Año 662
Luoyang
Los criados lo siguieron mientras deambulaba por la estancia arrastrando los pies. Uno de ellos intentó cerrar las hebillas de la bata matinal que, a pesar de sus esfuerzos, insistía en abrirse a las húmedas corrientes de aire. Sus ojos, oscuros y vivos, lucían brillantes en la ruina pálida de su rostro, aunque los movía con independencia de las correrías agitadas e inconexas de su cuerpo desde la silla al sofá y de allí a la mesa, al escritorio, la ventana y de vuelta a la silla y al sofá.
Tomó asiento y llevó el brazo inútil a su regazo empleando el sano, sin prestar atención al mantón que se deslizaba de sus hombros. Los criados se apresuraron a colocar de nuevo la prenda pero, antes de que pudieran llegar hasta él, ya estaba en pie otra vez, vagando por la habitación.
—¿Es que no podéis mantenerlo quieto, estúpidos? —masculló Wu, descargando el puño sobre la mesa en la que estaban extendidos los brillantes esbozos preliminares—. ¿Cómo puedo enseñarle los planos si no lo mantenéis quieto? —Todavía controlaba su tono de voz, aunque empezaba a subir peligrosamente.
—Hacemos lo que podemos, Su Gracia, pero… —El pequeño eunuco estaba rojo de inquietud.
—Es que él no parece estar aquí, con nosotros, en absoluto —lo ayudó el jefe del personal del Círculo Familiar imperial, más viejo y experimentado.
Mientras tanto, Kao-tsung había llegado hasta el rincón donde se encontraba Wu y se había sentado en una silla cerca del escritorio en el que estaban los planos. Tras colocar el brazo inútil sobre los mismos, apoyó el otro en la mesa descuidadamente, arrugando y desplazando los papeles como si no existieran, mientras sus ojos rehuían los de Wu y parecían dirigir preguntas a las esquinas de la sala.
—Su mente está enferma —declaró Wu de manera terminante, disgustada—. Atadlo ahí.
—¿Qué desea la señora? —preguntó el eunuco jefe, como si no hubiese oído bien.
—Atadlo a la silla —repitió ella, pronunciando cada palabra con exagerado cuidado—. Usad los lazos de la bata, lo que sea, con tal que no pueda levantarse y seguir vagando de un lado a otro.
—Pero, señora —protestó el médico presente—, un hombre en su estado debe ser tratado con suma delicadeza.
—Entonces, serás tú quien lo ate a la silla, con suma delicadeza —replicó ella, imitando la voz del médico con acento fiero—. Y ciérrale esa boca babeante. ¡No quiero verla! —Volvió la cabeza enérgicamente y dirigió una mirada colérica al eunuco jefe y a su ayudante—. ¡Daos prisa!
—Pero, señora… —el médico personal del emperador se sintió obligado a insistir en la protesta.
—¡Hazlo! —rugió ella. Todos se pusieron en acción.
Mientras Kao-tsung permanecía sentado, los criados empezaron a correr por la estancia para recoger los cinturones de las numerosas batas imperiales esparcidas por ella y para extraer las cadenas de contrapeso de las persianas. Pasaron los cinturones, uno tras otro, al eunuco jefe, quien, entre murmullos, procedió a la compleja y nada envidiable tarea de atar al emperador enfermo, una tarea que su ayudante se vio obligado a compartir. Mientras tanto, sin que Wu reparase en ello, el médico había abandonado la estancia irritado, absolviéndose con vacilante convicción de cualquier responsabilidad en el odioso crimen que se estaba perpetrando contra el Hijo del Cielo.
Cuando los criados terminaron su trabajo, el brazo útil de Kao-tsung estaba atado a la filigrana del costado de la silla, los tobillos a las patas de madera de teca y el cuerpo al respaldo del asiento. Sólo podía mover libremente la cabeza. Los eunucos no tenían valor para amordazarlo, de modo que Wu cogió un pañuelo y envolvió su boca y su mandíbula. Los criados se retiraron mientras Wu se colocaba delante de su esposo. Tomó la cabeza de éste entre sus manos y, con suavidad, la volvió hacia su rostro obligándolo a mirarla.
La expresión de la emperatriz se ablandó cuando posó sus ojos nublados por las lágrimas en los del hombre y dijo con voz cálida y maternal:
—Todo esto es por tu propio bien, ¿sabes? Sólo lo hago pensando en ti. En este estado podrías hacerte daño fácilmente; tropezar con algo que no ves o lastimarte las espinillas contra los cantos agudos del mobiliario. Ahora, fíjate en esto —continuó, con un renovado entusiasmo en la voz, al tiempo que alisaba los papeles que había ante ellos—. Te mostraré lo que he proyectado para mayor gloria de los T’ang y tuya, mi marido y emperador. Tendremos un nuevo Título del Reino y cambiaremos el nombre del palacio. Lo llamaremos P’eng-lai. El historiador dice que en las antiguas leyendas de la dinastía Han, P’eng-lai era una isla de hermosos seres inmortales y árboles de coral en algún lugar de los mares orientales. ¡Una tierra de leyenda! ¡Y nosotros vamos a convertir la ciudad imperial de Luoyang en una auténtica tierra de cuento de hadas!
Por primera vez, le pareció que Kao-tsung le dedicaba toda su atención; la miraba con ojos brillantes y alertas y con el cuerpo atado en una parodia absurda de sumisión.
Año 663
Acompañada de su disminuido esposo, Wu Tse-tien hizo inesperado acto de presencia una radiante mañana de finales de primavera en un espléndido estrado-altar para la consagración de los cuatro Lokapalas guardianes de las puertas que marcaban los límites del terreno que abarcaría el proyecto, con el templo del Jambhala Blanco en su centro.
Kao-tsung, apoyado en un recio bastón, contemplaba en silencio a los ministros reunidos en el palacio del Trono del Pavo Real. Wu sabía que era la primera vez que el emperador veía los enormes proyectos de construcción de la Ciudad de la Burocracia que ella había impulsado. Ante ellos, hasta donde alcanzaba la vista, se extendía un mundo de nuevos edificios y, en torno a éstos, un laberinto de paredes a medio levantar, junglas de andamios de bambú, tierra removida, pilas de leña astillada y montones de adoquines hechos añicos, extensiones de ladrillos de pavimentar recién instalados y rimeros de tejas recién cocidas, de porcelanas ornamentales y de figuras de alfarería para los aleros y acroteras de las nuevas construcciones.
El taoísmo, la ideología tradicional de los T’ang, tenía su iconografía ancestral de grullas, tortugas y dragones, ¿pero qué pensarían los funcionarios supervivientes acerca de los grandes Mahasiddhas, los magos tántricos voladores, bañados en oro y con sus extrañas orejas y sus cabezas deformes? ¿Y del Kirittimukha, medio hombre y medio animal, de los Garudas alados y de los Makaras semejantes a reptiles? Toda aquella imaginería formaba parte del reino exótico de Buda y era adecuada para templos y monasterios, pero no tenía cabida en los centros tradicionales del gobierno civil confuciano, se dijeron los ministros (pero en voz muy baja y cautelosa, pues tenían muy presente la muerte «por suicidio» del Consejo de los Seis). Así pues, se limitaban a desviar los ojos o a dirigir su atención a otros temas mientras pasaban ante las formas dotadas de trompas y tentáculos, extrañamente sensuales, que despedían unos insólitos efluvios concupiscentes e inefables.
Wu elevó sus preces para pedir diez mil años de bendiciones sobre los reunidos y luego un kalpa mil años— de la paz del Buda del futuro para el imperio de los T’ang. La emperatriz estaba rehaciendo el mundo de los hombres y dando nueva forma al universo. Y, mientras lo hacía, Kao-tsung permanecía a su lado con su silencio impasible y con el brazo inútil metido en una manga cosida a la cintura para que la extremidad no colgara de forma indecorosa.
—Pero es todo uno con el universo, majestad imperial —dijo el joven de tez oscura, baja estatura y cuerpo delgado pero fuerte, mientras daba airosas vueltas con los brazos extendidos. Al girar, sus ropas se levantaban dejando a la vista unas pantorrillas musculosas y torneadas. Aunque se lo veía muy fuerte, el hombre resultaba sorprendentemente ágil, ligero y fluido; algo que Wu había advertido desde el primer momento—. Yo obtengo mi poder del universo y este poder me devuelve ciento por uno —continuó, pero se detuvo rápidamente mientras sus brazos ondulaban en el aire como si atrajeran una fuerza mágica a través de las yemas de sus dedos y sus largas trenzas se agitaban en torno a sus facciones morenas y atractivas—. Y, así, mi crecimiento se suma al suyo, de modo que el universo y yo nos acrecentamos mutuamente. Es un poder y un estímulo ilimitados que penetra el espíritu y los conductos corporales.
El individuo se pasó las manos de arriba abajo por su amplio pecho y las detuvo en las caderas de modo que la tela de la túnica se le pegó al cuerpo poniendo de relieve sus proporciones. Extendió los brazos al frente otra vez y empezó a deambular por la estancia con gestos lentos y majestuosos, como si estuviera ocupado en algún extraño ritual que imitaba el pavoneo de un ave. Wu siguió con la vista la extraña procesión mientras los ojos del hombre lanzaban breves miradas, inesperadas y centelleantes, al rostro de la emperatriz y se desviaban enseguida hacia algún punto distante e impreciso.
—Nosotros sondeamos en el infinito, majestad, buscamos en las incontables formas de la naturaleza y entramos y salimos de este mundo desplazando nuestro espíritu sin más esfuerzo que el de una vieja al retirar la tetera del fuego.
El hombre había contado a Wu que era un gomchen, un sacerdote de magia tántrica, y que pertenecía a la Nagaspa, una secta tibetana muy rara y misteriosa, aunque él era un indio de Ghandara. También le había dicho que había acudido a estudiar ciertos temas en las bibliotecas imperiales, aunque Wu tenía sus dudas al respecto puesto que las bibliotecas imperiales, aunque bien provistas en los temas del budismo indio, estaban vacías todavía de fuentes documentales del tantrismo tibetano. La emperatriz no se tomó demasiado en serio nada de lo que decía el joven acróbata, pero se avino gustosamente a discutir con él sobre temas abstrusos. Y contempló al joven con agrado.
Wu había dispuesto lo necesario para que el hombre visitara la biblioteca de sus aposentos privados varias veces por semana. Allí, él le explicaba el significado de antiguos textos sagrados y de rituales místicos, le contaba la historia de éste o aquel monasterio gompa influyente o de algún sabio rimpoche legendario por su fervor, o de algún gomchen afamado, y le hablaba de los fantasmas y de la mente, de las alucinaciones y de la realidad y de la resurrección de los muertos. Evocaba remotos mundos montañosos y conjuraba escenas de batallas con demonios —reales o imaginarios, aunque él afirmaba que no existía diferencia— que tenían lugar en esos escenarios desolados.
Y bailaba; «con la fuerza de un tigre y la ligereza de un pájaro», se vanagloriaba ante Wu sin el menor asomo de modestia en sus ojos profundos y luminosos. A continuación, empezaba a dar saltos y giros por la estancia en una especie de fervor extático tal que los criados recibieron la orden de arrimar mesas y estanterías a las paredes y de recoger las alfombras antes de sus visitas.
A pesar de sus sospechas de que el estado de trance del hombre era sólo una actuación teatral elaborada a conciencia y bien representada, Wu reconoció su mérito. Si lo que tenía ante ella era un reflejo de cosas que el hombre había presenciado en lugares lejanos y exóticos, poco importaba si su «posesión» era falsa. Impostura o no, la actuación la fascinaba. Pero, por encima de todo, a la emperatriz le resultaba profundamente halagador que el forastero se esforzara de aquel modo por impresionarla. Wu notó que volvía a fluir por su ser la vitalidad y la energía.
—Majestad, soy un lung-gom-pa —anunció con artificiosa premura entre varios animados giros sobre las puntas de los pies—. ¿Sabéis qué significa eso?
El hombre arqueó el cuello grácilmente y dejó que sus brazos y sus manos, extendidos al frente delante del rostro, siguieran el rítmico batir de unos tambores que sólo él podía escuchar. A juzgar por su expresión, la concentración en que estaba sumido era tal que no tenía el menor interés en cualquier posible respuesta de Wu. Esta no respondió; se limitó a mostrar una tímida sonrisa y esperar. El hombre continuó su danza mientras añadía:
—Es una práctica antigua y poco conocida. Dudo de que en todo el imperio haya alguien que conozca la respuesta. ¡Pero, naturalmente, a la emperatriz de la China le será revelada!
Se lanzó hacia delante como un espadachín, con un brazo dirigido al frente, como si lanzara una estocada a un demonio con su daga phurba ritual. A continuación, echando hacia atrás enérgicamente el brazo del arma imaginaria y con expresión victoriosa, extrajo la «hoja» de la garganta atravesada del demonio, se impulsó hacia arriba y giró sobre sí mismo varias vueltas, con los pies a buena altura del suelo. Wu estudió el perfil bien formado de su esbelta cintura y de sus nalgas firmes y pensó de nuevo que era el joven más agraciado que había visto.
—El adiestramiento en la antigua práctica del lung-gom —continuó explicando— se inició en el lejano gompa de Shalu. Mediante una preparación profunda y rigurosa, el naljopa adepto adquiere la ligereza y la velocidad de un caballo.
—¡Ah, un caballo…! —murmuró ella.
—Sí, pero con mucha más resistencia, mi señora. El lung-gom-pa, el que ha asimilado el lung-gom, puede correr y saltar sin parar durante días. Puede atravesar en dos días, sin detenerse, lo que llevaría dos semanas recorrer a quien no está versado en él. El que domina esta práctica puede correr por las planicies cubiertas de hierba del Tíbet en un estado de trance meditativo durante días y días sin parar, mientras el trance no se interrumpa. Su cuerpo es tan ligero que la carrera se convierte en saltos y éstos en pura levitación.
—¿Días y días? —repitió Wu—. ¡Extraordinario! Y, sin duda, todo eso tiene un gran propósito. ¿Me equivoco? —preguntó con suavidad, estudiándose la mano con el capuchón de brillantes piedras preciosas en el dedo corazón.
—Por supuesto —asintió él, y sus ojos se clavaron en los de la emperatriz resueltamente—. Existe, como decís, un gran designio en todo esto. —La mirada de Wu siguió la mano del hombre, que trazó unos gráciles arcos en el aire y luego se detuvo sobre su pecho—. El corredor lung-gom se ejercita en tal perfección física con el fin de poder realizar una tarea muy importante: llevar una invitación al diablo Shinjed, el Señor de la Muerte, y a sus demoníacos secuaces. —El joven iniciado se detuvo tras un airoso giro y, con el mismo movimiento fluido, terminó apoyado en uno de los taburetes recamados, al otro lado de la gran mesa de la biblioteca tras la que se hallaba la emperatriz—. Veréis, señora, éste es un rito que debe efectuarse cada doce años. Shinjed y sus discípulos matarían a todo ser vivo en la tierra para satisfacer su hambre insaciable. Los primeros magos se vieron obligados a convencer al dios maléfico para que aceptara en su lugar una cena de infinito número de pájaros inmateriales que ellos conjurarían y pondrían en su boca. Pero el dios Shinjed ha reunido un buen puñado de discípulos durante este tiempo y el emisario tiene que recorrer grandes distancias hasta diversos rincones del norte del Tíbet para invitarlos uno a uno a la cena de sacrificio de las palomas fantasmales. Una vez saciados los demonios sanguinarios, la humanidad está a salvo durante once años más.
—¿Y las invitaciones deben ser cursadas por emisarios mágicos? —preguntó Wu—. ¿No bastaría con un hombre a caballo?
—¡Tal cosa ofendería la dignidad del demonio, mi señora! —contestó el joven sin alterarse.
—¡La ofendería! —repitió Wu—. Y tú… ¿Eres uno de esos corredores lung-gom-pa?
—Sí, señora —afirmó él, irguiéndose con orgullo—. Y de excepcional resistencia. Se trata de una práctica que procede de aprender a controlar el «aire interior». Creo que los chinos denominan a ese «aire» ch’i. —Hizo una pausa, cerró los párpados y, con una mueca de felicidad, hizo una profunda inspiración hasta llenar los pulmones con la sustancia vital. Después, abrió los ojos y miró fijamente los de ella—. Cuando me pongo en marcha, no descanso en días. No cambio el paso. No me inclino jamás, sino que me mantengo erguido y activo hasta que he terminado el trabajo y todas las partes están plenamente satisfechas.
—Estoy segura de ello y me encantaría verte en acción. —Wu le miró con aire retador y recorrió el contorno de sus labios con la yema del dedo—. ¡Sin duda, sería muy instructivo!
Kao-tsung sabía que había perdido mucho tiempo. Wu había estado ocupada. Muy ocupada.
Durante su enfermedad, flojo y descuidado, bajó la guardia, y Wu llenó aquellos momentos con proyectos y tomó diez mil decisiones sin contar con él. Y esta vez no tenía a su lado a sus consejeros. Pero no estaba completamente desamparado. Su silencio era un arma formidable, que blandía desde lo más profundo de su ser.
Ya no pronunciaba jamás una palabra. Ni siquiera cuando estaba solo.
Su silencio era una especie de promesa, un regalo que se hacía a sí mismo. Era un lujo, un lugar al que podía retirarse y desde el cual podía observar desde una distancia segura todo lo que le sucedía y a todos los que le rodeaban.
Ella, por supuesto, odiaba aquel silencio, pero no podía ponerle remedio. Kao-tsung no quería volver a oír su propia voz. Era como si en su interior se hubiera quebrado una cuerda que separara sin remedio su voluntad de su lengua. Se encontraba cada vez más cómodo en su silencio. Era la mejor protección contra ella.
El emperador había dejado de considerarla su esposa; era una excrecencia que le había salido y que debía ser combatida. Wu era la manifestación de todo lo que él no era, de todo lo que había descuidado. Era fuerte y poderosa porque él no lo era. Por eso tenía que mantenerse en silencio: las palabras eran la ventana abierta, la puerta entornada, la grieta en la pared a través de la cual ella podía colarse y mediante la cual accedería a su escondite privado.
Se despojó de la bata matinal hasta la cintura y luego la dejó resbalar hasta el suelo, donde formó un bulto blando en torno a sus tobillos. Se apartó de la ropa, completamente desnudo; quería estudiarse en la pulida superficie del gran espejo ovalado, colocado junto al diván, y observar el grado de debilidad en el que había caído. Tenía el rostro demacrado; toda la energía que había en él se había ablandado con los músculos. Con la yema del dedo, tiró del párpado inferior hacia abajo, primero en el ojo derecho y después en el izquierdo. Tenía la córnea amarillenta e inyectada de sangre; como un viejo vagabundo, pensó. Le pareció que le proporcionaban una cierta seriedad y dignidad, aunque los médicos que habían acudido a leer los signos de su lengua y de sus ojos aquella mañana le habían asegurado que el blanco de éstos recuperaría su color normal.
Aunque la comisura derecha de sus labios ya no le colgaba de forma tan acusada, aquella mitad de su rostro estaba ahora torcida permanentemente. A Kao-tsung no le gustó en absoluto, aunque la certeza de que le proporcionaba una mueca burlona perenne le producía una extraña satisfacción.
El brazo derecho le colgaba flojo e inútil y en el hombro se le había formado un hueco. Pero su brazo bueno era fuerte y se hacía más potente cada día que pasaba. El mismo se había preocupado de ello, insistiendo en todas las ocasiones posibles en que los criados le dejaran servirse el té, echar el agua en la jofaina y ponerse la ropa, por difícil que le resultara hacerlo al Hijo del Cielo.
Aquella mañana, a pesar de su rostro macilento y de su brazo colgante, se sentía renovado y lleno de determinación y había despedido a su viejo maestro de t’ai chi antes de lo habitual. Quería ver por sí mismo qué sucedía a su alrededor, y que su escolta de la guardia del palacio de Yu-lin no lo estorbara. Si insistían en seguirle, los guardias deberían mantenerse a distancia y fuera de la vista del emperador. Su energía e interés renovados le hacían sentirse otra vez como un muchacho en busca de aventuras. El aire era fresco y vigorizante y le hablaba en susurros de cosas inexploradas. Y esta vez iba a explorar un mundo que era nuevo para él: su propio palacio.
Aunque mudo, no había estado sordo. Kao-tsung había oído muchos rumores sobre toda suerte de extrañas actividades religiosas. Por supuesto, conocía todos aquellos proyectos de reconstrucción y cambio de nombre de edificios, pues le habían forzado a asistir a la exposición de muchos de ellos. Pero eran otras las historias que le interesaban: comentarios poco creíbles acerca de la emperatriz, de su madre y de las actividades «espirituales». Y por las zonas públicas del complejo palaciego deambulaba toda clase de ascetas religiosos; las dependencias estaban infestadas de monjes, abades, anacoretas y otros devotos que andaban de un lado para otro con sus plegarias, sus murmullos y tarareos incomprensibles, los cantos y los rezos de sus letanías en sus extraños idiomas. Desaparecidos sus consejeros, el mundo al que volvía Kao-tsung había cambiado mucho; desde luego, el palacio era muy distinto del que había conocido. Wu se había encargado de ello.
Cuando salió al largo pasillo que conectaba los aposentos imperiales, los salones del trono y las bibliotecas privadas de la familia real, el propio aire le pareció cambiado, distinto. El emperador estaba excitado ante la perspectiva de descubrir lo que había más allá. Miles de dependencias, algunas que no visitaba desde hacía meses, otras, años enteros. Las había que no pisaba desde la infancia, e incluso algunas que no había visto jamás. Pero se disponía a cambiar aquello. Durante el periodo de su alejamiento de la vida, de su enfermedad y su retiro, había tenido la impresión de que las febriles actividades de la emperatriz se producían muy lejos. En cambio, aquella mañana, Kao-tsung se sentía profundamente interesado por todas las cosas.
Se detuvo en mitad del largo pasillo, apoyado en su recio bastón. Contempló el corredor de baldosas negras, enceradas y brillantes, y de maderas bellamente talladas. Aspiró el aire viejo y acre. El olor más intenso y el primero que le llegó fue el de la laca y los aceites que impregnaban la marquetería y los muebles. Era el aroma más familiar y poderoso para él, el aroma de su vida, e hizo una profunda inspiración. Pero detectó algo más, algo extraño y nuevo; una nota dulzona de incienso, extrañamente deslustrada por un ligero olor a moho. Además de éste último, había algo más, algo tan sutil que le habría pasado inadvertido en sus días de salud y vigor, pero que ahora se revelaba a sus sentidos agudizados: la esencia fría y húmeda de la piedra.
Se asombró. El olor del aire lo decía todo. ¿Por qué no lo había advertido antes? Era una metáfora completa y perfecta de la existencia: en primer plano, obvios y penetrantes, estaban los olores brillantes y apetitosos de las ceras y aceites: los barnices de la civilización. Debajo estaban los efluvios, no desagradables, que nos hablaban en susurros de los primeros trances de la muerte, pero que aún estaban vivos y procedían de la vida: el moho, mezclado con los aromas exóticos de perfumadas ofrendas rituales. Este, reflexionó, era el lado humano de la muerte, percibido desde la atalaya de la vida. Kao-tsung hizo una nueva inspiración y se concentró. Por último, había aquello otro, el olor por debajo de todos los demás, subterráneo y profundo como el interior de una sepultura: la emanación fría y húmeda de la eternidad, de la piedra. Aquél era el aspecto letal de la muerte.
Kao-tsung oyó ruidos procedentes de la biblioteca de la familia imperial, cuyas puertas estaban cerradas. Se colocó entre las dos puertas que se abrían al pasillo y acercó el oído, apoyándose en el bastón; todavía no estaba completamente seguro sobre sus pies. Esperó. Durante largo rato no captó más sonidos que unas voces lejanas y unos pasos distantes, pero luego se oyeron unos gemidos suaves y apagados, una voz de mujer, unos jadeos más roncos, una voz de hombre, unos sonidos confusos, el chirriar de las patas de un mueble de madera al ser arrastrado sobre las baldosas, una respiración profunda y más jadeos, como si alguien intentara mover otro objeto pesado. Hubo un breve silencio que dio paso a la respiración acelerada de una mujer. Kao-tsung prestó atención. Pronto, unos gruñidos masculinos se unieron a los jadeos de la mujer; después, los dos sonidos se acompasaron en un ritmo creciente, y entrecortado.
El emperador se sintió irritado y, a la vez, lascivamente intrigado. Aquélla había sido la biblioteca de su padre y, antes, de su abuelo. Puso la mano en el tirador, titubeante. Los guardias que le escoltaban a discreta distancia habían visto su vacilación y avanzaron en silencio hasta las puertas de la biblioteca. Kao-tsung movió la cabeza ordenándoles que se apartaran. Su gesto les dijo que no era nada importante y un destello en la mirada les indicó que el placer, fuera cual fuese, era privilegio suyo. ¿Una criada con un sirviente, tal vez? ¿Una concubina de alto rango con acceso al círculo íntimo del emperador? Evidentemente, el sirviente no era ningún eunuco; ¿pero quién…?
La voz masculina estaba ahora tensa de esfuerzo mientras los gemidos entrecortados de la mujer estallaban en abiertos gritos de agonía y deleite; algo pesado, de madera, golpeaba con fuerza la pared como acompañamiento, con un ritmo frenético. El hombre gimió; la mujer gimoteó con él.
Kao-tsung movió el tirador y abrió la puerta de un silencioso empujón. La pareja estaba encima de la gran mesa de la biblioteca, el hombre, de espaldas a la puerta. Estudió el abrazo con interés. Las nalgas prietas, oscuras y musculosas que se contraían y empujaban, se relajaban y retrocedían, para volver a empezar. Dentro, fuera. La pareja ya no podía contenerse; el ritmo le dijo al emperador que los amantes se correrían juntos muy pronto. No lo habían visto. Les dejaría terminar antes de echarlos al pasillo sin sus ropas. Sería suficiente castigo con eso.
Las suaves piernas femeninas se cerraron con más fuerza en torno a la cintura del hombre. Los hombros bien definidos de éste se levantaron y las nalgas se contrajeron de nuevo en una última embestida. Los delicados pies blancos de la mujer se deslizaron hasta la rabadilla del hombre y se detuvieron con un largo estremecimiento final. Estaba llegando al clímax mientras las nalgas de su amante continuaban contrayéndose y relajándose en un garboso arco. El hombre era experto, apreció Kao-tsung; sabía lo que se hacía.
La mujer se detuvo. Había quedado satisfecha. Entonces, su mano se deslizó por la espalda de su amante y Kao-tsung vio un destello de color en la punta de su dedo corazón; hipnotizado, el emperador vio que la mano descendía hasta acariciar el «saco de nueces» del hombre, cuyas nalgas se contrajeron formando firmes arrugas en su carne. Con violentos espasmos que lo hacían penetrar más y más profundamente en ella, el hombre descargó también. Después, se dejó caer, agotado, sobre la mujer.
El emperador entró en la biblioteca y avanzó hasta el «lecho» de los amantes. En aquel instante, las miradas de Wu y de su marido se encontraron. El hombre, fuera quien fuese, no alcanzó a mirar más allá de las chinelas del emperador; al momento, se quedó paralizado como si se hubiera vuelto de piedra. Desvió el rostro y mantuvo la vista fija en el suelo, como si esperara que en cualquier momento le cortaran la cabeza.
Kao-tsung descargó el recio bastón sobre el suelo de madera con ferocidad, haciendo un ruido tremendo. Cuatro hombres de la guardia de palacio irrumpieron en la biblioteca, tropezando unos con otros y con sus propias armas, a medio desenvainar, y contemplaron con asombro y confusión los cuerpos entrelazados sobre la mesa. Kao-tsung señaló hacia allí sin una palabra, con los ojos llameantes de ira.
—¡Matadlo! —ordenó el capitán de la guardia, mientras dirigía su lanza hacia el cuerpo oscuro y musculoso del indio desnudo. Pero Kao-tsung lo interceptó con su brazo bueno y dijo que no con la cabeza mientras movía la boca tratando de hablar. Señaló enérgicamente a la emperatriz. ¿Por qué clase de hombre lo tomaban? ¿Acaso pensaban que era como ella? ¡No es preciso matar al hombre seducido por la emperatriz, pues mal podía resistirse a sus deseos!, intentó expresar con enérgicas gesticulaciones. ¡Echadlo fuera y matadla a ella!, señaló.
Los guardias lo entendieron. Apartaron bruscamente de Wu el cuerpo sudoroso del joven nagaspa y lo empujaron al pasillo, desnudo. Kao-tsung escuchó las pisadas del hombre que huía a la carrera para poner su vida a salvo.
Después, se volvió hacia Wu.
Ella, perpleja, seguía en la postura en que la había dejado su amante. A Kao-tsung le invadió la rabia. La visión de la emperatriz desnuda, con las piernas abiertas, las rodillas levantadas, el cuerpo vulnerable y reluciente de sudor, lo enardeció más todavía. Wu le devolvió la mirada con descaro, juntó las piernas y empezó a incorporarse sobre los codos, pero él la forzó a tenderse otra vez. Ella pugnó por levantarse. En esta ocasión, él le cruzó el rostro de un fuerte revés. La cabeza de Wu se volvió a un costado al tiempo que su espalda caía plana sobre la mesa. Kao-tsung volvió a golpearla. Ella no dijo nada ni ofreció resistencia. Dos pequeños regueros de sangre se entrecruzaron bajo las ventanas de su nariz. Él la miró fijamente. Ella se incorporó hasta quedar sentada, con ojos desafiantes.
—¿La matamos ahora, Padre Imperial? —preguntó el capitán de la guardia, con el arma preparada. Kao-tsung levantó la mano y ordenó al hombre que esperara. Sólo tengo que indicarlo, dijo a Wu con la mirada. Un gesto. Y nadie preguntará nada. No tengo que tramar nada. Ningún plan retorcido. Puedo matarte o exiliarte de por vida a los más lejanos confines de la tierra. Es lo mismo.
Ella hizo un movimiento para cubrirse con alguna prenda, pero él se la arrancó y contempló el vello negro y brillante y la carne tierna abierta allí, la blancura perfecta de sus ingles. La rabia ardió en su pecho y, al momento, se convirtió en otra cosa. Su cólera se desplazó, se concentró en su bajo vientre como ascuas al rojo. Apretó los puños, la vista se le nubló y la respiración se le aceleró. Su cuerpo se agitó sin que él lo deseara. Su mirada fue de la cintura de Wu a sus ojos y, como siempre, encontró en ellos el desafío. En aquel momento, la cólera era deseo y el deseo era cólera. Se sintió excitado como no alcanzaba a recordar y su respiración se hizo más áspera y ronca. Se volvió a los guardias y los vio allí plantados con los ojos desorbitados y las armas flojas a los costados, contemplando a su reina desnuda.
Bajadla de la mesa, indicó con un gesto enérgico. Los hombres dejaron las lanzas y cogieron a Wu por las axilas. De improviso, ella los atacó. Su pie golpeó en la entrepierna del guardia colocado a su izquierda y el hombre cayó de rodillas entre alaridos, con las manos en la zona del impacto. La emperatriz se desasió del otro escolta pero, en ese instante, un tercero se sumó a la refriega y entre los dos hombres la agarraron por los brazos y la forzaron a retroceder hacia las inestables estanterías de libros. Wu se puso a patalear de nuevo, pero los guardias no la soltaron. El hombre alcanzado por el golpe continuó rodando por el suelo entre gemidos mientras el capitán de la escolta levantaba la lanza otra vez, pendiente de la orden del emperador. Kao-tsung estaba galvanizado. La visión de Wu luchando, desnuda, contra los guardias palaciegos lo había excitado hasta el punto de resultar una tortura exquisita, extrema.
—Cerdo inválido —chilló Wu a su esposo—. ¿Es todo lo que puedes hacer? ¿Ordenar a estos imbéciles matones tuyos que me acosen como a un animal? ¿Se te ha quedado tan marchito el cerebro como tu «hermano calvo»? —añadió burlona.
Lanzó de nuevo los pies y acertó al capitán de la guardia por encima de ambas rodillas. La lanza del hombre cayó al suelo con estrépito. Los otros dos soldados levantaron los brazos de Wu muy por encima de su cabeza y tiraron de sus muñecas hacia atrás, contra el estante superior de la librería.
—¡Un emperador estúpido e impotente que manda llamar a sus perros amaestrados para que actúen por él porque es incapaz de hacer nada por sí mismo! ¿Acaso pensaste que iba a consumirme anhelando tener de nuevo tu sexo? ¡No iba a esperar mientras seguías en ese maldito silencio babeante! —gritó Wu al techo.
Kao-tsung se sentía mareado a causa de la sangre que corría de su cabeza hacia la parte inferior de su cuerpo. Señaló el suelo. La orden era clara.
Wu se resistió empujando con los pies y llevando el cuerpo hacia atrás hasta que todos —guardias, ella misma y estanterías— cayeron al suelo. Los hombres se colocaron encima de ella mientras la emperatriz lanzaba patadas y trataba de desasirse. Finalmente la tendieron en el suelo entre los volúmenes esparcidos. El capitán le separó las piernas mientras los otros dos, sin dejar de sujetarle los brazos, colaboraron con su jefe inmovilizándole entre las suyas.
—¡Asquerosos cerdos impotentes! ¡Puercos repulsivos! ¡Perros! —aulló ella.
Kao-tsung arrojó su bastón, se quitó la ropa y se colocó ante ella, desnudo. Su miembro erecto, reluciente y púrpura, vibraba con cada latido. Hizo otro gesto, señalándose la boca; una vez más, los guardias lo entendieron. Wu, también. Soltó un escupitajo y lanzó una mirada furibunda. El guardia pateado, que seguía en el suelo gimiendo y meciéndose adelante y atrás, se movió para cumplir la muda orden del emperador. Se levantó a duras penas y se arrastró encorvado hasta el diván, donde yacían revueltas las ropas de los amantes. Con un gemido de dolor, cogió uno de los ceñidores de la emperatriz y lo depositó en la mano extendida del capitán. El capitán acercó el ceñidor de grueso satén a la boca de Wu.
—¡Haré que os descuarticen a todos! ¡Os haré despedazar! ¡Os castraré! ¡Os ahogaré y os descuartizaré! ¡Os echaré a los perros!
Por fin, quedó amordazada, pero no antes de dar un buen mordisco en la mano al capitán. El hombre lanzó un grito y se llevó el dedo herido a la boca mientras el otro guardia, el que había recibido la patada, hacía cuanto podía por terminar el trabajo de taparle la boca a la emperatriz.
Kao-tsung se inclinó y le introdujo el resto del ceñidor en la boca con su propia mano; apoyado en el brazo bueno, se colocó entre sus piernas. Con un empujón brutal de las caderas, la penetró mientras los guardias miraban como si fueran a caérseles los ojos de las órbitas.
La penetró con toda la energía que pudo, y movió la pelvis violentamente una decena de veces; después, hizo una pausa y se mantuvo inmóvil, saboreando la sensación del cuerpo de Wu retorciéndose bajo el suyo mientras sus ojos negros enfurecidos lo taladraban por encima de su boca tapada, y el placer creció dentro de él con dolorosa intensidad. Se sintió a punto de vaciarse y luchó por contenerse.
Y entonces, habló. Su voz, que nadie había oído desde hacía meses, llenó la biblioteca y lo sobresaltó tanto como a Wu y a los guardias. Y cada sílaba fue acompañada de una violenta acometida.
—Las ciudades que construyen los hombres inteligentes las hacen caer las mujeres astutas —proclamó con voz ronca, repitiendo las palabras del Libro de Odas.
A continuación, sus ojos se cerraron y su rostro se acercó al de ella hasta que notó en la mejilla fría y sudorosa el aliento cálido que escapaba de la nariz de la emperatriz. A pesar de sí misma, Wu también cerró los párpados mientras la rabia acumulada en tantos meses de silencio se descargaba dentro de ella.