XII. CARRERA DE OBSTÁCULOS EN BUSCA DEL CARBURANTE

Siendo la fuerza de Raúl tan respetada en el seno de «Los Jaguares», quedaba encargado de la primera misión: ganar a nado la orilla, sin ruido, y sorprender al más próximo de los centinelas. Debía tenerle maniatado y, muy especialmente, amordazado, antes de que pudiera dar la señal de alarma. Como ayudante, contando con sus dotes de buceador, iría Julio.

Por si el plan fallaba, Héctor permaneció en la choza.

—Siquiera los caimanes tengan una noche dormilona —dijo el mayor de los Medina, antes de dejarse deslizar por el pilote, para introducirse en el agua.

Raúl y él no llegaron a tierra juntos, sino cada uno por su lado. Cuando el centinela al que primero atacó se revolvió apenas, alertando a su compañero, Julio, situado a la espalda del otro nativo, le dejó dormido con un golpe limpio de karate. Antes de acudir junto al tercero, les llenaron la boca de hierbas, ataron y amordazaron como si no hubieran hecho otra cosa en su vida.

Reducir al tercero, entre los dos, fue tarea sencilla.

En cuanto dieron la señal, Héctor se deslizó a su vez, subió a la piragua y recogió a Julio, dejando a Raúl de guardia con un arma y uno de los botes de goma.

Consultaron sus relojes y Héctor calculó aproximadamente la hora en que podían estar de regreso.

Se habían repartido las armas de modo que Suances tuviera una; otra para los dos que marchaban en busca de los bidones y la tercera se dejó en poder de Raúl, aunque todos llevaban cuchillos, en previsión de tropiezos con animales feroces, ya que no les convenía delatarse utilizando las armas de fuego.

Arriba, en la choza lacustre, las chicas vigilaban cuanto la densa oscuridad permitía. Raúl permanecía custodiando a los nativos y preparado para la posible llegada de refuerzos. Héctor y Julio siguieron por la laguna, utilizando la piragua.

—¿Seguro que podrás orientarte, siguiendo otro camino y de noche, hasta la plantación? —preguntó Julio a su compañero.

—Creo que sí.

Al principio remaron suavemente para no despertar con los golpes de remo a los indígenas que pudieran morar cerca de la orilla. Una vez en el centro de la laguna aumentaron la velocidad, con enérgicas remadas.

Todo parecía dormir y, aunque a veces llegaba hasta ellos el sonido inquietante de un aullido, el plan continuaba adelante.

Por un estrecho brazo, casi convertido en riachuelo, siguieron durante la última parte del recorrido.

Cuando saltaron a tierra, alumbrados apenas por la luz de las escasas estrellas que las nubes dejaban al descubierto, hicieron marcas en el suelo para poder reconocerlo a su regreso. El mismo procedimiento lo repetían de trecho en trecho, tal vez imitando el cuento de Pulgarcito.

El trayecto les resultó más largo de lo que aguardaban y al final tuvieron que rectificar, comprendiendo que habían dejado a un lado la plantación. Luego, a través de un pantano que no les permitía avanzar con rapidez, alcanzaron los primeros árboles del caucho.

—¿Y si no encontramos bidones?

—El otro día los había.

Perdieron un tiempo precioso hasta dar con ellos, agrupados junto a una choza que debía servir para guardar material.

Debía de haber alguien de guardia, pues vieron encenderse una luz y a un hombre salir con una tea. Los dos muchachos se tiraron al suelo.

El hombre, creyendo sin duda que el ruido que le había alertado se debía a cualquier animal, regresó a la choza.

Tras un tiempo prudencial de espera, se pusieron en acción. Julio lanzó una imprecación ahogada al comprobar el peso de los bidones. ¡Estaban llenos!

—Sería inútil vaciarlos —susurró Héctor a su lado—, el látex es una sustancia gomosa y quedaría algo en el recipiente que inutilizaría la gasolina.

Tuvieron que ir levantando uno a uno. Héctor casi lanzó un grito de alegría al comprobar que por fin levantaba el recipiente como si fuera una pluma.

Unicamente encontraron vacíos un par y con ellos en las manos emprendieron el camino de regreso hasta la piragua.

Apresuradamente, empuñaron los remos y avanzaron sin concederse tregua, contentos de no haber hallado obstáculos en su camino. Cerca ya del poblado sobre pilotes renovaron las precauciones.

Buscaron su camino entre las chozas y silbaron brevemente al pasar bajo la que albergaba a sus amigos. Les replicaron de igual modo desde arriba y, para sorpresa de ambos, Petra, que había descendido a saltos, se colocó en la piragua, tratando de llamarles la atención de algo.

—¿Qué es esto? ¿Quieres decirme algo? —le preguntó Julio.

La ardilla le había puesto un trozo de tela en las manos. Parecía un jirón de camisa y Julio se lo echó al bolsillo.

A través de uno de los canales que comunicaban la laguna con el Jamanari, salieron al río y enfilaron hacia los meandros donde se hallaba el hidroavión.

Petra, inquieta, trataba de atraer la atención de los muchachos.

—Está asustada —comentó Héctor—. Quizá las chicas y Oscar la han puesto nerviosa.

—Seguramente.

Ambos pensaban que les estaban saliendo las cosas hasta demasiado bien. Después de un par de bruscos tropezones en otros tantos obstáculos, alcanzaron el aparato.

Héctor se quedó en la piragua y Julio pasó a la carlinga, en busca de la llave inglesa. Con ella en las manos, fue deslizándose hasta los restos del ala.

—Tendrás que alumbrarme con la linterna —dijo a su compañero.

El chorro de luz de la linterna resbaló por la estructura, hasta dar con lo que buscaban. Pronto se puso de manifiesto que Julio no era ningún lince manejando la llave inglesa. Para colmo, la ardilla estaba muy pesada, tirándole sin cesar de la camisa.

—Quítame a Petra —dijo al otro.

Nada, que no podía con la llave; le magullaba la mano. Julio se llevó la mano al bolsillo para ayudarse con el pañuelo y sacó un trapo. La luz cruda de la linterna reveló unos trozos oscuros y los dos muchachos, fuera de sí, comprendieron que se trataba de un escrito. Con una rama ahumada habían trazado las palabras:

«Han atacado a Raúl».

—De momento, esto. Hay que regresar con el carburante. Pero como ya nos han alertado las chicas, porque ellas han debido presenciar el fregado desde su atalaya, trataremos de caer de improviso sobre los atacantes.

—Suponiendo que sean tan ingenuos como para dejarse sorprender. Y suponiendo que no se hayan llevado a Raúl.

—¡Rayos! Calla y date prisa.

Nada, Julio con la llave inglesa era un desastre y Héctor tuvo que hacerse con ella, mientras aquél pasaba a colocar los bidones. A pesar de su inquietud, les parecía una música deliciosa sentir el líquido cayendo en los recipientes.

Entre los dos, los acomodaron en la piragua y recogieron el tubo de goma que, sin duda, iba a hacerles falta más tarde.

—Me parece que tenemos invitados —susurró Héctor.

En efecto, una masa informe se deslizaba por el río. Julio impregnó con gasolina uno de los remos, le prendió fuego y atacó al caimán en los ojos, poniéndole en franca huida.

—¿Es que no puedes remar más rápido, leño del demonio? —increpó a Héctor—. Estoy de selva hasta encima del cogote. Si algún día llego a verme en mi habitación, con un buen libro en las manos y la panza llena, no me lo creeré.

En lo que duró la travesía, una vez ahuyentado el temible cocodrilo, Julio había estado atando fuertemente a los bidones cuerda vegetal, de modo que, una vez descargados en la orilla, les fuera fácil tirar de ellos. Sin embargo, el roce contra el suelo, las ramas y las piedras podía delatarles.

—Tengo el presentimiento de que nos esperan —dijo Julio.

—Yo también —susurró Héctor.

Durante unos segundos estuvieron inmóviles y silenciosos.

—¿Estás con la «caldera» a plena marcha, no? —susurró Julio—. Si Petra quisiera cooperar… Pronto amanecerá. Hay que darse prisa.

Para despistar a sus enemigos, retrocedieron un poco con la ardilla. Julio le repetía una y otra vez lo que esperaba de ella, mientras Héctor ataba varios palos. El plan era arriesgado, porque ignoraban si Petra asimilaba el mensaje. Estaba quietecita, sin moverse, sujetándose al pecho de Julio, mientras Héctor caminaba llevando los palos de forma que no entrechocasen.

Cuando se alejaron, tras elegir un terreno cubierto de piedras, dejaron a la ardilla con los palos atados al cuerpo y fueron apartándose sin ruido.

Cerca ya del helicóptero, Julio arrojó una piedra pequeña hacia el lugar donde se había quedado el animal y éste, asustado, empezó a correr y saltar con un estrepitoso entrechocar de palos. Inmediatamente se oyeron gritos y carreras en aquella dirección.

—Me adelanto —susurró Héctor.

Y lo hizo tratando de deslizarse sin ruido. Por Oriente una claridad rosada anunciaba el día. Julio llevaba uno de los bidones hasta el aparato. La luz era apenas perceptible, pero tenía algo de gato y se movía en la oscuridad relativamente seguro. Llevaba en el bolsillo la llave inglesa y esperaba acertar con las instrucciones de Suances.

En su nerviosismo, le parecía tener los dedos agarrotados y que unas manos invisibles sujetaban sus brazos.

Héctor, en tanto, se orientaba en busca de Raúl. Había visto a un par de nativos salir corriendo hacia el lugar donde la ardilla se ocupaba de armar estrépito y pronto divisó dos sombras guardando a otra que permanecía tumbada.

A partir de entonces tuvo que avanzar tan despacio, con tanto tiempo, que tuvo la impresión de que no iba a llegar nunca. Dando un rodeo, fue a situarse a espaldas de los indígenas y Raúl. Repentinamente se lanzó sobre uno de ellos y lo arrojó lejos.

El otro quiso saltar sobre él y entonces Raúl, que estaba atado, levantó los pies y le hizo probar el suelo con fuerza. Antes de que se levantara, Héctor le inmovilizó con uno de sus golpes de genial karateka.

El que había salido lanzado volvía hacia él, lanza en ristre, pero pudo eludirlo con una hábil finta. El salvaje gritaba, sin duda para llamar la atención de sus compañeros. De pronto, Héctor le mostró el arma y el pobre nativo, aterrado, ya no pensó en replicar.

Rápidamente, de un tajo, Héctor cortó con su cuchillo las cuerdas que aprisionaban a Raúl. Y éste, sin preguntar nada, corrió hacia la laguna, justo a tiempo de cargarse a la espalda, al pie del pilote, a Suances. Los otros tres, Oscar y las chicas, se habían acomodado en el bote neumático y remaban con toda su potencia hacia la orilla.

Raúl, sin detenerse, corrió con su carga hacia el helicóptero. Héctor protegía el avance de los suyos, atento a lo que pudiera suceder.

Amanecía rápidamente, tanto que podían divisarse perfectamente unos a otros y ver a León salir disparado hacia el espeso bosquecillo por donde andaba la ardilla.

Si su acción hubiera podido tener espectadores, ¡cuánta admiración no hubiese despertado! Porque había corrido hacia el lugar donde Petra trataba de zafarse de los palos que llevaba atados a su cuerpo y le ayudaba en la medida de sus pobres fuerzas.

Los indígenas, que habían emprendido la carrera hacia el lugar de la zarabanda, disparando sus flechas, regresaban chasqueados.

Pero cuando se sintieron definitivamente burlados fue al ver a los blancos entrar uno tras otro en el helicóptero. Apenas repuestos de la sorpresa, empezaron a disparar sus flechas, pero pronto una ráfaga de fuego pasando sobre sus cabezas les obligaba a buscar refugio.

La había enviado Héctor, el último en ganar el aparato. El muchacho, como en ocasiones anteriores, no había pretendido hacer daño, sino mantenerlos a raya.

Cuando a su vez saltó a la nave, en el momento en que bailaban despegándose del suelo, sentía la satisfacción de no haber lastimado de verdad a ninguno de aquellos pobres indígenas, de cuya conducta ni siquiera eran responsables, pues todo había que adjudicárselo al malvado hombre blanco que ejercía sobre ellos su influjo.

Suances, sentado ante los mandos, maniobraba sin la menor vacilación.

—¡Un momento! —le suplicó Julio—. ¡Esperemos a los héroes!

En aquel instante, Petra y León saltaban a la cabina, chillando como energúmenos en relación con su escaso tamaño.

—¡Arriba! ¡Arriba! —gritaba Verónica.

Todos veían llegar, por otra de las «cochas», varias piraguas, en la primera de las cuales iba un hombre con máscara de tigre.

—Rápido, Suances, se nos echa encima el único hombre realmente peligroso de esta selva: ¡Rey Tigre!

En unos instantes, el helicóptero estuvo fuera del alcance de los de tierra.

El piloto advirtió:

—Si no llevamos más que el carburante que Julio ha dicho, no iremos muy lejos, pero sí lo suficiente para ponernos a salvo.

—Queridísimo señor Suances, no nos deje en otra selva, por favor —le suplicó Verónica.

—Descuida. Conozco como pocos estos lugares…

Raúl se dolía de que, por su causa, el plan había estado a punto de estropearse. Contó que le habían sorprendido por la espalda, mientras estaba de vigilancia.

El aparato dejó atrás el curso del Jamanari y fue a situarse sobre la cinta de un camino bordeado de espesa vegetación.

—Muchachos, por este lugar hay casas y de tarde en tarde, tráfico. Vamos a tomar tierra, pero tranquilizaos, porque estamos en lugar civilizado.

Fueron a posarse sobre el camino, marcado con ruedas de camiones. Poco después aparecía un hombre con su vaca y seguidamente un hidroavión pasaba sobre ellos. Le hicieron señales y creyeron haber sido avistados.

Suances habló con el campesino en portugués y éste ordeñó la vaca y fue pasando el cuenco, donde uno a uno apagaron su sed.

No habría transcurrido ni media hora, cuando dos helicópteros surgieron en la lejanía.

—¡Vienen a recogernos! ¡Ha debido avisarles el hidroavión! —exclamó Suances, que continuaba sentado en el interior del helicóptero.

«Los Jaguares» se miraron. No se habían mirado con detenimiento desde hacía horas y horas y, al verse sucios, desastrosos, desgreñados, irreconocibles, rompieron en carcajadas con la alegría que les caracterizaba.

En aquel mismo instante, todos los malos ratos de aquella última semana de julio se olvidaron.

—¡Qué aventura tan estupenda! —exclamó al rato Oscar.

—¡A ver si te doy un soplamocos, mico! —le amenazó Julio con falsa seriedad.

Cuando se lanzaron hacia el helicóptero que se posaba cerca de allí, eran «Los Jaguares» incontenibles y alegres de siempre. Hablaban todos a la vez, preguntaban y contaban sin orden ni concierto.

Tía Susy se llevó un susto al verlos. Supuso que todos se hallaban al cabo de sus fuerzas, destrozados y débiles, pero, al arrollarla con sus abrazos, se tranquilizó.

Por cierto, Petra y León estaban muy amigos y todos esperaban que la amistad durase.

Las autoridades tomaron cartas en el caso de la explotación ilegal de caucho. Tropas especializadas invadieron la región del Jamanari y, además de libertar a los dos pilotos, apresaron a Rey Tigre, un ex boxeador buscado por la policía de varias naciones. También cayeron en poder de las autoridades peruanas los socios en Iquitos del tal individuo.

Al día siguiente, Raúl hacía un comentario que provocó el respingo de sus amigos:

—Me gustaría volver un día al Jamanari.

—¿Pero no te has hartado de selva? —le lanzó Sara.

—No es la selva, sino los indígenas lo que me atrae. Necesitan ayuda para mejorar sus condiciones de vida.

Sara se volvió a los demás:

—«Jaguares», tenemos entre nosotros al último de los Quijotes. En robusto, pero Quijote al fin y al cabo.