di le indicó con un gesto que se detuviera y le entregó un puñado de monedas al tiempo que se llevaba la mano al estómago dando a entender que no se sentía bien. Después, agarró por la muñeca a la muchacha y se echó en la cama a descansar. Allí pasó casi una hora, mareado como si estuviera bebido de verdad, sin soltar ni un instante a la muchacha para que ésta no pudiera abandonar la estancia. Por último, se levantó, entregó otro puñado de monedas a la joven india y, tras advertirle con un cuchicheo que guardara silencio, entró, parpadeando y tambaleándose y con la mano dispuesta a empuñar la daga, en la habitación iluminada en la que aguardaban la mujer y el abad. Éste, con una sonrisa, sacó una buena cantidad de monedas de su bolsa, abrió la de Di y las dejó caer en ella, una a una, murmurando una plegaria.
Tras esto, los dos hombres volvieron a adentrarse en la noche con paso vacilante, el brazo del abad reposando pesadamente en el hombro de «maese Lao». En cierto momento, apoyado en una rugosa pared, Di llenó los pulmones y empezó a cantar. Era una contraseña, una señal acordada con los alguaciles que, esperaba, estarían en las inmediaciones, resguardados en la oscuridad. El abad se unió al canto y avanzaron juntos por el callejón.
—Ya te has marchado —dijo el monje de improviso, interrumpiendo la canción y hablándole directamente al oído—. Ya estás tan lejos de tu antigua vida como el príncipe cuando dejó el palacio para siempre. Sigues en medio de todo, pero podrías estar a un millón de li de distancia. Pueden olerte —añadió con un áspero susurro—, pero no pueden encontrarte. En este momento, tu esposa se despierta en su lecho. Olfatea el aire en la oscuridad y se pregunta qué es ese mal olor que se ha colado en sus limpios aposentos. Se pregunta si alguien le habrá gastado la broma de colocar un pescado podrido, o tal vez unos despojos de animal, bajo su cama. Pero no es ninguna broma. Eres tú, amigo mío. Apestas a paraíso y ella, con sus sentidos de mujer, lo huele con tal intensidad que despierta de su sueño. —Hizo una pausa, se detuvo unos instantes y aspiró ruidosamente por la nariz como un perro que olfateara el aire—. A decir verdad, yo mismo lo capto —añadió a continuación—. Hueles como una apsaras-prostituta. Llevas sobre ti sus efluvios. Estás ungido. ¡Liberado de ataduras mundanas y ungido!
Por cierto, un olor impregnaba el ambiente, pero Di sabía que no emanaba de él. Era más bien la intensa pestilencia del canal, al cual se estaban aproximando. Conforme se acercaban, la voz del abad se convirtió en un sonido monótono junto a su oído.
—Uno no puede quitarse nunca ese olor. Las apsaras del paraíso te huelen también y suspiran por ti. Extienden sus suaves brazos morenos, anhelantes de ti. Pero, para ellas, hueles a jazmín, a ambrosía y a flor de melocotón. Para tu esposa, hueles a desperdicios y a pescado podrido. Ella yace despierta en su cama mientras olfatea; las apsaras están recostadas sobre sus suaves alfombras de pétalos de flores en el paraíso, bajo los árboles de gemas y junto a las centelleantes aguas esmeralda, aspirando tu aroma y deseándote con todo su ser.
Di captaba ya el sonido de las aguas del canal al batir contra el malecón. Mientras caminaban, el brazo del abad había vuelto a enroscarse en el suyo. La otra mano de Di estaba cerrada en torno a la empuñadura de la daga.
—Hasta los pececillos que surcan como deslumbrantes piedras preciosas las aguas esmeralda del paraíso cantan su deseo de ti —siguió el abad—. Y los pájaros de los árboles de gemas, que abren sus gargantas para entonar su añoranza inextinguible. Esas aves se posan con ligereza sobre los dedos largos y delgados de las apsaras, cubiertos de joyas, y beben las dulces lágrimas que resbalan de sus ojos inmensos y diáfanos. Lágrimas de añoranza de ti.
Estaban ya a pocos pasos del borde del canal y el hedor nauseabundo a basuras y aguas muertas se alzaba hasta sus narices.
—Las ondas presurosas del Ganges… —musitó el abad—. El Ganges, el río más sagrado de la India. Sus aguas están turbias de suciedad y transportan las carnes en putrefacción de los muertos en su amplio cauce, pero son las más deliciosas y las más puras, porque su curso es el camino al paraíso.
Mientras hablaba, su brazo dejó de asir el de Di.
—«Me adentraría en el fuego o en las aguas más profundas, pero no entraría en mi casa sin haber llevado a cabo mi propósito» —susurró el abad mientras forzaba suavemente a su pupilo a acercarse al borde del agua—. Tócala. Huélela. Úngete con ella —musitó cuando llegaron al mismo margen del canal.
El golpe en la parte posterior de las piernas hizo que a Di se le doblaran las rodillas, pero consiguió volverse y agarrarse a la ropa del abad; juntos, se precipitaron al agua desde el malecón. Mientras caían, Di lanzó un potente grito de auxilio. El abad cayó al agua luchando, buscando la cabeza de Di para tratar de mantenerla sumergida. Di golpeó con la rodilla en el vientre de su adversario, que lo soltó apenas un instante, para volver a aferrar su cabeza, sumergiéndola brutalmente. Di agitó las manos, encontró las orejas del abad, las agarró y tiró de ellas con todas sus fuerzas. Esta vez, la cabeza del monje quedó también bajo el agua. Permanecieron así, sumergidos en la negrura, durante un momento que pareció una eternidad; por fin, se soltaron a la vez y subieron a la superficie, jadeantes. Di inhaló y lanzó otro grito antes de que el abad pudiera arrastrarlo de nuevo bajo el agua. Un rodillazo dirigido a su entrepierna no dio en el blanco por muy poco. Se arrojó sobre el abad y le inmovilizó la cabeza con una llave, utilizando un solo brazo. Las piernas de ambos se movían frenéticamente. ¿Dónde estaba el malecón? Tenía agarrada la cabeza del abad como si fuera un ariete y se proponía estrellarla contra el muro. Pero no lo mates, dijo una voz en su interior. Por mucho que desees hacerlo, no lo mates. Lo necesitas vivo.
Se hundían. El abad se debatió enérgicamente. La cabeza de Di quedó sumergida y su brazo aflojó entonces la presión. Su adversario se liberó. Di volvió a verse empujado hacia el fondo. El pesado cuerpo del abad estaba encima de él y presionaba con implacable determinación. Di empezó a perder la conciencia y vio una imagen de su propio cadáver flotando en el canal, lastrado por la bolsa que llevaba a la cintura.
Y entonces, cuando aquella imagen ya empezaba a convertirse en realidad, el abad soltó su abrazo como un amante que ha terminado bruscamente. Di salió a la superficie y buscó aire a bocanadas. A su alrededor, el agua se agitaba furiosamente. Ya no estaba solo con su enemigo. Los dos alguaciles se habían arrojado al canal y uno de ellos inmovilizaba al abad con una llave mientras el otro llegaba hasta Di y sostenía su cabeza por encima del agua con la misma determinación que había mostrado el abad para mantenerla debajo de ella. El monje emitía unos horribles estertores y daba tirones del brazo poderoso que le rodeaba el cuello.
—No lo mates —jadeó Di—. ¡Y no permitas que intente hacerlo él mismo!
El alguacil debió de aflojar un poco la llave, pues se escuchó de nuevo la voz del abad, en un absurdo chillido:
—¡Detened a ese hombre! ¡Ha intentado matarme!
Los alguaciles lo inmovilizaron rápidamente y lo izaron al malecón. Muy pronto, el abad yacía boca abajo, jadeante, con los brazos y las piernas atadas y sin más ganas de pelea. Con un temblor en las piernas a causa del ejercicio, Di se arrodilló a su lado y le murmuró al oído:
—Gracias por mostrarme el paraíso. Ahora voy a devolverte el favor.
Aquella mañana, Di había prestado cierta atención a su atuendo. Se había puesto sus galas más finas de magistrado e incluso había hecho que el mayordomo le recortase los escasos pelos de la barba, pues se disponía a visitar a una dama. Notaba un asomo de aquella peculiar expectación que había experimentado muchos años atrás, cuando empezaba a cortejar a su primera esposa. Y era extraño, porque la mujer que iba a ver había pasado ante sus ojos una sola vez, y sólo durante unos pocos segundos. Y existían motivos para considerarla una asesina.
Di iba a efectuar esta visita a sugerencia del depuesto abad del monasterio de la Nube Dorada, que había sido despojado de su título y era conocido ahora, simplemente, como el criminal y asesino Ch’u-sin.
El antiguo abad no iba a ser entregado al verdugo por sus crímenes. En lugar de ello, tendría que cambiar sus finas ropas por la tela áspera de la blusa de prisionero, y el pico, la pala y la carretilla serían sus instrumentos de trabajo el resto de sus días. Aunque merecía sin duda la muerte, se le había perdonado la vida por diversos motivos.
Mucho antes de que emprendieran la excursión nocturna que había terminado en las aguas pestilentes del canal, el magistrado había comprendido que el abad, aunque de una astucia y una codicia sin límites, no era un empresario solitario, que su negocio era sólo uno más en un sistema interdependiente de oportunismo criminal que, probablemente, se extendía a todos los barrios de la ciudad de Yangchou y mucho más allá de sus límites. Después de la detención, convencido de que el hombre era un verdadero tesoro de información, el magistrado había ofrecido clemencia a Ch’u-sin si colaboraba con el tribunal.
Y lo había hecho, sin reservas y sin vacilaciones. Aunque era lo que esperaba de él, la rapidez con la que Ch’u-sin había traicionado a sus compañeros y contactos «comerciales» para salvar su propio pellejo había repugnado a Di. Pero gracias a las delaciones, muchos hombres culpables quedaron al descubierto, retorciéndose bajo la luz; las propiedades fueron devueltas a sus legítimos dueños y a las listas de impuestos y una compleja y extensa red de empresas ilegales y lucrativas en la que estaban implicados algunos de los ciudadanos más poderosos e influyentes de Yangchou, tanto funcionarios como religiosos, quedó desarticulada. En el proceso, muchos hombres arrogantes fueron humillados y se salvó a varias mujeres de perder la herencia. Y, por último, un antiguo caso de asesinato estaba siendo exhumado; muy pronto, el espíritu desolado de un jardinero sería rehabilitado y su familia compensada monetariamente por el error judicial cometido.
Todo esto, desde luego, era un componente importante del estremecimiento de expectación que Di sentía aquel día. Había grandes posibilidades de que, en menos de una hora, Di supiera por fin quién, realmente, había matado al ministro de Transportes casi una década antes.
Y todo ello gracias a un afortunado encuentro que resultó ser la costura que había unido la tela para él; un encuentro que por poco no tuvo lugar, debido a la tentación de un hermoso cielo azul en una espléndida tarde acariciada por la brisa. Evocó aquel día, poco después de su segunda visita al monasterio, cuando albergaba serias dudas sobre la conveniencia de volver allí. Se disponía a escapar del escritorio y de los papeles para dar un largo paseo cuando apareció la pareja campesina con la esperanza de vender a su hijita. De haber salido del despacho un momento antes, tal vez no iría ahora a visitar a aquella dama y muchos criminales estarían actuando aún impunemente bajo apariencias de respetabilidad, de piedad o de ambas cosas.
No despidió a la pareja, sino que la hizo sentarse y luego la animó a contarle todo el asunto. Los campesinos le dijeron que unos años antes había habido otra niña. Por supuesto, esperaban un hijo varón. Entonces, un indio —«un hombre santo», lo llamaron— pasó por el pueblo y les compró a la niña por una pequeña cantidad. También les dejó un objeto al que atribuía una potencia infalible, el cual, junto con una oración especial, les proporcionaría el hijo varón que deseaban. El objeto era un lingam de madera tallada que la pareja llevaba consigo y que mostraron a Di. Según los padres, siguieron el ritual al pie de la letra y, pese a ello, tuvieron otra niña. Después no hubo modo de encontrar al «hombre santo», por supuesto, pero otro campesino del pueblo les contó que el magistrado Di, de la ciudad, lo había ayudado una vez con mucha generosidad en una deuda por impuestos, de modo que acudieron a él.
Di sostuvo el lingam en sus manos mientras pensaba que, sin duda, tenía que tratarse del mismo indio que visitaba al ministro de Transportes periódicamente con su surtido de niñas. Estaba claro que el hombre dirigía alguna clase de tráfico de niñas, vendiéndolas —Di ignoraba todavía a quién— como esclavas, criadas u objetos de placer y cebándose en los pobres para proveerse. Y entonces, con los perturbados padres sentados todavía delante de él. Di recordó algo que le había hecho dudar de que el indio actuara solo. Era un comentario especialmente desagradable que le hiciera el señor Lu Hsun-pei, el anfitrión que había intentado sobornarlo: «Los pobres incluso nos venderán a sus hijas». Unas palabras que, en el momento de ser pronunciadas, simplemente provocaron el desagrado de Di, pero cuyo auténtico significado estaba asomando por fin. Fue en aquel momento cuando Di empezó a percibir los perfiles, hasta aquel momento confusos, de algo mucho mayor que un mero acuerdo privado entre el indio y el ministro de Transportes. Qué insoportable arrogancia, pensó Di al término de su encuentro con la pareja; además de intentar comprarlo, Lu Hsun-pei había aludido descaradamente a sus complicidades criminales.
Las niñas, el indio, el lingam, las relaciones del ministro asesinado, las obras de arte religioso de la India… Sin duda, el traficante de niñas indio que había entregado el lingam tallado a los crédulos campesinos no sólo estaba relacionado con la colección de hijas del hombre, sino también con su colección de arte.
Hasta entonces. Di no había relacionado al abad del monasterio de la Nube Dorada con todo aquello. De hecho, mientras intentaba resolver el misterio de los cadáveres del canal, el magistrado estuvo a punto de renunciar a seguir investigándole. Sin embargo, decidió perseverar y, un par de visitas más tarde, le llegó la inspiración de la manera más inesperada: cuando el abad utilizó su mechero de pedernal en la oscuridad de la «sala de meditación» y la luz bañó de pronto la estancia, iluminando los objetos que la poblaban y, al mismo tiempo, los rincones de la memoria de Di.
De modo que el abad también está implicado, pensó en aquel momento el magistrado con una calmosa sonrisa interna, mientras miraba a su alrededor. Después, preguntó a Ch’u-sin con astucia si los objetos estaban a la venta. Tras oír la respuesta afirmativa, Di habría apostado su casa y todo cuanto había en ella a que el abad también estaba relacionado con el indio y con su complejo negocio, y asimismo, probablemente con el asesinado ministro de Transportes.
El magistrado recordaba muy bien la conducta vaga y evasiva del abad en su primer encuentro, años atrás, cuando acudió a él con una historia inventada acerca del hijo perdido de un amigo y fue incapaz de determinar si el tipo ocultaba algo o si, simplemente, pensaba en su siguiente colación. Bien, amigo mío, reflexionó Di mientras contemplaba con satisfacción la colección de arte del abad a la luz de la lámpara, no es probable que fuera la comida lo que te rondaba por la cabeza, después de todo, cuando desapareciste por esa puerta tan bruscamente y me dejaste en la sala postrado de rodillas, a solas con el incienso y con mis plegarias vacías.
¿Y fuiste tú quien envió a mi despacho al pequeño con intenciones asesinas? ¿O fue otro, alguien con quien me había tropezado aquel día, o los precedentes? Tú sabes, y todos tus «socios» también, sin duda, quién mató al ministro de Transportes, pensaba Di mientras una vieja emoción le estremecía.
Entonces le vino la inspiración y discurrió un modo de confirmar la relación entre el abad y el indio que también lo conduciría directamente a éste último. Fue entonces cuando inventó la historia de que la esposa de «maese Lao» quería otro hijo. El abad, tan próximo a cosechar otro rico converso, picó en el anzuelo a la primera.
Y, así, Di se encontró tomando té en el salón del indio mientras reflexionaba sobre la extraordinaria trama que estaba revelándose. Sin apenas esfuerzo, con un simple comentario fingidamente casual, confirmó sus sospechas de que Lu Hsun-pei conocía al indio y era miembro, incluso, de la próspera sociedad. Y, desde luego, Di iba a descubrir aquel día más de lo que le hubiera gustado saber acerca de la extensión de la corrupción en Yangchou. Di se ahorró el cumplimiento de una inquietante premonición que lo asaltaba desde hacía tiempo: que un día tendría que sentenciar a sus propios hijos en el tribunal. El magistrado logró dejar tal tarea en manos de un juez ayudante y los muchachos recibieron una sentencia justa que permitiría a Di no tener que mirarlos a la cara —ni ellos a él— durante bastante tiempo. El servicio militar en las lejanas provincias occidentales aseguraría que los dos estuvieran ocupados en trabajos duros y en vigorosas actividades al aire libre, lejos de las seductoras tentaciones de la vida urbana a las que tan vulnerables eran.
Di sabía que sus hijos, cualesquiera que fuesen sus debilidades y cualquiera que hubiera sido su contribución a la vida delictiva de Yangchou, compartían su responsabilidad con él, sin que importara lo que llegaran a ser o fueran ya. Esta era una de las razones por las que Ch’u-sin se había librado de la condena a muerte.
Las revelaciones del «abad» resultaron fascinantes. El indio y él eran, en efecto, colegas desde antiguo. El indio dirigió un lucrativo comercio en ambas direcciones durante muchos años. Importaba extraordinarias y valiosas obras de arte religioso erótico de la India, robadas de templos, y otras piezas de calidad para venderlas a chinos ricos que sabían apreciarlas, y exportaba niñas a la India para convertirlas en preciadas concubinas de rajas y otros potentados. Algunas chiquillas eran vendidas en Yangchou a hombres que gustaban de prepararlas desde la infancia como juguetes sexuales.
Ch’u-sin colaboraba en la búsqueda de niñas utilizando sus muchos contactos entre los clérigos corruptos para guiar al indio hacia las casas que ofrecían mejores perspectivas, a cambio de lo cual recibía cierta cantidad de obras de arte exóticas, que él mismo escogía, para conservarlas o para venderlas. A su vez, el indio ayudaba a Ch’u-sin a localizar hombres ricos y sin herederos susceptibles de «conversión» y explotación, y recibía una parte de la «herencia». Lu Hsun-pei intervenía en la trama presentando a ricos compradores de arte o a algún que otro personaje de Yangchou interesado en comprar una niña; por esta tarea de intermediario, se lo recompensaba con una buena tajada del negocio.
¿Y cuál había sido el papel del ministro de Transportes en aquella confabulación? Más o menos, el que Di había pensado. El amo de la red de canales de Yangchou tenía contacto con todos los funcionarios corruptos y sobornables de la ciudad y se ocupaba de que los productos ilícitos circularan libremente y sin obstáculos por las vías acuáticas. A cambio de ello, el indio visitaba su casa con regularidad antes de abandonar la ciudad con su último lote de chiquillas y le otorgaba el privilegio de escoger una o dos antes de llevárselas a la India. Y lo mismo hacía al regresar de sus viajes por occidente, ofreciendo siempre al ministro de Transportes la oportunidad de ser el primero en escoger entre el cargamento de obras de arte.
Por supuesto, aquellos hombres formaban la cúpula de una versátil asociación empresarial, bajo la cual había muchos otros miembros subalternos de importancia decreciente: una enorme estructura ilegal, activa y lucrativa, de comerciantes, funcionarios, extranjeros, alcahuetes, encargadas de burdel, cortesanas y clérigos.
Y en la base misma de la pirámide, en el nivel inferior de los aprendices, estaban los muchachos mensajeros. No debería haber sorprendido a nadie que los hijos del magistrado jefe de Yangchou formaran parte de la organización. Con el tiempo, probablemente habrían ascendido en el escalafón. Pero ¿hasta qué grado? ¿Habrían llegado a convertirse en empresarios opulentos y arrogantes como Lu Hsun-pei, o se habrían quedado en poco más de lo que eran, como el chupatintas corrupto que se ocupaba de los divorcios en su despacho improvisado en un burdel, a cambio de una propina del abad? No había modo de adivinarlo. El equivocado orgullo paterno de Di acababa de sufrir un duro golpe.
El magistrado dejó la pregunta más importante para el final. Entonces interrogó a Ch’u-sin, el falso abad, acerca de la muerte del ministro de Transportes. Seguro que estaba relacionada con todos aquellos turbios manejos, ¿verdad?
Ch’u-sin permaneció en silencio un momento, pensativo. Por último, respondió que en cierto modo así era. El magistrado quiso saber a qué se refería, exactamente, y el falso abad le miró entonces con una sonrisilla burlona al tiempo que decía:
—¿Por qué no vas a preguntárselo a su hija?
En el recibidor le esperaban, correctos y discretos, los alguaciles. Fuera aguardaban dos carruajes, el de Di y otro para la hija mayor del difunto ministro, pues el magistrado había acudido allí previendo la probabilidad de que tuviera que llevarse de la casa a la mujer. No estaba muy versado en las normas de cortesía en el caso de detención de una dama, de modo que había improvisado y seguía haciéndolo todavía.
La casa y su entorno eran exactamente como Di los recordaba: serenos, armoniosos y elegantes. Y, a pesar del tiempo transcurrido desde su asesinato, en la atmósfera de las habitaciones y de los jardines parecía reinar aún la presencia del dueño. Y también la feminidad: en las estancias y en los jardines sólo había mujeres y muchachas. El único varón que Di alcanzó a ver era el mismo criado que había recibido al magistrado en su última visita, hacía casi diez años. En esta ocasión, fue la propia hija del difunto quien lo recibió, sin mostrar la menor sorpresa, como si hiciera mucho tiempo que lo esperaba. Di se sentó frente al fantasma que había vagado por los pasadizos de su memoria incontables veces a lo largo de los años. Era todavía una mujer joven, pues sólo contaba diecisiete años la primera vez que la había visto. Contemplando su rostro encantador y su porte, cualquiera le habría atribuido muchas generaciones de antepasados aristocráticos. Pero sus verdaderos padres, pensó Di con asombro, sólo podían haber sido unos esforzados campesinos de alguna aldea remota.
—De modo que quiere saber por qué mi padre sólo adoptaba niñas, ¿no es eso? —decía la mujer—. Pues bien, era un asunto de preferencias personales, ni más ni menos. Le gustaba lo femenino. Había crecido con siete hermanos.
—Observo que usted ha mantenido la tradición —apuntó Di.
—Mis hermanas y yo somos muy felices aquí. Todas pueden casarse, si quieren. Yo no me opongo. Pero la mayoría ha escogido quedarse aquí. Estamos contentas en nuestra mutua compañía. No tenemos el menor deseo de abandonar nuestra casa para vivir bajo la tiranía de una suegra y para someternos a las exigencias de un marido.
—Entonces, señora, ¿he de entender que es usted la… hum… la cabeza de familia?
—En efecto —respondió ella fríamente. Su mirada se clavó en la de Di y provocó en él un ligero acaloramiento—. Mi padre tomó disposiciones especiales para que yo, su hija mayor, heredara todas sus posesiones a su muerte.
—¿Y por eso —preguntó Di con gran cuidado— usted lo hizo matar?
Ella le lanzó una mirada que debió de durar un minuto entero. Di mantuvo firme la suya mientras el corazón se le aceleraba. Después, la mujer suspiró y pareció hundirse ligeramente en su asiento.
—No habría tenido que hacerlo si él hubiera dejado las cosas como estaban —murmuró por fin, y movió la cabeza con gesto pesaroso—. Pero en el último momento y absolutamente por sorpresa, decidió adoptar un hijo. Como es lógico, yo no podía permitir tal cosa.
No, pensó Di; claro que no. La herencia habría pasado a manos del adoptado. Una idea le vino a la cabeza:
—Dígame, ¿el abad Ch’u-sin tuvo algo que ver con la decisión de su padre?
—Desde luego que sí —respondió ella con la misma frialdad de antes—. Convenció a mi padre de que estaría mal dejar sus posesiones terrenales a una mujer. Lo convenció de que adoptara como «hijo» a uno de sus jóvenes monjes. Ch’u-sin quería quitarme lo que era mío. —Hizo una pausa—. Estaba furiosa con mi padre y decidida a hacerle respetar el acuerdo inicial.
—Y así, antes de que pudiera producirse la «adopción»… —apuntó el magistrado.
—Sí —reconoció ella con voz firme—. Pero he sufrido terriblemente a causa de ello. Por la noche, el fantasma de mi padre se sienta en mi lecho y llora. Eso ha… mermado mi serenidad considerablemente.
Al escuchar aquellas palabras, Di apreció por primera vez las ligeras bolsas bajo sus bellos ojos y la expresión cansada de su rostro, tan sutil que a uno podía pasarle inadvertida fácilmente, y comprendió que la mujer no había tenido una noche de verdadero descanso desde hacía años.
Establecer la culpabilidad del jardinero había sido tarea sencilla, por supuesto, sobre todo con la seguridad que proporcionaba el soborno del corrupto predecesor de Di, el viejo magistrado Lu. Y, aunque Ch’u-sin sabía que la muerte del padre era obra de la muchacha, se había visto obligado a guardar silencio debido al conocimiento que ella tenía de las actividades delictivas del abad.
—Naturalmente —apuntó Di a continuación—, no despachó a su padre con sus propias manos. ¿Puedo saber quién…?
—Nadie importante. Un rapazuelo que solía rondar la cocina para que le dieran de comer. Un muchacho listo y ágil como pocos, dispuesto a hacerlo por dinero.
El que me enviaste cuando me viste husmear por tu casa, pensó Di. El que casi acaba conmigo.
—¿Y dónde está ahora? —insistió.
—No sabría decirle. —La voz y el ademán de la mujer eran más secos—. Hace años que no lo he visto.
Di se preguntó que sería lo que vio en el rostro de la mujer en aquel momento. ¿Acaso el muchacho había crecido cerca de ella hasta hacerse hombre, se había aprovechado de ella de todos los modos posibles y, después, había desaparecido? Sí; Di estaba seguro de que era eso lo que veía.
El caso estaba resuelto, pero no del todo. El autor material seguía fuera del alcance de Di. Y ahora —suponiendo, desde luego, que aún siguiera vivito y coleando— se habría convertido en un joven más de veinte años.
El disfraz perfecto.
Año 663, primavera
A mi amigo el Viejo Tonto:
Como sé que no eres ningún tonto, daré por sentado que tampoco eres tan viejo. Al menos, no tanto como para que no estés vivo y activo dentro de cuatro años, cuando viaje a Luoyang y podamos encontrarnos. Debido a mi reciente trabajo, mi nombre es pronunciado en tono de gran estima; me llaman héroe, paladín de la justicia y valiente investigador, pero todo resulta bastante hueco. Me esperan muchos otros casos.
He tenido noticia de que va a celebrarse en Luoyang un gran debate de importancia histórica. La cuestión que llevará allí a monjes budistas y a altos funcionarios civiles de todo el imperio y los polarizará en dos grandes partidos, el secular y el clerical, es la siguiente: ¿la comunidad budista debe respeto y obediencia al gobierno civil confuciano —y cada individuo a sus padres— o no está sometida a más ley que la de su propio dharma?
No veo cómo podría eludir esa reunión, pues varios altos cargos del partido civil confuciano me han hecho el honor de nombrarme representante del distrito metropolitano de Yangchou y de su prefectura. Desde hace bastante tiempo quería redactar un discurso contra los excesos de la iglesia budista popular… y ahora tengo más razones que nunca para dedicarme a ello. Por supuesto, me propongo leer ese discurso ante la asamblea. En el momento en que te escribo, ya llevo mucho tiempo trabajando y repasando mi humilde prosa para ese insigne concilio.
El encuentro de Luoyang ya tiene un nombre: el Debate del Pai.
Hasta nuestro encuentro,
Di Jen-chieh