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Año 653

En la era de Yung Hui (de la Excelencia Perpetua). Yangchou, ciudad portuaria comercial en la encrucijada del curso bajo del río Amarillo y el Gran Canal.

Fueron los dientes del pobre jardinero lo que se le quedó grabado en la memoria al magistrado ayudante Di Jen-chieh. De no haber visto aquellas protuberancias descoloridas, Di no habría sospechado jamás que un inocente se encaminaba a una muerte prematura y cercana.

Para Di, pocas cosas había que recordaran la naturaleza mortal común a toda la humanidad de manera tan palmaria como el estado de los dientes —o su ausencia— en la boca de un hombre. Los dientes eran como piedras; no formaban parte de uno, en realidad, sino que eran préstamos, fragmentos de mineral de la propia tierra incrustados en la cabeza, más duros que los propios huesos. Por ejemplo, cuántas veces, mientras hablaba con alguien, había observado los patéticos dientes amarillentos y prominentes de su interlocutor y había tenido que concentrarse para prestar atención a sus palabras y no perderse en la contemplación de sus horrendos incisivos. Unos incisivos que, si alguien exhumaba el esqueleto del individuo un siglo después de su muerte, tendrían exactamente el mismo aspecto que en aquel momento, cuando asomaban entre sus dientes al hablar. Era en tales momentos cuando Di experimentaba un sentimiento más intenso de compasión por sus semejantes, atrapados como estaban —todos, él incluido— en el dilema de existir.

No había sufrimiento comparable con el dolor de muelas. En la sala del tribunal, lo primero que había atraído la atención de Di hacia la boca del preso fueron aquellos dientes que sobresalían, fascinantemente repulsivos. Di los había visto mientras el hombre respondía al interrogatorio y acompañaba sus palabras con muecas emotivas. Con qué claridad reconocía, por propia y penosa experiencia, aquel leve farfulleo al hablar y la ternura solícita con que el hombre cuidaba el lado derecho de la mandíbula. Aunque intentaba ocultarlo, el acusado había pasado un tormento a causa de los dientes mientras se esforzaba en responder a unas preguntas de las que pendía su propia vida. Había sido entonces cuando habían surgido en la conciencia de Di las primeras dudas perturbadoras.

Pero no había dicho nada. Al fin y al cabo, no era más que un magistrado ayudante recién incorporado a la corte del más anciano y respetado magistrado superior de la ciudad de Yangchou. Había guardado silencio, diciéndose que su imaginación desbordante le estaba jugando una mala pasada. Y no había sido hasta después de la ejecución, que se había producido con desconcertante rapidez tras la declaración de culpabilidad y la sentencia, cuando Di había experimentado aquel espantoso momento de iluminación y los dientes del jardinero se habían hincado en su mente y en su alma. Si era cierta su terrible sospecha —que el prisionero tenía la boca fatal y que había sido un foco de dolor incesante en todo momento del día— y si se confirmaban algunas otras hipótesis planteadas en el juicio, aquel hombre no podía en modo alguno ser el autor del asesinato.

Había tenido lugar la mañana siguiente al juicio. El reo avanzó dando traspiés bajo el peso de la canga de madera que le rodeaba el cuello mientras los alguaciles lo empujaban con aspereza a través de las verjas hasta el patio. El hombre no gritaba ni lloraba, como hacían algunos condenados, ni guardaba un silencio desafiante; caminaba hablando animadamente para sí, en voz baja, y mantenía los ojos cerrados con fuerza.

Di Jen-chieh había presenciado muchas ejecuciones y creía haber visto todas las conductas posibles por parte de los reos que se disponían a morir. Unos avanzaban con mucha arrogancia y otros llamaban a su madre y se ensuciaban los pantalones. También había visto reírse a algunos. Pero jamás había encontrado a un hombre que mantuviera una conversación consigo mismo en un tono de voz cotidiano y normal.

El preso avanzaba a trechos; cuando se detenía, un empujón de los guardias le impulsaba de nuevo hacia delante. Cortés pero decidido, el magistrado Di se abrió paso entre las filas de funcionarios hasta situarse delante cuando el hombre llegaba a su altura; durante unos instantes, sus palabras resultaron perfectamente audibles, aunque Di dudó de que alguien más hubiera prestado atención a ellas.

—Pero mis hijos, mi esposa… —decía el hombre en tono suave, razonable y persuasivo—. ¿Qué van a hacer ahora? Tendrán que comer, que vivir… pero sólo comerán y vivirán vergüenza. Vergüenza y deshonra… Será una gran desgracia… Y mi difunta madre, y mi difunto padre… sus espíritus vagarán en la oscuridad de la ignominia eterna… No es lo que se merecen, desde luego… No, es inaceptable, totalmente inaceptable…

Los guardias obligaron a arrodillarse al reo y sus palabras se hicieron más suaves, casi un susurro. Se meció levemente, con los ojos aún cerrados. Di imaginó que en aquel momento se extinguía la última frenética esperanza de que la sentencia fuera a ser suspendida. Sin duda, el hombre notaba que la puerta se iba cerrando tras él de manera definitiva. No una mera puerta: todo un muro, de negra obsidiana, de diez mil palmos de grosor, a través del cual no llegaría jamás un sonido ni una luz. Durante los breves instantes que había tardado el prisionero en llegar trastabillando desde la verja hasta el centro del pequeño patio, Di había experimentado el peso de la muerte que ahora aplastaba al desdichado.

Los cerrojos del cepo de madera fueron abiertos y arrojados a las piedras. El verdugo y dos ayudantes liberaron al prisionero del cruel artilugio que le rodeaba el cuello y las muñecas. Di observó una zona de piel desnuda y ensangrentada en la nuca del hombre, donde la áspera madera le había arrancado el pelo. Los auxiliares le pusieron las manos a la espalda y las ataron con una gruesa soga.

El preso abrió los ojos, para sobresalto de Di, y dirigió rápidas miradas aquí y allá, inspeccionando el patio como si estuviera poseído por algún espíritu terrible e inquieto que no hubiera visto nunca aquel mundo y buscara a su alrededor, con desesperación, algo de lo que asirse.

En el instante siguiente, mientras el hombre era puesto en pie otra vez y conducido hacia la pared del fondo del patio, Di vio que el espíritu se despedía desde aquellos ojos y abandonaba el cuerpo condenado como un pescador abandona la barca que naufraga. Tras esto, los ojos del desdichado quedaron calmados, vacíos y perdidos.

—¡Decid a mis hijos que no es culpa mía! —exclamó de improviso con una voz aguda y escalofriante—. ¡Que lo sepan! ¡Decidles que ellos…!

Los alguaciles lo empujaron otra vez, haciéndolo caer con todo el peso de su cuerpo sobre ambas rodillas. Di hizo una mueca al oír el golpe del hueso contra las losas del suelo. Los ojos del preso estaban fijos ahora en el alto muro que remataba la verja. El magistrado creyó entender: sin duda, los ojos buscaban una última imagen de este mundo… y no habían podido encontrar otra visión que el siniestro remate de una pared de ladrillos. Apenas un muro gris.

—¡Decidles que se equivocan! ¡Que se equivocan… que se equivocan! —volvió a gritar el condenado.

El verdugo ató los dos extremos del garrote de cuero trenzado en torno a sus manos de modo que quedaran cuarenta centímetros de cordón entre los nudillos de ambas manos. Tensó el cordón y, cuando estuvo satisfecho de la resistencia del cuero, hizo una señal con la cabeza a los dos ayudantes, que obligaron al condenado a inclinar la cabeza hasta el suelo. El hombre apoyó una mejilla en la fría piedra como si encontrara algún consuelo en ello; los ayudantes se apartaron y dirigieron una reverencia al anciano magistrado superior que presidía el grupo de funcionarios, de rostro sombrío. El anciano extrajo una pequeña cédula de papel de un envoltorio de seda.

El ejecutor de la justicia se colocó encima del condenado, a horcajadas sobre él y sujetando sus hombros con las rodillas. Deslizó el cordón de agarrotar entre el suelo y la mejilla del jardinero y, con un movimiento brusco y violento, impulsó la cabeza hacia arriba de modo que los ojos se vieron obligados a mirar hacia el círculo gris del cielo.

—Por los crímenes cometidos contra el Hijo del Cielo y contra el reino, por los crímenes cometidos contra el prefecto de Yangchou y la provincia de Huai-nan… —El anciano magistrado superior pronunció la sentencia como si leyera el papel, aunque Di se percató de que, en realidad, no estaba mirando el documento ni había apartado la mirada del hombre que estaba a punto de morir—. Por el delito de robo, movido por la codicia, que tuvo como consecuencia la muerte brutal y prematura del venerado y honorable ministro de Transportes…

—Crees que no puedes cometer errores —dijo el jardinero con el levísimo aliento que le permitía el cordón. Su voz era un susurro ahogado—. Las autoridades civiles… —jadeó—. El espíritu de mi madre… de mi padre…

—Hazlo callar ahora mismo, verdugo —ordenó el magistrado.

—El asesino eres tú… —consiguió articular el hombre antes de que el ejecutor diera un nuevo tirón, sofocando sus palabras.

El verdugo colocó una rodilla entre los omoplatos del prisionero, empujando la parte superior del torso contra el suelo; con un movimiento fluido, experto y concienzudo, tensó el garrote al tiempo que tiraba de la cabeza hacia atrás. Mantuvo la posición un momento; a continuación, dio un nuevo tirón de la cabeza mientras retorcía el garrote todavía más. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar y Di oyó que los funcionarios en torno a él jadeaban por lo bajo. Durante un momento interminable, torturador, el verdugo mantuvo su postura espantosa sobre el agonizante con las venas y tendones de las muñecas y de los brazos en relieve, como los de una estatua de madera pintada. El ajusticiado, con el rostro cárdeno y los ojos desorbitados, abría y cerraba la boca espasmódicamente en un gesto que a Di le recordó un pez moribundo.

Una muerte horrible e insultante, pensó Di cerrando los ojos. Mucho peor que la decapitación. Tantas bobadas y prejuicios contra la profanación del cuerpo que significaba separar la cabeza del resto antes del entierro… Todo aquello no era nada comparado con el absoluto insulto para el cuerpo y para el alma de aquel método brutal. Contra su voluntad, abrió los ojos otra vez.

Las piernas del ejecutado se estiraron, muy tensas, y luego empezaron a contraerse y debatirse con violentos espasmos al ritmo agitado de la danza de la muerte, mientras los brazos luchaban involuntariamente por liberarse de la soga de seda. Cuando el verdugo tensó el cordón en un último esfuerzo, la cabeza se volvió hacia un lado. Tras esto, afortunadamente, las manos aflojaron el garrote y el cuerpo del jardinero se derrumbó por fin en el suelo. De su garganta escapó un sonido gutural. Di sabía que se trataba, simplemente, de la expulsión de ch’i y éter del receptáculo de los pulmones empujado a través de la sangre y los humores que vibraban como el fino parche de un tambor weir. No era el carraspeo de un alma enfadada por tener que abandonar el cuerpo.

Di permaneció donde estaba hasta que el magistrado superior terminó de pronunciar la sentencia de muerte y se llevaron del patio, a rastras, el cuerpo del desgraciado. Observó a los demás funcionarios, en los cuales parecía fluir de nuevo la vida y la determinación. Antes le había parecido que todos ellos notaban la rodilla del verdugo entre sus propios omoplatos y el garrote cosquilleante en su cuello; ahora, sus murmullos empezaban a relajarse y se reanudaban las conversaciones habituales, reafirmándose en su carácter cotidiano. Sin embargo, mientras abandonaban uno tras otro el pequeño patio. Di observó que más de uno de los funcionarios levantaba la mano y se acariciaba el cuello en un gesto inconsciente al tiempo que cambiaba algún comentario reconfortantemente banal con un colega.

La mañana siguiente, antes de que se levantara el resto de la familia, Di alisó con una mano el papel que tenía ante él sobre el escritorio, al tiempo que introducía el pincel en el tintero con la otra. Escurrió el exceso de tinta de las cerdas del pincel y contempló la hoja inmaculada.

Su abuelo había llevado un diario durante casi toda su vida, dejando un registro detallado y formidable, tan voluminoso que, al morir el viejo, habían sido precisos dos criados fuertes para trasladarlo desde la casa del abuelo a la del padre.

Di suspiró. En anteriores ocasiones ya había intentado emular a su abuelo poniendo por escrito sus pensamientos en los momentos de apuro. En el pasado ya había afrontado muchas situaciones problemáticas, pero ninguna tan dolorosa y complicada como la que ahora se le planteaba. En realidad, Di no estaba demasiado convencido de lo que siempre repetía su abuelo respecto a que expresar por escrito con detalle las propias opiniones ayudaba a aclarar las ideas, pero en aquellos momentos se sentía especialmente abatido e impotente. Llevaba menos de una semana en la ciudad de Yangchou, a orillas del Gran Canal, desde su traslado de Pienchou y ya se sentía abrumado por un gran peso y perturbado por la incertidumbre. Tenía que hacer algo.

Escrito en el diario de Di Jen-chieh, en la hora de la Liebre, el quinto día del décimo mes del segundo año de la era de Yung Hui —de la Excelencia Perpetua— de nuestro divino soberano, el emperador Kaotsung, Hijo del Cielo:

Esta mañana he despertado con una sensación de abatimiento e inutilidad. Hoy es el día después de la ejecución de un pobre jardinero que había servido en la hacienda del ministro de Transportes de Yangchou como comerciante asalariado. En las semanas previas a mi llegada, el apreciado ministro había sido asesinado y, aunque las circunstancias que rodeaban el suceso estaban lejos de resultar claras, el jardinero fue sometido a un juicio sumario. Ayer, en el decimocuarto día desde la reunión anual de la Asamblea de Otoño ante el órgano judicial supremo de la capital, ese hombre, padre de seis criaturas, fue ejecutado mediante estrangulamiento. A decir verdad, dudo mucho de que en la siguiente reunión de ese nobilísimo e ilustrísimo colegio de juristas se hubiera considerado merecedor de revisión un caso en el que el reo era de tan humilde posición. En cualquier caso, el destino del pobre jardinero no salió en ningún momento de las manos del tribunal de Yangchou. Las tragedias de los pobres siempre se deslizan inadvertidas entre unos engranajes excesivamente grandes.

No puedo apartar de mis pensamientos la cara del jardinero. ¿Qué vi en ella? Aunque doy vueltas en torno a la verdad en un intento desesperado de evitarla, sé con opresiva certeza qué expresaba su rostro: la sensación de haber sido traicionado por completo. La mueca no podía ser fingida. Al menos, no era de esperar que lo fuera en esos momentos previos a la muerte, cuando sólo prevalece la verdad. ¿Pero quién, o qué, puede haber traicionado al jardinero inocente? La respuesta es demasiado terrible de admitir: el mundo. La propia vida.

Me consuela un poco el hecho de que el viejo juez Lu esté cerca del retiro. De no ser por eso, elevaría al trono una petición de traslado.

La actitud del viejo constituye una torpeza peligrosa y desconsiderada; con su manejo apresurado y negligente de cuestiones vitales, mantiene un dominio injustificado sobre las vidas de los hombres. No quiero tener nada más que ver con el viejo magistrado Lu y el espanto de la ejecución de ayer. Pero…

Pero había algo en él que me decía que el anciano Lu no siempre se había comportado de aquella manera. Desde mi primer día como ayudante en la oficina del juez, me había percatado de que éste, en otro tiempo, había sido un funcionario muy concienzudo. He echado un vistazo al registro de sus casos y pude confirmar en cierta medida esa impresión. No obstante, es evidente que el tiempo lo ha maleado. El tiempo y ciertas tentaciones de la vida que se vuelven irresistibles cuando nos damos cuenta de que nos queda tan poco de ella. Muchos dicen que nos volvemos más sabios con la edad. Tal vez sí, pero uno también puede sentirse cansado, y la corrupción y el soborno llegan a convertirse en un almohadón mullido bajo los huesos artríticos de un anciano sin apenas carnes.

Además, queda un hecho simple y evidente que sin duda explica en parte, por lo menos, la rapidez y la torpeza del juicio: alguien tenía que morir por el asesinato del ministro de Transportes. De lo contrario, el caso más importante y más comentado del anciano magistrado Lu en sus últimos días de actuación en el cargo quedaría por resolver. «Enterrad el muerto antes de que huela», dice el viejo adagio. En este asunto hay algo que huele muy mal y, aunque quisiera, no podría apartarlo de mi cabeza.

Me siento obligado a asegurarme de que mi intuición acerca de los dientes del jardinero es acertada. Y lo único que puedo hacer para ello, aunque me disguste tener que causarle más aflicción, es ir a visitar a la viuda.

Di apartó el recado de escribir y se sintió abrumado por una sensación de fracaso muy directa. Le dolían el cuello y los hombros. Aquella mañana, la rigidez era peor de lo habitual; encogió los hombros, volvió la cabeza a un lado y a otro y escuchó la desagradable crepitación de los huesecillos de la nuca. Pensó por un instante en el cuello del jardinero y apartó enseguida el recuerdo de su mente.

Di reflexionó sobre sí mismo. No sólo había fracasado en el mundo exterior, más allá de las puertas de su casa, sino también dentro de ella. No había dado la talla en sus obligaciones como padre, como maestro y, sobre todo, como modelo de disciplina moral para sus hijos. Esto último era sin duda lo peor, pues Di consideró que, de haber tenido éxito como padre y maestro previamente, el tercer problema no habría aparecido en absoluto. Sin embargo, las cosas habían alcanzado tal grado de descomposición, al parecer, que Di no tenía más que abandonar la casa, como había hecho con las primeras luces la mañana de la ejecución, para que todo se sumiera en el caos. Fue Confucio quien dijo que «si el amo es recto, todo seguirá su curso en orden aunque él no esté presente para dirigirlo. Pero si el amo no es probo, de nada sirve que dé órdenes, pues no serán cumplidas».

¿Dónde le colocaba a él, con su hacienda en desorden y sus hijos revoltosos, aquella escogida muestra de enseñanza moral? El magistrado que es incapaz de poner orden en su propia casa no debería atreverse ni siquiera a aparecer en público. De hecho, tal magistrado difícilmente puede convencerse de que en los salones del gobierno hay lugar para él, o de que pueda constituir un ejemplo cívico para nadie. Sus hijos no sentían el menor respeto por el ejemplo que Di creía haberles proporcionado tan claramente. En su ausencia, ninguno de los chiquillos mostraba un ápice de refinamiento y urbanidad; al contrario, se convertían en auténticos demonios salidos del infierno.

Balanceó las piernas en el borde del diván de día. Estaba hambriento. Tendría que ocuparse de los dos muchachos, pero no lo haría hasta haber tomado un té con pastas y fruta. Los pequeños detestaban la fruta.

Los criados sirvieron a Di un té de naranja y rosas, ligeramente sazonado, y pastelillos de sésamo y fruta en el pabellón del jardín. Se movían en torno a su joven amo con paso silencioso y sin el menor asomo de sus alegres bromas habituales. Cuando depositaron la bandeja en la mesa, tuvieron especial cuidado en no hacer ruido con los platos y cuencos. Di observó sus rostros, que evitaban su mirada, y se preguntó si tan evidente resultaba su estado de ánimo melancólico. ¿Qué les rondaba por la cabeza? ¿Que iba a ver a sus hijos ejecutados por sus transgresiones?

Cuando los criados hubieron recogido todos los platos menos el cuenco de la fruta y se disponían a abandonar el pabellón, Di retiró el taburete de la mesa y se puso en pie.

—Ahora, traedme a mis pequeños problemas —dijo con tono fatigado. El segundo criado se volvió e hizo una reverencia, acusando recibo de la orden—. Dos momentos de placer… ¡y ved las consecuencias! —murmuró mientras movía la cabeza. El primer criado respondió, incómodo, con una media sonrisa; después, se inclinó ligeramente y salió a toda prisa para alcanzar al otro.

Di empujó el frutero hacia los chiquillos plantados de pie al otro extremo de la mesa. Ninguno de los dos mostró el más ligero interés por lo que les ofrecía su padre.

He aquí a mis hijos, pensó éste. El mayor se niega en redondo a mirarme y mantiene los ojos clavados en el suelo mientras abre y cierra los puños con gesto malhumorado. El menor, agarrado al codo de su hermano, se limita a mirar fijamente a su padre.

¿De dónde habían sacado aquella terquedad inflexible? De su familia paterna, no. Tampoco era herencia suya la habilidad para eludir responsabilidades. El mayor, con apenas nueve años, tenía una capacidad asombrosa para disimular, y fingía con tan retorcido ingenio que hasta su hermano pequeño, de sólo seis, que acababa de conspirar y perpetrar cualquier trastada con él, terminaba convencido de la inocencia de ambos. El mayor era un ejemplo de astucia, mientras que el pequeño era un tratado de lealtad inquebrantable, un chiquillo con una única función y un único deseo, un ser total y absolutamente dedicado a complacer a su hermano.

El día anterior, al regresar a casa a última hora de la tarde, Di había conocido de boca de su segunda esposa, casi histérica, en qué consistía la última diablura de los chicos: una gamberrada indecible en la que habían introducido un cerdo incontinente en una de las alcobas, la misma mañana de la ejecución.

Cuando el padre y sus dos hijos estuvieron frente a frente, Di se encontró en franca desventaja pues tenía que protegerse los ojos del sol para poder mantener la mirada en los niños. Decidió moverse para evitar que la luz lo deslumbrara y, cuando lo hizo, ellos se movieron también, manteniendo la distancia que los separaba de su padre. La mirada sostenida y penetrante de Di no produjo el menor efecto; el mayor, que permanecía cabizbajo, puso a prueba a su padre con una breve mirada insolente. Sólo la mantuvo un instante, pero bastó para que Di apreciara que no había en ella el menor rastro de remordimiento redentor. Mientras tanto, el pequeño mantuvo la suya fija, sin un pestañeo siquiera. Sus facciones menudas permanecieron perfectamente impasibles e impávidas; Di tuvo la certeza de que si no se decidía a romper el silencio, los tres podrían quedarse trabados en aquel triángulo testarudo hasta que la clepsidra marcase el cuarto de la caída de la tarde.

—Joven Yung —dijo, pues, al tiempo que avanzaba hacia el extremo de la mesa tras el cual estaban los pequeños. Esta vez, los chiquillos no se movieron—. Estoy hablando contigo. Mirarás a tu padre cuando te dirija la palabra. —Colocó el índice bajo la barbilla de su hijo mayor y levantó lentamente su cabeza—. Mirarás a tu padre cuando te dirija la palabra —repitió. Los ojos del hijo mayor miraban ahora directamente a los de su padre—. Tú eres el instigador de los problemas cuando estoy fuera, cumpliendo con mis obligaciones en la ciudad. Tengo razón, ¿verdad? —Qué débil y pomposa sonaba la pregunta—. ¿Qué es lo que dice Confucio? «Que no haya maldad en vuestros pensamientos». Algún día, tú servirás al gobierno igual que yo. ¿Pero cómo, muchacho?

El chiquillo entornó los párpados como si fueran las puertas de una fortificación que se aprestara a un largo asedio; dejó abierta sólo una fina rendija. Di tiró con más firmeza de la menuda barbilla, percibió la delicadeza del hueso contra sus dedos y detectó una leve pero manifiesta resistencia.

—«Quienes en la vida privada se comportan mal con sus padres y sus mayores, en la vida pública muestran una clara disposición a resistirse a la autoridad de sus superiores… Y si tales hombre inician una revolución en la…». —Dejó la cita sin terminar. Había cometido un error. Alcanzó a observar una leve vibración en la comisura de los labios de su hijo mayor. ¡El niño trataba de reprimir una risilla!

A su lado, el menor soltó una risotada. Di retiró los dedos de la barbilla del mayor, pero éste mantuvo la cabeza en la misma posición forzada hacia arriba, en un acto de puro desafío. Lo que me gustaría, pensó el padre, es marcharme sin más y dejar a este par de cachorros inútiles aquí plantados. Pero es un lujo que no me está permitido.

Di posó las manos en la mesa que tenía delante y pareció examinar sus dedos extendidos y separados. Con un suspiro, volvió la atención al más joven.

—Recordad… el Maestro dijo: «La buena cuna no es un instrumento que ha de utilizar alguien de extracción inferior». —Se inclinó hacia delante hasta apoyar todo su peso sobre la mesa—. ¿Alguno de los dos entiende a qué me refiero?

Aguardó una respuesta. De repente, notó que algo se desmoronaba. Había llegado al final.

—¡Responded! —exigió con ferocidad, dando una enérgica palmada sobre la mesa. Di se sorprendió de su propia vehemencia, pero tuvo la satisfacción de ver que los chiquillos daban sendos respingos.

—No lo sé, padre —dijo por fin el mayor, apenas en un susurro, al tiempo que en sus ojos asomaba por fin un destello de consternación.

—¿«No lo sé, padre»? —le remedó Di, aprovechando la ventaja de llevar la voz cantante—. ¿Qué clase de respuesta es ésa?

El chiquillo mostraba ahora unos ojos muy abiertos y suplicantes, como si buscaran la respuesta.

—Lo primero es la sinceridad. —Di hizo una pausa para darle tiempo a reflexionar sobre ello. Después, continuó calmosamente—: ¿Quién es el responsable del estropicio de esa alcoba del ala oeste?

Se produjo un largo silencio durante el cual los pequeños intercambiaron varias miradas, alternadas con momentos en los que bajaban la vista al suelo. Por último, el mayor aventuró una réplica:

—No fuimos nosotros quienes ensuciamos la alcoba —declaró con una vocecilla valerosa.

—¿Quién lo hizo, entonces? —Di enarcó las cejas.

—¡El cerdo!

Más tarde, cuando hubo despedido a sus hijos con una severa advertencia y una «sentencia» —durante una semana, recibirían órdenes del mayordomo y colaborarían en los trabajos domésticos propios de los criados—, la mano aún le escocía ligeramente debido a la fuerza con que la había descargado sobre la mesa. ¿De dónde había salido aquella energía? Se miró la palma de la mano; no estaba seguro, pero tenía la poderosa sensación de que si el encuentro con sus hijos hubiera tenido lugar antes de la ejecución y no al día siguiente, las cosas habrían sido muy diferentes. Probablemente, se dijo con disgusto, todavía estaría en el pabellón, balbuceando trivialidades ante sus caritas burlonas.

No obstante, idéntico disgusto le producía lo que había hecho. ¿Era así cómo iba a tratar en adelante a sus revoltosos retoños? ¿A base de gritos y de golpes en los muebles?

La vida de Yangchou se desarrollaba en el agua. Situada en la confluencia del Gran Canal y el Yangtse-Kiang, al final del largo viaje del gran río de 9500 li[2] a través de China, las incontables vías fluviales que se entrecruzaban en la ciudad facilitaban el comercio entre el río, el canal y el océano. Para Di, los olores y el bullicio del tráfico fluvial, del comercio que se desarrollaba y de la multitud estruendosa eran un absoluto deleite después de vivir en Pienchou, una ciudad seca y amodorrada en comparación, donde él y su familia habían residido durante los diez años anteriores. Cuando se presentó una oportunidad de traslado, Di la aceptó sin vacilar, pero sólo después de haber visto y olido Yangchou se había dado verdadera cuenta de lo harto que estaba de su anterior destino.

Como joven magistrado auxiliar, a sus treinta y pocos años, Di tenía a su cargo la resolución de los casos civiles menores, aquellos que no tenían suficiente entidad como para merecer la atención de su superior. La investigación de los detalles y de los antecedentes de algunos de esos casos —inspecciones de listas del censo, de registros de impuestos y demás, o esporádicas visitas a las casas de los afectados— proporcionaba a Di frecuentes excusas para dejar sus despachos y deambular por las calles de la ciudad. La mayoría de los magistrados, perezosos y pegados a sus sillas, enviaba a sus ayudantes jóvenes a tales misiones. Di era la excepción: le gustaba acudir personalmente, hablar con la gente e indagar.

En esta ocasión no lo hacía estrictamente por un asunto oficial. No le incumbía a él indagar en un caso cerrado. Reabrirlo, saltarse a su superior, exigiría una solicitud y un proceso largo y complicado, pero nada le impedía actuar por su cuenta para su propia satisfacción. Si más adelante tenía que reabrir el caso, pensó con aire sombrío mientras cruzaba un puente sobre un canal de aguas perezosas, llenas de desperdicios, ya se preocuparía entonces de cuáles eran los procedimientos adecuados.

A medida que descendía hacia los barrios depauperados del oeste de la ciudad, los canales y callejas se hacían cada vez más estrechos y sucios, y los olores eran menos familiares. Probablemente, se dijo Di, el jardinero habría añorado aquellas callejuelas mientras aguardaba en su celda el momento de la ejecución.

Cuando encontró la casa de la viuda y se presentó, la mujer le lanzó una mirada de odio mal contenido. Pero ¿que reacción podía esperarse ante cualquier uniforme oficial después de la pérdida que le había infligido el sistema judicial? Aunque deseaba ardientemente hacerlo, Di se abstuvo de revelarle el verdadero propósito de la visita.

Y así, plantado con humildad ante el dolor y la cólera de la mujer, recibiéndolos de lleno como si estuviera ante una ventana abierta y dejara que le azotase el viento invernal, Di preguntó a la viuda acerca de los dientes de su marido. Al oírle, la mujer lo miró con desconcierto, preguntándose sin duda qué nuevo ultraje iba a caer sobre ella… ¿Un impuesto, quizá, calculado sobre la base del número de dientes que el cabeza de familia se había llevado consigo al abandonar este mundo por la fuerza? Después, el doloroso recuerdo se adueñó de ella y el desconcierto dio paso a un nuevo acceso de pesadumbre.

—Le dolían tanto… —dijo entre sollozos, moviendo la cabeza—. Todos los días. ¡Ah, el pobre…! —Levantó los ojos hacia Di y las lágrimas rebosaron de ellos—. Le preparaba la comida como si fuera un niño pequeño. La trituraba para que estuviera blanda y la pudiera comer. A veces —añadió en voz baja, contrayendo el rostro— incluso la masticaba por él.

Tras esto, la pobre viuda se encerró en el llanto. Di le dio las gracias, aunque no estuvo seguro de que le hubiese oído, y se despidió. No deseaba seguir entrometiéndose en su dolor. Ahora estaba lleno de determinación y de impaciencia. Con la visión del rostro de la viuda contraído por el dolor muy presente, cubrió la distancia que le separaba de la sede judicial casi tan deprisa como si lo hubiera hecho en carruaje.

No tuvo muchos problemas para poder echar un vistazo a las actas del juicio. En su calidad de magistrado ayudante, uno de los cuatro al servicio del anciano juez Lu, su petición de examinar los archivos de tribunales no era del todo irregular, pero, al ser un recién llegado y carecer de una orden del propio magistrado superior, tuvo que abrirse camino a través de escribientes y ayudantes de escribiente con muy diversos grados de deferencia. Cuando, por fin, dio con el funcionario encargado de las transcripciones que andaba buscando y le hizo la petición, el individuo le dirigió una mirada agria pero le condujo al archivo de actas, tres tramos de escalera más arriba, en los cuales se cruzaron con decenas de escribientes, funcionarios y auxiliares judiciales. El individuo abrió la puerta y se hizo a un lado al tiempo que dedicaba a Di una mirada con la que decía que le consideraba un extraño en sus dominios. Preocupado por conseguir la colaboración y la discreción del hombre, Di le agradeció profusamente su ayuda, induciéndolo a creer que poseía algún tipo de autoridad que infundía el debido respeto en el bisoño magistrado. Esto ablandó bastante al funcionario; al final. Di se encontró cómodamente sentado ante una mesa de lectura mientras el individuo se ocupaba de localizar los documentos y de colocarlos ante el magistrado. Di aceptó el ofrecimiento de un cuenco de té caliente y empezó a trabajar.

Tomó nota de los detalles destacados. El ministro de Transportes había muerto en su despacho, golpeado por detrás mientras tomaba su habitual refrigerio de media tarde, un té con pastelillos. Encontraron el cadáver en el suelo, boca arriba, con migas de los pastelillos esparcidas sobre el cuerpo y la alfombra. En el juicio se había pintado una gráfica imagen verbal del asesino que, insensible, daba la vuelta a su víctima con el pie y se colocaba luego encima de ella mientras devoraba los pastelillos y dejaba caer las migajas sobre el difunto en una muestra final de desconsideración.

¿Era posible que un hombre al que le dolían tanto los dientes que hasta se le notaba al hablar, cuya esposa masticaba la comida por él para que pudiera alimentarse, se dedicara a mordisquear un pastelillo cubierto de miel? Sólo alguien que hubiera experimentado aquel dolor —como él mismo, se dijo Di, que en cierta ocasión había llegado a pensar en cortarse la cabeza para acabar con la tortura— podía responder a la pregunta sin vacilaciones: rotundamente, no. Un hombre en tales circunstancias no probaría un pastelillo de aquellos. Sólo podría hacerlo si alguien lo amenazara con un puñal a la altura del corazón. Estaba claro que, si era cierto que el asesino se había colocado encima de su víctima a comerse la pasta, no podía tratarse del pobre jardinero que había pagado con su vida la muerte del ministro. La cuestión era, pues, si la premisa de un asesino voraz que había dado cuenta de la comida de su víctima resultaba o no acertada.

Pensó en las migajas. Todas aquellas suposiciones se habían basado únicamente en la presencia de aquellas migajas. Las había en torno al cuerpo y en la parte delantera de su ropa. La imagen del asesino devorando el refrigerio de su víctima recién terminada su vil acción resultaba irresistible, desde luego, y había gozado de la credulidad, incondicional y predispuesta, de todos los presentes en la sala del tribunal. El mismo, de no haber experimentado personalmente el sufrimiento en su boca, habría estado tentado de creerlo. El hecho se había considerado irrefutable —y las evidencias eran por cierto concluyentes—, pero Di sabía que el factor decisivo había sido, en último término, el deseo de la gente de creerlo. Así actuaba el imaginativo apetito humano de romanticismo morboso, reflexionó.

Si el cuerpo hubiera estado boca abajo y las migajas hubieran aparecido sobre su espalda, el asunto no habría ofrecido dudas; por muy descuidado que fuera el hombre, era imposible que se las hubiera echado él mismo. En cambio, era perfectamente posible que le cayeran sobre el pecho y por el suelo a su alrededor. Por lo tanto, si Di quería determinar la inocencia del jardinero ejecutado, tendría que demostrar positivamente que las migajas habían caído de los labios toscos de un asesino y no eran restos desperdigados por el desaliño de la propia víctima. Y sabía lo que tendría que hacer si quería convencerse él mismo, más allá de toda duda, de la inocencia del jardinero. Dio las gracias al funcionario y abandonó las dependencias judiciales tras avisar a dos de sus ayudantes de que no tardaría en volver.

Cuando Di llegó de nuevo a su despacho, llevaba dos paquetes. Uno despedía un aroma fragante y contenía pastelillos de la misma tienda que había servido al ministro de Transportes. Los pastelillos eran idénticos a los que el funcionario asesinado se había hecho llevar la tarde de su muerte. El otro paquete contenía un objeto bastante macabro: la túnica que llevaba el ministro en el momento de morir. Di no podía creer la suerte que había tenido al conseguirla. Se había detenido en la funeraria a la que llevaron el cuerpo para amortajarlo antes de ser devuelto a la familia. Le había preguntado al encargado si la prenda aún estaba en el recinto, convencido de que respondería que no, y se había sentido exultante de satisfacción cuando el hombre apareció momentos después y la depositó en sus manos. Era una túnica de uniforme que habían quitado al cuerpo y guardado en un cajón a la espera de que la reclamara la familia, pero habían transcurrido las semanas sin que ésta lo hiciera y allí seguía. Di entregó unas monedas al hombre y le dio las gracias efusivamente.

Ya en el despacho, abrió el paquete, sacó la túnica y la sacudió y cepilló con cuidado para quitarle cualquier mota de polvo. Luego se vistió con ella tratando de hacer caso omiso del desagradable pensamiento de estar colando los brazos por unas mangas que hacía poco ocupaban los brazos de un muerto. Requirió la ayuda de uno de sus jóvenes asistentes para situar el mobiliario del despacho exactamente como estaba en el del ministro asesinado; después, tomó asiento de espaldas a la puerta, con los pastelillos y el té sobre el escritorio, junto a su codo, y fingió ser un burócrata de alto nivel de edad mediana que disfrutaba de su colación de media tarde tras un día de labor diligente, con la cabeza llena de cifras y estadísticas.

Mordió el pastelillo con reservas. El diente que tantos sufrimientos le había causado había sido arrancado de su pobre boca hacía más de un año, pero quien ha experimentado el dolor mantiene sus hábitos protectores mucho después de que hayan perdido su utilidad. Con gran cautela, pues, mordió la pasta, pero pronto descubrió que el barbero había hecho bien su trabajo. No notó dolor alguno y, por tanto, pudo relajarse de nuevo en su papel de ministro de Transportes y dio cuenta del pastelillo con la misma despreocupación con que lo había hecho, sin duda, su antecesor. Estaba delicioso y no tardó en descubrirse alargando la mano para coger otro. Tomó un sorbo de té caliente y bajó la vista: las migajas habían descendido por su pecho hasta el regazo, adhiriéndose al brocado de la túnica. Se relajó aún más y se dedicó a comer con el mismo descuido que cualquiera de sus hijos dedicado a saquear la cocina de la casa. Las migas cayeron en abundancia, como una suave nevada sobre un valle. Di miró el suelo. No descubrió en él ninguna migaja. Estas preferían, al parecer, el brocado de la túnica, del cual colgaban sujetas al bordado de hilos de metal.

—Ahora —indicó Di a su joven ayudante— ten la amabilidad de darme un golpe mortal.

Con gesto obediente, el «asesino» levantó el arma —una porra improvisada con un rollo de papel— y descargó un golpe inocuo en la parte posterior del cráneo de Di.

El magistrado cayó hacia delante, posando primero las rodillas y derrumbándose a continuación en el suelo, boca abajo y con brazos y piernas abiertos. El «asesino» se acercó entonces hasta donde estaba, le dio media vuelta con el pie y lo miró a la cara para cerciorarse de que estaba muerto. Despacio, Di levantó la cabeza y examinó el suelo a ambos lados de su cuerpo; después, inspeccionó la túnica: las migajas, muy húmedas debido a la frescura de los pastelillos y a su calidad, aparecían aplastadas contra la delantera de la túnica, adheridas a ella. No se habían esparcido por el suelo a su alrededor. El asesino, con una sonrisilla complacida en los labios, se colocó entonces encima del cuerpo con un pie a cada lado, cogió el pastelillo que quedaba en la fuente y, sobre su víctima, de pie pero ligeramente ladeado, en la posición más natural en él, se lo comió. Las migajas cayeron en una suave lluvia hasta posarse en la cara de Di y en el suelo.

Di quedó satisfecho, pero apenado: como temía, no podía haber sido el jardinero quien había matado al ministro de Transportes. Era consciente de que sus descubrimientos no serían acogidos con gratitud o con entusiasmo.

Lo que se había presentado ante el tribunal como la prueba condenatoria definitiva no significaba nada. En la casa del hombre ejecutado se habían encontrado algunos objetos de valor pertenecientes a la víctima: unas tallas de marfil y unos jarrones de porcelana, pequeños pero de buena calidad. El acusado había declarado al tribunal que los había encontrado mientras cavaba una zanja en el jardín que rodeaba el edificio. Naturalmente, la explicación se había considerado falsa, aunque Di había observado que era perfectamente posible, incluso probable, que el prisionero estuviera diciendo la verdad. Cualquiera podía haber sustraído aquellos objetos del despacho del ministro sin que éste reparara en su ausencia, para enterrarlos luego en un bancal de flores en la seguridad de que el jardinero los encontraría y se los llevaría a casa. Más tarde, cuando se produjera el asesinato, las piezas robadas serían descubiertas en posesión del hombre y éste sería acusado.

¿Por qué será, se preguntó Di mientras deshacía los lazos de la túnica del ministro de Transportes, que se considera a un hombre más capaz de cometer un asesinato si es un individuo común y corriente, un peón ignorante y tosco que se gana la vida trabajando con sus manos? ¿Por qué se adjudica tan alegremente la culpabilidad a quien lleva tierra bajo las uñas? ¿Cuál es el origen de nuestra suspicacia y de nuestro secreto desprecio? Interesantes preguntas, pero accesorias frente al asunto central, que era la identidad del verdadero asesino. Di aún no tenía ninguna teoría definida, ninguna hipótesis, por remota que fuera. Por lo tanto, sabía que debería empezar por conocer mejor al otro desdichado difunto de aquel drama, el anterior propietario de la túnica que en aquel momento colgaba de sus hombros. Levantó el faldón de la prenda, lo examinó un momento y luego lo cepilló enérgicamente con la mano y observó la danza de las migajas sobre la alfombra.

Ataviado con las ropas de un comerciante acomodado, el magistrado ayudante avanzó por la transitada avenida que seguía uno de los canales más amplios y concurridos de la ciudad. Era media tarde y el tráfico en las aguas era muy denso; las barcazas, proa con popa y borda con borda, hundían sus cascos en las aguas oscuras y aceitosas bajo el peso de los cargamentos: teca, afrodisíacos, hierro, sal, cereales, fruta, seda, tejidos, té, bambú, ladrillos, troncos de fina caoba, laca, ginseng y especias.

Se abrió paso con cuidado entre la bulliciosa multitud de peatones que recorría las explanadas del barrio oriental entre las esclusas.

Aquí y allá, grupos de gente se habían detenido a lo largo de las orillas del canal, obstruyendo el paso, para gritar indicaciones y sugerencias a las barcazas. Di observó sus gestos desaforados de advertencia y escuchó sus opiniones vehementes, que nadie les había pedido. A bordo de las embarcaciones sobrecargadas, las apuradas tripulaciones se gritaban de cubierta a cubierta y maniobraban con las pértigas en un vano esfuerzo por evitar colisiones. Di sabía que los que gritaban instrucciones desde la segundad de la orilla esperaban un poco de entretenimiento, un desastre menor, tal vez un percance de alguna de aquellas barcazas cargadas hasta los topes. Siempre resultaba emocionante contemplar la confusión que se organizaba cuando los cascos de madera se embestían, de modo que algún pesado cargamento se deslizara de la malla que lo sujetaba para caer a las sucias aguas mientras los marineros de las barcazas soltaban maldiciones y gritaban amenazas al cielo.

Aquello, la sofocante realidad comercial de Yangchou con su red de vías acuáticas conectadas, constituía ahora el nuevo mundo de Di. Diez mil li en comercio entraban y salían de la gran ciudad, rebosante de corrupción y abierta a todas las posibilidades existentes bajo el cielo.

En el canal se avecinaba una pelea. Dos barcazas mantenían una pugna por el derecho de paso, que se negaban a ceder a la otra. Las voces se alzaban amenazadoramente mientras una oleada de excitación recorría la multitud agolpada en las orillas. Respaldados por sus tripulaciones, los capitanes de las barcazas se miraban con furia, agitando los brazos en grandes gestos intimidadores e intercambiando insultos. Los espectadores se empujaban y forcejeaban para conseguir una buena posición y luego escogían un bando como si conocieran a los dos contendientes y hubieran apostado una buena cantidad al resultado del enfrentamiento. Di continuó deprisa su marcha, dando gracias por llevar guardado en la manga y no colocado en la cabeza el birrete que identificaba su cargo, cuya visión habría impulsado sin duda a alguien de la multitud a gritar: «¡Magistrado, magistrado!», obligándole a mediar en la disputa.

Lo que se disponía a hacer aquella tarde no era en realidad contrario a la ética. No había ninguna razón en concreto para que los funcionarios del Ministerio de Transportes, que era adonde se dirigía, no le permitieran examinar los registros o, sencillamente, echar un vistazo. No llevaba las ropas de comerciante ni se movía de incógnito entre la multitud a aquella hora cercana al crepúsculo porque en su actuación hubiera el más leve asomo de ilegalidad; era más bien su intuición la que le decía que era mejor pasar inadvertido. Para empezar, el viejo juez no tenía por qué saber que alguien de su despacho estaba investigando un caso cerrado de asesinato y, por otra parte, el ministro de Transportes había llevado, sin duda, una vida complicada. Cómo no iba a llevarla, se preguntó Di mientras contemplaba el agitado bullicio de actividad comercial que se desarrollaba a su alrededor y que había constituido el dominio del ministro asesinado. ¿Resultaba creíble que un hombre como él muriese por unos cuantos objetos robados? No, reflexionó Di; quien le hubiera quitado la vida, sin duda estaría vigilando todavía. Nada conseguiría atrayendo la atención sobre él. Una sensación de aventura, placentera y desagradable a partes iguales, recorrió su espinazo como un escalofrío al tiempo que penetraba en el aire más fresco y más oscuro del callejón que lo conduciría a la entrada posterior del Ministerio de Transportes, que a aquella hora estaría desierta.

El corazón le latía con fuerza contra las costillas y Di sólo pudo atribuir aquella nueva excitación a una repentina e inesperada sensación de libertad. ¿Qué era aquello? Olía sospechosamente a exuberancia. Ni siquiera el recuerdo de la muerte del pobre jardinero podía apagar la sensación. Por fin, la identificó: era la libertad para investigar la verdad lo que aceleraba la vida del corazón dentro de su pecho. No fui de gran ayuda cuando aún vivías, mi pobre amigo, dijo al malogrado jardinero, pero quizá pueda ayudarte después de muerto. Tal vez pueda redimir tu buen nombre y el de tu familia y restituir el honor a tus antepasados.

Dobló la esquina y entró en un callejón aún más estrecho y mugriento. Una mujer salió de un portal en persecución de un gallo agresivo y lo agarró entre un revuelo de plumas.

Aquella zona de la ciudad, delimitada por las bocas meridionales de los canales y las esclusas, era un laberinto de callejuelas y pequeñas plazas adoquinadas. No era el mejor barrio para deambular solo y de noche, se dijo Di, aunque las sombras de las paredes altas y estrechas que se alzaban en torno a él indicaban que eso era lo que tendría que hacer, con toda probabilidad, cuando terminara lo que le había llevado hasta allí. Sólo quedaba un bloque de casas para llegar a su destino.

Previamente, había enviado un mensaje al guardián para que acudiera a franquearle el paso por la puerta de atrás. También había indicado al guardián que no esperara verlo llegar con las ropas de magistrado. Reflexionando sobre aquel subterfugio, se preguntó por un instante si era necesario siquiera el disfraz de mercader. ¿Quién sabía qué clase de complejas relaciones había cultivado el ministro de Transportes? Quizá la visión de un funcionario tocado con el gorro de la magistratura era un hecho habitual en aquel lugar.

Cruzó una pequeña plaza y tiró del cordel de la campanilla, que desaparecía por un agujero de la pared contigua al recio portalón de madera. Tirar del silencioso cordel y notar su resistencia, lo cual indicaba que en algún lugar del corazón del edificio, demasiado lejos para captar el sonido, tintineaba la campanilla con el golpeteo del badajo, le produjo una sensación extraña.

Esperó, haciendo un esfuerzo por tranquilizar sus pensamientos, que saltaban en su mente como pulgas.

Era la hora del Perro y Di estaba sentado a solas en el despacho del difunto ministro de Transportes en el piso alto del edificio, con los codos sobre el escritorio de palisandro del malogrado funcionario. ¿Quién había sido el hombre que había ocupado aquel asiento durante tantos años?

Se acercaba el crepúsculo. Di permaneció inmóvil, hipnotizado por las siluetas confusas de las exóticas esculturas que adornaban la estancia. De vez en cuando, llegaba a sus oídos algún ruido procedente de las calles cercanas. Se levantó y se asomó un instante a la ventana para observar la plazuela desierta a sus pies. Después, cerró los postigos y procedió a encender varias de las lámparas del ministro. Entre la compleja danza de las sombras, examinó las tallas de madera votivas que llenaban la parte alta de las paredes: cuerpos que se abrazaban en sensuales contorsiones, miembros viriles erectos, vulvas abiertas y receptivas, pechos henchidos y firmes en el paroxismo de la excitación sexual… Cogió una lámpara y la sostuvo por encima de la cabeza para examinar con más detalle las piezas; todas estaban realizadas en una madera vieja, seca, cuarteada y de color terroso que Di relacionó enseguida con remotos y antiguos lugares de culto. Apoyada contra la pared más próxima a la puerta había una gran rueda de madera con ocho radios, resquebrajada en varios puntos, llena de extrañas inscripciones. Desplazó la lámpara para poder investigar la parte de atrás de la rueda y observó que la madera estaba astillada, como si hubieran arrancado la rueda de su sitio.

La única explicación era que aquellos objetos sagrados habían sido robados de las paredes de los templos, algunos de ellos a toda prisa y por la fuerza. Sin duda, los monjes y sacerdotes encargados de su custodia no los habrían entregado por las buenas. ¿O acaso había modo de sobornar a tales gentes? Di reflexionó sobre ello. Por supuesto, incluso entre los devotos podía haber quien se dejara tentar por la natural codicia humana. Fuera cual fuese su origen, las piezas del despacho del ministro eran un claro indicio, para Di, de alguna forma de comercio ilícito. No obstante, admitió, sus sospechas no pasaban de meras suposiciones. Aun así…

Desplazó la lámpara para examinar las piezas colocadas sobre una mesa en el centro de la estancia y sobre unos pedestales repartidos aquí y allá. Éstas fueron las que más le interesaron. Cogió una y la estudió. Sabía de qué se trataba, pues ya había visto otros objetos parecidos, aunque, desde luego, nunca tantos en un mismo lugar: era un lingam, un falo de piedra tallada de origen indio. Un símbolo poderoso de la fuerza vital divina. Dejó la lámpara a un lado, cogió otro de aquellos objetos y lo comparó con el primero. Este, que sostenía en la diestra, era mucho más tosco que el otro y su forma sólo sugería lo representado; el de la izquierda, que acababa de coger, en cambio, era desagradablemente realista hasta en el detalle de las venas talladas en marcado relieve a lo largo del fuste erecto. Di lo devolvió a su sitio rápidamente con un estremecimiento de desagrado. Decidió llevarse el otro. Mientras lo guardaba en el macuto, se sintió como un ladrón. Sólo estaba confiscando una prueba material, se reconvino con severidad. Cogió la lámpara de nuevo y volvió la atención al resto de iconos que el ministro había distribuido por la estancia con tanto amor. Mientras lo hacía, se preguntó cómo había podido el hombre concentrarse en su trabajo rodeado de todo aquello.

Las otras piezas que atrajeron la atención de Di eran aún más singulares que los lingam. Esculpidas en bronce dorado, parejas de figuras se abrazaban en el acto sexual. Di colocó tres lamparillas de aceite en un semicírculo para estudiar las esculturas con detalle.

Las brillantes superficies parecían casi animadas: delicadas figuras femeninas estaban a horcajadas sobre sus compañeros masculinos, de tamaño exagerado, que aparecían sentados con las piernas cruzadas en la posición del loto; las féminas requerían los favores de sus compañeros con toda suerte de extraños objetos simbólicos, que sostenían con sus brazos extendidos. Las enormes figuras masculinas parecían contonearse a ritmo de contrapunto, las cabezas gigantescas adornadas con elaborados tocados compuestos de cráneos y vísceras humanas, manifestaciones simbólicas de su magia tántrica; sus rostros eran demoníacos y en las manos sostenían extraños cetros y campanillas. Aquellas figuras abrazadas, que se mecían y danzaban con una especie de fijación cabalística cuyo sentido desafiaba la razón y la lógica, tenían un significado que no alcanzaba a captar.

Por separado, resultaban bastante extrañas. Eran producto de una tierra lejana, de un culto exótico. Pero todo lo extranjero, sobre todo lo procedente de la India, resultaba extraño; diferente simbolismo, diferentes metáforas para reflejar un universo diferente. Todo eso era normal, reflexionó Di mientras se frotaba la barbilla con aire ausente. Pero allí había tantas figuras y tantos falos que el efecto general resultaba abrumador y su exotismo dejaba de ser una curiosidad aislada para convertirse en una corriente impetuosa que le arrastraba hacia ellos.

El sonido de unas voces y el rumor de unas ruedas de madera en el exterior sacó a Di de sus profundas reflexiones y se dio cuenta de lo lejos que había volado su mente. Se sentía vagamente desorientado, como se había sentido años atrás al despertar del sueño pesado de las fiebres infantiles, cuando tenía que esforzarse para recordar dónde estaba, en qué habitación, en qué casa… incluso quién era, una vez, un médico le había dicho que aquellas fiebres le hacían dormir a uno tan profundamente porque eran la antesala de la muerte. Durante unos instantes, Di casi había permitido que la obsesión del ministro —si de eso se trataba realmente— se convirtiera en la suya.

Se levantó de detrás del escritorio, anduvo hasta la ventana más oriental y abrió los postigos. Sacó la cabeza, llenó los pulmones con el aire frío de la noche y miró por entre las columnas de la galería del piso superior del edificio en dirección al canal, estirando el cuello mientras se preguntaba ociosamente si se vería alguna vía fluvial, por mínima que fuera, desde el despacho del ministro de Transportes.

Introdujo de nuevo la cabeza. Volvía a sentirse despierto y alerta, revivido por el aire de la noche. Cerró la ventana y cruzó el despacho hasta detenerse junto al escritorio. Miró a su alrededor por última vez y observó el juego de las luces vacilantes sobre las esculturas y bajorrelieves. Después, apagó todas las lamparillas hasta que sólo quedó encendida la que sostenía por encima de la cabeza.

La sala y su contenido le habían apartado unos pasos de su mundo cotidiano. ¿Qué significaba aquello? ¿Se había vuelto tan intolerante, tan estrecho de miras, que reaccionaba casi con suspicacia de campesino ante cualquier cosa exótica y fuera de lo común? Di reflexionó y llegó a la conclusión de que no se trataba de que los objetos fueran extraños o de tierras lejanas; ni siquiera de que su abundancia creara una atmósfera en la que uno apenas podía respirar sin absorber su esencia. Sí, eran exóticos: hindúes, budistas, indios, tántricos… Algo de eso, por supuesto. Se concentró, tratando de precisar más su procedencia. Y entonces cayó en la cuenta: lo que le perturbaba de aquel modo no era las escenas que mostraban, sino el hecho de que se encontraran allí, el mero hecho de que estuvieran en aquel lugar, desterrados, desplazados a miles de kilómetros de su punto de origen, con su significado distorsionado al sacarlos de su contexto ancestral y remoto. ¿Y qué habían significado aquellos objetos para el ministro de Transportes?

Alcanzó la puerta, apagó la última llama de un soplido y recorrió el pasillo hacia la escalera. Lo hizo con paso apresurado, consciente del espacio vacío que dejaba tras él.

El guardián escoltó en silencio a Di hasta la salida, con una linterna en alto en su mano derecha. Di había pensado decirle al hombre que no comentara con nadie su visita nocturna, pero mientras avanzaba por los fríos adoquines tomó una decisión. Quizá no fuera tan mala idea dejar una leve pista; lo suficiente, se dijo, como para hacer salir de las sombras al elemento oculto, a la persona o personas que estuvieran pendientes del asunto. Di dio las gracias al anciano, le entregó una moneda y salió al callejón en sombras mientras el viejo portalón se cerraba con estruendo.